A la mañana siguiente, Allie se despertó temprano, desvelada por el incesante canto de los estorninos, se restregó los ojos, y sintió el cuerpo entumecido. No había dormido bien, pues se despertaba entre sueño y sueño, y recordaba haber visto las manecillas del reloj en diferentes posiciones durante la noche, como recalcando el paso del tiempo.
Había dormido con la camisa de Noah, y volvió a aspirar su olor, evocando la noche anterior. Las risas despreocupadas y la conversación volvieron a su mente, y recordó especialmente lo que opinaba de su cuadro. Había sido un comentario inesperado, aunque estimulante, y mientras se repetía mentalmente cada palabra, supo cuánto se habría arrepentido si hubiera decidido no volver a verlo.
Miró por la ventana y vio a los alborotadores pájaros buscando comida a la temprana luz del día. Sabía que Noah era un madrugador y que disfrutaba dando la bienvenida al sol a su manera. Le gustaba pasear en kayak o en canoa, y recordó la mañana pasada con él en el arroyo, esperando el amanecer. Había tenido que escapar por la ventana para hacerlo, pues sus padres jamás lo habrían consentido, pero no la pescaron, y ahora recordaba cómo Noah le había pasado un brazo por los hombros estrechándola contra sí mientras despuntaba el alba.
—Mira, allí —había murmurado, y ella contempló su primer amanecer con la cabeza apoyada sobre su hombro, convencida de que en todo el mundo no podía haber un espectáculo más maravilloso que aquel.
Ahora, cuando se levantó de la cama para bañarse, sintiendo el suelo frío bajo sus pies, se preguntó si esa mañana Noah habría contemplado la salida del Sol desde el río, y supuso que seguramente había sido así.
Tenía razón.
Noah se levantó antes del amanecer, se puso con rapidez los mismos vaqueros de la noche anterior, una camiseta, una camisa de franela limpia, una cazadora azul y unas botas. Antes de bajar, se lavó los dientes y, de camino a la puerta, bebió un vaso de leche y comió un par de galletas. Después que Clem lo hubo saludado con un par de lengüetazos, se dirigió al embarcadero donde guardaba el kayak.
Le gustaba abandonarse a la magia del río, que le relajaba los músculos, le calentaba el cuerpo y le aclaraba la mente.
El viejo kayak, desgastado y manchado por el agua, colgaba de dos oxidados ganchos atornillados al embarcadero, ligeramente por encima de la línea de flotación, para mantener lejos a los percebes. Lo desenganchó, lo dejó a sus pies y, después de una rápida inspección, lo llevó a la orilla. Con un par de movimientos hacía tiempo dominados por la práctica, tomó impulso y comenzó a remontar el río. Noah era al mismo tiempo piloto y motor.
Sentía el aire fresco, tonificante, en la cara, y el cielo era una amalgama de colores: negro directamente encima de la cumbre de la montaña, seguido por toda la gama de los azules que se aclaraban progresivamente al acercarse al horizonte, donde el gris tomaba su lugar. Respiró hondo varias veces, sintiendo el aroma de los pinos y del agua salobre, y comenzó a pensar. Aquellos paseos eran lo que más había echado de menos cuando vivía en el norte. Entonces, la larga jornada de trabajo le dejaba poco tiempo para el río. Acampadas, caminatas, remo, chicas, trabajo… era preciso renunciar a algo. Había explorado a pie el campo de los alrededores de Nueva Jersey, pero en catorce años no había subido a un kayak ni a una canoa. Por eso, fue lo primero que hizo al volver.
Hay algo especial, casi místico, en contemplar el amanecer desde el agua, pensó, y últimamente lo hacía a diario. Que el día fuera claro y soleado o frío y encapotado lo tenía sin cuidado mientras remaba al ritmo de la melodía que tarareaba mentalmente, avanzando sobre el agua del color del hierro. Vio a una familia de tortugas sobre un tronco parcialmente sumergido y a una garza que levantó vuelo y planeó, rozando el agua, antes de desaparecer en la luz plateada que precedía al alba.
Remó hasta la mitad del río, donde el resplandor naranja comenzaba a extenderse por el agua. Entonces dejó de remar, haciendo sólo los movimientos necesarios para mantenerse en el mismo sitio, y miró fijamente el cielo hasta que la luz despuntó entre los árboles. Le gustaba detenerse en el momento exacto del amanecer: la vista era espectacular, como si el mundo volviera a nacer. Después comenzó a remar con fuerza otra vez, eliminando la tensión, preparándose para el día.
Mientras tanto, un montón de interrogantes danzaban en su mente como gotas de agua en una sartén. Pensó en Lon, preguntándose qué clase de persona sería y qué relación mantendría con Allie. Pero sobre todo pensó en Allie, en los motivos de su visita.
Cuando regresó al punto de partida, se sintió como nuevo. Miró el reloj y le sorprendió comprobar que habían pasado dos horas. Sin embargo, el tiempo en el río siempre engañaba, y hacía meses que había dejado de asombrarse de sus trucos.
Colgó el kayak para que se secara, se tendió a descansar un par de minutos y fue al cobertizo donde guardaba la canoa. La llevó hasta la orilla, dejándola a unos metros del agua, y mientras caminaba hacia la casa, notó que todavía tenía las piernas ligeramente entumecidas.
La niebla de la mañana aún no se había disipado y recordó que por lo general la rigidez de sus piernas predecía lluvia. Miró hacia el oeste y vio nubes de tormenta, densas y pesadas, lejanas pero claramente amenazadoras. El viento no soplaba con fuerza, pero empujaba las nubes acercándolas. A juzgar por su aspecto, sería mejor no estar al aire libre cuando llegaran. Caramba. ¿Cuánto tiempo le quedaba? Unas horas, quizás algo más. O quizá menos.
Se duchó, se puso otros jeans, una camisa roja y botas negras de vaquero, se peinó y bajó a la cocina. Lavó los platos de la noche anterior, ordenó un poco la casa, se preparó café y salió al porche. El cielo estaba más oscuro y echó un vistazo al barómetro. Estable, pero pronto empezaría a bajar. El cielo del oeste lo anunciaba.
Hacía mucho tiempo que había aprendido a no subestimar el tiempo y se preguntó si sería conveniente salir. Podía arreglárselas con la lluvia, pero los rayos eran otra cosa. Sobre todo si lo sorprendían en el agua. Una canoa no es el sitio más apropiado cuando la electricidad chisporrotea en el aire húmedo.
Terminó el café, postergando la decisión. Fue al cuarto de las herramientas y tomó un hacha. Después de comprobar el filo de la cuchilla con el pulgar, la afiló con una piedra de amolar. "Un hacha roma es más peligrosa que una afilada", solía decir su padre.
Dedicó los veinte minutos siguientes a cortar y apilar leña. Lo hacía con facilidad, con golpes certeros y sin sudar. Apartó unos cuantos leños y, cuando terminó de hachar, los metió en la casa, apilándolos junto a la chimenea.
Volvió a mirar el cuadro de Allie y extendió una mano para tocarlo. Todavía no podía creer que fuera a verla de nuevo. Dios, ¿qué tenía esa mujer que lo hacía sentir así después de tantos años? ¿Qué clase de poder ejercía sobre él?
Finalmente sacudió la cabeza, dio media vuelta y regresó al porche. Volvió a mirar el barómetro. No había cambios. Luego consultó el reloj.
Allie llegaría pronto.
Allie había terminado de bañarse y ya estaba vestida. Un rato antes había abierto la ventana para comprobar la temperatura. Afuera no hacía frío, de modo que decidió ponerse un vestido de primavera color crema, con mangas largas y cuello alto. Era suave y cómodo, tal vez un poco ceñido, pero la favorecía, y eligió un par de sandalias blantas que combinaban.
Pasó la mañana caminando por el centro. La Depresión se había cobrado su tributo en el pueblo, pero comenzaban a verse señales de prosperidad. El Masonic Theatre, el cine más antiguo del lugar, parecía bastante deteriorado, pero seguía en pie, con dos películas recientes en cartel. Fort Totten Park estaba exactamente igual que hacía catorce años, y supuso que los niños que se columpiaban allí después de clase también tendrían el aspecto de siempre. El recuerdo la hizo sonreír, y revivió los tiempos en que las cosas eran más sencillas. O por lo menos lo parecían.
Ahora nada parecía sencillo. Era increíble que todo hubiera encajado en su sitio, como lo había hecho, y se preguntó qué habría estado haciendo en esos momentos de no haber leído la nota del diario. No era difícil de imaginar, pues llevaba una vida rutinaria. Era miércoles, y eso significaba bridge en el club campestre, luego reunión en la Liga de Mujeres Jóvenes, donde seguramente organizarían otra actividad para recaudar fondos para el colegio o el hospital. Después una visita con su madre y volvería a casa a cambiarse para cenar con Lon, que los miércoles le hacía la concesión de salir del trabajo a la siete. Era la única noche de la semana que tenían una cita fija.
Reprimió la tristeza que le produjo ese recuerdo. Esperaba que algún día cambiara. Le había hecho muchas promesas, y a veces era capaz de cumplirlas durante algunas semanas, pero al final siempre volvía a los viejos hábitos.
—Esta noche no puedo, querida—explicaba—. Lo siento, pero no puedo. Más adelante te compensaré.
No le gustaba discutir con él, sobre todo porque sabía que decía la verdad. Un juicio exigía mucha dedicación, tanto en la etapa de preparación como en las sesiones, y sin embargo Allie no podía dejar de preguntarse por qué había invertido tanto tiempo en cortejarla si ahora no tenía un minuto libre para verla.
Pasó delante de una galería de arte, tan abstraída que estuvo a punto de seguir de largo, pero enseguida volvió atrás. Se detuvo un instante en la puerta y le sorprendió recordar cuánto tiempo hacía que no entraba en una galería. Por lo menos tres años, quizás incluso más. ¿Por qué las evitaba?
Entró —abría a la misma hora que los negocios de la calle principal— y echó un vistazo a los cuadros. La mayoría de los artistas eran gente local, y sus obras tenían un claro aire marino. Muchas escenas de mar, playas cubiertas de arena, pelícanos, viejos veleros, remolcadores, espigones y gaviotas. Olas de todos los tamaños, formas y colores imaginables. Después de un rato, todos los cuadros le parecieron iguales. Pensó que a los artistas les faltaba inspiración o eran unos holgazanes.
Sin embargo, en una pared había varios cuadros más afines con su gusto. Eran de un pintor del que nunca había oído hablar, un tal Elayn, y casi todos parecían inspirados en la arquitectura de las islas griegas. En el que más le gustaba, el artista había exagerado deliberadamente la escena con figuras pequeñas, líneas anchas y trazos cargados de color, como si la imagen estuviera ligeramente desenfocada. Sin embargo, los colores eran vivos y turbulentos, atraían la vista, casi dirigiendo al ojo a lo que debía ver a continuación. Era un cuadro dinámico, dramático. Cuanto más pensaba en él, más le gustaba, y consideró la posibilidad de comprarlo, hasta que se dio cuenta de que le gustaba porque le recordaba a su propia obra. Lo examinó con atención y pensó que quizá Noah tuviera razón, quizá debiera empezar a pintar otra vez.
A las nueve y media salió de la galería y fue a Hoffman—Lane, unos grandes almacenes situados en el centro. Tardó unos minutos en encontrar lo que buscaba, pero allí estaba, en la sección de material escolar. Papel, carbonilla y lápices, si no de la mejor calidad, aceptablemente buenos. No pintaría, pero era una forma de empezar, y volvió a la habitación del hotel llena de entusiasmo. Se sentó a la mesa y puso manos a la obra. No hizo nada en concreto, sencillamente quiso recuperar la sensación de dibujar, dejando que las formas y los colores fluyeran de los recuerdos de su juventud. Después de unos minutos de abstracción, hizo un boceto de la calle, tal como se la veía desde la ventana de la habitación, y se sorprendió por la facilidad con que dibujaba. Era como si nunca hubiera dejado de hacerlo.
Cuando terminó, examinó el dibujo, complacida con el resultado. Dudó sobre lo que haría a continuación y por fin se decidió. A falta de modelo, se representó mentalmente la imagen antes de empezar. Y aunque resultaba más difícil que la escena de la calle, el dibujo surgió con naturalidad y comenzó a tomar forma.
Los minutos pasaron velozmente. Trabajó sin parar, aunque mirando la hora de vez en cuando para no llegar tarde, y terminó antes de mediodía. Había tardado casi dos horas, pero el resultado final la sorprendió. Parecía que le hubiera dedicado mucho más tiempo. Enrolló el dibujo, lo metió en el bolso y recogió el resto de sus cosas. Camino a la puerta se miró en el espejo y se sintió extrañamente relajada, aunque ignoraba por qué.
Bajó la escalera y salió por la puerta del hotel. En ese momento oyó una voz a su espalda:
—¡Señorita!
Se volvió, sabiendo que se dirigían a ella. Era el gerente. El mismo hombre que había visto el día anterior, con una expresión de curiosidad en la cara.
—¿Sí?
—Anoche le telefonearon varias veces.
Se sorprendió.
—¿De veras?
—Sí. Siempre un señor Hammond.
¡Dios santo!
—¿Llamó Lon?
—Sí, señorita, cuatro veces. La segunda, yo hablé personalmente con él. Estaba preocupado por usted. Dijo que era su prometido.
Allie esbozó una sonrisa para disimular su inquietud. ¿Cuatro llamadas? ¿Cuatro? ¿Qué significaba eso? ¿Que había ocurrido algo en su casa?
—¿Dejó algún mensaje? ¿Era una emergencia?
El gerente sacudió la cabeza.
—En realidad no dijo nada, señorita, no dejó ningún mensaje. Pero parecía preocupado por usted.
Bien, pensó Allie. Eso está bien. Y luego, súbitamente, sintió una punzada en el pecho. ¿A qué venía tanta urgencia? ¿Por qué tantas llamadas? ¿Acaso ella había dicho algo que la delatara el día anterior? ¿Por qué había insistido tanto Lon? No era propio de él.
¿La habría descubierto? No… era imposible. A menos que alguien la hubiera visto el día anterior y le hubiera telefoneado… Pero en tal caso tendrían que haberla seguido a casa de Noah, y nadie haría una cosa semejante.
Tenía que llamarlo de inmediato, no podía postergarlo. Pero, curiosamente, no deseaba hacerlo. Era su tiempo libre y quería emplearlo en lo que le diera la gana. No había planeado telefonearle hasta más tarde, y por alguna razón pensaba que hacerlo ahora le estropearía el día. Además, ¿qué le diría? ¿Qué excusa pondría para justificar que había estado fuera hasta tan tarde? ¿Una cena tardía y un paseo? Quizá. ¿O una película? O…
—¿Señorita?
Es casi mediodía, pensó. ¿Dónde estará? Probablemente en el estudio… No, en los tribunales, recordó de repente, y sintió como si le quitaran un enorme peso de encima. Aunque quisiera, no tenía forma de comunicarse con él. Sus sentimientos la sorprendieron. Sabía que no debía sentirse así y, sin embargo, le daba igual. Miró el reloj, representando un papel.
—¿Ya son casi las doce?
El gerente miró el reloj e hizo un gesto afirmativo.
—Bueno, todavía faltan quince minutos.
—Por desgracia, ahora estará en los tribunales y no puedo comunicarme con él. Si vuelve a llamar, ¿podría decirle que he salido de compras y que le telefonearé más tarde?
—Claro —respondió. Sin embargo, Allie vio el interrogante en sus ojos:Pero, ¿dónde estuvo anoche?Sabía perfectamente a qué hora había vuelto. Demasiado tarde para una mujer sola en un pueblo pequeño.
—Gracias —dijo con una sonrisa—. Es muy amable.
Dos minutos después estaba en el coche, conduciendo hacia la casa de Noah, anticipando el día, totalmente indiferente a las llamadas telefónicas. Un día antes la habrían preocupado, y se preguntó qué significaría aquel cambio.
Mientras cruzaba el puente levadizo, cuatro minutos después de salir del hotel, Lon llamó desde los tribunales.