La isla está alegre, porque han llegado los padres de los niños a celebrar las Fiestas Patrias y el comienzo de la primavera; la lluvia del invierno, que al principio me parecía poética, terminó por ser insoportable. Y yo voy a celebrar mi cumpleaños el 25 —soy Libra—, tendré veinte años y se acabará por fin mi adolescencia, ¡Juesú, qué alivio! Normalmente los fines de semana hay siempre algunos jóvenes que vienen a ver a sus familias, pero en este mes de septiembre han acudido en masa, las lanchas venían llenas. Trajeron regalos para los hijos, que en muchos casos no han visto en varios meses, y dinero para los abuelos y para gastar en ropa, objetos para la casa, techos nuevos para reemplazar los que dañó el invierno. Entre los visitantes estaba Lucía Corrales, la madre de Juanito, una mujer simpática, buena moza y demasiado joven para tener un hijo de once años. Nos contó que Azucena consiguió trabajo haciendo aseo en una posada en Quellón, no quiere seguir estudiando y no piensa volver a nuestra isla, para no tener que enfrentar los comentarios malévolos de la gente. «En los casos de violación, suelen echarle la culpa a la víctima», me dijo Blanca, corroborando lo que yo había oído en la Taberna del Muertito.
Juanito se porta tímido y desconfiado con su madre, a quien conoce sólo por fotografías, porque ella lo dejó en brazos de Eduvigis cuando él tenía dos o tres meses y no volvió a verlo mientras Carmelo Corrales estuvo vivo, aunque lo llamaba por teléfono a menudo y siempre lo ha mantenido. El niño me había hablado de ella muchas veces con una mezcla de orgullo, porque le manda buenos regalos, y de rabia, porque lo dejó con los abuelos. Me la presentó con las mejillas rojas y la vista en el suelo: «Ésta es la Lucía, la hija de mi abuela», dijo. Después le conté que mi madre se fue cuando yo era un bebé y que también me criaron mis abuelos, pero tuve mucha suerte, mi infancia fue feliz y no la cambiaría por otra. Me miró largamente con sus grandes ojos oscuros, entonces me acordé de las marcas de correazos que tenía en las piernas hace unos meses, cuando Carmelo Corrales todavía podía darle alcance. Lo abracé, triste, porque no puedo protegerlo contra eso, llevará las marcas por el resto de su vida.
Septiembre es el mes de Chile. De norte a sur flamean banderas y hasta en los sitios más remotos se alzan «ramadas», cuatro postes de madera y un techo de ramas de eucalipto, donde el pueblo acude a beber y sacudir el esqueleto con ritmos americanos y con la cueca, el baile nacional que imita el cortejo del gallo y la gallina. Aquí también hicimos ramadas y hubo empanadas a destajo y ríos de vino, cerveza y chicha; los hombres acabaron roncando despatarrados en el suelo y al atardecer los carabineros y las mujeres los echaron en el camioncito de la verdulería y los repartieron a sus casas. Ningún borracho va preso el 18 y 19 de septiembre, a menos que saque cuchillo.
En el televisor de Ñancupel vi los desfiles militares en Santiago, donde la presidenta Michelle Bachelet pasó revista a las tropas en medio de aclamaciones de la multitud, que la venera como a una madre; ningún otro presidente chileno ha sido tan querido. Hace cuatro años, antes de las elecciones, nadie apostaba por ella, porque se suponía que los chilenos no votarían por una mujer y además socialista, madre soltera y agnóstica, pero ganó la presidencia y también ganó el respeto de moros y cristianos, como dice Manuel, aunque no he visto ningún moro en Chiloé.
Hemos tenido días tibios y cielos azules, el invierno ha retrocedido ante la embestida de la euforia patriótica. Con la primavera se han visto algunos lobos marinos en las cercanías de la gruta, creo que pronto volverán a instalarse donde estuvieron antes y podré reanudar mi amistad con la Pincoya, si aún me recuerda. Subo el camino del cerro hacia la gruta casi a diario, porque allí suelo encontrar a mi Popo. La mejor prueba de su presencia es que el Fákin se pone nervioso y a veces sale corriendo con la cola entre las piernas. Es sólo una silueta difusa, el olor delicioso de su tabaco inglés en el aire, o la sensación de que me abraza. Entonces cierro los ojos y me abandono a la tibieza y la seguridad de ese pecho ancho, esa barriga de jeque, esos brazos fuertes. Una vez le pregunté dónde estaba cuando más lo necesité el año pasado y no tuve que esperar su respuesta, porque en el fondo ya la sabía: siempre estuvo conmigo. Mientras el alcohol y las drogas dominaron mi existencia, nadie podía alcanzarme, yo era una ostra en su concha, pero cuando más desesperada estaba, mi abuelo me llevaba en brazos. Nunca me perdió de vista y cuando estuve en peligro de muerte, dopada con heroína adulterada en un baño público, él me salvó.
Ahora, sin ruido en la cabeza, lo siento siempre cerca. Puesta a escoger entre el placer fugaz de un trago de alcohol o el placer memorable de un paseo por el cerro con mi abuelo, sin dudar prefiero lo segundo. Mi Popo ha encontrado al fin su estrella. Esta isla remota, invisible en la conflagración del mundo, verde, siempre verde, es su planeta perdido; en vez de buscar tanto su planeta en el cielo, podría haber mirado hacia el sur.
La gente se quitó los chalecos y salió a asolearse, pero yo todavía uso mi gorro de lana verde-bilis, porque perdimos el campeonato escolar de fútbol. Mis desdichados «caleuches», cabizbajos, han asumido la entera responsabilidad de mi pelada. El partido se jugó en Castro con asistencia de media población de nuestra isla que fue a hinchar al Caleuche, incluso doña Lucinda, a quien trasladamos en la lancha de Manuel, amarrada a una silla y envuelta en chales. Don Lionel Schnake, más colorado y sonoro que nunca, apoyaba a los nuestros con gritos destemplados. Estuvimos a punto de ganar, nos habría bastado un empate, fue una trastada del destino que en el último momento, cuando faltaban treinta segundos para terminar el partido, nos metieran un gol. Pedro Pelanchugay atajó un pelotazo con la cabeza, entre los vítores ensordecedores de nuestros partidarios y los chiflidos de los enemigos, pero el golpe lo dejó medio aturdido y antes de que se repusiera vino un desgraciado y con la punta del pie metió tranquilamente el balón en el arco. Fue tal el estupor general, que nos quedamos paralizados durante un largo segundo antes de que estallara el griterío de guerra y empezaran a volar latas de cerveza y botellas de gaseosa. Don Lionel y yo estuvimos a punto de padecer un ataque cardíaco en conjunto.
Esa misma tarde me presenté en su casa a pagar mi deuda. «¡Ni pensarlo, gringuita! Esa apuesta fue en broma», me aseguró el Millalobo, siempre galante, pero si algo he aprendido en la taberna de Ñancupel es que las apuestas son sagradas. Me fui a una humilde peluquería de hombres, de ésas atendidas por su dueño, con un tubo a rayas tricolores en la puerta y un solo sillón antiguo y majestuoso, donde me senté con cierto pesar, porque eso no le iba a gustar nada a Daniel Goodrich. El peluquero, muy profesional, me rapó todo el pelo y me sacó brillo en el cráneo con un paño de gamuza. Se me ven las orejas enormes, parecen asas de un jarrón etrusco, y tengo manchas de colores en el cuero cabelludo, como un mapa de África, por las tinturas ordinarias, según dijo el peluquero. Me recomendó unas friegas de jugo de limón y cloro. El gorro es necesario, porque las manchas parecen contagiosas.
Don Lionel se siente culpable y no sabe cómo congraciarse conmigo, pero no hay nada que perdonar, una apuesta es una apuesta. Le pidió a Blanca que me comprara unos sombreros coquetos, porque parezco una lesbiana en quimioterapia, como manifestó claramente, pero el gorro chilote calza mejor con mi personalidad. En este país el cabello es símbolo de feminidad y belleza, las mujeres jóvenes lo llevan largo y lo cuidan como un tesoro. Ni qué decir de las exclamaciones de conmiseración que hubo en la ruca cuando aparecí calva como un extraterrestre entre aquellas hermosas mujeres doradas con sus abundantes melenas renacentistas.
Manuel preparó un bolso con un poco de ropa y su manuscrito, que pensaba discutir con su editor, y me llamó a la sala para darme instrucciones antes de irse a Santiago. Me presenté con mi mochila y el pasaje en la mano y le anuncié que él gozaría de mi compañía, gentileza de don Lionel Schnake. «¿Quién se quedará con los animales?», me preguntó débilmente. Le expliqué que Juanito Corrales se iba a llevar al Fákin a su casa y vendría una vez al día a alimentar a los gatos, estaba todo arreglado. Nada le dije de la carta cerrada que me había dado el portentoso Millalobo para entregársela discretamente al neurólogo, quien resulta estar emparentado con los Schnake, pues está casado con una prima de Blanca. La red de relaciones en este país es como la deslumbrante telaraña de galaxias de mi Popo. Manuel no sacó nada con alegar y al fin se resignó a llevarme. Fuimos a Puerto Montt, donde tomamos el vuelo a Santiago. El trayecto que yo había hecho en doce horas en bus para llegar a Chiloé demoró una hora en avión.
—¿Qué te pasa, Manuel? —le pregunté cuando estábamos por aterrizar en Santiago.
—Nada.
—Cómo que nada. No me has hablado desde que salimos de la casa. ¿Te sientes mal?
—No.
—Entonces estás enojado.
—Tu decisión de venir conmigo sin consultarme es muy invasiva.
—Mira, hombre, no te lo consulté porque me habrías dicho que no. Es mejor pedir perdón que pedir permiso. ¿Me perdonas?
Eso lo calló y al poco rato estaba de mejor humor. Nos fuimos a un hotelito del centro, cada uno en su cuarto, porque él no quiso dormir conmigo, aunque sabe cuánto me cuesta dormir sola, y después me invitó a comer pizza y al cine a ver Avatar, que no había llegado a nuestra isla y yo me moría por ver. Manuel, por supuesto, prefería ver una deprimente película de un mundo postapocalíptico, cubierto de ceniza y con bandas de caníbales, pero lo resolvimos lanzando una moneda al aire, salió sello y gané yo, como siempre. El truco es infalible: sello gano yo, cara pierdes tú. Comimos palomitas de maíz, pizza y helados, un festín para mí, que llevaba meses de comida fresca y nutritiva y echaba de menos algo de colesterol.
El doctor Arturo Puga atiende por las mañanas en un hospital de pobres, donde recibió a Manuel, y en las tardes en su consulta privada en la Clínica Alemana, en pleno barrio de ricos. Sin la misteriosa carta del Millalobo, que le hice llegar a través de su recepcionista a espaldas de Manuel, posiblemente me habría impedido asistir a la consulta. La carta me abrió las puertas de par en par. El hospital parecía de una película de la Segunda Guerra Mundial, anticuado y enorme, desordenado, con cañerías a la vista, lavatorios oxidados, baldosas rotas, y paredes descascaradas, pero estaba limpio y la atención era eficiente, teniendo en cuenta el número de pacientes. Esperamos casi dos horas en una sala con hileras de sillas de hierro, hasta que llamaron nuestro número. El doctor Puga, jefe del departamento de neurología, nos recibió amablemente en su modesta oficina, con el expediente de Manuel y sus radiografías sobre la mesa. «¿Cuál es su relación con el paciente, señorita?», me preguntó. «Soy su nieta», le contesté sin vacilar, ante la mirada atónita del aludido.
Manuel está en una lista de espera para una posible operación desde hace dos años y quién sabe cuántos más pasarán antes de que llegue su turno, porque no se trata de una emergencia. Se supone que si ha vivido con la burbuja por más de setenta años, bien puede esperar unos pocos más. La operación es arriesgada y por las características del aneurisma conviene postergarla lo más posible, en la esperanza de que el paciente se muera de otra cosa, pero debido a la creciente intensidad de las migrañas y mareos de Manuel, parece que ha llegado la hora de intervenir.
El método tradicional consiste en abrirle el cráneo, separar el tejido cerebral, colocar un clip para impedir el flujo de sangre al aneurisma y volver a cerrar la herida; la recuperación toma como un año y puede dejar secuelas serias. Total, un cuadro poco tranquilizador. Sin embargo, en la Clínica Alemana pueden resolver el problema con un hoyito en la pierna, por donde introducen un catéter en la arteria, llegan al aneurisma navegando en el sistema vascular y lo rellenan con un alambre de platino, que se enrolla como moño de vieja adentro. El riesgo es mucho menor, la estadía en la clínica es de treinta y seis horas y el tiempo de convalecencia es de un mes.
—Elegante, simple y completamente fuera del alcance de mi bolsillo, doctor —dijo Manuel.
—No se preocupe, señor Arias, eso se arregla. Puedo operarlo sin costo alguno. Éste es un procedimiento nuevo, que aprendí en Estados Unidos, donde ya se hace en forma rutinaria, y tengo que entrenar a otro cirujano para trabajar en equipo. Su operación sería como una clase —le explicó Puga.
—O sea, un maestro chasquilla se va a meter con un alambre en el cerebro de Manuel —lo interrumpí, horrorizada.
El médico se echó a reír y me hizo un guiño de complicidad, entonces me acordé de la carta y comprendí que se trataba de una conspiración del Millalobo para costear la operación sin que lo sepa Manuel hasta después, cuando ya no pueda hacer nada al respecto. Estoy de acuerdo con Blanca, entre deber un favor o deber dos, da lo mismo. Para resumir, Manuel fue internado en la Clínica Alemana, le hicieron los exámenes necesarios y al día siguiente el doctor Puga y un presunto aprendiz hicieron la intervención con pleno éxito, según nos aseguraron, aunque no pueden garantizar que la burbuja permanezca estable.
Blanca Schnake dejó su escuela a cargo de una suplente y voló a Santiago apenas la llamé para contarle de la operación. Acompañó a Manuel como una madre durante el día, mientras yo realizaba mi investigación. En la noche ella se fue a casa de una hermana y yo dormí con Manuel en la Clínica Alemana en un sofá más cómodo que mi cama chilota. La comida de la cafetería también era calidad cinco estrellas. Pude darme la primera ducha a puerta cerrada en muchos meses, pero con lo que ahora sé, no podré majadear nunca más a Manuel para que instale puertas en su casa.
Santiago tiene seis millones de habitantes y sigue creciendo hacia arriba en un delirio de torres en construcción. Es una ciudad rodeada de cerros y altas montañas coronadas de nieve, limpia, próspera, apurada, con parques bien mantenidos. El tráfico es agresivo, porque los chilenos, tan amables en apariencia, descargan sus frustraciones al volante. Entre los vehículos pululan vendedores de fruta, antenas de televisión, pastillas de menta y cuanto cachivache existe y en cada semáforo hay saltimbanquis dando saltos mortales de circo por una limosna. Nos tocaron días buenos, aunque a veces la contaminación impedía ver el color del cielo.
Una semana después de la intervención regresamos con Manuel a Chiloé, donde nos esperaban los animales. El Fákin nos recibió con una coreografía patética y las costillas a la vista, porque se negó a comer en nuestra ausencia, como nos explicó Juanito, consternado. Volvimos antes de que el doctor Puga diera de alta a Manuel, porque no quiso convalecer el mes completo en casa de la hermana de Blanca en Santiago, donde estábamos molestando, como dijo. Blanca me pidió que evitara comentarios delante de esa familia, que es de ultraderecha, sobre lo que habíamos averiguado del pasado de Manuel, porque caería pésimo. Nos acogieron con cariño y todos, incluso los hijos adolescentes, se pusieron a disposición de Manuel para acompañarlo a los exámenes y cuidarlo.
Compartí la pieza con Blanca y pude apreciar cómo viven los ricos en sus comunidades enrejadas, con servicio doméstico, jardineros, piscina, perros finos y tres automóviles. Nos traían el desayuno a la cama, nos preparaban el baño con sales aromáticas y hasta me plancharon los bluyines. Nunca había visto nada parecido y me gustó bastante; yo me acostumbraría muy rápido a la riqueza. «No son realmente ricos, Maya, no tienen avión», se burló Manuel cuando se lo comenté. «Tú tienes mentalidad de pobre, ése es el problema con los izquierdistas», le contesté, pensando en mi Nini y en Mike O'Kelly, pobres de vocación. Yo no soy como ellos, a mí la igualdad y el socialismo me parecen ordinarios.
En Santiago me sentí agobiada por la contaminación, el tráfico y el trato impersonal de la gente. En Chiloé se sabe cuando alguien es de afuera porque no saluda en la calle, en Santiago quien saluda en la calle resulta sospechoso. En el ascensor de la Clínica Alemana yo saludaba como una estúpida y las otras personas miraban fijamente la pared, para no tener que contestarme. No me gustó Santiago y no veía las horas de volver a nuestra isla, donde la vida fluye como un río manso, hay aire puro, silencio y tiempo para terminar los pensamientos.
La recuperación le tomará un tiempo a Manuel, todavía le duele la cabeza y le flaquean las fuerzas. Las órdenes del doctor Puga fueron terminantes, debe tragar media docena de píldoras al día, estar en reposo hasta diciembre, cuando tendrá que volver a Santiago para que le hagan otro escáner, evitar esfuerzos físicos por el resto de su vida y confiar en la suerte o en Dios, según sea su creencia, porque el alambre de platino no es infalible. Estoy pensando en que nada se pierde con consultar una machi, por si acaso…
Blanca y yo decidimos esperar a que se diera la oportunidad para hablar con Manuel de lo que tenemos que hablar, sin presionarlo. Por el momento lo cuidamos lo mejor posible. Está acostumbrado a modales autoritarios de parte de Blanca y esta gringa que vive en su casa, por eso nuestra reciente amabilidad lo tiene sobre ascuas, cree que le ocultamos la verdad y está mucho más grave de lo que le dijo el doctor Puga. «Si piensan tratarme como a un inválido, prefiero que me dejen solo», refunfuña.
Con un mapa y una lista de lugares y personas, facilitada por el padre Lyon, pude reconstruir la vida de Manuel en los años claves entre el golpe militar y su salida al exilio. En 1973 tenía treinta y seis años, era uno de los profesores más jóvenes de la Facultad de Ciencias Sociales, estaba casado y, según he deducido, su matrimonio iba dando tumbos. No era comunista, como cree el Millalobo, ni estaba inscrito en otro partido político, pero simpatizaba con la gestión de Salvador Allende y participaba en las concentraciones multitudinarias de esa época, unas de apoyo al gobierno y otras de oposición. Cuando ocurrió el golpe militar, martes 11 de septiembre de 1973, el país estaba dividido en dos fracciones irreconciliables, nadie podía permanecer neutral. A los dos días del golpe se levantó el toque de queda, impuesto durante las primeras cuarenta y ocho horas, y Manuel volvió a trabajar. Encontró la universidad ocupada por soldados armados para la guerra, en uniformes de combate y con las caras tiznadas para no ser reconocidos, vio huecos de balas en los muros y sangre en la escalera y alguien le avisó de que habían detenido a los estudiantes y profesores que estaban en el edificio.
Esa violencia resultaba tan inimaginable en Chile, orgulloso de su democracia y sus instituciones, que Manuel no supo medir la gravedad de lo sucedido y se fue a la comisaría más próxima a preguntar por sus compañeros. No volvió a salir a la calle. Se lo llevaron con los ojos vendados al Estadio Nacional, que estaba convertido en centro de detención. Allí ya había miles de personas que habían sido arrestadas en ese par de días, maltratadas y hambrientas, que dormían tiradas en el suelo de cemento y pasaban el día sentadas en las graderías, rogando silenciosamente para no ser incluidas entre los desdichados que eran conducidos a la enfermería para ser interrogados. Se escuchaban los alaridos de las víctimas y en las noches, las balas de las ejecuciones. Los detenidos estaban incomunicados, sin contacto con sus familiares, aunque éstos podían dejar paquetes de comida y ropa, con la esperanza de que los guardias los entregaran a quienes iban destinados. La mujer de Manuel, que pertenecía al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el grupo más perseguido por los militares, escapó de inmediato a la Argentina y de allí a Europa; no volvería a reunirse con su marido hasta tres años más tarde, cuando ambos se refugiaron en Australia.
Por las graderías del estadio pasaba un hombre encapuchado, con su carga de culpa y pesadumbre, vigilado de cerca por dos soldados. El hombre señalaba a supuestos militantes socialistas o comunistas, quienes eran llevados de inmediato a las entrañas del edificio para someterlos a tormento o darles muerte. Por error o por miedo, el fatídico encapuchado señaló a Manuel Arias.
Día a día, paso a paso, recorrí la ruta de su calvario y en el proceso palpé las cicatrices indelebles que la dictadura dejó en Chile y en el alma de Manuel. Ahora sé lo que se oculta bajo las apariencias en este país. Sentada en un parque frente al río Mapocho, donde treinta y cinco años atrás solían flotar cadáveres de supliciados, leí el informe de la Comisión que investigó las atrocidades de entonces, un extenso relato de sufrimiento y crueldad. Un sacerdote, amigo del padre Lyon, me facilitó el acceso a los archivos de la Vicaría de Solidaridad, una oficina de la Iglesia católica que ayudaba a las víctimas de la represión y llevaba la cuenta de los desaparecidos, desafiando a la dictadura desde el corazón mismo de la catedral. Examiné centenares de fotografías de gente que fue detenida y luego se esfumó sin dejar rastro, casi todos jóvenes, y las denuncias de las mujeres que todavía buscan a sus hijos, a sus maridos, a veces a sus nietos.
Manuel estuvo el verano y otoño de 1974 en el Estadio Nacional y otros centros de detención, donde fue interrogado tantas veces, que ya nadie llevaba la cuenta. Las confesiones nada significaban y terminaban perdidas en archivos ensangrentados, que interesaban sólo a las ratas. Como muchos otros prisioneros, nunca supo qué querían oír sus verdugos y finalmente comprendió que no importaba, porque tampoco ellos sabían lo que buscaban. No eran interrogatorios, eran castigos para establecer un régimen opresivo y eliminar de raíz cualquier asomo de resistencia en la población. El pretexto eran depósitos de armas, que supuestamente el gobierno de Allende había entregado al pueblo, pero al cabo de meses no se había encontrado nada y ya nadie creía en los imaginarios arsenales. El terror paralizó a la gente, fue el medio más eficaz de imponer el orden helado de los cuarteles. Era un plan a largo plazo para cambiar al país completamente.
Durante el invierno de 1974, Manuel estuvo detenido en una mansión en las afueras de Santiago que había pertenecido a una poderosa familia, los Grimaldi, de origen italiano, cuya hija fue arrestada para luego canjear su libertad por la residencia. La propiedad pasó a manos de la Dirección de Inteligencia Nacional, la infame DINA, cuyo emblema era un puño de hierro, responsable de muchos crímenes, incluso en el extranjero, como el asesinato en Buenos Aires del depuesto comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y de un ex ministro en pleno corazón de Washington, a pocas cuadras de la Casa Blanca. La Villa Grimaldi se convirtió en el más temido centro de interrogatorios, por donde habrían de desfilar cuatro mil quinientos detenidos, muchos de los cuales no salieron vivos.
Al final de mi semana en Santiago, realicé la obligada visita a la Villa Grimaldi, que ahora es un jardín silencioso donde pena la memoria de quienes allí padecieron. Llegado el momento fui incapaz de ir sola. Mi abuela cree que los lugares quedan marcados por las experiencias humanas, a mí me faltó valor para enfrentar, sin una mano amiga, la maldad y el dolor atrapados para siempre en ese sitio. Le pedí a Blanca Schnake, la única persona a quien le había contado lo que estaba averiguando, excepto Liliana y el padre Lyon, que me acompañara. Blanca hizo un débil amago de disuadirme, «para qué seguir escarbando algo sucedido tanto tiempo atrás», pero presentía que allí estaba la clave de la vida de Manuel Arias y su amor por él fue más fuerte que su resistencia a enfrentar algo que prefería ignorar. «Está bien, gringuita, vamos altiro, antes que me arrepienta», me dijo.
La Villa Grimaldi, ahora llamada Parque por la Paz, es una hectárea verde de árboles somnolientos. Poco queda de los edificios que existieron cuando Manuel estuvo allí, porque fueron demolidos por la dictadura en un intento de borrar huellas de lo imperdonable. Sin embargo, los tractores no pudieron arrasar con los persistentes fantasmas ni callar los lamentos de agonía, que aún se perciben en el aire. Caminamos entre imágenes, monumentos, grandes lienzos con los rostros de los muertos y desaparecidos. Un guía nos explicó el trato que daban a los prisioneros, las formas más usadas de tortura, con dibujos esquemáticos de formas humanas colgadas de los brazos, cabezas sumergidas en toneles de agua, catres de hierro con electricidad, mujeres violadas por perros, hombres sodomizados con palos de escoba. En un muro de piedra, entre doscientos sesenta y seis nombres, encontré el de Felipe Vidal y entonces pude encajar las últimas piezas del puzle. En la desolación de esa Villa Grimaldi se conocieron Manuel Arias, profesor, y Felipe Vidal, periodista, allí padecieron juntos y uno sobrevivió.
Blanca y yo decidimos que teníamos que hablar con Manuel de su pasado y lamentamos que Daniel no pudiera ayudarnos, porque en una intervención de este tipo se justifica la presencia de un profesional, aunque sea un psiquiatra novato como él. Blanca sostiene que esas experiencias de Manuel deben tratarse con el mismo cuidado y delicadeza que requiere su aneurisma, porque están encapsuladas en una burbuja de la memoria, que si revienta súbitamente podría aniquilarlo. Ese día Manuel había ido a Castro a buscar unos libros y aprovechamos su ausencia para preparar la cena, sabiendo que siempre vuelve con la puesta de sol.
Me puse a hacer pan, como suelo hacer cuando estoy nerviosa. Me tranquiliza sobar la masa con firmeza, darle forma, esperar que crezca la hogaza cruda bajo un paño blanco, hornearla hasta que se dore y más tarde servirla aún tibia a los amigos, un ritual paciente y sagrado. Blanca cocinó el infalible pollo con mostaza y panceta de Frances, el favorito de Manuel, y trajo castañas en almíbar para el postre. La casa estaba acogedora, fragante a pan recién horneado y al guiso cociéndose lentamente en una olla de barro. Era una tarde más bien fría, apacible, con el cielo gris, sin viento. Pronto habría luna llena y otra reunión de sirenas en la ruca.
Desde la operación del aneurisma, algo ha cambiado entre Manuel y Blanca, les brilla el aura, como diría mi abuela, tienen esa luz titilante de los recién deslumbrados. También hay otros signos menos sutiles, como la complicidad en la mirada, la necesidad de tocarse, la forma en que adivinan mutuamente las intenciones y deseos del otro. Por un lado me alegra, es lo que yo venía propiciando por muchos meses, y por otro me preocupa mi futuro. ¿Qué va a ser de mí cuando decidan zambullirse en ese amor que han postergado por tantos años? En esta casa no cabemos los tres y la de Blanca también nos quedaría estrecha. Bueno, espero que para entonces mi futuro con Daniel Goodrich se haya aclarado.
Manuel llegó con una bolsa de libros, que había encargado a sus amigos libreros, y novelas en inglés enviadas por mi abuela al correo de Castro.
—¿Estamos celebrando algún cumpleaños? —preguntó, oliendo el aire.
—Estamos celebrando la amistad. ¡Cómo ha cambiado esta casa desde que llegó la gringuita! —comentó Blanca.
—¿Te refieres al desorden?
—Me refiero a las flores, la buena comida y la compañía, Manuel. No seas mal agradecido. La vas a echar mucho de menos cuando se vaya.
—¿Acaso piensa irse?
—No, Manuel. Pienso casarme con Daniel y vivir aquí contigo con los cuatro niños que vamos a tener —me burlé.
—Espero que tu enamorado apruebe ese plan —dijo él en el mismo tono.
—¿Por qué no? Es un plan perfecto.
—Se morirían de lata en este peñasco de isla, Maya. Los afuerinos que se retiran aquí están desencantados del mundo. Nadie viene antes de haber empezado a vivir.
—Yo vine a esconderme y mira todo lo que he encontrado, a ustedes y a Daniel, seguridad, naturaleza y un pueblo de trescientos chilotes a quienes querer. Hasta mi Popo está a gusto aquí, lo he visto paseando en el cerro.
—¡Has estado tomando! —exclamó Manuel, alarmado.
—No he tomado un solo trago, Manuel. Sabía que no me ibas a creer, por eso no te lo había contado.
Ésa fue una noche extraordinaria, en que todo conspiró para las confidencias, el pan y el pollo, la luna que asomaba entre las nubes, la probada simpatía que nos tenemos, la conversación salpicada de anécdotas y bromas livianas. Me contaron cómo se conocieron, la impresión que cada uno le hizo al otro. Manuel dijo que cuando joven Blanca era muy bonita —todavía lo es—; era una walkiria dorada, toda piernas, melena y dientes, que irradiaba la seguridad y alegría de quien ha sido muy consentida. «Yo tendría que haberla detestado, por lo privilegiada que era, pero me venció con su simpatía, era imposible no quererla. Pero yo no estaba en condiciones de conquistar a nadie, mucho menos a una joven tan inalcanzable como ella.» Para Blanca, Manuel tenía el atractivo de lo prohibido y peligroso, venía de un mundo opuesto al suyo, provenía de otro medio social y representaba al enemigo político, aunque por ser huésped de su familia, estaba dispuesta a aceptarlo. Yo les hablé de mi casa en Berkeley, de por qué parezco escandinava y de la única vez que vi a mi madre. Les conté de algunos personajes que conocí en Las Vegas, como una gorda de ciento ochenta kilos y voz acariciante, que se ganaba la vida con sexo telefónico, o una pareja de transexuales amigos de Brandon Leeman, que se casaron en una ceremonia formal, ella de esmoquin y él con vestido de organza blanca. Cenamos sin apuro y después nos sentamos, como es habitual, a mirar la noche por la ventana, ellos con sus copas de vino, yo con té. Blanca estaba en el sofá pegada a Manuel y yo en un cojín en suelo con el Fákin, que tiene síndrome de separación desde que lo dejamos para ir a Santiago. Me sigue con la vista y no se despega de mi lado, es un fastidio.
—Tengo la impresión de que esta fiestecita es una trampa —farfulló Manuel—. Hace días que algo flota en el ambiente. Vayan al grano, mujeres.
—Nos desbarataste la estrategia Manuel, pensábamos abordar el tema con diplomacia —dijo Blanca.
—¿Qué es lo que quieren?
—Nada, sólo conversar.
—¿De qué?
Y entonces le conté que llevaba meses averiguando por mi cuenta lo que le había sucedido después del golpe militar, porque creía que él tenía los recuerdos enconados como una úlcera en lo más hondo de su memoria y lo estaban envenenando. Le pedí disculpas por entrometerme, sólo me motivaba lo mucho que lo quería; me daba lástima verlo sufrir en las noches, cuando lo asaltaban las pesadillas. Le dije que la roca que él llevaba sobre los hombros era demasiado pesada, lo tenía aplastado, viviendo a medias, como si estuviera haciendo tiempo para morirse. Se había cerrado tanto que no podía sentir alegría o amor. Agregué que Blanca y yo podíamos ayudarlo a llevar esa piedra. Manuel no me interrumpió, estaba muy pálido, respirando como un perro cansado, tomado de la mano de Blanca, con los ojos cerrados. «¿Quieres saber lo que descubrió la gringuita, Manuel?», le preguntó Blanca en un murmullo y él asintió, mudo.
Le confesé que en Santiago, mientras él convalecía de la operación, yo había escarbado en los archivos de la Vicaría y había hablado con las personas con quienes me puso en contacto el padre Lyon, dos abogados, un sacerdote y uno de los autores del Informe Rettig, donde aparecen más de tres mil quinientas denuncias de violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura. Entre esos casos estaba Felipe Vidal, el primer marido de mi Nini, y también Manuel Arias.
—Yo no participé en ese informe —dijo Manuel, con la voz cascada.
—Tu caso lo denunció el padre Lyon. A él le contaste los detalles de esos catorce meses que estuviste detenido, Manuel. Acababas de salir del campo de concentración Tres Álamos y estabas relegado aquí, en Chiloé, donde conviviste con el padre Lyon.
—No me acuerdo de eso.
—El cura se acuerda, pero no pudo contármelo, porque lo considera secreto de confesión, se limitó a señalarme el camino. El caso de Felipe Vidal fue denunciado por su mujer, mi Nini, antes de irse al exilio.
Le repetí a Manuel lo que había descubierto en esa semana trascendental en Santiago y la visita que hice con Blanca a la Villa Grimaldi. El nombre del lugar no provocó ninguna reacción especial en él, tenía una idea vaga de que había estado allí, pero lo confundía en su mente con otros centros de detención. En los treinta y tantos años transcurridos desde entonces eliminó de su memoria esa experiencia, la recordaba como si la hubiera leído en un libro, no como algo personal, aunque tenía cicatrices de quemaduras en el cuerpo y no podía alzar los brazos por encima de los hombros, porque se los habían dislocado.
—No quiero saber los detalles —nos dijo.
Blanca le explicó que los detalles estaban intactos en un lugar adentro de él y se requería inmenso valor para entrar a ese lugar, pero no iría solo, ella y yo lo acompañaríamos. Ya no era un prisionero impotente en manos de sus verdugos, pero nunca sería verdaderamente libre si no enfrentaba el sufrimiento del pasado.
—Lo peor te pasó en la Villa Grimaldi, Manuel. Al final de la visita que hicimos, el guía nos llevó a ver las celdas de muestra. Había celdas de un metro por dos, donde ponían varios prisioneros de pie, apretados, días, semanas, sólo los sacaban para torturarlos o al excusado.
—Sí, sí… en una de ésas estuve con Felipe Vidal y otros hombres. No nos daban agua… era una caja sin ventilación, macerábamos en sudor, sangre, excremento —balbuceó Manuel, doblado, la cabeza sobre las rodillas—. Y otras eran nichos individuales, tumbas, perreras… los calambres, la sed… ¡Sáquenme de aquí!
Blanca y yo lo envolvimos en un círculo de brazos y pechos y besos, sosteniéndolo, llorando con él. Habíamos visto una de esas celdas. Tanto le rogué al guía, que me permitió entrar. Tuve que hacerlo de rodillas, adentro quedé encogida, acuclillada, incapaz de cambiar de postura o moverme, y después que cerraron la portezuela quedé a oscuras, atrapada. No soporté más de unos segundos y empecé a gritar hasta que me extrajeron jalándome de los brazos. «Los detenidos permanecían enterrados en vida por semanas, a veces meses. De aquí pocos salieron vivos y ésos quedaron locos», nos había dicho el guía.
—Ya sabemos donde estás cuando sueñas, Manuel —dijo Blanca.
Por fin sacaron a Manuel de su tumba, para encerrar en ella a otro prisionero, se cansaron de torturarlo y lo mandaron a otros centros de detención. Después de cumplir su condena de relegación en Chiloé, pudo irse a Australia, donde estaba su mujer, que no había sabido de él en más de dos años, lo había dado por muerto y tenía una nueva vida en la que Manuel, traumatizado, no cabía. Se divorciaron al poco tiempo, como sucedió con la mayoría de las parejas en exilio. A pesar de todo, Manuel tuvo mejor suerte que otros exiliados, porque Australia es un país acogedor; allí consiguió trabajo en su profesión y pudo escribir dos libros, mientras se aturdía con alcohol y aventuras fugaces que sólo acentuaban su abismal soledad. Con su segunda mujer, una bailarina española que conoció en Sidney, duró menos de un año. Era incapaz de confiar en nadie o de entregarse en una relación amorosa, sufría episodios de violencia y ataques de pánico, estaba irremisiblemente atrapado en su celda de la Villa Grimaldi o desnudo, atado a un catre metálico, mientras sus carceleros se divertían con descargas eléctricas.
Un día, en Sidney, Manuel se estrelló en el coche contra un pilar de hormigón armado, un accidente improbable incluso para alguien atontado de licor, como él estaba cuando lo recogieron. Los médicos del hospital, donde estuvo trece días en estado de gravedad y un mes inmóvil, concluyeron que había intentado suicidarse. Lo pusieron en contacto con una organización internacional que ayudaba a víctimas de tortura. Un psiquiatra con experiencia en casos como el suyo lo visitó cuando todavía estaba en el hospital. No logró desentrañar los traumas de su paciente, pero lo ayudó a manejar los cambios de humor y los episodios de violencia y pánico, a dejar de beber y a llevar una existencia aparentemente normal. Manuel se consideró curado, sin darle mayor importancia a las pesadillas, o al temor visceral a ascensores y sitios cerrados, siguió tomando antidepresivos y se acostumbró a la soledad.
Durante el relato de Manuel se cortó la luz, como siempre pasa en la isla a esa hora, y ninguno de los tres nos habíamos levantado para encender velas, estábamos a oscuras, sentados muy juntos.
—Perdóname, Manuel —murmuró Blanca al cabo de una larga pausa.
—¿Perdonarte? A ti sólo tengo que agradecerte —dijo él.
—Perdóname por la incomprensión y la ceguera. Nadie podría perdonar a los criminales, Manuel, pero tal vez puedas perdonarme a mí y a mi familia. Pecamos por omisión. Ignoramos la evidencia, porque no queríamos ser cómplices. En mi caso es peor, porque en esos años viajé bastante, sabía lo que publicaba la prensa extranjera sobre el gobierno de Pinochet. Mentiras, pensaba, es propaganda comunista.
Manuel la atrajo, abrazándola. Me levanté a tientas a echar unos palos en la estufa y buscar velas, otra botella de vino y más té. La casa se había enfriado. Les puse una manta sobre las piernas y me enrollé en el destartalado sofá al otro lado de Manuel.
—Así es que tu abuela te contó de nosotros, Maya —dijo Manuel.
—Que eran amigos, nada más. Ella no habla de esa época, rara vez ha mencionado a Felipe Vidal.
—Entonces, ¿cómo supiste que soy tu abuelo?
—Mi Popo es mi abuelo —repliqué, apartándome de él.
Su revelación fue tan inaudita, que me demoré un minuto eterno en captar su alcance. Las palabras fueron abriéndose paso a machetazos en mi mente embotada y mi embrollado corazón, pero el significado se me escapaba.
—No entiendo… —murmuré.
—Andrés, tu papá, es mi hijo —dijo Manuel.
—No puede ser. Mi Nini no se habría callado esto durante cuarenta y tantos años.
—Pensé que lo sabías, Maya. Le dijiste al doctor Puga que eras mi nieta.
—¡Para que me dejara entrar a la consulta!
En 1964 mi Nini era secretaria y Manuel Arias ayudante de un profesor en la facultad; ella tenía veintidós años y estaba recién casada con Felipe Vidal, él tenía veintisiete y una beca en el bolsillo para estudiar un doctorado de sociología en la Universidad de Nueva York. Habían estado enamorados en la adolescencia, dejaron de verse por unos años y al reencontrarse por casualidad en la facultad los arrolló una pasión nueva y urgente, muy distinta al romance virginal de antes. Esa pasión habría de terminar de forma desgarradora cuando él se fue a Nueva York y debieron separarse. Entretanto Felipe Vidal, lanzado en una notable carrera periodística, estaba en Cuba, sin sospechar el engaño de su mujer, tanto que nunca puso en duda que el hijo nacido en 1965 era suyo. No supo de la existencia de Manuel Arias hasta que compartieron una celda infame, pero Manuel había seguido de lejos sus éxitos de reportero. El amor de Manuel y Nidia sufrió varias interrupciones, pero volvía a encenderse inevitablemente cuando se reencontraban, hasta que él se casó en 1970, año en que Salvador Allende ganó la presidencia y comenzó a gestarse el cataclismo político, que culminaría tres años más tarde con el golpe militar.
—¿Lo sabe mi papá? —le pregunté a Manuel.
—No lo creo. Nidia se sentía culpable por lo que había pasado entre nosotros y estaba dispuesta a mantener el secreto a cualquier costo, pretendía olvidarlo y que yo también lo olvidara. No lo mencionó hasta diciembre del año pasado, cuando me escribió sobre ti.
—Ahora entiendo por qué me recibiste en esta casa, Manuel.
—En mi esporádica correspondencia con Nidia me enteré de tu existencia, Maya, sabía que por ser hija de Andrés, eras mi nieta, pero no le di importancia, pensé que nunca llegaría a conocerte.
El clima de reflexión e intimidad que había minutos antes se volvió muy tenso. Manuel era el padre de mi padre, teníamos la misma sangre. No hubo reacciones dramáticas, nada de abrazos conmovidos ni lágrimas de reconocimiento, nada de atorarse con declaraciones sentimentales; sentí esa dureza amarga de mis malos tiempos, que no había sentido nunca en Chiloé. Se me borraron los meses de chacota, estudio y convivencia con Manuel; de súbito era un desconocido cuyo adulterio con mi abuela me repelía.
—Dios mío, Manuel, ¿por qué no me lo habías contado? La telenovela se quedó corta —concluyó Blanca con un suspiro.
Eso rompió el hechizo y despejó el aire. Nos miramos en la luz amarillenta de la vela, sonreímos tímidamente y luego nos echamos a reír, primero titubeantes y luego con entusiasmo, ante lo absurdo e intrascendente que era ese asunto, porque si no se trata de donar un órgano o heredar una fortuna, da lo mismo quién sea mi antepasado biológico, sólo importa el afecto, que por suerte nos tenemos.
—Mi Popo es mi abuelo —le repetí.
—Nadie lo duda, Maya —me respondió.
Por los mensajes de mi Nini, que le escribe a Manuel a través de Mike O'Kelly, me enteré de que a Freddy lo hallaron desmayado en una calle de Las Vegas. Una ambulancia lo condujo al mismo hospital donde había estado antes y donde Olympia Pettiford lo había conocido, una de esas afortunadas coincidencias que las Viudas por Jesús atribuyen al poder de la oración. El niño permaneció en la unidad de cuidados intensivos, respirando por un tubo conectado a una ruidosa máquina, mientras los médicos trataban de controlar una pulmonía doble, que lo tuvo en las puertas del crematorio. Luego debieron extirparle el riñón, que le habían destrozado en la antigua paliza, y tratar las múltiples dolencias causadas por la mala vida. Por último fue a dar a una cama del piso de Olympia. Entretanto ella puso en movimiento las fuerzas salvadoras de Jesús y sus propios recursos para evitar que el Servicio de Protección Infantil o la ley se apropiaran del muchacho.
Para la fecha en que el niño fue dado de alta, Olympia Pettiford había conseguido permiso judicial para hacerse cargo de él, alegando un parentesco ilusorio, y así lo salvó de un centro juvenil o la cárcel. Parece que en eso la ayudó el oficial Arana, quien se enteró de que habían ingresado al hospital a un muchacho con las características de Freddy y en un momento libre fue a verlo. Se encontró con el acceso bloqueado por la imponente Olympia, decidida a censurarle las visitas al enfermo, que todavía andaba medio perdido en ese territorio incierto entre la vida y la muerte.
La enfermera temió que Arana tuviera intención de arrestar a su protegido, pero él la convenció de que sólo deseaba pedirle noticias de una amiga suya, Laura Barron. Dijo que estaba dispuesto a ayudar al chico y como en eso ambos coincidían, Olympia lo invitó a tomar un jugo en la cafetería y conversar. Ella le explicó que a fines del año pasado Freddy había llevado a su casa a una tal Laura Barron, drogadicta y enferma, y luego se había hecho humo. No supo nada de él hasta que salió del quirófano con un solo riñón y cayó en una sala de su piso. Respecto a Laura Barron, sólo podía decirle que la cuidó por unos días y apenas la chica se repuso un poco acudieron unos parientes a buscarla y se la llevaron, probablemente a un programa de rehabilitación, como ella misma les había aconsejado. Ignoraba adonde y ya no tenía el número que le dio la muchacha para llamar a su abuela. A Freddy había que dejarlo en paz, le advirtió a Arana en un tono que no admitía discusión, porque el muchacho no sabía nada de esa tal Laura Barron.
Cuando Freddy salió del hospital, con aspecto de espantapájaros, Olympia Pettiford se lo llevó a su casa y lo puso en manos del temible comando de Viudas cristianas. Para entonces el niño llevaba dos meses de abstinencia y su escasa energía sólo le daba para mirar la televisión. Con la dieta de frituras de las Viudas fue recuperando las fuerzas y cuando Olympia calculó que podría escaparse a la calle y volver al infierno de la adicción, se acordó del hombre en silla de ruedas, cuya tarjeta mantenía entre las páginas de su Biblia, y lo llamó. Sacó sus ahorros del banco, compró los pasajes y con otra mujer de refuerzo se llevaron a Freddy a California. Según mi Nini, se presentaron, vestidas de domingo, en el sucucho sin ventilación cerca de la Cárcel de Menores, donde trabaja Blancanieves, quien las estaba esperando. La historia me llenó de esperanza, porque si alguien en este mundo puede ayudar a Freddy, ése es Mike O'Kelly.
Daniel Goodrich y su padre asistieron a una Conferencia de Analistas Junguianos en San Francisco, donde el tema de fondo fue el Libro Rojo (Liver Novus) de Cari Jung, que se acaba de publicar, después de haber estado en una caja fuerte de Suiza por décadas, vedado a los ojos del mundo y rodeado de gran misterio. Sir Robert Goodrich compró a precio de oro una de las réplicas de lujo, idéntica al original, que Daniel heredará. Aprovechando el domingo libre, Daniel fue a Berkeley a ver a mi familia y llevó las fotografías de su paso por Chiloé.
En la mejor tradición chilena, mi abuela insistió en que debía alojarlo en su casa esa noche y lo instaló en mi pieza, que ha sido pintada en un tono más tranquilo que el mango estridente de mi infancia y despojada del dragón alado en el techo y de las criaturas desnutridas de las paredes. El huésped quedó pasmado con mi pintoresca abuela y la casona de Berkeley, más rezongona, reumática y colorinche de lo que yo había logrado describirle. El torreón de las estrellas había sido usado por el inquilino para guardar mercadería, pero Mike mandó a varios de sus delincuentes arrepentidos a raspar la suciedad y poner el viejo telescopio en su sitio. Mi Nini dice que eso tranquilizó a mi Popo, que antes deambulaba en la casa, tropezando con cajones y bultos de la India. Me abstuve de contarle que mi Popo está en Chiloé, porque tal vez ronda varios lugares al mismo tiempo.
Daniel fue con mi Nini a conocer la biblioteca, los hippies ancianos de la calle Telegraph, el mejor restaurante vegetariano, la Peña Chilena y, por supuesto, a Mike O'Kelly. «El irlandés está enamorado de tu abuela y creo que ella no es indiferente», me escribió Daniel, pero me cuesta imaginar que mi abuela pudiera tomar en serio a Blancanieves, quien comparado con mi Popo es un pobre diablo. Lo cierto es que O'Kelly no está del todo mal, pero cualquiera es un pobre diablo comparado con mi Popo.
En el apartamento de Mike estaba Freddy, quien debe de haber cambiado mucho en estos meses, porque la descripción de Daniel no calza con el muchacho que me salvó la vida dos veces. Freddy está en el programa de rehabilitación de Mike, sobrio y en aparente buena salud, pero muy deprimido, no tiene amigos, no sale a la calle, no quiere estudiar ni trabajar. O'Kelly opina que necesita tiempo y debemos tener fe en que saldrá adelante, porque es muy joven y tiene buen corazón, eso siempre ayuda. El chico se mostró indiferente ante las fotos de Chiloé y las noticias mías; si no fuera porque le faltaban dos dedos de una mano, pensaría que Daniel lo confundió con otro.
Mi padre llegó ese domingo a mediodía, proveniente de algún emirato árabe, y almorzó con Daniel. Imagino a los tres en la anticuada cocina de la casa, las servilletas blancas deshilachadas por el uso, el mismo jarro de cerámica verde para el agua, la botella de sauvignon blanc Veramonte, favorito de mi papá, y el fragante «caldillo de pescado» de mi Nini, una variante chilena del cioppino italiano y la bouillabaisse francesa, como ella misma lo describe. Mi amigo concluyó, erróneamente, que mi papá es de lágrima fácil, porque se emocionó al ver mis fotos, y que yo no me parezco a nadie de mi pequeña familia. Debería ver a Marta Otter, la princesa de Laponia. Pasó un día de estupenda hospitalidad y se fue con la idea de que Berkeley es un país del Tercer Mundo. Se avino bien con mi Nini, aunque lo único que tienen en común soy yo y la debilidad por los helados de menta. Después de pesar los riesgos, ambos se pusieron de acuerdo para intercambiar noticias por teléfono, un medio que ofrece el mínimo de peligro, siempre que eviten mencionar mi nombre.
—Le pedí a Daniel que viniera a Chiloé para Navidad —le anuncié a Manuel.
—¿De visita, a quedarse o a buscarte? —me preguntó.
—No sé pues, Manuel.
—¿Qué preferirías?
—¡A quedarse! —respondí sin vacilar, sorprendiéndolo con mi certeza.
Desde que aclaramos nuestro parentesco, Manuel suele mirarme con ojos húmedos y el viernes me trajo chocolates de Castro. «No eres mi novio, Manuel, y sácate la idea de la cabeza de que vas a reemplazar a mi Popo», le dije. «No se me ocurriría, gringa tonta», me contestó. Nuestra relación es la misma de antes, nada de arrumacos y bastante socarronería, pero él parece otra persona y Blanca también lo ha notado, espero que no se nos ablande y termine convertido en un anciano chocho. La relación de ellos también ha cambiado. Varias noches por semana Manuel duerme en casa de Blanca y me deja abandonada, sin más compañía que tres murciélagos, dos gatos maniáticos y un perro cojo. Hemos tenido ocasión de hablar de su pasado, que ya no es tabú, pero todavía no me atrevo a ser yo quien pone el tema; prefiero esperar a que él tome la iniciativa, lo cual sucede con cierta frecuencia, porque una vez destapada su caja de Pandora, Manuel necesita desahogarse.
He trazado un cuadro bastante preciso de la suerte que corrió Felipe Vidal, gracias a lo que recuerda Manuel y la denuncia detallada de su mujer en la Vicaría de Solidaridad, donde incluso tienen archivadas un par de cartas que él le escribió a ella antes de ser detenido. Violando las normas de seguridad, le escribí a mi Nini a través de Daniel, quien le hizo llegar la carta, para pedirle explicaciones. Me contestó por el mismo conducto y con eso completé la información que me faltaba.
En el desorden de los primeros tiempos después del golpe militar, Felipe y Nidia Vidal creyeron que manteniéndose invisibles podrían continuar su existencia normal. Felipe Vidal había conducido un programa político de televisión durante los tres años del gobierno de Salvador Allende, razón de sobra para ser considerado sospechoso por los militares; sin embargo, no había sido detenido. Nidia creía que la democracia sería reinstaurada pronto, pero él temía una dictadura de largo aliento, porque en su ejercicio del periodismo había reporteado guerras, revoluciones y golpes militares, sabía que la violencia, una vez desatada, es incontenible. Antes del golpe presentía que estaban sobre un polvorín listo para estallar y se lo advirtió en privado al presidente, después de una conferencia de prensa. «¿Sabe algo que yo no sé, compañero Vidal, o es una corazonada?», le preguntó Allende. «Le he tomado el pulso al país y creo que los militares se van a alzar», le contestó éste sin preámbulo. «Chile tiene una larga tradición democrática, aquí nadie toma el poder por la fuerza. Conozco la gravedad de esta crisis, compañero, pero confío en el comandante de las Fuerzas Armadas y en el honor de nuestros soldados, sé que cumplirán con su deber», dijo Allende en tono solemne, como hablando para la posteridad. Se refería al general Augusto Pinochet, a quien él había nombrado recientemente, un hombre de provincia, de familia de militares, que venía bien recomendado por su antecesor, el general Prats, el cual fue depuesto por presiones políticas. Vidal reprodujo exactamente esta conversación en su columna del periódico. Nueve días más tarde, el martes 11 de septiembre, escuchó por la radio las últimas palabras del presidente despidiéndose del pueblo antes de morir, y el estrépito de las bombas cayendo sobre el Palacio de la Moneda, sede de la presidencia. Entonces se preparó para lo peor. No creía en el mito de la conducta civilizada de los militares chilenos, porque había estudiado historia y existían demasiadas evidencias de lo contrario. Presentía que la represión iba a ser pavorosa.
La Junta Militar declaró el estado de guerra y entre sus medidas inmediatas impuso estricta censura a los medios de comunicación. No circulaban noticias, sólo rumores, que la propaganda oficial no intentaba acallar porque le convenía sembrar terror. Se hablaba de campos de concentración y centros de tortura, miles y miles de detenidos, exiliados y muertos, tanques arrasando barrios obreros, soldados fusilados por negarse a obedecer, prisioneros lanzados al mar desde helicópteros, atados a trozos de rieles y abiertos en canal para que se hundieran. Felipe Vidal tomó nota de los soldados con armas de guerra, los tanques, el estrépito de camiones militares, el zumbido de helicópteros, la gente arreada a golpes. Nidia arrancó los afiches de cantantes de protesta de las paredes y juntó los libros, incluso novelas inocuas, y fue a tirarlos en un basural, porque no sabía cómo quemarlos sin llamar la atención. Era una precaución inútil, porque existían cientos de artículos, documentales y grabaciones comprometedores de la labor periodística de su marido.
La idea de que Felipe se escondiera fue de Nidia; así estarían más tranquilos, y propuso que él se fuera al sur, donde una tía. Doña Ignacia era una octogenaria bastante peculiar, que llevaba cincuenta años recibiendo moribundos en su casa. Tres criadas, casi tan ancianas como ella, la secundaban en la noble tarea de ayudar a morir a enfermos terminales de apellidos distinguidos, de quienes sus propias familias no podían o no querían hacerse cargo. Nadie visitaba esa lúgubre residencia, aparte de una enfermera y un diácono, que pasaban dos veces por semana a repartir medicinas y la comunión, porque se sabía que allí los muertos penaban. Felipe Vidal no creía en nada de eso, pero por carta le admitió a su mujer que los muebles se desplazaban solos y en las noches no se podía dormir por los inexplicables portazos y los golpes en el techo. El comedor se usaba a menudo como capilla funeraria y había un armario lleno de dentaduras postizas, lentes y frascos de remedios que dejaban los huéspedes al partir al cielo. Doña Ignacia acogió a Felipe Vidal con los brazos abiertos. No recordaba quién era y creyó que se trataba de otro paciente enviado por Dios; por eso le sorprendió su aspecto tan saludable.
La casa era una reliquia colonial, de adobe y tejas, cuadrada, con un patio central. Los cuartos daban a una galería, donde languidecían matas empolvadas de cardenales y picoteaban gallinas sueltas. Las vigas y pilares estaban torcidos, las paredes con grietas, los postigos desencajados por el uso y los temblores; el techo goteaba por varios agujeros y las corrientes de aire y las ánimas en pena solían mover las estatuas de santos que decoraban las piezas. Era la perfecta antesala de la muerte, helada, húmeda y sombría como un cementerio, pero a Felipe Vidal le pareció de lujo. La habitación que le tocó era del tamaño de su apartamento en Santiago, con una colección de muebles pesados, ventanas con barrotes y techo tan alto que los deprimentes cuadros de escenas bíblicas colgaban inclinados, para poder apreciarlos desde abajo. La comida resultó excelente, porque la tía era golosa y no escatimaba nada a sus moribundos, quienes permanecían muy quietos en sus camas, respirando a gorgoritos y apenas probaban los platos.
Desde aquel refugio en la provincia Felipe trató de mover los hilos para aclarar su situación. Estaba sin trabajo, porque el canal de televisión había sido intervenido, su periódico arrasado y el edificio quemado hasta los cimientos. Su cara y su pluma estaban identificadas con la prensa de izquierda, no podía soñar en conseguir empleo en su profesión, pero contaba con algunos ahorros para vivir unos meses. Su problema inmediato era averiguar si estaba en la lista negra y, de ser así, escapar del país. Mandaba recados en clave y hacía discretas consultas por teléfono, pero sus amigos y conocidos se negaban a contestarle o lo enredaban con excusas.
Al cabo de tres meses estaba bebiendo media botella de pisco al día, deprimido y avergonzado porque, mientras otros luchaban en la clandestinidad contra la dictadura militar, él comía como príncipe a costillas de una anciana demente que le ponía el termómetro a cada rato. Se moría de aburrimiento. Rehusaba ver la televisión, para no oír los bandos y marchas militares, no leía, porque los libros de la casa eran del siglo XIX, y su única actividad social era el rosario vespertino, que rezaban las empleadas y la tía por el alma de los agónicos, en la cual debía participar, porque fue la única condición que le puso doña Ignacia para darle hospedaje. En ese período le escribió varias cartas a su mujer, contándole detalles de su existencia, dos de las cuales pude leer en el archivo de la Vicaría. Empezó a salir de a poco, primero hasta la puerta, luego a la panadería de la esquina y al quiosco de periódicos, enseguida a dar una vuelta por la plaza y al cine. Se encontró con que había estallado el verano y la gente se preparaba para las vacaciones con aire de normalidad, como si las patrullas de soldados con casco y fusil automático fuesen parte del paisaje urbano. Pasó la Navidad y empezó el año 1974 separado de su mujer y su hijo, pero en febrero, cuando ya llevaba cinco meses viviendo como una rata, sin que la policía secreta diera prueba de andar buscándolo, calculó que era tiempo de regresar a la capital y pegar los pedazos quebrados de su vida y su familia.
Felipe Vidal se despidió de doña Ignacia y las criadas, que le llenaron la maleta de quesos y pasteles, emocionadas porque era el primer paciente en medio siglo que en vez de morirse había engordado nueve kilos. Se había puesto lentes de contacto y cortado la melena y el bigote, estaba irreconocible. Volvió a Santiago y decidió ocupar su tiempo en escribir sus memorias, ya que aún no se daban las circunstancias para buscar trabajo. Un mes más tarde, su mujer salió de su empleo, pasó a recoger a su hijo Andrés a la escuela y comprar algo para la cena. Cuando llegó al apartamento encontró la puerta descerrajada y el gato tirado en el umbral, con la cabeza destrozada.
Nidia Vidal hizo el recorrido habitual preguntando por su marido, junto a centenares de otras personas angustiadas, que hacían cola frente a retenes de policía, prisiones, centros de detenidos, hospitales y morgues. Su marido no figuraba en la lista negra, no estaba registrado en ninguna parte, jamás había sido arrestado, no lo busque señora, seguro se fue con una amante a Mendoza. Su peregrinaje habría continuado durante años si no hubiera recibido un mensaje.
Manuel Arias estaba en la Villa Grimaldi, inaugurada hacía poco como cuartel de la DINA, en una de las celdas de tortura, de pie, aplastado contra otros prisioneros inmóviles. Entre ellos se hallaba Felipe Vidal, a quien todos conocían por su programa de televisión. Por supuesto, Vidal no podía saber que su compañero de celda, Manuel Arias, era el padre de Andrés, el niño que él consideraba su hijo. A los dos días se llevaron a Felipe Vidal para interrogarlo y no regresó.
Los presos solían comunicarse con golpecitos y arañazos en los tabiques de madera que los separaban, así Manuel se enteró de que Vidal había sufrido un paro cardíaco en la parrilla eléctrica. Sus restos, como los de tantos otros, fueron lanzados al mar. Ponerse en contacto con Nidia se convirtió en una obsesión para él. Lo menos que podía hacer por esa mujer que había amado tanto, era impedir que gastara su vida buscando a su marido y avisarle de que escapara antes de que también a ella la hicieran desaparecer.
Era imposible enviar mensajes al exterior, pero por milagrosa coincidencia, en esos días se llevó a cabo la primera visita de la Cruz Roja, porque las denuncias de violaciones a los derechos humanos ya habían dado la vuelta al mundo. Fue necesario esconder a los detenidos, limpiar la sangre y desarmar las parrillas para la inspección. A Manuel y otros que estaban en mejores condiciones los curaron como pudieron, los bañaron, les dieron ropa limpia y los presentaron ante los observadores con la advertencia de que a la menor indiscreción sus familias sufrirían las consecuencias. Manuel aprovechó para enviarle un recado a Nidia Vidal en los únicos segundos que tuvo para susurrarle dos frases a uno de los miembros de la Cruz Roja.
Nidia recibió el mensaje, supo de quién provenía y no dudó de su veracidad. Se puso en contacto con un sacerdote belga que trabajaba en la Vicaría, a quien conocía, y éste se las arregló para introducirla con su hijo en la embajada de Honduras, donde pasaron dos meses esperando salvoconductos para dejar el país. La residencia diplomática estaba invadida hasta el último rincón por medio centenar de hombres, mujeres y niños, que dormían tirados en el suelo y mantenían ocupados en permanencia los tres baños, mientras el embajador procuraba colocar a la gente en otros países, porque el suyo estaba copado y no podía recibir más refugiados. La tarea parecía interminable, ya que cada tanto otros perseguidos del régimen saltaban el muro desde la calle y aterrizaban en su patio. Consiguió que Canadá recibiera a veinte, entre ellos a Nidia y Andrés Vidal, alquiló un bus, le puso patente diplomática y dos banderas hondureñas y, acompañado por su agregado militar, condujo personalmente a los veinte exiliados al aeropuerto y luego a la puerta del avión.
Nidia se propuso darle a su hijo una vida normal en Canadá, sin miedo, odio ni rencores. No faltó a la verdad al explicarle que su padre había muerto de un ataque al corazón, pero omitió los horrendos detalles, porque el niño era muy joven para asimilarlos. Fueron pasando los años sin encontrar la oportunidad —o una buena razón— para aclararle las circunstancias de esa muerte, pero ahora que yo había desenterrado el pasado, mi Nini tendrá que hacerlo. También tendrá que decirle que Felipe Vidal, el hombre de la fotografía que él siempre ha tenido en su mesa de noche, no era su padre.
Nos llegó un paquete por correo a la Taberna del Muertito y antes de abrirlo sabíamos quién lo enviaba, porque provenía de Seattle. Contenía la carta que tanta falta me hacía, larga e informativa, pero sin el lenguaje apasionado que hubiera acabado con mis dudas respecto a Daniel. También venían las fotos tomadas por él en Berkeley: mi Nini, de mejor aspecto que en el año pasado, porque se tiñó las canas, del brazo de mi papá en su uniforme de piloto, siempre guapo; Mike O'Kelly de pie, aferrado a su andador, con el tronco y los brazos de un luchador y las piernas atrofiadas por la parálisis; la casa mágica sombreada por los pinos en un luminoso día de otoño; la bahía de San Francisco salpicada de velas blancas. De Freddy sólo había una instantánea, obtenida posiblemente en un descuido del chico, que no estaba en las otras, como si hubiera evitado la cámara a propósito. Aquel ser de ojos hambrientos, huesudo y triste, era igual a los zombis del edificio de Brandon Leeman. Controlar su adicción puede tomarle años a mi pobre Freddy, si es que lo logra; entretanto, está padeciendo.
El paquete también incluía un libro sobre mafias, que leeré, y un extenso reportaje de una revista sobre el falsificador de dólares más buscado en el mundo, un americano de cuarenta y cuatro años, Adam Trevor, arrestado en agosto, en el aeropuerto de Miami, cuando intentaba ingresar a Estados Unidos bajo una falsa identidad, proveniente de Brasil. Había huido del país con su mujer y su hijo a mediados de 2008, burlando al FBI y la Interpol. Engrillado en una prisión federal, con la posibilidad de pasar el resto de su vida en una celda, calculó que más valía cooperar con las autoridades a cambio de una condena más corta. La información facilitada por Trevor podría conducir al desmantelamiento de una red internacional capaz de influir en los mercados financieros desde Wall Street hasta Pekín, decía el artículo.
Trevor comenzó su industria de dólares falsos en el estado sureño de Georgia y luego se trasladó a Texas, cerca de la permeable frontera con México. Montó su máquina de hacer billetes en el sótano de una fábrica de zapatos, clausurada desde hacía varios años, en una zona industrial muy activa durante el día y muerta por la noche, cuando podía trasladar los materiales sin llamar la atención. Sus billetes eran tan perfectos como me había asegurado el oficial Arana en Las Vegas, porque conseguía recortes del mismo papel sin almidón de los auténticos y había desarrollado una ingeniosa técnica para colocarles la banda metálica de seguridad; ni el más experto cajero podía detectarlos. Además, una parte de su producción eran billetes de cincuenta dólares, que rara vez se someten al mismo escrutinio que los de más alta denominación. La revista repetía lo dicho por Arana: que los dólares falsificados siempre se enviaban fuera de Estados Unidos, donde bandas criminales los mezclaban con legítimos antes de ponerlos en circulación.
En su confesión, Adam Trevor admitió el error de haberle dado a guardar a su hermano en Las Vegas medio millón de dólares; éste había sido asesinado antes de alcanzar a decirle dónde había escondido el botín. Nada se habría descubierto si el hermano, un traficante de drogas de poca monta que se hacía llamar Brandon Leeman, no hubiera empezado a gastarlo. En el océano de dinero en efectivo de los casinos de Nevada los billetes habrían pasado años sin ser detectados, pero Brandon Leeman también los usó para sobornar policías y con esa pista el FBI comenzó a desenredar la madeja.
El Departamento de Policía de Las Vegas mantuvo el escándalo de los sobornos más o menos controlado, pero algo se coló a la prensa, hubo una limpieza somera para calmar la indignación del público y varios oficiales corruptos fueron destituidos. El periodista finalizaba su reportaje con un párrafo que me dejó asustada:
Medio millón de dólares falsificados carecen de relevancia. Lo esencial es encontrar las placas para imprimir los billetes, que Adam Trevor le dio a guardar a su hermano, antes de que éstas caigan en poder de grupos terroristas o de algunos gobiernos, como los de Corea del Norte e Irán, interesados en inundar el mercado de dólares falsos y sabotear la economía americana.
Mi abuela y Blancanieves están convencidos de que ya no existe privacidad, se puede conocer hasta lo más íntimo de la vida de cualquier persona y nadie puede ocultarse, porque basta usar una tarjeta de crédito, ir al dentista, subirse a un tren o llamar por teléfono para dejar una pista imborrable. Sin embargo, cada año desaparecen cientos de miles de niños y adultos por diversas razones: secuestro, suicidio, asesinato, enfermedad mental, accidentes; hay muchos que escapan de la violencia doméstica o de la ley, entran en alguna secta o viajan con otra identidad, por no mencionar a las víctimas del tráfico sexual o los que son explotados en trabajo forzado como esclavos. Según Manuel, actualmente existen veintisiete millones de esclavos, a pesar de que la esclavitud ha sido abolida en el mundo entero.
El año pasado, yo era una de esas personas desaparecidas y mi Nini fue incapaz de encontrarme, aunque no hice nada especial por esconderme. Ella y Mike creen que el gobierno estadounidense, con el pretexto del terrorismo, espía todos nuestros movimientos e intenciones, pero yo dudo que pueda acceder a billones de mensajes electrónicos y conversaciones telefónicas, el aire está saturado de palabras en cientos de idiomas, sería imposible ordenar y descifrar la algarabía de esa torre de Babel. «Pueden hacerlo, Maya, disponen de la tecnología y de millones de burócratas insignificantes cuya única tarea es espiarnos. Si los inocentes deben cuidarse, con mayor razón debes hacerlo tú, hazme caso», insistió mi Nini al despedirnos en San Francisco, en enero. Resulta que uno de esos inocentes, su amigo Norman, aquel genio odioso que la ayudó a violar mi correo y mi celular en Berkeley, se dedicó a divulgar chistes sobre Bin Laden en internet y antes de una semana aparecieron dos agentes del FBI en su casa a interrogarlo. Obama no ha desmantelado la maquinaria de espionaje doméstico montada por su antecesor, de modo que toda precaución es poca, sostiene mi abuela, y Manuel Arias está de acuerdo.
Manuel y mi Nini tienen un código para hablar de mí: el libro que él está escribiendo soy yo. Por ejemplo, para darle una idea a mi abuela de cómo me he adaptado en Chiloé, Manuel le dice que el libro progresa mejor de lo esperado, no se ha topado con ningún problema serio y los chilotes, habitualmente cerrados, están cooperando. Mi Nini puede escribirle a él con algo más de libertad, siempre que no lo haga desde su computadora. Así me enteré de que finalizaron los trámites del divorcio de mi papá, que él sigue volando al Oriente Medio y Susan volvió del Irak y la destinaron a la seguridad de la Casa Blanca. Mi abuela se mantiene en contacto con ella, porque llegaron a ser amigas, a pesar de los encontronazos que tuvieron al principio, cuando la suegra se entrometía demasiado en la privacidad de la nuera. Yo también le escribiré a Susan apenas se normalice mi situación. No quiero perderla, fue muy buena conmigo.
Mi Nini continúa con su trabajo en la biblioteca, acompañando a los moribundos del Hospice y ayudando a O'Kelly. El Club de Criminales fue noticia en la prensa estadounidense porque dos de sus miembros descubrieron la identidad de un asesino en serie de Oklahoma. Mediante deducción lógica lograron aquello que la policía, con sus técnicas modernas de investigación, no había conseguido. Esa notoriedad ha provocado una avalancha de solicitudes para entrar al club. Mi Nini pretende cobrar una cuota mensual a los nuevos miembros, pero O'Kelly sostiene que se perdería el idealismo.
—Esas placas de Adam Trevor pueden causar un cataclismo en el sistema económico internacional. Son el equivalente a una bomba nuclear —le comenté a Manuel.
—Están en el fondo de la bahía de San Francisco.
—De eso no estamos seguros, pero aunque así fuera, el FBI no lo sabe. ¿Qué vamos a hacer, Manuel? Si antes me buscaban por un atado de billetes falsificados, con mayor razón me buscan ahora por esas placas. Van a movilizarse en serio para encontrarme.
Viernes 4 de diciembre de 2009. Tercer día funesto. Llevo desde el miércoles sin ir a trabajar, sin salir de la casa, sin quitarme el pijama, sin apetito, peleando con Manuel y Blanca, días sin consuelo, días en una montaña rusa de emociones. Un instante antes de tomar el teléfono aquel miércoles maldito yo volaba allá arriba, en la luz y la dicha, luego vino la caída a plomo, como un pájaro con el corazón atravesado. He pasado tres días fuera de mí, lamentándome a gritos por mis amores y mis errores y mis dolores, pero hoy, finalmente, dije «¡Basta!», y me di una ducha tan larga que se terminó el agua en el estanque, me lavé la pena con jabón y después me senté al sol en la terraza a devorar las tostadas con mermelada de tomate que preparó Manuel y tuvieron la virtud de devolverme la cordura, después de mi alarmante ataque de demencia amorosa. Pude abordar mi situación con algo de objetividad, aunque sabía que el efecto calmante de las tostadas sería temporal. He llorado mucho y seguiré llorando todo lo necesario, de lástima por mí misma y de amor despechado, porque sé lo que pasa si trato de hacerme la valiente, como hice cuando se murió mi Popo. Además, a nadie le importa mi llanto, Daniel no lo oye y el mundo sigue rodando, inconmovible.
Daniel Goodrich me notificó que «valora nuestra amistad y desea seguir en contacto», que yo soy una joven excepcional y bla bla bla; en pocas palabras, que no me quiere. No vendrá a Chiloé para Navidad, ésa fue una sugerencia mía sobre la cual él no se pronunció, tal como nunca hizo planes para reencontrarnos. Nuestra aventura en mayo fue muy romántica, la recordará siempre, más y más palabrería, pero él tiene su vida en Seattle. Al recibir este mensaje en el correo de juanitocorrales@gmail.com creí que era un malentendido, una confusión debida a la distancia, y lo llamé por teléfono, mi primera llamada, al diablo con las medidas de seguridad de mi abuela. Tuvimos una conversación breve, muy penosa, imposible de repetir sin retorcerme de bochorno y humillación, yo rogando, él retrocediendo.
—¡Soy fea, tonta y alcohólica! Con razón Daniel no quiere nada conmigo —sollocé.
—Muy bien, Maya, flagélate —me aconsejó Manuel, que se había sentado a mi lado con su café y más tostadas.
—¿Es esto mi vida? Descender a la oscuridad en Las Vegas, sobrevivir, salvarme por casualidad aquí en Chiloé, entrar de lleno en el amor con Daniel y enseguida perderlo. Morir, resucitar, amar y volver a morir. Soy un desastre, Manuel.
—A ver, Maya, no exageremos, esto no es la ópera. Cometiste un error, pero no tienes la culpa, ese joven debió ser más cuidadoso con tus sentimientos. ¡Vaya clase de psiquiatra! Es un pelotudo.
—Sí, un pelotudo muy sexy.
Sonreímos, pero enseguida me puse a llorar de nuevo, él me pasó una servilleta de papel para que me sonara la nariz y me abrazó.
—Estoy muy arrepentida por lo de tu computadora, Manuel —murmuré hundida en su chaleco.
—Mi libro está a salvo, no perdí nada, Maya.
—Te voy a comprar otra computadora, te lo prometo.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Le pediré un préstamo al Millalobo.
—¡Eso sí que no! —me advirtió.
—Entonces tendré que ponerme a vender la marihuana de doña Lucinda, todavía quedan varias plantas en su jardín.
No es sólo la computadora destrozada lo que tendré que reponer, también arremetí contra las estanterías de libros, el reloj de buque, los mapas, platos, vasos y otras cosas al alcance de mi furia, chillando como una mocosa de dos años, la pataleta más escandalosa de mi vida. Los gatos salieron volando por la ventana y el Fákin se metió debajo de la mesa, aterrado. Cuando llegó Manuel, a eso de las nueve de la noche, encontró su casa devastada por un tifón y a mí en el suelo, completamente ebria. Eso es lo peor, lo que más me avergüenza.
Manuel llamó a Blanca, que se vino al trote de su casa aunque ya no tiene edad para trotar, y entre los dos se las arreglaron para reanimarme con café retinto, lavarme, acostarme y recoger los destrozos. Me había tomado una botella de vino y los restos de vodka y licor de oro que hallé en el armario, estaba intoxicada hasta los tuétanos. Me puse a beber, sin pensar. Yo, que me jactaba de haber superado mis problemas, que podía prescindir de terapia y Alcohólicos Anónimos, porque me sobraba fuerza de voluntad y en realidad no era adicta, eché mano de las botellas de forma automática apenas el mochilero de Seattle me rechazó. Admito que la causa era contundente, pero ése no es el punto. Mike O'Kelly tenía razón: la adicción está siempre al acecho, esperando su oportunidad.
—¡Qué estúpida fui, Manuel!
—Nada de estupidez, Maya, esto se llama enamorarse del amor.
—¿Cómo?
—A Daniel lo conoces muy poco. Estás enamorada de la euforia que él te produce.
—Esa euforia es lo único que me importa, Manuel. No puedo vivir sin Daniel.
—Por supuesto que puedes vivir sin él. Ese joven fue la llave para abrirte el corazón. La adicción al amor no te arruinará la salud ni la vida, como el crack o el vodka, pero debes aprender a distinguir entre el objeto amoroso, en este caso Daniel, y la excitación de tener el corazón abierto.
—Repite, hombre, me estás hablando como los terapeutas de Oregón.
—Sabes que he pasado la mitad de mi vida cerrado a machote, Maya. Recién ahora empiezo a abrirme, pero no puedo escoger los sentimientos. Por la misma apertura que entra el amor, se cuela el miedo. Lo que te quiero decir es que si eres capaz de amar mucho, también vas a sufrir mucho.
—Me voy a morir, Manuel. No puedo aguantar esto. ¡Es lo peor que me ha pasado!
—No, gringuita, es una desgracia temporal, un pelo de la cola comparado con tu tragedia del año pasado. Ese mochilero te hizo un favor, te dio la oportunidad de conocerte mejor.
—No tengo ni la más jodida idea de quién soy, Manuel.
—Vas camino a descubrirlo.
—¿Tú sabes quién es Manuel Arias?
—No todavía, pero ya di los primeros pasos. Tú estás más avanzada y tienes mucho más tiempo por delante que yo, Maya.
Manuel y Blanca soportaron con ejemplar generosidad la crisis de esta gringa absurda, como les ha dado por llamarme; se calaron llanto, recriminaciones, lamentos de autocompasión y culpa, pero frenaron en seco mis palabrotas, insultos y amagos de seguir rompiendo propiedad ajena, que en este caso es la propiedad de Manuel. Tuvimos un par de sonoras peleas, que nos hacían falta a los tres. No siempre se puede ser Zen. Han tenido la elegancia de no mencionar mi borrachera ni el costo de la destrucción, saben que estoy dispuesta a cualquier penitencia para hacerme perdonar. Cuando me calmé y vi la computadora en el suelo, tuve la fugaz tentación de lanzarme al mar. ¿Cómo iba a darle la cara a Manuel? ¡Cuánto debe quererme este nuevo abuelo para no haberme puesto en la calle! Ésta será la última pataleta de mi vida, tengo veinte años y ya no es ninguna gracia. Debo conseguir otra computadora como sea.
El consejo de Manuel sobre abrirme a los sentimientos me quedó resonando, porque podría haberlo dado mi Popo o el mismo Daniel Goodrich. ¡Ay! ¡No puedo escribir su nombre sin ponerme a llorar! Me voy a morir de pena, nunca he sufrido tanto… No es cierto, sufrí más, mil veces más, cuando se murió mi Popo. Daniel no es el único que me ha roto el corazón, como en las rancheras mexicanas que tararea mi Nini. Cuando yo tenía ocho años, mis abuelos decidieron llevarme a Dinamarca para cortar por lo sano mi fantasía de ser huérfana. El plan consistía en dejarme con mi madre para que fuéramos conociéndonos, mientras ellos hacían turismo en el Mediterráneo, y recogerme dos semanas más tarde para regresar juntos a California. Ése sería mi primer contacto directo con Marta Otter y para causarle buena impresión me llenaron la maleta de ropa nueva y regalos sentimentales, como un relicario con algunos de mis dientes de leche y un mechón de mi cabello. Mi papá, quien al principio se opuso al viaje y sólo cedió por la presión combinada de mis abuelos y yo, nos advirtió que ese fetiche de dientes y pelos no sería apreciado: los daneses no coleccionan partes del cuerpo.
Aunque disponía de varias fotografías de mi madre, la imaginaba como las nutrias del acuario de Monterrey, por su apellido, Otter. En las fotos que me había mandado en algunas navidades, aparecía delgada, elegante y con melena platinada, por lo mismo fue una sorpresa verla en su casa de Odense un poco gorda, en pantalones de gimnasia y con el pelo mal teñido color vino tinto. Estaba casada y tenía dos hijos.
Según la guía turística que compró mi Popo en la estación de Copenhague, Odense es una ciudad encantadora en la isla de Fionia, en el centro de Dinamarca, cuna del célebre escritor Hans Christian Andersen, cuyos libros ocupaban un sitio destacado en mis estanterías, al lado de Astronomía para principiantes, porque correspondían a la letra A. Esto había sido motivo de discusión, porque mi Popo insistía en el orden alfabético y mi Nini, que trabaja en la biblioteca de Berkeley, aseguraba que los libros se organizan por temas. Nunca supe si la isla de Fionia era tan encantadora como aseguraba la guía, porque no alcanzamos a conocerla. Marta Otter vivía en un barrio de casas iguales, con un parche de pasto delante, que se distinguía de los demás por una sirena de yeso sentada en una roca, igual a la que yo tenía en una bola de vidrio. Nos abrió la puerta con expresión de sorpresa, como si no recordara que mi Nini le había escrito con meses de anticipación para anunciarle la visita, se lo había repetido antes de salir de California y la había llamado por teléfono el día anterior desde Copenhague. Nos saludó con un formal apretón de mano, nos invitó a entrar y nos presentó a sus hijos, Hans y Vilhelm, de cuatro y dos años, unos críos tan blancos que brillaban en la oscuridad.
El interior era pulcro, impersonal y deprimente, en el mismo estilo de la habitación del hotel de Copenhague, donde no pudimos ducharnos porque no encontramos los grifos del baño, sólo lisas superficies minimalistas de mármol blanco. La comida del hotel resultó tan austera como el decorado y mi Nini, sintiéndose estafada, exigió rebaja en el precio. «¡Nos cobran una fortuna y aquí no tienen ni sillas!», alegó en la recepción, donde sólo había un mesón de acero y un arreglo floral de una alcachofa en un tubo de vidrio. El único adorno en la casa de Marta Otter era la reproducción de un cuadro de la reina Margarita, bastante bueno; si Margarita no fuera reina, sería más apreciada como artista.
Nos sentamos en un incómodo sofá de plástico gris, mi Popo con mi maleta a los pies, que se veía enorme, y mi Nini sujetándome de un brazo para que yo no saliera corriendo. Yo los había majadeado por años para conocer a mi madre, pero en ese momento estaba lista para escapar, aterrada ante la idea de pasar dos semanas con esa mujer desconocida y aquellos conejos albinos, mis hermanitos. Cuando Marta Otter fue a la cocina a preparar café, le susurré a mi Popo que si me dejaba en esa casa me iba a suicidar. Él le sopló lo mismo a su mujer y en menos de treinta segundos ambos decidieron que ese viaje había sido un error; era preferible que su nieta siguiera creyendo en la leyenda de la princesa de Laponia por el resto de su existencia.
Marta Otter volvió con café en tazas tan mínimas que carecían de asa, y la tensión se relajó un poco con el ritual de pasar el azúcar y la crema. Mis blanquísimos hermanos se instalaron a ver un programa de animales en el televisor sin sonido, para no molestar, eran muy bien educados, y los adultos se pusieron a hablar de mí como si yo estuviera muerta. Mi abuela sacó de su bolso el álbum familiar y fue explicándole a mi madre las fotos una por una: Maya de dos semanas desnuda, acurrucada en una sola de las grandes manos de Paul Ditson II, Maya de tres años vestida de hawaiana con un ukelele, Maya de siete jugando al fútbol. Entretanto yo estudiaba con desmedida atención el cordón de mis zapatillas nuevas. Marta Otter comentó que yo me parecía mucho a Hans y Vilhelm, aunque la única similitud consistía en que los tres éramos bípedos. Creo que mi aspecto fue un secreto alivio para mi madre, porque yo no presentaba evidencia de los genes latinoamericanos de mi padre y en un apuro podría pasar por escandinava.
Cuarenta minutos más tarde, largos como cuarenta horas, mi abuelo pidió el teléfono para llamar a un taxi y pronto nos despedimos sin mencionar para nada la maleta, que había ido creciendo y ya pesaba como un elefante. En la puerta Marta Otter me dio un beso tímido en la frente y dijo que estaríamos en contacto y que iría a California al cabo de uno o dos años, porque Hans y Vilhelm querían conocer Disneyworld. «Eso es en Florida», le expliqué. Mi Nini me hizo callar de un pellizco.
En el taxi mi Nini opinó frívolamente que la ausencia de mi madre, lejos de ser una desgracia, había resultado una bendición, porque me crié consentida y libre en la casa mágica de Berkeley, con sus paredes de colores y su torreón astronómico, en vez de haberme criado en el ambiente minimalista de una danesa. Saqué de mi bolso la bola de vidrio con la sirenita y al bajarnos la dejé sobre el asiento del taxi.
Después de la visita a Marta Otter pasé meses amurrada. Esa Navidad, para consolarme, Mike O'Kelly me trajo de regalo un canasto tapado con un paño de cocina a cuadros. Al quitar el paño me encontré con una perrita blanca del tamaño de una toronja durmiendo plácidamente sobre otro paño de cocina. «Se llama Daisy, pero puedes cambiarle el nombre», me dijo el irlandés. Me enamoré perdidamente de Daisy, volvía corriendo de la escuela para no perder ni un minuto de su compañía, era mi confidente, mi amiga, mi juguete, dormía en mi cama, comía de mi plato y andaba en mis brazos, no pesaba ni dos kilos. Ese animal tuvo la virtud de tranquilizarme y hacerme tan feliz, que no volví a pensar en Marta Otter. Al cumplir un año, Daisy tuvo su primer celo, el instinto pudo más que su timidez y se escapó a la calle. No alcanzó a llegar lejos, pues la atropello un auto en la esquina y la mató al instante.
Mi Nini, incapaz de darme la noticia, le avisó a mi Popo, quien dejó su trabajo en la universidad para ir a buscarme a la escuela. Me sacaron de la clase y cuando lo vi esperándome supe lo sucedido antes de que él alcanzara a decirlo. ¡Daisy! La vi correr, vi el automóvil, vi el cuerpo inerte de la perrita. Mi Popo me acogió en sus brazos enormes, me apretó contra su pecho y lloró conmigo.
Pusimos a Daisy en una caja y la enterramos en el jardín. Mi Nini quiso conseguir otra perra, lo más parecida posible a Daisy, pero mi Popo dijo que no se trataba de reemplazarla sino de vivir sin ella. «No puedo, Popo, ¡la quería tanto!», sollocé inconsolable. «Ese cariño está en ti, Maya, no en Daisy. Puedes dárselo a otros animales y lo que te sobre me lo das a mí», me respondió ese abuelo sabio. Esa lección sobre el duelo y el amor me servirá ahora, porque lo cierto es que quise a Daniel más que a mí misma, pero no más que a mi Popo o a Daisy.
Malas noticias, muy malas, llueve sobre mojado, como dicen aquí cuando se acumulan las desgracias; primero lo de Daniel y ahora esto. Tal como yo temía, el FBI dio con mi pista y el oficial Arana llegó a Berkeley. Eso no significa que vaya a venir a Chiloé, como dice Manuel para tranquilizarme, pero estoy asustada, porque si se dio la molestia de buscarme desde noviembre del año pasado, no va a desistir ahora que localizó a mi familia.
Arana se presentó en la puerta de mis abuelos, vestido de civil, pero blandiendo su insignia en el aire. Mi Nini estaba en la cocina y mi papá lo hizo entrar, pensando que se trataba de algo relacionado con los delincuentes de Mike O'Kelly. Se llevó una desagradable sorpresa al ser notificado de que Arana estaba investigando una falsificación de dinero y necesitaba hacerle unas preguntas a Maya Vidal, alias Laura Barron; el caso estaba prácticamente cerrado, agregó, pero la chica estaba en peligro y él tenía la obligación de protegerla. El susto que se llevaron mi Nini y mi papá hubiera sido mucho peor si yo no les hubiera contado que Arana es un policía decente y siempre me trató bien.
Mi abuela le preguntó cómo había dado conmigo y Arana no tuvo inconveniente en explicárselo, ufano de su nariz de sabueso, como comentó ella en su mensaje a Manuel. El policía comenzó por la pista más básica, la computadora del Departamento de Policía, donde revisó las listas de muchachas desaparecidas en el país durante 2008. Le pareció innecesario investigar los años anteriores, porque al conocerme se dio cuenta de que yo no había vivido en la calle por mucho tiempo; los adolescentes perdidos adquieren rápidamente un inconfundible sello de desamparo. Había docenas de niñas en las listas, pero se limitó a las que tenían entre quince y veinticinco años, en Nevada y los estados limítrofes. En la mayoría de los casos figuraban fotografías, aunque algunas no eran recientes. Él era buen fisonomista y pudo reducir la lista a sólo cuatro chicas, entre las cuales una captó su atención, porque el anuncio coincidía con la fecha en que conoció a la supuesta sobrina de Brandon Leeman, junio de 2008. Al estudiar la foto y la información disponible concluyó que esa Maya Vidal era quien buscaba, así supo mi nombre verdadero, mis antecedentes y la dirección de la academia en Oregón y de mi familia en California.
Resulta que mi papá, al contrario de lo que yo suponía, me había buscado por meses y había plantado mis datos en todas las comisarías y hospitales del país. Arana hizo una llamada a la academia, habló con Angie para obtener los detalles que le faltaban y así llegó a la antigua casa de mi papá, donde los nuevos ocupantes le dieron la dirección del caserón multicolor de mis abuelos. «Es una suerte que me asignaran el caso a mí y no a otro oficial, porque estoy convencido de que Laura, o Maya, es una buena chica, y deseo ayudarla, antes de que las cosas se compliquen para ella. Pienso probar que su participación en el delito fue poco significativa», les dijo el oficial al concluir su explicación.
En vista de la actitud tan conciliadora de Arana, mi Nini lo invitó a sentarse con ellos a la mesa y mi papá abrió su mejor botella de vino. El policía opinó que la sopa resultaba perfecta en una tarde brumosa de noviembre, ¿era acaso un plato típico del país de la señora? Había notado su acento. Mi papá le informó que se trataba de un cazuela de ave chilena, como el vino, y que su madre y él habían nacido en ese país. El oficial quiso saber si iban a menudo a Chile y mi papá le explicó que hace más de treinta años que no lo habían hecho. Mi Nini, atenta a cada palabra del policía, le dio una patada por debajo de la mesa a su hijo, por hablar de más. Mientras menos supiera Arana de la familia, mejor. Había olfateado una mentirilla del oficial y se puso en guardia. ¿Cómo iba a estar cerrado el caso si no habían recuperado el dinero falsificado ni las placas? Ella también había leído el reportaje de la revista sobre Adam Trevor y había estudiado durante meses el tráfico internacional de dinero falsificado, se consideraba una experta y conocía el valor comercial y estratégico de las placas.
Dispuesta a colaborar con la ley, como manifestó, mi Nini le facilitó a Arana la información que él mismo podía obtener por su cuenta. Le dijo que su nieta se había fugado de la academia de Oregón en junio del año pasado, la buscaron en vano, hasta que recibieron una llamada de una iglesia en Las Vegas y ella fue a recogerla, porque en ese momento el padre de Maya estaba volando. La encontró en pésimas condiciones, irreconocible, fue muy duro ver a su niña, que había sido bella, atlética y lista, convertida en una drogadicta. En este punto del relato mi abuela apenas podía hablar de tristeza. Mi papá agregó que pusieron a su hija en una clínica de rehabilitación en San Francisco, pero pocos días antes de terminar el programa, se había escapado de nuevo y no sospechaban adonde estaba. Maya había cumplido veinte años, no podían impedir que destruyera su vida, si eso era lo que pretendía.
Nunca sabré cuánto les creyó el oficial Arana. «Es muy importante que yo encuentre pronto a Maya. Hay criminales dispuestos a echarle el guante», dijo, y de paso les advirtió cuál era la condena por encubrimiento y complicidad en un crimen federal. El oficial bebió el resto del vino, celebró el flan de leche, agradeció la cena y antes de despedirse les dejó su tarjeta, por si tenían noticias de Maya Vidal o recordaban cualquier detalle útil para la investigación. «Encuéntrela, oficial, por favor», le suplicó mi abuela en la puerta, sujetándolo por las solapas, con las mejillas mojadas de lágrimas. Apenas el policía se fue, ella se secó el llanto histriónico, se puso el abrigo, cogió a mi padre de un ala y lo llevó en su cacharro al departamento de Mike O'Kelly.
Freddy, quien había estado sumido en un silencio abúlico desde su llegada a California, despertó de su letargo al oír que el oficial Arana andaba husmeando en Berkeley. El chico no había dicho nada de lo que fue su existencia entre el día en que me dejó en brazos de Olympia Pettiford, en noviembre del año anterior, y su operación al riñón, siete meses más tarde, pero el temor de que Arana pudiera arrestarlo le soltó la lengua. Les contó que después de ayudarme no pudo volver al edificio de Brandon Leeman, porque Joe Martin y el Chino lo habrían picado en pedazos. Lo unía al edificio el firme cordón umbilical de la desesperación, ya que en ninguna otra parte contaría con esa abundancia de drogas, pero el riesgo de acercarse era inmenso. Jamás podría convencer a los matones de que no había participado en mi fuga, como hizo después de la muerte de Brandon Leeman, cuando me sacó del gimnasio justo a tiempo para librarme de ellos.
De la casa de Olympia, Freddy se fue en bus a un pueblo de la frontera, donde tenía un amigo, y allí sobrevivió a duras penas durante un tiempo, hasta que la necesidad de regresar se le hizo insoportable. En Las Vegas conocía el terreno, podía moverse con los ojos cerrados, sabía dónde abastecerse. Tomó la precaución de mantenerse alejado de sus antiguas canchas, para evitar a Joe Martin y el Chino, y sobrevivió traficando, robando, durmiendo a la intemperie, cada vez más enfermo, hasta que terminó en el hospital y luego en brazos de Olympia Pettiford.
En el tiempo en que Freddy todavía estaba en la calle, los cuerpos de Joe Martin y el Chino fueron hallados dentro de un coche incendiado en el desierto. Si el niño sintió alivio por haberse librado de los pandilleros, no pudo haberle durado, porque según rumores en el mundillo de adictos y delincuentes, el crimen tenía las características de una vendetta de la policía. Habían aparecido en la prensa las primeras noticias de corrupción en el Departamento de Policía y el doble asesinato de los socios de Brandon Leeman debía estar relacionado. En una ciudad de vicios y mafias, el soborno era corriente, pero en este caso circulaba dinero falsificado y había intervenido el FBI; los oficiales corruptos tratarían de contener el escándalo por todos los medios y los cuerpos en el desierto eran una advertencia a quienes pensaran hablar más de la cuenta. Los culpables sabían que Freddy había vivido con Brandon Leeman y no iban a permitir que un mocoso drogado los arruinara, aunque en realidad éste no podía identificarlos porque nunca los había visto en persona. Brandon Leeman le había encargado a uno de esos policías eliminar a Joe Martin y el Chino, dijo Freddy, lo cual coincidía con lo que Brandon me confesó en el viaje a Beatty, pero cometió la torpeza de pagarle con billetes falsos, pensando que circularían sin ser detectados. Las cosas le salieron mal, el dinero fue descubierto, el policía se vengó revelando el plan a Joe Martin y el Chino y ese mismo día éstos asesinaron a Brandon Leeman. Freddy oyó cuando los dos gángsters recibieron instrucciones por teléfono de matar a Leeman y más tarde dedujo que fueron dadas por el policía. Después de presenciar el crimen, corrió al gimnasio a darme aviso.
Meses más tarde, cuando Joe Martin y el Chino me secuestraron en la calle y me condujeron al apartamento para obligarme a confesar adonde estaba el resto del dinero, Freddy me ayudó de nuevo. El chico no me encontró amarrada y amordazada en ese colchón por casualidad, sino porque oyó a Joe Martin hablar por el celular y luego decirle al Chino que habían localizado a Laura Barron. Se escondió en el tercer piso, los vio llegar conmigo en vilo y poco después los vio salir solos. Esperó más de una hora dudando qué hacer, hasta que decidió entrar al apartamento y averiguar qué habían hecho conmigo. Faltaba saber si la voz en el teléfono que ordenó matar a Brandon Leeman era la misma que después informó a los asesinos de dónde encontrarme, y si esa voz correspondía al policía corrupto en caso que fuese una sola persona, pues también podían ser varios.
Mike O'Kelly y mi abuela no llegaron tan lejos en sus especulaciones como para acusar sin pruebas al oficial Arana, pero tampoco lo descartaron como sospechoso, igual que no lo descartaba Freddy y por eso temblaba. El hombre —o los hombres— que había eliminado a Joe Martin y el Chino en el desierto haría lo mismo con él, si lo agarraba. Mi Nini argumentó que si Arana fuese aquel villano, se habría librado de Freddy en Las Vegas, pero según Mike sería difícil asesinar a un paciente en el hospital o a un protegido de las aguerridas Viudas por Jesús.
Manuel fue a Santiago para que lo examinara el doctor Puga, acompañado por Blanca. Entretanto, Juanito Corrales vino a quedarse conmigo en la casa, para concluir de una vez el cuarto tomo de Harry Potter. Había pasado más de una semana desde que terminé con Daniel, mejor dicho, desde que él terminó conmigo, y todavía yo andaba lloriqueando, sonámbula, con la sensación de haber sido apaleada, pero me había reincorporado al trabajo. Estábamos en las últimas semanas de clases antes de las vacaciones del verano y no podía faltar.
El jueves 9 de diciembre fui con Juanito a comprar lana donde doña Lucinda, porque tenía intención de tejerle una de mis horrendas bufandas a Manuel, era lo menos que podía hacer. Llevé nuestra balanza para pesar la lana, una de las cosas que se salvaron de mi ataque destructivo, porque la de ella tiene los números borrados por el tizne del tiempo, y para endulzarle el día le llevé una tarta de pera, que me quedó aplastada, pero ella apreciaría de todos modos. Su puerta se trancó en el terremoto de 1960 y desde entonces se usa la puerta de atrás, hay que pasar por el patio, donde están la plantación de marihuana, el fogón y los tambores de lata para teñir lana, en medio de un desorden de gallinas sueltas, conejos en jaulas y un par de cabras, que originalmente daban leche para queso y ahora gozan de una vejez sin obligaciones. El Fákin nos seguía con su trote de lado y la nariz en el aire, husmeando, así supo lo ocurrido antes de entrar a la casa y se puso a aullar con urgencia. Pronto lo imitaron los perros de los alrededores, que se iban pasando la voz, y al poco rato aullaban en toda la isla.
Adentro de la casa encontramos a doña Lucinda en su silla de paja junto a la estufa apagada, con su vestido de misa, un rosario en la mano y sus escasos pelos blancos bien sujetos en el moño, ya fría. Al presentir que era su último día en este mundo, se había arreglado ella misma para no dar molestias después de muerta. Me senté en el suelo a su lado, mientras Juanito iba a dar aviso a los vecinos, que ya venían de camino, atraídos por el coro de los perros.
El viernes nadie trabajó en la isla por el velorio y el sábado todos fuimos al funeral. El fallecimiento de la centenaria doña Lucinda produjo desconcierto general, porque nadie imaginaba que fuese mortal. Para el velorio en la casa las vecinas trajeron sillas y la multitud fue llegando de a poco, hasta llenar el patio y la calle. Colocaron a la anciana sobre la mesa donde comía y pesaba la lana, en un ataúd ordinario, rodeado de una profusión de flores en tarros y en botellas de plástico, rosas, hortensias, claveles, lirios. La edad había reducido tanto de tamaño a doña Lucinda, que su cuerpo ocupaba sólo la mitad del cajón y su cabeza en la almohada era la de un infante. Habían puesto sobre la mesa un par de palmatorias de latón con cabos de vela y el retrato de su boda, coloreado a mano, en que estaba vestida de novia, del brazo de un soldado en uniforme anticuado, el primero de sus seis maridos, hacía noventa y cuatro años.
El fiscal de la isla guió a las mujeres en un rosario y cánticos desafinados, mientras los hombres, sentados a las mesas del patio, aliviaban el duelo con cerdo encebollado y cerveza. Al día siguiente llegó el cura itinerante, un misionero apodado Tres Mareas por lo largo de sus prédicas, que comienzan con una marea y terminan con la tercera, quien dijo misa en la iglesia, tan atiborrada de gente, humo de velas y flores silvestres que empecé a ver visiones de ángeles tosiendo.
El ataúd estaba frente al altar sobre un armazón metálico, cubierto por un paño negro con una cruz blanca y dos candelabros, con un lavatorio debajo «por si revienta el cuerpo», como me explicaron. No sé qué será eso, pero suena feo. La congregación rezó y cantó valses chilotes al son de dos guitarras, luego Tres Mareas tomó la palabra y durante sesenta y cinco minutos no la soltó. Comenzó elogiando a doña Lucinda y pronto se extravió en otros temas de política, la industria salmonera y el fútbol, mientras los fieles cabeceábamos. El misionero llegó a Chile hace cincuenta años y todavía habla con acento extranjero. En el momento de la comunión varias personas comenzaron a lagrimear, los demás nos contagiamos y al final hasta los guitarristas acabaron llorando.
Cuando terminó la misa y las campanas tocaron a difunto, ocho hombres levantaron el cajón, que no pesaba nada, y salieron con paso solemne a la calle, seguidos por el pueblo entero, llevando las flores de la capilla. En el cementerio, el sacerdote bendijo una vez más a doña Lucinda y, justamente cuando iban a bajarla al hoyo, llegaron acezando el carpintero de botes y su hijo, que traían una casita para la tumba, hecha de carrera, pero perfecta. Como doña Lucinda carecía de parientes vivos y Juanito y yo habíamos descubierto el cuerpo, la gente desfiló dándonos el pésame con un sobrio apretón de manos encallecidas por el trabajo, antes de ir en masa a la Taberna del Muertito a beber el quitapenas de rigor.
Fui la última en irme del cementerio, cuando empezaba a subir la bruma del mar. Me quedé pensando en la falta que me habían hecho Manuel y Blanca en ese par de días de duelo, en doña Lucinda, tan querida por la comunidad, y en lo solitario que fue, por comparación, el entierro de Carmelo Corrales, pero sobre todo pensaba en mi Popo. Mi Nini quería esparcir sus cenizas en una montaña, lo más cerca posible del cielo, pero han pasado cuatro años y siguen en el jarro de cerámica sobre su cómoda, esperando. Ascendí por el sendero del cerro hacia la gruta de la Pincoya, con la esperanza de sentir a mi Popo en el aire y pedirle permiso para traer sus cenizas a esta isla, enterrarlas en el cementerio mirando el mar y marcar la tumba con una réplica en miniatura de su torreón de las estrellas, pero mi Popo no viene cuando lo llamo, sino cuando le da la gana, y esta vez lo aguardé en vano en la cima del cerro. He andado muy susceptible por el fin del amor con Daniel y asustada por malos presentimientos.
La marea estaba subiendo y la niebla era cada vez más densa, pero todavía la entrada de la gruta se vislumbraba desde arriba; un poco más lejos estaban los bultos pesados de los lobos marinos dormitando en las rocas. El acantilado es sólo una caída de unos seis metros cortada a pique, por donde hemos bajado un par de veces con Juanito. Para eso se requiere agilidad y suerte, no costaría nada dar un resbalón y romperse el pescuezo, por eso la prohibieron a los turistas.
Trataré de resumir los acontecimientos de estos días, tal como me los contaron y los recuerdo, aunque mi cerebro funciona a medias, por el golpe. Hay aspectos incomprensibles del accidente, pero aquí nadie tiene intención de indagar en serio.
Estuve un rato largo contemplando desde arriba el paisaje, que la neblina iba esfumando rápidamente; el espejo de plata del mar, las rocas y los lobos marinos habían desaparecido en el gris de la bruma. En diciembre hay días luminosos y otros fríos, como ése, con neblina o con una llovizna casi impalpable, que en poco rato puede tornarse en chubasco. Ese martes había amanecido con un sol radiante y en el transcurso de la mañana empezó a nublarse. En el cementerio flotaba una neblina delicada, dándole a la escena la melancolía apropiada para despedir a doña Lucinda, la tatarabuela de todos en el pueblo. Una hora más tarde, en la cima del cerro, el mundo estaba envuelto en un manto algodonoso, como una metáfora de mi estado de ánimo. La ira, el bochorno, la desilusión y el llanto, que me trastornaron cuando perdí a Daniel, dieron paso a una tristeza imprecisa y cambiante, como la niebla. Eso se llama despecho de amor, que según Manuel Arias es la tragedia más trivial de la historia humana, pero hay que ver cómo duele. La niebla es inquietante, quién sabe qué peligros acechan a dos metros de distancia, como en las novelas de crímenes londinenses, que le gustan a Mike O'Kelly, en las cuales el asesino cuenta con la protección de la bruma que sube del Támesis.
Me dio frío, la humedad empezaba a traspasar mi chaleco, y miedo, porque la soledad era absoluta. Sentí una presencia que no era mi Popo, sino algo vagamente amenazante, como un animal grande, y lo descarté como otro engendro de la imaginación, que me juega malas pasadas, pero en ese momento el Fákin gruñó. Estaba a mis pies, alerta, los pelos del lomo erizados, la cola tiesa, mostrando los colmillos. Escuché pasos en sordina.
—¿Quién anda ahí? —grité.
Oí dos pasos más y pude distinguir una silueta humana borroneada por la bruma.
—Sujeta al perro, Maya, soy yo…
Era el oficial Arana. Lo reconocí al punto, a pesar de la niebla y de su extraña pinta, pues parecía disfrazado de turista americano, con pantalones escoceses, gorra de béisbol y una cámara colgada al pecho. Me invadió una gran lasitud, una calma helada: así terminaba un año de huir y ocultarme, un año de incertidumbre.
—Buenas tardes, oficial, lo estaba esperando.
—¿Cómo así? —dijo, acercándose.
Para qué iba a explicarle lo que yo había deducido por los mensajes de mi Nini y él sabía de sobra; para qué decirle que llevaba un tiempo visualizando cada paso inexorable que él daba en mi dirección, calculando cuánto demoraría en alcanzarme y aguardando, angustiada, ese momento. En la visita que le hizo a mi familia en Berkeley descubrió nuestro origen chileno, después debió de haber confirmado la fecha en que dejé la clínica de rehabilitación en San Francisco. Con sus conexiones no le costó nada averiguar que mi pasaporte fue renovado y revisar las listas de pasajeros de esos días en las dos líneas aéreas que vuelan a Chile.
—Este país es muy largo, oficial. ¿Cómo vino a dar a Chiloé?
—Por experiencia. Te ves muy bien. La última vez que estuve contigo en Las Vegas eras una pordiosera llamada Laura Barron.
Su tono era amable y coloquial, como si las circunstancias en que nos hallábamos fuesen normales. Me contó en pocas palabras que después de comer con mi Nini y mi papá esperó en la calle y, tal como suponía, los vio salir a los cinco minutos. Entró fácilmente a la casa, hizo una inspección somera, encontró el sobre con las fotos que les había llevado Daniel Goodrich y confirmó su sospecha de que me tenían escondida en alguna parte. Una de las fotos le llamó la atención.
—Una casa tirada por bueyes —lo interrumpí.
—Exacto. Tú corrías delante de los bueyes. En Google identifiqué la bandera que había en el techo de la casa, escribí «transporte de una casa con bueyes en Chile», y me salió Chiloé. Había varias fotografías y tres videos de una tiradura en Youtube. Es increíble cómo se facilita una investigación con una computadora. Me puse en contacto con las personas que habían filmado esas escenas y así llegué a una tal Frances Goodrich, en Seattle. Le mandé un mensaje diciendo que iba a viajar a Chiloé y agradecería alguna información, chateamos un rato y me contó que no era ella, sino su hermano Daniel, quien había estado en Chiloé y me dio su dirección de correo y su teléfono. Daniel no respondió a ninguno de mis mensajes, pero entré a su página y allí estaba el nombre de esta isla, donde él había pasado más de una semana a fines de mayo.
—Pero no había ninguna referencia a mí, oficial, yo también he visto esa página.
—No, pero él figuraba contigo en una de las fotos que había en la casa de tu familia en Berkeley.
Hasta ese momento me tranquilizaba la idea absurda de que Arana no podía tocarme en Chiloé sin una orden de la Interpol o la policía chilena, pero la descripción del largo periplo que había recorrido para alcanzarme me trajo a la realidad. Si se había dado tantas molestias para llegar a mi refugio, sin duda tenía poder para arrestarme. ¿Cuánto sabía ese hombre?
Retrocedí por instinto, pero él me retuvo sin violencia por un brazo y me reiteró lo mismo que le había asegurado a mi familia, que sólo pretendía ayudarme y que yo debía confiar en él. Su misión concluía al encontrar el dinero y las placas, dijo, ya que la imprenta clandestina había sido desmantelada, Adam Trevor estaba preso y había entregado la información necesaria sobre el tráfico de dólares falsificados. Él había llegado a Chiloé por cuenta propia y por orgullo profesional, porque se había propuesto cerrar el caso personalmente. El FBI no sabía de mí todavía, pero me advirtió que la mafia ligada a Adam Trevor tenía el mismo interés en echarme el guante que el gobierno estadounidense.
—Comprenderás que si yo he podido hallarte, también lo harán esos criminales —dijo.
—Nadie puede relacionarme con eso —lo desafié, pero el tono de voz traicionó mi temor.
—Claro que sí. ¿Por qué crees que ese par de gorilas, Joe Martin y el Chino te secuestraron en Las Vegas? Y a propósito, me gustaría saber cómo escapaste de ellos, no sólo una vez, sino dos.
—No eran muy listos, oficial.
De algo ha de servirme haber crecido bajo el alero del Club de Criminales, con una abuela paranoica y un irlandés que me prestaba sus libros de detectives y me enseñó el método deductivo de Sherlock Holmes. ¿Cómo sabía el oficial Arana que Joe Martin y el Chino me persiguieron después de la muerte de Brandon Leeman? ¿O que me secuestraron el mismo día en que él me sorprendió robando un videojuego? La única explicación era que la primera vez fue él quien les ordenó matarnos a Leeman y a mí, al descubrir que había sido sobornado con billetes falsificados, y la segunda vez fue él quien los llamó por celular para decirles dónde encontrarme y cómo arrancarme la información sobre el resto del dinero. Ese día en Las Vegas, cuando el oficial Arana me llevó a una taquería mexicana y me dio diez dólares, iba sin uniforme, como tampoco lo llevaba en la visita a mi familia ni en ese mismo momento en el cerro. La razón no era que estaba colaborando de incógnito con el FBI, como había dicho, sino que fue destituido del Departamento de Policía por corrupción. Era uno de los hombres que aceptaban soborno y hacía tratos con Brandon Leeman; había cruzado el mundo por el botín, no por sentido del deber y mucho menos por ayudarme. Supongo que por la expresión de mi cara, Arana se dio cuenta de que había hablado demasiado y reaccionó antes de que yo alcanzara a echar a correr cerro abajo. Me sujetó con dos zarpas de hierro.
—No pensarás que me voy a ir de aquí con las manos vacías, ¿verdad? —me dijo, amenazante—. Vas a entregarme lo que busco por las buenas o las malas, pero prefiero no tener que hacerte daño. Podemos llegar a un acuerdo.
—¿Qué acuerdo? —le pregunté, aterrorizada.
—Tu vida y tu libertad. Cerraré el caso, tu nombre no aparecerá en la investigación y nadie volverá a perseguirte. Además, te daré el veinte por ciento del dinero. Como ves, soy generoso.
—Brandon Leeman guardó dos bolsas con dinero en un depósito en Beatty, oficial. Yo las saqué y quemé el contenido en el desierto de Mojave, porque tenía miedo de que me acusaran de complicidad. ¡Se lo juro, es la verdad!
—¿Crees que soy imbécil? ¡El dinero! ¡Y las placas!
—Las tiré en la bahía de San Francisco.
—¡No te creo! ¡Maldita puta! ¡Te voy a matar! —me gritó, zamarreándome.
—¡No tengo su jodido dinero ni sus jodidas placas!
El Fákin volvió a gruñir, pero Arana lo tiró lejos de una patada feroz. Era un hombre musculoso, entrenado en artes marciales y acostumbrado a situaciones de violencia, pero yo no soy pusilánime y lo enfrenté ciega de desesperación. Sabía que en ningún caso Arana me iba a perdonar la vida. He jugado al fútbol desde niña y tengo piernas firmes. Le mandé una patada a los testículos, que él presintió a tiempo para esquivarla y le cayó en una pierna. Si yo no hubiera estado con sandalias, tal vez le habría roto el hueso, en cambio con el impacto me destrocé los dedos del pie y el dolor me llegó al cerebro como un fogonazo blanco. Arana aprovechó para cortarme el aliento de un puñetazo al estómago, luego se vino encima de mí y ya no recuerdo más, tal vez me aturdió de otro golpe a la cara, porque tengo la nariz quebrada y habrá que reemplazarme los dientes que perdí.
Vi el rostro difuso de mi Popo contra un fondo blanco y traslúcido, capas y capas de gasa flotando en la brisa, un velo de novia, la cola del cometa. Estoy muerta, pensé, feliz, y me abandoné al placer de levitar con mi abuelo en el vacío, incorpórea, desprendida. Juanito Corrales y Pedro Pelanchugay aseguran que no había ningún caballero negro con sombrero por allí, dicen que desperté por un instante, justo cuando estaban tratando de levantarme, pero me desmayé de nuevo.
Volví de la anestesia en el hospital de Castro, con Manuel a un lado, Blanca al otro y el carabinero Laurencio Cárcamo a los pies de la cama. «Cuando pueda no más, damita, me contesta unas preguntitas, ¿qué le parece?», fue su cordial saludo. No pude hacerlo hasta dos días más tarde, al parecer la contusión me noqueó en serio.
La pesquisa de los carabineros determinó que un turista, que no hablaba español, llegó a la isla después del funeral de doña Lucinda, fue a la Taberna del Muertito, donde se había congregado la gente, y le mostró una foto mía al primero que encontró en la puerta, Juanito Corrales. El niño le señaló el angosto y ascendente sendero de la gruta y el hombre partió en esa dirección. Juanito Corrales fue a buscar a su amigo, Pedro Pelanchugay, y juntos decidieron seguirlo, por curiosidad. En la cima del cerro oyeron ladrar al Fákin, eso los guió al sitio donde estaba yo con el extranjero y llegaron a tiempo para presenciar el accidente, aunque desde la distancia y con la neblina, no estaban seguros de lo que vieron. Eso explicaba que se contradijeran en los detalles. Según manifestaron, el desconocido y yo estábamos inclinados en el borde del acantilado mirando la gruta, él tropezó, yo traté de sujetarlo, perdimos el equilibrio y desaparecimos. Desde arriba, la densa niebla no permitía ver dónde caímos y como no contestábamos a sus llamadas, los dos niños bajaron aferrados a las salientes y raíces del cerro. Lo habían hecho antes y el terreno estaba más o menos seco; eso facilitó el descenso, porque mojado se pone muy resbaladizo. Se aproximaron con cuidado, por temor a los lobos marinos, pero comprobaron que la mayoría se había lanzado al agua, incluso el macho que normalmente vigilaba a su harén desde una roca.
Juanito explicó que me encontró tirada en la angosta faja de arena entre la boca de la gruta y el mar, y que el hombre había aterrizado sobre las rocas y tenía medio cuerpo en el agua. Pedro dudaba de haber visto el cuerpo del hombre, se asustó al verme cubierta de sangre y no pudo pensar, dijo. Trató de levantarme, pero Juanito se acordó del curso de primeros auxilios de Liliana Treviño, decidió que era mejor no moverme y mandó a Pedro a buscar ayuda, mientras él se quedó conmigo, sosteniéndome, preocupado porque la marea podía alcanzarnos. No se le ocurrió ayudar al hombre, concluyó que estaba muerto, porque nadie sobreviviría una caída desde esa altura a las rocas.
Pedro trepó como un mono el acantilado y corrió al retén de carabineros, donde no encontró a nadie, y de allí a dar la alarma en la Taberna del Muertito. En pocos minutos se organizó el rescate, varios hombres se dirigieron al cerro y alguien localizó a los carabineros, que llegaron en el jeep y se hicieron cargo de la situación. No intentaron subirme con cuerdas, como pretendían algunos que habían bebido de más, porque yo sangraba profusamente. Alguien entregó su camisa para envolverme la cabeza rota y otros improvisaron una angarilla, mientras llegaba una lancha de socorro, que tardó un poco porque debía dar la vuelta a media isla. Empezaron a buscar a la otra víctima un par de horas más tarde, cuando se calmó la excitación de trasladarme, pero para entonces ya estaba oscuro y tuvieron que esperar hasta el día siguiente.
El informe escrito de los carabineros difiere de lo averiguado en su pesquisa, es una obra maestra de omisiones:
Los suboficiales aquí firmantes, Laurencio Cárcamo Ximénez y Humilde Garay Ranquileo, atestiguan haber socorrido en el día de ayer, jueves 9 de diciembre de 2009, a la ciudadana estadounidense Maya Vidal, de California, residente temporal en este pueblo, quien sufrió una caída en el llamado acantilado de la Pincoya, al noreste de la isla. La dicha dama se encuentra estable en el hospital de Castro, donde fuera transportada mediante helicóptero de la Armada, solicitado por los firmantes. La dama accidentada fue descubierta por el menor de once años Juan Corrales y el menor de catorce años Pedro Pelanchugay, oriundos de la presente isla, que se encontraban en el dicho acantilado. Al ser debidamente interrogados, dichos testigos dijeron haber visto caer a otra presunta víctima, un visitante afuerino de sexo masculino. Se encontró una cámara fotográfica en mal estado en las rocas de la llamada gruta de la Pincoya. Por el hecho de ser la dicha cámara marca Cannon, los aquí firmantes concluyen que la víctima era un turista. Carabineros de la Isla Grande están al presente investigando la identidad de dicho afuerino. Los menores Corrales y Pelanchugay creen que las dos víctimas resbalaron en el dicho acantilado, pero por ser la visibilidad deficiente debido a las condiciones climáticas de neblina, no están seguros. La dama Maya Vidal cayó en la arena, pero el caballero turista cayó en las rocas y murió debido al impacto. Al subir la marea el cuerpo fue llevado mar adentro por la corriente y no ha sido encontrado.
Los suboficiales aquí firmantes solicitan una vez más la instalación de una barrera de seguridad en el llamado acantilado de la Pincoya por sus condiciones de peligrosidad, antes de que otras damas y otros turistas pierdan la vida, con grave daño a la reputación de dicha isla.
Ni una palabra sobre el hecho de que el afuerino me andaba buscando con una fotografía en la mano. Tampoco se menciona que nunca ha acudido un turista por cuenta propia a nuestra islita, donde hay pocos atractivos, fuera del curanto; siempre llegan en los grupos de las agencias de ecoturismo. Sin embargo, nadie ha puesto en duda el informe de los carabineros, tal vez no desean líos en la isla. Unos dicen que al ahogado se lo comieron los salmones y tal vez el mar escupa uno de estos días los huesos pelados a la playa, y otros creen a pie juntillas que se lo llevó el Caleuche, el barco fantasma, en cuyo caso no encontraremos ni la gorra de béisbol.
Los carabineros interrogaron a los niños en el retén en presencia de Liliana Treviño y Aurelio Ñancupel, que se apersonaron para evitar que fueran intimidados, y con una docena de isleños reunidos en el patio esperando los resultados, encabezados por Eduvigis Corrales, quien ha emergido del hoyo emocional en que estaba después del aborto de Azucena, se quitó el luto y se ha puesto combativa. Los chiquillos no pudieron agregar nada a lo que ya habían declarado. El carabinero Laurencio Cárcamo vino al hospital a hacerme preguntas sobre cómo habíamos caído, pero omitió el asunto de la fotografía, un detalle que habría complicado el accidente. Su interrogatorio fue dos días después de los hechos y para entonces Manuel Arias me había aleccionado en la única respuesta que debía darle: yo estaba confundida por la contusión en la cabeza, no recordaba lo sucedido. Pero no fue necesario mentir, porque el carabinero ni siquiera me preguntó si conocía al supuesto turista, estaba interesado en los detalles del terreno y la caída, por el asunto de la barrera de seguridad que viene solicitando desde hace cinco años. «Este servidor de la patria había advertido a sus superiores de la peligrosidad del dicho acantilado, pero así son las cosas pues, damita, tiene que fallecer un afuerino inocente para que a uno le hagan caso.»
Según Manuel, el pueblo entero se encargará de embrollar las pistas y echar tierra al accidente para protegernos a los niños y a mí de cualquier sospecha. No sería la primera vez que puestos a elegir entre la verdad escueta, que en ciertos casos a nadie favorece, y un silencio discreto, que puede ayudar a los suyos, optan por lo segundo.
A solas con Manuel Arias le conté mi versión de los hechos, incluso la lucha cuerpo a cuerpo con Arana y de cómo no recuerdo para nada haber rodado juntos al precipicio; más bien me parece que estábamos lejos del borde. Le he dado mil vueltas a esa escena sin comprender cómo sucedió. Después de aturdirme, Arana pudo haber concluido que yo no tenía las placas y debía eliminarme, porque sabía demasiado. Decidió arrojarme del acantilado, pero no soy liviana y en el esfuerzo perdió el equilibrio, o bien el Fákin lo atacó por detrás, y cayó conmigo. La patada debió de aturdir al perro por unos minutos, pero sabemos que se repuso de inmediato, porque los niños fueron atraídos por sus ladridos. Sin el cuerpo de Arana, que podría dar algunas pistas, o la colaboración de los niños, que parecen decididos a callarse, no hay forma de responder a estas interrogantes. Tampoco entiendo cómo el mar se lo llevó sólo a él, si ambos estábamos en el mismo sitio, pero puede ser que no conozca el poder de las corrientes marinas en Chiloé.
—¿No crees que los niños tuvieron algo que ver en esto, Manuel?
—¿Cómo?
—Pueden haber arrastrado el cuerpo de Arana al agua para que se lo llevara el mar.
—¿Por qué iban a hacer eso?
—Porque tal vez ellos mismos lo empujaron desde arriba del acantilado cuando vieron que intentaba matarme.
—Sácate eso de la cabeza, Maya, y no vuelvas a repetirlo ni en broma, porque podrías arruinar las vidas de Juanito y Pedro —me advirtió—. ¿Es eso lo que quieres?
—Por supuesto que no, Manuel, pero sería bueno saber la verdad.
—La verdad es que tu Popo te salvó de Arana y de caer en las rocas. Ésa es la explicación, no preguntes más.
Llevan varios días buscando el cuerpo bajo las órdenes de la Gobernación Marítima y la Armada. Trajeron helicópteros, mandaron botes, tiraron redes y bajaron dos buzos al fondo del mar, que no encontraron al ahogado, pero rescataron una motocicleta de 1930, incrustada de moluscos, como una escultura surrealista, que será la pieza más valiosa del museo de nuestra isla.
Humilde Garay ha recorrido la costa palmo a palmo con Livingston sin hallar rastro del desdichado turista. Se supone que era un tal Donald Richards, porque un americano se registró por dos noches con ese nombre en el hotel Galeón Azul de Ancud, durmió la primera noche y luego desapareció. En vista de que no regresó, el administrador del hotel, quien había leído la noticia del accidente en la prensa local, supuso que podía tratarse de la misma persona y avisó a los carabineros. En la maleta se encontró ropa, un lente fotográfico marca Cannon y el pasaporte de Donald Richards, emitido en Phoenix, Arizona, en 2009, de aspecto nuevo, con una sola entrada internacional, a Chile el 8 de diciembre, el día anterior al accidente. Según el formulario de ingreso al país, el motivo del viaje era turismo. Ese Richards llegó a Santiago, tomó un avión a Puerto Montt el mismo día, durmió una noche en el hotel de Ancud y planeaba irse en la mañana del día subsiguiente; un itinerario inexplicable, porque nadie viaja desde California a Chiloé para quedarse treinta y ocho horas.
El pasaporte confirma mi teoría de que Arana estaba sometido a investigación por el Departamento de Policía en Las Vegas y no podía salir de Estados Unidos con su nombre verdadero. Conseguir un pasaporte falso era muy fácil para él. Nadie del consulado americano se trasladó a la isla a echar un vistazo, se conformaron con el informe oficial de los carabineros. Si se dieron la molestia de buscar a la familia del difunto para notificarla, seguramente no la encontraron, porque entre los trescientos millones de habitantes de Estados Unidos, debe de haber miles de Richards. No hay conexión visible entre Arana y yo.
Estuve en el hospital hasta el domingo y el lunes 13 me llevaron a la casa de don Lionel Schnake, donde me recibieron como a un héroe de guerra. Estaba machucada, con veintitrés puntos en el cuero cabelludo y obligada a permanecer de espaldas, sin almohada y en penumbra, por la contusión cerebral. En el quirófano me habían afeitado media cabeza para coserme, por lo visto andar pelada es mi destino. Desde la afeitada anterior en septiembre, me habían crecido tres centímetros de pelo y así descubrí mi color natural, amarillo como el Volkswagen de mi abuela. Todavía tenía la cara muy hinchada, pero ya me había visto la dentista del Millalobo, una señora de apellido alemán, pariente lejana de los Schnake. (¿Habrá alguien en este país que no esté relacionado con los Schnake?) La dentista se manifestó dispuesta a reemplazarme los dientes. Opinó que quedarían mejor que los originales y ofreció blanquearme los demás gratis, como deferencia al Millalobo, quien la había ayudado a conseguir un préstamo en el banco. Trueque en carambola y yo sería la beneficiada.
Por órdenes del médico debía estar acostada y en paz, pero hubo un desfile constante de visitas; llegaron las brujas hermosas de la ruca, una de ellas con su bebé, la familia Schnake en masa, amigos de Manuel y Blanca, Liliana Treviño y su enamorado, el doctor Pedraza, mucha gente de la isla, mis futbolistas y el padre Luciano Lyon. «Te traigo la extremaunción de los moribundos, gringuita», dijo, riéndose, y me entregó una cajita de chocolates. Me aclaró que ahora ese sacramento se llama la unción de los enfermos y no es indispensable estar agónico para recibirlo. Total, nada de reposo para mí.
Ese lunes seguí la elección presidencial desde la cama, con el Millalobo sentado a mis pies, muy exaltado y medio tambaleante, porque su candidato, Sebastián Piñera, el multimillonario conservador puede ganar y para festejarlo se empinó solo una botella de champaña. Me ofreció una copa y aproveché para decirle que no puedo tomar, porque soy alcohólica. «¡Qué desgracia, gringuita! Eso es peor que ser vegetariano», exclamó. Ninguno de los candidatos sacó suficientes votos y habrá una segunda vuelta en enero, pero el Millalobo me asegura que su amigo va a ganar. Sus explicaciones de política me resultan algo confusas: admira a la presidenta socialista Michelle Bachelet porque ha hecho un estupendo gobierno y es una señora muy fina, pero detesta a los partidos de centroizquierda, que han estado en el poder por veinte años y ahora le toca a la derecha. Además, el nuevo presidente es su amigo y eso es muy importante en Chile, donde todo se arregla con conexiones y parentescos. El resultado de la votación tiene a Manuel desmoralizado, entre otras cosas porque Piñera hizo su fortuna amparado por la dictadura de Pinochet, pero según Blanca las cosas no cambiarán demasiado. Este país es el más próspero y estable de América Latina y el nuevo presidente tendría que ser muy torpe para ponerse a innovar. No es el caso, de Piñera se podría decir cualquier cosa menos que sea torpe; es de una habilidad pasmosa.
Manuel llamó por teléfono a mi abuela y a mi papá para contarles mi accidente, sin alarmarlos con detalles truculentos sobre mi estado de salud, y ellos decidieron que vendrán a pasar la Navidad con nosotros. Mi Nini ha postergado demasiado el reencuentro con su país y mi papá apenas lo recuerda. Es tiempo de que vengan. Pudieron hablar con Manuel sin complicarse con claves y códigos, ya que con la muerte de Arana desaparece el peligro, ya no tengo que esconderme y puedo regresar a casa apenas me sostengan las piernas. Soy libre.