VERANO
Enero, febrero, marzo

Hace una semana, mi abuela me abrazó sin lágrimas en el aeropuerto de San Francisco y me repitió que, si en algo valoraba mi existencia, no me comunicara con nadie conocido hasta que tuviéramos la certeza de que mis enemigos ya no me buscaban. Mi Nini es paranoica, como son los habitantes de la República Popular Independiente de Berkeley, a quienes persiguen el gobierno y los extraterrestres, pero en mi caso no exageraba: toda medida de precaución es poca. Me entregó un cuaderno de cien hojas para que llevara un diario de vida, como hice desde los ocho años hasta los quince, cuando se me torció el destino. «Vas a tener tiempo de aburrirte, Maya. Aprovecha para escribir las tonterías monumentales que has cometido, a ver si les tomas el peso», me dijo. Existen varios diarios míos, sellados con cinta adhesiva industrial, que mi abuelo guardaba bajo llave en su escritorio y ahora mi Nini tiene en una caja de zapatos debajo de su cama. Éste sería mi cuaderno número 9. Mi Nini cree que me servirán cuando me haga un psicoanálisis, porque contienen las claves para desatar los nudos de mi personalidad; pero si los hubiera leído, sabría que contienen un montón de fábulas capaces de despistar al mismo Freud. En principio, mi abuela desconfía de los profesionales que ganan por hora, ya que los resultados rápidos no les convienen. Sin embargo hace una excepción con los psiquiatras, porque uno de ellos la salvó de la depresión y de las trampas de la magia cuando le dio por comunicarse con los muertos.

Puse el cuaderno en mi mochila, para no ofenderla, sin intención de usarlo, pero es cierto que aquí el tiempo se estira y escribir es una forma de ocupar las horas. Esta primera semana de exilio ha sido larga para mí. Estoy en un islote casi invisible en el mapa, en plena Edad Media. Me resulta complicado escribir sobre mi vida, porque no sé cuánto recuerdo y cuánto es producto de mi imaginación; la estricta verdad puede ser tediosa y por eso, sin darme ni cuenta, la cambio o la exagero, pero me he propuesto corregir ese defecto y mentir lo menos posible en el futuro. Y así es como ahora, cuando hasta los yanomamis del Amazonas usan computadoras, yo estoy escribiendo a mano. Me demoro y mi escritura debe de ser cirílica, porque ni yo misma logro descifrarla, pero supongo que se irá enderezando página a página. Escribir es como andar en bicicleta: no se olvida, aunque uno pase años sin practicar. Trato de avanzar en orden cronológico, ya que algún orden se requiere y pensé que ése se me haría fácil, pero pierdo el hilo, me voy por las ramas o me acuerdo de algo importante varias páginas más adelante y no hay modo de intercalarlo. Mi memoria se mueve en círculos, espirales y saltos de trapecista.

Soy Maya Vidal, diecinueve años, sexo femenino, soltera, sin un enamorado, por falta de oportunidades y no por quisquillosa, nacida en Berkeley, California, pasaporte estadounidense, temporalmente refugiada en una isla al sur del mundo. Me pusieron Maya porque a mi Nini le atrae la India y a mis padres no se les ocurrió otro nombre, aunque tuvieron nueve meses para pensarlo. En hindi, maya significa «hechizo, ilusión, sueño». Nada que ver con mi carácter. Atila me calzaría mejor, porque donde pongo el pie no sale más pasto. Mi historia comienza en Chile con mi abuela, mi Nini, mucho antes de que yo naciera, porque si ella no hubiera emigrado, no se habría enamorado de mi Popo ni se habría instalado en California, mi padre no habría conocido a mi madre y yo no sería yo, sino una joven chilena muy diferente. ¿Cómo soy? Un metro ochenta, cincuenta y ocho kilos cuando juego al fútbol y varios más si me descuido, piernas musculosas, manos torpes, ojos azules o grises, según la hora del día, y creo que rubia, pero no estoy segura ya que no he visto mi pelo natural desde hace varios años. No heredé el aspecto exótico de mi abuela, con su piel aceitunada y esas ojeras oscuras que le dan un aire depravado, o de mi padre, apuesto como un torero e igual de vanidoso; tampoco me parezco a mi abuelo —mi magnífico Popo— porque por desgracia no es mi antepasado biológico, sino el segundo marido de mi Nini. Me parezco a mi madre, al menos en el tamaño y el color. No era una princesa de Laponia, como yo creía antes de tener uso de razón, sino una asistente de vuelo danesa de quien mi padre, piloto comercial, se enamoró en el aire. El era demasiado joven para casarse, pero se le puso entre ceja y ceja que ésa era la mujer de su vida y la persiguió tozudamente hasta que ella cedió por cansancio. O tal vez porque estaba embarazada. El hecho es que se casaron y se arrepintieron en menos de una semana, pero permanecieron juntos hasta que yo nací. Días después de mi nacimiento, mientras su marido andaba volando, mi madre hizo sus maletas, me envolvió en una mantita y fue en un taxi a visitar a sus suegros. Mi Nini andaba en San Francisco protestando contra la guerra del Golfo, pero mi Popo estaba en casa y recibió el bulto que ella le pasó, sin darle muchas explicaciones, antes de correr al taxi que la estaba esperando. La nieta era tan liviana que cabía en una sola mano del abuelo. Poco después la danesa mandó por correo los documentos del divorcio y de ñapa la renuncia a la custodia de su hija. Mi madre se llama Marta Otter y la conocí en el verano de mis ocho años, cuando mis abuelos me llevaron a Dinamarca.

Estoy en Chile, el país de mi abuela Nidia Vidal, donde el océano se come la tierra a mordiscos y el continente sudamericano se desgrana en islas. Para mayor precisión, estoy en Chiloé, parte de la Región de los Lagos, entre el paralelo 41 y 43, latitud sur, un archipiélago de más o menos nueve mil kilómetros cuadrados de superficie y unos doscientos mil habitantes, todos más cortos de estatura que yo. En mapudungun, la lengua de los indígenas de la región, Chiloé significa tierra de cáhuiles, unas gaviotas chillonas de cabeza negra, pero debiera llamarse tierra de madera y papas. Además de la Isla Grande, donde se encuentran las ciudades más pobladas, existen muchas islas pequeñas, varias deshabitadas. Algunas islas están agrupadas de a tres o cuatro y tan próximas unas de otras, que en la marea baja se unen por tierra, pero yo no tuve la buena suerte de ir a parar a una de ésas: vivo a cuarenta y cinco minutos, en lancha a motor y con mar calmo, del pueblo más cercano.

Mi viaje desde el norte de California hasta Chiloé comenzó en el noble Volkswagen amarillo de mi abuela, que ha sufrido diecisiete choques desde 1999, pero corre como un Ferrari. Salí en pleno invierno, uno de esos días de viento y lluvia en que la bahía de San Francisco pierde los colores y el paisaje parece dibujado a plumilla, blanco, negro, gris. Mi abuela manejaba en su estilo, a estertores, aferrada al volante como a un salvavidas, con los ojos puestos en mí, más que en el camino, ocupada en darme las últimas instrucciones. No me había explicado todavía adonde me iba a mandar exactamente; Chile, era todo lo que había dicho al trazar el plan para hacerme desaparecer. En el coche me reveló los pormenores y me entregó un librito turístico en edición barata.

—¿Chiloé? ¿Qué lugar es ése? —le pregunté.

—Ahí tienes toda la información necesaria —dijo, señalando el libro.

—Parece muy lejos…

—Mientras más lejos te vayas, mejor. En Chiloé cuento con un amigo, Manuel Arias, la única persona en este mundo, fuera de Mike O'Kelly, a quien me atrevería a pedirle que te esconda por uno o dos años.

—¡Uno o dos años! ¡Estás demente, Nini!

—Mira, chiquilla, hay momentos en que uno no tiene ningún control sobre su propia vida, las cosas pasan no más. Éste es uno de esos momentos —me anunció con la nariz pegada al parabrisas, tratando de situarse, mientras dábamos palos de ciego por la maraña de autopistas.

Llegamos apuradas al aeropuerto y nos separamos sin aspavientos sentimentales; la última imagen que guardo de ella es el Volkswagen alejándose a estornudos en la lluvia.

Viajé varias horas hasta Dallas, estrujada entre la ventanilla y una gorda olorosa a maní tostado, y luego en otro avión diez horas a Santiago, despierta y con hambre, recordando, pensando y leyendo el libro de Chiloé, que exaltaba las virtudes del paisaje, las iglesias de madera y la vida rural. Quedé aterrada. Amanecía el 2 de enero de este año 2009 con un cielo anaranjado sobre las montañas moradas de los Andes, definitivas, eternas, inmensas, cuando la voz del piloto anunció el descenso. Pronto apareció un valle verde, hileras de árboles, potreros sembrados y a lo lejos Santiago, donde nacieron mi abuela y mi padre y donde hay un pedazo misterioso de la historia de mi familia.

Sé muy poco del pasado de mi abuela, que ella ha mencionado rara vez, como si su vida hubiese comenzado cuando conoció a mi Popo. En 1974, en Chile, murió su primer marido, Felipe Vidal, unos meses después del golpe militar que derrocó al gobierno socialista de Salvador Allende e instauró una dictadura en el país. Al encontrarse viuda, ella decidió que no quería vivir bajo un régimen de opresión y emigró a Canadá con su hijo Andrés, mi papá. Éste no ha podido agregar mucho al relato, porque recuerda poco de su infancia, pero todavía venera a su padre, de quien sólo han perdurado tres fotografías. «No vamos a volver más, ¿verdad?», comentó Andrés en el avión que los conducía a Canadá. No era una pregunta, sino una acusación. Tenía nueve años, había madurado de sopetón en los últimos meses y quería explicaciones, porque se daba cuenta de que su madre intentaba protegerlo con verdades a medias y mentiras. Había aceptado con entereza la noticia del súbito ataque al corazón de su padre y la noticia de que éste había sido enterrado sin que él hubiera podido ver el cuerpo y despedirse. Poco después se encontró en un avión rumbo a Canadá. «Claro que volveremos, Andrés», le aseguró su madre, pero él no la creyó.

En Toronto fueron acogidos por voluntarios del Comité de Refugiados, que les facilitaron ropa adecuada y los instalaron en un apartamento amueblado, con las camas hechas y la nevera llena. Los tres primeros días, mientras duraron las provisiones, madre e hijo se quedaron encerrados, tiritando de soledad, pero al cuarto apareció una visitadora social que hablaba buen español y los informó de los beneficios y derechos de todo habitante de Canadá. Antes que nada recibieron clases intensivas de inglés y el niño fue inscrito en la escuela correspondiente; luego Nidia consiguió un puesto de chofer para evitarse la humillación de recibir limosna del Estado sin trabajar. Era el empleo menos apropiado para mi Nini, que si hoy maneja pésimo, entonces era peor.

El breve otoño canadiense dio paso a un invierno polar, estupendo para Andrés, ahora llamado Andy, quien descubrió la dicha de patinar en el hielo y esquiar, pero insoportable para Nidia, quien no logró entrar en calor ni superar la tristeza de haber perdido a su marido y a su país. Su ánimo no mejoró con la llegada de una vacilante primavera ni con las flores, que surgieron como un espejismo en una sola noche donde antes había nieve dura. Se sentía sin raíces y mantenía su maleta preparada, esperando la oportunidad de volver a Chile apenas terminara la dictadura, sin imaginar que ésta iba a durar dieciséis años.

Nidia Vidal permaneció en Toronto un par de años, contando los días y las horas, hasta que conoció a Paul Ditson II, mi Popo, un profesor de la Universidad de California en Berkeley, que había ido a Toronto a dar una serie de conferencias sobre un escurridizo planeta, cuya existencia él intentaba probar mediante cálculos poéticos y saltos de imaginación. Mi Popo era uno de los pocos astrónomos afroamericanos en una profesión de abrumadora mayoría blanca, una eminencia en su campo y autor de varios libros. De joven había pasado un año en el lago Turkana, en Kenia, estudiando los antiguos megalitos de la región y desarrolló la teoría, basada en descubrimientos arqueológicos, de que esas columnas de basalto fueron observatorios astronómicos y se usaron trescientos años antes de la era cristiana para determinar el calendario lunar Borana, todavía en uso entre los pastores de Etiopía y Kenia. En África aprendió a observar el cielo sin prejuicios y así comenzaron sus sospechas sobre la existencia del planeta invisible, que después buscó inútilmente en el cielo con los telescopios más potentes.

La Universidad de Toronto lo instaló en una suite para académicos visitantes y le contrató un coche a través de una agencia; así fue como a Nidia Vidal le tocó escoltarlo durante su estadía. Al saber que su chofer era chilena, él le contó que había estado en el observatorio de La Silla, en Chile, que en el hemisferio sur se ven constelaciones desconocidas en el norte, como las galaxias Nube Chica de Magallanes y Nube Grande de Magallanes, y que en algunas partes las noches son tan impolutas y el clima tan seco, que resultan ideales para escudriñar el firmamento. Así se descubrió que las galaxias se agrupan en diseños parecidos a telarañas.

Por una de esas casualidades novelescas, él terminó su visita a Chile el mismo día de 1974 en que ella salió con su hijo a Canadá. Se me ocurre que tal vez estuvieron juntos en el aeropuerto esperando sus respectivos vuelos, sin conocerse, pero según ellos eso sería imposible, porque él se habría fijado en aquella bella mujer y ella también lo habría visto, porque un negro llamaba la atención en el Chile de entonces, especialmente uno tan alto y apuesto como mi Popo.

A Nidia le bastó una mañana manejando en Toronto con su pasajero atrás para comprender que éste poseía la rara combinación de una mente brillante y la fantasía de un soñador, pero carecía por completo del sentido común del cual ella se jactaba. Mi Nini nunca pudo explicarme cómo llegó a esa conclusión desde el volante del automóvil y en pleno tráfico, pero el hecho es que acertó de lleno. El astrónomo vivía tan perdido como el planeta que buscaba en el cielo; podía calcular en menos de un pestañeo cuánto demora en llegar a la luna una nave espacial viajando a 28 286 kilómetros por hora, pero se quedaba perplejo ante una cafetera eléctrica. Ella no había sentido el difuso aleteo del amor desde hacía años y ese hombre, muy diferente a los demás que había conocido en sus treinta y tres años, la intrigaba y atraía.

Mi Popo, bastante asustado con la audacia para conducir de su chofer, también sentía curiosidad por la mujer que se ocultaba en un uniforme demasiado grande y un gorro de cazador de osos. No era hombre que cediera fácilmente a impulsos sentimentales y si acaso se le cruzó por la mente la idea de seducirla, la descartó de inmediato por engorrosa. En cambio mi Nini, que no tenía nada que perder, decidió salirle al paso al astrónomo antes de que terminaran sus conferencias. Le gustaba su notable color caoba —quería verlo entero— y presentía que ambos tenían mucho en común: él la astronomía y ella la astrología, que a su parecer era casi lo mismo. Pensó que ambos habían venido de lejos para encontrarse en ese punto del globo y de sus destinos, porque así estaba escrito en las estrellas. Ya entonces mi Nini vivía pendiente del horóscopo, pero no dejó todo al azar. Antes de tomar la iniciativa de atacarlo por sorpresa averiguó que era soltero, de buena situación económica, sano y sólo once años mayor que ella, aunque a primera vista ella podría parecer su hija si hubieran sido de la misma raza. Años después mi Popo contaría, riéndose, que si ella no lo hubiera noqueado en el primer asalto, él todavía andaría enamorado de las estrellas.

Al segundo día el profesor se sentó en el asiento delantero para ver mejor a su chofer y ella dio varias vueltas innecesarias por la ciudad para darle tiempo de hacerlo. Esa misma noche, después de servirle la comida a su hijo y dejarlo acostado, Nidia se quitó el uniforme, se dio una ducha, se pintó los labios y se presentó ante su presa con el pretexto de devolverle una carpeta que se le había quedado en el coche e igualmente podría haberle entregado a la mañana siguiente. Nunca había tomado una decisión amorosa tan atrevida. Llegó al edificio desafiando una ventisca helada, subió a la suite, se persignó para darse ánimo y tocó a la puerta. Eran las once y media cuando se introdujo definitivamente en la vida de Paul Ditson II.

Mi Nini había vivido como una reclusa en Toronto. Por las noches añoraba el peso de una mano masculina en su cintura, pero debía sobrevivir y criar a su hijo en un país donde siempre sería extranjera; no había tiempo para sueños románticos. El valor del que se armó aquella noche para llegar hasta la puerta del astrónomo se esfumó apenas él le abrió en pijama y con aspecto de haber estado durmiendo. Se miraron durante medio minuto, sin saber qué decirse, porque él no la esperaba y ella carecía de un plan, hasta que él la invitó a entrar, sorprendido de lo distinta que se veía sin el gorro del uniforme. Admiró su pelo oscuro, su rostro de facciones irregulares y su sonrisa un poco torcida, que antes sólo había visto a hurtadillas. A ella le sorprendió la diferencia de tamaño entre ambos, menos notable dentro del coche: de puntillas alcanzaría a oler el esternón del gigante. Enseguida percibió el desorden de cataclismo en la reducida suite y concluyó que ese hombre la necesitaba en serio.

Paul Ditson II había pasado la mayor parte de su existencia estudiando el misterioso comportamiento de los cuerpos astrales, pero sabía muy poco de cuerpos femeninos y nada de los caprichos del amor. Nunca se había enamorado y su más reciente relación era una colega de la facultad con quien se juntaba dos veces al mes, una judía atractiva y en buena forma para sus años, que siempre insistía en pagar la mitad de la cuenta del restaurante. Mi Nini sólo había querido a dos hombres, su marido y un amante al que se había arrancado de la cabeza y del corazón hacía diez años. Su marido fue un compañero atolondrado, absorto en su trabajo y en la acción política, que viajaba sin cesar y andaba demasiado distraído como para fijarse en las necesidades de ella, y el otro fue una relación truncada. Nidia Vidal y Paul Ditson II estaban listos para el amor que los uniría hasta el final.

Escuché muchas veces el relato, posiblemente novelado, del amor de mis abuelos y llegué a memorizarlo palabra a palabra, como un poema. No conozco, por supuesto, los pormenores de lo ocurrido aquella noche a puerta cerrada, pero puedo imaginarlos basándome en el conocimiento que tengo de ambos. ¿Sospecharía mi Popo, al abrirle la puerta a esa chilena, que se encontraba en una encrucijada trascendental y que el camino que escogiera determinaría su futuro? No, seguramente, esa cursilería no se le habría ocurrido. ¿Y mi Nini? La veo avanzando como sonámbula entre la ropa tirada en el suelo y los ceniceros llenos de colillas, cruzar el saloncito, entrar al dormitorio y sentarse en la cama, porque el sillón y las sillas estaban ocupadas con papeles y libros. El se arrodillaría a su lado para abrazarla y así estarían un buen rato, procurando acomodarse a esa súbita intimidad. Tal vez ella empezó a ahogarse con la calefacción y él la ayudó a desprenderse del abrigo y las botas; entonces se acariciaron titubeantes, reconociéndose, tanteando el alma para asegurarse de que no estaban equivocados. «Hueles a tabaco y postre. Y eres liso y negro como una foca», comentaría mi Nini. Muchas veces le escuché esa frase.

La última parte de la leyenda no necesito inventarla, porque me la contaron. Con ese primer abrazo, mi Nini concluyó que había conocido al astrónomo en otras vidas y en otros tiempos, que ése era sólo un reencuentro y que sus signos astrales y sus arcanos del tarot se complementaban. «Menos mal que eres hombre, Paul. Imagínate si en esta reencarnación te hubiera tocado ser mi madre…», suspiró, sentada en sus rodillas. «Como no soy tu madre ¿qué te parece que nos casemos?», le contestó él.

Dos semanas más tarde ella llegó a California arrastrando a su hijo, que no deseaba emigrar por segunda vez, y provista de una visa de novia por tres meses, al cabo de los cuales debía casarse o salir del país. Se casaron.

Pasé mi primer día en Chile dando vueltas por Santiago con un mapa, bajo un calor pesado y seco, haciendo hora para tomar un bus al sur. Es una ciudad moderna, sin nada exótico o pintoresco, no hay indios con ropa típica ni barrios coloniales de colores atrevidos, como había visto con mis abuelos en Guatemala o México. Ascendí en un funicular a la punta de un cerro, paseo obligado de los turistas, y pude darme una idea del tamaño de la capital, que parece no terminar nunca, y de la contaminación que la cubre como una bruma polvorienta. Al atardecer me embarqué en un autobús color albaricoque rumbo al sur, a Chiloé.

Traté en vano de dormir, mecida por el movimiento, el ronroneo del motor y los ronquidos de otros pasajeros, pero para mí nunca ha sido fácil dormir y menos ahora, que todavía tengo residuos de la mala vida en las venas. Al amanecer nos detuvimos para ir al baño y tomar café en una posada, en medio de un paisaje pastoral de lomas verdes y vacas, y luego seguimos varias horas más hasta un embarcadero elemental, donde pudimos desentumecer los huesos y comprar empanadas de queso y mariscos a unas mujeres vestidas con batas blancas de enfermeras. El bus subió a un transbordador para cruzar el canal de Chacao: media hora navegando silenciosamente por un mar luminoso. Me bajé del autobús para asomarme por la borda con el resto de los entumecidos pasajeros que, como yo, llevaban muchas horas presos en sus asientos. Desafiando el viento cortante, admiramos las bandadas de golondrinas, como pañuelos en el cielo, y las toninas, unos delfines de panza blanca que acompañaban a la embarcación danzando.

El autobús me dejó en Ancud, en la Isla Grande, la segunda ciudad en importancia del archipiélago. Desde allí debía tomar otro para ir al pueblo donde me esperaba Manuel Arias, pero descubrí que me faltaba la billetera. Mi Nini me había prevenido contra los rateros chilenos y su habilidad de ilusionistas: te roban el alma amablemente. Por suerte me dejaron la foto de mi Popo y mi pasaporte, que llevaba en otro bolsillo de la mochila. Estaba sola, sin un centavo, en un país desconocido, pero si algo me enseñaron mis infaustas aventuras del año pasado es a no dejarme apabullar por inconvenientes menores.

En una de las pequeñas tiendas de artesanía de la plaza, donde vendían tejidos chilotes, había tres mujeres sentadas en círculo, conversando y tejiendo, y supuse que si eran como mi Nini, me ayudarían; las chilenas saltan al rescate de cualquiera en apuros, especialmente si es forastero. Les expliqué mi problema en mi vacilante castellano y de inmediato soltaron sus palillos y me ofrecieron una silla y una gaseosa de naranja, mientras discutían mi caso quitándose las palabras unas a otras para opinar. Hicieron varias llamadas por un celular y me consiguieron transporte con un primo que viajaba en mi dirección; podía llevarme al cabo de un par de horas y no tenía inconveniente en desviarse un poco para dejarme en mi destino.

Aproveché el tiempo de espera para visitar el pueblo y un museo de las iglesias de Chiloé, diseñadas por misioneros jesuitas trescientos años atrás y levantadas tabla a tabla por los chilotes, que son maestros de la madera y constructores de embarcaciones. Las estructuras se sostienen mediante ingeniosos ensamblajes sin un solo clavo, y los techos abovedados son botes invertidos. A la salida del museo me encontré con el perro. Era de mediano tamaño, cojo, de pelos tiesos grisáceos y cola lamentable, pero con la actitud digna de un animal de pedigrí. Le ofrecí la empanada que tenía en la mochila, la cogió con delicadeza entre sus grandes dientes amarillos, la puso en el suelo y me miró, diciendo a las claras que su hambre no era de pan, sino de compañía. Mi madrastra, Susan, era entrenadora de perros y me enseñó a no tocar un animal antes de que se aproxime, señal de que se siente seguro, pero con éste nos saltamos el protocolo y desde el comienzo nos llevamos bien. Juntos hicimos turismo y a la hora acordada volví donde las tejedoras. El perro se quedó fuera de la tienda, con una sola pata en el umbral, educadamente.

El primo tardó en aparecer una hora más de lo anunciado y llegó en un furgón repleto hasta el techo, acompañado por su mujer y un niño de pecho. Le agradecí a mis benefactoras, que además me habían prestado el celular para ponerme en contacto con Manuel Arias, y me despedí del perro, pero él tenía otros planes: se sentó a mis pies barriendo el suelo con la cola y sonriendo como una hiena; me había hecho el favor de distinguirme con su atención y ahora yo era su afortunado humano. Cambié de táctica. «Shoo! Shoo! Fucking dog», le grité en inglés. No se movió, mientras el primo observaba la escena con lástima. «No se preocupe, señorita, podemos llevar a su Fákin», dijo al fin. Y de ese modo aquel animal ceniciento adquirió su nuevo nombre, tal vez en su vida anterior se llamaba Príncipe. A duras penas cupimos en el atiborrado vehículo y una hora más tarde llegamos al pueblo donde debía encontrarme con el amigo de mi abuela, con quien me había citado en la iglesia, frente al mar.

El pueblo, fundado por los españoles en 1567, es de los más antiguos del archipiélago y cuenta con dos mil habitantes, pero no sé dónde estaban, porque se veían más gallinas y ovejas que humanos. Esperé a Manuel un rato largo, sentada en las gradas de una iglesia pintada de blanco y azul, en compañía del Fákin y observada desde cierta distancia por cuatro chiquillos silenciosos y serios. De él sólo sabía que fue amigo de mi abuela y no se habían visto desde la década de los setenta, pero se habían mantenido en contacto esporádico, primero por carta, como se usaba en la prehistoria, y luego por correo electrónico.

Manuel Arias apareció finalmente y me reconoció por la descripción que mi Nini le había dado por teléfono. ¿Qué le diría? Que soy un obelisco de pelos pintados en cuatro colores primarios y con una argolla en la nariz. Me tendió la mano y me recorrió de una rápida mirada, evaluando los rastros de barniz azul en mis uñas mordidas, los vaqueros raídos y las botas de comandante pintadas con spray rosado, que conseguí en una tienda del Ejército de Salvación cuando era mendiga.

—Soy Manuel Arias —se presentó el hombre, en inglés.

—Hola. Me persiguen el FBI, la Interpol y una mafia criminal de Las Vegas —le anuncié a bocajarro, para evitar malentendidos.

—Enhorabuena —dijo.

—No he matado a nadie y, francamente, no creo que se tomen la molestia de venir a buscarme al culo del mundo.

—Gracias.

—Perdona, no quise insultar a tu país, hombre. En realidad esto es bien bonito, mucho verde y mucha agua, ¡pero hay que ver lo lejos que está!

—¿De qué?

—De California, de la civilización, del resto del mundo. Mi Nini no me dijo que haría frío.

—Es verano —me informó.

—¡Verano en enero! ¡Dónde se ha visto!

—En el hemisferio sur —replicó secamente.

Mala cosa, pensé, este sujeto carece de sentido del humor. Me invitó a tomar té, mientras esperábamos a un camión que le traía un refrigerador y debía haber llegado tres horas antes. Entramos a una casa marcada por un trapo blanco enarbolado en un palo, como una bandera de rendición, señal de que allí se vendía pan fresco. Había cuatro mesas rústicas con manteles de hule y sillas de varias clases, un mostrador y una estufa, donde hervía una tetera negra de hollín. Una mujer gruesa, de risa contagiosa, saludó a Manuel Arias con un beso en la mejilla y a mí me observó un poco desconcertada antes de decidirse a besarme también.

—¿Americana? —le preguntó a Manuel.

—¿No se nota? —dijo él.

—¿Y qué le pasó en la cabeza? —agregó ella, señalando mi pelo teñido.

—Nací así —le informé, picada.

—¡La gringuita habla cristiano! —exclamó ella, encantada—. Siéntense no más, al tiro les traigo tecito.

Me tomó de un brazo y me sentó con determinación en una de las sillas, mientras Manuel me explicaba que en Chile «gringo» es cualquier persona rubia angloparlante y que cuando se usa en diminutivo «gringuito» o «gringuita» es un término afectuoso.

La posadera nos trajo té en bolsas y una pirámide de fragante pan amasado recién salido del horno, mantequilla y miel, luego se instaló con nosotros a vigilar que comiéramos como es debido. Pronto oímos los estornudos del camión, que avanzaba a tropezones por la calle sin pavimentar y salpicada de agujeros, con un refrigerador balanceándose en la caja. La mujer se asomó a la puerta, lanzó un chiflido y rápidamente se reunieron varios jóvenes para ayudar a bajar el aparato, llevarlo en vilo hasta la playa y subirlo al bote a motor de Manuel por una pasarela de tablones.

La embarcación era de unos ocho metros de largo, de fibra de vidrio, pintada de blanco, azul y rojo, los colores de la bandera chilena, casi igual que la de Texas, que flameaba en la proa. Al costado tenía su nombre: Cahuilla. Amarraron lo mejor posible el refrigerador en posición vertical y me ayudaron a subir. El perro me siguió con su trotecito patético; tenía una pata medio encogida y caminaba de lado.

—¿Y éste? —me preguntó Manuel.

—No es mío, se me pegó a los talones en Ancud. Me han dicho que los perros chilenos son muy inteligentes y éste es de buena raza.

—Debe ser pastor alemán con fox terrier. Tiene cuerpo de perro grande y patas de perro chico —opinó Manuel.

—Después que lo bañe, vas a ver que es fino.

—¿Cómo se llama? —me preguntó.

Fucking dog en chileno.

—¿Cómo?

—Fákin.

—Espero que tu Fákin se lleve bien con mis gatos. Tendrás que amarrarlo de noche para que no salga a matar ovejas —me advirtió.

—No será necesario, va a dormir conmigo.

El Fákin se aplastó al fondo del bote, con la nariz entre las patas delanteras, y allí se mantuvo inmóvil, sin despegar los ojos de mí. No es cariñoso, pero nos entendemos en el lenguaje de la flora y la fauna: esperanto telepático.

Del horizonte venía rodando una avalancha de nubarrones y corría una brisa helada, pero el mar estaba tranquilo. Manuel me prestó un poncho de lana y ya no me habló más, concentrado en el timón y sus aparatos, compás, GPS, radio de onda marina y quién sabe qué más, mientras yo lo estudiaba de reojo. Mi Nini me había contado que era sociólogo, o algo por el estilo, pero en su botecito podría pasar por marinero: mediana estatura, delgado, fuerte, fibra y músculo, curtido por el viento salado, con arrugas de carácter, pelo tieso y corto, ojos del mismo gris del pelo. No sé calcular la edad de la gente vieja; éste se ve bien de lejos, porque todavía camina rápido y no le ha salido esa joroba de los ancianos, pero de cerca se nota que es mayor que mi Nini, digamos unos setenta y tantos años. Yo he caído como una bomba en su vida. Tendré que andar pisando huevos, para que no se arrepienta de haberme dado hospedaje.

Al cabo de casi una hora de navegación, pasando cerca de varias islas deshabitadas en apariencia, aunque no lo están, Manuel Arias me señaló un promontorio que desde la distancia era apenas un brochazo oscuro y de cerca resultó ser un cerro bordeado por una playa de arena negruzca y rocas, donde se secaban cuatro botes de madera volteados panza arriba. Atracó la Cahuilla a un embarcadero flotante y les tiró unas gruesas cuerdas a varios niños, que habían acudido corriendo y amarraron hábilmente la lancha a unos postes. «Bienvenida a nuestra metrópoli», dijo Manuel señalando una aldea de casas de madera sobre pilotes frente a la playa. Me sacudió un escalofrío, porque ése sería ahora todo mi mundo.

Un grupo descendió a la playa a inspeccionarme. Manuel les había anunciado que una americana venía a ayudarlo en su trabajo de investigación; si esa gente esperaba a alguien respetable, se llevó un chasco, porque la camiseta con el retrato de Obama, que me regaló mi Nini en Navidad, no alcanzaba a taparme el ombligo.

Bajar el refrigerador sin inclinarlo fue tarea de varios voluntarios, que se daban ánimo con risotadas, apurados porque empezaba a oscurecer. Subimos al pueblo en procesión, delante el refrigerador, después Manuel y yo, más atrás una docena de chiquillos gritones y en la retaguardia una leva de perros variopintos ladrándole furiosos al Fákin, pero sin acercarse demasiado, porque su actitud de supremo desprecio indicaba a las claras que el primero que lo hiciera sufriría las consecuencias. Parece que el Fákin es difícil de intimidar y no permite que le huelan el trasero. Pasamos frente a un cementerio, donde pastaban unas cabras con las ubres hinchadas, entre flores de plástico y casitas de muñecas marcando las tumbas, algunas con muebles para uso de los muertos.

En el pueblo, los palafitos se conectaban con puentes de madera y en la calle principal, por llamarla de algún modo, vi burros, bicicletas, un jeep con el emblema de fusiles cruzados de los carabineros, la policía chilena, y tres o cuatro coches viejos, que en California serían de colección si estuviesen menos abollados. Manuel me explicó que debido al terreno irregular y al barro inevitable del invierno, el transporte pesado se hace en carretas con bueyes, el liviano con muías y la gente se moviliza a caballo y a pie. Unos letreros despintados identificaban tiendas modestas, un par de almacenes, la farmacia, varias tabernas, dos restaurantes, que consistían en un par de mesas metálicas frente a sendas pescaderías, y un local de internet, donde vendían pilas, gaseosas, revistas y cachivaches para los visitantes, que llegan una vez por semana, acarreados por agencias de ecoturismo, a degustar el mejor curanto de Chiloé. El curanto lo describiré más adelante, porque todavía no lo he probado.

Algunas personas salieron a observarme con cautela, en silencio, hasta que un hombre chato y macizo como un armario se decidió a saludarme. Se limpió la mano en el pantalón antes de tendérmela, sonriendo con dientes orillados en oro. Era Aurelio Ñancupel, descendiente de un célebre pirata y el personaje más necesario de la isla, porque vende alcohol a crédito, arranca muelas y tiene un televisor de pantalla plana, que sus parroquianos disfrutan cuando hay electricidad. Su local tiene el nombre muy apropiado de La Taberna del Muertito; por su ventajosa ubicación cerca del cementerio, es la estación obligada de los deudos para aliviar la pena del funeral.

Ñancupel se hizo mormón con la idea de disponer de varias esposas y descubrió demasiado tarde que éstos renunciaron a la poligamia a partir de una nueva revelación profética, más de acuerdo con la Constitución estadounidense. Así me lo describió Manuel Arias, mientras el aludido se doblaba de risa, coreado por los mirones. Manuel también me presentó a otras personas, cuyos nombres fui incapaz de retener, que me parecieron viejos para ser los padres de aquella leva de niños; ahora sé que son los abuelos, pues la generación intermedia trabaja lejos de la isla.

En eso avanzó por la calle con aire de mando una mujer cincuentona, robusta, hermosa, con el pelo de ese color beige de las rubias canosas, atado en un moño desordenado en la nuca. Era Blanca Schnake, directora de la escuela, a quien la gente, por respeto, llama tía Blanca. Besó a Manuel en la cara, como se usa aquí, y me dio la bienvenida oficial en nombre de la comunidad; eso disolvió la tensión en el ambiente y estrechó el círculo de curiosos a mi alrededor. La tía Blanca me invitó a visitar la escuela al día siguiente y puso a mi disposición la biblioteca, dos computadoras y videojuegos, que puedo usar hasta marzo, cuando los niños se reintegren a las clases; a partir de entonces habrá limitaciones de horario. Agregó que los sábados pasan en la escuela las mismas películas que en Santiago, pero gratis. Me bombardeó a preguntas y le resumí, en mi español de principiante, mi viaje de dos días desde California y el robo de mi billetera, que provocó un coro de carcajadas de los niños, pero fue rápidamente acallado por la mirada gélida de la tía Blanca. «Mañana les voy a preparar unas machas a la parmesana, para que la gringuita vaya conociendo la comida chilota. Los espero como a las nueve», le anunció a Manuel. Después me enteré que lo correcto es llegar con una hora de atraso. Aquí se come muy tarde.

Terminamos el breve recorrido del pueblo, trepamos a una carreta tirada por dos muías, donde ya habían colocado el refrigerador, y nos fuimos a vuelta de la rueda por un sendero de tierra apenas visible en el pasto, seguidos por el Fákin.

Manuel Arias vive a una milla —digamos kilómetro y medio— del pueblo, frente al mar, pero no hay acceso a la propiedad con la lancha debido a las rocas. Su casa es un buen ejemplo de arquitectura de la zona, me dijo con una nota de orgullo en el tono. A mí me pareció similar a otras del pueblo: también descansa en pilares y es de madera, pero me explicó que la diferencia está en los pilares y vigas tallados con hacha, las tejuelas «de cabeza circular», muy apreciadas por su valor decorativo, y la madera de ciprés de las Gualtecas, antes abundante en la región y ahora muy escaso. Los cipreses de Chiloé pueden vivir más de tres mil años, son los árboles más longevos del mundo, después de los baobabs de África y las secoyas de California.

La casa consta de una sala común de doble altura, donde transcurre la vida en torno a una estufa de leña, negra e imponente, que sirve para calentar el ambiente y cocinar. Tiene dos dormitorios, uno de tamaño mediano, que ocupa Manuel, otro más pequeño, el mío, y un baño con lavatorio y ducha. No hay una sola puerta interior, pero el excusado cuenta con una frazada de lana a rayas colgada en el umbral, para proporcionar privacidad. En la parte de la sala común destinada a cocina hay un mesón, un armario y un cajón con tapa para almacenar papas, que en Chiloé se usan en cada comida; del techo cuelgan manojos de hierbas, trenzas de ají y de ajos, longanizas secas y pesadas ollas de hierro, adecuadas para el fuego de leña. Al ático, donde Manuel tiene la mayor parte de sus libros y archivos, se accede mediante una escalera de mano. No se ven cuadros, fotografías ni adornos en las paredes, nada personal, sólo mapas del archipiélago y un hermoso reloj de buque con marco de caoba y tuercas de bronce, que parece rescatado del Titanic. Afuera Manuel improvisó un primitivo jacuzzi con un gran tonel de madera. Las herramientas, la leña, el carbón y los tambores de gasolina para la lancha y el generador se guardan en el galpón del patio.

Mi cuarto es simple como el resto de la casa; consiste en una cama angosta cubierta con una manta similar a la cortina del excusado, una silla, una cómoda de tres cajones y varios clavos para colgar ropa. Suficiente para mis posesiones, que caben holgadamente en mi mochila. Me gusta este ambiente austero y masculino, lo único desconcertante es el orden maniático de Manuel Arias; yo soy más relajada.

Los hombres colocaron el refrigerador en el sitio correspondiente, lo conectaron al gas y luego se instalaron a compartir un par de botellas de vino y un salmón que Manuel había ahumado la semana anterior en un tambor metálico con leña de manzano. Mirando el mar por la ventana, bebieron y comieron mudos, las únicas palabras que pronunciaron fueron una serie de elaborados y ceremoniosos brindis: «¡Salud!». «Que en salud se le convierta.» «Con las mismas finezas pago.» «Que viva usted muchos años.» «Que asista usted a mi sepelio.» Manuel me lanzaba miradas de reojo, incómodo, hasta que lo llamé aparte para decirle que se tranquilizara, que no pensaba abalanzarme sobre las botellas. Seguramente mi abuela lo puso sobre aviso y él planeaba esconder el licor; pero eso sería absurdo, el problema no es el alcohol, sino yo.

Entretanto el Fákin y los gatos se midieron con prudencia, repartiéndose el territorio. El atigrado se llama el Gato-Leso, porque el pobre animal es tonto, y el color zanahoria es el Gato-Literato, porque su sitio favorito es encima de la computadora; Manuel sostiene que sabe leer.

Los hombres terminaron el salmón y el vino, se despidieron y se fueron. Me llamó la atención que Manuel no hiciera amago de pagarles, como tampoco lo hizo con los otros que lo habían ayudado antes a transportar el refrigerador, pero habría sido imprudente por mi parte preguntarle sobre ello.

Examiné la oficina de Manuel, compuesta de dos escritorios, un mueble de archivo, estanterías de libros, una computadora moderna de pantalla doble, fax e impresora. Había internet, pero él me recordó —como si yo pudiera olvidarlo— que estoy incomunicada. Agregó, a la defensiva, que tiene todo su trabajo en esa computadora y prefiere que nadie se lo toque.

—¿En qué trabajas? —le pregunté.

—Soy antropólogo.

—¿Antropófago?

—Estudio a la gente, no me la como —me explicó.

—Era broma, hombre. Los antropólogos ya no tienen materia prima; hasta el último salvaje de este mundo cuenta con su celular y un televisor.

—No me especializo en salvajes. Estoy escribiendo un libro sobre la mitología de Chiloé.

—¿Te pagan por eso?

—Casi nada —me informó.

—Se nota que eres pobre.

—Sí, pero vivo barato.

—No quisiera ser una carga para ti —le dije.

—Vas a trabajar para cubrir tus gastos, Maya, eso acordamos tu abuela y yo. Puedes ayudarme con el libro y en marzo trabajarás con Blanca en la escuela.

—Te advierto que soy muy ignorante, no sé nada de nada.

—¿Qué sabes hacer?

—Galletas y pan, nadar, jugar al fútbol y escribir poemas de samuráis. ¡Tendrías que ver mi vocabulario! Soy un verdadero diccionario, pero en inglés. No creo que eso te sirva.

—Veremos. Lo de las galletas tiene futuro. —Y me pareció que disimulaba una sonrisa.

—¿Has escrito otros libros? —le pregunté bostezando; el cansancio del largo viaje y las cinco horas de diferencia en el horario entre California y Chile me pesaban como un saco de piedras.

—Nada que me pueda hacer famoso —dijo señalando varios libros sobre su mesa: mundo onírico de los aborígenes australianos, ritos de iniciación en las tribus del Orinoco, cosmogonía mapuche del sur de Chile.

—Según mi Nini, Chiloé es mágico —le comenté.

—El mundo entero es mágico, Maya —me contestó.

Manuel Arias me aseguró que el alma de su casa es muy antigua. Mi Nini también cree que las casas tienen recuerdos y sentimientos, ella puede captar las vibraciones: sabe si el aire de un lugar está cargado de mala energía porque allí han sucedido desgracias, o si la energía es positiva. Su caserón de Berkeley tiene alma buena. Cuando lo recuperemos habrá que arreglarlo —se está cayendo de viejo— y entonces pienso vivir en él hasta que me muera. Me crié allí, en la cumbre de un cerro, con una vista de la bahía de San Francisco que sería impresionante si no la taparan dos frondosos pinos. Mi Popo nunca permitió que los cortaran, decía que los árboles sufren cuando los mutilan y también sufre la vegetación en mil metros a la redonda, porque todo está conectado en el subsuelo; sería un crimen matar dos pinos para ver un charco de agua que igualmente puede apreciarse desde la autopista.

El primer Paul Ditson compró la casa en 1948, el mismo año en que se abolió la restricción racial para adquirir propiedades en Berkeley. Los Ditson fueron la primera familia de color en el barrio, y la única durante veinte años, hasta que empezaron a llegar otras. Fue construida en 1885 por un magnate de las naranjas, quien al morir donó su fortuna a la universidad y dejó a su familia en la inopia. Estuvo desocupada mucho tiempo y luego pasó de mano en mano, deteriorándose en cada transacción, hasta que la compraron los Ditson y pudieron repararla, porque era de firme esqueleto y buenos cimientos. Después de la muerte de sus padres, mi Popo compró la parte correspondiente a sus hermanos y se quedó solo en esa reliquia victoriana de seis dormitorios, coronada por un inexplicable campanario, donde instaló su telescopio.

Cuando llegaron Nidia y Andy Vidal, él ocupaba sólo dos piezas, la cocina y el baño; el resto se mantenía cerrado. Mi Nini irrumpió como un huracán de renovación, tirando cachivaches a la basura, limpiando y fumigando, pero su ferocidad para combatir el estropicio no pudo con el caos endémico de su marido. Después de muchas peleas transaron en que ella podía hacer lo que le diera la gana en la casa, siempre que respetara el escritorio y la torre de las estrellas.

Mi Nini se halló a sus anchas en Berkeley, esa ciudad sucia, radical, extravagante, con su mezcla de razas y pelajes humanos, con más genios y premios Nobel que cualquier otra en el mundo, saturada de causas nobles, intolerante en su santurronería. Mi Nini se transformó; antes era una joven viuda prudente y responsable, que procuraba pasar inadvertida, y en Berkeley emergió su verdadero carácter. Ya no tenía que vestirse de chofer, como en Toronto, ni sucumbir a la hipocresía social, como en Chile; nadie la conocía, podía reinventarse. Adoptó la estética de los hippies, que languidecían en Telegraph Avenue vendiendo sus artesanías entre sahumerios de incienso y marihuana. Se vistió con túnicas, sandalias y collares ordinarios de la India, pero estaba muy lejos de ser hippie: trabajaba, corría con una casa y una nieta, participaba en la comunidad y yo nunca la vi volada entonando cánticos en sánscrito.

Ante el escándalo de sus vecinos, casi todos colegas de su marido, con sus residencias oscuras, vagamente inglesas, cubiertas de hiedra, mi Nini pintó el caserón de los Ditson con colores psicodélicos inspirados en la calle Castro de San Francisco, donde los gays empezaban a asentarse y a remodelar las casas antiguas. Sus paredes violeta y verde, sus frisos amarillos y sus guirnaldas de flores de yeso provocaron chismes y motivaron un par de citaciones de la municipalidad, hasta que la casa salió fotografiada en una revista de arquitectura, pasó a ser un hito turístico en la ciudad y pronto fue imitada por restaurantes pakistaníes, tiendas juveniles y talleres de artistas.

Mi Nini también estampó su sello personal en la decoración interior. A los muebles ceremoniales, relojes de bulto y cuadros horrendos con marcos dorados, adquiridos por el primer Ditson, ella agregó su toque artístico: profusión de lámparas con flecos, alfombras despelucadas, divanes turcos y cortinas a crochet. Mi habitación, pintada color mango, tenía sobre la cama un baldaquino de tela de la India bordada de espejitos y un dragón alado colgando en el centro, que podía matarme si me caía encima; en las paredes ella había puesto fotografías de niños africanos desnutridos, para que yo viera cómo esas desdichadas criaturas se morían de hambre, mientras yo rechazaba mi comida. Según mi Popo, el dragón y los niños de Biafra eran la causa de mi insomnio y mi inapetencia.

Mis tripas están sufriendo el ataque frontal de las bacterias chilenas. Al segundo día en esta isla caí en cama doblada de dolor de estómago y todavía ando a tiritones, paso horas frente a la ventana con una bolsa de agua caliente en la barriga. Mi abuela diría que le estoy dando tiempo a mi alma de llegar a Chiloé. Cree que los viajes en jet no son convenientes porque el alma viaja más despacio que el cuerpo, se queda rezagada y a veces se pierde por el camino; ésa sería la causa por la cual los pilotos, como mi papá, nunca están totalmente presentes: están esperando el alma, que anda en las nubes.

Aquí no se alquilan DVD ni videojuegos y el único cine son las películas que pasan una vez por semana en la escuela. Para entretenerme sólo dispongo de las febriles novelas de amor de Blanca Schnake y libros sobre Chiloé en español, muy útiles para aprender el idioma, pero que me cuesta leerlos. Manuel me dio una linterna de pilas que se ajusta en la frente como una lámpara de minero; así leemos cuando cortan la luz. Puedo decir muy poco sobre Chiloé, porque apenas he salido de esta casa, pero podría llenar varias páginas sobre Manuel Arias, los gatos y el perro, que ahora son mi familia, la tía Blanca, quien aparece a cada rato con el pretexto de visitarme, aunque es obvio que viene por Manuel, y Juanito Corrales, un niño que también viene a diario a leer conmigo y a jugar con el Fákin. El perro es muy selectivo en materia de relaciones, pero tolera al chico.

Ayer conocí a la abuela de Juanito. No la había visto antes, porque estaba en el hospital de Castro, la capital de Chiloé, con su marido, a quien le amputaron una pierna en diciembre y no ha sanado bien. Eduvigis Corrales es color terracota, de rostro alegre cruzado de arrugas, tronco ancho y piernas cortas, una chilota típica. Usa una delgada trenza enrollada en la cabeza y se viste como misionera, con falda gruesa y zapatones de leñador. Representa unos sesenta años, pero no tiene más de cuarenta y cinco; aquí la gente envejece rápido y vive largo. Llegó con una olla de hierro, pesada como un cañón, que puso a calentar en la cocina, mientras me dirigía un discurso precipitado, algo así como que se presentaba con el debido respeto, era la Eduvigis Corrales, vecina del caballero y asistenta del hogar. «¡Jué! ¡Qué niñona tan bonita esta gringuita! ¡Que Juesú me la guarde! El caballero la estaba esperando, del mismo modo que todos en la isla, y ojalá le guste el pollito con papitas que le preparé.» No era un dialecto de la zona, como pensé, sino español galopado. Deduje que Manuel Arias era el caballero, aunque Eduvigis hablaba de él en tercera persona, como si estuviera ausente.

A mí, en cambio, Eduvigis me trata con el mismo tono mandón de mi abuela. Esta buena mujer viene a limpiar, se lleva la ropa sucia y la devuelve lavada, parte leña con un hacha tan pesada que yo no la podría levantar, cultiva su tierra, ordeña su vaca, esquila ovejas y sabe faenar cerdos, pero me aclaró que no sale a pescar ni a coger mariscos por la artritis. Dice que su marido no es de mala índole, como cree la gente del pueblo, pero la diabetes le descompuso el carácter y desde que perdió la pierna sólo desea morirse. De sus cinco hijos vivos, le queda uno solo en la casa, Azucena, de trece, y tiene a su nieto Juanito, de diez, que parece menor «porque nació espirituado», según me explicó. Eso de espirituado puede significar debilidad mental o que el afectado posee más espíritu que materia; en el caso de Juanito debe ser lo segundo, porque no tiene un pelo de tonto.

Eduvigis vive del producto de su campo, de lo que le paga Manuel por sus servicios y de la ayuda que le manda una hija, la madre de Juanito, quien está empleada en una salmonera al sur de la Isla Grande. En Chiloé la cría industrial del salmón era la segunda del mundo, después de Noruega, y levantó la economía de la región, pero contaminó el fondo marino, arruinó a los pescadores artesanales y desmembró a las familias. Ahora la industria está acabada, me explicó Manuel, porque ponían demasiados peces en las jaulas y les dieron tantos antibióticos, que cuando los atacó un virus no pudieron salvarlos. Hay veinte mil desempleados de las salmoneras, la mayoría mujeres, pero la hija de Eduvigis todavía tiene trabajo.

Pronto nos sentamos a la mesa. Apenas destapamos la olla y la fragancia del estofado me llegó a las narices, volví a encontrarme en la cocina de mi infancia, en la casa de mis abuelos, y se me aguaron los ojos de nostalgia. El guiso de pollo de Eduvigis fue mi primera comida sólida en varios días. Esta enfermedad ha sido bochornosa, me resultaba imposible disimular vómitos y cagatina en una casa sin puertas. Le pregunté a Manuel qué había pasado con las puertas y me respondió que prefería los espacios abiertos. Me enfermé con las machas a la parmesana y la tarta de murta de Blanca Schnake, estoy segura. Al principio, Manuel fingió que no oía los ruidos provenientes del excusado, pero pronto debió darse por aludido, porque me vio desfallecida. Lo escuché hablando por el celular con Blanca para pedirle instrucciones y enseguida procedió a preparar sopa de arroz, cambiarme las sábanas y traerme la bolsa de agua caliente. Me vigila con el rabillo del ojo sin decir palabra, pero está atento a mis necesidades. Al menor intento mío de darle las gracias reacciona con un gruñido. También llamó a Liliana Treviño, la enfermera de la localidad, una mujer joven, baja, compacta, con risa contagiosa y una indómita melena de pelo crespo, que me dio unas enormes pastillas de carbón, negras y ásperas, muy difíciles de tragar. En vista de que no tuvieron el menor efecto, Manuel consiguió el camioncito de la verdulería para llevarme al pueblo a ver a un doctor.

Los jueves pasa por aquí la lancha del Servicio Nacional de Salud, que recorre las islas. El médico parecía un crío de catorce años, miope y lampiño, pero le bastó una mirada para diagnosticar mi condición: «Tiene chilenitis, el mal de los extranjeros que vienen a Chile. Nada grave», y me dio unas píldoras en un cucurucho de papel. Eduvigis me preparó una infusión de hierbas, porque no confía en remedios de farmacia, dice que son un negociado de las corporaciones americanas. He tomado disciplinadamente la infusión, y con eso voy sanando. Me gusta Eduvigis Corrales, habla y habla como la tía Blanca; el resto de la gente por estos lados es taciturna.

A Juanito Corrales, quién mostró curiosidad por saber de mi familia, le conté que mi madre era una princesa de Laponia. Manuel estaba en su escritorio y no hizo comentarios, pero después que el niño se fue me aclaró que entre los sami, habitantes de Laponia, no hay realeza. Nos habíamos sentado a la mesa, él ante un lenguado con mantequilla y cilantro y yo ante un caldo traslúcido. Le expliqué que eso de la princesa de Laponia se le ocurrió a mi Nini en un instante de inspiración, cuando yo tenía unos cinco años y empezaba a darme cuenta del misterio en torno a mi madre. Recuerdo que estábamos en la cocina, la pieza más acogedora de la casa, horneando las galletas semanales para los delincuentes y drogadictos de Mike O'Kelly, el mejor amigo de mi Nini, que se ha propuesto la tarea imposible de salvar a la juventud descarriada. Es un irlandés de verdad, nacido en Dublín, tan blanco, de pelo tan negro y ojos tan azules, que mi Popo lo apodó Blancanieves, por la pánfila ésa que comía manzanas envenenadas en la película de Walt Disney. No digo que O'Kelly sea un pánfilo; muy por el contrario, se pasa de listo: es el único capaz de dejar callada a mi Nini. La princesa de Laponia figuraba en uno de mis libros. Yo disponía de una biblioteca seria, porque mi Popo estimaba que la cultura entra por osmosis y más vale comenzar temprano, pero mis libros favoritos eran de hadas. Según mi Popo, los cuentos infantiles son racistas, cómo va a ser que no existan hadas en Botswana o Guatemala, pero no censuraba mis lecturas, se limitaba a dar su opinión con el propósito de desarrollar mi pensamiento crítico. Mi Nini, en cambio, nunca apreció mi pensamiento crítico y solía desalentarlo a coscorrones.

En un dibujo de mi familia que pinté en el kindergarten, puse a mis abuelos a pleno color en el centro de la página y agregué una mosca en un extremo —el avión de mi papá—, y una corona en otro representando la sangre azul de mi madre. Por si hubiera dudas, al otro día llevé mi libro, donde la princesa aparecía con capa de armiño montada en un oso blanco. La clase se rió de mí a coro. Más tarde, de vuelta en mi casa, metí el libro en el horno junto al pastel de maíz, que se cocinaba a 350.°. Después de que se fueron los bomberos y comenzó a disiparse la humareda, mi abuela me zamarreó a los gritos habituales de «¡chiquilla de mierda!», mientras mi Popo procuraba rescatarme antes de que me desprendiera la cabeza. Entre hipos y mocos, les conté a mis abuelos que en la escuela me habían apodado «la huérfana de Laponia». Mi Nini, en uno de sus súbitos cambios de humor, me estrechó contra sus senos de papaya y me aseguró que de huérfana yo nada tenía, contaba con padre y abuelos, y el primer desgraciado que se atreviera a insultarme se las iba a entender con la mafia chilena. Esa mafia se compone de ella sola, pero Mike O'Kelly y yo la tememos tanto, que a mi Nini la llamamos Don Corleone.

Mis abuelos me retiraron del kindergarten y por un tiempo me enseñaron en la casa los fundamentos de colorear y hacer gusanos de plastilina, hasta que mi papá regresó de uno de sus viajes y decidió que yo necesitaba relaciones apropiadas a mi edad, además de los drogadictos de O'Kelly, los hippies abúlicos y las feministas implacables que frecuentaba mi abuela. La nueva escuela consistía en dos casas antiguas unidas por un puente techado en el segundo piso, un desafío arquitectónico sostenido en el aire por efecto de su curvatura, como las cúpulas de las catedrales, según me explicó mi Popo, aunque yo no había preguntado. Enseñaban con un sistema italiano de educación experimental en el cual los alumnos hacíamos lo que nos daba la gana, las salas carecían de pizarrones y pupitres, nos sentábamos en el suelo, las maestras no usaban sostén ni zapatos y cada uno aprendía a su propio ritmo. Tal vez mi papá hubiera preferido un colegio militar, pero no intervino en la decisión de mis abuelos, ya que a ellos les tocaría entenderse con mis maestras y ayudarme con las tareas.

«Esta chiquilla es retardada», decidió mi Nini al comprobar cuán lento era mi aprendizaje. Su vocabulario está salpicado de expresiones políticamente inaceptables, como retardado, gordo, enano, jorobado, maricón, marimacha, chinito-come-aloz y muchas otras que mi abuelo intentaba justificar como una limitación del inglés de su mujer. Es la única persona en Berkeley que dice negro en vez de afroamericano. Según mi Popo, yo no era deficiente mental, sino imaginativa, lo que es menos grave, y el tiempo le dio la razón, porque apenas aprendí el abecedario comencé a leer con voracidad y a llenar cuadernos con poemas pretenciosos y la historia inventada de mi vida, amarga y triste. Me había dado cuenta de que en la escritura la dicha no sirve para nada —sin sufrimiento no hay historia— y saboreaba en secreto el apodo de huérfana, porque los únicos huérfanos en mi radar eran los de los cuentos clásicos, todos muy desgraciados.

Mi madre, Marta Otter, la improbable princesa de Laponia, desapareció en las brumas escandinavas antes de que yo alcanzara a identificar su olor. Yo tenía una docena de fotografías de ella y un regalo que mandó por correo en mi cuarto cumpleaños, una sirena sentada en una roca dentro de una bola de vidrio, que al agitarse parecía estar nevando. Esa bola fue mi tesoro más preciado hasta los ocho años, cuando súbitamente perdió su valor sentimental, pero ésa es otra historia.

Estoy furiosa porque ha desaparecido mi única posesión de valor, mi música civilizada, mi iPod. Creo que se lo llevó Juanito Corrales. No quería crearle problemas, pobre niño, pero tuve que decírselo a Manuel, quien no le dio importancia; dice que Juanito lo usará por unos días y después lo dejará donde mismo estaba. Así se acostumbra en Chiloé, según parece. El miércoles pasado alguien nos devolvió un hacha que había sacado sin permiso de la leñera hacía más de una semana. Manuel sospechaba quién la tenía, pero habría sido un insulto reclamarla, ya que una cosa es tomar prestado y otra muy distinta robar. Los chilotes, descendientes de dignos indígenas y soberbios españoles, son orgullosos. El hombre del hacha no dio explicaciones, pero trajo un saco de papas de regalo, que dejó en el patio antes de instalarse con Manuel a tomar chicha de manzana y observar el vuelo de las gaviotas en la terraza. Algo similar sucedió con un pariente de los Corrales, que trabaja en la Isla Grande y vino a casarse poco antes de la Navidad. Eduvigis le entregó la llave de esta casa para que, en ausencia de Manuel, quien estaba en Santiago, sacara el equipo de música y alegrara la boda. Al regresar, Manuel se encontró con la sorpresa de que su equipo de música se había esfumado, pero en vez de dar aviso a los carabineros, esperó con paciencia. En la isla no hay ladrones serios y los que vienen de afuera se verían en apuros para llevarse algo tan voluminoso. Poco después Eduvigis recuperó lo que su pariente se había llevado y lo devolvió con un canasto de mariscos. Si Manuel tiene su equipo, yo volveré a ver mi iPod.

Manuel prefiere estar callado, pero se ha dado cuenta de que el silencio de esta casa puede ser excesivo para una persona normal y hace esfuerzos por conversar conmigo. Desde mi pieza, lo escuché hablando con Blanca Schnake en la cocina. «No seas tan tosco con la gringuita, Manuel. ¿No ves que está muy sola? Tienes que hablarle», le aconsejó ella. «¿Qué quieres que le diga, Blanca? Es como una marciana», masculló él, pero debe haberlo pensado mejor, porque ahora en vez de abrumarme con charlas académicas de antropología, como hacía al principio, indaga sobre mi pasado y así, de a poco, vamos hilando ideas y conociéndonos.

Mi castellano sale a tropezones, en cambio su inglés es fluido, aunque con acento australiano y entonación chilena. Estuvimos de acuerdo en que yo debo practicar, así es que normalmente tratamos de hablar en castellano, pero pronto empezamos a mezclar los idiomas en la misma frase y acabamos en espánglis. Si estamos enojados, él me habla muy pronunciado en español, para hacerse entender, y yo le grito en inglés de pandillero para asustarlo.

Manuel no habla de sí mismo. Lo poco que sé lo he adivinado o se lo he oído a la tía Blanca. Hay algo extraño en su vida. Su pasado debe de ser más turbio que el mío, porque muchas noches lo he oído gemir y debatirse dormido: «¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí!». Todo se oye a través de estas delgadas paredes. Mi primer impulso es ir a despertarlo, pero no me atrevo a entrar a su pieza; la falta de puertas me obliga a ser prudente. Sus pesadillas invocan presencias malvadas, parece que la casa se llenara de demonios. Hasta el Fákin se angustia y tiembla, pegado a mí en la cama.

Mi trabajo con Manuel Arias no puede ser más aliviado. Consiste en transcribir sus grabaciones de entrevistas y copiar en limpio sus notas para el libro. Es tan ordenado, que si muevo un papelito insignificante en su escritorio se pone pálido. «Puedes sentirte muy honrada, Maya, porque eres la primera y única persona a quien le he permitido poner un pie en mi oficina. Espero no tener que lamentarlo», se atrevió a decirme, cuando tiré el calendario del año anterior. Lo recuperé de la basura intacto, salvo unas manchas de espagueti, y se lo pegué a la pantalla de la computadora con goma de mascar. No me habló en veintiséis horas.

Su libro sobre la magia de Chiloé me tiene tan enganchada que me quita el sueño. (Es una forma de hablar, a mí cualquier bobería me quita el sueño.) No soy supersticiosa, como mi Nini, pero acepto que el mundo es misterioso y en él todo es posible. Manuel tiene un capítulo completo sobre la Mayoría, o la Recta provincia, como se llamaba el gobierno de los brujos, muy temidos por estos lares. En nuestra isla se rumorea que los Miranda son una familia de brujos y la gente cruza los dedos o se persigna cuando pasa frente a la casa de Rigoberto Miranda, pariente de Eduvigis Corrales, pescador de oficio. Su apellido es tan sospechoso como su buena fortuna: los peces se pelean por caer en sus redes, aun cuando el mar está negro, y su única vaca ha parido gemelos dos veces en tres años. Dicen que para volar de noche, Rigoberto Miranda tiene un macuñ, un corpiño hecho con la piel del pecho de un cadáver, pero nadie lo ha visto. Es conveniente tajarles el pecho a los muertos con un cuchillo o una piedra filuda para que no sufran la suerte indigna de acabar convertidos en chaleco.

Los brujos vuelan, pueden hacer mucho mal, matan con el pensamiento y se transforman en animales, lo cual no me calza con Rigoberto Miranda, un hombre tímido que suele traerle cangrejos a Manuel. Pero mi opinión no cuenta, soy una gringa ignorante. Eduvigis me advirtió que cuando viene Rigoberto Miranda tengo que cruzar los dedos antes de hacerlo pasar a la casa, por si trae algún maleficio. Quien no ha sufrido la brujería de primera mano tiende a ser descreído, pero apenas suceden cosas raras acude corriendo donde una machi, una curandera indígena. Pongamos que una familia de por aquí empieza a toser demasiado; entonces la machi busca al Basilisco o Culebrón, un reptil maléfico nacido de un huevo de gallo viejo, que está alojado bajo la casa y de noche les chupa el aliento a las personas dormidas.

Los cuentos y anécdotas más sabrosos se consiguen de la gente antigua, en los sitios más apartados del archipiélago, donde se mantienen las mismas creencias y costumbres desde hace siglos. Manuel no sólo obtiene información de los antiguos, también de periodistas, profesores, libreros, comerciantes, que se burlan de los brujos y la magia, pero ni locos se aventurarían de noche en un cementerio. Blanca Schnake dice que su padre, cuando era joven, conocía la entrada de la mítica cueva donde se reúnen los brujos, en la apacible aldea de Quicaví, pero en 1960 un terremoto desplazó la tierra y el mar y desde entonces nadie ha podido encontrarla.

Los guardianes de la cueva son invunches, seres espeluznantes formados por los brujos con el primer recién nacido varón de una familia, raptado antes del bautizo. El método para transformar al bebé en invunche es tan macabro como improbable: le quiebran una pierna, se la tuercen y la meten bajo la piel de la espalda, para que sólo pueda desplazarse en tres patas y no se escape; luego le aplican un ungüento que le hace salir una gruesa pelambre de chivo, le parten la lengua como la de una serpiente y lo alimentan con carne putrefacta de mujer muerta y leche de india. Por comparación, un zombi puede considerarse afortunado. Me pregunto a qué mente depravada se le ocurren tales horrores.

La teoría de Manuel es que la Recta provincia o Mayoría, como también la llaman, fue en sus orígenes un sistema político. Desde el siglo XVIII, los indios de la región, los huilliche, se rebelaron contra el dominio español y después contra las autoridades chilenas; supuestamente formaron un gobierno clandestino copiado del estilo administrativo de españoles y jesuitas, dividieron el territorio en reinos y nombraron presidentes, escribanos, jueces, etc. Existían trece brujos principales, que obedecían al Rey de la Recta Provincia, al Rey de Sobre la Tierra y al Rey de Debajo de la Tierra. Como era indispensable mantener el secreto y controlar a la población, crearon un clima de temor supersticioso por la Mayoría y así una estrategia política terminó convertida en una tradición de magia.

En 1880 arrestaron a varias personas acusadas de brujería, las juzgaron en Ancud y las fusilaron, con el fin de partirle el espinazo a la Mayoría, pero nadie asegura que lograran su objetivo.

—¿Tú crees en brujas? —le pregunté a Manuel.

—No, pero haberlas, haylas, como dicen en España.

—¡Dime sí o no!

—Es imposible probar un negativo, Maya, pero tranquilízate, vivo aquí desde hace muchos años y la única bruja que conozco es Blanca.

En nada de eso cree Blanca. Me dijo que los invunches fueron inventados por los misioneros para lograr que las familias chilotas bautizaran a sus niños, pero eso me parece un recurso demasiado extremo, incluso para los jesuitas.

—¿Quién es un tal Mike O'Kelly? Recibí un mensaje suyo incomprensible —me anunció Manuel.

—¡Ah, te escribió Blancanieves! Es un irlandés amigo de toda confianza de nuestra familia. Debe de ser idea de mi Nini comunicarse con nosotros a través de él, para mayor seguridad. ¿Puedo contestarle?

—No directamente, pero yo puedo enviarle recado de tu parte.

—Estas precauciones son exageradas, Manuel, qué quieres que te diga.

—Tu abuela debe de tener buenos motivos para ser tan cautelosa.

—Mi abuela y Mike O'Kelly son miembros del Club de Criminales y darían oro por estar mezclados en un crimen verdadero, pero tienen que conformarse con jugar a los bandidos.

—¿Qué club es ése? —me preguntó, preocupado.

Se lo expliqué empezando por el principio. La biblioteca del condado de Berkeley contrató a mi Nini, once años antes de mi nacimiento, para contarles cuentos a los niños, como una forma de mantenerlos ocupados después de la escuela y antes de que los padres salieran del trabajo. Poco después ella le propuso a la biblioteca sesiones de cuentos de detectives para adultos, idea que fue aceptada. Entonces fundó con Mike O'Kelly el Club de Criminales, como lo llaman, aunque la biblioteca lo promociona como el Club de la Novela Negra. A la hora de los cuentos infantiles, yo era una más entre los chiquillos pendientes de cada palabra de mi abuela y a veces, cuando ella no tenía con quien dejarme, también me llevaba a la biblioteca a la hora de los adultos. Sentada en un cojín, con las piernas cruzadas como un faquir, mi Nini preguntaba a los niños qué deseaban oír, alguien proponía el tema y ella improvisaba en menos de diez segundos. A mi Nini siempre le ha molestado el artificio de un final feliz en los cuentos infantiles; cree que en la vida no hay finales sino umbrales, se deambula por aquí y por allá, tropezando y perdiéndose. Eso de premiar al héroe y castigar al villano le parece una limitación, pero para mantener su empleo debe ceñirse a la fórmula tradicional, la bruja no puede envenenar impunemente a la doncella y casarse de blanco con el príncipe. Mi Nini prefiere el público adulto, porque los asesinatos morbosos no requieren un final feliz. Está muy bien preparada, ha leído cuanto caso policial y manual de medicina forense existe, y dice que Mike O'Kelly y ella podrían realizar una autopsia sobre la mesa de la cocina con la mayor facilidad.

El Club de Criminales consiste en un grupo de amantes de las novelas de detectives, personas inofensivas que en sus ratos libres se dedican a planear monstruosos homicidios. Comenzó discretamente en la biblioteca de Berkeley y ahora, gracias a internet, tiene alcance global. Está financiado en su totalidad por los socios, pero como éstos se reúnen en un edificio público, se han alzado voces indignadas en la prensa local alegando que se fomenta el crimen con los impuestos de los contribuyentes. «No sé de qué se quejan. ¿No es mejor hablar de crímenes que cometerlos?», alegó mi Nini ante el alcalde, cuando éste la citó en su oficina para discutir el problema.

La relación de mi Nini y Mike O'Kelly nació en una librería de viejos, donde ambos estaban absortos en la sección de libros usados de detectives. Ella estaba casada hacía poco con mi Popo y él era estudiante en la universidad, todavía caminaba sobre sus dos piernas y no pensaba convertirse en activista social ni dedicarse a rescatar jóvenes delincuentes de calles y cárceles. Desde que me acuerdo, mi abuela ha horneado galletas para los muchachos de O'Kelly, en su mayoría negros y latinos, los más pobres de la bahía de San Francisco. Cuando tuve edad para interpretar ciertos signos, adiviné que el irlandés está enamorado de mi Nini, aunque es doce años menor y ella jamás habría cedido al capricho de serle infiel a mi Popo. Es un amor platónico de novela victoriana.

Mike O'Kelly adquirió fama cuando hicieron un documental sobre su vida. Le cayeron dos tiros en la espalda por proteger a un chico pandillero y quedó postrado en silla de ruedas, pero eso no le impide continuar con su misión. Puede dar unos pasos con un andador y manejar un coche especial; así recorre los barrios más bravos salvando almas y es el primero en presentarse en cuanta protesta callejera se arma en Berkeley y sus alrededores. Su amistad con mi Nini se fortalece con cada causa deschavetada que abrazan juntos. Fue idea de ambos que los restaurantes de Berkeley donaran la comida sobrante a los mendigos, locos y drogadictos de la ciudad. Ella consiguió un tráiler para distribuirla y él reclutó a los voluntarios para servir. En el noticiario de la televisión aparecieron los indigentes escogiendo entre sushi, curry, pato con trufas y platillos vegetarianos del menú. Más de alguno reclamó por la calidad del café. Pronto las colas se engrosaron con sujetos de la clase media dispuestos a comer sin pagar, hubo enfrentamientos entre la clientela original y los aprovechadores y O'Kelly tuvo que traer a sus muchachos para poner orden antes de que lo hiciera la policía. Por último el Departamento de Salud prohibió la distribución de sobras, porque un alérgico casi se murió con salsa tailandesa de cacahuates.

El irlandés y mi Nini se juntan a menudo a tomar té con bollos y analizar asesinatos truculentos. «¿Tú crees que un cuerpo descuartizado se puede disolver en líquido para desatascar cañerías?», sería una pregunta de O'Kelly. «Depende del tamaño de los trozos», diría mi Nini y ambos procederían a verificarlo remojando un kilo de chuletas en Drano, mientras yo tendría que anotar los resultados.

—No me sorprende que se hayan confabulado para mantenerme incomunicada en el fin del mundo —le comenté a Manuel Arias.

—Por lo que me cuentas, son más temibles que tus supuestos enemigos, Maya —me contestó.

—No menosprecies a mis enemigos, Manuel.

—¿Tu abuelo también remojaba chuletas en líquido para desatascar cañerías?

—No, lo suyo no eran crímenes, sino estrellas y música. Pertenecía a la tercera generación de una familia amante de la música clásica y el jazz.

Le conté que mi abuelo me enseñó a bailar apenas pude sostenerme en los pies y me compró un piano a los cinco años, porque mi Nini pretendía que yo fuera una niña prodigio y concursara en la televisión. Mis abuelos soportaron mis estruendosos ejercicios en el teclado, hasta que la profesora indicó que mi esfuerzo estaría mejor empleado en algo que no requiriera buen oído. De inmediato opté por el soccer, como llaman los americanos al fútbol, una actividad que a mi Nini le parece de tontos, once hombres grandes en pantalones cortos peleando por una pelota. Mi Popo nada sabía de ese deporte, porque no es popular en Estados Unidos, pero no vaciló en abandonar el béisbol, del cual era fanático, para calarse cientos de partidos infantiles femeninos de fútbol. Valiéndose de unos colegas del observatorio de Sao Paulo, me consiguió un afiche firmado por Pelé, quien estaba retirado de la cancha hacía mucho y vivía en Brasil. Por su parte mi Nini se empeñó en que yo leyera y escribiera como adulto, en vista de que no iba a ser un prodigio musical. Me hizo socia de la biblioteca, me hacía copiar parrafadas de libros clásicos y me daba coscorrones si me pillaba una falta de ortografía o si llegaba con notas mediocres en inglés o literatura, los únicos ramos que le interesaban.

—Mi Nini siempre ha sido ruda, Manuel, pero mi Popo era un caramelo, él fue el sol de mi vida. Cuando Marta Otter me llevó a la casa de mis abuelos, él me sostuvo contra su pecho con mucho cuidado, porque nunca había tomado a un recién nacido. Dice que el cariño que sintió por mí lo trastornó. Así me lo contó y nunca he dudado de ese cariño.

Si empiezo a hablar de mi Popo, no hay forma de callarme. Le expliqué a Manuel que a mi Nini le debo el gusto por los libros y un vocabulario nada despreciable, pero a mi abuelo le debo todo lo demás. Mi Nini me hacía estudiar a la fuerza, decía que «la letra entra con sangre», o algo así de bárbaro, pero él convertía el estudio en juego. Uno de esos juegos consistía en abrir el diccionario al azar, poner el dedo a ciegas en una palabra y adivinar el significado. También jugábamos a las preguntas idiotas: ¿por qué la lluvia cae para abajo, Popo? Porque si cayera para arriba te mojaría los calzones, Maya. ¿Por qué el vidrio es transparente? Para confundir a las moscas. ¿Por qué tienes las manos negras por arriba y rosadas por abajo, Popo? Porque no alcanzó la pintura. Y así seguíamos hasta que mi abuela perdía la paciencia y empezaba a aullar.

La inmensa presencia de mi Popo, con su humor socarrón, su bondad ilimitada, su inocencia, su barriga para acunarme y su ternura, llenó mi infancia. Tenía una risa sonora, que nacía en las entrañas de la tierra, le subía por los pies y lo sacudía entero. «Popo, júrame que no te vas a morir nunca», le exigía yo al menos una vez por semana y su respuesta era invariable: «Te juro que siempre estaré contigo». Procuraba volver temprano de la universidad para pasar un rato conmigo antes de irse a su escritorio con sus libracos de astronomía y sus cartas estelares, preparando clases, corrigiendo pruebas, investigando, escribiendo. Lo visitaban alumnos y colegas y se encerraban a intercambiar ideas espléndidas e improbables hasta el amanecer, cuando los interrumpía mi Nini en camisa de dormir y con un termo grande de café. «Se te puso opaca el aura, viejo. ¿No te acuerdas de que a las ocho tienes clases?», y procedía a repartir café y empujar a las visitas hacia la puerta. El color dominante del aura de mi abuelo era violeta, muy apropiado para él, porque es el color de la sensibilidad, sabiduría, intuición, poder psíquico, visión de futuro. Ésas eran las únicas oportunidades en que mi Nini entraba al escritorio; en cambio yo tenía libre acceso y hasta disponía de mi propia silla y un rincón de la mesa para hacer mis tareas, acompañada por jazz suave y el olor a tabaco de la pipa.

Según mi Popo, el sistema educativo oficial pasma el desarrollo del intelecto; a los maestros hay que respetarlos, pero hacerles poco caso. Decía que Da Vinci, Galileo, Einstein y Darwin, por mencionar sólo a cuatro genios de la cultura occidental, ya que ha habido muchos otros, como los filósofos y matemáticos árabes, Avicena y al-Khwarizmi, cuestionaron el conocimiento de su época. Si hubieran aceptado las estupideces que les enseñaban sus mayores, no habrían inventado ni descubierto nada. «Tu nieta no es ningún Avicena y si no estudia tendrá que ganarse la vida friendo hamburguesas», le rebatía mi Nini. Pero yo tenía otros planes, quería ser futbolista, ésos ganan millones. «Son hombres, chiquilla tonta. ¿Conoces alguna mujer que gane millones?», alegaba mi abuela y enseguida me soltaba un discurso de agravio, que comenzaba en el terreno del feminismo y derivaba hacia el de la justicia social, para concluir que por jugar al fútbol yo terminaría con las piernas peludas. Después, en un aparte, mi abuelo me explicaba que el deporte no causa hirsutismo, sino los genes y las hormonas.

Durante mis primeros años dormí con mis abuelos, al comienzo entre los dos y después en un saco de dormir, que manteníamos debajo de la cama y cuya existencia los tres fingíamos desconocer. En la noche mi Popo me llevaba a la torre a examinar el espacio infinito sembrado de luces, así aprendí a distinguir las estrellas azules que se acercan y las rojas que se alejan, los cúmulos de galaxias y los supercúmulos, estructuras aún más inmensas, de las cuales hay millones. Me explicaba que el Sol es una estrella pequeña entre cien millones de estrellas en la Vía Láctea y que seguramente había millones de otros universos además del que ahora podemos vislumbrar. «O sea, Popo, somos menos que un suspiro de piojo», era mi conclusión lógica. «¿No te parece fantástico, Maya, que estos suspiros de piojos podamos concebir el prodigio del universo? Un astrónomo necesita más imaginación poética que sentido común, porque la magnífica complejidad del universo no puede medirse ni explicarse, sólo puede intuirse.» Me hablaba del gas y del polvo estelar que forman las bellísimas nebulosas, verdaderas obras de arte, brochazos intrincados de colores magníficos en el firmamento, de cómo nacen y mueren las estrellas, de los hoyos negros, del espacio y del tiempo, de cómo posiblemente todo se originó con el Big Bang, una explosión indescriptible, y de las partículas fundamentales que formaron los primeros protones y neutrones, y así, en procesos cada vez más complejos, nacieron las galaxias, los planetas, la vida. «Venimos de las estrellas», solía decirme. «Eso mismo digo yo», agregaba mi Nini, pensando en los horóscopos.

Después de visitar la torre con su mágico telescopio y de darme mi vaso de leche con canela y miel, secreto de astrónomo para desarrollar la intuición, mi abuelo vigilaba que me cepillara los dientes y me llevaba a la cama. Entonces llegaba mi Nini y me contaba un cuento diferente cada noche, inventado al vuelo, que yo intentaba prolongar lo más posible, pero inevitablemente llegaba el momento de quedarme sola, entonces me ponía a contar corderos, alerta al balanceo del dragón alado sobre mi cama, los crujidos del piso, los pasitos y murmullos discretos de los habitantes invisibles de aquella casa embrujada. Mi lucha por vencer el miedo era mera retórica, porque apenas mis abuelos se dormían, me deslizaba a su pieza, tanteando en la oscuridad, arrastraba el saco de dormir a un rincón y me acostaba en paz. Por años mis abuelos se iban a hoteles a horas indecentes para hacer el amor a escondidas. Sólo ahora, que ya soy grande, puedo tomarle el peso al sacrificio que hicieron por mí.

Manuel y yo analizamos el críptico mensaje que había enviado O'Kelly. Las noticias eran buenas: la situación en mi casa era normal y mis perseguidores no habían dado señales de vida, aunque eso no significaba que me hubiesen olvidado. El irlandés no lo expresó directamente, como es lógico dada la situación, sino en una clave similar a la usada por los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, que él me había enseñado.

Llevo un mes en esta isla. No sé si llegaré a acostumbrarme algún día al paso de tortuga de Chiloé, a esta pereza, esta permanente amenaza de lluvia, este paisaje inmutable de agua y nubes y pastizales verdes. Todo es igual, todo es sosiego. Los chilotes no conocen la puntualidad, los planes dependen del clima y del ánimo, las cosas pasan cuando pasan, para qué hacer hoy lo que se puede hacer mañana. Manuel Arias se burla de mis listas y proyectos, inútiles en esta cultura atemporal, aquí una hora o una semana es lo mismo; sin embargo él mantiene sus horarios de trabajo y avanza con su libro al ritmo que se ha propuesto.

Chiloé tiene su propia voz. Antes no me quitaba los audífonos de las orejas, la música era mi oxígeno, pero ahora ando atenta para entender el castellano enrevesado de los chilotes. Juanito Corrales dejó mi iPod en el mismo bolsillo de la mochila de donde lo sacó y nunca hemos mencionado el asunto, pero en la semana que se demoró en devolverlo me di cuenta de que no me hace tanta falta como creía. Sin el iPod puedo oír la voz de la isla: pájaros, viento, lluvia, crepitar de leña, ruedas de carreta y a veces los violines remotos del Caleuche, un barco fantasma que navega en la niebla y se reconoce por la música y la sonajera de huesos de los náufragos que van a bordo cantando y bailando. Al barco lo acompaña un delfín llamado cahuilla, el nombre que Manuel le puso a su lancha.

A veces siento nostalgia por un trago de vodka para honrar tiempos pasados, que fueron pésimos, pero algo más movidos que éstos. Es un capricho fugaz, no el pánico de la abstinencia forzada que he experimentado antes. Estoy decidida a cumplir mi promesa, nada de alcohol, drogas, teléfono ni email, y lo cierto es que me ha costado menos de lo esperado. Una vez que aclaramos ese punto, Manuel dejó de esconder las botellas de vino. Le expliqué que no debe modificar sus hábitos por mí, hay alcohol en todas partes y yo soy la única responsable de mi sobriedad. Entendió y ya no se inquieta demasiado si voy a la Taberna del Muertito por algún programa de televisión o para ver el truco, un juego argentino con naipes españoles en que los participantes improvisan versos con cada jugada.

Algunas costumbres de la isla, como ésa del truco, me encantan, pero otras han terminado por fastidiarme. Si el chucao, un pájaro chiquito y gritón, canta por mi lado izquierdo es mala suerte, debo quitarme una prenda de ropa y ponerla del revés antes de seguir por el mismo camino; si ando de noche, mejor llevo un cuchillo limpio y sal, porque si me sale al encuentro un perro negro mocho de una oreja, es un brujo, y para librarme debo trazar una cruz en el aire con el cuchillo y esparcir sal. La cagatina que casi me despacha cuando recién llegué a Chiloé no fue disentería, porque se me habría quitado con los antibióticos del doctor, sino un maleficio, como demostró Eduvigis al curarme con rezos, con su infusión de arrayán, linaza y toronjil y con sus friegas en la barriga con pasta para limpiar metales.

El plato tradicional de Chiloé es el curanto y el de nuestra isla es el mejor. La idea de ofrecer curanto a los turistas fue una iniciativa de Manuel para romper el aislamiento de este pueblito, donde rara vez venían visitantes, porque los jesuitas no nos legaron una de sus iglesias y carecemos de pingüinos o ballenas, sólo tenemos cisnes, flamencos y toninas, muy comunes por estos lados. Primero Manuel divulgó el rumor de que aquí está la gruta de la Pincoya y nadie posee autoridad para desmentirlo, porque el sitio exacto de la gruta es materia de discusión y varias islas se lo atribuyen. La gruta y el curanto son ahora nuestras atracciones.

La orilla noroeste de la isla es un roquedal agreste, peligroso para la navegación, pero excelente para la pesca; allí existe una caverna sumergida, sólo visible en la marea baja, perfecta para el reino de la Pincoya, uno de los pocos seres benévolos en la espantosa mitología chilota, porque ayuda a los pescadores y marineros en apuros. Es una bella adolescente de larga cabellera, vestida de algas marinas, que si danza cara al mar indica buena pesca, pero si lo hace mirando la playa habrá escasez y se debe buscar otro sitio para echar las redes. Como casi nadie la ha visto, esa información es inútil. Si aparece la Pincoya hay que cerrar los ojos y correr en dirección opuesta, porque seduce a los lujuriosos y se los lleva al fondo del mar.

Del pueblo a la gruta hay sólo veinticinco minutos de caminata con zapatos firmes y buen ánimo por un sendero escarpado y ascendente. En el cerro se alzan algunas solitarias araucarias dominando el paisaje y desde la cima se aprecia el bucólico panorama de mar, cielo e islotes cercanos deshabitados. Algunos están separados por canales tan estrechos, que en la marea baja se puede gritar de una orilla a otra. Desde el cerro se ve la gruta como una gran boca desdentada. Se puede descender arañando las rocas cubiertas de excremento de gaviota, con riesgo de partirse el espinazo, o llegar en kayak bordeando la costa de la isla, siempre que se tenga conocimiento del agua y las rocas. Se requiere algo de imaginación para apreciar el palacio submarino de la Pincoya, porque más allá de la boca de bruja, no se ve nada. En el pasado algunos turistas alemanes pretendieron nadar hacia el interior, pero los carabineros lo han prohibido por las corrientes traicioneras. No nos conviene que gente de afuera venga a ahogarse aquí.

Me han dicho que enero y febrero son meses secos y calientes en estas latitudes, pero éste debe de ser un extraño verano, porque llueve a cada rato. Los días son largos, todavía el sol no tiene prisa por ponerse.

Me baño en el mar a pesar de las advertencias de Eduvigis contra las corrientes, los salmones carnívoros escapados de las jaulas y el Millalobo, un ser de la mitología chilota, mitad hombre y mitad lobo de mar, cubierto de una pelambre dorada, que puede secuestrarme en la marea alta. A esa lista de calamidades Manuel agrega hipotermia; dice que sólo a una gringa incauta se le ocurre bañarse en estas aguas heladas sin traje de goma. En realidad no he visto a nadie meterse al mar por gusto. El agua fría es buena para la salud, aseguraba mi Nini cuando fallaba el calentador de agua en el caserón de Berkeley, es decir, dos o tres veces por semana. El año pasado cometí demasiados abusos con mi cuerpo, me podría haber muerto tirada en la calle; aquí me estoy recuperando y para eso no hay nada mejor que el baño de mar. Sólo temo que me vuelva la cistitis, pero hasta ahora voy bien.

He recorrido otras islas y pueblos con Manuel para entrevistar a la gente antigua y ya tengo una idea general del archipiélago, aunque me falta ir al sur. Castro es el corazón de la Isla Grande, con más de cuarenta mil personas y un comercio boyante. Boyante es un adjetivo algo exagerado, pero al cabo de seis semanas aquí, Castro es como Nueva York. La ciudad se asoma al mar, con palafitos en la orilla y casas de madera pintadas en audaces colores, para alegrar el ánimo en los largos inviernos, cuando el cielo y el agua se tornan grises. Allí Manuel tiene su cuenta de banco, dentista y peluquero, allí hace las compras de almacén, encarga y recoge libros en la librería.

Si el mar está picado y no alcanzamos a regresar a casa, nos quedamos en la hostería de una dama austríaca, cuyo trasero formidable y pechuga oronda hacen enrojecer a Manuel, y nos hartamos de cerdo y strudel de manzana. Hay pocos austríacos por estos lados, pero alemanes abundan. La política de inmigración de este país ha sido muy racista, nada de asiáticos, negros ni indígenas ajenos, sólo europeos blancos. Un presidente del siglo XIX trajo alemanes de la Selva Negra y les asignó tierras en el sur, que no eran suyas, sino de los indios mapuche, con la idea de mejorar la raza; quería que los alemanes les inculcaran puntualidad, amor al trabajo y disciplina a los chilenos. No sé si el plan funcionó como se esperaba, pero en todo caso los alemanes levantaron con su esfuerzo algunas provincias del sur y lo poblaron de sus descendientes de ojos azules. La familia de Blanca Schnake proviene de esos inmigrantes.

Hicimos un viaje especial para que Manuel me presentara al padre Luciano Lyon, un anciano tremendo, que estuvo preso varias veces en tiempos de la dictadura militar (1973-1989) por defender a los perseguidos. El Vaticano, cansado de tirarle las orejas por revoltoso, lo mandó jubilado a un caserío remoto de Chiloé, pero aquí tampoco le faltan causas para indignarse al viejo guerrero. Cuando cumplió ochenta años acudieron sus admiradores de todas las islas y llegaron veinte buses con sus feligreses de Santiago; la fiesta duró dos días en la explanada frente a la iglesia, con corderos y pollos asados, empanadas y un río de vino ordinario. Fue el milagro de la multiplicación de los panes, porque siguió llegando gente y siempre sobraba comida. Los ebrios de Santiago pernoctaron en el cementerio, sin hacerles caso a las ánimas en pena.

La casita del sacerdote estaba vigilada por un gallo majestuoso de plumas iridiscentes cacareando en el techo y un imponente cordero sin esquilar atravesado en el umbral como muerto. Tuvimos que entrar por la puerta de la cocina. El cordero, con el apropiado nombre de Matusalén, se ha librado por tantos años de convertirse en guiso, que apenas puede moverse de viejo.

—¿Qué haces por estos lados, tan lejos de tu hogar, niña? —fue el saludo del padre Lyon.

—Huyendo de la autoridad —le contesté en serio y se echó a reír.

—Yo pasé dieciséis años en lo mismo y, para serte franco, echo de menos aquellos tiempos.

Es amigo de Manuel Arias desde 1975, cuando ambos estuvieron relegados en Chiloé. La pena de confinamiento, o relegación, como se llama en Chile, es muy dura, pero menos que el exilio, porque al menos el condenado está en su propio país, me explicó.

—Nos mandaban, lejos de la familia, a algún lugar inhóspito, donde estábamos solos, sin dinero ni trabajo, hostilizados por la policía. Manuel y yo tuvimos suerte, porque nos tocó Chiloé y aquí la gente nos acogió. No lo vas a creer, niña, pero don Lionel Schnake, que odiaba a los izquierdistas más que al diablo, nos dio hospedaje.

En esa casa Manuel conoció a Blanca, la hija de su bondadoso anfitrión. Blanca tenía poco más de veinte años, estaba de novia y la fama de su belleza andaba de boca en boca, atrayendo a una romería de admiradores, que no se dejaban intimidar por el novio.

Manuel estuvo un año en Chiloé, ganando apenas para su sustento como pescador y carpintero, mientras leía sobre la fascinante historia y mitología del archipiélago sin moverse de Castro, donde debía presentarse a diario en la comisaría para firmar en el libro de los relegados. A pesar de las circunstancias, se prendó de Chiloé; quería recorrerlo entero, estudiarlo, narrarlo. Por eso, al cabo de un largo periplo por el mundo, vino a terminar sus días aquí. Después de cumplir su condena de relegación, pudo irse a Australia, uno de los países que recibía refugiados chilenos, donde lo esperaba su mujer. Me sorprendió que Manuel tuviera familia, nunca la había mencionado. Resulta que se casó dos veces, no tuvo hijos, se divorció de ambas mujeres hace tiempo y ninguna de ellas vive en Chile.

—¿Por qué te relegaron, Manuel? —le pregunté.

—Los militares cerraron la Facultad de Ciencias Sociales, donde yo era profesor, por considerarla un antro de comunistas. Arrestaron a muchos profesores y alumnos, a algunos los mataron.

—¿Estuviste detenido?

—Sí.

—¿Y mi Nini? ¿Sabes si a ella la detuvieron?

—No, a ella no.

¿Cómo es posible que yo sepa tan poco de Chile? No me atrevo a preguntarle a Manuel, para no pasar por ignorante, pero empecé a escarbar en internet. Gracias a los pasajes gratis que conseguía mi papá por su condición de piloto, mis abuelos viajaban conmigo en cada feriado y vacación disponibles. Mi Popo hizo una lista de sitios que debíamos conocer después de Europa y antes de morirnos. Así visitamos las islas Galápagos, el Amazonas, la Capadocia y Machu Picchu, pero nunca vinimos a Chile, como habría sido lo lógico. La falta de interés de mi Nini por visitar su país es inexplicable, porque defiende ferozmente sus costumbres chilenas y todavía se emociona cuando cuelga la bandera tricolor de su balcón en septiembre. Creo que cultiva una idea poética de Chile y teme enfrentarse a la realidad o bien hay algo aquí que no quiere recordar.

Mis abuelos eran viajeros experimentados y prácticos. En los álbumes de fotos aparecemos los tres en exóticos lugares siempre con la misma ropa, porque habíamos reducido el equipaje a lo más elemental y manteníamos preparadas las maletas de mano, una para cada uno, lo que nos permitía partir en media hora, según se diera la oportunidad o el capricho. Una vez mi Popo y yo estábamos leyendo sobre los gorilas en un National Geographic, de cómo son vegetarianos, mansos y con sentido de familia, y mi Nini, que pasaba por la sala con un florero en la mano, comentó a la ligera que deberíamos ir a verlos. «Buena idea», contestó mi Popo, cogió el teléfono, llamó a mi papá, consiguió los pasajes y al día siguiente íbamos hacia Uganda con nuestras baqueteadas maletitas.

A mi Popo lo invitaban a seminarios y conferencias y si podía nos llevaba, porque mi Nini temía que sucediera una desgracia y nos pillara separados. Chile es una pestaña entre las montañas de los Andes y las profundidades del Pacífico, con centenares de volcanes, algunos con la lava aún tibia, que pueden despertar en cualquier momento y hundir el territorio en el mar. Eso explica que mi abuela chilena espere siempre lo peor, esté preparada para emergencias y ande por la vida con un sano fatalismo, apoyada por algunos santos católicos de su preferencia y por los vagos consejos del horóscopo.

Yo faltaba con frecuencia a clases, porque viajaba con mis abuelos y porque me fastidiaba en la escuela; sólo mis buenas notas y la flexibilidad del método italiano impedían que fuera expulsada. Me sobraban recursos, fingía apendicitis, migraña, laringitis, y si eso fallaba, convulsiones. A mi abuelo era fácil engañarlo, pero mi Nini me curaba con métodos drásticos, una ducha helada o una cucharada de aceite de hígado de bacalao, a menos que le conviniera que yo faltara, por ejemplo, cuando me llevaba a protestar contra la guerra de turno, pegar carteles en defensa de los animales de laboratorio o encadenarnos a un árbol para jorobar a las empresas madereras. Su determinación para inculcarme conciencia social siempre fue heroica.

En más de una ocasión, mi Popo tuvo que ir a rescatarnos a la comisaría. La policía de Berkeley es indulgente, está acostumbrada a manifestaciones callejeras por cuanta causa noble existe, fanáticos bien intencionados capaces de acampar por meses en una plaza pública, estudiantes decididos a tomar la universidad por Palestina o los derechos del nudista, genios distraídos que ignoran los semáforos, mendigos que en otra vida fueron suma cum laude, drogadictos buscando el paraíso y, en fin, a cuanto ciudadano virtuoso, intolerante y combatiente existe en esa ciudad de cien mil habitantes, donde casi todo está permitido, siempre que se haga con buenas maneras. A mi Nini y a Mike O'Kelly se les suelen olvidar las buenas maneras en el fragor de defender la justicia, pero si son detenidos nunca terminan en una celda, sino que el sargento Walczak va personalmente a comprarles cappuccinos.

Yo tenía diez años cuando mi papá volvió a casarse. Nunca nos había presentado a ninguna de sus enamoradas y defendía tanto las ventajas de la libertad, que no esperábamos verlo renunciar a ella. Un día anunció que traería una amiga a cenar y ni Nini, quien por años le había buscado novia en secreto, se preparó para darle una buena impresión a esa mujer, mientras yo me preparaba para atacarla. Se desencadenó un frenesí de actividad en la casa: mi Nini contrató un servicio de limpieza profesional que dejó el aire saturado de olor a lejía y gardenias, y se complicó con una receta marroquí de pollo con canela, que le quedó como postre. Mi Popo grabó una selección de sus piezas favoritas para que hubiera música ambiental, música de dentista a mi parecer.

Mi papá, a quien no habíamos visto en un par de semanas, se presentó la noche señalada con Susan, una rubia pecosa y mal vestida, que nos sorprendió, porque teníamos la idea de que a él le gustaban las chicas glamurosas, como Marta Otter antes de sucumbir a la maternidad y la vida doméstica en Odense. Susan sedujo en pocos minutos a mis abuelos con su sencillez, pero no fue mi caso; la recibí de tan mal modo que mi Nini me arrastró de un ala a la cocina con el pretexto de servir el pollo y me ofreció unos cuantos cachetazos si no cambiaba de actitud. Después de comer, mi Popo cometió lo impensable, invitó a Susan al torreón astronómico, donde no llevaba a nadie más que a mí, y allí estuvieron largo rato observando el cielo, mientras mi abuela y mi papá me retaban por insolente.

Unos meses más tarde, mi papá y Susan se casaron en una ceremonia informal en la playa. Eso había pasado de moda desde hacía una década, pero así lo deseaba la novia. Mi Popo hubiera preferido algo más cómodo, pero mi Nini estaba en su salsa. Ofició la boda un amigo de Susan, que había obtenido por correo una licencia de la Iglesia Universal. Me obligaron a asistir, pero me negué a presentar los anillos y vestirme de hada, como pretendía mi abuela. Mi papá se puso un traje blanco estilo Mao que no calzaba con su personalidad o sus simpatías políticas, y Susan una camisa vaporosa y un cintillo de flores silvestres, también muy pasados de moda. Los asistentes, de pie en la arena, con los zapatos en la mano, soportaron media hora de neblina y consejos azucarados del oficiante. Después hubo una recepción en el club de yates de la misma playa y los comensales bailaron y bebieron hasta pasada la medianoche, mientras yo me encerré en el Volkswagen de mis abuelos y sólo asomé la nariz cuando el bueno de O'Kelly llegó en su silla de ruedas a traerme un pedazo de torta.

Mis abuelos pretendían que los recién casados vivieran con nosotros, ya que nos sobraba espacio, pero mi papá alquiló en el mismo barrio una casita que cabía en la cocina de su madre, porque no podía pagar algo mejor. Los pilotos trabajan mucho, ganan poco y andan siempre cansados; no es una profesión envidiable. Una vez instalados, mi papá decidió que yo debía vivir con ellos y mis berrinches no lo ablandaron ni espantaron a Susan, quien a primera vista me había parecido fácil de intimidar. Era una mujer ecuánime, de humor parejo, siempre dispuesta a ayudar, pero sin la compasión agresiva de mi Nini, que suele ofender a los mismos beneficiados.

Ahora comprendo que a Susan le tocó la ingrata tarea de hacerse cargo de una mocosa criada por viejos, mimada y maniática, que sólo toleraba alimentos blancos —arroz, palomitas de maíz, pan de molde, bananas— y pasaba las noches desvelada. En vez de obligarme a comer con métodos tradicionales, me hacía pechuga de pavo con crema Chantilly, coliflor con helado de coco y otras combinaciones audaces, hasta que de a poco pasé del blanco al beige —hummus, algunos cereales, café con leche— y de allí a colores con más personalidad, como algunos tonos de verde, naranja y colorado, siempre que no fuese remolacha. Ella no podía tener hijos y trató de compensar esa carencia ganándose mi cariño, pero la enfrenté con la porfía de una muía. Dejé mis cosas en casa de mis abuelos y llegaba a la de mi papá sólo a dormir, con un bolso de mano, mi reloj despertador y el libro de turno. Mis noches eran de insomnio, temblando de miedo, con la cabeza debajo de las frazadas. Como mi papá no me habría tolerado ninguna insolencia, opté por una cortesía altanera, inspirada en los mayordomos de las películas inglesas.

Mi único hogar era el caserón pintarrajeado, a donde iba diariamente a la salida de la escuela a hacer mis tareas y jugar, rogando para que a Susan se le olvidara recogerme después de su trabajo en San Francisco, pero eso nunca ocurrió: mi madrastra tenía un sentido de la responsabilidad patológico. Así transcurrió el primer mes, hasta que ella trajo un perro a vivir con nosotros. Trabajaba en el Departamento de Policía de San Francisco adiestrando perros para husmear bombas, una especialidad muy valorada a partir del 2001, cuando comenzó la paranoia del terrorismo, pero en la época en que ella se casó con mi papá se prestaba para bromas entre sus rudos compañeros, porque nadie había puesto una bomba en California desde tiempos inmemoriales.

Cada animal trabajaba con un solo humano durante el curso de su vida y ambos llegaban a complementarse tan bien, que se adivinaban el pensamiento. Susan seleccionaba al cachorro más vivaz de la carnada y a la persona más idónea para emparejarla con el perro, alguien que hubiera crecido con animales. Aunque yo había jurado destrozarle los nervios a mi madrastra, me rendí ante Alvy, un labrador de seis años más inteligente y simpático que el mejor ser humano. Susan me enseñó lo que sé sobre animales y me permitía, violando las reglas fundamentales del manual, dormir con Alvy. Así me ayudó a combatir el insomnio.

La callada presencia de mi madrastra llegó a ser tan natural y necesaria en la familia, que costaba recordar cómo era la vida anterior a ella. Si mi papá estaba viajando, es decir la mayor parte del tiempo, Susan me autorizaba para quedarme a pasar la noche en la casa mágica de mis abuelos, donde mi pieza permanecía intacta. Susan quería mucho a mi Popo, iba con él a ver películas suecas de los años cincuenta, en blanco y negro, sin subtítulos —había que adivinar los diálogos— y a oír jazz en unos sucuchos ahogados de humo. Trataba a mi Nini, que no es nada dócil, con el mismo método de entrenar perros de bombas: afecto y firmeza, castigo y recompensa. Con afecto le hizo saber que la quería y estaba a su disposición, con firmeza le impidió entrar por la ventana a su casa para inspeccionar el aseo o darle dulces a escondidas a la nieta; la castigaba desapareciendo por unos días cuando mi Nini la agobiaba de regalos, advertencias y guisos chilenos, y la premiaba llevándola de paseo al bosque cuando todo iba bien. Aplicaba el mismo sistema con su marido y conmigo.

Mi buena madrastra no se interpuso entre mis abuelos y yo, aunque debió de haberle chocado la forma errática en que me criaban. Es cierto que me mimaron demasiado, pero ésa no fue la causa de mis problemas, como sospechaban los psicólogos con quienes me enfrenté en la adolescencia. Mi Nini me formó a la chilena, comida y cariño en abundancia, reglas claras y algunas palmadas, no muchas. Una vez la amenacé con denunciarla a la policía por abuso de menores y me dio tal golpe con el cucharón de la sopa que me dejó un huevo en la cabeza. Eso cortó mi iniciativa en seco.

Asistí a un curanto, la comida típica de Chiloé, abundante y generosa, ceremonia de la comunidad. Los preparativos comenzaron temprano, porque las lanchas del ecoturismo llegan antes del mediodía. Las mujeres picaron tomate, cebolla, ajo y cilantro para el aliño y, mediante un tedioso proceso, hicieron milcao y chapalele, unas masas de papa, harina, grasa de cerdo y chicharrones, pésimas, a mi entender, mientras los hombres cavaron un hueco grande, pusieron al fondo un montón de piedras y encima encendieron una fogata. Cuando la leña se consumió, las piedras ardían, lo que coincidió con la llegada de las lanchas. Los guías les mostraron el pueblo a los turistas y les dieron ocasión de comprar tejidos, collares de conchas, mermelada de murta, licor de oro, tallas de madera, crema de baba de caracol para las manchas de vejez, ramitos de lavanda, en fin, lo poco que hay, y enseguida los congregaron en torno al hoyo humeante de la playa. Los cocineros del curanto colocaron ollas de greda sobre las piedras para recibir los caldos, que son afrodisíacos como bien se sabe, y fueron poniendo en capas los chapaleles y milcao, cerdo, cordero, pollo, mariscos de concha, pescado, verduras y otras delicias que no anoté, lo taparon con paños blancos mojados, enormes hojas de nalca, un saco que sobresalía del orificio como una falda, y por último arena. La cocción demoró poco más de una hora y mientras los ingredientes se transformaban en el secreto del calor, en sus íntimos jugos y fragancias, los visitantes se entretenían fotografiando el humo, bebiendo pisco y escuchando a Manuel Arias.

Los turistas son de varias categorías: chilenos de la tercera edad, europeos de vacaciones, argentinos de diversos pelajes y mochileros de origen vago. A veces llega un grupo de asiáticos o americanos con mapas, guías y libros de flora y fauna que consultan con terrible seriedad. Todos, menos los mochileros, que prefieren fumar marihuana detrás de los arbustos, aprecian la oportunidad de oír a un escritor publicado, alguien capaz de aclarar los misterios del archipiélago en inglés o español, según sea el caso. Manuel no siempre es fastidioso; en su tema puede ser entretenido por un rato no muy largo. Les habla a los visitantes de la historia, leyendas y costumbres de Chiloé y les advierte que los isleños son cautelosos, es necesario ganárselos de a poco, con respeto, tal como hay que adaptarse de a poco y con respeto a la agreste naturaleza, a los implacables inviernos, a los caprichos del mar. Lento. Muy lento. Chiloé no es para personas apuradas.

La gente viaja a Chiloé con la idea de retroceder en el tiempo y se desilusionan con las ciudades de la Isla Grande, pero en nuestro islote encuentran lo que buscan. No existe un propósito de engaño por nuestra parte, por supuesto, sin embargo el día del curanto aparecen por casualidad bueyes y corderos cerca de la playa, hay un mayor número de redes y botes secándose en la arena, la gente se viste con sus más toscos gorros y ponchos y a nadie se le ocurriría usar su celular en público.

Los expertos sabían exactamente cuando se habían cocido los tesoros culinarios en el hoyo y quitaron la arena con palas, levantaron delicadamente el saco, las hojas de nalca y los paños blancos, entonces subió al cielo una nube de vapor con los deliciosos aromas del curanto. Se produjo un silencio expectante y luego un clamor de aplauso. Las mujeres sacaron las presas y las sirvieron en platos de cartón con nuevas rondas de pisco sour, el trago nacional de Chile, capaz de tumbar a un cosaco. Al final debimos apuntalar a varios turistas camino a las lanchas.

A mi Popo le habría gustado esta vida, este paisaje, esta abundancia de mariscos, esta pereza del tiempo. Nunca oyó hablar de Chiloé o lo habría incluido en su lista de lugares para visitar antes de morir. Mi Popo… ¡cómo lo echo de menos! Era un oso grande, fuerte, lento y dulce, con calor de estufa, olor a tabaco y colonia, voz oscura y risa telúrica, con enormes manos para sostenerme. Me llevaba a partidos de fútbol y a la ópera, contestaba mis infinitas preguntas, me cepillaba el pelo y aplaudía mis interminables poemas épicos, inspirados en las películas de Kurosawa, que veíamos juntos, íbamos al torreón de la casa a escudriñar con su telescopio la bóveda negra del cielo en busca de su escurridizo planeta, una estrella verde que nunca pudimos encontrar. «Prométeme que siempre te vas a querer a ti misma como te quiero yo, Maya», me repetía y yo se lo prometía sin saber qué significaba esa extraña frase. Me quería sin condiciones, me aceptaba tal como soy, con mis limitaciones, manías y defectos, me aplaudía aunque no lo mereciera, al contrario de mi Nini, que cree que no se deben celebrar los esfuerzos de los niños, porque se acostumbran y después lo pasan pésimo en la vida, cuando nadie los alaba. Mi Popo me perdonaba todo, me consolaba, se reía cuando yo me reía, era mi mejor amigo, mi cómplice y confidente, yo era su única nieta y la hija que no tuvo. «Dime que soy el amor de tus amores, Popo», le pedía yo para sacarle roncha a mi Nini. «Eres el amor de nuestros amores, Maya», me contestaba diplomáticamente, pero yo era la preferida, estoy segura; mi abuela no podía competir conmigo. Mi Popo era incapaz de escoger su propia ropa, eso lo hacía mi Nini, pero cuando cumplí trece años me llevó a comprar mi primer sostén, porque notó que me fajaba con una bufanda y andaba agachada para esconder el pecho. La timidez me impedía hablarlo con mi Nini o con Susan, en cambio me resultó normal probarme sostenes delante de mi Popo.

La casa de Berkeley fue mi mundo: las tardes con mis abuelos viendo seriales de televisión, los domingos de verano desayunando en la terraza, las ocasiones en que llegaba mi papá y cenábamos juntos, mientras María Callas cantaba en viejos discos de vinilo, el escritorio, los libros, las fragancias de la cocina. Con esa pequeña familia transcurrió la primera parte de mi existencia sin problemas dignos de mencionarse, pero a los dieciséis años las fuerzas catastróficas de la naturaleza, como las llama mi Nini, me alborotaron la sangre y me nublaron el entendimiento.

Tengo tatuado en la muñeca izquierda el año en que murió mi Popo: 2005. En febrero supimos que estaba enfermo, en agosto lo despedimos, en septiembre cumplí dieciséis y mi familia se deshizo en migajas.

El día inolvidable en que mi Popo comenzó a morirse, yo me había quedado en la escuela en el ensayo de una obra de teatro, nada menos que Esperando a Godot, la profesora de drama era ambiciosa, y después me fui caminando donde mis abuelos. Cuando llegué ya era de noche. Entré llamando y encendiendo luces, extrañada del silencio y del frío, porque ésa era la hora más acogedora de la casa, cuando estaba tibia, había música y en el ambiente flotaban los aromas de las ollas de mi Nini. A esa hora mi Popo leía en la poltrona de su estudio y mi Nini cocinaba oyendo las noticias en la radio, pero nada de eso encontré aquella noche. Mis abuelos estaban en la sala, sentados muy juntos en el sofá, que mi Nini había tapizado siguiendo las instrucciones de una revista. Se habían reducido de tamaño y por primera vez noté su edad, hasta ese momento habían permanecido intocados por el rigor del tiempo. Yo había estado con ellos día a día, año a año, sin darme cuenta de los cambios, mis abuelos eran inmutables y eternos como las montañas. No sé si yo sólo los había visto con los ojos del alma o tal vez envejecieron en esas horas. Tampoco había notado que en los últimos meses mi abuelo había perdido peso, la ropa le sobraba, y a su lado mi Nini ya no parecía tan diminuta como antes.

«¿Qué pasa, viejos?», y mi corazón dio un salto en el vacío, porque antes de que alcanzaran a contestarme ya lo había adivinado. Nidia Vidal, esa guerrera invencible, estaba quebrada, con los ojos hinchados de llorar. Mi Popo me hizo una seña para que me sentara con ellos, me abrazó, apretándome contra su pecho, y me contó que llevaba un tiempo sintiéndose mal, le dolía el estómago, le habían hecho varios exámenes y el médico acababa de confirmarle la causa. «¿Qué tienes, Popo?» y me salió como un grito. «Algo al páncreas», dijo, y el gemido visceral de su mujer me dio a entender que era cáncer.

Alrededor de las nueve llegó Susan a cenar, como hacía a menudo, y nos halló apretujados en el sofá, tiritando. Encendió la calefacción, pidió pizza por teléfono, llamó a mi papá a Londres para darle la mala noticia y después se sentó con nosotros, de la mano de su suegro, en silencio.

Mi Nini abandonó todo para cuidar a su marido: la biblioteca, los cuentos, las protestas en la calle, el Club de Criminales, y dejó enfriarse el horno, que durante toda mi infancia mantuvo caliente. El cáncer, ese enemigo solapado, atacó a mi Popo sin dar señales de alarma hasta que estuvo muy avanzado. Mi Nini llevó a su marido al hospital de la Universidad de Georgetown, en Washington, donde están los mejores especialistas, pero de nada sirvió. Le dijeron que sería inútil operarlo y él se negó a someterse a un bombardeo químico para prolongar su vida sólo unos meses. Estudié su enfermedad en internet y en los libros que conseguí en la biblioteca y así supe que de cuarenta y tres mil casos anuales en Estados Unidos, más o menos treinta y siete mil son terminales, un cinco por ciento de pacientes responden al tratamiento y para ésos la máxima expectativa de vida son cinco años; en resumen, sólo un milagro salvaría a mi abuelo.

En la semana que mis abuelos pasaron en Washington, mi Popo se deterioró tanto, que nos costó reconocerlo cuando fui con mi papá y Susan a esperarlos al aeropuerto. Había adelgazado todavía más, arrastraba los pies, estaba encorvado, con los ojos amarillos y la piel opaca, cenicienta. A pasitos de inválido llegó hasta la camioneta de Susan, sudando por el esfuerzo, y en la casa le faltó energía para subir la escalera, tuvimos que prepararle una cama en su estudio del primer piso, donde durmió hasta que trajeron una cama de hospital. Mi Nini se acostaba con él, acurrucada a su lado, como un gato.

Con la misma pasión con que abrazaba perdidas causas políticas y humanitarias, mi abuela se enfrentó a Dios para defender a su marido, primero con súplicas, rezos y promesas, y después con maldiciones y amenazas de volverse atea. «¿Qué sacamos con pelear con la muerte, Nidia, si tarde o temprano ella siempre gana?», se burlaba mi Popo. En vista de que la ciencia tradicional se declaró incompetente, ella recurrió a curas alternativas, como hierbas, cristales, acupuntura, chamanes, masajes del aura y una niña de Tijuana, estigmatizada y milagrera. Su marido soportó esas excentricidades con buen humor, tal como había hecho desde que la conoció. Al comienzo mi papá y Susan procuraron proteger a los viejos de los múltiples charlatanes, que de algún modo olieron la posibilidad de explotar a mi Nini, pero después terminaron por aceptar que esos recursos desesperados la mantenían ocupada mientras pasaban los días.

En las semanas finales no fui a clases. Me instalé en el caserón mágico con la intención de ayudar a mi Nini, pero yo estaba más deprimida que el enfermo y ella debió cuidarnos a los dos.

Susan fue la primera que se atrevió a mencionar el Hospice. «¡Eso es para los agónicos y Paul no se va a morir!», exclamó mi Nini, pero poco a poco debió ceder. Vino Carolyn, una voluntaria de modales suaves, muy experta, a explicarnos lo que iba a ocurrir y cómo su organización podía ayudarnos sin ningún costo, desde mantener cómodo al enfermo y darnos consuelo espiritual o psicológico, hasta sortear la burocracia de los médicos y el funeral.

Mi Popo insistió en morir en su casa. Las etapas se sucedieron en el orden y los plazos que Carolyn predijo, pero me pillaron de sorpresa, porque yo también, como mi Nini, esperaba que una intervención divina cambiaría el curso de la desgracia. La muerte le pasa a otros, no a quienes más amamos y mucho menos a mi Popo, que era el centro de mi vida, la fuerza de gravedad que anclaba el mundo; sin él yo no tendría asidero, me arrastraría la menor brisa. «¡Me juraste que nunca te ibas a morir, Popo!» «No, Maya, te dije que siempre estaría contigo y pienso cumplir mi promesa.»

Los voluntarios del Hospice instalaron la cama de hospital frente a la ancha ventana de la sala, para que en las noches mi abuelo imaginara a las estrellas y la luna alumbrándolo, ya que no podía verlas por las ramas de los pinos. Le pusieron un portal en el pecho para administrarle medicamentos sin pincharlo y nos enseñaron a moverlo, lavarlo y cambiarle las sábanas sin sacarlo de la cama. Carolyn venía a verlo seguido, se entendía con el médico, el enfermero y la farmacia; más de una vez se encargó de las compras del almacén, cuando nadie en la familia tenía ánimo para hacerlo.

Mike O'Kelly también nos visitaba. Llegaba en su silla de ruedas eléctrica, que manejaba como coche de carrera, acompañado a menudo por un par de sus pandilleros redimidos, a quienes mandaba a sacar la basura, pasar la aspiradora, barrer el patio y realizar otras labores domésticas, mientras él tomaba té con mi Nini en la cocina. Habían estado apartados por unos meses después de pelearse en una manifestación sobre el aborto, que O'Kelly, católico observante, rechaza, sin atenuantes, pero la enfermedad de mi abuelo los reconcilió. Aunque a veces esos dos se hallan en extremos ideológicos opuestos, no pueden permanecer enojados, porque se quieren demasiado y tienen mucho en común.

Si mi Popo estaba despierto, Blancanieves conversaba un rato con él. No habían desarrollado una verdadera amistad, creo que se tenían un poco de celos. Una vez oí a O'Kelly hablarle de Dios a mi Popo y me sentí obligada a advertirle que perdía su tiempo, porque mi abuelo era agnóstico. «¿Estás segura, niña? Paul ha vivido observando el cielo con un telescopio. ¿Cómo no iba a vislumbrar a Dios?», me contestó, pero no trató de salvarle el alma contra su voluntad. Cuando el médico recetó morfina y Carolyn nos hizo saber que dispondríamos de toda la necesaria, porque el enfermo tenía derecho a morir sin dolor y con dignidad, O'Kelly se abstuvo de prevenirnos contra la eutanasia.

Llegó el momento inevitable en que a mi Popo se le acabaron las fuerzas y hubo que atajar el desfile de alumnos y amigos que acudían de visita. Siempre fue coqueto y a pesar de su debilidad se preocupaba de su aspecto, aunque sólo nosotros lo veíamos. Pedía que lo mantuviéramos limpio, afeitado y con la pieza ventilada, temía ofendernos con las miserias de su enfermedad. Tenía los ojos opacos y hundidos, las manos como patas de pájaro, los labios llagados, la piel sembrada de moretones y colgando de los huesos; mi abuelo era el esqueleto de un árbol quemado, pero todavía podía escuchar música y recordar. «Abran la ventana para que entre la alegría», nos pedía. A veces estaba tan ido que apenas le salía la voz, pero había momentos mejores, entonces levantábamos el respaldo de la cama para incorporarlo y conversábamos. Quería entregarme sus vivencias y su sabiduría antes de irse. Nunca perdió su lucidez.

—¿Tienes miedo, Popo? —le pregunté.

—No, pero tengo pena, Maya. Quisiera vivir veinte años más con ustedes —me contestó.

—¿Qué habrá al otro lado, Popo? ¿Crees que hay vida después de la muerte?

—Es una posibilidad, pero no está probado.

—Tampoco está probada la existencia de tu planeta y bien que crees en él —le rebatí y él se rió, complacido.

—Tienes razón, Maya. Es absurdo creer sólo en lo que se puede probar.

—¿Te acuerdas cuando me llevaste al observatorio a ver un cometa, Popo? Esa noche vi a Dios. No había luna, el cielo estaba negro y lleno de diamantes y cuando miré por el telescopio distinguí claramente la cola del cometa.

—Hielo seco, amoníaco, metano, hierro, magnesio y…

—Era un velo de novia y detrás estaba Dios —le aseguré.

—¿Cómo era? —me preguntó.

—Como una telaraña luminosa, Popo. Todo lo que existe está conectado por los hilos de esa telaraña. No puedo explicártelo. Cuando te mueras vas a viajar como el cometa y yo iré prendida de tu cola.

—Seremos polvo sideral.

—¡Ay, Popo!

—No llores, niña, porque me haces llorar a mí también y después empieza a llorar tu Nini y no acabaremos nunca de consolarnos.

En sus últimos días sólo podía tragar unas cucharaditas de yogur y sorbos de agua. Casi no hablaba, pero tampoco se quejaba; pasaba las horas flotando en una duermevela de morfina, aferrado a la mano de su mujer o a la mía. Dudo que supiera adonde estaba, pero sabía que nos amaba. Mi Nini siguió contándole cuentos hasta el final, cuando él ya no los comprendía, pero la cadencia de su voz lo mecía. Le contaba de dos enamorados que se reencarnaban en diferentes épocas, vivían aventuras, morían y volvían a encontrarse en otras vidas, siempre juntos.

Yo murmuraba rezos de mi invención en la cocina, en el baño, en la torre, en el jardín, en cualquier parte donde pudiera esconderme, y le suplicaba al dios de Mike O'Kelly que se apiadara de nosotros, pero él permanecía remoto y mudo. Me cubrí de ronchas, se me caía el pelo y me mordía las uñas hasta sacarme sangre; mi Nini me envolvía los dedos con tela adhesiva y me obligaba a dormir con guantes. No podía imaginar la vida sin mi abuelo, pero tampoco podía soportar su lenta agonía y acabé rezando para que se muriera pronto y dejara de sufrir. Si él me lo hubiera pedido, le habría administrado más morfina para ayudarlo a morir, era muy fácil, pero nunca lo hizo.

Yo dormía vestida en el sofá de la sala, con un ojo abierto, vigilando, y así supe antes que nadie cuando nos llegó el momento de la despedida. Corrí a despertar a mi Nini, que se había tomado un somnífero para descansar un poco, y llamé por teléfono a mi papá y a Susan, que llegaron en diez minutos.

Mi abuela, en camisa de dormir, se introdujo en la cama de su marido y puso la cabeza en su pecho, tal como habían dormido siempre. De pie al otro lado de la cama de mi Popo, me recliné también en su pecho, que antes era fuerte y ancho y alcanzaba para las dos, pero ya apenas latía. La respiración de mi Popo se había vuelto imperceptible y por unos instantes muy largos pareció que había cesado por completo, pero de pronto abrió los ojos, paseó su mirada sobre mi papá y Susan, que lo rodeaban llorando sin ruido, levantó con esfuerzo su mano grande y la apoyó en mi cabeza. «Cuando encuentre el planeta, le pondré tu nombre, Maya», fue lo último que dijo.

En los tres años transcurridos desde la muerte de mi abuelo, he hablado muy rara vez de él. Eso me creó más de un problema con los psicólogos de Oregón, que pretendían obligarme a «resolver mi duelo» o alguna trivialidad por el estilo. Hay gente así, gente que cree que todos los duelos se parecen y existen fórmulas y plazos para superarlos. La filosofía estoica de mi Nini es más adecuada en estos casos: «A sufrir llaman, apretemos los dientes», decía. Un dolor así, dolor del alma, no se quita con remedios, terapia o vacaciones; un dolor así se sufre, simplemente, a fondo, sin atenuantes, como debe ser. Yo hubiera hecho bien en seguir el ejemplo de mi Nini, en vez de negar que estaba sufriendo y acallar el aullido que llevaba atravesado en el pecho. En Oregón me recetaron antidepresivos, que no me tomaba, porque me ponían idiota. Me vigilaban, pero podía engañarlos con goma de mascar disimulada en la boca, donde pegaba la pastilla con la lengua y minutos después la escupía intacta. Mi tristeza era mi compañera, no quería curarme de ella como si fuera un resfrío. Tampoco quería compartir mis recuerdos con esos terapeutas bien intencionados, porque cualquier cosa que les dijera de mi abuelo sería banal. Sin embargo, en esta isla chilota no pasa un día sin que le cuente a Manuel Arias alguna anécdota de mi Popo. Mi Popo y este hombre son muy distintos, pero los dos tienen cierta cualidad de árbol grande y con ellos me siento protegida.

Acabo de tener con Manuel un raro momento de comunión, como los que tenía con mi Popo. Lo encontré mirando el atardecer en el ventanal y le pregunté qué estaba haciendo.

—Respirando.

—Yo también estoy respirando. No me refiero a eso.

—Hasta que me interrumpiste, Maya, estaba respirando, nada más. Vieras tú lo difícil que es respirar sin pensar.

—Eso se llama meditación. Mi Nini se lo pasa meditando, dice que así siente a mi Popo a su lado.

—¿Y tú lo sientes?

—Antes no, porque por dentro estaba congelada y no sentía nada. Pero ahora me parece que mi Popo anda por aquí, rondando, rondando…

—¿Qué ha cambiado?

—Todo pues, Manuel. Para empezar, estoy sobria, y además aquí hay calma, silencio y espacio. Me haría bien meditar, como mi Nini, pero no puedo, pienso todo el tiempo, tengo la cabeza llena de ideas. ¿Crees que eso es malo?

—Depende de las ideas…

—No soy ningún Avicena, como dice mi abuela, pero se me ocurren buenas ideas.

—¿Como cuáles?

—En este momento preciso no sabría contestarte, pero apenas se me ocurra algo genial te lo diré. Tú piensas demasiado en tu libro, pero no gastas pensamientos en cosas más importantes, por ejemplo, en lo deprimente que era tu vida antes de mi llegada. ¿Y qué será de ti cuando yo me vaya? Ponte a pensar en el amor, Manuel. Todo el mundo necesita un amor.

—Ajá. ¿Cuál es el tuyo? —preguntó, riéndose.

—Yo puedo esperar, tengo diecinueve años y la vida por delante; tú tienes noventa y te puedes morir en cinco minutos.

—Tengo sólo setenta y dos, pero es cierto que me puedo morir en cinco minutos. Ésa es una buena razón para evitar el amor, sería una descortesía dejar a una pobre mujer viuda.

—Con ese criterio estás fregado, hombre.

—Siéntate aquí conmigo, Maya. Un anciano moribundo y una muchacha bonita van a respirar juntos. Siempre que puedas callarte un rato, claro.

Eso hicimos hasta que cayó la noche. Y mi Popo nos acompañó.

Con la muerte de mi abuelo quedé sin brújula y sin familia: mi padre vivía en el aire, a Susan la mandaron a Irak con Alvy a husmear bombas y mi Nini se sentó a llorar a su marido. Ni perros teníamos. Susan solía traer perras preñadas a la casa, que se quedaban hasta que los cachorros tenían tres o cuatro meses y entonces se los llevaba para entrenarlos; era un drama encariñarse con ellos. Los perritos habrían sido un gran consuelo cuando se dispersó mi familia. Sin Alvy y sin cachorros, no tuve con quien compartir la pena.

Mi padre andaba en otros amores y dejaba un impresionante reguero de huellas, como si estuviera clamando para que Susan lo supiera. A los cuarenta y un años trataba de verse de treinta, pagaba una fortuna por su corte de pelo y su ropa deportiva, levantaba pesas y se bronceaba con luz ultravioleta. Estaba más guapo que nunca, las canas en las sienes le daban un aire distinguido. Susan, en cambio, cansada de vivir esperando a un marido que nunca aterrizaba del todo, que siempre estaba listo para irse o cuchicheando en el celular con otras mujeres, se había entregado al desgaste de la edad, más gorda, vestida de hombre, con lentes ordinarios adquiridos por docenas en la farmacia. Se aferró a la oportunidad de ir a Irak para escapar de esa relación humillante. La separación fue un alivio para los dos.

Mis abuelos se habían amado en serio. La pasión que empezó en 1976 entre esa exiliada chilena, que vivía con su maleta preparada, y el astrónomo americano de paso en Toronto, se mantuvo fresca por tres décadas. Cuando murió mi Popo, mi Nini quedó desconsolada y confundida, no era ella misma. También se quedó sin recursos, porque en pocos meses los gastos de la enfermedad habían consumido sus ahorros. Contaba con la pensión de su marido, pero no era suficiente para mantener el galeón a la deriva que era su casa. Sin darme ni dos días de aviso, le alquiló la casa a un comerciante de la India, que la llenó de parientes y mercadería, y ella se fue a vivir a una pieza sobre el garaje de mi papá. Se desprendió de la mayor parte de sus pertenencias, menos los mensajes enamorados que su marido le había dejado por aquí y por allá durante los años de convivencia, mis dibujos, poemas y diplomas, y las fotografías, pruebas irrefutables de la felicidad compartida con Paul Ditson II. Dejar esa casona, donde tan plenamente había sido amada, fue un segundo duelo. Para mí fue el golpe de gracia, sentí que lo había perdido todo.

Mi Nini estaba tan aislada en su duelo, que vivíamos bajo el mismo techo y ella no me veía. Un año antes era una mujer joven, enérgica, alegre e intrusa, con pelo alborotado, sandalias de fraile y faldas largas, siempre ocupada, ayudando, inventando; ahora era un viuda madura con el corazón roto. Abrazada a la urna de las cenizas de su marido, me dijo que el corazón se quiebra como un vaso, a veces con una partidura silenciosa y otras estallando en añicos. Sin darse ni cuenta fue eliminando el color de su vestuario y acabó de luto severo, dejó de pintarse el pelo y se echó diez años encima. Se apartó de sus amistades, incluso de Blancanieves, quien no logró interesarla en ninguna de las protestas contra el gobierno de Bush, a pesar del incentivo de ser arrestados, que antes habría sido irresistible. Empezó a torear a la muerte.

Mi papá sacó la cuenta de los somníferos que su madre consumía, de las veces que chocó el Volkswagen, dejó abiertas las llaves del gas y sufrió caídas aparatosas, pero no intervino hasta que la descubrió gastando lo poco que le quedaba en comunicarse con su marido. La siguió a Oakland y la rescató de un tráiler pintado de símbolos astrales, donde una psíquica se ganaba la vida conectando deudos con sus difuntos, tanto parientes como mascotas. Mi Nini se dejó conducir a un psiquiatra, que empezó a tratarla dos veces por semana y la atiborró de píldoras. No «resolvió el duelo» y siguió llorando a mi Popo, pero se le pasó la paralizante depresión en que estaba sumida.

De a poco, mi abuela salió de su cueva del garaje y se asomó al mundo, sorprendida al comprobar que éste no se había detenido. En poco tiempo se había borrado el nombre de Paul Ditson II, ya ni su nieta hablaba de él. Yo me había agazapado dentro de un caparazón de escarabajo y no permitía que nadie se me acercara. Me convertí en una extraña, desafiante y enfurruñada, que no contestaba cuando me dirigían la palabra, aparecía como una ráfaga en la casa, no ayudaba para nada en las tareas domésticas y a la menor contrariedad me iba dando portazos. El psiquiatra le hizo ver a mi Nini que yo padecía una combinación de adolescencia y depresión y le recomendó que me inscribiera en grupos de duelo para jóvenes, pero no quise oír hablar de eso. En las noches más oscuras, cuando estaba más desesperada, sentía la presencia de mi Popo. Mi tristeza lo llamaba.

Mi Nini había dormido treinta años sobre el pecho de su marido, mecida por el rumor seguro de su respiración; había vivido cómoda y protegida en el calor de ese hombre bondadoso que le celebraba sus extravagancias de horóscopos y decoración hippie, su extremismo político, y su cocina foránea, que soportaba de buen talante sus cambios de humor, sus arrebatos sentimentales y sus súbitas premoniciones, que solían alterar los mejores planes de la familia. Cuando más consuelo ella necesitaba, su hijo no estaba a mano y su nieta se había transformado en un energúmeno.

En eso reapareció Mike O'Kelly, quien había sufrido otra operación en la espalda y había pasado varias semanas en un centro de rehabilitación física. «No me visitaste ni una sola vez, Nidia, y tampoco me llamaste por teléfono», le dijo a modo de saludo. Había perdido diez kilos y se había dejado barba, casi no lo reconocí, se veía mayor y ya no parecía hijo de mi Nini. «¿Qué puedo hacer para que me perdones, Mike?», le rogó ella, inclinada sobre la silla de ruedas. «Ponte a hacer galletas para mis muchachos», replicó él. Mi Nini tuvo que hornearlas sola, porque me declaré harta de los delincuentes arrepentidos de Blancanieves y de otras causas nobles que no me importaban un bledo. Mi Nini levantó la mano para darme una cachetada, bien merecida, por lo demás, pero le cogí la muñeca en el aire. «Ni se te ocurra volver a pegarme, porque no me verás más, ¿entendido?» Entendió.

Ése fue el sacudón que mi abuela necesitaba para ponerse de pie y echar a andar. Volvió a su trabajo en la biblioteca, aunque ya no era capaz de inventar nada y sólo repetía los cuentos de antes. Daba largas caminatas en el bosque y comenzó a frecuentar el Centro Zen. Carece por completo de talento para la serenidad, pero en la forzada quietud de la meditación invocaba a mi Popo y él acudía, como una suave presencia, a sentarse a su lado. Una sola vez la acompañé a la ceremonia dominical del zendo, donde soporté de mala gana una charla sobre monjes que barrían el monasterio, cuyo significado se me escapó por completo. Al ver a mi Nini en la posición del loto entre budistas de cabeza rapada y túnicas color zapallo, pude imaginar cuán sola estaba, pero la compasión me duró apenas un instante. Poco más tarde, cuando compartíamos té verde y bollos orgánicos con el resto de la concurrencia, yo había vuelto a odiarla, tal como odiaba al mundo entero.

No me vieron llorar después de que incineramos a mi Popo y nos entregaron sus cenizas en un jarro de cerámica; no volví a mencionar su nombre y no le dije a nadie que se me aparecía.

Estaba en Berkeley High, la única escuela secundaria pública de la ciudad y una de las mejores del país, demasiado grande, con tres mil cuatrocientos alumnos: treinta por ciento blancos, otros treinta por ciento negros y el resto latinos, asiáticos y razas mezcladas. En la época en que mi Popo iba a Berkeley High, éste era un zoológico, los directores duraban apenas un año y renunciaban, agotados, pero en mi tiempo la enseñanza era excelente; aunque el nivel de los estudiantes era muy disparejo, había orden y limpieza, excepto en los baños, que al final del día estaban asquerosos, y el director había cumplido cinco años en el puesto. Decían que el director era de otro planeta, porque nada penetraba en su piel de paquidermo. Teníamos arte, música, teatro, deportes, laboratorios de ciencia, idiomas, religiones comparadas, política, programas sociales, talleres de muchas clases y la mejor educación sexual, que se impartía por parejo, incluso a los musulmanes y cristianos fundamentalistas, que no siempre la apreciaban. Mi Nini publicó una carta en The Berkeley Daily Planet proponiendo que el grupo LGBTD (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales y dudosos) agregara una H al nombre para incluir hermafroditas. Esas eran las típicas iniciativas de mi abuela que me ponían nerviosa, porque tomaban vuelo y terminábamos protestando en la calle con Mike O'Kelly. Siempre se las arreglaban para incluirme.

Los alumnos aplicados florecían en Berkeley High y después iban directamente a las universidades más prestigiosas, como mi Popo, becado en Harvard por sus buenas notas y su récord de jugador de béisbol. Los estudiantes mediocres flotaban tratando de pasar inadvertidos y los flojos quedaban rezagados en el camino o entraban en programas especiales. Los más conflictivos, los drogadictos y los pandilleros terminaban en la calle, eran expulsados o se iban solos. Los dos primeros años yo había sido buena alumna y deportista, pero en cuestión de tres meses descendí a la última categoría, mis notas se fueron a pique, peleaba, robaba, fumaba marihuana y me dormía en las clases. El señor Harper, mi maestro de historia, preocupado, habló con mi papá, quien nada podía hacer al respecto, fuera de darme un sermón edificante, y me remitió al Centro de Salud, donde me hicieron unas cuantas preguntas y una vez establecido que no era anoréxica ni había intentado suicidarme, me dejaron en paz.

Berkeley High es un campus abierto, incrustado en el medio de la ciudad, donde resultó fácil perderme en la muchedumbre. Empecé a faltar sistemáticamente, salía a almorzar y no regresaba en la tarde. Contábamos con una cafetería donde sólo iban los ñoños, no era cool ser visto en ella. Mi Nini era enemiga de las hamburguesas y pizzas de los locales del barrio e insistía en que yo fuera a la cafetería, donde la comida era orgánica, sabrosa y barata, pero nunca le hice caso. Los estudiantes nos reuníamos en el Park, una plaza cercana, a cincuenta metros de la Jefatura de Policía, donde imperaba la ley de la selva. Los padres protestaban por la cultura de drogas y ocio del Park, la prensa publicaba artículos, los policías se paseaban sin intervenir y los maestros se lavaban las manos, porque estaba fuera de su jurisdicción.

En el Park nos dividíamos en grupos, separados por clase social y color. Los que fumaban marihuana y los que patinaban tenían su sector, los blancos nos poníamos en otro, la pandilla latina se mantenía en la periferia, defendiendo su territorio imaginario con amenazas rituales, y en el centro se instalaban los vendedores de drogas. En una esquina se ponían los becados del Yemen, que habían hecho noticia porque fueron agredidos por chicos afroamericanos armados de bates de béisbol y cortaplumas. En otra esquina estaba Stuart Peel siempre solo, porque desafió a una niña de doce años a cruzar corriendo la autopista y la atropellaron dos o tres coches; quedó viva, pero inválida y desfigurada y el autor de la broma pagó con ostracismo: nadie volvió a dirigirle la palabra. Mezclados con los estudiantes estaban los «punks de alcantarilla», con sus pelos verdes y sus perforaciones y tatuajes, los mendigos con sus carritos repletos y sus perros obesos, varios alcohólicos, una señora desquiciada que solía exhibir el trasero y otros personajes habituales de la plaza.

Algunos chicos fumaban, bebían alcohol en botellas de Coca-Cola, hacían apuestas, circulaban marihuana y pastillas en las narices de los policías, pero la gran mayoría consumía su merienda y regresaba a la escuela cuando terminaba el recreo de cuarenta y cinco minutos. Yo no estaba entre ésos, asistía a clases apenas lo indispensable para enterarme de qué se hablaba.

Por las tardes los adolescentes tomábamos el centro de Berkeley, desplazándonos en jaurías ante la mirada desconfiada de transeúntes y comerciantes. Pasábamos arrastrando los pies, con nuestros celulares, audífonos, mochilas, chicles, bluyines con roturas, lenguaje en clave. Como todos, yo ansiaba más que nada formar parte del grupo y ser querida; no había peor suerte que ser excluido, como Stuart Peel. Ese año de mis dieciséis me sentía diferente a los demás, atormentada, rebelde y furiosa con el mundo. Ya no trataba de perderme en el rebaño, sino de destacar; no deseaba ser aceptada, sino temida. Me aparté de mis amistades habituales, o éstas se apartaron de mí, y formé un triángulo con Sarah y Debbie, las muchachas de peor reputación de la escuela, lo que es mucho decir, porque en Berkeley High había algunos casos patológicos. Formamos nuestro club exclusivo, éramos íntimas hermanas, nos contábamos hasta los sueños, estábamos siempre juntas o conectadas mediante los celulares, hablando, compartíamos ropa, maquillaje, dinero, comida, drogas, no podíamos concebir una existencia separadas, nuestra amistad duraría el resto de la vida y nadie ni nada se interpondría entre nosotras.

Me transformé por dentro y por fuera. Me parecía que iba a reventar, me sobraba carne, me faltaban huesos y pellejo, me hervía la sangre, no me soportaba yo misma. Temía despertar de una pesadilla kafkiana convertida en cucaracha. Examinaba mis defectos, mis dientes grandes, piernas musculosas, orejas protuberantes, pelo lacio, nariz corta, cinco espinillas, uñas mordidas, mala postura, demasiado blanca, alta y torpe. Me sentía horrible, pero había momentos en que podía adivinar el poder de mi nuevo cuerpo de mujer, un poder que no sabía manejar. Me irritaba si los hombres me miraban o me ofrecían un aventón en la calle, si mis compañeros me tocaban o si un maestro se interesaba demasiado en mi conducta o mis notas, salvo el irreprochable señor Harper.

La escuela no contaba con un equipo femenino de fútbol, yo jugaba en un club, donde una vez el entrenador me tuvo haciendo flexiones en la cancha hasta que las otras muchachas se fueron y después me siguió a la ducha, me manoseó entera y como no reaccioné, creyó que me gustaba. Avergonzada, sólo se lo conté a Sarah y Debbie, bajo juramento de guardar el secreto, dejé de jugar y no volví a pisar el club.

Los cambios en mi cuerpo y mi carácter fueron tan súbitos como un resbalón en el hielo y no alcancé a darme cuenta de que iba a estrellarme de cabeza. Empecé a tantear el peligro con determinación de hipnotizada; pronto llevaba una doble vida, mentía con pasmosa habilidad y me enfrentaba a gritos y portazos con mi abuela, la única autoridad de la casa desde que Susan andaba en la guerra. Para fines prácticos, mi padre había desaparecido, me imagino que duplicó sus horas de vuelo para evitar peleas conmigo.

Con Sarah y Debbie descubrí la pornografía de internet, como el resto de los compañeros de la escuela, y ensayábamos los gestos y posturas de las mujeres en la pantalla, con dudosos resultados en mi caso, porque me veía ridícula. Mi abuela empezó a sospechar y se lanzó en una campaña frontal contra la industria del sexo, que degradaba y explotaba a las mujeres; nada nuevo, porque me había llevado con Mike O'Kelly a una manifestación contra la revista Playboy cuando Hugh Hefner tuvo la idea descabellada de visitar Berkeley. Yo tenía nueve años, según recuerdo.

Mis amigas eran mi mundo, sólo con ellas podía compartir mis ideas y sentimientos, sólo ellas veían las cosas desde mi punto de vista y me comprendían, nadie más entendía nuestro humor ni nuestros gustos. Los de Berkeley High eran mocosos, estábamos convencidas de que nadie tenía vidas tan complicadas como las nuestras. Con el pretexto de supuestas violaciones y golpes de su padrastro, Sarah se dedicaba a robar compulsivamente, mientras Debbie y yo vivíamos alerta para encubrirla y protegerla. Lo cierto es que Sarah vivía sola con su madre y nunca había tenido padrastro, pero aquel psicópata imaginario estaba tan presente en nuestras conversaciones como si fuese de carne y hueso. Mi amiga parecía un saltamontes, sólo codos, rodillas, clavículas y otros huesos protuberantes, y andaba con bolsas de golosinas, que devoraba de una sentada y enseguida corría al baño a meterse los dedos en la garganta. Estaba tan desnutrida que se desmayaba y olía a muerto, pesaba treinta y siete kilos, ocho más que mi mochila con libros, y su objetivo era llegar a los veinticinco y desaparecer del todo. Por su parte Debbie, a quien en verdad le pegaban en su casa y la había violado un tío, era fanática de las películas de terror y sentía una atracción morbosa por cosas de ultratumba, zombis, vudú, Drácula y posesiones demoníacas; había comprado El exorcista, una película antiquísima, y nos hacía verla a cada rato, porque le daba miedo verla sola. Sarah y yo adoptamos su estilo gótico, de negro riguroso, incluso el barniz de uñas, palidez sepulcral, adornos de llaves, cruces y calaveras, y el cinismo lánguido de los vampiros de Hollywood, que dio origen a nuestro apodo: los vampiros.

Las tres competíamos en una carrera de mala conducta. Habíamos establecido un sistema de puntos por delitos impunes, que consistían básicamente en destrozar propiedad ajena, vender marihuana, éxtasis, LSD y medicamentos robados, pintarrajear con spray las paredes de la escuela, falsificar cheques, cometer raterías en las tiendas. Anotábamos nuestras proezas en una libreta, a fin de mes contábamos los puntos y la ganadora se llevaba de premio una botella de vodka de la más fuerte y barata, KU:L, una vodka polaca con la cual se podría disolver pintura. Mis amigas se jactaban de promiscuidad, infecciones venéreas y abortos, como si fuesen medallas de honor, aunque en el tiempo que compartimos no me tocó presenciar nada de eso. Por comparación, mi mojigatería resultaba bochornosa, por eso me apuré en perder la virginidad y lo hice con Rick Laredo, el bruto más bruto del planeta.

Me he acomodado a las costumbres de Manuel Arias con una flexibilidad y cortesía que sorprenderían a mi abuela. Ella sigue considerándome una chiquilla de mierda, término que es de reproche o de cariño, dependiendo de su tono, pero casi siempre es lo primero. No sabe cuánto he cambiado, me he puesto encantadora. «A palos se aprende, la vida enseña», es otro de sus dichos, que en mi caso ha resultado cierto.

A las siete de la mañana Manuel aviva el fuego de la estufa para calentar el agua de la ducha y las toallas, después llega Eduvigis o su hija Azucena a darnos un espléndido desayuno de huevos de sus gallinas, pan de su horno y leche de su vaca, espumosa y tibia. La leche tiene un olor peculiar, que al principio me repelía y ahora me encanta, olor a establo, a pasto, a bosta fresca. A Eduvigis le gustaría que yo desayunara en la cama «como una señorita» —así se usa todavía en Chile en algunas casas donde hay «nanas», como llaman al servicio doméstico— pero sólo lo hago los domingos, en que me levanto tarde, porque viene Juanito, su nieto, y leemos en la cama con el Fákin a los pies. Vamos por la mitad del primer tomo de Harry Potter.

En la tarde, una vez terminado mi trabajo con Manuel, me voy al pueblo trotando; la gente me mira extrañada y más de uno me ha preguntado adonde voy tan apurada. Necesito ejercicio o me pondré redonda, estoy comiendo por todo lo que ayuné el año pasado. La dieta chilota contiene demasiados carbohidratos, pero no se ven obesos por ninguna parte, debe de ser por el esfuerzo físico, aquí hay que moverse mucho. Azucena Corrales está un poco gorda para sus trece años y no he logrado que salga a correr conmigo, le da vergüenza, «qué va a pensar la gente», dice. Esta muchacha lleva una vida muy solitaria, porque hay pocos jóvenes en el pueblo, sólo algunos pescadores, media docena de adolescentes ociosos y volados con marihuana, y el chico del café-internet, donde el café es Nescafé y la señal de internet es caprichosa, y donde yo procuro ir lo menos posible para evitar la tentación del correo electrónico. Las únicas personas en esta isla que viven incomunicadas somos doña Lucinda y yo, ella por anciana y yo por fugitiva. Los demás habitantes del pueblo cuentan con sus celulares y con las computadoras del café-internet.

No me aburro. Esto me sorprende, porque antes me aburría hasta en las películas de acción. Me he acostumbrado a las horas vacías, los días largos, el ocio. Me entretengo con muy poco, las rutinas del trabajo de Manuel, las novelas pésimas de la tía Blanca, los vecinos de la isla y los niños, que andan en manada, sin vigilancia. Juanito Corrales es mi favorito, parece un muñeco, con su cuerpo flaco, su cabezota y sus ojos negros que todo lo ven. Pasa por lerdo porque habla lo mínimo, pero es muy listo: se dio cuenta temprano de que a nadie le importa lo que uno diga, por eso no dice nada. Juego al fútbol con los muchachos, pero no he podido interesar a las niñas, en parte porque los varones se niegan a jugar con ellas y en parte porque aquí nunca se ha visto un equipo femenino de fútbol. La tía Blanca y yo decidimos que eso debe cambiar y apenas comiencen las clases en marzo y tengamos a los chiquillos cautivos, nos ocuparemos del asunto.

Los vecinos del pueblo me han abierto sus puertas, aunque eso es una manera de hablar, ya que las puertas están siempre abiertas. Como mi español ha mejorado bastante, podemos conversar a tropezones. Los chilotes tienen un acento cerrado y usan palabras y giros gramaticales que no figuran en ningún texto y según Manuel provienen del castellano antiguo, porque Chiloé estuvo aislado del resto del país por mucho tiempo. Chile se independizó de España en 1810, pero Chiloé no lo hizo hasta 1826, fue el último territorio español en el cono sur de América.

Manuel me había advertido que los chilotes son desconfiados, pero ésa no ha sido mi experiencia: conmigo son muy amables. Me invitan a sus casas, nos sentamos frente a la estufa a charlar y tomar mate, una infusión de hierba verde y amarga, servida en una calabaza, que pasa de mano en mano, todos chupando de la misma bombilla. Me hablan de sus enfermedades y las enfermedades de las plantas, que pueden ser causadas por la envidia de un vecino. Varias familias están peleadas por chismes o sospechas de brujería; no me explico cómo se las arreglan para seguir enemistados, ya que sólo somos alrededor de trescientas personas y vivimos en un espacio reducido, como pollos en un gallinero. Ningún secreto se puede guardar en esta comunidad, que es como una familia grande, dividida, rencorosa y obligada a convivir y prestarse ayuda en caso de necesidad.

Hablamos de las papas —hay cien variedades o «calidades», papas rojas, moradas, negras, blancas, amarillas, redondas, alargadas, papas y más papas—, de cómo se plantan en luna menguante y nunca en domingo, de cómo se dan gracias a Dios al plantar y cosechar la primera y cómo se les canta cuando están dormidas bajo tierra. Doña Lucinda, con ciento nueve años cumplidos, según calculan, es una de las cantoras que romancea a la cosecha: «Chilote cuida tu papa, cuida tu papa chilote, que no venga otro de afuera y te la lleve, chilote». Se quejan de las salmoneras, culpables de muchos males, y de las fallas del gobierno, que promete mucho y cumple poco, pero coinciden en que Michelle Bachelet es el mejor presidente que han tenido, aunque sea mujer. Nadie es perfecto.

Manuel está lejos de ser perfecto; es seco, austero, carece de una barriga acogedora y de visión poética para entender el universo y el corazón humano, como mi Popo, pero le he tomado afecto, no puedo negarlo. Lo quiero tanto como al Fákin, y eso que Manuel no hace ni el menor esfuerzo por ganarse la estima de nadie. Su peor defecto es el orden obsesivo, esta casa parece un cuartel militar, a veces dejo adrede mis cosas tiradas o los platos sucios en la cocina, para enseñarle a relajarse un poco. No nos peleamos en el estricto sentido de la palabra, pero tenemos encontronazos. Hoy, por ejemplo, no tenía qué ponerme, porque se me olvidó lavar mi ropa, y cogí un par de cosas suyas que se estaban secando en la estufa. Supuse que si otras personas se pueden llevar de esta casa lo que se les antoja, yo puedo tomar prestado algo que él no está usando.

—La próxima vez que te pongas mis calzoncillos, por favor pídemelos —me dijo en un tono que no me gustó.

—¡Qué maniático eres, Manuel! Cualquiera diría que no tienes otros —le contesté en un tono que tal vez a él no le gustó.

—Yo nunca tomo tus cosas, Maya.

—¡Porque no tengo nada! ¡Aquí están tus jodidos calzones! —Y empecé a sacarme los pantalones para devolvérselos, pero me detuvo, espantado.

—¡No, no! Te los regalo, Maya.

Y yo, como una estúpida, me puse a llorar. Por supuesto que no lloraba por eso, quién sabe por qué lloraba, tal vez porque pronto me toca la menstruación o porque anoche estuve recordando la muerte de mi Popo y he andado el día entero con pena. Mi Popo me habría abrazado y a los dos minutos nos habríamos reído juntos, pero Manuel empezó a pasear en círculos rascándose la cabeza y pateando los muebles, como si nunca hubiera visto lágrimas. Por último se le ocurrió la brillante idea de prepararme un Nescafé con leche condensada; eso me calmó un poco y pudimos hablar. Me dijo que tratara de comprenderlo, que hace veinte años que no vivía con una mujer, que tiene sus hábitos muy arraigados, que el orden es importante en un espacio tan reducido como el de esta casa y que la convivencia sería más fácil si respetáramos la ropa interior de cada uno. Pobre hombre.

—Oye, Manuel, yo sé mucho de psicología, porque pasé más de un año entre lunáticos y terapeutas. He estado estudiando tu caso y lo que tú tienes es miedo —le anuncié.

—¿De qué? —Y sonrió.

—No sé, pero puedo averiguarlo. Deja que te explique, esto del orden y del territorio es una manifestación de neurosis. Mira el lío que has armado por unos miserables calzones; en cambio ni te inmutaste cuando un desconocido se llevó prestado tu equipo de música. Tú tratas de controlar todo, en especial tus emociones, para sentirte seguro, pero cualquier babieca sabe que no hay seguridad en este mundo, Manuel.

—Ya veo. Sigue…

—Pareces sereno y distante, como Sidarta, pero a mí no me engañas: sé que por dentro estás todo jodido. ¿Sabes quién era Sidarta, no? El Buda.

—Sí, el Buda.

—No te rías. La gente cree que eres sabio, que has alcanzado paz espiritual o alguna tontería semejante. En el día eres el colmo del equilibrio y la tranquilidad, como Sidarta, pero yo te oigo en las noches, Manuel. Gritas y gimes dormido. ¿Qué es eso tan terrible que escondes?

Hasta allí no más llegó muestra sesión de terapia. Se puso el gorro y el chaleco, le pegó un silbido al Fákin para que lo acompañara y se fue a caminar, a navegar o a quejarse de mí a Blanca Schnake. Volvió muy tarde. ¡Me carga quedarme sola de noche en esta casa llena de murciélagos!

La edad, como las nubes, es imprecisa y cambiante. A ratos Manuel representa los años que ha vivido y en otros, dependiendo de la luz y su estado de ánimo, puedo ver al hombre joven que todavía está agazapado bajo su piel. Cuando se inclina sobre el teclado en el crudo resplandor azulado de su computadora tiene muchos años, pero cuando capitanea su lancha representa cincuenta. Al principio me fijaba en sus arrugas, las bolsas y el borde rojizo de los ojos, las venas de las manos, los dientes manchados, los huesos del rostro esculpidos a cincel, la tos y el carraspeo matutino, el gesto fatigado de quitarse los lentes y frotarse los párpados, pero ahora ya no distingo esos detalles, sino su virilidad sin estridencia. Es atractivo. Estoy segura de que Blanca Schnake está de acuerdo, he notado cómo lo mira. ¡Acabo de decir que Manuel es atractivo! Dios mío, es más antiguo que las pirámides; la mala vida en Las Vegas me dejó el cerebro como coliflor, no cabe otra explicación.

Según mi Nini, lo más sexy de una mujer son las caderas, porque indican su capacidad reproductora, y en un hombre son los brazos, porque indican su capacidad para el trabajo. Quién sabe de dónde desenterró esa teoría, pero admito que los brazos de Manuel son sexys. No son musculosos como los de un joven, pero son firmes, de muñecas gruesas y manos grandes, inesperadas en un escritor, manos de marinero o albañil, con la piel partida y las uñas sucias de grasa de motor, gasolina, leña, tierra. Esas manos pican tomates y cilantro o pelan un pescado con gran delicadeza. Lo observo con disimulo, porque me mantiene a cierta distancia, creo que me tiene miedo, pero lo he examinado por detrás. Quisiera tocar su pelo duro de cepillo y acercar la nariz a esa hendidura que tiene en la base de la nuca, todos la tenemos, supongo. ¿Cómo será su olor? No fuma ni usa colonia, como mi Popo, cuya fragancia es lo primero que percibo cuando viene a verme. La ropa de Manuel huele como la mía y como todo en esta casa: lana, madera, gatos, humo de la estufa.

Si trato de indagar en el pasado o los sentimientos de Manuel, se pone a la defensiva, pero la tía Blanca me ha contado algunas cosas y he descubierto otras archivando sus carpetas. Es sociólogo, además de antropólogo, no se cuál será la diferencia, y supongo que eso explica su pasión contagiosa por estudiar la cultura de los chilotes. Me gusta trabajar y viajar a otras islas con él, me gusta vivir en su casa, me gusta su compañía. Estoy aprendiendo mucho; cuando llegué a Chiloé mi cabeza era una caverna vacía y en poco tiempo se me ha ido llenando.

Blanca Schnake también contribuye a mi educación. En esta isla su palabra es ley, aquí ella manda más que los dos carabineros del retén. De niña, Blanca estuvo interna en una escuela de monjas; después vivió un tiempo en Europa y estudió pedagogía; está divorciada y tiene dos hijas, una en Santiago y la otra, casada y con dos niños, en Florida. En las fotografías que me ha mostrado, sus hijas parecen modelos y sus nietos, querubines. Dirigía un liceo en Santiago y hace unos años pidió ser trasladada a Chiloé, porque quería vivir en Castro, cerca de su padre, pero le tocó instalarse en esta islita insignificante. Según Eduvigis, Blanca tuvo cáncer de pecho y se repuso con la sanación de una machi, pero Manuel me aclaró que eso fue después de una mastectomía doble y quimioterapia; ahora está en remisión. Vive detrás de la escuela, en la mejor casa del pueblo, reconstruida y ampliada, que le compró su padre con un solo cheque. Los fines de semana se va a Castro a verlo.

Don Lionel Schnake es considerado persona ilustre en Chiloé y muy querido por su generosidad, que parece ilimitada. «A mi papá, mientras más da, mejor le va con sus inversiones, por eso no se me hace pecado pedirle», me explicó Blanca. En la reforma agraria de 1971, el gobierno de Allende expropió el fundo de los Schnake en Osorno y se lo entregó a los mismos campesinos que habían vivido y trabajado en él por décadas. Schnake no perdió energía cultivando odio o saboteando al gobierno, como otros en su situación, sino que miró alrededor en busca de nuevos horizontes y oportunidades. Se sentía joven y podía volver a empezar. Se trasladó a Chiloé y armó un negocio de productos del mar para abastecer los mejores restaurantes de Santiago. Sobrevivió a los avatares políticos y económicos de la época y más tarde a la competencia de los barcos pesqueros japoneses y de la industria salmonera. En 1976 el gobierno militar le devolvió su tierra y él la puso a cargo de sus hijos, quienes la levantaron de la ruina en que la habían dejado, pero él se quedó en Chiloé, porque había sufrido el primero de varios ataques al corazón y decidió que su salvación sería adoptar el paso cansino de los chilotes. «A los ochenta y cinco años que tengo, muy bien vividos, mi corazón anda mejor que un reloj suizo», me dijo don Lionel, a quien conocí el domingo, cuando fui a visitarlo con Blanca.

Al saber que yo era la gringuita de Manuel Arias, don Lionel me estrechó en un abrazo grande. «Dile a ese comunista malagradecido que me venga a ver, no ha venido desde el Año Nuevo, le tengo un brandy gran reserva finísimo.» Es un patriarca colorado, con un bigotazo y cuatro mechas blancas en el cráneo; panzudo, vividor, expansivo, se ríe a gritos de sus propios chistes y su mesa está preparada para quien quiera llegar. Así me imagino al Millalobo, ese mítico ser que secuestra doncellas para llevarlas a su reino en el mar. Este Millalobo de apellido alemán se declara víctima de las mujeres en general —«¡no puedo negarles nada a esas preciosuras!»— y en especial de su hija, que lo explota. «Blanca es más pedigüeña que un chilote, siempre anda mendigando para su escuela. ¿Sabes qué fue lo último que me pidió? ¡Condones! Era lo que faltaba en este país ¡condones para los niños!», me contó a carcajadas.

Don Lionel no es el único rendido ante Blanca. A una sugerencia de ella se juntaron más de veinte voluntarios a pintar y reparar la escuela; eso se llama minga y consiste en que varias personas colaboran gratis en una tarea, sabiendo que no les faltará ayuda cuando ellos la necesiten. Es la ley sagrada de reciprocidad: hoy por ti, mañana por mí. Así se cosechan papas, se arreglan techos y se remiendan redes; así trasladaron el refrigerador de Manuel.

Rick Laredo no había terminado la secundaria y andaba callejeando con otros maleantes, vendía drogas a niños chicos, robaba objetos de poca monta y rondaba el Park a mediodía para ver a sus antiguos compañeros de Berkeley High y, si se daba el caso, trapichear con ellos. Aunque jamás lo habría admitido, quería volver a integrarse al rebaño de la escuela, de donde fue expulsado por ponerle el cañón de su pistola en una oreja al señor Harper. Hay que decirlo: el maestro se portó demasiado bien, incluso intercedió para que no lo echaran, pero el mismo Laredo cavó su tumba al insultar al director y a los miembros de la comisión. Rick Laredo ponía mucho esmero en su aspecto, con sus impolutas zapatillas blancas de marca, camiseta sin mangas para lucir músculos y tatuajes, el pelo erizado con gomina como un puercoespín y tantas cadenas y pulseras que podía quedarse pegado en un imán. Sus vaqueros eran enormes y le caían por debajo de las caderas, caminaba como un chimpancé. Era tan poca cosa que ni siquiera le interesaba a la policía o a Mike O'Kelly.

Cuando decidí poner remedio a mi virginidad, le di cita a Laredo, sin explicaciones, en el estacionamiento vacío de un cine, a una hora muerta, antes de la primera función. Desde lejos lo vi pasear en círculos con su balanceo provocador, sujetándose los pantalones con una mano, tan bolsudos que parecía llevar pañales, y con un cigarrillo en la otra mano, excitado y nervioso, pero cuando me acerqué fingió la indiferencia protocolaria de los machos de su calaña. Aplastó la colilla en el suelo y me miró de arriba abajo con una mueca burlona. «Apúrate, tengo que tomar el autobús dentro de diez minutos», le anuncié, quitándome los pantalones. Se le borró la sonrisa de superioridad; tal vez esperaba algún preámbulo. «Siempre me has gustado, Maya Vidal», dijo. Al menos este cretino sabe mi nombre, pensé.

Laredo aplastó la colilla en el suelo, me tomó de un brazo y quiso besarme, pero volví la cara: eso no estaba incluido en mis planes y Laredo tenía aliento de motor. Esperó a que me sacara los pantalones, enseguida me aplastó contra el pavimento y se afanó por un minuto o dos, clavándome sus collares y fetiches en el pecho, sin imaginar que lo estaba haciendo con una novata, y después se desplomó sobre mí como un animal muerto. Me lo sacudí de encima con furia, me limpié con las bragas, que dejé tiradas en el estacionamiento, me puse mis pantalones, cogí mi mochila y me fui corriendo. En el autobús noté la mancha oscura entre mis piernas y las lágrimas que me mojaban la blusa.

Al día siguiente Rick Laredo estaba plantado en el Park con un CD de rap y una bolsita de marihuana para «su chica». El infeliz me dio lástima y no pude despacharlo con burlas, como correspondía a un vampiro. Me escabullí de la vigilancia de Sarah y Debbie y lo invité a una heladería, donde compré un cono de tres bolas para cada uno, pistacho, vainilla y ron con pasas. Mientras lamíamos el helado, le agradecí su interés en mí y el favor que me había hecho en el estacionamiento, y traté de explicarle que no habría una segunda oportunidad, pero el mensaje no penetró en su cráneo de primate. No pude librarme de Rick Laredo por meses, hasta que un accidente inesperado lo borró de mi vida.

En las mañanas yo salía de mi casa con el aspecto de quien va a la escuela, pero a medio camino me juntaba con Sarah y Debbie en un Starbucks, donde los empleados nos daban un latte a cambio de favores indecentes en el baño, me disfrazaba de vampiro y partía de juerga hasta la hora de regresar a mi casa por la tarde, con la cara limpia y aire de colegiala. La libertad me duró varios meses, hasta que mi Nini dejó de tomar antidepresivos, volvió al mundo de los vivos y se fijó en signos que antes no había percibido por tener la mirada vuelta hacia adentro: el dinero desaparecía de su cartera, mis horarios no correspondían a ningún programa educacional conocido, yo andaba con facha y actitud de buscona, me había vuelto ladina y mentirosa. Mi ropa tenía olor a marihuana y mi aliento a sospechosas pastillas de menta. Todavía no se había enterado de que yo no iba a clases. El señor Harper había hablado con mi padre en una ocasión, sin resultados aparentes, pero no se le ocurrió llamar a mi abuela. Los intentos de mi Nini de comunicarse conmigo competían con el ruido de la música atronadora de mis audífonos, el celular, la computadora y la televisión.

Lo más conveniente para el bienestar de mi Nini habría sido ignorar las señales de peligro y convivir conmigo en paz, pero el deseo de protegerme y su largo hábito de desentrañar misterios en novelas de detectives la impulsó a investigar. Empezó por mi clóset y los números registrados en mi teléfono. En un bolso halló paquetes de condones y una bolsita de plástico con dos pastillas amarillas con la marca Mitsubishi que no logró identificar. Se las echó a la boca distraídamente y en quince minutos comprobó el efecto. Se le nubló la vista y el entendimiento, le castañetearon los dientes, se le ablandaron los huesos y vio desaparecer sus peñas. Colocó un disco de música de su tiempo y se lanzó en una danza frenética, luego salió a refrescarse a la calle, donde siguió bailando, mientras se quitaba la ropa. Un par de vecinos, que la vieron caer al suelo, acudieron presurosos a cubrirla con una toalla. Se disponían a pedir socorro al 911 en el momento en que llegué yo, reconocí los síntomas y logré convencerlos de que me ayudaran a llevarla al interior de la casa.

No pudimos levantarla, se había vuelto de granito, y tuvimos que arrastrarla hasta el sofá de la sala. Les expliqué a esos buenos samaritanos que no era nada grave, a mi abuela le daban esos ataques con regularidad y se le pasaban solos. Los empujé amablemente hacia la puerta, luego corrí a recalentar café del desayuno y buscar una frazada, porque mi Nini daba diente con diente. A los pocos minutos hervía de calor. Durante las tres horas siguientes fui alternando la frazada con paños de agua fría hasta que mi Nini pudo controlar su temperatura.

Fue una noche larga. Al otro día mi abuela tenía el desánimo de un boxeador derrotado, pero la mente clara y recordaba lo ocurrido. No creyó el cuento de que una amiga me había dado a guardar esas pastillas y yo, inocente, ignoraba que eran éxtasis. El desafortunado viaje le dio nuevas ínfulas, había llegado su oportunidad de practicar lo aprendido en el Club de Criminales. Descubrió otras diez píldoras Mitsubishi entre mis zapatos y averiguó con O'Kelly que cada una costaba el doble de mi mesada semanal.

Mi abuela sabía algo de computadoras, porque las usaba en la biblioteca, pero estaba lejos de ser experta. Por eso recurrió a Norman, un genio de la tecnología, encorvado y cegatón a los veintiséis años por tanto vivir con la nariz pegada a las pantallas, a quien Mike O'Kelly emplea en algunas ocasiones para fines ilegales. Si de ayudar a sus muchachos se trata, Blancanieves nunca ha tenido escrúpulos en escudriñar clandestinamente los archivos electrónicos de abogados, fiscales, jueces y policías. Norman puede acceder a todo aquello que deja una huella, por ínfima que sea, en el espacio virtual, desde los documentos secretos del Vaticano hasta fotos de miembros del Congreso americano retozando con meretrices. Sin salir de la pieza que ocupa en casa de su madre podría extorsionar, robar en cuentas bancarias y cometer fraude en la Bolsa, pero carece de inclinación criminal, lo suyo es una pasión teórica.

Norman no estaba dispuesto a perder su precioso tiempo con la computadora y el celular de una mocosa de dieciséis años, pero puso a disposición de mi Nini y O'Kelly su habilidad de hacker y les enseñó a violar contraseñas, leer mensajes privados, y rescatar del éter lo que yo creía haber destruido. En un fin de semana esa pareja con vocación detectivesca acumuló suficiente información para confirmar los peores temores de mi Nini y dejarla anonadada: su nieta bebía lo que le cayera en las manos, desde ginebra hasta jarabe para la tos, fumaba marihuana, traficaba con éxtasis, ácido y tranquilizantes, robaba tarjetas de crédito y había puesto en marcha un negocio que se le ocurrió a partir de un programa de televisión en que agentes del FBI se hacían pasar por chicas impúberes para atrapar viciosos por internet.

La aventura comenzó con un aviso que los vampiros escogimos entre centenares de otros similares:

Papá busca hija: hombre de negocios blanco, 54 años, paternal, sincero, afectuoso, busca chica joven de cualquier raza, pequeña, dulce, muy desinhibida y cómoda en el rol de hija con su papacito, para placer mutuo, simple, directo, por una noche y si continúa puedo ser generoso. Sólo respuestas serias, nada de bromas ni homosexuales. Indispensable enviar foto.

Le mandamos una de Debbie, la más baja de las tres, a los trece años, montada en una bicicleta, y le dimos cita al hombre en un hotel de Berkeley que conocíamos porque Sarah había trabajado allí en el verano.

Debbie se desprendió de los trapos negros y el maquillaje sepulcral y se presentó con un vaso de alcohol en el estómago para darse valor, disfrazada de niñita con falda escolar, blusa blanca, calcetines y cintas en el pelo. El hombre dio un respingo al comprobar que era mayor que en la foto, pero no estaba en situación de reclamar, ya que él tenía diez años más de los indicados en el aviso. Le explicó a Debbie que su papel consistía en ser obediente y el de él era darle órdenes y aplicarle algunos castigos, pero sin intención de hacerle daño sino de corregirla, ésa es la obligación de un buen padre. ¿Y cuál es la obligación de una buena hija? Ser cariñosa con su papá. ¿Cómo te llamas? No importa, conmigo serás Candy. Ven, Candy, siéntate aquí, en las rodillas de tu papacito y cuéntale si hoy se te movió el vientre, es muy importante, hijita, es el fundamento de la salud. Debbie manifestó que tenía sed y él pidió una gaseosa y un emparedado por teléfono. Mientras él describía los beneficios de un enema, ella ganó tiempo examinando la habitación con fingida curiosidad infantil y chupándose el dedo.

Entretanto Sarah y yo esperamos en el estacionamiento del hotel los diez minutos que habíamos acordado y enseguida mandamos a Rick Laredo, quien subió al piso correspondiente y golpeó la puerta. «¡Servicio de habitación!», anunció Laredo, según las instrucciones que yo le había dado. Apenas le abrieron, irrumpió en el cuarto con su pistola en la mano.

Laredo, apodado el psicópata por nosotras, porque se jactaba de torturar animales, contaba con músculos y parafernalia de pandillero para imponerse, pero el arma sólo le había servido para acorralar a la clientela de niños a quienes les vendía drogas y lograr que lo echaran de Berkeley High. Al oír nuestro plan de extorsionar pedófilos, se asustó, porque semejante fechoría no figuraba en su escaso repertorio, pero deseaba impresionar a los vampiros y pasar por valiente. Se dispuso a ayudarnos y para darse valor recurrió a tequila y crack. Cuando abrió la puerta de la habitación del hotel de una patada y entró con expresión demente y su sonajera de tacones, llaves y cadenas, apuntando a dos manos, como había visto en el cine, el frustrado papacito se desplomó en el único sillón, encogido como un feto. Laredo vaciló, porque con los nervios se le olvidó el paso siguiente, pero Debbie tenía mejor memoria.

Es posible que la víctima no oyera ni la mitad de lo que ella le dijo, porque sollozaba de susto, pero algunas palabras tuvieron el impacto debido, como crimen federal, pornografía infantil, intento de violación de una menor, años de prisión. Por una propina de doscientos dólares en efectivo podía evitarse esos problemas, le dijeron. El tipo juró por lo más sagrado que no los tenía y eso alteró tanto a Laredo, que tal vez le habría disparado si a Debbie no se le ocurre llamarme por el celular; yo era la mente maestra de la banda. En eso tocaron a la puerta de nuevo y esta vez era un mesonero del hotel con una gaseosa y un emparedado. Debbie recibió la bandeja en el umbral y firmó la cuenta, bloqueando el espectáculo de un hombre en calzoncillos gimiendo en el sillón y otro en cuero negro metiéndole una pistola en la boca.

Subí a la pieza del papacito y me hice cargo de la situación con la calma obtenida de un porro de marihuana. Le indiqué al hombre que se vistiera y le aseguré que no le iba a pasar nada si cooperaba. Me bebí la gaseosa y le di dos mordiscos al emparedado, luego le ordené a la víctima que nos acompañara sin chistar, porque no le convenía armar escándalo. Tomé al infeliz del brazo y bajamos cuatro pisos, con Laredo pegado atrás, por la escalera, ya que en el ascensor podíamos toparnos con alguien. Lo empujamos dentro del Volkswagen de mi abuela, que yo había tomado prestado sin pedirlo y conducía sin licencia, y lo llevamos a un cajero automático, donde retiró el dinero de su rescate. Nos entregó los billetes, subimos al coche y disparamos de allí. El hombre quedó en la calle, suspirando de alivio y, supongo, curado del vicio de jugar al papá. La operación completa demoró treinta y cinco minutos y la descarga de adrenalina fue tan estupenda como los cincuenta dólares que cada uno de nosotros se echó al bolsillo.

Lo que más le chocó a mi Nini fue mi falta de escrúpulos. En los mensajes, que iban y venían al ritmo de un centenar diario, no encontró ni un atisbo de remordimiento o temor a las consecuencias, sólo un descaro de bribona nata. Para entonces habíamos repetido esta forma de extorsión tres veces y no seguimos porque nos hartamos de Rick Laredo, su pistola, su pegajoso amor de poodle y sus amenazas de matarme o de denunciarnos si yo no aceptaba ser su chica. Era un exaltado, podía perder la cabeza en cualquier momento y asesinar a alguien en un arrebato. Además, pretendía que le diéramos un porcentaje mayor de las ganancias, porque si algo salía mal, él iría preso por varios años, mientras que a nosotras nos juzgarían como menores de edad. «Yo tengo lo más importante: la pistola», nos dijo. «No, Rick, lo más importante lo tengo yo: el cerebro», le contesté. Me puso el cañón del arma en la frente, pero lo aparté con un dedo y los tres vampiros le dimos la espalda y nos fuimos, riéndonos. Así terminó nuestro rentable negocio con los pedófilos, pero no me libré de Laredo, que siguió rogándome con tanta insistencia que llegué a odiarlo.

En otra inspección de mi pieza, mi Nini halló más drogas, bolsas con pastillas y una gruesa cadena de oro cuya procedencia no pudo dilucidar en los mensajes interceptados. Sarah se la había robado a su madre y yo la escondí mientras averiguábamos la forma de venderla. La madre de Sarah era una fuente generosa de ingresos para nosotras, porque trabajaba en una corporación, ganaba mucho y le gustaba comprar; además viajaba, llegaba tarde a su casa, era fácil engañarla y no se daba cuenta si algo le faltaba. Se jactaba de ser la mejor amiga de su hija y que ésta le contaba todo, aunque en realidad no sospechaba cómo era la vida de su Sarah, ni siquiera se había fijado en lo desnutrida y anémica que estaba. A veces nos invitaba a su casa a tomar cerveza y fumar marihuana con ella, porque era más seguro que hacerlo en la calle, como decía. Me costaba entender que Sarah propagara el mito de un padrastro cruel, teniendo una madre tan envidiable; comparada con esa señora, mi abuela era un monstruo.

Mi Nini perdió la poca tranquilidad que tenía, convencida de que su nieta terminaría tirada en las calles de Berkeley entre drogadictos y mendigos o en la cárcel con los jóvenes delincuentes que Blancanieves no había logrado salvar. Había leído que una parte del cerebro tarda en desarrollarse, por eso los adolescentes andan desquiciados y es inútil razonar con ellos. Concluyó que yo estaba trancada en la etapa del pensamiento mágico, como había estado ella misma cuando intentaba comunicarse con el espíritu de mi Popo y cayó en manos de la psíquica de Oakland. O'Kelly, su leal amigo y confidente, trató de calmarla con el argumento de que a mí me había arrastrado el tsunami de las hormonas, como sucede con los adolescentes, pero era básicamente una niña decente y al final me salvaría, siempre que ellos pudieran protegerme de mí misma y de los peligros del mundo, mientras la implacable naturaleza cumplía su ciclo. Mi Nini estuvo de acuerdo, porque al menos yo no era bulímica, como Sarah, ni me cortaba con hojillas de afeitar, como Debbie, tampoco estaba preñada, con hepatitis o con sida.

De eso y mucho más se habían enterado Blancanieves y mi abuela, gracias a las indiscretas comunicaciones electrónicas de los vampiros y la endiablada habilidad de Norman. Mi Nini se debatió entre la obligación de contarle todo a mi papá, con imprevisibles repercusiones, y el deseo de ayudarme calladamente, como sugería Mike, pero no alcanzó a decidirse, porque el vendaval de los acontecimientos la barrió a un lado.

Entre las personas importantes de esta isla están los dos carabineros —los llaman «pacos»—, Laurencio Cárcamo y Humilde Garay, encargados del orden, con quienes tengo buena amistad porque estoy adiestrando a su perro. Antes la gente les tenía poca simpatía a los pacos, porque se portaron brutalmente durante la dictadura, pero en los veinte años de democracia que lleva el país, han ido recuperando la confianza y la estima de los ciudadanos. En tiempos de la dictadura Laurencio Cárcamo era un niño y Humilde Garay no había nacido. En los afiches institucionales del Cuerpo de Carabineros de Chile, los uniformados aparecen con soberbios pastores alemanes, pero aquí tenemos un chucho mestizo llamado Livingston en honor al más famoso futbolista chileno, ya anciano. El cachorro acaba de cumplir seis meses, edad ideal para comenzar su educación, pero temo que conmigo sólo aprenderá a sentarse, dar la pata y hacerse el muerto. Los carabineros me pidieron que le enseñe a atacar y encontrar cadáveres, pero lo primero requiere agresividad y lo segundo paciencia, dos características opuestas. Obligados a escoger, optaron por lo de buscar cuerpos, ya que aquí no hay a quién atacar y en cambio suele desaparecer gente en los escombros de los terremotos.

El método, que nunca he practicado, pero leí en un manual, consiste en empapar un trapo con cadaverina, una sustancia fétida a carne en descomposición, dárselo a oler al perro antes de esconderlo y luego hacer que éste lo encuentre. «Eso de la cadaverina sería complicado, dama. ¿No podríamos usar tripas podridas de pollo?», sugirió Humilde Garay, pero cuando lo hicimos, el perro nos condujo derecho a la cocina de Aurelio Ñancupel en la Taberna del Muertito. Sigo intentando con diversos métodos improvisados, ante la mirada celosa del Fákin, a quien en principio no le gustan otros animales. Con este pretexto he pasado horas en el retén tomando café instantáneo y escuchando las fascinantes historias de estos hombres al servicio de la patria, como ellos se definen.

El retén es una casita de cemento pintada de blanco y verde pardo, los colores de la policía, y con la cerca decorada con hileras de conchas de machas. Los carabineros hablan muy raro, dicen negativo y positivo en vez de «no, no» y «sí, sí», como los chilotes, yo soy «dama» y el Livingston es «can», también al servicio de la patria. Laurencio Cárcamo, el de más autoridad, estuvo destinado en un pueblo perdido de la provincia de Ultima Esperanza, donde le tocó amputarle la pierna a un hombre atrapado en un derrumbe. «Con un serrucho, dama, y sin anestesia, aguardiente no más teníamos.»

Humilde Garay, que me parece el más adecuado para compañero del Livingston, es muy guapo, se parece a ese actor de las películas del Zorro, caramba, no me acuerdo cómo se llama… Hay un batallón de mujeres tras él, desde turistas ocasionales que se quedan embobadas en su presencia, hasta muchachas empeñosas que viajan del continente a verlo, pero Humilde Garay es serio por partida doble, primero por llevar el uniforme y segundo por ser evangélico. Manuel me había contado que Garay salvó a unos montañistas argentinos que estaban perdidos en los Andes. Las patrullas de rescate se disponían a abandonar la búsqueda, porque los daban por muertos, cuando intervino Garay. Simplemente marcó un punto en el mapa con su lápiz, mandaron un helicóptero y allí mismo hallaron a los montañistas, semicongelados, pero aún vivos. «Positivo, dama, la localización de las presuntas víctimas de la república hermana estaba adecuadamente señalizada en el mapa Michelin», me contestó, cuando se lo pregunté, y me mostró un recorte de prensa del año 2007 con la noticia y una foto del coronel que le dio la orden: «Si el suboficial en servicio activo Humilde Garay Ranquileo puede encontrar agua en el subsuelo, también puede encontrar a cinco argentinos en la superficie», dice el coronel en la entrevista. Resulta que cuando los carabineros necesitan cavar un pozo en cualquier parte del país, consultan por radio a Garay, quien marca en un mapa el lugar exacto y la profundidad donde hay agua y luego manda una fotocopia del mapa por fax. Estas son las historias que debo anotar, porque un día le servirán de materia prima a mi Nini para sus cuentos.

Esta pareja de carabineros chilenos me recuerda al sargento Walczak de Berkeley: son tolerantes con las debilidades humanas. Las dos celdas del retén, una para damas y otra para caballeros, como indican los letreros en las rejas, se usan principalmente para albergar ebrios cuando está lloviendo y no hay forma de llevarlos a sus casas.

Los últimos tres años de mi vida, entre los dieciséis y los diecinueve, fueron tan explosivos que por poco destruyen a mi Nini, quien lo resumió en una frase: «Me alegra que tu Popo ya no esté en este mundo para ver en lo que te has convertido, Maya». Casi le contesté que si mi Popo estuviera en este mundo, yo no me habría convertido en lo que soy, pero me callé a tiempo; no era justo culparlo a él por mi conducta.

Un día, en noviembre de 2006, catorce meses después de la muerte de mi Popo, a las cuatro de la madrugada, llamaron del hospital del condado para notificar a la familia Vidal que la menor, Maya Vidal, había llegado en una ambulancia a la sala de emergencia y en ese momento estaba en cirugía. La única que estaba en la casa era mi abuela, que alcanzó a comunicarse con Mike O'Kelly para pedirle que localizara a mi padre, antes de salir disparada hacia el hospital. Yo me había escabullido por la noche para asistir a una rave en una fábrica clausurada, donde me esperaban Sarah y Debbie. No pude coger el Volkswagen, porque mi Nini lo había chocado de nuevo y estaba en reparación, por eso usé mi vieja bicicleta, algo oxidada y con los frenos malos.

Los vampiros conocíamos al vigilante de la puerta, un tipo de aspecto patibulario y cerebro de pollo, que nos dejó entrar a la fiesta sin hacer cuestión de la edad. La fábrica vibraba con el estruendo de la música y el desenfreno de una muchedumbre, títeres desarticulados, unos bailando o saltando, otros clavados en el suelo en estado catatónico, marcando el ritmo con la cabeza. Beber hasta perder la chaveta, fumar lo que no se podía inyectar, fornicar con quien estuviera más a mano y sin inhibiciones, de eso se trataba. El olor, el humo y el calor eran tan intensos que debíamos asomarnos a la calle a respirar. Al llegar me puse a tono con un cóctel de mi invención —ginebra, vodka, whisky, tequila y Coca-Cola— y una pipa de marihuana mezclada con cocaína y unas gotas de LSD, que me pegó como dinamita. Pronto perdí de vista a mis amigas, que se diluyeron en la masa frenética. Bailé sola, seguí bebiendo, me dejé manosear por varios chicos… No me acuerdo de los detalles ni de lo que pasó después. Dos días más tarde, cuando empezó a disiparse el efecto de los calmantes que me dieron en el hospital, supe que me había atropellado un automóvil al salir de la rave, completamente drogada, en mi bicicleta, sin luces ni frenos. Volé por el aire y caí a varios metros de distancia, en unos arbustos a la orilla de la carretera. Por tratar de esquivarme, el conductor del coche se estrelló contra un poste y quedó con conmoción cerebral.

Estuve doce días en el hospital con un brazo quebrado, la mandíbula dislocada y el cuerpo en llamas, porque había aterrizado sobre una mata de hiedra venenosa, y otros veinte días cautiva en mi casa, con varillas y tuercas metálicas en el hueso, vigilada por mi abuela y Blancanieves, que la relevaba algunas horas para que ella descansara. Mi Nini creyó que el accidente había sido un recurso desesperado de mi Popo para protegerme. «La prueba es que todavía estás viva y no te rompiste una pierna, porque no habrías podido volver a jugar al fútbol», me dijo. En el fondo, creo que mi abuela estaba agradecida, porque se libró del deber de decirle a mi papá lo que había averiguado de mí; de eso se encargó la policía.

Mi Nini faltó al trabajo durante esas semanas y se instaló a mi lado con celo de carcelero. Cuando Sarah y Debbie acudieron por fin a visitarme —no se habían atrevido a asomar la nariz después del accidente—, ella las sacó de la casa a gritos de verdulera, pero se compadeció de Rick Laredo, quien llegó con un ramito de tulipanes mustios y el corazón roto. Me negué a recibirlo y a ella le tocó escuchar sus cuitas en la cocina por más de dos horas. «Ese muchacho te mandó un recado, Maya: me prometió que nunca ha torturado animales y quiere que por favor le des otra oportunidad», me dijo después. Mi abuela tiene debilidad por quienes sufren de amor. «Si vuelve, Nini, dile que aunque fuera vegetariano y se dedicara a salvar atunes, no quiero verlo más», le contesté.

Los calmantes para el dolor y el susto de haber sido descubierta me quebraron la voluntad y le confesé a mi Nini todo lo que tuvo a bien preguntarme en inacabables interrogatorios, aunque ella ya lo sabía, porque gracias a las lecciones de Norman, ese roedor, ya no quedaban secretos en mi vida.

—No creo que seas de mala índole, Maya, ni completamente estúpida, aunque haces lo posible por parecerlo —suspiró mi Nini—. ¿Cuántas veces hemos discutido el peligro de las drogas? ¡Cómo pudiste extorsionar a esos hombres a punta de pistola!

—Eran viciosos, pervertidos, pedófilos, Nini. Se merecían que los jodiéramos. Bueno, no es que los jodiéramos exactamente, tú me entiendes.

—¿Y tú quién eres para hacer justicia por tu propia mano? ¿Batman? ¡Te podrían haber matado!

—No me pasó nada, Nini…

—¡Pero cómo puedes decir que no te pasó nada! ¡Mira cómo estás! ¿Qué voy a hacer contigo, Maya? —Y se echaba a llorar.

—Perdóname, Nini. No llores, por favor. Te juro que he aprendido la lección. El accidente me hizo ver las cosas con claridad.

—No te creo un carajo. ¡Júramelo por la memoria del Popo!

Mi arrepentimiento era genuino, estaba realmente asustada, pero no me sirvió de nada, porque tan pronto el médico me dio de alta, mi papá me llevó a una academia de Oregón, donde iban a parar adolescentes inmanejables. No lo seguí por las buenas, tuvo que reclutar a un policía amigo de Susan para secuestrarme, un mastodonte con aspecto de moai de la isla de Pascua, que lo ayudó en esa despreciable tarea. Mi Nini se escondió para no verme arrastrada, como un animal al degolladero, aullando que nadie me quería, todos me habían rechazado, por qué no me mataban de una vez, antes de que yo misma lo hiciera.

En la academia de Oregón me mantuvieron cautiva hasta comienzos de junio del 2008 con otros cincuenta y seis jóvenes rebeldes, drogadictos, suicidas, anoréxicas, bipolares, expulsados de la escuela y otros que simplemente no calzaban en ninguna parte. Me propuse sabotear cualquier intento de redención, mientras planeaba cómo vengarme de mi padre por llevarme a ese antro de desquiciados, de mi Nini por permitirlo y del mundo entero por darme la espalda. La verdad es que fui a dar allí por determinación de la jueza que decidió el caso del accidente. Mike O'Kelly la conocía e intercedió por mí con tal elocuencia que logró conmoverla; si no, habría terminado en una institución, aunque no en la prisión federal de San Quintín como me gritó mi abuela en uno de sus arrebatos. Es muy exagerada. Una vez me llevó a ver una película atroz en que ejecutaban a un asesino en San Quintín. «Para que veas lo que pasa por violar la ley, Maya. Se empieza robando lápices de colores en la escuela y se termina en la silla eléctrica», me advirtió a la salida. Desde entonces eso es un chiste familiar, pero esta vez me lo repitió en serio.

En consideración a mi corta edad y a mi falta de antecedentes policiales, la jueza, una señora asiática más pesada que un saco de arena, me dio a elegir entre un programa de rehabilitación o cárcel juvenil, como exigía el conductor del automóvil que me había chocado; al comprender que el seguro de mi papá no lo compensaría tan espléndidamente como esperaba, el hombre quería castigarme. La decisión no fue mía, sino de mi padre, que la tomó sin preguntarme. Por suerte, el sistema educativo de California pagaba; si no, mi familia habría tenido que vender la casa para financiar mi rehabilitación, costaba sesenta mil dólares al año; los padres de algunos internos llegaban de visita en jets privados.

Mi padre obedeció el dictamen de la Corte con alivio, porque su hija le quemaba las manos como un carbón ardiente y quería librarse de mí. Me llevó a Oregón pataleando y con tres pastillas de Valium en el cuerpo que no sirvieron de nada, se habría necesitado el doble para hacerle mella a alguien como yo, que podía funcionar normalmente con un cóctel de Vicodin y hongos mexicanos. El amigo de Susan y él me sacaron a tirones de la casa, me subieron en vilo al avión, luego a un auto alquilado y me condujeron desde el aeropuerto a la institución terapéutica por una interminable carretera entre bosques. Yo esperaba una camisa de fuerza y electrochoques, pero la academia era un amable conjunto de construcciones de madera, en medio de un parque. No se parecía ni remotamente a un asilo de enajenados.

La directora nos recibió en su oficina en compañía de un joven barbudo, que resultó ser unos de los psicólogos. Parecían hermanos, ambos con el pelo color estopa recogido en colas de caballo, vaqueros desteñidos, suéter gris y botas, el uniforme del personal de la academia, así se distinguían de los internos, que usaban atuendos estrafalarios. Me trataron como a una amiga de visita y no como la chiquilla desgreñada y chillona que llegó arrastrada por dos hombres. «Puedes llamarme Angie y éste es Steve. Vamos a ayudarte, Maya. Verás qué fácil es el programa», exclamó animadamente la mujer. Vomité las nueces del avión en su alfombra. Mi papá le advirtió que nada iba a ser fácil con su hija, pero ella tenía mis antecedentes sobre su escritorio y posiblemente había visto casos peores. «Está oscureciendo y el camino de vuelta es largo, señor Vidal. Es mejor que se despida de su hija. No se preocupe, Maya queda en buenas manos», le dijo. Él corrió a la puerta, apurado por irse, pero me abalancé encima y me colgué de su chaqueta clamando que no me dejara, por favor papá, por favor. Angie y Steve me sujetaron sin fuerza excesiva, mientras mi padre y el moai escapaban a la carrera.

Vencida finalmente por el cansancio, dejé de debatirme y me eché en el suelo ovillada como perro. Ahí me dejaron un buen rato, limpiaron el vómito y cuando dejé de hipar y echar mocos me dieron un vaso de agua. «¡No pienso quedarme en este manicomio! ¡Me voy a escapar apenas pueda!», les grité con la poca voz que me quedaba, pero no opuse resistencia cuando me ayudaron a levantarme y me llevaron a recorrer el lugar. Afuera la noche estaba muy fría, pero adentro el edificio era cálido y cómodo, largos corredores techados, espacios amplios, cielos altos con vigas a la vista, ventanales de vidrios empañados, fragancia de madera, sencillez. No había barrotes ni candados. Me mostraron una piscina cubierta, un gimnasio, una sala de múltiples usos con sillones, una mesa de billar y una gran chimenea, donde ardían gruesos troncos. Los internos estaban reunidos en el comedor en mesas rústicas, decoradas con ramitos de flores, un detalle que no se me pasó por alto, porque no estaba el clima como para cultivar flores. Dos mexicanas chaparritas y sonrientes, de delantal blanco, servían detrás del mesón del buffet. El ambiente era familiar, relajado, ruidoso. El delicioso olor a frijoles y carne asada me dio en las narices, pero me negué a comer; no pensaba mezclarme con esa gentuza.

Angie cogió un vaso de leche y un platillo de galletas y me guió a un dormitorio, una pieza sencilla, con cuatro camas, muebles de madera clara, cuadros de pájaros y flores. La única evidencia de que alguien dormía allí eran fotos de familia en las mesitas de noche. Me estremecí pensando en la clase de anormales que vivían en semejante pulcritud. Mi maleta y mi mochila estaban sobre una de las camas, abiertas y con muestras de haber sido revisadas. Iba a decirle a Angie que yo no dormiría con nadie, pero me acordé de que al amanecer del día siguiente me iría de allí y no valía la pena armar un bochinche por una sola noche.

Me quité los pantalones y los zapatos y me acosté sin lavarme, bajo la mirada atenta de la directora. «No tengo marcas de pinchazos ni de haberme cortado las muñecas», la desafié, mostrándole los brazos. «Me alegro, Maya. Que duermas bien», respondió Angie con naturalidad, dejó la leche y las galletas sobre la mesita y salió sin cerrar la puerta.

Devoré la ligera merienda añorando algo más sustancioso, pero estaba rendida y en pocos minutos caí en un sueño de muerte. Desperté con la primera luz del alba, que se insinuaba entre los postigos de la ventana, hambrienta y confundida. Al ver en las otras camas las siluetas de chicas dormidas, recordé dónde estaba. Me vestí apurada, cogí mi mochila y mi chaquetón y salí en puntillas. Crucé el hall, me dirigí a una puerta ancha, que parecía dar al exterior, y me encontré en uno de los corredores techados, entre dos edificios.

La bofetada de aire frío me detuvo en seco. El cielo estaba anaranjado y la tierra cubierta de una fina capa de nieve, el aire olía a pino y hoguera. A pocos metros de distancia había una familia de venados observándome, midiendo el peligro, las narices humeantes, las colas temblorosas. Dos cervatillos, con las manchas de recién nacidos, se sostenían precariamente en sus patas delgadas, mientras la madre vigilaba con las orejas alertas. La venada y yo nos miramos a los ojos un eterno instante esperando la reacción de la otra, inmóviles, hasta que una voz a mis espaldas nos sobresaltó y los venados se fueron al trote. «Vienen a tomar agua. También vienen mapaches, zorros y osos.»

Era el mismo barbudo que me había recibido el día anterior, enfundado en una parka de esquiador, con botas y un gorro de cuero forrado en piel. «Nos vimos ayer, pero no sé si te acuerdas. Soy Steve, uno de los consejeros. Faltan casi dos horas para el desayuno, pero tengo café», y echó a andar sin mirar hacia atrás. Lo seguí automáticamente a la sala de recreación, donde estaba la mesa de pool, y aguardé a la defensiva mientras él encendía los troncos de la chimenea con papel de diario y luego servía dos tazas de café con leche de un termo. «Anoche cayó la primera nieve de la temporada», comentó, abanicando el fuego con su gorro.

La tía Blanca debió ir a Castro de emergencia, porque su padre sufrió una alarmante taquicardia, provocada por el Concurso de Potitos en las playas. Dice Blanca que el Millalobo está vivo sólo porque el cementerio le parece aburrido. Las imágenes de la televisión podrían ser fatales para un enfermo cardíaco: muchachas con tangas invisibles agitando la cola ante una horda masculina, que en su entusiasmo lanzaba botellas y atacaba a la prensa. En la Taberna del Muertito los hombres acezaban frente a la pantalla y las mujeres, de brazos cruzados, escupían al suelo. ¡Qué dirían de semejante concurso mi Nini y sus amigas feministas! Ganó una chica de pelo rubio teñido y culo de negra, en la playa de Pichilemu, vaya a saber uno dónde queda eso. «Por culpa de esa pindonga, mi papá casi se despacha al otro mundo», fue el comentario de Blanca, cuando regresó de Castro.

Estoy encargada de formar un equipo infantil de fútbol, tarea fácil, porque en este país los niños aprenden a patear una pelota apenas pueden ponerse de pie. Ya tengo un equipo seleccionado, otro de reserva y uno femenino, que ha provocado una oleada de chismes, aunque nadie se ha opuesto de frente, porque tendría que vérselas con la tía Blanca. Pretendemos que nuestro seleccionado participe en el campeonato escolar de Fiestas Patrias, en septiembre. Tenemos por delante varios meses para entrenar, pero no podemos hacerlo sin zapatillas y como ninguna familia cuenta con presupuesto para ese gasto, Blanca y yo fuimos a hacerle una visita de cortesía a don Lionel Schnake, ya repuesto del impacto causado por los traseros estivales.

Lo ablandamos con dos botellas del más fino licor de oro, que Blanca prepara con aguardiente, azúcar, suero de leche y especias, y le planteamos la conveniencia de mantener ocupados a los niños con actividades deportivas, que así no se meten en líos. Don Lionel estuvo de acuerdo. De allí a mencionar el fútbol no hubo más que otra copita de licor de oro y él se comprometió a regalarnos once pares de zapatillas en los números correspondientes. Debimos explicarle que se requieren once para el Caleuche, el equipo masculino, once para la Pincoya, el femenino, y seis pares más de repuesto. Al enterarse del costo nos soltó un filípica sobre la crisis económica, las salmoneras, la cesantía y cómo esa hija suya era un saco sin fondo y lo iba a matar del corazón, siempre pidiendo más y dónde se ha visto que zapatillas de fútbol sean una prioridad en el deficiente sistema educativo de este país.

Al final, se secó la frente, se empinó una cuarta copita de licor de oro y nos hizo el cheque. Ese mismo día encargamos las zapatillas a Santiago y una semana después fuimos a recogerlas al autobús en Ancud. La tía Blanca las mantiene bajo llave para que los niños no las usen de diario y decretó que a quien le crecieran los pies quedaba eliminado del equipo.