OTOÑO
Abril, mayo

Las reparaciones de la escuela están terminadas. Allí se refugia la gente en caso de emergencia, porque es el edificio más seguro, aparte de la iglesia, cuya enclenque estructura de madera está sostenida por Dios, como quedó probado en 1960, cuando hubo el terremoto más fuerte registrado en el mundo, 9.5 en la escala de Richter. Se subió el mar y estuvo a punto de tragarse al pueblo, pero las olas se detuvieron en la puerta de la iglesia. En los diez minutos del temblor se encogieron los lagos, desaparecieron islas completas, se abrió la tierra y se hundieron los rieles del tren, puentes y caminos. Chile es propenso a las catástrofes, las inundaciones, sequías, vendavales, terremotos y olas capaces de poner un barco en medio de la plaza. La gente posee una resignada filosofía al respecto, son pruebas que manda Dios, pero se pone nerviosa cuando transcurre mucho tiempo sin una desgracia. Así es mi Nini, siempre está esperando que el cielo le caiga encima.

Nuestra escuela está preparada para la próxima rabieta de la naturaleza; es el centro social de la isla, allí se reúne el círculo de mujeres, el grupo artesanal y Alcohólicos Anónimos, al cual fui un par de veces, porque le había prometido a Mike O'Kelly que lo haría, pero yo era la única mujer entre cuatro o cinco hombres que no se atrevían a hablar delante de mí. Creo que no me hace falta, llevo más de cuatro meses sobria. En la escuela vemos películas, se zanjan conflictos menores que no merecen la intervención de los carabineros y se discuten asuntos pendientes, como siembras, cosechas, el precio de papas y mariscos; allí Liliana Treviño imparte vacunas y fundamentos de higiene, que las mujeres mayores escuchan divertidas: «Con su perdón, señorita Liliana, ¡cómo nos va a enseñar a nosotras a medicinear!», dicen. Las comadres aseguran, y con razón, que las píldoras de un frasco son sospechosas, alguien se está haciendo rico con ellas, y optan por remedios caseros, que son gratis, o papelillos de homeopatía. En la escuela nos explicaron el programa de anticonceptivos del gobierno, que espantó a varias abuelas, y allí los carabineros nos repartieron instrucciones para los piojos, por si se produce una epidemia, como sucede cada dos años. Con solo pensar en piojos, me pica la cabeza, prefiero las pulgas, porque se quedan en el Fákin y los gatos.

Las computadoras de la escuela son precolombinas, pero están bien mantenidas y las uso para todo lo que necesito, menos para el correo electrónico. Me he acostumbrado a vivir incomunicada. ¿A quién voy a escribirle si no tengo amigos? Recibo noticias de mi Nini y Blancanieves, porque le escriben en clave a Manuel, pero me gustaría contarles mis impresiones de este curioso destierro; no pueden imaginarse Chiloé, este lugar es para vivirlo.

Me quedé en la academia de Oregón esperando que pasara un poco el frío para huir, pero el invierno en esos bosques llegaba para instalarse, con su cristalina belleza de hielo y nieve y sus cielos, a veces azules e inocentes, otras plomizos y enrabiados. Cuando los días se alargaron, subió la temperatura y empezaron las actividades al aire libre, volví a pensar en mis planes de fuga, pero entonces trajeron a las vicuñas, dos animales esbeltos de orejas paradas y pestañas de novia, costoso regalo del padre agradecido de uno de los alumnos graduados el año anterior. Angie me puso al cuidado de las vicuñas con el argumento de que nadie estaba mejor calificado que yo para hacerse cargo de esos delicados animales, puesto que me había criado con los perros de bombas de Susan. Tuve que postergar mi huida, porque las vicuñas me necesitaban.

Con el tiempo me adapté a la agenda de deporte, arte y terapia, pero no hice amigos, porque el sistema desalentaba la amistad; a lo más, los internos éramos cómplices en algunas travesuras. No echaba de menos a Sarah y Debbie, como si al cambiar de ambiente y circunstancias mis amigas hubieran perdido su importancia. Pensaba en ellas con envidia, viviendo sus vidas sin mí, tal como estaría todo Berkeley High chismeando sobre la zafada de Maya Vidal, interna en un manicomio. Tal vez otra chica ya me había reemplazado en el trío de los vampiros. En la academia aprendí la jerga psicológica y la forma de navegar entre las reglas, que no se llamaban reglas, sino acuerdos. En el primero de muchos acuerdos firmados sin intención de cumplirlos me comprometí, como los demás alumnos, a evitar alcohol, drogas, violencia y sexo. No había oportunidad para los tres primeros, pero mis compañeros se las arreglaban para practicar el cuarto, a pesar del escrutinio constante de consejeros y psicólogos. Yo me abstuve.

Para evitar problemas era muy importante parecer normal, aunque la definición de normalidad fluctuaba. Si comía mucho, padecía de ansiedad, si comía poco era anoréxica; si prefería la soledad era depresiva, pero cualquier amistad levantaba sospecha; si no participaba en una actividad, estaba saboteando, y si participaba mucho quería llamar la atención. «Palos porque bogas y palos porque no bogas», ése es otro de los dichos de mi Nini.

El programa se fundamentaba en tres preguntas concisas: quién eres, qué deseas hacer con tu vida y cómo vas a lograrlo, pero los métodos terapéuticos eran menos claros. A una chica que había sido violada la hicieron bailar, vestida de criadita francesa, delante de los otros alumnos; a un joven con inclinación suicida lo subieron a la torre de vigilancia forestal para ver si se lanzaba y a otro con claustrofobia lo encerraban regularmente en un clóset. Nos sometían a penitencia —rituales de purificación— y a sesiones colectivas en que debíamos actuar nuestros traumas con el fin de superarlos. Me negué a actuar la muerte de mi abuelo y mis compañeros debieron hacerlo por mí, hasta que el psicólogo de turno me declaró curada o incurable, ya no me acuerdo. En largas terapias de grupo confesábamos —compartíamos— recuerdos, sueños, deseos, temores, intenciones, fantasías, los más íntimos secretos. Desnudar el alma, ésa era la finalidad de aquellas maratones. Los celulares estaban prohibidos, el teléfono controlado, correspondencia, música, libros y películas censurados, nada de correo electrónico ni visitantes sorpresivos.

A los tres meses de ingresar en la academia tuve la primera visita de mi familia. Mientras mi padre discutía mi progreso con Angie, llevé a mi abuela a conocer el parque y a las vicuñas, que había adornado con cintas en las orejas. Mi Nini me había traído una pequeña fotografía plastificada de mi Popo en la que aparecía solo, unos tres años antes de su muerte, con su sombrero puesto y la pipa en la mano, sonriendo a la cámara. La había tomado Mike O'Kelly en la Navidad de mis trece años, cuando le regalé a mi abuelo su planeta perdido: una pelotita verde marcada con cien números, correspondientes a otros tantos mapas o ilustraciones de lo que debiera existir en su planeta, según habíamos ideado juntos. El regalo le gustó mucho, por eso sonreía como un chiquillo en la foto.

—Tu Popo siempre está contigo. No lo olvides, Maya —me dijo mi abuela.

—¡Está muerto, Nini!

—Sí, pero lo llevas adentro de ti, aunque todavía no lo sepas. Al principio era tanta mi pena, Maya, que creí que lo había perdido para siempre, pero ahora casi puedo verlo.

—¿Ya no tienes pena? ¡Quién como tú! —le contesté, enojada.

—Tengo pena, pero la he aceptado. Estoy mucho mejor de ánimo.

—Te felicito. Yo estoy cada vez peor de ánimo en este asilo de imbéciles. Sácame de aquí, Nini, antes de que me vuelva loca rematada.

—No seas trágica, Maya. Esto es mucho más agradable de lo que yo creía, hay comprensión y amabilidad.

—¡Porque ustedes están de visita!

—¿Me quieres decir que cuando no estamos aquí te tratan mal?

—No nos golpean, pero nos aplican tortura psicológica, Nini. Nos privan de comida y de sueño, nos bajan las defensas y después nos lavan el cerebro, nos meten cosas en la cabeza.

—¿Qué cosas?

—Advertencias espantosas sobre drogas, enfermedades venéreas, prisiones, hospitales mentales, abortos, nos tratan como idiotas. ¿Te parece poco?

—Me parece demasiado. Le voy a cantar claro a esa tipa ¿cómo es que se llama? ¿Angie? ¡Ya verá quién soy yo!

—¡No! —exclamé, sujetándola.

—¡Cómo que no! ¿Crees que voy a permitir que traten a mi nieta como preso de Guantánamo? —Y la mafia chilena partió a zancadas rumbo a la oficina de la directora. Minutos más tarde Angie me llamó.

—Maya, por favor repite delante de tu papá lo que le contaste a tu abuelita.

—¿Qué cosa?

—Sabes a qué me refiero —insistió Angie sin levantar la voz.

Mi padre no pareció impresionado y se limitó a recordarme la decisión de la jueza: rehabilitación o cárcel. Me quedé en Oregón.

En la segunda visita, dos meses más tarde, mi Nini estuvo encantada: por fin había recuperado a su niña, dijo, nada de maquillaje de Drácula ni modales de pandillera, me veía saludable y en buena forma. Eso se debía a los ocho kilómetros diarios que yo corría. Me lo permitían porque por mucho que corriera, no llegaría lejos. No sospechaban que me estaba entrenando para huir.

Le conté a mi Nini cómo nos burlábamos los internos de las pruebas psicológicas y de los terapeutas, tan transparentes en sus intenciones que hasta el más novato podía manipularlos, y para qué hablar del nivel académico, al graduarnos nos darían un diploma de ignorantes para colgar en la pared. Estábamos hartos de documentales sobre el calentamiento de los polos y excursiones al Everest, necesitábamos saber qué pasaba en el mundo. Ella me informó que nada sucedía digno de contarse, sólo malas noticias sin solución, el mundo se estaba acabando, pero tan lentamente que duraría hasta que yo me graduara. «No veo las horas que vuelvas a la casa, Maya. ¡Te echo tanto de menos!», suspiró, acariciándome el pelo, pintado de varios colores inexistentes en la naturaleza con las tinturas que ella misma me enviaba por correo.

A pesar del arco iris de mis pelos, me veía discreta comparada con algunos de mis compañeros. Para compensar las innumerables restricciones y darnos una falsa sensación de libertad, nos dejaban experimentar con la ropa y el cabello de acuerdo a la fantasía de cada cual, pero no podíamos agregar más perforaciones ni tatuajes a los ya existentes. Yo tenía un aro de oro en la nariz y mi tatuaje de 2005. Un chico, que había superado una breve etapa neonazi antes de optar por la metanfetamina, lucía una esvástica marcada con un hierro al rojo en el brazo derecho y otro se había tatuado fuck en la frente.

—Tiene vocación de jodido, Nini. Nos han prohibido mencionar su tatuaje. Dice el psiquiatra que se puede traumatizar.

—¿Cuál es, Maya?

—Ese larguirucho con una cortina de pelo hasta los ojos.

Y allá fue mi Nini a decirle que no se preocupara, ahora existía un rayo láser para borrarle la palabreja de la frente.

Manuel ha aprovechado el corto verano para recoger información y después, en las horas oscuras del invierno, piensa terminar el libro sobre magia de Chiloé. Nos llevamos muy bien, me parece a mí, aunque él todavía me gruñe de vez en cuando. No le hago caso. Me acuerdo de que al conocerlo, me pareció huraño, pero en estos meses viviendo juntos he descubierto que es uno de esos tipos bondadosos que se avergüenzan de serlo; no hace esfuerzos por ser amable y se asusta cuando alguien le toma cariño, por eso me tiene un poco de miedo. Dos de sus libros anteriores fueron publicados en Australia en formato grande con fotografías a color y éste será parecido, gracias al auspicio del Consejo de la Cultura y varias empresas de turismo. Los editores encargaron las ilustraciones a un pintor de mucho copete en Santiago, quien se verá en aprietos para crear algunos de los seres espeluznantes de la mitología chilota. Espero que Manuel me dé más trabajo, así podré retribuir su hospitalidad; si no, voy a quedar endeudada hasta el fin de mis días. Lo malo es que no sabe delegar; me encarga las tareas más sencillas y después pierde su tiempo revisándolas. Debe creer que soy tarada. Para colmo, ha tenido que darme dinero, porque llegué sin nada. Me aseguró que mi abuela le hizo un giro bancario con ese fin, pero no le creo, a ella no se le ocurren soluciones simples. Más de acuerdo con su carácter sería mandarme una pala para desenterrar tesoros. Aquí hay tesoros escondidos por los piratas de antaño, todo el mundo lo sabe. En la noche de San Juan, 24 de junio, se ven luces en las playas, señal de que allí hay un cofre enterrado. Por desgracia las luces se mueven, eso despista a los codiciosos, y además puede ser que la luz sea un engaño de los brujos. Nadie se ha hecho rico todavía cavando en la noche de San Juan.

Está cambiando el clima rápidamente y Eduvigis me tejió un gorro chilote. La centenaria doña Lucinda le tiñó la lana con plantas, cortezas y frutos de la isla. Esa viejita es una experta, nadie logra colores tan resistentes como los suyos, diversos tonos de marrón, rojizo, gris, negro y un verde bilis que a mí me queda bien. Con muy poco dinero pude aperarme de ropa abrigada y zapatillas, mis botas rosadas se pudrieron con la humedad. En Chile a nadie le falta para vestirse con decencia: en todas partes venden ropa usada o proveniente de saldos americanos o chinos, donde a veces se encuentran cosas de mi talla.

Le he tomado respeto a la Cahuilla, la lancha de Manuel, tan endeble de aspecto y tan brava de corazón. Nos ha llevado galopando por el golfo de Ancud y después del invierno iremos más al sur, al golfo Corcovado, caleteando por la costa de la Isla Grande. La Cahuilla es lenta, pero segura en estas aguas tranquilas; las peores tormentas se dan a mar abierto, en el Pacífico. En las islas y aldeas remotas están las personas antiguas, que conocen las leyendas. Los antiguos viven del campo, la crianza de animales y la pesca, en comunidades pequeñas, donde la fanfarria del progreso todavía no ha llegado.

Manuel y yo salimos de madrugada y si la distancia es corta procuramos regresar antes de que oscurezca, pero si es más de tres horas nos quedamos a dormir, porque sólo los buques de la Armada y el Caleuche, el barco fantasma, navegan de noche. Según los antiguos, todo lo que hay sobre la tierra también existe bajo el agua. Hay ciudades sumergidas en el mar, en lagunas, ríos y charcos, y allí viven los pigüichenes, criaturas de mal genio capaces de provocar marejadas y corrientes traicioneras. Mucho cuidado se requiere en lugares húmedos, nos advirtieron, pero es un consejo inútil en esta tierra de lluvia incesante, donde la humedad está en todas partes. A veces encontramos antiguos bien dispuestos a contarnos lo que sus ojos han visto y volvemos a la casa con un tesoro de grabaciones, que después resulta un lío descifrar, porque ellos tienen su propia manera de hablar. Al comienzo de la conversación evitan el tema de la magia, son cosas de viejos, dicen, ya nadie cree en eso; tal vez temen las represalias de los «del arte», como llaman a los brujos, o bien no desean contribuir a su reputación de supersticiosos, pero con maña y chicha de manzana Manuel les va sonsacando.

Tuvimos la tormenta más seria hasta ahora, que llegó dando zancadas de giganta y rabiando contra el mundo. Se desataron rayos, truenos y un viento demencial, que nos embistió decidido a mandar la casa navegando en la lluvia. Se desprendieron los tres murciélagos de las vigas y empezaron a dar vueltas en la sala, mientras yo procuraba echarlos a escobazos y el Gato-Leso les lanzaba zarpazos inútiles en la temblorosa luz de las velas. El generador está malo desde hace varios días y no sabemos cuándo vendrá el «maestro chasquilla», si es que viene, nunca se sabe, nadie cumple horarios por estos lados. En Chile se llama maestro chasquilla a cualquier tipo capaz de reparar algo a medias con un alicate y un alambre, pero no hay ninguno en esta isla y debemos recurrir a los de afuera, que se hacen esperar como dignatarios. El ruido de la tormenta era atronador, rocas rodando, tanques de guerra, trenes descarrilados, aullidos de lobos y de repente un clamor que venía del fondo de la tierra. «¡Está temblando, Manuel!», pero él, imperturbable, leía con su foco de minero en la frente. «Es sólo el viento, mujer, cuando tiembla se caen las ollas.»

En eso llegó Azucena Corrales, chorreando agua, con un poncho de plástico y botas de pescar, a pedir socorro porque su padre estaba muy mal. Con la furia de la tormenta no había señal para los celulares y caminar hasta el pueblo resultaba imposible. Manuel se colocó impermeable, gorro y botas, tomó la linterna y se dispuso a salir. Yo partí detrás, no iba a quedarme sola con los murciélagos y el vendaval.

La casa de los Corrales está cerca, pero nos demoramos un siglo en recorrer esa distancia en la oscuridad, empapados por la catarata del cielo, hundiéndonos en el barro y luchando con el viento que nos empujaba en sentido contrario. Por momentos me pareció que estábamos perdidos, pero de pronto apareció el resplandor amarillo de la ventana de los Corrales.

La casa, más chica que la nuestra y muy destartalada, apenas se mantenía de pie en medio de una sonajera de tablas sueltas, pero adentro estaba abrigada. A la luz de un par de faroles de parafina pude ver un desorden de muebles viejos, canastos de lana para hilar, pilas de papas, ollas, bultos, ropa secándose en un alambre, baldes para las goteras del techo y hasta jaulas con conejos y gallinas, que no podían dejar afuera en una noche como aquélla. En un rincón había un altar con una vela encendida frente a una Virgen de yeso y una imagen del padre Hurtado, el santo de los chilenos. Las paredes estaban adornadas con calendarios, fotografías enmarcadas, tarjetas postales y publicidad de ecoturismo y del Manual de Alimentación para el Adulto Mayor.

Carmelo Corrales fue un hombre fornido, carpintero y constructor de botes, pero lo derrotó el alcohol y la diabetes, que llevaban mucho tiempo minándole el organismo. Al principio no hizo caso de los síntomas, después lo trató su mujer con ajo, papa cruda y eucalipto, y cuando Liliana Treviño lo obligó a ir al hospital de Castro ya era tarde. Según Eduvigis, la intervención de los doctores lo puso peor. Corrales no modificó su estilo de vida, siguió bebiendo y abusando de su familia hasta que le amputaron una pierna, en diciembre del año pasado. Ya no puede atrapar a sus nietos para darles correazos, pero Eduvigis suele andar con un ojo morado y a nadie le llama la atención. Manuel me aconsejó no indagar, porque sería bochornoso para Eduvigis, la violencia doméstica se mantiene para callado.

Habían acercado la cama del enfermo a la estufa de leña. Por las historias que había oído de Carmelo Corrales, de sus peleas cuando se embriagaba y de la forma en que maltrataba a su familia, lo imaginaba como un hombrón abominable, pero en esa cama había un anciano inofensivo, desencajado y huesudo, con los párpados entrecerrados, la boca abierta, respirando con un ronquido de agonizante. Suponía que a los diabéticos siempre se les pone insulina, pero Manuel le dio unas cucharadas de miel y con eso y los rezos de Eduvigis, el enfermo reaccionó. Azucena nos preparó una taza de té, que bebimos en silencio, esperando a que amainara la tormenta.

A eso de las cuatro de la madrugada, Manuel y yo volvimos a nuestra casa, ya fría, porque la estufa se había apagado hacía rato. El fue a buscar más leña mientras yo encendía velas y calentaba agua y leche en la hornilla de parafina. Sin darme cuenta, estaba temblando, no tanto de frío como por la tensión de esa noche, el ventarrón, los murciélagos, el hombre moribundo y algo que sentí en la casa de los Corrales y no sabría explicar, algo maléfico, como odio. Si es cierto que las casas se impregnan de la vida transcurrida entre sus paredes, en la de los Corrales hay maldad.

Manuel encendió el fuego rápidamente, nos quitamos la ropa mojada, nos pusimos pijamas, calcetas gruesas y nos arropamos con mantas chilotas. Bebimos de pie, atracados a la estufa, él su segunda taza de té y yo mi leche, después él revisó las persianas, por si habían cedido con el viento, preparó mi bolsa de agua caliente, la dejó en mi pieza y se retiró a la suya. Lo sentí ir y venir del baño y meterse a la cama. Me quedé escuchando los últimos rezongos de la tormenta, los truenos, que se alejaban, y el viento, que comenzaba a cansarse de soplar.

He desarrollado diversas estrategias para vencer el miedo a la noche y ninguna sirve. Desde que llegué a Chiloé estoy sana de cuerpo y mente, pero mi insomnio ha empeorado y no quiero recurrir a somníferos. Mike O'Kelly me advirtió que lo último que recupera un adicto es el sueño normal. Por las tardes evito la cafeína y estímulos alarmantes, como películas o libros con escenas de violencia, que luego vienen a penarme en la noche. Antes de acostarme me tomo un vaso de leche tibia con miel y canela, la poción mágica que me daba mi Popo cuando era niña, y la infusión tranquilizante de Eduvigis: tilo, saúco, menta y violeta, pero haga lo que haga y aunque me acueste lo más tarde posible y lea hasta que se me caigan los párpados, no puedo engañar al insomnio, es implacable. He pasado muchas noches de mi vida sin dormir, antes contaba corderos, ahora cuento cisnes de cuello negro o delfines de panza blanca. Paso horas en la oscuridad, una, dos, tres de la madrugada, escuchando la respiración de la casa, el susurro de los fantasmas, los arañazos de monstruos debajo de mi cama, temiendo por mi vida. Me atacan los enemigos de siempre, dolores, pérdidas, vejaciones, culpa. Encender la luz equivale a darme por vencida, ya no dormiré en el resto de la noche, porque con luz la casa no sólo respira, también se mueve, palpita, le salen protuberancias y tentáculos, los fantasmas adquieren contornos visibles, los esperpentos se alborotan. Esa sería una de aquellas noches sin fin, había tenido demasiado estímulo y muy tarde. Estaba enterrada bajo un cerro de frazadas viendo pasar cisnes, cuando escuché a Manuel debatirse dormido en la pieza de al lado, como lo había oído otras veces.

Algo provoca estas pesadillas, algo relacionado con su pasado y tal vez con el pasado de este país. He descubierto algunas cosas en internet que pueden ser significativas, pero voy dando palos de ciego con pocas pistas y ninguna certeza. Todo empezó cuando quise averiguar sobre el primer marido de mi Nini, Felipe Vidal, y de rebote caí en el golpe militar de 1973, que cambió la existencia de Manuel. Encontré un par de artículos publicados por Felipe Vidal sobre Cuba en los años sesenta, fue uno de los pocos periodistas chilenos que escribió sobre la revolución, y otros reportajes suyos de diferentes lugares del mundo; por lo visto viajaba seguido. Unos meses después del golpe desapareció, es lo último que sale en internet sobre él. Estaba casado y tenía un hijo, pero los nombres de la mujer y el hijo no figuran. Le pregunté a Manuel dónde había conocido exactamente a Felipe Vidal y me contestó secamente que no quería hablar de eso, pero tengo el presentimiento de que las historias de estos dos hombres están conectadas de alguna manera.

En Chile, mucha gente se negó a creer en las atrocidades cometidas por la dictadura militar, hasta que surgió la evidencia irrefutable en los años noventa. Según Blanca, ya nadie puede negar que se cometieron abusos, pero todavía hay quienes los justifican. No se puede tocar ese tema delante de su padre y el resto de la familia Schnake, para quienes el pasado está enterrado, los militares salvaron al país del comunismo, pusieron orden, eliminaron a los subversivos y establecieron la economía de libre mercado, que trajo prosperidad y obligó a los chilenos, flojos por naturaleza, a trabajar. ¿Atrocidades? En la guerra son inevitables y ésa fue una guerra contra el comunismo.

¿Qué estaría soñando Manuel esa noche? Volví a sentir esas presencias nefastas de sus pesadillas, presencias que me habían asustado antes. Por último me levanté y, tanteando las paredes, fui a su pieza, donde llegaba la sugerencia del resplandor de la estufa, apenas suficiente para adivinar los contornos de los muebles. Nunca había entrado a esa habitación. Hemos convivido estrechamente, él me socorrió cuando estuve con colitis —no hay nada tan íntimo como eso—, nos cruzamos en el baño, incluso él me ha visto desnuda cuando salgo de la ducha distraída, pero su pieza es territorio vedado, donde sólo entran sin invitación el Gato-Leso y el Gato-Literato. ¿Por qué lo hice? Para despertarlo y para que no siguiera sufriendo, para engañar al insomnio y dormir con él. Eso, nada más, pero sabía que estaba jugando con fuego, él es hombre y yo soy mujer, aunque él sea cincuenta y dos años mayor que yo.

Me gusta mirar a Manuel, usar su chaleco gastado, oler su jabón en el baño, oír su voz. Me gusta su ironía, su seguridad, su callada compañía, me gusta que no sepa cuánto cariño le tiene la gente. No siento atracción por él, nada de eso, sino un cariño tremendo, imposible de expresar con palabras. La verdad es que no tengo muchas personas a quienes querer: mi Nini, mi papá, Blancanieves, dos que dejé en Las Vegas, nadie en Oregón, fuera de las vicuñas, y algunos a quienes empiezo a querer demasiado en esta isla. Me aproximé a Manuel, sin cuidarme del ruido, me introduje en su cama y me abracé a su espalda, con los pies entre los suyos y la nariz en su nuca. No se movió, pero supe que había despertado, porque se transformó en un bloque de mármol. «Relájate, hombre, sólo vengo a respirar contigo», fue lo único que se me ocurrió decirle. Nos quedamos así, un viejo matrimonio, arropados en el calor de las frazadas y en el calor de los dos, respirando. Y me dormí profundamente, como en los tiempos en que dormía entre mis dos abuelos.

Manuel me despertó a las ocho con una taza de café y pan tostado. La tormenta se había disipado y dejó el aire lavado, con olor fresco a madera mojada y sal. Lo acontecido la noche anterior parecía un mal sueño en la luz matinal que bañaba la casa. Manuel estaba afeitado, con el pelo húmedo, vestido en su forma habitual: pantalones deformes, camiseta de cuello subido, chaleco deshilachado en los codos. Me entregó la bandeja y se sentó a mi lado.

—Perdona. No podía dormir y tú tenías una pesadilla. Supongo que fue una tontería por mi parte venir a tu pieza… —le dije.

—De acuerdo.

—No me pongas esa cara de solterona, Manuel. Cualquiera pensaría que cometí un crimen irreparable. No te violé ni nada parecido.

—Menos mal —me contestó seriamente.

—¿Puedo preguntarte algo personal?

—Depende.

—Yo te miro y veo a un hombre, aunque seas viejo. Pero tú me tratas igual que a tus gatos. No me ves como a una mujer, ¿verdad?

—Yo te veo a ti, Maya. Por eso te pido que no vuelvas a mi cama. Nunca más. ¿Estamos claros?

—Estamos.

En esta isla bucólica de Chiloé, mi agitación del pasado parece incomprensible. No sé qué era esa picazón interior que antes no me daba tregua, por qué saltaba de una cosa a otra, siempre buscando algo sin saber lo que buscaba; no logro recordar con claridad los impulsos y sentimientos de los últimos tres años, como si esa Maya Vidal de entonces fuera otra persona, una desconocida. Se lo comenté a Manuel en una de nuestras raras conversaciones más o menos íntimas, cuando estamos solos, afuera está lloviendo, se ha cortado la luz y él no puede refugiarse en sus libros para escapar de mi parloteo, y me dijo que la adrenalina es adictiva, uno se acostumbra a vivir en ascuas, no se puede prescindir del melodrama, que a fin de cuentas es más interesante que la normalidad. Agregó que a mi edad nadie quiere paz de espíritu, estoy en la edad de la aventura, y este exilio en Chiloé es una pausa, pero no puede convertirse en una forma de vida para alguien como yo. «O sea, me estás insinuando que mientras antes me vaya de tu casa, mejor sería, ¿cierto?», le pregunté. «Mejor para ti, Maya, pero no para mí», me respondió. Le creo, porque cuando yo me vaya este hombre se sentirá más solo que un molusco.

Es verdad que la adrenalina es adictiva. En Oregón había algunos chicos fatalistas muy cómodos en su desgracia. La felicidad es jabonosa, se escurre entre los dedos, pero a los problemas uno puede aferrarse, tienen asidero, son ásperos, duros. En la academia tenía mi propio novelón ruso: yo era mala, impura y dañina, defraudaba y hería a quienes más me querían, mi vida ya estaba jodida. En esta isla, en cambio, casi siempre me siento buena, como si al cambiar de paisaje también hubiera cambiado de piel. Aquí nadie conoce mi pasado, salvo Manuel; la gente me tiene confianza, cree que soy una estudiante de vacaciones que ha venido a ayudar a Manuel en su trabajo, una chica ingenua y sana, que nada en el mar helado y juega al fútbol como un hombre, una gringa medio bobalicona. No pienso defraudarlos.

A veces, en las horas del insomnio siento el pinchazo de la culpa por todo lo que hice antes, pero se disipa al amanecer con el olor de la leña en la estufa, la pata del Fákin arañándome para que lo saque al patio y el carraspeo alérgico de Manuel camino al baño. Despierto, bostezo, me estiro en la cama y suspiro contenta. No es indispensable golpearme el pecho de rodillas ni pagar mis errores con lágrimas y sangre. Según decía mi Popo, la vida es una tapicería que se borda día a día con hilos de muchos colores, unos pesados y oscuros, otros delgados y luminosos, todos los hilos sirven. Las tonterías que hice ya están en la tapicería, son imborrables, pero no voy a cargar con ellas hasta que me muera. Lo hecho, hecho está; tengo que mirar hacia delante.

En Chiloé no hay combustible para hogueras de desesperación. En esta casa de ciprés el corazón se tranquiliza.

En junio de 2008 terminé el programa de la academia de Oregón, donde había estado atrapada por trece meses. En cuestión de pocos días podría salir por la puerta ancha y sólo iba a echar de menos a las vicuñas y a Steve, el consejero favorito del alumnado femenino. Estaba vagamente enamorada de él, como las demás muchachas, pero era demasiado orgullosa para admitirlo. Otras se habían deslizado a su habitación en el secreto de la noche y habían sido enviadas amablemente de vuelta a sus camas; Steve era un genio del rechazo. Libertad, al fin. Podría reincorporarme al mundo de los seres normales, hartarme de música, películas y libros prohibidos, abrir una cuenta de Facebook, la última moda en redes sociales, que todos en la academia deseábamos. Juré que no volvería a pisar el estado de Oregón en el resto de mi existencia.

Por primera vez en meses volví a pensar en Sarah y Debbie, preguntándome qué sería de ellas. Con suerte habrían terminado la secundaria y estarían en la etapa de conseguir algún trabajo, porque no era probable que fueran al College, no les daba el cerebro para eso. Debbie fue siempre pésima para estudiar y Sarah tenía demasiados problemas; si no se había curado de la bulimia, seguramente estaba en el cementerio.

Una mañana Angie me convidó a dar un paseo entre los pinos, algo bastante sospechoso, porque no era su estilo, y me anunció que estaba satisfecha de mi progreso, que yo había hecho el trabajo sola, la academia sólo lo había facilitado, y que ahora podría ir a la universidad, aunque tal vez había algunas lagunas en mis estudios. «Océanos, no lagunas», la interrumpí.

Toleró la impertinencia con una sonrisa y me recordó que su misión no era impartir conocimientos, eso podía hacerlo cualquier establecimiento educativo, sino algo mucho más delicado, dar a los jóvenes las herramientas emocionales para alcanzar su máximo potencial.

—Has madurado, Maya, eso es lo importante.

—Tienes razón, Angie. A los dieciséis años mi plan de vida era casarme con un anciano millonario, envenenarlo y heredar su fortuna, en cambio ahora mi plan es criar vicuñas para la venta.

No le pareció gracioso. Me propuso, con algunos rodeos, que me quedara en la academia como instructora deportiva y ayudante en el taller de arte durante el verano; después podía ir directamente al College en septiembre. Agregó que mi papá y Susan se estaban divorciando, como ya sabíamos, y que a mi papá le habían asignado una ruta al Medio Oriente.

—Tu situación es complicada, Maya, porque necesitas estabilidad en la etapa de transición. Aquí has estado protegida, pero en Berkeley te faltaría estructura. No es conveniente que vuelvas al mismo ambiente.

—Viviría con mi abuela.

—Tu abuelita ya no tiene edad para…

—¡No la conoces, Angie! Tiene más energía que Madonna. Y deja de llamarla abuelita, porque su apodo es Don Corleone, como El Padrino. Mi Nini me crió a coscorrones, qué más estructura quieres que ésa.

—No vamos a discutir a tu abuela, Maya. Dos o tres meses más aquí pueden ser decisivos para tu futuro. Piénsalo antes de contestarme.

Entonces comprendí que mi papá había hecho un pacto con ella. Él y yo nunca estuvimos muy unidos, en mi infancia estuvo casi ausente, se las arregló para mantenerse lejos, mientras mi Nini y mi Popo lidiaban conmigo. Cuando murió mi abuelo y las cosas se pusieron feas entre nosotros, me colocó interna en Oregón y él se lavó las manos. Ahora tenía una ruta al Medio Oriente, perfecto para él. ¿Para qué me trajo al mundo? Debió ser más prudente en su relación con la princesa de Laponia, puesto que ninguno de los dos quería hijos. Supongo que en esos tiempos también había preservativos. Todo esto me pasó como una ráfaga por la cabeza y llegué rápidamente a la conclusión de que era inútil desafiarlo o tratar de negociar con él, porque es testarudo como un burro cuando algo se le mete en la cabeza, tendría que recurrir a otra solución. Yo tenía dieciocho años y legalmente él no podía obligarme a quedarme en la academia; por eso buscó la complicidad de Angie, cuya opinión tenía el peso de un diagnóstico. Si me rebelaba sería interpretado como problema de conducta y con la firma del psiquiatra residente podían retenerme a la fuerza allí o en otro programa similar. Acepté la proposición de Angie con tal prontitud, que alguien menos seguro de su autoridad habría sospechado, y empecé de inmediato a prepararme para mi postergada fuga.

En la segunda semana de junio, pocos días después de mi paseo entre los pinos con Angie, uno de los alumnos, fumando en el gimnasio, provocó un incendio. La colilla olvidada quemó una colchoneta y el fuego alcanzó al techo antes de que sonara la alarma. Nada tan dramático ni divertido había sucedido en la academia desde su fundación. Mientras los instructores y jardineros conectaban las mangueras, los jóvenes aprovecharon para desbandarse en una fiesta de saltos y gritos, liberando la energía acumulada en meses de introspección, y cuando por fin llegaron bomberos y policías, se encontraron con un cuadro alucinante, que confirmaba la idea generalizada de que eso era asilo de energúmenos. El incendio se extendió, amenazando los bosques cercanos, y los bomberos pidieron el refuerzo de una avioneta. Eso aumentó la euforia maniática de los muchachos, que corrían bajo los chorros de espuma química, sordos a las órdenes de las autoridades.

Era una mañana espléndida. Antes de que la humareda del incendio nublara el cielo, el aire estaba tibio y límpido, ideal para mi huida. Primero debía poner a salvo a las vicuñas, de las que nadie se acordó en la confusión, y perdí media hora tratando de moverlas; tenían las patas trabadas de susto por el olor a chamusquina. Por fin se me ocurrió mojar un par de camisetas y cubrirles las cabezas, así logré tironearlas hacia la cancha de tenis, donde las dejé amarradas y encapuchadas. Después fui a mi dormitorio, coloqué lo indispensable en la mochila —la foto de mi Popo, algo de ropa, dos barras energéticas y una botella de agua—, me calcé con mis mejores zapatillas y corrí hacia el bosque. No fue producto de un impulso, estaba esperando esa oportunidad desde hacía siglos, pero llegado el momento partí sin un plan razonable, sin identificación, dinero o un mapa, con la idea loca de esfumarme por unos días y darle un susto inolvidable a mi padre.

Angie se demoró cuarenta y ocho horas en llamar a mi familia, porque era normal que los internos desaparecieran de vez en cuando; se alejaban por la carretera, pedían un aventón hasta el pueblo más cercano, a treinta kilómetros de distancia, probaban la libertad y luego regresaban solos, porque no tenían adonde ir, o los traía la policía. Esas escapadas eran tan rutinarias, especialmente entre los recién ingresados, que se consideraban una muestra de salud mental. Sólo los más abúlicos y deprimidos se resignaban mansamente al cautiverio. Una vez que los bomberos confirmaron que no había víctimas del fuego, mi ausencia no fue motivo de preocupación especial, pero a la mañana siguiente, cuando de la excitación del incendio sólo quedaban cenizas, empezaron a buscarme en el pueblo y se organizaron patrullas para rastrear los bosques. Para entonces yo llevaba muchas horas de ventaja.

No sé cómo pude orientarme sin brújula en aquel océano de pinos y llegar zigzagueando a la carretera interestatal. Tuve suerte, no hay otra explicación. Mi maratón duró horas, salí de mañana, vi caer la tarde y hacerse de noche. Me detuve un par de veces a tomar agua y mordisquear las barras energéticas, mojada de sudor, y seguí corriendo hasta que la oscuridad me obligó a detenerme. Me acurruqué entre las raíces de un árbol a pasar la noche, rogándole a mi Popo que atajara a los osos; había muchos por allí y eran atrevidos, a veces llegaban a la academia a buscar comida sin incomodarse para nada con la cercanía humana. Los observábamos por las ventanas, sin que nadie se atreviera a echarlos, mientras ellos volteaban los cubos de basura. La comunicación con mi Popo, efímera como espuma, había sufrido serios altibajos durante mi estadía en la academia. En los primeros tiempos después de su muerte se me aparecía, estoy segura; lo veía en el umbral de una puerta, en la vereda opuesta de la calle, tras el vidrio de un restaurante. Es inconfundible, no hay otro parecido a mi Popo, ni negro ni blanco, nadie tan elegante y teatral, con pipa, lentes de oro y sombrero Borsalino. Después comenzó mi debacle de drogas y alcohol, ruido y más ruido, andaba con la mente ofuscada y no volví a verlo, pero en algunas ocasiones creo que estaba cerca; podía sentir sus ojos fijos en mi espalda. Según mi Nini, hay que estar muy quieta, en silencio, en un espacio vacío y limpio, sin relojes, para percibir a los espíritus. «¿Cómo quieres oír a tu Popo si andas enchufada a unos audífonos?», me decía.

Esa noche sola en el bosque experimenté de nuevo el miedo irracional de las noches insomnes de mi infancia, volvieron a atacarme los mismos monstruos de la casona de mis abuelos. Sólo el abrazo y el calor de otro ser me ayudaba a dormir, alguien más grande y fuerte que yo: mi Popo, un perro de husmear bombas. «Popo, Popo», lo llamé, con el corazón zapateándome en el pecho. Apreté los párpados y me tapé los oídos para no ver las sombras movedizas ni oír los sonidos amenazantes. Me adormecí por un rato, que debió haber sido muy breve, y desperté sobresaltada por un resplandor entre los troncos de los árboles. Me demoré un poco en ubicarme y adivinar que podían ser los focos de un vehículo y que estaba cerca de un camino; entonces me puse de pie de un salto, gritando de alivio, y eché a correr.

Las clases comenzaron hace varias semanas y ahora tengo empleo de maestra, pero sin sueldo. Voy a pagarle mi hospedaje a Manuel Arias mediante una complicada fórmula de trueque. Yo trabajo en la escuela y la tía Blanca, en vez de pagarme directamente, le retribuye a Manuel con leña, papel de escribir, gasolina, licor de oro y otras amenidades, como películas que no se exhiben en el pueblo por falta de subtítulos en español o porque son «repelentes». No es ella quien aplica la censura, sino un comité de vecinos, para quienes «repelentes» son las películas americanas con demasiado sexo. Ese adjetivo no se aplica a las películas chilenas, donde los actores suelen revolcarse desnudos dando aullidos sin que el público de esta isla se inmute.

El trueque es parte esencial de la economía en estas islas, se cambian pescados por papas, pan por madera, pollos por conejos, y muchos servicios se pagan con productos. El doctor lampiño de la lancha no cobra, porque es del Servicio Nacional de Salud, pero igual sus pacientes le pagan con gallinas o tejidos. Nadie pone precio a las cosas, pero todos saben el valor justo y llevan la cuenta en la memoria. El sistema fluye con elegancia, no se menciona la deuda, lo que se da, ni lo que se recibe. Quien no ha nacido aquí jamás podría dominar la complejidad y sutileza del trueque, pero he aprendido a retribuir las infinitas tazas de mate y té que me ofrecen en el pueblo. Al principio no sabía cómo hacerlo, porque nunca he sido tan pobre como soy ahora, ni siquiera cuando era mendiga, pero me di cuenta de que los vecinos agradecen que yo entretenga a los niños o ayude a doña Lucinda a teñir y ovillar su lana. Doña Lucinda es tan anciana que ya nadie recuerda a qué familia pertenece y la cuidan por turnos; es la tatarabuela de la isla y sigue activa, romanceando las papas y vendiendo lana.

No es indispensable pagar el favor directamente al acreedor, se puede hacer una carambola, como la de Blanca y Manuel con mi trabajo en la escuela. A veces la carambola es doble o triple: Liliana Treviño le consigue glucosamina para la artritis a Eduvigis Corrales, quien le teje calcetas de lana a Manuel Arias y éste canjea sus ejemplares del National Geographic por revistas femeninas en la librería de Castro y se las da a Liliana Treviño cuando ésta llega con el remedio de Eduvigis, y así sigue la ronda y todos contentos. Respecto a la glucosamina, conviene aclarar que Eduvigis se la toma a regañadientes, para no ofender a la enfermera, porque la única cura infalible para la artritis son las friegas de ortigas combinadas con picaduras de abejas. Con tan drásticos remedios, no es raro que aquí la gente se desgaste. Además, el viento y el frío dañan los huesos y la humedad entra en las articulaciones; el cuerpo se cansa de recoger papas de la tierra y mariscos del mar y el corazón se pone melancólico, porque los hijos se van lejos. La chicha y el vino combaten las penas por un rato, pero al fin siempre gana el cansancio. Aquí la existencia no es fácil y para muchos la muerte es una invitación al descanso.

Mis días se han puesto más interesantes desde que comenzó la escuela. Antes era la gringuita, pero ahora que les enseño a los niños soy la tía Gringa. En Chile las personas mayores reciben el título de tío o tía, aunque no lo merezcan. Por respeto, yo debería decirle tío a Manuel, pero cuando llegué aquí no lo sabía y ahora es tarde. Estoy echando raíces en esta isla, nunca lo hubiera imaginado.

En invierno entramos a clases alrededor de las nueve de la mañana, de acuerdo a la luz y la lluvia. Me voy a la escuela trotando, acompañada por el Fákin, que me deja en la puerta y después se vuelve a la casa, donde está abrigado. La jornada comienza izando la bandera chilena y todos formados cantando la canción nacional —Puro Chile es tu cielo azulado, puras brisas te cruzan también, etc.— y enseguida la tía Blanca nos da las pautas del día. Los viernes nombra a los premiados y a los castigados y nos levanta la moral con un discursito edificante.

Les enseño a los niños fundamentos de inglés, idioma del futuro, como cree la tía Blanca, con un texto de 1952 en el cual los aviones son de hélice y las madres, siempre rubias, cocinan en tacones altos. También les enseño a usar las computadoras, que funcionan sin problemas cuando hay electricidad, y soy la entrenadora oficial de fútbol, aunque cualquiera de estos mocosos juega mejor que yo. Hay una vehemencia olímpica en nuestro equipo masculino, El Caleuche, porque le aposté a don Lionel Schnake, cuando nos regaló las zapatillas, que ganaríamos el campeonato escolar en septiembre y si perdemos me afeitaré la cabeza, lo cual sería una humillación insoportable para mis futbolistas. La Pincoya, el equipo femenino, es pésimo y más vale no mencionarlo.

El Caleuche rechazó a Juanito Corrales, apodado el Enano, por enclenque, aunque corre como liebre y no teme los pelotazos. Los niños se burlan de él y si pueden, le pegan. El alumno más antiguo es Pedro Pelanchugay, que ha repetido varios cursos y el consenso general es que debería ganarse la vida pescando con sus tíos, en vez de gastar el poco cerebro que tiene en aprender números y letras que no le servirán de mucho. Es indio huilliche, macizo, moreno, testarudo y paciente, buen tipo, pero nadie se atreve con él, porque cuando finalmente pierde la paciencia arremete como un tractor. La tía Blanca le encargó proteger a Juanito. «¿Por qué yo?», preguntó él, mirándose los pies. «Porque eres el más fuerte.» Enseguida llamó a Juanito y le ordenó que ayudara a Pedro con las tareas. «¿Por qué yo?», tartamudeó el niño, que rara vez habla. «Porque eres el más listo.» Con esa solución salomónica resolvió el problema del abuso contra uno y las malas notas del otro y además forjó una sólida amistad entre los chiquillos, que por mutua conveniencia se han vuelto inseparables.

A mediodía ayudo a servir el almuerzo que provee el Ministerio de Educación: pollo o pescado, papas, verdura, postre y un vaso de leche. Dice la tía Blanca que para algunos niños chilenos ése es el único alimento del día, pero en esta isla no es el caso; somos pobres, pero no nos falta comida. Mi turno termina después de almuerzo; entonces me voy a la casa a trabajar con Manuel un par de horas y el resto de la tarde estoy libre. Los viernes la tía Blanca premia a los tres alumnos de mejor conducta en la semana con un papelito amarillo firmado por ella, que sirve para bañarse en el jacuzzi, es decir, el tonel de madera con agua caliente, del tío Manuel. En la casa les damos a los niños premiados una taza de cocoa y galletas horneadas por mí, los hacemos enjabonarse en la ducha y después pueden jugar en el jacuzzi hasta que oscurezca.

Esa noche en Oregón me dejó una marca indeleble. Me escapé de la academia y corrí todo el día en el bosque sin un plan, sin otro pensamiento en la cabeza que herir a mi padre y librarme de los terapeutas y sus sesiones de grupo, estaba harta de su amabilidad azucarada y su insistencia obscena para sondear en mi mente. Quería ser normal, nada más.

Me despertó el paso fugaz de un vehículo y corrí, tropezando con arbustos y raíces y apartando ramas de los pinos, pero cuando finalmente encontré el camino, que estaba a menos de cincuenta metros, las luces habían desaparecido. La luna alumbraba la raya amarilla que dividía la carretera. Calculé que pasarían otros coches, porque todavía era relativamente temprano, y no me equivoqué, pronto escuché el ruido de un potente motor y vi de lejos el resplandor de dos focos, que al aproximarse revelaron un camión gigantesco, cada rueda de mi altura, con dos banderas flameando en el chasis. Me atravesé por delante haciendo señas desesperadas con los brazos. El conductor, sorprendido ante esa visión inesperada, frenó en seco, pero tuve que apartarme apurada, porque la enorme masa del camión siguió rodando por inercia unos veinte metros antes de detenerse por completo. Corrí hacia el vehículo. El chofer asomó la cabeza por la ventanilla y me alumbró de arriba abajo con una linterna, estudiándome, preguntándose si esa muchacha pudiera ser el señuelo de una pandilla de asaltantes, no sería la primera vez que algo así le ocurría a un transportista. Al comprobar que no había nadie más en los alrededores y ver mi cabeza de Medusa con mechas color sorbete, se tranquilizó. Debía haber concluido que yo era una yonqui inofensiva, otra tonta drogada. Me hizo un gesto, le quitó el seguro a la puerta de la derecha y trepé a la cabina.

El hombre, visto de cerca, era tan abrumador como su vehículo, grande, fornido, con brazos de levantador de pesas, camiseta sin mangas y una anémica cola de caballo asomando bajo la cachucha de béisbol, una caricatura del macho bruto, pero yo ya no podía retroceder. En contraste con su aspecto amenazador había un zapatito de bebé colgando del espejo retrovisor y un par de estampas religiosas. «Voy a Las Vegas», me informó. Le dije que yo iba a California y añadí que Las Vegas me servía igual, porque nadie me esperaba en California. Ése fue mi segundo error; el primero fue subirme al camión.

La hora siguiente transcurrió con un animado monólogo del chofer, que exudaba energía como si estuviera electrizado con anfetaminas. Se entretenía durante sus eternas horas de manejo comunicándose con otros conductores para intercambiar chistes y comentarios del tiempo, el asfalto, béisbol, sus vehículos y los restaurantes de la carretera, mientras en la radio los predicadores evangélicos profetizaban a pulmón partido la segunda venida de Cristo. Fumaba sin pausa, sudaba, se rascaba, tomaba agua. El aire en la cabina era irrespirable. Me ofreció papas fritas de una bolsa que llevaba en el asiento y una lata de Coca-Cola, pero no se interesó por saber mi nombre ni por qué estaba de noche en un camino desolado. En cambio me contó de sí mismo: se llamaba Roy Fedgewick, era de Tennessee, estuvo en el ejército, hasta que tuvo un accidente y lo dieron de baja. En el hospital ortopédico, donde pasó varias semanas, encontró a Jesús. Siguió hablando y citando pasajes de la Biblia, mientras yo trataba en vano de relajarme con la cabeza apoyada en mi ventanilla, lo más lejos posible de su cigarro; tenía las piernas acalambradas y un hormigueo desagradable en la piel por la esforzada carrera del día.

Unos ochenta kilómetros más adelante Fedgewick se desvió del camino y se detuvo frente a un motel. Un letrero de luces azules, con varias ampolletas quemadas, indicaba el nombre. No había signos de actividad, una hilera de cuartos, una máquina dispensadora de gaseosas, una caseta de teléfono público, un camión y dos coches con aspecto de haber estado allí desde el comienzo de los tiempos.

—Estoy manejando desde las seis de la mañana. Vamos a pasar la noche aquí. Bájate —me anunció Fedgewick.

—Prefiero dormir en su camión, si no le importa —le dije, pensando que no tenía dinero para una pieza.

El hombre estiró el brazo por encima de mí para abrir la cajuela interior y sacó un frasco de cuarto de litro de whisky y una pistola semiautomática. Cogió un bolso de lona, se bajó, dio la vuelta, abrió mi puertezuela y me ordenó que me bajara, sería mejor para mí.

—Los dos sabemos para qué estamos aquí, putita. ¿O tú creías que el viaje era gratis?

Le obedecí por instinto, aunque en el curso de autodefensa de Berkeley High nos habían enseñado que en esas circunstancias lo mejor es tirarse al suelo y gritar como enajenada, jamás colaborar con el agresor. Me di cuenta de que el hombre cojeaba y era más bajo y grueso de lo que parecía sentado, yo habría podido escapar corriendo y él no habría podido alcanzarme, pero me detuvo la pistola. Fedgewick adivinó mis intenciones, me sujetó firmemente de un brazo y me llevó casi en vilo a la ventanilla de recepción, que estaba protegida por un vidrio grueso y barrotes, pasó varios billetes por un hueco, recibió la llave y pidió una caja de seis cervezas y una pizza. No conseguí ver al empleado ni hacerle una señal, porque el camionero se las arregló para interponer su corpachón.

Con la garra del hombrón estrujándome el brazo, caminé hacia el número 32 y entramos a una habitación maloliente a humedad y creosota, con una cama doble, papel a rayas en las paredes, televisor, estufa eléctrica y un aparato de aire acondicionado que bloqueaba la única ventana. Fedgewick me mandó a encerrarme en el baño hasta que trajeran la cerveza y la pizza. El baño consistía en una ducha con las llaves oxidadas, un lavatorio, un excusado de dudosa limpieza y dos toallas deshilachadas; carecía de cerrojo en la puerta y sólo había una pequeña claraboya de ventilación. Recorrí mi celda de una angustiosa mirada y comprendí que nunca había estado tan desvalida. Mis aventuras anteriores eran broma comparadas con esto, habían sido en territorio conocido, con mis amigas, Rick Laredo cuidando la retaguardia y la certeza de que en una emergencia podía refugiarme en las faldas de mi abuela.

El camionero recibió el pedido, intercambió un par de frases con el empleado, cerró la puerta y me llamó a comer antes de que la pizza se enfriara. Yo no podía echarme nada a la boca, tenía una roca en la garganta. Fedgewick no insistió. Buscó algo en su bolso, fue al excusado, sin cerrar la puerta, y regresó a la pieza con la bragueta abierta y un vaso de plástico con un dedo de whisky. «¿Estás nerviosa? Con esto te sentirás mejor», dijo, pasándome el vaso. Negué con la cabeza, incapaz de hablar, pero él me cogió por la nuca y me puso el vaso en la boca. «Tómatelo, perra desgraciada ¿o quieres que te lo dé a la fuerza?»

Me lo tragué, tosiendo y lagrimeando; hacía más de un año que no probaba alcohol y había olvidado cómo quemaba.

Mi raptor se sentó en la cama a ver una comedia en la televisión y darles el bajo a tres cervezas y dos tercios de la pizza, riéndose, eructando, aparentemente olvidado de mí, mientras yo aguardaba de pie en un rincón, apoyada contra la pared, mareada. El cuarto se movía, los muebles cambiaban de forma, la masa enorme de Fedgewick se confundía con las imágenes del televisor. Las piernas se me doblaban y tuve que sentarme en el suelo, luchando contra el deseo de cerrar los ojos y abandonarme. Era incapaz de pensar, pero comprendía que estaba drogada: el whisky del vaso de papel. El hombre, cansado de la comedia, apagó el televisor y se acercó a evaluar mi estado. Sus dedos gruesos me levantaron la cabeza, que se había vuelto de piedra y el cuello ya no la sostenía. Su aliento repugnante me dio en la cara. Fedgewick se sentó en la cama, alineó cocaína en la mesita de noche con una tarjeta de crédito y aspiró el polvo blanco a fondo, con placer. Enseguida se volvió hacia mí y me ordenó quitarme la ropa, mientras se frotaba la entrepierna con el cañón de la pistola, pero no pude moverme. Me levantó del suelo y me desnudó a zarpazos. Traté de forcejear, pero mi cuerpo no respondía, traté de gritar y no me salía la voz. Me fui hundiendo en un espeso lodazal, sin aire, ahogándome, muriéndome.

Estuve medio inconsciente durante las horas siguientes y no supe de las peores vejaciones, pero en algún momento mi espíritu regresó de lejos y observé la escena en la sórdida pieza del motel como en una pantalla en blanco y negro: la figura femenina larga y delgada, inerte, abierta en cruz, el minotauro mascullando obscenidades y arremetiendo una y otra vez, las manchas oscuras en la sábana, el cinturón, el arma, la botella. Flotando en el aire vi por último a Fedgewick desplomarse de boca, exhausto, satisfecho, babeante, y al instante empezar a roncar. Hice un esfuerzo sobrehumano por despertar y volví a mi cuerpo adolorido, pero apenas podía abrir los ojos y mucho menos podía pensar. Levantarme, pedir ayuda, escapar, eran palabras sin sentido que se formaban como pompas de jabón y se desvanecían en el algodón de mi cerebro embotado. Me sumí una vez más en una piadosa oscuridad.

Desperté a las tres menos diez de la mañana, según indicaba el reloj fluorescente en el velador, con la boca seca, los labios partidos y atormentada por una sed de desierto. Al tratar de incorporarme, me di cuenta de que estaba inmovilizada, porque Fedgewick había sujetado mi muñeca izquierda al respaldo de la cama con un par de esposas. Tenía la mano hinchada y el brazo rígido, el mismo brazo que me había quebrado antes en el accidente en bicicleta. El pánico que sentía despejó un poco la densa bruma de la droga. Me moví con cuidado, tratando de ubicarme en la penumbra. La única luz provenía del resplandor azul del letrero del motel, que se filtraba entre las roñosas cortinas, y del reflejo verde de los números luminosos del reloj. ¡El teléfono! Lo descubrí al volverme para ver la hora, estaba junto al reloj, muy cerca.

Con la mano libre tiré de la sábana y me limpié la humedad viscosa del vientre y los muslos, luego me volteé a la izquierda y me deslicé con penosa lentitud hacia el piso. El tirón de las esposas en la muñeca me arrancó un gemido y el rechinar de los resortes de la cama sonó como el frenazo de un tren. De rodillas sobre la alfombra áspera, con el brazo torcido en una posición imposible, esperé aterrada la reacción de mi captor, pero por encima del ruido atronador de mi propio corazón escuché sus ronquidos. Antes de atreverme a coger el teléfono aguardé cinco minutos para asegurarme de que él seguía despatarrado en el sueño profundo de la ebriedad. Me encogí en el suelo, lo más lejos que las esposas me permitieron, y marqué el 911 para pedir socorro, amortiguando la voz con una almohada. No había línea exterior. El aparato de la pieza sólo comunicaba con la recepción; para llamar afuera se requema el teléfono público de la portería o un celular y el del camionero estaba fuera de mi alcance. Marqué el número de la recepción y oí repicar once veces antes de que una voz masculina con acento de la India contestara. «Me han secuestrado, ayúdeme, ayúdeme…», susurré, pero el empleado colgó el teléfono sin darme tiempo de decir más. Lo intenté de nuevo, con el mismo rebultado. Desesperada, ahogué mis sollozos en la mugrienta almohada.

Pasó más de media hora antes de que me acordara de la pistola, que Fedgewick había usado como un juguete perverso, metal frío en la boca, en la vagina, sabor de sangre. Tenía que encontrarla, era mi única esperanza. Para subirme a la cama con una mano esposada debí hacer contorsiones de circo y no pude evitar el rebote del colchón con mi peso. El camionero emitió unos resoplidos de toro, se volteó de espaldas y su mano cayó sobre mi cadera con el peso de un ladrillo, paralizándome, pero pronto volvió a roncar y yo pude respirar. El reloj marcaba las tres y veinticinco, el tiempo se arrastraba, faltaban horas para el amanecer. Comprendí que ésos eran mis últimos momentos, Fedgewick jamás me dejaría viva, yo podía identificarlo y describir su vehículo, si no me había matado aún era porque planeaba seguir abusando de mí. La idea de que estaba condenada, que iba a morir asesinada y nunca encontrarían mis restos en esos bosques, me dio un coraje inesperado. No tenía nada que perder.

Aparté la manaza de Fedgewick de mi cadera con brusquedad y me volví para enfrentarlo. Su olor me golpeó: aliento de fiera, sudor, alcohol, semen, pizza rancia. Distinguí el rostro bestial de perfil, el tórax enorme, los músculos abultados del antebrazo, el sexo velludo, la pierna gruesa como un tronco y tragué el vómito que me subía por la garganta. Con la mano libre comencé a palpar debajo de su almohada en busca de la pistola. La encontré casi de inmediato, estaba a mi alcance, pero aplastada por la cabezota de Fedgewick, quien debía de estar muy confiado en su poder y en mi resignación de víctima para haberla dejado allí. Respiré a fondo, cerré los ojos, cogí el cañón con dos dedos y empecé a tirar milímetro a milímetro, sin mover la almohada. Por último logré sacar la pistola, que resultó más pesada de lo esperado, y la sostuve contra mi pecho, estremecida por el esfuerzo y la ansiedad. La única arma que había visto era la de Rick Laredo y jamás la había tocado, pero sabía usarla, el cine me lo había enseñado.

Apunté con la pistola a la cabeza de Fedgewick, era su vida o la mía. Apenas podía levantar el arma con una sola mano, temblando de nervios, con el cuerpo torcido y debilitada por la droga, pero iba a ser un disparo a quemarropa y no podía fallar. Puse el dedo en el gatillo y vacilé, enceguecida por el golpeteo ensordecedor en mis sienes. Calculé, con absoluta claridad, que no iba a tener otra oportunidad de escapar de ese animal. Me obligué a mover el dedo índice, sentí la leve resistencia del gatillo y vacilé de nuevo, anticipando el fogonazo, el recular del arma, el estallido dantesco de huesos y sangre y pedazos del cerebro. Ahora, tiene que ser ahora, murmuré, pero no pude hacerlo. Me limpié el sudor que me corría por la cara y me nublaba la vista, me sequé la mano en la sábana y volví a tomar el arma, coloqué el dedo en el gatillo y apunté. Dos veces más repetí el gesto, sin poder disparar. Miré el reloj: tres y media. Por último, dejé la pistola sobre la almohada, junto a la oreja de mi verdugo dormido. Le di la espalda a Fedgewick y me encogí, desnuda, entumecida, llorando de frustración por mis escrúpulos y de alivio por haberme librado del irreversible horror de matar.

Al amanecer Roy Fedgewick despertó eructando y estirándose, sin rastros de ebriedad, locuaz y de buen humor. Vio la pistola sobre la almohada, la tomó, se la puso en la sien y apretó el gatillo. «¡Pum! No pensarías que estaba cargada, ¿verdad?», dijo, echándose a reír. Se levantó desnudo, sopesando a dos manos su erección matinal, pensó un momento, pero desistió del impulso. Guardó el arma en su bolso, sacó una llave del bolsillo de su pantalón, abrió las esposas y me liberó. «Vieras cómo me han servido estas esposas, a las mujeres les encantan. ¿Cómo te sientes?», me preguntó, acariciándome la cabeza con un gesto paternal. Yo todavía no podía creer que estaba viva. Había dormido un par de horas como anestesiada, sin sueños. Me froté la muñeca y la mano, para restablecer la circulación.

«Vamos a desayunar, ésa es la comida más importante del día. Con un buen desayuno puedo manejar veinte horas», me anunció desde el excusado, donde estaba sentado, con un cigarrillo en los labios. Al poco rato lo oí ducharse y cepillarse los dientes, luego volvió a la pieza, se vistió tarareando y se recostó sobre la cama calzado con sus botas de vaquero, imitación piel de lagarto, a ver la televisión. Moví de a poco mis huesos entumecidos, me puse de pie con torpeza de anciana, me fui trastabillando al baño y cerré la puerta. La ducha caliente me cayó encima como un bálsamo. Me lavé el pelo con el champú ordinario del motel y me froté el cuerpo furiosamente, tratando de borrar con jabón las infamias de la noche. Tenía magulladuras y arañazos en las piernas, los senos y la cintura; la muñeca y la mano derechas estaban deformes por la hinchazón. Sentía un dolor generalizado de quemadura en la vagina y el ano, me corría un hilo de sangre entre las piernas; hice un apósito con papel del excusado, me puse las bragas y terminé de vestirme. El camionero se echó dos pastillas a la boca y se las tragó con media botella de cerveza, luego me ofreció el resto de la botella, la última que quedaba, y otras dos pastillas. «Tómatelas, son aspirinas, ayudan con la resaca. Hoy estaremos en Las Vegas. Te conviene seguir conmigo, niña, ya me pagaste el peaje», me dijo. Tomó su bolso, verificó que nada se le quedaba y salió del cuarto. Lo seguí sin fuerzas al camión. El cielo recién empezaba a aclarar.

Poco más tarde nos detuvimos en un restaurante para viajeros de paso, donde ya había otros pesados vehículos de transporte y un tráiler. Adentro, el aroma de tocino y café me despertó el hambre, sólo había comido dos barras energéticas y un puñado de papas fritas en veintitantas horas. El chofer entró al local derrochando bonhomía, a bromas con los otros parroquianos, a quienes por lo visto conocía, a besos con la mesonera y saludando en un español masticado a los dos guatemaltecos que cocinaban. Pidió jugo de naranja, huevos, salchichas, panquecas, pan tostado y café para los dos, mientras yo absorbía de una mirada el piso de linóleo, los ventiladores en el techo, las pilas de bollos dulces bajo la campana de vidrio sobre el mesón. Cuando trajeron la comida, Fedgewick me tomó las dos manos encima de la mesa, inclinó teatralmente la cabeza y cerró los ojos. «Gracias, Señor, por este desayuno nutritivo y este hermoso día. Bendícenos, Señor, y protégenos en el resto del viaje. Amén.» Observé sin esperanza a los hombres comiendo ruidosamente en las otras mesas, la mujer sirviendo café con su pelo teñido y su aire de fatiga, los indios milenarios volteando huevos y tocino en la cocina. No había a quién recurrir. ¿Qué podía decirles? Que había pedido un aventón y me habían cobrado el favor en un motel, que era una estúpida y merecía mi suerte. Incliné la cabeza como el camionero y recé calladamente: «No me sueltes, Popo, cuídame». Luego devoré hasta la última brizna de mi desayuno.

Por su posición en el mapa, tan lejos de Estados Unidos y tan cerca de nada, Chile está fuera de la ruta habitual del narcotráfico, pero las drogas también han llegado aquí, como al resto del mundo. Se ven algunos chicos perdidos en las nubes; me tocó uno en el transbordador, cuando crucé el canal de Chacao para venir a Chiloé, un desesperado que ya estaba en la etapa de los seres invisibles, oyendo voces, hablando solo, gesticulando. La marihuana está al alcance de cualquiera, es más común y barata que los cigarrillos, la ofrecen en las esquinas; pasta base o crack circula más entre los pobres, que también inhalan gasolina, cola, disolvente de barniz y otros venenos; para los interesados en variedad existen alucinógenos de diversas clases, cocaína, heroína y sus derivados, anfetaminas y un menú completo de fármacos del mercado negro, pero en nuestra islita hay menos opciones, sólo alcohol para quien quiera y marihuana y pasta base para los jóvenes. «Debes andar muy alerta con los niños, gringuita, nada de drogas en la escuela», me ordenó Blanca Schnake y procedió a explicarme cómo detectar los síntomas en los alumnos. No sabe que soy experta.

Cuando estábamos supervisando el recreo, Blanca me comentó que Azucena Corrales no ha venido a clases y teme que abandone los estudios como sus hermanos mayores, ninguno de los cuales terminó la escuela. No conoce a la madre de Juanito, porque ya se había ido cuando ella llegó a la isla, pero sabe que era una niña brillante, que quedó embarazada a los quince años y después de dar a luz se fue y no volvió más. Ahora vive en Quellón, en el sur de la Isla Grande, donde estaban la mayoría de las salmoneras, antes de que llegara el virus que mató a los peces. En la época de la bonanza del salmón, Quellón era como el Far West, tierra de aventureros y hombres solos, que solían tomar la ley en sus manos, y de mujeres de virtud liviana y ánimo emprendedor, capaces de ganar en una semana lo que un obrero en un año. Las mujeres más solicitadas eran las colombianas, llamadas trabajadoras sexuales itinerantes por la prensa y negras potonas por los clientes agradecidos.

—Azucena era buena estudiante, como su hermana, pero de repente se puso huraña y empezó a evitar a la gente. No sé qué le habrá pasado —me dijo la tía Blanca.

—Tampoco ha ido a hacer aseo en nuestra casa. La última vez que la vi fue la noche de la tormenta, cuando llegó a buscar a Manuel, porque Carmelo Corrales estaba muy enfermo.

—Manuel me lo contó. Carmelo Corrales estaba con un ataque de hipoglucemia, bastante común entre los diabéticos alcohólicos, pero darle miel fue una decisión arriesgada por parte de Manuel; podía haberlo matado. ¡Imagínate qué responsabilidad!

—De todos modos, ya estaba medio muerto, tía Blanca. Manuel tiene una admirable sangre fría. ¿Te has fijado en que nunca se enoja ni se apura?

—Es por su burbuja en el cerebro —me informó Blanca.

Resulta que hace una década a Manuel le descubrieron un aneurisma, que puede reventar en cualquier instante. ¡Y yo recién me entero! Según Blanca, Manuel se vino a Chiloé a vivir sus días a plenitud en este paisaje soberbio, en paz y silencio, haciendo lo que ama, escribir y estudiar.

—El aneurisma equivale a una sentencia de muerte, eso lo ha vuelto desprendido, pero no indiferente. Manuel aprovecha bien su tiempo, gringuita. Vive en el presente, hora a hora, y está mucho más reconciliado con la idea de morir que yo, que también ando con una bomba de tiempo adentro. Otros pasan años meditando en un monasterio sin alcanzar ese estado de paz que tiene Manuel.

—Veo que tú también crees que él es como Sidarta.

—¿Quién?

—Nadie.

Se me ocurre que Manuel Arias nunca ha tenido un gran amor, como el de mis abuelos, por eso se conforma con su existencia de lobo solitario. La burbuja en el cerebro le sirve de excusa para evitar el amor. ¿Acaso no tiene ojos para ver a Blanca? ¡Juesú!, como diría Eduvigis, parece que estoy tratando de engancharlo con Blanca. Este pernicioso romanticismo es producto de las novelas rosa que he estado leyendo últimamente. La pregunta inevitable es por qué Manuel aceptó recibir en su casa a una tipa como yo, una desconocida, alguien de otro mundo, con sospechosas costumbres y además fugitiva; cómo va a ser que su amistad con mi abuela, a quien no ha visto en varias décadas, pese más en la balanza que su indispensable tranquilidad.

—Manuel estaba preocupado con tu venida —me dijo Blanca cuando se lo pregunté—. Creía que le ibas a desbaratar la vida, pero no pudo negarle el favor a tu abuela, porque cuando a él lo relegaron en 1975, alguien le dio amparo.

—Tu padre.

—Sí. En esa época era arriesgado ayudar a los perseguidos de la dictadura, a mi padre se lo advirtieron, perdió amigos y familiares, hasta mis hermanos estaban enojados por eso. ¡Lionel Schnake dándole refugio a un comunista! Pero él decía que si en este país no se puede ayudar al prójimo, más vale irse lejos. Mi papá se cree invulnerable, decía que los milicos no se atreverían a tocarlo. La arrogancia de su clase le sirvió en este caso para hacer el bien.

—Y ahora Manuel le paga a don Lionel ayudándome a mí. La ley chilota de reciprocidad en carambola.

—Cierto.

—Los temores de Manuel respecto a mí estaban muy justificados, tía Blanca. Llegué como un toro suelto a romperle la cristalería…

—¡Pero eso le ha hecho mucho bien! —me interrumpió—. Lo noto cambiado, gringuita, está más suelto.

—¿Suelto? Es más apretado que nudo de marinero. Creo que tiene depresión.

—Es su carácter, gringuita. Nunca fue un payaso.

El tono y la mirada perdida de Blanca me indicaron cuánto lo quiere. Me contó que Manuel tenía treinta y nueve años cuando fue relegado a Chiloé y vivió en la casa de don Lionel Schnake. Estaba traumatizado por más de un año en prisión, por la relegación, la pérdida de su familia, sus amigos, su trabajo, todo, mientras que para ella era una época espléndida: había sido elegida reina de belleza y estaba planeando su boda. El contraste entre los dos resultaba muy cruel. Blanca no sabía casi nada del huésped de su padre, pero la atraía su aire trágico y melancólico; por comparación, otros hombres, incluso su novio, le parecían insustanciales. La noche antes de que Manuel partiera al exilio, justamente cuando la familia Schnake celebraba la devolución del campo expropiado en Osorno, ella fue a la pieza de Manuel a regalarle un poco de placer, algo memorable que él pudiera llevarse a Australia. Blanca había hecho el amor con su novio, un ingeniero exitoso, de familia rica, partidario del gobierno militar, católico, lo opuesto de Manuel y adecuado para una joven como ella, pero lo que vivió con Manuel esa noche fue muy diferente. El amanecer los encontró abrazados y tristes, como dos huérfanos.

—El regalo me lo dio él. Manuel me cambió, me dio otra perspectiva del mundo. No me contó lo que le había pasado cuando estuvo preso, nunca habla de eso, pero sentí su sufrimiento en mi propia piel. Poco después terminé con mi novio y me fui de viaje —me dijo Blanca.

En los veinte años siguientes tuvo noticias de él, porque Manuel nunca dejó de escribirle a don Lionel; así supo de sus divorcios, su estadía en Australia, luego en España, su retorno a Chile en 1998. Entonces ella estaba casada, con dos hijas adolescentes.

—Mi matrimonio iba dando tumbos, mi marido era uno de esos infieles crónicos, criado para ser servido por las mujeres. Te habrás dado cuenta de lo machista que es este país, Maya. Mi marido me dejó cuando me dio cáncer; no pudo soportar la idea de acostarse con una mujer sin senos.

—¿Y qué pasó entre tú y Manuel?

—Nada. Nos reencontramos aquí en Chiloé, los dos bastante heridos por la vida.

—Tú lo quieres, ¿verdad?

—No es tan simple…

—Entonces deberías decírselo —la interrumpí—. Si vas a esperar que él tome la iniciativa, tendrás que ponerte cómoda.

—En cualquier momento me puede volver el cáncer, Maya. Ningún hombre quiere hacerse cargo de una mujer con este problema.

—Y en cualquier momento a Manuel se le puede reventar la jodida burbuja, tía Blanca. No hay tiempo que perder.

—¡No se te ocurra meter las narices en esto! Lo último que necesitamos es una gringa alcahueta —me advirtió, alarmada.

Me temo que si no meto mis narices, se van a morir de viejos sin resolver ese asunto. Más tarde, cuando llegué a la casa, encontré a Manuel sentado en su poltrona frente a la ventana, editando páginas sueltas, con una taza de té sobre la mesita, el Gato-Leso a sus pies y el Gato-Literato enroscado encima del manuscrito. La casa olía a azúcar, Eduvigis había estado haciendo dulce de damasco con la última fruta de la temporada. El dulce estaba enfriándose en una hilera de frascos reciclados de diversos tamaños, listos para el invierno, cuando se acaba la abundancia y se duerme la tierra, como ella dice. Manuel me oyó entrar y me hizo un gesto vago con la mano, pero no levantó la vista de sus papeles. ¡Ay, Popo! No podría soportar que algo le pasara a Manuel, cuídamelo, que no se me muera también. Me acerqué de puntillas y lo abracé por detrás, un abrazo triste. Le perdí el miedo a Manuel desde aquella noche en que me introduje sin invitación en su cama; ahora le tomo la mano, le doy besos, saco comida de su plato —lo que odia—, pongo la cabeza en sus rodillas cuando leemos, le pido que me rasque la espalda y él, aterrado, lo hace. Ya no me reta cuando uso su ropa y su computadora o le corrijo el libro, la verdad es que yo escribo mejor que él. Hundí la nariz en su pelo duro y mis lágrimas le cayeron encima como piedritas.

—¿Pasa algo? —me preguntó, extrañado.

—Pasa que te quiero —le confesé.

—No me bese, señorita. Más respeto con este anciano —masculló.

Después del abundante desayuno con Roy Fedgewick, viajé en su camión el resto del día con música country y predicadores evangélicos en el radio y su interminable monólogo, que yo apenas escuchaba, porque iba adormecida por la resaca de la droga y la fatiga de esa noche terrible. Tuve dos o tres oportunidades de escapar y él no habría intentado retenerme, había perdido interés en mí, pero no me dieron las fuerzas, sentía el cuerpo flojo y la mente confusa. Nos detuvimos en una gasolinera y mientras él compraba cigarrillos, fui al baño. Me dolía para orinar y todavía sangraba un poco. Pensé quedarme en ese baño hasta que se alejara el camión de Fedgewick, pero el cansancio y el miedo de caer en manos de otro desalmado me quitaron la idea de la mente. Volví cabizbaja al vehículo, me acurruqué en mi rincón y cerré los ojos. Llegamos a Las Vegas al anochecer, cuando me sentía un poco mejor.

Fedgewick me dejó en pleno Boulevard —el Strip—, corazón de Las Vegas, con diez dólares de propina, porque le recordaba a su hija, como me aseguró, y para probarlo me mostró a una criatura rubia de unos cinco años en su celular. Al irse me acarició la cabeza y se despidió con un «Dios te bendiga, querida». Me di cuenta de que él nada temía y se iba con la conciencia en paz; ése había sido otro de muchos encuentros similares para los cuales andaba preparado con pistola, esposas, alcohol y drogas; dentro de unos minutos me habría olvidado. En algún momento de su monólogo me había dado a entender que existían docenas de adolescentes, niños y niñas, escapados de sus casas, que se ofrecían en los caminos para beneficio de transportistas; era toda una cultura de prostitución infantil. Lo único bueno que se podría decir de él es que tomó precauciones para que yo no le contagiara una enfermedad. Prefiero no saber los detalles de lo sucedido aquella noche en el motel, pero recuerdo que en la mañana había preservativos usados en el suelo. Tuve suerte, me violó con condones.

A esa hora el aire en Las Vegas había refrescado, pero el pavimento todavía guardaba el calor seco de las horas anteriores. Me senté en un banco, adolorida por los excesos de las últimas horas y agobiada por el escándalo de luces de esa ciudad irreal, surgida como un encantamiento en el polvo del desierto. Las calles estaban animadas en un perenne festival: tráfico, buses, limusinas, música; gente por todas partes: viejos en pantalones cortos y camisas hawaianas, mujeres maduras vestidas con sombreros téjanos, bluyines rebordados de lentejuelas y bronceado químico, turistas ordinarios y pobretones, muchos obesos. Mi decisión de castigar a mi padre seguía firme, lo culpaba de todos mis infortunios, pero quería llamar a mi abuela. En esta era de celulares es casi imposible dar con un teléfono público. En el único teléfono que encontré en buen estado, la operadora no pudo o no quiso hacer una llamada de cargo revertido.

Fui a cambiar el billete de diez dólares por monedas en un hotel-casino, una de las vastas ciudadelas de lujo con palmeras trasplantadas del Caribe, erupciones volcánicas, fuegos artificiales, cascadas de colores y playas sin mar. El despliegue de fausto y vulgaridad se concentra en pocas cuadras, donde también abundan burdeles, bares, garitos, salones de masaje, cines X. En un extremo del Boulevard es posible casarse en siete minutos en una capilla con corazones titilantes y en el otro extremo divorciarse en el mismo plazo. Así se lo describiría meses más tarde a mi abuela, aunque sería una verdad incompleta, porque en Las Vegas existen comunidades de ricos con mansiones enrejadas, suburbios de clase media, donde las madres pasean sus cochecitos, barrios degradados de mendigos y pandilleros, hay escuelas, iglesias, museos y parques que yo sólo vislumbré de lejos, pues mi vida transcurrió de noche. Llamé por teléfono a la casa que había sido de mi padre y Susan y donde ahora mi Nini vivía sola. No sabía si Angie ya le había notificado mi ausencia, aunque habían pasado dos días desde que desaparecí de la academia. El teléfono repicó cuatro veces y la grabación me indicó que dejara un mensaje; entonces me acordé de que los jueves mi abuela cumple un turno de noche como voluntaria del Hospice, así retribuye la ayuda recibida cuando mi Popo agonizaba. Colgué; no encontraría a nadie hasta la mañana siguiente.

Ese día había desayunado muy temprano, no quise comer al mediodía con Fedgewick y en ese momento sentía un hoyo en el estómago, pero decidí guardar mis monedas para el teléfono. Eché a andar en dirección contraria a las luces de los casinos, alejándome del gentío, del resplandor fantástico de los avisos luminosos, del ruido de cascada del tráfico. La ciudad alucinante desapareció para dar paso a otra, callada y sombría. Vagando sin rumbo, desorientada, llegué a una calle somnolienta, me senté en el banco techado de una parada de buses, apoyada en mi mochila, y me dispuse a descansar. Agotada, me dormí.

Al poco rato, un desconocido me despertó, tocándome el hombro. «¿Puedo llevarte a tu casa, bella durmiente?», me preguntó, en el tono de domar caballos. Era bajo, muy delgado, con la espalda encorvada, cara de liebre, el cabello pajizo y grasiento. «¿Mi casa?», repetí, desconcertada. Me tendió la mano, sonriendo con dientes manchados, y me dio su nombre: Brandon Leeman.

En aquel primer encuentro, Brandon Leeman estaba vestido enteramente en color caqui, camisa y pantalones con varios bolsillos y zapatones con suela de goma. Tenía un aire tranquilizador de guardián de parques. Las mangas largas le cubrían los tatuajes con motivos de artes marciales y los moretones de las agujas, que yo no habría de ver hasta más tarde. Leeman había cumplido dos condenas en prisión y lo buscaba la policía en varios estados, pero en Las Vegas se sentía a salvo y la había convertido en su guarida temporal. Era ladrón, traficante y heroinómano, nada lo distinguía de otros de su calaña en esa ciudad. Andaba armado por precaución y hábito, no porque fuese propenso a la violencia, y en caso necesario contaba con dos matones, Joe Martin, de Kansas, y el Chino, un filipino marcado de viruela a quien había conocido en prisión. Tenía treinta y ocho años, pero parecía de cincuenta. Ese jueves salía de la sauna, uno de los pocos placeres que se permitía, no por austeridad, sino por haber llegado a un estado de total indiferencia por todo menos su dama blanca, su nieve, su reina, su azúcar morena. Acababa de inyectarse y se sentía fresco y animoso para iniciar su ronda nocturna.

Desde su vehículo, una camioneta de aspecto fúnebre, Leeman me había visto adormecida en el banco callejero. Tal como me lo describió después, confiaba en su instinto para juzgar a la gente, muy útil en su línea de trabajo, y yo le parecí un diamante en bruto. Dio una vuelta a la manzana, volvió a pasar frente a mí lentamente y confirmó su primera impresión. Creyó que yo tenía unos quince años, demasiado joven para sus propósitos, pero no estaba en condiciones de ponerse exigente, porque hacía meses que buscaba a alguien como yo. Se detuvo a cincuenta metros, se bajó del coche, les ordenó a sus secuaces que desaparecieran hasta que él los llamara y se aproximó al paradero de buses.

—No he comido todavía. Hay un McDonald's a tres cuadras. ¿Quieres acompañarme? Te invito —me ofreció.

Analicé rápidamente la situación. La reciente experiencia con Fedgewick me había dejado escamada, pero ese mequetrefe vestido de explorador no era de temer. «¿Vamos?», insistió. Lo seguí un poco dudosa, pero al doblar la esquina apareció a lo lejos el aviso de McDonald's y no resistí la tentación; tenía hambre. Por el camino nos fuimos charlando y acabé contándole que había llegado recién a la ciudad, que estaba de paso y que iba a volver a California apenas llamara a mi abuela para que me enviara dinero.

—Te prestaría mi celular para que la llames, pero se le descargó la pila —me dijo Leeman.

—Gracias, pero no puedo llamar hasta mañana. Hoy mi abuela no está en la casa.

En el McDonald's había pocos clientes y tres empleados, una adolescente negra con uñas postizas y dos latinos, uno de ellos con la Virgen de Guadalupe en la camiseta. El olor a grasa avivó mi apetito y pronto una hamburguesa doble con papas fritas me devolvió en parte la confianza en mí misma, la firmeza en las piernas y la claridad de pensar. Ya no me pareció tan urgente llamar a mi Nini.

—Las Vegas se ve muy divertida —comenté con la boca llena.

—La Ciudad del Pecado, así la llaman. No me has dicho tu nombre —dijo Leeman, sin probar la comida.

—Sarah Laredo —improvisé para no darle mi nombre a un extraño.

—¿Qué te pasó en la mano? —me preguntó, señalando mi muñeca hinchada.

—Me caí.

—Cuéntame de ti, Sarah. ¿No te habrás escapado de tu casa?

—¡Claro que no! —exclamé, atorada con una papa frita—. Me acabo de graduar de la secundaria y antes de ir al College quería visitar Las Vegas, pero perdí mi billetera, por eso tengo que llamar a mi abuela.

—Entiendo. Ya que estás aquí, debes ver Las Vegas, es un Disneyworld para adultos. ¿Sabías que es la ciudad que está creciendo más rápidamente en América? Todo el mundo quiere venirse a vivir aquí. No cambies tus planes por un inconveniente menor, quédate un tiempo. Mira, Sarah, si el giro bancario de tu abuela se demora en llegar, te puedo adelantar un poco de dinero.

—¿Por qué? No me conoces —respondí, alerta.

—Porque soy un buen tipo. ¿Cuántos años tienes?

—Voy a cumplir diecinueve.

—Te ves menor.

—Así parece.

En ese momento entraron dos policías al McDonald's, uno joven, con lentes de espejo negro, aunque ya era de noche, y músculos de luchador a punto de reventarle las costuras del uniforme, y el otro de unos cuarenta y cinco años, sin nada notable en su apariencia. Mientras el más joven dictaba el pedido a la chica de uñas postizas, el otro se acercó a saludar a Brandon Leeman, quien nos presentó: su amigo, el oficial Arana, y yo era su sobrina de Arizona, de visita por unos días. El policía me examinó con expresión inquisitiva en sus ojos claros, tenía un rostro abierto, de sonrisa fácil, con la piel color ladrillo por el sol del desierto. «Cuida a tu sobrina, Leeman. En esta ciudad una chica decente se pierde fácilmente», dijo y se fue a otra mesa con su compañero.

—Si quieres, te puedo emplear durante el verano, hasta que vayas al College en septiembre —me ofreció Brandon Leeman.

Un fogonazo de intuición me previno contra tanta generosidad, pero tenía la noche por delante y no había obligación de darle una respuesta inmediata a ese pájaro desplumado. Pensé que debía de ser uno de esos alcohólicos rehabilitados que se dedican a salvar almas, otro Mike O'Kelly, pero sin nada del carisma del irlandés. Veré cómo se me da el naipe, decidí. En el baño me lavé lo mejor posible, comprobé que ya no sangraba, me puse la muda de ropa limpia que llevaba en la mochila, me cepillé los dientes y, refrescada, me dispuse a conocer Las Vegas con mi nuevo amigo.

Al salir del baño, vi a Brandon Leeman hablando en su celular. ¿No me había dicho que estaba sin pila? Qué más da. Seguramente yo le había entendido mal. Nos fuimos andando hasta su vehículo, donde esperaban dos tipos de sospechosa catadura. «Joe Martin y el Chino, mis socios», dijo Leeman a modo de presentación. El Chino se sentó al volante, el otro a su lado, Leeman y yo en el asiento de atrás. A medida que nos alejábamos comencé a inquietarme, estábamos entrando a una zona de mal aspecto, con viviendas desocupadas o en pésimo estado, basura, grupos de jóvenes ociosos en los portales, un par de mendigos metidos en roñosos sacos de dormir junto a sus carritos atiborrados de bolsas con cachureos.

—No te preocupes, conmigo estás segura, aquí todos me conocen —me tranquilizó Leeman, adivinando que yo me aprontaba para salir corriendo—. Hay barrios mejores, pero éste es discreto y aquí tengo mi negocio.

—¿Qué clase de negocio? —le pregunté.

—Ya lo verás.

Nos detuvimos frente a un edificio de tres pisos, decrépito, con vidrios rotos, pintado de graffiti. Leeman y yo nos bajamos del coche y sus socios continuaron hacia el estacionamiento, en la calle de atrás. Era tarde para retroceder y me resigné a seguir a Leeman, para no parecer desconfiada, lo que podía provocarle una reacción poco conveniente para mí. Me condujo por una puerta lateral —la principal estaba clausurada— y nos hallamos en un hall en estado de absoluto abandono, apenas alumbrado por unos bombillos que colgaban de cables pelados. Me explicó que en sus orígenes el edificio fue un hotel y luego se dividió en apartamentos, pero estaba mal administrado, explicación que se quedó corta ante la realidad.

Subimos dos tramos de una escalera sucia y maloliente y en cada piso alcancé a ver varias puertas desencajadas de los goznes, que daban a cuartos cavernosos. No encontramos a nadie en el trayecto, pero sentí voces, risas y vi unas sombras humanas inmóviles en esos cuartos abiertos. Más tarde me enteré de que en los dos pisos inferiores se juntaban adictos a esnifar, inyectarse, prostituirse, traficar y morir, pero nadie subía al tercero sin permiso. El tramo de la escalera que conducía al último piso estaba cerrada con una reja, que Leeman abrió con un dispositivo de control remoto, y llegamos a un pasillo relativamente limpio, en comparación con la pocilga que eran los pisos inferiores. Manipuló el cerrojo de una puerta metálica y entramos a un apartamento con las ventanas tapiadas, alumbrado por ampolletas del techo y la luz celeste de una pantalla. Un aparato de aire acondicionado mantenía la temperatura a un nivel soportable; olía a disolvente de pintura y menta. Había un sofá de tres cojines en buen estado, un par de baqueteados colchones en el suelo, una mesa larga, algunas sillas y un enorme televisor moderno frente al cual un muchacho de unos doce años comía palomitas de maíz tirado por el suelo.

—¡Me dejaste encerrado, cabrón! —exclamó el chico sin despegar los ojos de la pantalla.

—¿Y? —replicó Brandon Leeman.

—¡Si hubiera un jodido incendio me cocino como salchicha!

—¿Por qué habría de haber un incendio? Este es Freddy, futuro rey del rap —me lo presentó—. Freddy, saluda a esta chica. Va a trabajar conmigo.

Freddy no levantó la vista. Recorrí la extraña vivienda, donde no había muchos muebles, pero se amontonaban computadoras anticuadas y otras máquinas de oficina en las piezas, varios inexplicables sopletes de butano en la cocina, que parecía no haberse usado jamás para cocinar, cajas y bultos a lo largo de un pasillo.

El apartamento se conectaba con otro del mismo piso a través de un gran hueco abierto en la pared, aparentemente a mazazos. «Aquí es mi oficina y allá duermo», me explicó Brandon Leeman. Pasamos agachados por el hueco y llegamos a una sala idéntica a la anterior, pero sin muebles, también con aire acondicionado, las ventanas clausuradas con tablones y varios cerrojos en la puerta que daba al exterior. «Como ves, no tengo familia», dijo el anfitrión, señalando con un gesto exagerado el espacio vacío. En una de las piezas había una cama ancha deshecha, en un rincón se apilaban cajones y una maleta, y frente a la cama había otro televisor de lujo. En la habitación de al lado, más reducida y tan sucia como el resto del lugar, vi una cama angosta, una cómoda y dos mesitas de noche pintadas de blanco, como para una niña.

—Si te quedas, ésta será tu pieza —me dijo Brandon Leeman.

—¿Por qué están tapiadas las ventanas?

—Por precaución, no me gustan los curiosos. Te explicaré en qué consistiría tu trabajo. Necesito una chica de buena presencia, para que vaya a hoteles y casinos de primera categoría. Alguien como tú, que no levante sospechas.

—¿Hoteles?

—No es lo que te imaginas. No puedo competir con las mafias de prostitución. Es un negocio brutal y aquí hay más putas y chulos que clientes. No, nada de eso, tú sólo harías las entregas donde yo te indique.

—¿Qué clase de entregas?

—Drogas. La gente con clase aprecia el servicio a la habitación.

—¡Eso es muy peligroso!

—No. Los empleados de los hoteles cobran su tajada y hacen la vista gorda, les conviene que los huéspedes se lleven una buena impresión. El único problema podría ser un agente de la brigada antivicio, pero nunca ha aparecido ninguno, te prometo. Es muy fácil y te va a sobrar dinero.

—Siempre que me acueste contigo…

—¡Oh, no! Hace tiempo que no pienso en eso y vieras tú cómo se me ha simplificado la vida. —Se rió de buena gana Brandon Leeman—. Tengo que salir. Trata de descansar, mañana podemos empezar.

—Has sido muy amable conmigo y no quisiera parecer malagradecida, pero en realidad no te voy a servir. Yo…

—Puedes decidir más tarde —me interrumpió—. Nadie trabaja para mí a la fuerza. Si quieres irte mañana, estás en tu derecho, pero por el momento estás mejor aquí que en la calle, ¿no?

Me senté en la cama, con mi mochila en las rodillas. Sentía un regusto de grasa y cebolla en la boca, la hamburguesa me había caído como un peñasco en el estómago, tenía los músculos adoloridos y los huesos blandos, no daba más. Recordé la esforzada carrera para escapar de la academia, la violencia de la noche en el motel, las horas viajando en el camión aturdida por los residuos de la droga en el cuerpo, y comprendí que necesitaba reponerme.

—Si prefieres, puedes venir conmigo, para que conozcas mis canchas, pero te advierto que la noche será larga —me ofreció Leeman.

No podía quedarme allí sola. Lo acompañé hasta las cuatro de la madrugada a recorrer hoteles y casinos del Strip, donde les entregaba bolsitas a diversas personas, porteros, cuidadores de autos, mujeres y hombres jóvenes con apariencia de turistas, que lo aguardaban en la oscuridad. El Chino se quedaba al volante, Joe Martin vigilaba y Brandon Leeman distribuía; ninguno de los tres entraba a los establecimientos porque estaban fichados o en observación, llevaban demasiado tiempo operando en la misma zona. «No me conviene hacer este trabajo personalmente, pero tampoco me conviene usar intermediarios, cobran una comisión desproporcionada y son poco fiables», me explicó Leeman. Comprendí la ventaja que ese tipo tenía al emplearme a mí, porque yo mostraba la cara y corría los riesgos, pero no recibía comisión. ¿Cuál iba a ser mi sueldo? No me atreví a preguntarle. Al terminar el recorrido, volvimos al desvencijado edificio, donde Freddy, el niño que había visto antes, dormía en uno de los colchones.

Brandon Leeman siempre fue claro conmigo, yo no puedo alegar que me engañó sobre la clase de negocio y el estilo de vida que me ofrecía. Me quedé con él sabiendo exactamente lo que hacía.

Manuel me ve escribir en mi cuaderno con la concentración de un notario, pero nunca me pregunta qué escribo. Su falta de interés contrasta con mi curiosidad: yo quiero saber más de él, su pasado, sus amores, sus pesadillas, quiero saber qué siente por Blanca Schnake. No me cuenta nada, en cambio yo le cuento casi todo, porque sabe escuchar y no me da consejos, podría enseñarle esas virtudes a mi abuela. Todavía no le he hablado de la noche deshonrosa con Roy Fedgewick, pero lo haré en algún momento. Es el tipo de secreto que guardado acaba por infestar la mente. No siento culpa por eso, la culpa le corresponde al violador, pero tengo vergüenza.

Ayer Manuel me encontró absorta frente a su computadora leyendo sobre «la caravana de la muerte», una unidad del ejército que en octubre de 1973, un mes después del golpe militar, recorrió Chile de norte a sur asesinando prisioneros políticos. El grupo estaba al mando de un tal Arellano Stark, un general que escogía presos al azar, los hacía fusilar sin más trámite y luego dinamitaban los cuerpos, un método eficiente para imponer terror en la población civil y en los soldados indecisos. Manuel nunca se refiere a ese período, pero como me vio interesada, me prestó un libro sobre esa siniestra caravana, escrito hace unos años por Patricia Verdugo, una valiente periodista que investigó el caso. «No sé si vas a entenderlo, Maya, eres demasiado joven y además extranjera», me dijo. «No me subestime, compañero», le contesté. Se sobresaltó, porque ya nadie usa ese término, que estaba en boga en tiempos de Allende y después fue prohibido por la dictadura. Lo averigüé en una web.

Han pasado treinta y seis años desde el golpe militar y desde hace veinte este país ha tenido gobiernos democráticos, pero todavía quedan cicatrices y en algunos casos, heridas abiertas. Se habla poco de la dictadura, quienes la sufrieron tratan de olvidarla y para los jóvenes es historia antigua, pero puedo encontrar toda la información que quiera, hay muchas páginas en internet y existen libros, artículos, documentales y fotografías, que he visto en la librería de Castro, donde Manuel compra sus libros. La época se estudia en universidades y ha sido analizada desde los más variados ángulos, pero en sociedad es de mal gusto. Los chilenos todavía están divididos. El padre de Michelle Bachelet, la presidenta, un general de brigada de la Fuerza Aérea, murió en manos de sus propios compañeros de armas porque no quiso plegarse a la sublevación, después ella y su madre fueron detenidas, torturadas y exiliadas, pero ella no se refiere a eso. Según Blanca Schnake, ese trozo de la historia chilena es barro al fondo de una laguna, no hay para qué revolverlo y enturbiar el agua.

La única persona con quien puedo hablar de esto es Liliana Treviño, la enfermera, que quiere ayudarme a investigar. Se ofreció para acompañarme donde el padre Luciano Lyon, quien ha escrito ensayos y artículos sobre la represión de la dictadura. Nuestro plan es ir a visitarlo sin Manuel, para hablar con confianza.

Silencio. Esta casa de ciprés de las Gualtecas es de largos silencios. Me ha costado cuatro meses adaptarme al carácter introvertido de Manuel. Mi presencia debe de ser un incordio para este hombre solitario, especialmente en una casa sin puertas, donde la privacidad depende de los buenos modales. Es gentil conmigo a su manera: por un lado no me hace caso o me contesta con monosílabos y por otro me calienta las toallas en la estufa cuando calcula que voy a ducharme, me trae mi vaso de leche a la cama, me cuida. El otro día perdió los estribos por primera vez desde que lo conozco, porque fui con dos pescadores a echar las redes, nos pilló mal tiempo, lluvia y mar picado, y volvimos muy tarde, mojados hasta los huesos. Manuel nos estaba esperando en el embarcadero con el Fákin y uno de los carabineros, Laurencio Cárcamo, quien ya se había comunicado por radio con la Isla Grande para pedir que mandaran una lancha de la Armada a buscarnos. «¿Qué le voy a decir a tu abuela si te ahogas?», me gritó Manuel, furioso, apenas pisé tierra firme. «Cálmate, hombre. Sé cuidarme sola», le dije. «¡Claro, por eso estás aquí! ¡Por lo bien que sabes cuidarte!»

En el jeep de Laurencio Cárcamo, quien tuvo a bien llevarnos a la casa, le tomé la mano a Manuel y le expliqué que habíamos salido con buen pronóstico metereológico y con permiso del alcalde de mar, nadie esperaba esa tormenta súbita. En cosa de minutos, el cielo y el mar se pusieron color ratón y tuvimos que recoger las redes. Navegamos un par de horas perdidos, porque cayó la noche y nos desorientamos. No había señal para los celulares, por eso no pude avisarle; fue sólo un inconveniente, no corrimos peligro, el bote era de buena factura y los pescadores conocen estas aguas. Manuel no se dignó mirarme ni me contestó, pero tampoco retiró su mano.

Eduvigis nos había preparado salmón con papas al horno, una bendición para mí, que venía muy hambrienta, y en el rito de sentarnos a la mesa y la intimidad de la rutina compartida, a él se le pasó el mal humor. Después de comer nos instalamos en el desvencijado sofá, él a leer y yo a escribir en mi cuaderno, con nuestros tazones de café con leche condensada, dulce y cremoso. Lluvia, viento, arañazos de las ramas del árbol en la ventana, leña ardiendo en la estufa, ronroneo de los gatos, ésa es mi música ahora. La casa se cerró, como un abrazo, en torno a nosotros y los animales.

Era de madrugada cuando regresé con Brandon Leeman de mi primera gira por los casinos del Strip. Me caía de cansancio, pero antes de irme a la cama debí posar ante una cámara, porque se necesitaba una foto para poner en marcha mi nueva identidad. Leeman había adivinado que no me llamaba Sarah Laredo, pero mi nombre verdadero le daba lo mismo. Por fin pude ir a mi pieza, donde me tendí en la cama sin sábanas, con la ropa y las zapatillas puestas, asqueada con ese colchón, que imaginé usado por gente de sospechosa higiene. No desperté hasta las diez. El baño era tan repugnante como la cama, pero me duché de todos modos, tiritando, porque no había agua caliente y del aparato de aire acondicionado salía una ventolera siberiana. Me vestí con lo mismo del día anterior, pensando que debía encontrar un sitio para lavar la poca ropa que llevaba en mi mochila, y después me asomé por el hoyo de la pared al otro apartamento, la «oficina», donde no había nadie a la vista. Estaba en penumbra, entraba un mínimo de luz entre los tablones de la ventana, pero encontré un interruptor y encendí las ampolletas del techo. En el refrigerador sólo había paquetes pequeños sellados con cinta adhesiva, un frasco de ketchup a medio consumir y varios yogures pasados de fecha con pelos verdes. Recorrí el resto de las piezas, más sucias que el otro apartamento, sin atreverme a tocar nada, y descubrí frascos vacíos, jeringas, agujas, gomas, pipas, tubos de vidrio quemados, rastros de sangre. Entonces entendí el uso de los sopletes de butano de la cocina y confirmé que estaba en una guarida de drogadictos y traficantes. Lo más cuerdo era salir de allí lo antes posible.

La puerta metálica estaba sin llave y en el pasillo tampoco había nadie; me encontraba sola en el piso, pero no podía irme porque la reja eléctrica de la escalera se hallaba cerrada. Volví a revisar el apartamento de arriba abajo, maldiciendo de nervios, sin encontrar el control remoto de la reja ni un teléfono para pedir socorro. Empecé a tironear con desesperación las tablas de una ventana, tratando de recordar en qué piso estaba, pero las habían clavado a fondo y no logré aflojar ninguna. Iba a ponerme a gritar, cuando escuché voces y el chirrido de la reja eléctrica en la escalera y un instante después entraron Brandon Leeman con sus dos socios y el niño, Freddy. «¿Te gusta la comida china?», me preguntó Leeman, a modo de saludo. De puro pánico, no me salió la voz, pero sólo Freddy se dio cuenta de mi agitación. «A mí tampoco me gusta que me dejen encerrado», me dijo, con un guiño amistoso. Brandon Leeman me explicó que era una medida de seguridad, nadie debía entrar al apartamento en su ausencia, pero si yo me quedaba tendría mi propio control remoto.

Los guardaespaldas —o socios, como preferían ser llamados— y el niño se instalaron frente al televisor a comer con palillos, directamente de los cartones. Brandon Leeman se encerró en una de las piezas a gritarle a alguien en su celular por un largo rato y después anunció que iba a descansar y desapareció por el hueco hacia el otro apartamento. Pronto Joe Martin y el Chino se fueron, me quedé sola con Freddy y pasamos las horas más calientes de la tarde viendo la televisión y jugando a los naipes. Freddy me hizo una imitación perfecta de Michael Jackson, su ídolo.

A eso de las cinco reapareció Brandon Leeman y poco después el filipino trajo una licencia de conducir de una tal Laura Barron, veintidós años, de Arizona, con mi fotografía.

—Úsala mientras estés aquí —me dijo Leeman.

—¿Quién es? —pregunté, examinando la licencia.

—Desde este momento, Laura Barron eres tú.

—Sí, pero sólo puedo quedarme en Las Vegas hasta agosto.

—Ya lo sé. No te arrepentirás, Laura, éste es un buen trabajo. Eso sí, nadie puede saber que estás aquí, ni tu familia, ni tus amigos. Nadie. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Vamos a correr la voz en el barrio de que eres mi chica, así evitamos problemas. Nadie se atreverá a molestarte.

Leeman dio órdenes a sus socios de comprar un colchón nuevo y sábanas para mi cama, luego me llevó a la lujosa peluquería de un club-gimnasio, donde un hombre con zarcillos y pantalones color frambuesa lanzó exclamaciones de disgusto ante el estridente arco iris de mi pelo y diagnosticó que la única solución sería cortarlo y decolorarlo. Dos horas más tarde vi en el espejo a un hermafrodita escandinavo de cuello demasiado largo y orejas de ratón. Los productos químicos de la decoloración me habían dejado el cuero cabelludo en llamas. «Muy elegante», aprobó Brandon Leeman y enseguida me condujo en peregrinaje de un mall a otro en el Boulevard. Su método de comprar era desconcertante: entrábamos a una tienda, él me hacía probar varias prendas de ropa y al fin elegía una sola, pagaba con billetes de alta denominación, se guardaba el cambio y nos íbamos a otro local, donde adquiría el mismo artículo que me había probado en el anterior y no habíamos comprado. Le pregunté si no sería más expedito adquirir todo en el mismo sitio, pero no me contestó.

Mi nuevo ajuar consistía en varios conjuntos deportivos, nada provocativo o vistoso, un vestido negro sencillo, sandalias de diario y otras doradas con tacones, algo de maquillaje y dos bolsos grandes con la marca del diseñador a la vista, que costaron, según mis cálculos, tanto como el Volkswagen de mi abuela. Leeman me inscribió en su gimnasio, el mismo donde me habían arreglado el pelo, y me aconsejó que lo usara lo más posible, ya que me iban a sobrar horas ociosas en el día. Pagaba en efectivo con fajos de dólares sujetos con un elástico y a nadie le parecía extraño; por lo visto en esa ciudad los billetes corrían como agua. Me di cuenta de que Leeman siempre pagaba con billetes de cien, aunque el precio de la compra fuera la décima parte, y no encontré explicación para esa excentricidad.

A eso de las diez de la noche me tocó la primera entrega. Me dejaron en el hotel Mandalay Bay. De acuerdo a las instrucciones de Leeman, me dirigí a la piscina, donde se me acercó una pareja, que me identificó por la marca del bolso, que aparentemente era la contraseña que les había dado Leeman. La mujer, con vestido largo de playa y un collar de cuentas de vidrio, ni me miró, pero el hombre, de pantalones grises, remera blanca y sin calcetines, me tendió la mano. Conversamos un minuto sobre nada, les pasé con disimulo el encargo, recibí dos billetes de cien dólares doblados dentro de un folleto turístico y nos despedimos.

En el lobby llamé por el teléfono interno del hotel a otro cliente, subí al décimo piso, pasé ante las narices de un guardia plantado junto al ascensor sin que me diera una mirada y toqué a la puerta debida. Un hombre de unos cincuenta años, descalzo y en bata de baño, me hizo entrar, recibió la bolsita, me pagó y me retiré deprisa. En la puerta me crucé con una visión del trópico, una bella mulata con corsé de cuero, falda muy breve y tacones de aguja; adiviné que era una escolta, como llaman ahora a las prostitutas con clase. Nos miramos mutuamente de arriba abajo, sin saludarnos.

En el inmenso hall del hotel respiré a fondo, satisfecha con mi primera misión, que había resultado muy fácil. Leeman me esperaba en el coche, con el Chino al volante, para conducirme a otros hoteles. Antes de la medianoche había recogido más de cuatro mil dólares para mi nuevo jefe.

A primera vista, Brandon Leeman era diferente a otros adictos que conocí en esos meses, gente destrozada por las drogas: tenía un aspecto normal, aunque frágil, pero viviendo con él comprendí lo enfermo que realmente estaba. Comía menos que un gorrión, no retenía casi nada en el estómago y a veces se quedaba tirado en su cama tan inerte, que no se sabía si estaba dormido, desmayado o agonizando. Despedía un olor peculiar, mezcla de cigarrillo, alcohol y algo tóxico, como fertilizante. La mente le fallaba y él lo sabía; por eso me mantenía a su lado, decía que confiaba más en mi memoria que en la propia. Era un animal nocturno, pasaba las horas del día descansando en el aire acondicionado de su cuarto, en la tarde solía ir al gimnasio a darse masajes, sauna o baño de vapor y en la noche hacía sus negocios. Nos veíamos en el gimnasio, pero nunca llegábamos juntos y la consigna era aparentar no conocernos; yo no podía hablar con nadie, algo muy difícil, puesto que iba a diario y veía siempre las mismas caras.

Leeman era exigente con su veneno, como decía, bourbon del más caro y heroína de la más pura, que se inyectaba cinco o seis veces al día, siempre con agujas nuevas. Disponía de la cantidad que se le antojara y mantenía sus rutinas, nunca caía en la insoportable desesperación de la abstinencia, como otras pobres almas que se arrastraban hasta su puerta en el último grado de necesidad. Yo presenciaba el ritual de la dama blanca, la cuchara, la llama de una vela o un encendedor, la jeringa, la goma en el brazo o la pierna, admirada por su destreza para pinchar las venas colapsadas, invisibles, incluso en la ingle, el estómago o el cuello. Si le temblaba demasiado la mano recurría a Freddy, porque yo no era capaz de ayudarlo, la aguja me ponía los pelos de punta. Leeman había usado heroína por tanto tiempo que toleraba dosis que habrían sido mortales para cualquier otro.

—La heroína no mata, sino el estilo de vida de los adictos, la pobreza, desnutrición, infecciones, suciedad, agujas usadas —me explicó.

—Entonces, ¿por qué no me dejas probarla?

—Porque una yonqui no me sirve para nada.

—Sólo una vez, para saber cómo es…

—No. Confórmate con lo que te doy.

Me daba alcohol, marihuana, alucinógenos y pastillas, que yo tragaba a ciegas, sin importarme demasiado el efecto con tal de alcanzar alguna alteración de la consciencia para escapar de la realidad, de la voz de mi Nini llamándome, de mi cuerpo, de la angustia por el futuro. Las únicas píldoras que podía reconocer eran los somníferos por su color naranja, esas cápsulas benditas derrotaban mi insomnio crónico y me daban unas horas de descanso sin sueños. El jefe me permitía usar unas rayas de cocaína para mantenerme animada y alerta en el trabajo, pero me prohibía el crack, que tampoco toleraba en sus guardaespaldas. Joe Martin y el Chino tenían sus propias adicciones. «Esas porquerías son para viciosos», decía Leeman con desprecio, aunque ésos eran sus más leales clientes, los que podía estrujar a muerte, obligarlos a robar y prostituirse, cualquier degradación para conseguir la próxima dosis. Perdí la cuenta de cuántos de esos zombis nos rodeaban, esqueletos con mocos y úlceras, agitados, temblando, sudorosos, aprisionados en sus alucinaciones, sonámbulos perseguidos por voces y bichos que se les metían por los orificios del cuerpo.

Freddy pasaba por esos estados, pobre niño, me partía el alma verlo en una crisis. A veces yo lo ayudaba a acercar el soplete a la pipa y aguardaba con su misma ansiedad que el fuego partiera los cristales amarillos con un ruido seco y la nubecilla mágica llenara el tubo de vidrio. En treinta segundos Freddy volaba a otro mundo. El placer, la grandiosidad y la euforia le duraban sólo unos momentos y después volvía a agonizar en un abismo profundo, absoluto, del cual sólo podía emerger con otra dosis. Cada vez necesitaba más para sostenerse y Brandon Leeman, que le tenía cariño, se lo daba. «¿Por qué no lo ayudamos a desintoxicarse?», le pregunté a Leeman una vez. «Es tarde para Freddy, el crack no tiene vuelta. Por eso tuve que deshacerme de otras muchachas que trabajaron para mí antes que tú», me contestó. Lo interpreté como que las había despedido. No sabía que en ese ambiente «deshacer» suele tener un significado irrevocable.

Era imposible evadirme de la vigilancia de Joe Martin y el Chino, que estaban encargados de espiarme y lo hacían a conciencia. El Chino, una comadreja furtiva, no me dirigía la palabra ni me miraba de frente, en cambio Joe Martin hacía alarde de sus intenciones. «Présteme a la muchacha para una mamada, jefe», oí que le decía a Brandon Leeman en una ocasión. «Si no supiera que estás bromeando, te daba un tiro aquí mismo por insolente», replicó éste con calma. Deduje que mientras Leeman estuviera al mando, aquel par de cretinos no se atreverían a tocarme.

No era ningún misterio a qué se dedicaba esa banda, pero yo no consideraba a Brandon Leeman un criminal, como Joe Martin y el Chino, que según Freddy se habían echado varios muertos a la espalda. Por supuesto, era muy probable que Leeman también fuera un asesino, pero no tenía el aspecto. En todo caso, era mejor no saberlo, tal como él prefería no saber nada de mí. Para el jefe, Laura Barron carecía de pasado o futuro y sus sentimientos eran irrelevantes, sólo le importaba que le obedeciera. Me confiaba algunas cosas de su negocio, que temía olvidar y habría sido imprudente anotar, para que yo las memorizara: cuánto le debían y quiénes, dónde recoger un paquete, cuánto había que pasarle a los policías, cuáles eran las órdenes del día para la banda.

El jefe era muy frugal, vivía como un fraile, pero era generoso conmigo. No me había asignado sueldo fijo ni comisión, me pasaba dinero de su rollo inagotable sin llevar la cuenta, como propinas, y pagaba directamente el club y mis compras. Si yo quería más, me lo daba sin chistar, pero muy pronto dejé de pedirle, porque no necesitaba nada y además cualquier cosa con algo de valor desaparecía del apartamento. Dormíamos separados por un angosto pasillo, que él nunca hizo amago de cruzar. Me había prohibido tener relaciones con otros hombres por una cuestión de seguridad. Decía que la lengua se suelta en la cama.

A los dieciséis años, yo había tenido, además del desastre con Rick Laredo, algunas experiencias con muchachos que me habían dejado frustrada y resentida. La pornografía de internet, a la que todo el mundo en Berkeley High tenía acceso, no les enseñaba nada a los chicos, que eran de una torpeza grotesca; celebraban la promiscuidad como si la hubieran inventado, el nombre de moda era «amistad con beneficios», pero yo tenía muy claro que los beneficios eran sólo para ellos. En la academia de Oregón donde había un ambiente saturado de hormonas juveniles —decíamos que la testosterona chorreaba por las paredes—, estábamos sometidos a una convivencia estrecha y a castidad forzada. Esa combinación explosiva les daba material inagotable a los terapeutas en las sesiones de grupo. A mí no me pesaba para nada el «acuerdo» respecto al sexo, que para otros era peor que la abstinencia de las drogas, porque aparte de Steve, el psicólogo, que no se prestaba para intentos de seducción, el elemento masculino era deplorable. En Las Vegas no me rebelé contra la restricción impuesta por Leeman, porque la noche funesta con Fedgewick todavía estaba demasiado viva en mi mente. No quería que nadie me tocara.

Brandon Leeman aseguraba que podía satisfacer cualquier capricho de sus clientes, desde un niño de pocos años para un pervertido, hasta un rifle automático para un extremista, pero era más jactancia que realidad: nunca vi nada de eso; sólo tráfico de drogas y reventa de objetos robados, negocios de hormiga comparados con otros que funcionaban impunemente en la ciudad. Por el apartamento pasaban prostitutas de diversas trazas en busca de drogas, unas de alto precio, como denotaba su aspecto, otras en el último estado de miseria, unas pagaban en efectivo, a otras se les anotaba el crédito y a veces, si el jefe estaba ausente, Joe Martin y el Chino cobraban en servicios. Brandon Leeman redondeaba sus ingresos con coches robados por una banda de tenores de edad adictos al crack, los reciclaba en un garaje clandestino, les cambiaba la numeración y los vendía en otros estados, eso también le permitía cambiar el suyo cada dos o tres semanas, así evitaba ser identificado. Todo contribuía a engrosar su mágico fajo de billetes.

—Con tu gallina de los huevos de oro podrías tener un penthouse en vez de esta pocilga, un avión, un yate, lo que quisieras… —le reproché cuando se reventó la plomería en un chorro de agua fétida y teníamos que usar los baños del gimnasio.

—¿Quieres un yate en Nevada? —me preguntó, sorprendido.

—¡No! ¡Todo lo que pido es un baño decente! ¿Por qué no nos cambiamos a otro edificio?

—Este me conviene.

—Entonces trae un plomero, por amor de Dios. Y de paso podrías emplear a alguien para la limpieza.

Se echó a reír a carcajadas. La idea de una inmigrante ilegal haciendo aseo en un reducto de delincuentes y adictos le pareció desopilante. En realidad, la limpieza le correspondía a Freddy, ése era el pretexto para darle alojamiento, pero el niño se limitaba a sacar la basura y deshacerse de pruebas quemándolas en un tambor de gasolina en el patio. Aunque yo carezco por completo de vocación para labores domésticas, a veces tenía que ponerme guantes de goma y echar mano del detergente, no había más remedio si quería vivir allí, pero era imposible combatir el deterioro y la suciedad, que invadían todo como inexorable pestilencia. Sólo a mí me importaba, los demás no lo notaban. Para Brandon Leeman esos apartamentos eran un arreglo temporal, iba a cambiar de vida apenas se concretara un misterioso negocio que estaba afinando con su hermano.

Mi jefe, como le gustaba que lo llamara, le debía mucho a su hermano, Adam, según me explicó. Su familia era de Georgia. Su madre los abandonó cuando eran chicos, su padre murió en la cárcel, posiblemente asesinado, aunque la versión oficial fue suicidio, y su hermano mayor se hizo cargo de él. Adam nunca había tenido un trabajo honrado, pero tampoco había tenido líos con la ley, como su hermano menor, quien a los trece años ya estaba fichado como delincuente. «Nos tuvimos que separar para que yo no perjudicara a Adam con mis problemas», me confesó Brandon. De mutuo acuerdo decidieron que Nevada era el lugar ideal para él, con más de ciento ochenta casinos abiertos día y noche, dinero en efectivo pasando de mano en mano a vertiginosa velocidad y un número conveniente de policías corruptos.

Adam le entregó a su hermano un fajo de cédulas de identidad y pasaportes con diferentes nombres, que podrían serle de mucha utilidad, y dinero para empezar a operar. Ninguno de los dos usaba tarjetas de crédito. En un raro momento de conversación relajada, Brandon Leeman me contó que él nunca se había casado, su hermano era su único amigo y su sobrino, hijo de Adam, era su única debilidad sentimental. Me mostró una foto de la familia, en que aparecía el hermano, fornido y bien plantado, muy diferente a él, la rolliza cuñada y el sobrino, un angelote llamado Hank. Varias veces lo acompañé a escoger juguetes electrónicos para enviarle al niño, muy caros y poco apropiados para un crío de dos años.

Las drogas eran sólo una diversión para los turistas que iban a Las Vegas por un fin de semana a escapar del tedio y probar suerte en los casinos, pero eran el único consuelo de prostitutas, vagabundos, mendigos, rateros, pandilleros y otros infelices que circulaban en el edificio de Leeman dispuestos a vender el último resquicio de humanidad por una dosis. A veces llegaban sin un céntimo y suplicaban hasta que él les daba algo por caridad o para mantenerlos enganchados. Otros ya andaban de la mano con la muerte y no valía la pena socorrerlos, vomitaban sangre, les daban convulsiones, perdían el conocimiento. A ésos Leeman los hacía tirar a la calle. Algunos eran inolvidables, como un joven de Indiana que sobrevivió a una explosión en Afganistán y terminó en Las Vegas sin recordar ni su nombre. «Pierdes las piernas y te dan una medalla, pierdes la mente y no te dan nada», repetía como una oración entre inhalaciones de crack; o Margaret, una joven de mi edad, pero con el cuerpo acabado, que me robó uno de los bolsos de marca. Freddy la vio y pudimos quitárselo antes de que alcanzara a venderlo, porque entonces Brandon Leeman la habría hecho pagarlo muy caro. En una ocasión Margaret llegó alucinando al piso y al no encontrar a nadie que la socorriera, se cortó las venas con un pedazo de vidrio. Freddy la encontró en el pasillo en un charco de sangre y se las arregló para llevarla afuera, dejarla a una cuadra de distancia y pedir ayuda por teléfono. Cuando la recogió la ambulancia todavía estaba viva, pero no supimos qué pasó con ella ni volvimos a verla.

¿Y cómo podría olvidar a Freddy? Le debo la vida. Le tomé cariño de hermana a ese niño incapaz de estar quieto, flaco, petizo, con los ojos vidriosos, moqueando, duro por fuera y dulce por dentro, que todavía podía reírse y acurrucarse a mi lado para ver la televisión. Yo le daba vitaminas y calcio para que creciera, y compré dos ollas y un libro de recetas para inaugurar la cocina, pero mis platos iban a dar intactos a la basura; Freddy tragaba dos bocados y perdía el apetito. De vez en cuando se ponía muy enfermo y no podía moverse de su colchón, otras veces desaparecía por varios días sin dar explicaciones. Brandon Leeman le suministraba drogas, alcohol, cigarrillos, lo que él le pidiera. «¿No ves que lo estás matando?», le reclamaba yo. «Ya estoy muerto, Laura, no te preocupes», nos interrumpía Freddy, de buen humor. Consumía cuanta sustancia tóxica existe, ¡cuánta inmundicia podía tragar, fumar, esnifar o inyectarse! Estaba realmente medio muerto, pero tenía música en la sangre y podía sacarle ritmo a una lata de cerveza o improvisar novelones en rap rimado; su sueño era ser descubierto y lanzarse en una carrera estelar, como Michael Jackson. «Nos vamos a ir juntos a California, Freddy. Allá vas a empezar otra vida. Mike O'Kelly te va a ayudar, ha rehabilitado a cientos de jóvenes, algunos mucho más jodidos que tú, pero si los vieras ahora, no lo creerías. Mi abuela también te va a ayudar, tiene buena mano para eso. Vas a vivir con nosotros ¿qué te parece?»

Una noche, en uno de los exagerados salones del Caesar's Palace, con sus estatuas y fuentes romanas, donde yo esperaba a un cliente, me encontré con el oficial Arana. Traté de escabullirme, pero él me había visto y se me acercó sonriendo, con la mano extendida, y me preguntó cómo estaba mi tío. «¿Mi tío?», repetí, desconcertada, y entonces me acordé que la primera vez que nos vimos, en un McDonald's, Brandon Leeman me había presentado como su sobrina de Arizona. Inquieta, porque tenía la mercadería en mi bolso, empecé a balbucear explicaciones que él no me había pedido.

—Estoy aquí sólo por el verano, pronto voy a iré a la universidad.

—¿Cuál? —me preguntó Arana, sentándose a mi lado.

—No sé todavía…

—Pareces una chica seria, tu tío debe estar orgulloso de ti. Perdona, no recuerdo tu nombre…

—Laura. Laura Barron.

—Me alegro de que vayas a estudiar, Laura. En mi trabajo me tocar ver casos trágicos de jóvenes con mucho potencial, que se pierden completamente. ¿Quieres tomar algo? —Y antes de que yo alcanzara a negarme pidió un cóctel de fruta a una mesonera con túnica romana—. Lo siento, no puedo acompañarte con una cerveza, como quisiera, estoy de servicio.

—¿En este hotel?

—Es parte de la ronda que me toca hacer.

Me contó que el Caesar's Palace tenía cinco torres, tres mil trescientos cuarenta y ocho habitaciones, algunas de casi cien metros cuadrados, nueve restaurantes de lujo, un mall con las tiendas más refinadas del mundo, un teatro, que imitaba el coliseo romano, con cuatro mil doscientos noventa y seis asientos, donde actuaban celebridades. ¿Había visto el Cirque du Soleil? ¿No? Debía pedirle a mi tío que me llevara, lo mejor de Las Vegas eran sus espectáculos. Pronto llegó la falsa vestal romana con un líquido verdoso en un vaso coronado con piña. Yo contaba los minutos, porque afuera me esperaban Joe Martin y el Chino, reloj en mano, y adentro mi cliente estaría paseándose entre columnas y espejos sin sospechar que su contacto era la chica en amable tertulia con un policía uniformado. ¿Qué sabría Arana de las actividades de Brandon Leeman?

Bebí el jugo de fruta, demasiado dulce, y me despedí de él con tanta prisa, que debió de parecerle sospechoso. El oficial me caía bien, miraba a los ojos con expresión amable, daba la mano con firmeza y su actitud era relajada. Mirándolo bien, resultaba atractivo, a pesar de que le sobraban varios kilos; sus dientes albos contrastaban con su piel bronceada y cuando sonreía se le cerraban los ojos como rayitas.

La persona más cercana a Manuel es Blanca Schnake, pero eso no significa mucho, él no necesita a nadie, ni siquiera a Blanca, y podría pasar el resto de su vida sin hablar. El esfuerzo de mantener la amistad lo hace ella sola. Es ella quien lo invita a comer o llega de improviso con un guiso y una botella de vino; es ella quien lo obliga a ir a Castro a ver a su padre, el Millalobo, que se ofende si no lo visitan regularmente; es ella quien se preocupa de la ropa, la salud y la comodidad doméstica de Manuel, como un ama de llaves. Yo soy una intrusa que ha venido a arruinarles la privacidad; antes de mi llegada podían estar solos, pero ahora me tienen siempre metida al medio. Son tolerantes estos chilenos, ninguno de los dos ha dado muestras de resentirse con mi presencia.

Hace unos días comimos en casa de Blanca, como hacemos a menudo, porque es mucho más acogedora que la nuestra. Blanca había puesto la mesa con su mejor mantel, servilletas almidonadas de lino, velas y un canasto con el pan de romero que yo le había traído; una mesa sencilla y refinada como todo lo suyo. Manuel es incapaz de apreciar esos detalles, que a mí me dejan boquiabierta, porque antes de conocer a esta mujer yo pensaba que la decoración interior es sólo para hoteles y revistas. La casa de mis abuelos parecía un mercado de las pulgas, con su abundancia de muebles y objetos horrendos amontonados sin más criterio que la utilidad o la pereza de tirarlos a la basura. Con Blanca, quien puede crear una obra de arte con tres hortensias azules en un jarro de vidrio lleno de limones, se me está afinando el gusto. Mientras ellos cocinaban una sopa de mariscos, yo salí al jardín a cosechar lechugas y albahaca, antes de que se fuera la luz, pues ahora oscurece más temprano. En pocos metros cuadrados, Blanca ha plantado árboles frutales y una variedad de vegetales, que cuida personalmente; siempre se la ve con un sombrero de paja y guantes trabajando en su jardín. Cuando empiece la primavera voy a pedirle que me ayude a cultivar el terreno de Manuel, donde no hay más que maleza y piedras.

A la hora del postre hablamos de magia —el libro de Manuel me tiene obsesionada— y de fenómenos sobrenaturales, en los que yo sería una autoridad si le hubiera prestado más atención a mi abuela. Les conté que había crecido con mi abuelo, un astrónomo racionalista y agnóstico, y mi abuela, entusiasta del tarot, aspirante a astróloga, lectora del aura y de la energía, intérprete de sueños, coleccionista de amuletos, cristales y piedras sagradas, por no mencionar amiga de los espíritus que la rondan.

—Mi Nini nunca se aburre, se entretiene protestando contra el gobierno y hablando con los muertos —les comenté.

—¿Cuáles muertos? —me preguntó Manuel.

—Mi Popo y otros, como san Antonio de Padua, un santo que encuentra cosas perdidas y novios para las solteras.

—A tu abuela le hace falta un novio —me contestó.

—¡Qué cosas tienes, hombre! Es casi tan vieja como tú.

—¿No me dijiste que necesito un amor? Si te parece que yo tengo edad para enamorarme, con mayor razón Nidia, que es varios años menor.

—¡Estás interesado en mi Nini! —exclamé, pensando que podríamos vivir los tres juntos; por un instante se me olvidó que su novia ideal sería Blanca.

—Esa es una conclusión apresurada, Maya.

—Tendrías que quitársela a Mike O'Kelly —le informé—. Es inválido e irlandés, pero bastante guapo y famoso.

—Entonces puede ofrecerle más que yo. —Y se rió.

—Y tú, tía Blanca, ¿crees en esas cosas? —le pregunté.

—Soy muy práctica, Maya. Si se trata de curar una verruga, voy al dermatólogo y además, por si acaso, me amarro un pelo en el dedo meñique y orino detrás de un roble.

—Manuel me dijo que eres bruja.

—Cierto. Me junto con otras brujas en las noches de luna llena. ¿Quieres venir? Nos toca reunimos el próximo miércoles. Podríamos ir juntas a Castro a pasar un par de días con mi papá y te llevo a nuestro aquelarre.

—¿Un aquelarre? No tengo escoba —le dije.

—En tu lugar, yo aceptaría, Maya —interrumpió Manuel—. Esa oportunidad no se te va a presentar dos veces. Blanca nunca me ha invitado a mí.

—Es un círculo femenino, Manuel. Te ahogarías en estrógeno.

—Me están tomando el pelo… —dije.

—Hablo en serio, gringuita. Pero no es lo que te imaginas, nada como la brujería del libro de Manuel, nada de chalecos con piel de muerto ni invunches. Nuestro grupo es muy cerrado, como debe ser para sentirnos en plena confianza. No se aceptan invitados, pero contigo haríamos una excepción.

—¿Por qué?

—Me parece que estás bastante sola y necesitas amigas.

Unos días más tarde acompañé a Blanca a Castro. Llegamos a la casa del Millalobo a la hora sagrada del té, que los chilenos le copian a los ingleses. Blanca y su padre tienen una rutina invariable, una escena de comedia, primero se saludan efusivamente, como si no se hubieran visto la semana anterior y no se hubieran hablado por teléfono todos los días; de inmediato ella lo reta porque «está cada día más gordo y hasta cuándo va a seguir fumando y tomando, papá, va a estirar la pata en cualquier momento»; él le contesta con comentarios sobre las mujeres que se dejan las canas y andan vestidas de proletarias rumanas; enseguida se ponen al día con los chismes y rumores en circulación; luego ella le solicita otro préstamo y él pone un grito en el cielo, que lo están arruinando, va a terminar en pelotas y tendrá que declararse en quiebra, lo que da pie para cinco minutos de negociaciones y por último sellan el acuerdo con más besos. Para entonces yo voy por mi cuarta taza de té.

Al anochecer, el Millalobo nos prestó su auto y Blanca me llevó a la reunión. Pasamos frente la catedral de dos torres, recubierta de chapas metálicas, y la plaza, con todos los bancos ocupados por parejas enamoradas, dejamos atrás la parte antigua de la ciudad y luego los nuevos barrios de casas feas de concreto y nos internamos por un sendero curvo y solitario. Poco después, Blanca se detuvo en un patio, donde ya había otros coches estacionados, y avanzamos hacia la casa por una huella apenas visible, alumbrándonos con su linterna. Adentro había un grupo de diez mujeres jóvenes, vestidas en el estilo artesanal que usa mi Nini, túnicas, faldas largas o pantalones anchos de algodón y ponchos, porque hacía frío. Me estaban esperando y me recibieron con ese afecto espontáneo de los chilenos, que al principio, cuando recién llegué a este país, me chocaba y ahora lo espero. La casa estaba amueblada sin pretención, había un perro viejo echado encima del sofá y juguetes tirados por el suelo. La anfitriona me explicó que en las noches de luna llena sus niños iban a dormir a casa de la abuela y su marido aprovechaba para jugar al póquer con sus amigos.

Salimos por la cocina hacia un gran patio trasero, alumbrado por chonchones de parafina, donde había un huerto de vegetales plantados en cajones, un gallinero, dos columpios, una carpa de camping grande y algo que a primera vista parecía un montículo de tierra cubierto con una lona recauchutada, pero del centro salía una delgada columna de humo. «Esto es la ruca», me dijo la dueña de casa. Tenía la forma redonda de un iglú o de una kiva y sólo el techo asomaba en la superficie; el resto estaba bajo tierra. La habían construido los compañeros de esas mujeres, que a veces participaban en las reuniones, pero en esas ocasiones se juntaban todos en la carpa, porque la ruca era un santuario femenino. Imitando a las demás, me quité la ropa; algunas se desnudaron, otras se dejaron las bragas. Blanca encendió un manojo de salvia para «limpiarnos» con el humo fragante a medida que entrábamos a gatas por un estrecho túnel.

Por dentro, la ruca era una bóveda redonda de unos cuatro metros de diámetro por un metro setenta de altura en su parte más elevada. Al centro ardía una hoguera de leña y piedras, el humo salía por la única apertura del techo, encima de la fogata, y a lo largo de la pared se extendía una plataforma cubierta con frazadas de lana, donde nos sentamos en círculo. El calor era intenso, pero soportable, el aire olía a algo orgánico, hongos o levadura y la escasa luz provenía del fuego. Disponíamos de un poco de fruta —damascos, almendras, higos— y dos jarros de té frío.

Aquel grupo de mujeres era una visión de Las mil y una noches, un harén de odaliscas. En la penumbra de la ruca se veían bellísimas, parecían madonas renacentistas, con sus cabelleras pesadas, confortables en sus cuerpos, lánguidas, abandonadas. En Chile las clases sociales dividen a la gente, como las castas en la India o la raza en Estados Unidos, y yo no tengo el ojo entrenado para distinguirlas, pero esas mujeres de aspecto europeo debían ser de una clase diferente a la de las chilotas que he conocido, quienes en general son gruesas, bajas, con rasgos indígenas, gastadas por el trabajo y las penas. Una de ellas estaba embarazada de siete u ocho meses, a juzgar por el tamaño de la barriga, y otra había dado a luz hacía poco, tenía los pechos hinchados y aureolas moradas en los pezones. Blanca se había soltado el moño y el pelo, crespo y alborotado como espuma, le llegaba a los hombros. Lucía su cuerpo maduro con la naturalidad de quien ha sido siempre hermosa, aunque no tenía senos y un costurón de pirata le cruzaba el pecho.

Blanca tocó una campanita, hubo un par de minutos de silencio para concentrarse y luego una de ella invocó a la Pachamama, la madre tierra, en cuyo vientre estábamos reunidas. Las cuatro horas siguientes se nos fueron sin sentirlas, lentamente, pasando de mano en mano una gran concha marítima para hablar por turnos, bebiendo té, mordisqueando fruta, contándonos lo que estaba sucediendo en ese momento en nuestras vidas y los dolores acarreados del pasado, escuchando con respeto, sin preguntar ni opinar. La mayoría venían de otras ciudades del país, unas por su trabajo, otras acompañando a sus maridos. Dos de las mujeres eran «sanadoras», se dedicaban a curar por diferentes medios, hierbas, esencias aromáticas, reflexología, imanes, luz, homeopatía, movimiento de energía y otras formas de medicina alternativa que en Chile son muy populares. Aquí recurren a los remedios de farmacia sólo cuando todo lo demás falla. Compartieron sus historias sin pudores, una estaba destrozada, porque había sorprendido a su marido en amores con su mejor amiga, otra no se decidía a dejar a un hombre abusador que la maltrataba emocional y físicamente. Hablaron de sus sueños, enfermedades, temores y esperanzas, se rieron, algunas lloraron y todas aplaudieron a Blanca, porque los exámenes recientes confirmaban que su cáncer seguía en remisión. Una joven, a quien se le acababa de morir la madre, pidió que cantaran por su alma y otra, con voz de plata, empezó una canción, que las demás corearon.

Pasada la medianoche, Blanca sugirió que concluyéramos la reunión honrando a nuestros ancestros, entonces cada una nombró a alguien —la madre recién fallecida, una abuela, una madrina— y describió el legado que esa persona le había dejado; para una era talento artístico, para otra un recetario de medicina natural, para la tercera el amor por la ciencia, y así todas dijeron lo suyo. Yo fui la última y cuando llegó mi turno llamé a mi Popo, pero no me salió la voz para contarles a esas mujeres quién era. Después hubo una meditación en silencio, con los ojos cerrados, para pensar en el ancestro que habíamos invocado, agradecerle sus dones y despedirlo. En eso estábamos cuando me acordé de la frase que mi Popo me repitió por años: «Prométeme que siempre te vas a querer como te quiero yo». Fue tan claro el mensaje como si él me lo hubiera dicho en voz alta. Me puse a llorar y seguí llorando el mar de lágrimas que no vertí cuando se murió.

Al final circularon entre ellas un cuenco de madera y cada una tuvo oportunidad de poner adentro una piedrita. Blanca las contó y había tantas piedras como mujeres en la ruca; era una votación y yo había sido aprobada por unanimidad, única forma de pertenecer al grupo. Me felicitaron y brindamos con té.

Volví orgullosa a nuestra isla a informarle a Manuel Arias que de ahora en adelante no contara conmigo en las noches de luna llena.

La noche con las brujas buenas en Castro me hizo pensar en mis experiencias del año pasado. Mi vida es muy diferente a las de esas mujeres y no sé si en la intimidad de la ruca podré contarles algún día todo lo que me ha pasado, contarles de la rabia que me consumía antes, de lo que significa la urgencia de alcohol y drogas, de cómo no podía estar quieta y callada. En la academia de Oregón me diagnosticaron «deficiencia atencional», una de esas clasificaciones que parecen condenas a prisión perpetua, pero esa condición nunca se manifestó mientras mi Popo estaba vivo y tampoco la tengo ahora. Puedo describir los síntomas de la adicción, pero no puedo evocar su brutal intensidad. ¿Dónde estaba mi alma en ese tiempo? En Las Vegas hubo árboles, sol, parques, la risa de Freddy, rey del rap, helados, comedias en la televisión, jóvenes bronceados y limonada en la piscina del gimnasio, música y luces en la noche eterna del Strip, hubo momentos amables, incluso una boda de amigos de Leeman y una torta de cumpleaños para Freddy, pero sólo recuerdo la dicha efímera de chutarme y el infierno largo de buscar otra dosis. El mundo de entonces empieza a convertirse en un borrón en mi memoria, aunque sólo han pasado pocos meses desde entonces.

La ceremonia de mujeres en el vientre de la Pachamama me conectó definitivamente con este Chiloé fantástico y, de alguna extraña manera, con mi propio cuerpo. El año pasado llevaba una existencia quebrantada, creía que mi vida estaba acabada y mi cuerpo estaba irremisiblemente mancillado. Ahora estoy entera y siento un respeto por mi cuerpo que nunca tuve antes, cuando vivía examinándome en el espejo para llevar la cuenta de mis defectos. Me gusta como soy, no quiero cambiar nada. En esta isla bendita nada alimenta mis malos recuerdos, pero hago el esfuerzo de escribirlos en este cuaderno para que no me pase lo que a Manuel, que tiene sus recuerdos encerrados en una cueva y si se descuida lo asaltan de noche como perros rabiosos.

Hoy puse sobre el escritorio de Manuel cinco flores del jardín de Blanca Schnake, las últimas de la estación, que él no sabrá apreciar, pero a mí me han dado una tranquila felicidad. Es natural extasiarse ante el color cuando uno viene del gris. El año pasado fue un año gris para mí. Este ramo mínimo es perfecto: un vaso de vidrio, cinco flores, un insecto, la luz de la ventana. Nada más. Con razón me cuesta recordar la oscuridad de antes. ¡Qué larga fue mi adolescencia! Un viaje subterráneo.

Para Brandon Leeman mi apariencia era parte importante de su negocio: debía lucir inocente, sencilla y fresca, como las espléndidas muchachas empleadas en los casinos. Así inspiraba confianza y me mimetizaba en el ambiente. Le gustaba mi pelo blanco, muy corto, que me daba un aire casi masculino. Me hacía usar un elegante reloj de hombre con correa ancha de cuero para tapar el tatuaje de la muñeca, que me negué a borrar con láser, como él pretendía. En las tiendas me pedía que desfilara con la ropa escogida por él y se divertía con mis poses exageradas de modelo. Yo no había engordado, a pesar de la comida chatarra, que era todo mi alimento, y la falta de ejercicio; ya no corría, como siempre había hecho, por el desagrado de llevar a Joe Martin o el Chino pegados a mis talones.

En un par de ocasiones Brandon Leeman me llevó a una suite en un hotel del Strip, pidió champaña y después quiso que me desnudara lentamente, mientras él flotaba con su dama blanca y su vaso de bourbon, sin tocarme. Lo hice tímidamente al principio, pero pronto me di cuenta de que era como desvestirme sola frente al espejo, porque para el jefe el erotismo se limitaba a la aguja y el vaso. Me repetía que yo tenía mucha suerte de estar con él, otras chicas eran explotadas en salones de masajes y prostíbulos, sin ver la luz del día, golpeadas. ¿Sabía yo cuántos cientos de miles de esclavas sexuales había en Estados Unidos? Algunas provenían de Asia y los Balcanes, pero muchas eran americanas secuestradas en la calle, en estaciones del metro y aeropuertos o adolescentes escapadas de sus casas. Las mantenían encerradas y dopadas, debían servir a treinta o más hombres al día y si se negaban les aplicaban electricidad; esas infelices eran invisibles, desechables, no valían nada. Había lugares especializados en sadismo, donde los clientes podían torturar a las chicas como les diera la gana, azotarlas, violarlas, incluso matarlas, si pagaban lo suficiente. La prostitución era muy rentable para las mafias, pero era una picadora de carne para las mujeres, que no duraban mucho y siempre terminaban mal. «Eso es para desalmados, Laura, y yo soy de corazón blando —me decía—. Pórtate bien, no me defraudes. Me daría lástima que fueras a parar a ese ambiente.»

Más tarde, cuando empecé a relacionar hechos aparentemente inconexos, me intrigó este aspecto del negocio de Brandon Leeman. No lo vi mezclado en prostitución, excepto para venderles droga a las mujeres que la solicitaban, pero tenía misteriosos tratos con chulos, que coincidían con la desaparición de algunas niñas de su clientela. En varias ocasiones lo vi con chicas muy jóvenes, adictas recientes, a quienes atraía al edificio con sus modales amables, les daba a probar lo mejor de sus reservas, las abastecía a crédito por un par de semanas y después ya no volvían, se hacían humo. Freddy confirmó mis sospechas de que terminaban vendidas a las mafias; así Brandon Leeman ganaba una tajada sin ensuciarse demasiado las manos.

Las reglas del jefe eran simples, y mientras yo cumpliera mi parte del trato, él cumplía la suya. Su primera condición era que yo evitara el contacto con mi familia o cualquier persona de mi vida anterior, lo que me resultó fácil, porque sólo echaba de menos a mi abuela y como pensaba regresar a California pronto, podía esperar. Tampoco me permitía adquirir nuevas amistades, porque la menor indiscreción ponía en peligro el frágil andamiaje de sus negocios, como decía. En una ocasión el Chino le contó que me había visto en la puerta del gimnasio conversando con una mujer. Leeman me agarró por el cuello, me dobló hasta ponerme de rodillas con una destreza inusitada, porque yo era más alta y fuerte que él. «¡Idiota! ¡Desgraciada!», dijo, y me plantó dos bofetadas, rojo de ira. Eso fue un campanazo de alerta, pero no alcancé a procesar lo sucedido; era uno de esos días, cada vez más frecuentes, en que los pensamientos se me deshilvanaban.

Al poco rato me mandó vestirme elegantemente porque íbamos a cenar en un nuevo restaurante italiano; supuse que era su forma de hacerse perdonar. Me coloqué mi vestido negro y las sandalias doradas, pero no intenté disimular con maquillaje el labio roto ni las marcas en las mejillas. El restaurante resultó más agradable de lo que esperaba: muy moderno, cristal, acero y espejos negros, nada de manteles a cuadros y mozos disfrazados de gondoleros. Dejamos los platos casi intactos, pero nos bebimos dos botellas de Quintessa, cosecha del 2005, que costaron un dineral y tuvieron la virtud de suavizar las asperezas. Leeman me explicó que se encontraba bajo mucha presión, se le había presentado una oportunidad en un negocio estupendo, pero peligroso. Lo relacioné con un viaje reciente de dos días, que él había hecho sin decir adonde ni hacerse acompañar por sus socios.

—Ahora más que nunca, una brecha en la seguridad puede ser fatal, Laura —me dijo.

—Con esa mujer del gimnasio hablé menos de cinco minutos sobre la clase de yoga, ni siquiera sé su nombre, te lo juro, Brandon.

—No vuelvas a hacerlo. Por esta vez voy a olvidarlo, pero tú no lo olvides ¿me entiendes? Necesito confiar en mi gente, Laura. Contigo me avengo bien, tienes clase, eso me gusta, y aprendes rápido. Podemos hacer muchas cosas juntos.

—¿Como qué?

—Te lo diré en el momento apropiado. Todavía estás a prueba.

Ese momento, tan anunciado, llegó en septiembre. De junio a agosto yo todavía andaba en una nebulosa. No salía agua por las cañerías en el apartamento y la nevera estaba vacía, pero drogas sobraban. Ni cuenta me daba de cuán volada andaba; tragar dos o tres pastillas con vodka o encender un pito de marihuana se convirtieron en gestos automáticos que mi mente no registraba. Mi nivel de consumo era ínfimo, comparado con el de los demás a mi alrededor, lo hacía por diversión, podía dejarlo en cualquier momento, no era adicta, eso creía.

Me acostumbré a la sensación de flotar, a la niebla embrollándome la mente, a la imposibilidad de terminar un pensamiento o expresar una idea, a ver esfumarse las palabras del vasto vocabulario aprendido con mi Nini. En mis escasos destellos de lucidez recordaba el propósito de volver a California, pero me decía que ya habría tiempo para eso. Tiempo. ¿Dónde se escondían las horas? Se me escurrían como sal entre los dedos, vivía en un compás de espera, pero no había nada que esperar, sólo otro día exacto al anterior, aletargada frente a la televisión con Freddy. Mi única tarea diurna consistía en pesar polvos y cristales, contar pastillas, sellar bolsitas de plástico. Así se fue agosto.

Al atardecer me despercudía con unas rayas de cocaína y partía al gimnasio a remojarme en la piscina. Me miraba con espíritu crítico en las hileras de espejos del vestuario, buscando los signos de la mala vida, pero no se veían; nadie sospecharía las borrascas de mi pasado o los albures de mi presente. Parecía una estudiante, como Brandon Leeman deseaba. Otra línea de cocaína, pastillas, una taza de café retinto y estaba lista para mi trabajo nocturno. Tal vez Brandon Leeman tenía otros distribuidores en el día, pero nunca los vi. A veces, él me acompañaba, pero tan pronto aprendí la rutina y me tomó confianza, me mandaba sola con sus socios.

Me atraían el ruido, las luces, los colores, el despilfarro de los hoteles y casinos, la tensión de los jugadores en las tragaperras y los tapetes verdes, el clic-clic de las fichas, las copas coronadas con orquídeas y parasoles de papel. Mis clientes, muy distintos a los de la calle, tenían la desfachatez de quienes cuentan con impunidad. Los traficantes tampoco tenían nada que temer, como si existiera un acuerdo tácito en esa ciudad para violar la ley sin pagar las consecuencias. Leeman se entendía con varios policías, que recibían su parte y lo dejaban en paz. Yo no los conocía y Leeman nunca me dijo sus nombres, pero sabía cuánto y cuándo había que pagarles. «Son unos cerdos odiosos, malditos, insaciables, hay que cuidarse de ellos, son capaces de cualquier cosa, ponen pruebas para implicar a inocentes, roban joyas y dinero en los allanamientos, se quedan con la mitad de las drogas y las armas que confiscan, se protegen unos a otros. Son corruptos, racistas, psicópatas. Son ellos los que deberían estar entre rejas», me decía el jefe. Los infelices que acudían al edificio a buscar drogas eran prisioneros de su adicción, pobres de pobreza absoluta, solos de soledad irremediable; ésos sobrevivían perseguidos, apaleados, ocultos en sus agujeros del subsuelo como topos, expuestos al zarpazo de la ley. Para ellos no había impunidad, sólo sufrimiento.

Dinero, alcohol y pastillas me sobraban, bastaba pedirlos, pero no tenía nada más, nada de familia, amistad o amor, ni siquiera sol había en mi vida, porque vivía de noche, como las ratas.

Un día Freddy desapareció del apartamento de Brandon Leeman, y no supimos de él hasta el viernes, cuando nos encontramos por casualidad con el oficial Arana, a quien había visto muy pocas veces, aunque en cada ocasión él me decía algunas palabras amables. La conversación recayó en Freddy y el oficial nos comentó al pasar que lo habían encontrado malherido. El rey del rap se había aventurado en zona enemiga y una pandilla le dio una paliza y lo tiró en un basural, creyéndolo muerto. Arana agregó para mi información que la ciudad estaba dividida en territorios controlados por diversas pandillas y un latino como Freddy, aunque fuera mulato, no podía ir a meterse con los negros. «El chico tiene varias órdenes de arresto pendientes, pero la cárcel sería fatal para él. Freddy necesita ayuda», nos dijo Arana al despedirse.

A Brandon Leeman no le convenía acercarse a Freddy, ya que la policía lo tenía en la mira, pero fue conmigo a visitarlo al hospital. Subimos al quinto piso y recorrimos pasillos alumbrados con luz fluorescente buscando su habitación, sin que nadie se fijara en nosotros, éramos dos más en el ir y venir de personal médico, pacientes y familiares, pero Leeman iba pegado a las paredes, mirando por encima del hombro y con la mano en el bolsillo, donde llevaba la pistola. Freddy estaba en una sala de cuatro camas, todas ocupadas, inmovilizado con correas y conectado a varias mangueras; tenía el rostro deformado, costillas rotas y una mano machacada de tal modo, que habían tenido que amputarle dos dedos. Las patadas le habían reventado un riñón y su orina en la bolsa tenía color de óxido.

El jefe me dio permiso para acompañar al muchacho cuantas horas al día quisiera, siempre que cumpliera con mi trabajo en la noche. Al principio mantuvieron a Freddy dopado con morfina y después empezaron a darle metadona, porque en su estado jamás habría soportado el síndrome de abstinencia, pero la metadona no era suficiente. Estaba desesperado, era un animal atrapado debatiéndose entre las correas de la cama. En los descuidos del personal yo me las arreglaba para inyectarle heroína en la línea del suero, como me había indicado Brandon Leeman. «Si no lo haces, se morirá. Lo que le dan aquí es como agua para Freddy», me dijo.

En el hospital conocí a una enfermera negra, de unos cincuenta y tantos años, voluminosa, con un vozarrón gutural, que contrastaba con la dulzura de su carácter y con el nombre magnífico de Olympia Pettiford. A ella le tocó recibir a Freddy cuando lo subieron de la sala de cirugía al quinto piso. «Me da pena verlo tan flaco y desvalido, este niño podría ser mi nieto», me dijo. Yo no había hecho amistad con nadie desde que llegué a Las Vegas, con excepción de Freddy, quien en ese momento estaba con un pie en la muerte, y por una vez desobedecí las órdenes de Brandon Leeman; necesitaba hablar con alguien y esa mujer era irresistible. Olympia me preguntó cuál era mi relación con el paciente, para simplificar le contesté que era su hermana y a ella no le extrañó que una blanca de pelo platinado, vestida con ropa cara, fuese pariente de un chiquillo de color, adicto y posiblemente delincuente.

La enfermera aprovechaba cualquier momento libre para sentarse junto al niño a rezar. «Freddy debe aceptar a Jesús en su corazón, Jesús lo salvará», me aseguró. Ella tenía su propia iglesia en el oeste de la ciudad y me invitó a sus servicios nocturnos, pero le expliqué que a esa hora yo trabajaba y mi jefe era muy estricto. «Entonces ven el domingo, niña. Después del servicio las Viudas por Jesús ofrecemos el mejor desayuno de Nevada.» Viudas por Jesús era un grupo poco numeroso, pero muy activo, la columna vertebral de su iglesia. Ser viuda no se consideraba requisito indispensable para pertenecer, bastaba con haber perdido un amor en el pasado. «Yo, por ejemplo, en la actualidad estoy casada, pero tuve dos hombres que se fueron y un tercero que se murió, así es que técnicamente soy viuda», me dijo Olympia.

La asistente social del Servicio de Protección Infantil asignada a Freddy resultó ser una mujer madura, mal pagada, con más casos sobre su escritorio de los que podía atender, estaba harta y contaba los días para jubilarse. Los niños pasaban por el Servicio brevemente, ella los colocaba en un hogar temporal y al poco tiempo regresaban, otra vez golpeados o violados. Vino a ver a Freddy un par de veces y se quedó conversando con Olympia, así me enteré del pasado de mi amigo.

Freddy tenía catorce años y no doce, como yo pensaba, ni dieciséis como él decía. Había nacido en el barrio latino de Nueva York, de madre dominicana y padre desconocido. La madre lo trajo a Nevada en el destartalado vehículo de su amante, un indio paiute, alcohólico como ella. Vivían acampando por aquí y por allá, moviéndose si tenían gasolina, acumulando multas de tránsito y dejando un reguero de deudas. Ambos desaparecieron de Nevada al poco tiempo, pero alguien encontró a Freddy, de siete meses, abandonado en una gasolinera, desnutrido y cubierto de moretones. Se crió en hogares del Estado, pasando de mano en mano, no duraba en ninguna casa, tenía problemas de conducta y de carácter, pero iba a la escuela y era buen alumno. A los nueve años lo arrestaron por robo a mano armada, estuvo varios meses en un correccional y después se borró del radar del Servicio y de la policía.

La asistente social debía averiguar cómo y dónde había vivido Freddy los últimos años, pero él se hacía el dormido o se negaba a contestarle. Temía que lo pusieran en un programa de rehabilitación. «No sobreviviría ni un solo día, Laura, no te imaginas lo que es eso. De rehabilitación, nada, sólo castigo.» Brandon Leeman estaba de acuerdo y se dispuso a impedirlo.

Cuando al chiquillo le quitaron las sondas, pudo comer alimentos sólidos y ponerse de pie, lo ayudamos a vestirse, lo llevamos al ascensor disimulado en el gentío del quinto piso a la hora de visita, y de allí a pasitos de tortuga hasta la puerta del hospital, donde Joe Martin nos esperaba con el motor en marcha. Yo podría jurar que Olympia Pettiford estaba en el pasillo, pero la buena mujer fingió no habernos visto.

Un médico, que abastecía a Brandon Leeman de fármacos para el mercado negro, venía al apartamento a ver a Freddy y me enseñó a cambiarle los vendajes de la mano, para que no se infectara. Pensé aprovechar que tenía al niño en mi poder para suprimirle las drogas, pero no me alcanzaron las fuerzas para verlo sufrir de manera tan horrenda. Freddy se repuso rápidamente, ante la sorpresa del médico, que esperaba verlo postrado un par de meses, y pronto estaba bailando como Michael Jackson con su mano en cabestrillo, pero siguió orinando sangre.

Joe Martin y el Chino se encargaron de la venganza contra la pandilla enemiga, porque consideraron que no podían dejar pasar semejante insulto.

La paliza que le dieron a Freddy en el barrio negro me afectó mucho. En el universo desarticulado de Brandon Leeman, la gente pasaba y desaparecía sin dejar recuerdos, unos se iban, otros acababan presos o muertos, pero Freddy no era una de esas sombras anónimas, era mi amigo. Al verlo en el hospital respirando con dificultad, adolorido, a ratos inconsciente, se me caían las lágrimas. Supongo que también lloraba por mí misma. Me sentía atrapada y ya no podía seguir engañándome respecto a la adicción, porque dependía del alcohol, pastillas, marihuana, cocaína y otras drogas para pasar el día. Al despertar en la mañana con la resaca feroz de la noche anterior, me hacía el firme propósito de limpiarme, pero antes de media hora cedía a la tentación de un trago. Sólo un poco de vodka para quitarme el dolor de cabeza, me prometía a mí misma. El dolor de cabeza persistía y la botella estaba a mano.

No podía engañarme con la idea de estar de vacaciones, haciendo tiempo para ir a la universidad: me hallaba entre criminales. Al menor descuido, podía terminar muerta o, como Freddy, enchufada a media docena de mangueras y tubos en un hospital. Estaba muy asustada, aunque me negaba a nombrar el miedo, ese felino agazapado en la boca del estómago. Una voz insistente me recordaba el peligro, cómo no lo veía, por qué no huía antes de que fuera tarde, qué esperaba para llamar a mi familia. Pero otra voz resentida contestaba que a nadie le importaba mi suerte; si mi Popo estuviera vivo habría movido cielo y tierra para encontrarme, pero mi padre no se había dado la molestia. «No me llamaste porque todavía no habías sufrido suficiente, Maya», me dijo mi Nini cuando volvimos a vernos.

Transcurrió lo peor del verano de Nevada con un calor de cuarenta grados, pero como yo vivía en el aire acondicionado y circulaba de noche, no lo sufrí demasiado. Mis costumbres eran invariables, el trabajo continuó como siempre. Nunca estaba sola, el gimnasio era el único sitio donde los socios de Brandon Leeman me dejaban en paz, porque aunque no entraran conmigo a los hoteles y casinos, me esperaban afuera contando los minutos.

En esos días el jefe andaba con una persistente bronquitis, que él llamaba alergia, y me fijé en que había adelgazado. En el poco tiempo que lo conocía se había debilitado, la piel de los brazos le colgaba como tela arrugada y los tatuajes habían perdido su diseño original, se le podían contar las costillas y las vértebras, estaba macilento, ojeroso, muy cansado. Joe Martin lo notó antes que nadie y empezó a darse aires y a cuestionar sus órdenes, mientras el sigiloso Chino nada decía, pero secundaba al otro traficando a espaldas del jefe y embrollando las cuentas. Lo hacían con tal desenfado que Freddy y yo lo comentamos.

«No abras la boca, Laura, porque te lo harán pagar, estos tipos no perdonan», me advirtió el muchacho.

Los gorilas se descuidaban frente a Freddy, a quien consideraban inofensivo, un payaso, un yonqui con el cerebro cocinado; sin embargo, su cerebro funcionaba mejor que el de todos los demás, de eso no había duda. Yo trataba de convencer al niño de que podía rehabilitarse, ir a la escuela, hacer algo con su futuro, pero me contestaba con el cliché de que la escuela no tenía nada que enseñarle, él aprendía en la universidad de la vida. Repetía las mismas palabras lapidarias de Leeman: «Es demasiado tarde para mí».

A comienzos de octubre Leeman fue a Utah en avión y regresó manejando un Mustang convertible último modelo, azul con una franja plateada y el interior negro. Me informó que lo había comprado para su hermano, quien por razones complicadas no podía adquirirlo personalmente. Adam, que vivía a una distancia de doce horas por carretera, mandaría a alguien a buscarlo al cabo de un par de días. Un vehículo de tal categoría no podía quedar un minuto en las calles de ese barrio sin desaparecer o ser destripado, así que Leeman lo guardó de inmediato en uno de los dos garajes del edificio que contaban con puertas seguras, el resto eran cavernas de desperdicios, covachas para adictos de paso y fornicadores espontáneos. Algunos indigentes vivían por años en esas cuevas, defendiendo su metro cuadrado contra las ratas y contra otros desamparados.

Al día siguiente Brandon Leeman mandó a sus socios a recoger un envío a Fort Ruby, uno de los seiscientos pueblos fantasma de Nevada que solía servirle de punto de encuentro con su proveedor mexicano, y cuando se fueron me invitó a probar el Mustang. El poderoso motor, el olor a cuero nuevo, la brisa en el pelo, el sol en la piel, el paisaje inmenso cortado a cuchillo por la carretera, las montañas contra un cielo pálido y sin nubes, todo contribuía a embriagarme de libertad. Esa sensación de libertad contrastaba con el hecho de que pasamos cerca de varias prisiones federales. Era un día de calor y, aunque ya había terminado lo peor del verano, pronto el panorama se volvió incandescente y tuvimos que subir la capota y encender el aire acondicionado.

—Sabes que Joe Martin y el Chino me están robando, ¿no? —me preguntó.

Preferí callarme. Ése no era un tema que él discutiría sin un propósito; negarlo implicaba que yo andaba en la luna y una respuesta afirmativa equivalía a admitir que lo había traicionado al no advertírselo.

—Tenía que suceder tarde o temprano —agregó Brandon Leeman—. No puedo contar con la lealtad de nadie.

—Puedes contar conmigo —murmuré con la sensación de resbalar en aceite.

—Así lo espero. Joe y el Chino son un par de imbéciles. Con nadie estarían mejor que conmigo, he sido muy generoso con ellos.

—¿Qué vas a hacer?

—Reemplazarlos, antes de que ellos me reemplacen a mí.

Seguimos callados por varios kilómetros, pero cuando yo ya creía que se habían agotado las confidencias, él volvió a la carga.

—Uno de los policías quiere más dinero. Si se lo doy, va a querer más. ¿A ti, qué te parece, Laura?

—No sé nada de eso…

Hicimos otro trecho de varios kilómetros sin hablar. Brandon Leeman, que empezaba a ponerse ansioso, salió del camino en busca de un sitio privado, pero nos hallábamos en un peladero de tierra seca, rocas, matas espinudas y pastos raquíticos. Nos bajamos del coche a plena vista del tráfico, nos agachamos detrás de la puerta abierta y yo sostuve el encendedor mientras él calentaba la mezcla. En menos de un suspiro se inyectó. Después compartimos una pipa de marihuana celebrando la travesura; si nos revisaba una patrulla de caminos encontraría un arma ilegal, cocaína, heroína, marihuana, Demerol y otras píldoras sueltas en una bolsa. «Esos cochinos polis encontrarían algo más, que tampoco podríamos explicarles», agregó enigmáticamente Brandon Leeman, ahogado de risa. Estaba tan drogado que debí manejar yo, aunque mi experiencia al volante era mínima y el bong me había nublado la vista.

Entramos a Beatty, un pueblo de apariencia deshabitado a esa hora del mediodía, y nos detuvimos a almorzar en una posada mexicana, con un letrero de vaqueros, sombreros y lazos, que por dentro resultó ser un casino lleno de humo. En el restaurante Leeman pidió dos cócteles de tequila, dos platos al azar y la botella de vino tinto más cara de la carta. Hice un esfuerzo por comer, mientras él removía el contenido de su plato con el tenedor, trazando caminitos en el puré de papas.

—¿Sabes qué haré con Joe y el Chino? Ya que de todos modos tengo que darle al poli lo que quiere, voy a pedirle que me retribuya con un pequeño favor.

—No entiendo.

—Si quiere aumentar su comisión, tendrá que deshacerse de esos dos hombres sin involucrarme en ninguna forma.

Capté el significado y me acordé de las muchachas que Leeman había empleado antes que yo y de quienes se había «deshecho». Vi con aterradora claridad el abismo abierto a mis pies y una vez más pensé en huir, pero de nuevo me paralizó la sensación de hundirme en espesa melaza, inerte, sin voluntad. No puedo pensar, siento el cerebro lleno de aserrín, demasiadas pastillas, marihuana, vodka, ya no sé qué he tomado hoy, tengo que limpiarme, mascullaba para mis adentros, mientras me echaba al cuerpo el segundo vaso de vino, después de haberme tomado el tequila.

Brandon Leeman se había reclinado en su asiento, con la cabeza en el respaldo y los ojos entrecerrados. La luz le daba por un lado, marcando los pómulos prominentes, las mejillas ahuecadas, las ojeras verdosas, parecía un cadáver. «Volvamos», le propuse con un espasmo de náusea. «Antes tengo algo que hacer en este maldito pueblo. Pídeme un café», replicó él.

Leeman pagó en efectivo, como siempre, salimos del aire acondicionado al calor despiadado de Beatty, que según él era un depósito de basura radioactiva y sólo existía por el turismo al Valle de la Muerte, a diez minutos de distancia. Condujo zigzagueando hasta un sitio donde alquilaban locales para guardar cosas; eran unas construcciones chatas de cemento con hileras de puertas metálicas pintadas color turquesa. Había estado allí antes, porque se dirigió sin vacilar a una de las puertas. Me ordenó quedarme en el coche, mientras él manipulaba torpemente las combinaciones de dos pesados candados industriales, maldiciendo, porque le costaba enfocar la vista y desde hacía un tiempo le temblaban mucho las manos. Cuando abrió la puerta, me hizo señas de acercarme.

El sol iluminó un cuarto pequeño, donde sólo había dos grandes cajones de madera. Del maletero del Mustang sacó una bolsa deportiva de plástico negro con el nombre El Paso TX y entramos al depósito, que hervía de calor. No pude evitar el pensamiento aterrador de que Leeman podría dejarme enterrada en vida en ese guardadero. Me cogió firmemente de un brazo y me clavó los ojos.

—¿Te acuerdas que te dije que haríamos grandes cosas juntos?

—Sí…

—Ha llegado el momento. Espero que no me falles.

Asentí, asustada por su tono amenazante y por hallarme sola con él en ese horno sin otra alma viviente. Leeman se acuclilló, abrió la bolsa y me mostró el contenido. Tardé un instante en comprender que esos paquetes verdes eran fajos de billetes.

—No es dinero robado y nadie lo anda buscando —me dijo—. Esto es sólo una muestra, pronto habrá mucho más. Te das cuenta de que te estoy dando una tremenda prueba de confianza, ¿no? Eres la única persona decente que conozco, fuera de mi hermano. Ahora tú y yo somos socios.

—¿Qué debo hacer? —murmuré.

—Nada, por el momento, pero si te doy la orden o si algo me sucede, debes llamar de inmediato a Adam y decirle dónde está su bolsa de El Paso TX, ¿me entiendes? Repite lo que acabo de decirte.

—Debo llamar a tu hermano y decirle dónde está su bolsa.

—Su bolsa de El Paso TX, que no se te olvide eso. ¿Tienes alguna pregunta?

—¿Cómo abrirá tu hermano los candados?

—¡Eso no te importa! —ladró Brandon Leeman, con tal violencia que me encogí esperando un golpe, pero se calmó, cerró la bolsa, la puso encima de uno de los cajones y salimos.

Los hechos se precipitaron a partir del momento en que fui con Brandon Leeman a dejar la bolsa en el depósito de Beatty y después no pude ordenarlos en mi cabeza, porque algunos sucedieron simultáneamente y otros no los presencié, los supe más tarde. Dos días después, Brandon Leeman me ordenó que lo siguiera en un Ford Acura recién reciclado en el garaje clandestino, mientras él conducía el Mustang que había adquirido en Utah para su hermano. Lo seguí por la ruta 95, tres cuartos de hora en un calor inclemente por un paisaje de titilantes espejismos, hasta Boulder City, ausente en el mapa mental de Brandon Leeman, porque es una de las únicas dos ciudades de Nevada donde el juego es ilegal. Nos detuvimos en una gasolinera y nos dispusimos a esperar a rayo partido de sol.

Veinte minutos más tarde llegó un coche con dos hombres, Brandon Leeman les entregó las llaves del Mustang, recibió una bolsa de viaje de tamaño mediano y se subió a mi lado en el Ford Acura. El Mustang y el otro vehículo se alejaron en dirección al sur y nosotros tomamos la carretera por donde habíamos llegado. No pasamos por Las Vegas, seguimos directamente al depósito de Beatty, donde Brandon Leeman repitió la rutina de abrir los candados sin dejarme ver la combinación. Colocó la bolsa junto a la otra y cerró la puerta.

—¡Medio millón de dólares, Laura! —Y se frotó las manos, contento.

—Esto no me gusta… —murmuré, retrocediendo.

—¿Qué es lo que no te gusta, perra?

Pálido, me zamarreó por los brazos, pero lo aparté de un empujón, lloriqueando. Ese alfeñique enfermo, que yo podía aplastar con los tacos, me inspiraba terror, era capaz de cualquier cosa.

—¡Déjame!

—Piensa, mujer —dijo Leeman, en tono conciliador—. ¿Quieres seguir en esta jodida vida? Mi hermano y yo tenemos todo arreglado, nos vamos a ir de este maldito país y tú vendrás con nosotros.

—¿Adónde?

—Al Brasil. En cuestión de un par de semanas estaremos en una playa con cocoteros. ¿No querías tener un yate?

—¿Yate? ¿Qué yate? ¡Yo sólo quiero volver a California!

—¡Así es que la jodida puta quiere volver a California! —se burló, amenazante.

—Por favor, Brandon. No se lo diré a nadie, te lo prometo, puedes irte tranquilo con tu familia al Brasil.

Se paseó a grandes trancos, pateando el suelo de concreto, descompuesto, mientras yo aguardaba mojada de sudor junto al coche, tratando de entender los errores que me habían conducido a ese polvoriento infierno y a esas bolsas de billetes verdes.

—Me equivoqué contigo, Laura, eres más estúpida de lo que pensé —dijo al fin—. Puedes irte al carajo, si eso es lo que quieres, pero en las próximas dos semanas tendrás que ayudarme. ¿Cuento contigo?

—Claro que sí, Brandon, lo que tú digas.

—Por el momento no harás nada, fuera de cerrar la boca. Cuando yo te lo diga llamarás a Adam. ¿Te acuerdas de las instrucciones que te di?

—Sí, lo llamo y le digo dónde están las dos bolsas.

—¡No! Le dices dónde están las bolsas de El Paso TX. Eso y nada más. ¿Entendiste?

—Sí, por supuesto, le diré que las bolsas de El Paso TX están aquí. No te preocupes.

—Mucha discreción, Laura. Si se te sale una sola palabra de esto, te arrepentirás. ¿Quieres saber exactamente lo que te pasaría? Puedo darte los detalles.

—Te lo juro, Brandon, no se lo diré a nadie.

Regresamos en silencio a Las Vegas, pero yo escuchaba los pensamientos de Brandon Leeman en mi cabeza, como campanazos: iba a «deshacerse» de mí. Tuve la reacción física de náuseas y mareo, que había sentido esposada por Fedgewick a la cama de aquel sórdido motel; veía el resplandor verdoso del reloj, sentía el olor, el dolor, el terror. Tengo que pensar, tengo que pensar, necesito un plan… Pero cómo iba a pensar si estaba intoxicada de alcohol y no lograba recordar qué pastillas había tomado, cuántas y a qué hora. Llegamos a la ciudad a las cuatro de la tarde, cansados, con la ropa pegada de transpiración y polvo, sedientos. Leeman me dejó en el gimnasio para que me refrescara antes de la ronda nocturna y él se fue al apartamento. Al despedirse, me apretó la mano y me dijo que me quedara tranquila, él tenía todo bajo control. Ésa fue la última vez que lo vi.

El gimnasio carecía de los lujos extravagantes de los hoteles del Strip, con sus cacareados baños de leche en piletas de mármol y sus masajistas ciegos de Shangai, pero era el más grande y completo de la ciudad, contaba con varias salas de ejercicio, diversos aparatos de tortura para inflar músculos y estirar tendones, un spa con un menú a la carta de tratamientos de salud y belleza, peluquería para gente y para perros y una piscina cubierta donde calculo que cabía una ballena. Yo lo consideraba mi cuartel general, disponía de crédito abierto y podía ir al spa, nadar o hacer yoga en las ocasiones, cada vez menos frecuentes, en que me daba el ánimo. La mayor parte del tiempo estaba echada en una silla reclinable con la mente en blanco. En los casilleros con llave guardaba mis cosas de valor, que en el apartamento desaparecían en manos de infelices como Margaret y del mismo Freddy, si andaba necesitado.

Al volver de Beatty, me lavé la fatiga del viaje en la ducha y sudé el susto en la sauna. Limpia y apaciguada, mi situación me pareció menos angustiosa, contaba con dos semanas completas, plazo suficiente para decidir mi destino. Pensé que cualquier acción imprudente por mi parte precipitaría consecuencias que podían ser fatales, debía complacer a Brandon Leeman hasta dar con la forma de librarme de él. La idea de una playa brasilera con cocoteros en compañía de su familia me producía tiritones; debía volver a mi casa.

Cuando llegué a Chiloé me quejaba de que aquí no pasa nada, pero debo retractarme, porque ha pasado algo que merece escribirse con tinta de oro y letras mayúsculas ¡ESTOY ENAMORADA! Tal vez es un poco prematuro hablar de esto, porque sucedió hace apenas cinco días, pero el tiempo no significa nada en este caso, estoy totalmente segura de mis sentimientos. ¿Cómo voy a callarme si ando flotando? Así de caprichoso es el amor, como dice una canción estúpida que Blanca y Manuel me cantan a coro, se ríen a mi costa desde que Daniel apareció en el horizonte. ¿Qué voy a hacer con tanta felicidad, con este estallido en el corazón?

Más vale que empiece por el principio. Fui con Manuel y Blanca a la Isla Grande a ver la «tiradura de una casa», sin soñar que allí, de repente, por casualidad, iba a sucederme algo mágico, iba a conocer al hombre de mi destino, Daniel Goodrich. Una tiradura es algo único en el mundo, estoy segura. Consiste en trasladar una casa navegando en el mar, jalada por un par de lanchas, y luego arrastrarla por tierra con seis yuntas de bueyes para colocarla en el sitio destinado. Si un chilote se va a vivir a otra isla o se le seca el pozo y debe desplazarse unos kilómetros para obtener agua, se lleva la casa puesta, como un caracol. A causa de la humedad, las viviendas chilotas son de madera, sin cimientos, eso permite remolcarlas flotando y trasladarlas sobre troncos. La faena se hace con una minga en que vecinos, parientes y amigos se abocan a la tarea; unos ponen las lanchas, otros ponen los bueyes y el dueño de la casa pone el trago y la comida, pero en este caso la minga era una trampa para turistas, porque la misma casita va y viene por agua y tierra durante meses, hasta que se hace pedazos. Esa sería la última tiradura hasta el próximo verano, cuando habrá otra casa trashumante. La idea es mostrarle al mundo cuán deschavetados son los chilotes y darles gusto a los inocentes que acuden en los buses de las agencias de turismo. Entre esos turistas venía Daniel.

Habíamos tenido varios días secos y calurosos, inusitados en esta época del año, siempre lluviosa. El paisaje era diferente, nunca había visto un cielo tan azul, un mar tan plateado, tantas liebres en los pastizales, nunca había oído una algarabía de pájaros tan alegres en los árboles. Me gusta la lluvia, inspira recogimiento y amistad, pero a pleno sol se aprecia mejor la belleza de estas islas y canales. Con buen tiempo puedo nadar sin partirme los huesos en el agua helada y broncearme un poco, aunque con cuidado, porque aquí la capa de ozono es tan delgada, que suelen nacer ovejas ciegas y sapos deformes. Eso dicen, todavía no me ha tocado verlos.

En la playa estaban listos los preparativos para la tiradura: bueyes, cuerdas, caballos, veinte hombres para el trabajo pesado y varias mujeres con canastos de empanadas, muchos niños, perros, turistas, gente de la localidad que no se pierde la parranda, dos carabineros para asustar a los rateros y un fiscal de iglesia para bendecir. En el mil setecientos, cuando viajar era muy difícil y no había suficientes sacerdotes para cubrir el extenso y desarticulado territorio de Chiloé, los jesuitas establecieron el cargo de fiscal de iglesia, que lo ejerce una persona de honorable reputación. El fiscal cuida la iglesia, convoca a la congregación, preside funerales, reparte la comunión, bendice y, en casos de verdadera emergencia, puede bautizar y casar.

Con la marea alta avanzó la casa meciéndose en el mar como una antigua carabela, remolcada por dos lanchas y sumergida hasta las ventanas. En el techo flameaba una bandera chilena amarrada a un palo y dos niños cabalgaban a horcajadas en la viga mayor, sin chalecos salvavidas. Al acercarse a la playa, la carabela fue recibida con una merecida ovación y los hombres procedieron a anclarla hasta que bajara la marea. Lo habían calculado bien para que la espera no fuese larga. El tiempo se nos pasó volando en un carnaval de empanadas, alcohol, guitarras, pelotas y un concurso de payadores, que se desafiaban unos a otros con versos rimados de doble sentido y subidos de color, según me pareció. El humor es lo último que se domina en otra lengua y a mí me falta mucho para eso. A la hora conveniente deslizaron unos troncos debajo de la casa, alinearon a los doce bueyes en sus yuntas, los amarraron a los pilares de la casa con cuerdas y cadenas y comenzó la monumental tarea, avivada por gritos y aplausos de los mirones y pitazos de los carabineros.

Los bueyes agacharon la cerviz, tensaron cada músculo de sus cuerpos grandiosos y a una orden de los hombres avanzaron bramando. El primer tirón fue vacilante, pero en el segundo los animales ya habían coordinado sus fuerzas y echaron a andar mucho más rápido de lo que imaginé, rodeados por la multitud, unos adelante abriendo paso a la carrera, otros a los lados azuzando, otros detrás de la casa empujando. ¡Qué jolgorio! ¡Tanto esfuerzo compartido y tanta alegría! Yo corría entre los niños, chillando de placer, con el Fákin a la siga entre las patas de los bueyes. Cada veinte o treinta metros la tiradura se detenía, para alinear a los animales, circular botellas de vino entre los hombres y posar para las cámaras.

Fue una minga de circo preparada para turistas, pero eso no le restó mérito al atrevimiento humano ni al brío de los bueyes. Al final, cuando la casa quedó en su sitio, cara al mar, el fiscal le tiró agua bendita y el público empezó a dispersarse.

Cuando los forasteros se montaron en sus buses y los chilotes se llevaron a sus bueyes, yo me senté en el pasto a repasar lo que había visto, lamentando no tener mi cuaderno para anotar los detalles. En eso sentí que me miraban y al levantar la vista me encontré con los ojos de Daniel Goodrich, ojos redondos color madera, ojos de potrillo. Sentí un espasmo de susto en el estómago, como si se hubiera materializado un personaje de ficción, alguien conocido en otra realidad, en una ópera o un cuadro del Renacimiento, de ésos que vi en Europa con mis abuelos. Cualquiera pensaría que estoy demente: un extraño se me pone al frente y se me llena de picaflores la cabeza; cualquiera menos mi Nini. Ella entendería, porque así fue cuando conoció a mi Popo en Canadá.

Sus ojos, eso fue lo primero que vi, ojos de párpados lánguidos, pestañas de mujer y cejas gruesas. Tardé casi un minuto en apreciar el resto: alto, fuerte, de huesos largos, rostro sensual, labios gruesos, la piel color caramelo. Llevaba botas de caminante, una cámara de video y una gran mochila empolvada con un saco de dormir enrollado encima. Me saludó en buen castellano, soltó la mochila en el suelo, se sentó a mi lado y empezó a abanicarse con el sombrero; tenía el pelo corto, negro, en rizos apretados. Me tendió una mano oscura de dedos largos y me dijo su nombre, Daniel Goodrich. Le ofrecí el resto de mi botella de agua, que se bebió de tres tragos sin importarle mis gérmenes.

Nos pusimos a hablar de la tiradura, que él había filmado desde varios ángulos, y le aclaré el engaño de que era para turistas, pero eso no desinfló su entusiasmo. Venía de Seattle y llevaba cinco meses recorriendo América del Sur sin planes ni metas, como un vagabundo. Así se definió, vagabundo. Quería conocer lo más posible y practicar el español que había aprendido en clases y libros, tan diferente del idioma hablado. En sus primeros días en este país no entendía nada, como me sucedió a mí, porque los chilenos hablan en diminutivo, cantadito y de carrera, se tragan la última sílaba de cada palabra y aspiran las eses. «Para las burradas que dice la gente, mejor es no entender», opina la tía Blanca.

Daniel está recorriendo Chile y antes de llegar a Chiloé estuvo en el desierto de Atacama con sus paisajes lunares de sal y sus columnas de agua hirviendo, en Santiago y otras ciudades, que le interesaron poco, en la región de los bosques, con sus volcanes humeantes y lagos color esmeralda, y piensa seguir a la Patagonia y Tierra del Fuego, para ver los fiordos y glaciares.

Manuel y Blanca, que habían ido a comprar al pueblo, llegaron demasiado pronto a interrumpirnos, pero Daniel les causó buena impresión y, para mi deleite, Blanca lo invitó a quedarse en su casa unos días. Le dijo que nadie puede pasar por Chiloé sin probar un verdadero curanto y el jueves tendríamos uno en nuestra isla, el último de la temporada turística, el mejor de Chiloé, y no podía perdérselo. Daniel no se hizo de rogar, ha tenido tiempo de habituarse a la hospitalidad impulsiva de los chilenos, siempre dispuestos a abrir sus puertas a cualquier forastero despistado que se les cruce por delante. Creo que aceptó sólo por mí, pero Manuel me advirtió que no fuera presumida, dice que Daniel tendría que ser tonto para rechazar hospedaje y comida gratis.

Partimos en la Cahuilla, con mar amable y brisa de popa, y llegamos a buena hora para ver a los cisnes de cuello negro que flotaban en el canal, esbeltos y elegantes como góndolas de Venecia.

«Estable pasan los cisnes», dijo Blanca, quien habla como los chilotes. En la luz del atardecer el paisaje se veía más hermoso que nunca; me sentí orgullosa de vivir en este paraíso y poder mostrárselo a Daniel. Se lo señalé con un gesto amplio del brazo, abarcando el horizonte entero. «Bienvenido a la isla de Maya Vidal, amigo», le dijo Manuel con un guiño que alcancé a captar. Puede burlarse de mí todo lo que se le antoje en privado, pero si pretende hacerlo delante de Daniel, se va a arrepentir. Así se lo hice saber apenas estuvimos solos.

Subimos a la casa de Blanca, donde ella y Manuel se pusieron de inmediato a cocinar. Daniel pidió permiso para darse una ducha, que mucha falta le hacía, y lavar algo de ropa, mientras yo iba trotando a nuestra casa a buscar un par de buenas botellas de vino, que el Millalobo le había regalado a Manuel. Hice el trayecto en once minutos, récord mundial, llevaba alas en los talones. Me lavé, me pinté los ojos, me puse por primera vez mi único vestido y eché a correr de vuelta con mis sandalias y las botellas en una bolsa, seguida por el Fákin con la lengua afuera y arrastrando su pata coja. En total demoré cuarenta minutos y en ese rato Manuel y Blanca habían improvisado ensalada y pasta con mariscos, que en California se llama tuti-mare y aquí se llama tallarines con sobras, porque es lo que quedó del día anterior. Manuel me recibió con un silbido de admiración, porque sólo me ha visto en pantalones y debe de creer que no tengo estilo. El vestido lo compré en una tienda de ropa usada en Castro, pero está casi nuevo y no muy pasado de moda.

Daniel salió de la ducha recién afeitado y con la piel brillante como madera pulida, tan guapo que tuve que esforzarme para no mirarlo demasiado. Nos arropamos con ponchos para comer en la terraza, porque en esta época ya hace frío. Daniel se mostró muy agradecido de la hospitalidad, dijo que lleva meses viajando con un presupuesto mínimo y le ha tocado dormir en los sitios más incómodos o a la intemperie. Supo apreciar la mesa, la buena comida, el vino chileno y el paisaje de agua, cielo y cisnes. Tan elegante era la lenta danza de los cisnes en la seda color violeta del mar, que nos quedamos admirándola callados. Otra bandada de cisnes llegó del oeste, oscureciendo los últimos resplandores anaranjados del cielo con sus grandes alas, y pasó de largo. Estas aves, tan dignas de apariencia y tan fieras de corazón, están diseñadas para navegar —en tierra parecen patos gordos— pero nunca son tan espléndidas como en pleno vuelo.

Ellos le dieron el bajo a las dos botellas del Millalobo y yo tomé limonada, no me hizo falta el vino, estaba medio embriagada con la compañía. Después del postre —manzanas al horno con dulce de leche— Daniel preguntó con naturalidad si deseábamos compartir un pito de marihuana. Me dio un escalofrío, esa proposición no les caería bien a los viejos, pero aceptaron y, ante mi sorpresa, Blanca fue a buscar una pipa. «No se te vaya a salir nada de esto en la escuela, gringuita», me dijo con aire de conspiración, y agregó que de vez en cuando fumaban con Manuel. Resulta que en esta isla hay varias familias que cultivan marihuana de primera calidad; la mejor es de doña Lucinda, la tatarabuela, que lleva medio siglo exportándola a otros puntos de Chiloé. «Doña Lucinda le canta a las plantas, dice que hay que romancearlas, como a las papas, para que se den mejor, y así debe ser, porque nadie puede competir con su hierba», nos contó Blanca. Soy muy despistada, he estado cien veces en el patio de doña Lucinda, ayudándola a teñir su lana, sin fijarme en las plantas. En cualquier caso, ver a Blanca y Manuel, ese par de zanahorias, pasándose la pipa de agua, fue difícil de creer. Yo también fumé, sé que puedo hacerlo sin que se convierta en necesidad, pero no me atrevo a probar el alcohol. No todavía, tal vez nunca más.

A Manuel y a Blanca no tuve que confesarles el impacto que causó Daniel en mí; lo adivinaron cuando me vieron con vestido y maquillaje, están acostumbrados a mi aspecto de refugiada. Blanca, romántica de vocación, nos va a facilitar las cosas, porque disponemos de poco tiempo. Manuel, en cambio, se empeña en su actitud de carcamal.

—Más vale que antes de morirte de amor, Maya, averigües si ese joven también está agonizando del mismo mal, o si piensa seguir su periplo y dejarte plantada —me aconsejó.

—Con semejante prudencia nadie se enamoraría, Manuel. ¿No estarás celoso?

—Al contrario, Maya, estoy esperanzado. Tal vez Daniel te lleve a Seattle; es la ciudad perfecta para esconderse del FBI y la mafia.

—¡Me estás echando!

—No, niña, cómo te voy a echar, si tú eres la luz de mi triste vejez —dijo en ese tono sarcástico que me revienta—. Sólo me preocupa que te caigas de narices en este asunto del amor. ¿Daniel te ha insinuado sus sentimientos?

—Todavía no, pero lo hará.

—Pareces muy segura.

—Un flechazo como éste no puede ser unilateral, Manuel.

—No, claro, es el encuentro de dos almas…

—Exactamente, pero a ti nunca te ha pasado, por eso te burlas.

—No opines de lo que no sabes, Maya.

—¡Eres tú quien opina de lo que no sabe!

Daniel es el primer americano de mi edad que he visto desde que llegué a Chiloé y el único interesante que recuerdo; los mocosos de la secundaria, los neuróticos de Oregón y los viciosos de Las Vegas no cuentan. No somos de la misma edad, yo tengo ocho años menos, pero he vivido un siglo más y podría darle clases en madurez y experiencia del mundo. Me sentí cómoda con él desde el comienzo; tenemos gustos similares en libros, cine y música y nos reímos de las mismas cosas, entre los dos conocemos más de cien chistes de locos: la mitad los adquirió él en la universidad, y la otra mitad los aprendí yo en la academia. En lo demás somos muy diferentes.

Daniel fue adoptado a la semana de nacido por una pareja blanca con recursos económicos, liberales y cultos, el tipo de gente amparada bajo el gran paraguas de la normalidad. Ha sido un pasable estudiante y un buen deportista, ha llevado una existencia ordenada y puede planear su futuro con la confianza irracional de quien no ha sufrido. Es un tipo saludable, seguro de sí mismo, amistoso y relajado; sería irritante sin su espíritu inquisitivo. Ha viajado dispuesto a aprender, eso lo salva de ser sólo un turista más. Decidido a seguir los pasos de su padre adoptivo, estudió medicina, terminó su residencia en psiquiatría a mediados del año pasado y, cuando regrese a Seattle, tendrá empleo asegurado en la clínica de rehabilitación de su padre. Qué ironía, yo podría ser uno de sus pacientes.

La felicidad natural de Daniel, sin énfasis, como la felicidad de los gatos, me da envidia. En su peregrinaje por Latinoamérica ha convivido con la gente más variada: ricachos de Acapulco, pescadores del Caribe, madereros del Amazonas, cocaleros de Bolivia, indígenas del Perú y también pandilleros, chulos, narcos, criminales, policías y militares corruptos. Ha flotado de una aventura a otra con la inocencia intacta. A mí, en cambio, todo lo vivido me ha dejado cicatrices, arañazos, magulladuras. Este hombre tiene buena suerte, espero que eso no sea un problema entre nosotros. Pasó la primera noche en casa de la tía Blanca, donde descansó entre plumas y sábanas de hilo, así de refinada es ella, pero luego se vino con nosotros porque ella encontró un pretexto para ir a Castro y dejar al huésped en mis manos. Daniel instaló su saco en un rincón de la sala y allí ha dormido con los gatos. Cada noche cenamos tarde, nos remojamos en el jacuzzi, conversamos, él me cuenta su vida y su viaje, yo le muestro las constelaciones del sur, le cuento de Berkeley y mis abuelos, también de la academia de Oregón, pero por el momento me callo la parte de Las Vegas. No puedo hablarle de eso antes de entrar en confianza, se espantaría. Me parece que el año pasado descendí precipitadamente a un mundo sombrío. Mientras estuve bajo la tierra, como una semilla o un tubérculo, otra Maya Vidal pujaba por emerger; me salieron delgados filamentos buscando humedad, luego raíces como dedos buscando alimento, y finalmente un tallo tenaz y hojas buscando la luz. Ahora debo de estar floreciendo, por eso puedo reconocer el amor. Aquí, al sur del mundo, la lluvia todo lo vuelve fértil.

La tía Blanca volvió a la isla, pero a pesar de sus sábanas de hilo, Daniel no ha sugerido regresar con ella y sigue en nuestra casa. Buen síntoma. Hemos estado juntos a tiempo completo, porque no estoy trabajando, Blanca y Manuel me liberaron de responsabilidades mientras Daniel esté aquí. Hemos hablado de muchas cosas, pero él todavía no me ha dado pie para hacerle confidencias. Es mucho más cauteloso que yo. Me preguntó por qué estoy en Chiloé y le contesté que estoy ayudando a Manuel en su trabajo y conociendo el país, porque mi familia es de origen chileno, lo cual es una verdad incompleta. Le he mostrado el pueblo, filmó el cementerio, los palafitos, nuestro patético y empolvado museo, con sus cuatro cachivaches y sus óleos de próceres olvidados, a doña Lucinda, que a los ciento nueve años todavía vende lana y cosecha papas y marihuana, a los poetas del truco en la Taberna del Muertito, a Aurelio Ñancupel y sus historias de piratas y mormones.

Manuel Arias está encantado, porque tiene un huésped atento, que lo escucha con admiración y no lo critica como yo. Mientras ellos conversan, yo cuento los minutos perdidos en leyendas de brujos y monstruos; son minutos que Daniel podría emplear mejor a solas conmigo. Debe terminar su viaje dentro de pocas semanas y todavía le faltan el extremo sur del continente y el Brasil, es una lástima que gaste su precioso tiempo con Manuel. Hemos tenido ocasiones de intimar, pero muy pocas, a mi parecer, y sólo me ha cogido la mano para ayudarme a saltar un escollo. Rara vez estamos solos, porque las comadres del pueblo nos espían y Juanito Corrales, Pedro Pelanchugay y el Fákin nos siguen a todas partes. Las abuelas adivinaron mis sentimientos por Daniel y creo que han dado un suspiro colectivo de alivio, porque circulaban chismes absurdos sobre mí y Manuel. A la gente le parece sospechoso que vivamos juntos aunque nos separe más de medio siglo en edad. Eduvigis Corrales y otras mujeres se han confabulado para hacerme de alcahuetas, pero deberían ser más disimuladas o van a ahuyentar al joven de Seattle. Manuel y Blanca también conspiran.

Ayer se llevó a cabo el curanto que Blanca había anunciado y Daniel pudo filmarlo completo. La gente del pueblo es cordial con los turistas, porque compran artesanías y las agencias pagan por el curanto, pero cuando se van hay una sensación generalizada de alivio. Les incomodan esas hordas de extraños curioseando en sus casas y tomándoles fotos como si los exóticos fueran ellos. Con Daniel es diferente, se trata de un huésped de Manuel, eso le abre puertas, y además lo ven conmigo, por eso le han dado facilidades para que filme lo que desee, incluso dentro de sus casas.

En esta ocasión la mayoría de los turistas era de la tercera edad, jubilados de pelo blanco que venían de Santiago, muy alegres, a pesar de la dificultad para caminar en la arena. Trajeron una guitarra y cantaron, mientras se cocinaba el curanto, y bebieron pisco sour a granel; eso contribuyó al relajo general. Daniel se apoderó de la guitarra y nos deleitó con boleros mexicanos y valses peruanos, que ha ido recogiendo en su viaje; su voz no es gran cosa, pero canta entonado y su aspecto de beduino sedujo a los visitantes.

Después de darles el bajo a los mariscos, bebimos los jugos del curanto en las ollitas de barro, que son lo primero que se coloca sobre las piedras calientes para recibir ese néctar. Es imposible describir el sabor de ese caldo concentrado de las delicias de tierra y mar, nada puede compararse a la embriaguez que produce; recorre las venas como un río caliente y deja el corazón saltando. Se hicieron muchas bromas sobre su poder afrodisíaco, los vejetes santiaguinos que nos visitaban lo comparaban con el Viagra, doblados de risa. Debe de ser cierto, porque por primera vez en mi vida siento un deseo intransferible y abrumador de hacer el amor con alguien muy concreto, con Daniel.

He podido observarlo de cerca y ahondar en lo que él cree que es amistad y yo sé que tiene otro nombre. Está de paso, se irá pronto, no desea ataduras, tal vez yo no vuelva a verlo, pero esa idea es tan insoportable que la he descartado. Es posible morir de amor. Manuel lo dice en broma, pero es cierto, se me está acumulando una presión fatídica en el pecho y si no se alivia pronto, voy a estallar. Blanca me aconseja tomar la iniciativa, un consejo que ella no aplica para sí misma con Manuel, pero no me atrevo. Esto es ridículo, a mi edad y con mi pasado, bien puedo soportar un rechazo. ¿Puedo? Si Daniel me rechazara, me tiraría de cabeza entre salmones carnívoros. No soy del todo fea, según dicen. ¿Por qué Daniel no me besa?

La proximidad de este hombre que apenas conozco es intoxicante, término que uso con cuidado, porque conozco demasiado bien su significado, pero no encuentro otro para describir esta exaltación de los sentidos, esta dependencia tan parecida a la adicción. Ahora entiendo por qué los amantes de la ópera y la literatura, ante la eventualidad de una separación, se suicidan o se mueren de pena. Hay grandeza y dignidad en la tragedia, por eso es fuente de inspiración, pero no quiero tragedia, por inmortal que sea, quiero una dicha sin bulla, íntima, y muy discreta, para no provocar los celos de los dioses, siempre tan vengativos. ¡Qué idiotez digo! No hay fundamento para estas fantasías, Daniel me trata con la misma simpatía con que trata a Blanca, que podría ser su madre. Tal vez no soy su tipo. ¿O será gay?

Le conté a Daniel que Blanca fue reina de belleza en los años setenta y hay quienes creen que inspiró uno de los veinte poemas de amor de Pablo Neruda, aunque en 1924, cuando se publicaron, ella no había nacido. Así de mal pensada es la gente. Blanca rara vez se refiere a su cáncer, pero creo que ha venido a esta isla a curarse de la enfermedad y de la desilusión de su divorcio. El tema más común aquí son las enfermedades, pero a mí me tocaron en suerte los únicos dos chilenos estoicos que no las mencionan, Blanca Schnake y Manuel Arias, para quienes la vida es difícil y quejarse la empeora. Han sido grandes amigos por varios años, tienen todo en común, menos los secretos que él guarda y la ambivalencia de ella con respecto a la dictadura. Se entretienen juntos, se prestan libros, cocinan, a veces los encuentro sentados en la ventana viendo pasar a los cisnes, mudos.

«Blanca mira a Manuel con ojos de amor», me comentó Daniel, de modo que no soy la única que lo ha notado. Esa noche, después de poner unos palos en la estufa y cerrar las persianas, nos fuimos a acostar, él en su saco en la sala, yo en mi pieza. Ya era muy tarde. Acurrucada en mi cama, insomne, bajo tres frazadas, con mi gorro verde-bilis en la cabeza por temor a los murciélagos, que se prenden del pelo, según dice Eduvigis, podía oír los suspiros de las tablas de la casa, el crepitar de la leña ardiendo, el grito de la lechuza en el árbol frente a mi ventana, la respiración cercana de Manuel, que apenas pone la cabeza en la almohada se duerme, y los suaves ronquidos del Fákin. Me quedé pensando que en mis casi veinte años sólo a Daniel he mirado con ojos de amor.

Blanca insistió en que Daniel se quedara otra semana en Chiloé, para que vaya a aldeas remotas, recorra los senderos de los bosques y vea los volcanes. Después puede viajar a la Patagonia en el avión de un amigo de su padre, un multimillonario que ha comprado un tercio del territorio de Chiloé y piensa postularse a la presidencia del país en las elecciones de diciembre, pero yo quiero que Daniel se quede a mi lado, ya ha vagado suficiente. No tiene ninguna necesidad de ir a la Patagonia ni al Brasil, puede irse directamente a Seattle en junio.

Nadie puede permanecer en esta isla más de unos días sin darse a conocer y ya todos saben quién es Daniel Goodrich. Los vecinos del pueblo han sido especialmente cariñosos con él, porque les parece muy exótico, aprecian que hable español y suponen que es mi enamorado (¡ojalá lo fuera!). También les ha impresionado su participación en el asunto de Azucena Corrales.

Habíamos ido en el kayak a la gruta de la Pincoya, bien abrigados porque estábamos a fines de mayo, sin sospechar lo que nos aguardaba al regresar. El cielo estaba despejado, el mar calmo y el aire muy frío. Para ir a la gruta uso una ruta diferente a la de los turistas, más peligrosa a causa de las rocas, pero la prefiero porque me permite acercarme a los lobos de mar. Esa es mi práctica espiritual, no hay otro nombre para definir el arrebato místico que me producen los bigotes tiesos de la Pincoya, como he bautizado a mi mojada amiga, una hembra de lobo mariño. En las rocas hay un macho amenazante, al que debo evitar, y unas ocho o diez madres con sus crías, que se asolean o juegan en el agua entre las nutrias marinas. La primera vez me quedé flotando en mi kayak sin aproximarme, inmóvil, para ver a las nutrias de cerca, y al poco rato una de las lobas marinas comenzó a rondarme. Estos animales son torpes en tierra, pero muy graciosos y veloces en el agua. Pasaba por debajo del kayak como un torpedo y reaparecía en la superficie, con sus bigotes de filibustero y sus redondos ojos negros, llenos de curiosidad. Con la nariz le daba topones a mi frágil embarcación, como si supiera que de un soplido podía lanzarme al fondo del mar, pero su actitud era puramente juguetona. Nos fuimos conociendo de a poco. Empecé a visitarla a menudo y muy pronto nadaba a mi encuentro apenas vislumbraba el kayak. A la Pincoya le gusta refregar la escoba de sus bigotes contra mi brazo desnudo.

Esos momentos con la loba son sagrados, siento por ella un cariño vasto como enciclopedia, me dan unas ganas dementes de tirarme al agua y retozar con ella. No podía darle mayor prueba de amor a Daniel que llevarlo a la gruta. La Pincoya estaba asoleándose y apenas me vio se tiró al mar para acudir a saludarme, pero se quedó a cierta distancia, estudiando a Daniel, y por último se volvió a las rocas, ofendida porque llevé a un extraño. Me va a tomar mucho tiempo recuperar su estima.

Cuando volvimos al pueblo, cerca de la una, Juanito y Pedro nos estaban esperando ansiosos en el embarcadero con la noticia de que Azucena había sufrido una hemorragia en casa de Manuel, donde había ido a limpiar. Manuel la encontró en un charco de sangre, llamó por celular a los carabineros, que fueron a buscarla en el jeep. Dijo Juanito que en ese momento la muchacha estaba en el retén esperando a la lancha de la ambulancia.

Los carabineros habían instalado a Azucena en el catre de la celda de damas y Humilde Garay le estaba aplicando paños húmedos en la frente, a falta de un remedio más eficaz, mientras Laurencio Cárcamo hablaba por teléfono con la comisaría de Dalcahue pidiendo instrucciones. Daniel Goodrich se identificó como médico, nos indicó que saliéramos de la celda y procedió a examinar a Azucena. Diez minutos más tarde volvió para anunciarnos que la niña estaba embarazada de unos cinco meses. «¡Pero si tiene sólo trece años!», exclamé. No entiendo cómo nadie se dio cuenta, ni Eduvigis, ni Blanca, ni siquiera la enfermera; Azucena parecía simplemente gorda.

En eso llegó la lancha ambulancia y los carabineros nos permitieron a Daniel y a mí que acompañáramos a Azucena, que lloraba de susto. Entramos con ella al servicio de emergencia del hospital de Castro y yo aguardé en el pasillo, pero Daniel hizo valer su título de médico y siguió la camilla al pabellón. Esa misma noche operaron a Azucena para sacar al niño, que estaba muerto. Habrá una investigación para saber si el aborto fue inducido, es el procedimiento legal en un caso como éste y eso parece más importante que averiguar las circunstancias en que una niña de trece años queda preñada, como alega Blanca Schnake, enfurecida y con razón.

Azucena Corrales se niega a decir quién la embarazó y ya circula el rumor en la isla de que fue el Trauco, un mítico enano de una vara de altura, armado de un hacha, que vive en los huecos de los árboles y protege los bosques. Puede torcer el espinazo de un hombre con la mirada y persigue a muchachas vírgenes para preñarlas. Tiene que haber sido el Trauco, dicen, porque se vio excremento amarillo cerca de la casa de los Corrales.

Eduvigis ha reaccionado de forma extraña, se niega a ver a su hija o conocer los detalles de lo sucedido. El alcoholismo, la violencia doméstica y el incesto son las maldiciones de Chiloé, especialmente en las comunidades más aisladas, y según Manuel el mito del Trauco se originó para encubrir los embarazos de las muchachas violadas por sus padres o hermanos. Me acabo de enterar de que Juanito no sólo es nieto de Carmelo Corrales, también es su hijo. La madre de Juanito, que vive en Quellón, fue violada por Carmelo, su padre, y tuvo al niño a los quince años. Eduvigis lo crió como si fuera suyo, pero en el pueblo se conoce la verdad. Me pregunto cómo un inválido postrado pudo abusar de Azucena, tuvo que haber sido antes de que le amputaran la pierna.

¡Ayer se fue Daniel! El 29 de mayo de 2009 quedará en mi memoria como el segundo día más triste de mi vida, el primero fue cuando se murió mi Popo. Voy a tatuarme 2009 en la otra muñeca, para que jamás se me olvide. He llorado dos días seguidos, Manuel dice que me voy a deshidratar, que nunca ha visto tantas lágrimas y que ningún hombre merece tanto sufrimiento, especialmente si sólo se ha ido a Seattle y no a la guerra. ¡Qué sabe él! Las separaciones son muy peligrosas. En Seattle debe de haber un millón de chicas mucho más bonitas y menos complicadas que yo. ¿Para qué le conté los detalles de mi pasado? Ahora tendrá tiempo de analizarlos, incluso podrá discutirlos con su padre y quién sabe cuáles serán las conclusiones de ese par de psiquiatras, me van a tildar de adicta y neurótica. Lejos de mí, a Daniel se le va a enfriar el entusiasmo y puede decidir que no le conviene engancharse con una tipa como yo. ¡Por qué no me fui con él! Bueno, no me lo pidió, ésa es la verdad…