Si me hubieran preguntado hace unas pocas semanas, cuál fue la época más feliz de mi vida, habría dicho que ya pasó, fue mi niñez con mis abuelos en la casona mágica de Berkeley. Sin embargo, ahora mi respuesta sería que los días más felices los viví a fines de mayo con Daniel y si no sucede una catástrofe, volveré a vivirlos en un futuro próximo. Pasé nueve días en su compañía y en tres de ellos estuvimos solos en esta casa con alma de ciprés. En esos días prodigiosos se me entreabrió una puerta, me asomé al amor y la luz me resultó casi insoportable. Mi Popo decía que el amor nos vuelve buenos. No importa a quién amemos, tampoco importa ser correspondidos o si la relación es duradera. Basta la experiencia de amar, eso nos transforma.
A ver si puedo describir los únicos días de amor de mi vida. Manuel Arias se fue a Santiago en un viaje apresurado de tres días por un asunto de su libro, dijo, pero según Blanca fue al médico a controlar la burbuja en su cerebro. Yo creo que se fue para dejarme sola con Daniel. Estuvimos completamente solos, porque Eduvigis no volvió a limpiar después del escándalo del embarazo de Azucena, quien seguía en el hospital de Castro, convaleciendo de una infección, y Blanca les prohibió a Juanito Corrales y Pedro Pelanchugay que nos molestaran. Estábamos a fines de mayo, los días eran cortos y las noches largas y heladas, el clima perfecto para la intimidad.
Manuel partió a mediodía y nos dejó la tarea de hacer mermelada de tomates, antes de que se pudrieran. Tomates, tomates, más tomates. Tomates en otoño, dónde se ha visto. Se dan tantos en el jardín de Blanca, y son tantos los que nos regala que no sabemos qué hacer con ellos: salsa, pasta, tomates secos, en conserva. Mermelada es una solución extrema, no sé a quién le puede gustar. Con Daniel pelamos varios kilos, los partimos, les quitamos las pepas, los pesamos y los pusimos en las ollas; eso nos tomó más de dos horas, que no fueron perdidas, porque con la distracción de los tomates se nos soltó la lengua y nos contamos muchas cosas. Agregamos un kilo de azúcar por cada kilo de pulpa de tomate, le echamos un poco de jugo de limón, lo cocinamos hasta que espesó, más o menos veinte minutos, revolviendo, y enseguida lo pusimos en frascos bien lavados. Hervimos los frascos llenos por media hora y, una vez sellados y herméticos, quedaron listos para cambiarlos por otros productos, como el dulce de membrillo de Liliana Treviño y la lana de doña Lucinda. Cuando terminamos, la cocina estaba oscura y la casa tenía un olor delicioso de azúcar y leña.
Nos instalamos frente a la ventana a mirar la noche, con una bandeja de pan, queso mantecoso, salchichón enviado por don Lionel Schnake y pescado ahumado de Manuel. Daniel abrió una botella de vino tinto, sirvió una copa y cuando iba a servir la segunda lo atajé, era hora de darle mis razones para no probarlo y explicarle que él puede tomar sin preocuparse por mí. Le hablé de mis adicciones en general, sin ahondar todavía en la mala vida del año pasado, y le expliqué que no echo de menos un trago para ahogar alguna pena, sino en momentos de celebración, como ése frente a la ventana, pero podíamos brindar juntos, él con vino y yo con jugo de manzana.
Creo que tendré que cuidarme del alcohol para siempre; es más difícil de resistir que las drogas, porque es legal, está disponible y a uno se lo ofrecen en todas partes. Si acepto una copa se me aflojaría la voluntad y me costaría rechazar la segunda y de ahí al abismo de antes hay unos cuantos sorbos. Tuve suerte, le dije a Daniel, porque en los seis meses en Las Vegas no alcanzó a afirmarse demasiado mi dependencia y si ahora surge la tentación, recuerdo las palabras de Mike O'Kelly, que sabe mucho del asunto, porque es alcohólico rehabilitado, y dice que la adicción es como el embarazo, sí o no, nada de términos medios.
Por fin, al cabo de muchos rodeos, Daniel me besó, primero con suavidad, apenas rozándome, y luego con más certeza, sus labios gruesos contra los míos, su lengua en mi boca. Sentí el tenue sabor del vino, la firmeza de sus labios, la dulce intimidad de su aliento, su olor a lana y tomate, el rumor de su respiración, su mano caliente en mi nuca. Se apartó y me miró con una expresión interrogante, entonces me di cuenta de que estaba rígida, con los brazos pegados a los costados, los ojos desorbitados. «Perdona», me dijo, apartándose. «¡No! ¡Perdóname a mí!», exclamé, con demasiado énfasis, asustándolo. Cómo explicarle que en realidad era mi primer beso, que todo lo anterior fue otra cosa, muy distinta al amor, que llevaba una semana imaginando ese beso y de tanto anticiparlo, ahora zozobraba, y de tanto temer que nunca ocurriría, ahora iba a ponerme a llorar. No sabía cómo decirle todo eso y lo más expedito fue tomarle la cabeza a dos manos y besarlo como en una despedida trágica. Y de ese punto en adelante ya fue cuestión de soltar amarras y partir a vela desplegada por aguas desconocidas, echando fuera de borda las vicisitudes del pasado.
En una pausa, entre dos besos, le confesé que había tenido relaciones sexuales, pero en realidad nunca había hecho el amor. «¿Te imaginabas que iba a sucederte aquí, en el fin del mundo?», me preguntó. «Cuando llegué definía a Chiloé como el culo del mundo, Daniel, pero ahora sé que es el ojo de la galaxia», le informé.
El destartalado sofá de Manuel resultó inadecuado para el amor, se le salen los resortes y está cubierto de pelos pardos del Gato-Leso y anaranjados del Gato-Literato, de modo que trajimos frazadas de mi pieza e hicimos un nido junto a la estufa. «Si hubiera sabido que existías, Daniel, le habría hecho caso a mi abuela y me habría cuidado más», admití, dispuesta a recitarle el rosario de mis errores, pero un instante después se me olvidaron, porque en la magnitud del deseo qué diablos podían importar. A tirones, bruscamente, le quité el suéter y la camiseta de mangas largas y empecé a lidiar con el cinturón y el cierre de los vaqueros —¡qué engorrosa es la ropa de hombre!— pero él me tomó las manos y volvió a besarme. «Tenemos tres días, no nos apuremos», dijo. Acaricié su torso desnudo, sus brazos, sus hombros, recorriendo la topografía desconocida de ese cuerpo, sus valles y montes, admirando su piel lisa color bronce antiguo, piel de africano, la arquitectura de sus huesos largos, la forma noble de su cabeza, besando la hendidura del mentón, los pómulos de bárbaro, los lánguidos párpados, las orejas inocentes, la manzana de Adán, el largo camino del esternón, las tetillas como arándanos, pequeñas y moradas. Volví a arremeter contra su cinturón y nuevamente Daniel me detuvo con el pretexto de que quería mirarme.
Empezó a quitarme la ropa y es de nunca acabar: chaleco viejo de cachemira de Manuel, una franela de invierno, debajo otra más delgada, tan desteñida que Obama es un solo borrón, sostén de algodón con un tirante prendido con alfiler de gancho, pantalones comprados con Blanca en la tienda de ropa usada, cortos de pierna, pero abrigadores, medias gruesas y por último las bragas blancas de colegiala que mi abuela me puso en la mochila en Berkeley. Daniel me tendió de espaldas en el nido y sentí los arañazos de las rudas frazadas chilotas, insoportables en otras circunstancias y sensuales en ese momento. Con la punta de la lengua me lamió como un caramelo, haciéndome cosquillas en algunas partes, despertando quién sabe qué animalejo dormido, comentando el contraste de su piel oscura y mi color original de escandinava, visible en su mortal palidez en los sitios donde no pega el sol.
Cerré los ojos y me abandoné al placer, culebreando para salir al encuentro de esos dedos solemnes y sabios, que me tocaban como a un violín, y así de a poco hasta que de pronto llegó el orgasmo, largo, lento, sostenido y mi grito alarmó al Fákin, que empezó a gruñir con los colmillos a la vista. «It's okay, fucking dog», y me acurruqué en el abrazo de Daniel, ronroneando dichosa en el calor de su cuerpo y el olor almizclado de los dos. «Ahora es mi turno», le anuncié por último, al cabo de un buen rato, y entonces me permitió desvestirlo y hacer con él lo que me diera la real gana.
Permanecimos encerrados en la casa por tres días memorables, regalo de Manuel; mi deuda con este viejo antropófago ha aumentado de manera alarmante. Teníamos confidencias pendientes y amor por inventar. Debíamos aprender a acomodar los cuerpos, descubrir con calma la forma de complacer al otro y de dormir juntos sin molestarnos. En eso él carece de experiencia, pero es natural para mí, porque me crié en la cama de mis abuelos. Pegada a alguien no necesito contar corderos, cisnes o delfines, en especial alguien grande, caliente, oloroso, que ronca discretamente, así sé que está vivo. Mi cama es angosta y como nos pareció irrespetuoso ocupar la de Manuel, pusimos un cerro de frazadas y almohadas en el suelo, cerca de la estufa. Cocinábamos, hablábamos, hacíamos el amor; mirábamos por la ventana, nos asomábamos a las rocas, escuchábamos música, hacíamos el amor; nos dábamos baños en el jacuzzi, acarreábamos leña, leíamos los libros de Manuel sobre Chiloé, hacíamos el amor de nuevo. Llovía y no daban deseos de salir, la melancolía de las nubes chilotas se presta para el romance.
En esa oportunidad única de estar a solas con Daniel sin interrupciones me propuse, guiada por él, la tarea exquisita de aprender las múltiples posibilidades de los sentidos, el placer de acariciarse sin un propósito, por el gusto de frotar piel con piel. Un cuerpo de hombre da para entretenerse por años, los puntos álgidos que se estimulan de este modo, otros que piden diferentes atenciones, aquellos que no se tocan y basta con soplarlos; cada vértebra tiene una historia, una puede perderse en el campo ancho de los hombros, con su buena disposición para cargar peso y pesares, y en los duros músculos de los brazos, hechos para sostener el mundo. Y bajo la piel se ocultan deseos nunca formulados, aflicciones recónditas, marcas invisibles al microscopio. Sobre besos debe de haber manuales, besos de pájaro carpintero, de pez, una variedad infinita. La lengua es un culebrón atrevido e indiscreto, y no me refiero a las cosas que dice. El corazón y el pene son mis favoritos: indómitos, transparentes en sus intenciones, Cándidos y vulnerables, no hay que abusar de ellos.
Al fin, pude contarle mis secretos a Daniel. Le conté de Roy Fedgewick y Brandon Leeman y los hombres que lo mataron, de repartir drogas y perderlo todo y acabar de mendiga, de cuánto más peligroso es el mundo para las mujeres, cómo debemos cruzar una calle solitaria si viene un hombre en sentido contrario y evitarlos por completo si van en grupo, cuidarnos las espaldas, mirar a los lados, volvernos invisibles. En el último tiempo que pasé en Las Vegas, cuando ya lo había perdido todo, me protegí haciéndome pasar por un muchacho; me ayudó que soy alta y estaba flaca como tabla, con el pelo mochado y ropa de hombre del Ejército de Salvación. Así me salvé más de una vez, supongo. La calle es implacable.
Le conté de las violaciones que presencié y que sólo le había contado a Mike O'Kelly, quien tiene estómago para todo. La primera vez, un borracho asqueroso, un hombrón que parecía fornido por las capas de harapos que lo cubrían, pero tal vez estaba en los huesos, atrapó a una chica en un callejón sin salida, lleno de desperdicios, a plena luz del día. La cocina de un restaurante daba al callejón y yo no era la única que iba a escarbar en los tachos de basura en busca de sobras para disputarles a los gatos sin dueño. Había ratas también, se podían oír, pero nunca las vi. La chica, una adicta joven, hambrienta, sucia, podría haber sido yo. El hombre la agarró por detrás, la tiró de boca al pavimento, entre desperdicios y charcos de agua putrefacta y con una navaja le rasgó el pantalón por el costado. Me hallaba a menos de tres metros, escondida entre los tachos de basura, y sólo por casualidad era ella quien gritaba y no yo. La muchacha no se defendió. En dos o tres minutos él terminó, se acomodó los harapos y se alejó, tosiendo. En esos minutos yo lo podría haber aturdido de un golpe en la nuca con una de las botellas tiradas en el callejón, habría sido fácil y la idea se me ocurrió, pero la descarté de inmediato: ése no era mi jodido problema. Y cuando el atacante se hubo ido tampoco me acerqué a ayudar a la chica inmóvil en el suelo, pasé por su lado y me fui deprisa, sin mirarla.
La segunda vez fueron dos hombres jóvenes, tal vez traficantes o pandilleros, y la víctima era una mujer que yo había visto antes en la calle, muy desgastada, enferma. A ella tampoco la ayudé. La arrastraron debajo de un paso de nivel, riéndose, burlándose, mientras ella se debatía con una furia tan concentrada como inútil. De pronto ella me vio. Nuestros ojos se cruzaron por un instante eterno, inolvidable, y yo di media vuelta y eché a correr.
En esos meses en Las Vegas, en que el dinero abundaba, fui incapaz de ahorrar lo suficiente para un pasaje en avión a California. Ya era tarde para pensar en llamar a mi Nini. Mi aventura de verano se había tornado siniestra y no podía enredar a mi inocente abuela en las fechorías de Brandon Leeman.
Después de la sauna me fui a la piscina del gimnasio envuelta en una bata, pedí una limonada, que arreglé con un chorro de vodka del frasco, que siempre llevaba en mi bolso, y me tomé dos tranquilizantes y otra pastilla que no identifiqué; consumía demasiados fármacos de variados colores y formas como para distinguirlos. Me tendí en una silla lo más lejos posible de un grupo de jóvenes con retardo mental, que se remojaban en el agua con sus cuidadores. En otras circunstancias habría jugado un rato con ellos, los había visto muchas veces y eran las únicas personas con quienes me atrevía a relacionarme, porque no representaban un peligro para la seguridad de Brandon Leeman, pero me dolía la cabeza y necesitaba estar sola.
La paz bendita de las píldoras comenzaba a invadirme, cuando escuché el nombre de Laura Barron en el altoparlante, lo que jamás había sucedido. Pensé que había oído mal y no me moví hasta el segundo llamado, entonces fui al teléfono interno, marqué la recepción y me informaron de que alguien me buscaba y se trataba de una emergencia. Fui al hall, descalza y en una bata, y encontré a Freddy, muy agitado. Me tomó de una mano y me llevó a un rincón para anunciarme, trastocado de nervios, que Joe Martin y el Chino habían matado a Brandon Leeman.
—¡Lo cosieron a tiros, Laura!
—¡De qué me estás hablando, Freddy!
—Había sangre por todas partes, pedazos del cerebro… ¡Tienes que escapar, también te van a matar a ti! —soltó de un tirón.
—¿A mí? ¿Por qué a mí?
—Después te explico, tenemos que irnos volando, apúrate.
Corrí a vestirme, cogí el dinero que tenía y me reuní con Freddy, quien se paseaba como pantera ante la mirada alerta de los empleados de la recepción. Salimos a la calle y nos alejamos deprisa, procurando no llamar demasiado la atención. Un par de cuadras más adelante logramos detener un taxi. Terminamos en un motel en las afueras de Las Vegas, después de cambiar de taxi tres veces para despistar y de comprar tintura de pelo y la botella de ginebra más fuerte y ordinaria del mercado. En el motel pagué la noche y nos encerramos en un cuarto.
Mientras me pintaba el pelo de negro, Freddy me contó que Joe Martin y el Chino habían pasado el día entrando y saliendo del apartamento y hablando por los celulares frenéticamente, sin fijarse para nada en él. «En la mañana estuve mal, Laura, ya sabes cómo me pongo a veces, pero me di cuenta de que algo tramaba ese par de jodidas bestias y empecé a parar la oreja, sin moverme del colchón. Se olvidaron de mí o pensaron que estaba volado.» Por las llamadas y las conversaciones, Freddy dedujo finalmente lo que estaba sucediendo.
Los hombres se habían enterado de que Brandon Leeman había pagado a alguien para eliminarlos, pero por alguna razón esa persona no lo hizo, en cambio los puso sobre aviso y les dio instrucciones de raptar a Brandon Leeman y obligarlo a revelar dónde tenía su dinero. A Freddy le pareció, por el tono deferente de Joe Martin y el Chino, que el misterioso interlocutor era alguien con autoridad. «No alcancé a avisar a Brandon. No tenía teléfono y no hubo tiempo», gimió el chico. Brandon Leeman era lo más parecido a una familia que Freddy tenía, lo había recogió de la calle, le dio techo, comida y protección sin ponerle condiciones, nunca trató de regenerarlo, lo aceptaba con sus vicios y le celebraba las bromas y su exhibiciones de rap. «Varias veces me pilló robándole, Laura, ¿y sabes lo que hacía en vez de pegarme? Me decía que le pidiera y él me lo daría.»
Joe Martin se plantó a esperar a Leeman en el garaje del edificio, donde éste debía poner el automóvil, y el Chino montó guardia en el apartamento. Freddy se quedó acostado en el colchón, fingiéndose dormido, y desde allí oyó al Chino recibir en su celular el aviso de que se aproximaba el jefe. El filipino bajó corriendo y Freddy lo siguió a cierta distancia.
El Ford Acura entró al garaje, Leeman apagó el motor y empezó a salir del vehículo, pero alcanzó a ver por el espejo retrovisor las sombras de los dos hombres que le bloqueaban la salida. Reaccionó impulsado por el largo hábito de desconfiar y con un solo movimiento instintivo sacó su arma, se tiró al suelo y disparó sin preguntar. Pero Brandon Leeman, siempre tan obsesionado por la seguridad, desconocía su propio revólver. Freddy nunca lo había visto limpiarlo o entrenar la puntería, como hacían Joe Martin y el Chino, quienes podían desmontar sus pistolas y volver a armarlas en pocos segundos. Al dispararles a ciegas a esas sombras en el garaje, Brandon Leeman precipitó su muerte, aunque seguramente lo habrían acribillado de todos modos. Los dos matones vaciaron sus armas en el jefe, que estaba atrapado entre el coche y la pared.
Freddy alcanzó a ver la carnicería y luego salió corriendo, antes de que se disipara el alboroto y los hombres lo descubrieran.
—¿Por qué crees que quieren matarme? Yo no tengo nada que ver con eso, Freddy —le dije.
—Ellos creían que tú estabas en el auto con Brandon. Querían cogerlos a los dos, dicen que tú sabes más de la cuenta. Dime en qué estás metida, Laura.
—¡Nada! ¡No sé qué quieren esos tipos de mí!
—Seguramente Joe y el Chino te fueron a buscar al gimnasio, el único sitio donde podrías estar. Tienen que haber llegado unos minutos después de que nos fuimos.
—¿Qué voy a hacer ahora, Freddy?
—Quedarte aquí hasta que se nos ocurra algo.
Abrimos la botella de ginebra y, echados lado a lado en la cama, bebimos por turnos hasta sumirnos en una densa embriaguez de muerte.
Resucité muchas horas más tarde en un cuarto desconocido con la sensación de estar aplastada por un paquidermo y con agujas clavadas en los ojos, sin acordarme de lo sucedido. Me incorporé con inmenso esfuerzo, me dejé caer al suelo y me arrastré al baño a tiempo para abrazar el excusado y vomitar un chorro interminable de lodo de alcantarilla. Quedé postrada sobre el linóleo, temblando, con la boca amarga y una garra en las tripas, balbuceando entre arcadas secas quiero morirme, quiero morirme. Mucho rato después pude echarme agua en la cara y enjuagarme la boca, espantada ante la desconocida de pelo negro y palidez cadavérica en el espejo. No alcancé a llegar a la cama, me eché en el suelo, gimiendo.
Tiempo después dieron tres golpes en la puerta, que sentí como cañonazos, y una voz gritó con acento hispano que venía a limpiar el cuarto. Sujetándome en las paredes llegué a la puerta, la entreabrí apenas lo suficiente para mandar a la empleada al diablo y colgar el aviso de no molestar; luego caí otra vez de rodillas. Volví a gatas a la cama con el presentimiento de un peligro inmediato y funesto, que no lograba precisar. No me acordaba por qué estaba en esa pieza, pero intuía que no era una alucinación ni una pesadilla, sino algo real y terrible, algo relacionado con Freddy. Una corona de hierro me cernía las sienes, cada vez más apretada, mientras yo llamaba a Freddy con un hilo de voz. Al fin me cansé de llamarlo y, desesperada, me puse a buscarlo debajo de la cama, en el clóset, el baño, por si me estuviera gastando una broma. No estaba en ninguna parte, pero descubrí que me había dejado una bolsita de crack, una pipa y un encendedor. ¡Cuán simple y familiar!
El crack era el paraíso y la condenación de Freddy, yo lo había visto usarlo a diario, pero no lo había probado por órdenes del jefe. Niña obediente. Joder. Las manos apenas me funcionaban y estaba ciega de dolor de cabeza, pero me las arreglé para introducir los guijarros en la pipa de vidrio y encender el soplete, una faena titánica. Exasperada, enloquecida, esperé eternos segundos a que ardieran los guijarros color cera, con el tubo quemándome los dedos y los labios, y por fin se partieron y aspiré a fondo la nube salvadora, la fragancia dulzona de gasolina mentolada y entonces el malestar y las premoniciones desaparecieron y me elevé a la gloria, liviana, grácil, un pájaro en el viento.
Durante un tiempo breve me sentí eufórica, invencible, y enseguida aterricé con estrépito a la penumbra de esa habitación. Otra chupada al tubo de vidrio y otra más. ¿Dónde estaba Freddy? ¿Por qué me había abandonado sin despedirse, sin una explicación? Me quedaba algo de dinero y salí con paso vacilante a comprar otra botella, luego regresé a encerrarme en mi guarida.
Entre el licor y el crack floté a la deriva dos días sin dormir ni comer ni lavarme, chorreada de vómito, porque no alcanzaba a llegar al baño. Cuando se me terminaron el alcohol y la droga, vacié el contenido de mi bolso y encontré una papelina de cocaína, que esnifé de inmediato, y un frasco con tres somníferos, que me propuse racionar. Me tomé dos y como no me hicieron el menor efecto, me tomé el tercero. No supe si dormí o estuve inconsciente, el reloj marcaba números que nada significaban. ¿Qué día es? ¿Dónde estoy? No tenía idea. Abría los ojos, me ahogaba, mi corazón era una bomba de tiempo, tic-tac-tic-tac, más y más rápido, sentía golpes de corriente, sacudones, estertores, luego el vacío.
Me despertaron nuevos golpes en la puerta y gritos perentorios, esta vez del encargado del hotel. Enterré la cabeza debajo de las almohadas clamando por algo de alivio, una sola calada más del humo bendito, un solo trago más de cualquier cosa. Dos hombres forzaron la puerta e irrumpieron en el cuarto maldiciendo, amenazando. Se detuvieron en seco ante el espectáculo de una loca despavorida, agitada, balbuceando incoherencias en aquella habitación convertida en una pocilga fétida, pero habían visto de todo en ese motel de mala muerte y adivinaron de qué se trataba. Me obligaron a vestirme, me levantaron por los brazos, me arrastraron escalera abajo y me empujaron a la calle. Confiscaron mis únicas pertenencias de valor, el bolso de marca y los lentes de sol, pero tuvieron la consideración de entregarme mi licencia y mi billetera, con los dos dólares y cuarenta centavos que me quedaban.
Afuera hacía un calor de incendio y el asfalto medio derretido me quemaba los pies a través de las zapatillas, pero nada me importaba. Mi única obsesión era conseguir algo para calmar la angustia y el miedo. No tenía adonde ir ni a quién pedir ayuda. Me acordé de que había prometido llamar al hermano de Brandon Leeman, pero eso podía esperar, y también me acordé de los tesoros que había en el edificio donde había vivido esos meses, cerros de magníficos polvos, preciosos cristales, prodigiosas píldoras, que yo separaba, pesaba, contaba y colocaba cuidadosamente en bolsitas de plástico, allí hasta el más mísero podía disponer de su pedazo de cielo, por breve que fuese. Cómo no iba a conseguir algo en las cavernas de los garajes, en los cementerios del primero y segundo piso, cómo no iba a encontrar a alguien que me diera algo, por amor de Dios; pero con la escasa lucidez que me quedaba recordé que acercarme a ese barrio equivalía a un suicidio.
Piensa, Maya, piensa, repetía en alta voz, como hacía a cada rato en los últimos meses. Hay drogas en todas partes en esta jodida ciudad, es cosa de buscarlas, clamaba, paseándome frente al motel como coyote hambriento, hasta que la necesidad me aclaró la mente y pude pensar.
Expulsada del motel donde me había dejado Freddy, caminé hasta una gasolinera, pedí la llave del baño público y me lavé un poco, luego conseguí un aventón con un chofer, que me dejó a pocas cuadras del gimnasio.
Tenía las llaves de los casilleros en el bolsillo de los pantalones. Me quedé cerca de la puerta, esperando la oportunidad de entrar sin llamar la atención, y cuando vi acercarse a tres personas conversando, me uní al grupo con disimulo. Atravesé el hall de la recepción y al llegar a la escalera me topé de frente con uno de los empleados, que vaciló antes de saludarme, extrañado por el color de mi pelo. Yo no hablaba con nadie en el gimnasio, supongo que tenía reputación de arrogante o estúpida, pero otros miembros me conocían de vista y varios empleados por el nombre. Subí a la carrera a los vestuarios y vacíe mis casilleros en el suelo tan frenéticamente que una mujer me preguntó si se me había perdido algo; solté una retahíla de maldiciones, porque no encontré nada para volarme, mientras ella me observaba sin disimulo desde el espejo. «¿Qué mira, señora?», le grité y entonces me vi en el mismo espejo como me veía ella y no reconocí a esa lunática con los ojos colorados, manchas en la piel y un animal negro sobre la cabeza.
Guardé todo de cualquier modo en los casilleros, tiré a la basura mi ropa sucia y el celular, que me había dado Brandon Leeman y cuyo número los asesinos sabían, me di una ducha y me lavé el pelo deprisa, pensando que podía vender el otro bolso de marca, que aún estaba en mi poder, y me alcanzaría para chutarme por varios días. Me puse el vestido negro, coloqué una muda de ropa en una bolsa plástica y no hice el intento de maquillarme, porque temblaba de pies a cabeza, las manos apenas me obedecían.
La mujer seguía allí, envuelta en una toalla, con el secador en la mano, aunque tenía el pelo seco, espiándome, calculando si debía llamar a los empleados de seguridad. Ensayé una sonrisa y le pregunté si quería comprar mi bolso, le dije que era un Louis Vouitton auténtico y estaba casi nuevo, me habían robado la billetera y necesitaba dinero para regresar a California. Una mueca de desprecio la afeó, pero se acercó a examinar el bolso, vencida por la codicia, y me ofreció cien dólares. Le hice un gesto obsceno con el dedo y salí apurada.
No llegué lejos. Desde la escalera había una vista completa de la recepción y, a través de la puerta de vidrio, distinguí el vehículo de Joe Martin y el Chino. Posiblemente se instalaban allí a diario, sabiendo que tarde o temprano yo iría al club, o bien un soplón les había avisado de mi llegada, en cuyo caso uno de ellos debía de estar en ese mismo momento buscándome dentro del edificio.
Logré vencer el pánico, que me heló por un momento, y retrocedí hacia el spa, que ocupaba un ala del edificio, con su Buda, ofrendas de pétalos, música de pájaros, aroma de vainilla y jarros de agua con rodajas de pepino. Los masajistas de ambos sexos se diferenciaban por batas color turquesa, el resto del personal eran muchachas casi idénticas, con batas rosadas. Como yo conocía los hábitos del spa, porque ése era uno de los lujos que Brandon Leeman me autorizaba, pude deslizarme por el pasillo sin ser vista y entrar a unos de los cubículos. Cerré la puerta y encendí la luz indicando que estaba ocupado. Nadie molestaba cuando esa luz roja estaba prendida. Sobre una mesa había un calentador de agua con hojas de eucalipto, piedras planas para el masaje y varios frascos con productos de belleza. Descarté las cremas y me bebí de tres tragos una botella de loción, pero si contenía alcohol, era mínimo y no me alivió.
En el cubículo estaba a salvo, al menos por una hora, el tiempo normal de un tratamiento, pero muy pronto empecé a angustiarme en ese espacio cerrado, sin ventana, con una sola salida y ese penetrante olor a dentista que me revolvía las tripas. No podía quedarme allí. Me puse encima de mi ropa la bata que había sobre la camilla y una toalla como turbante en la cabeza, me eché en la cara una capa gruesa de crema blanca y me asomé al pasillo. El corazón me dio un salto: Joe Martin estaba hablando con una de las empleadas de bata rosada.
El impulso de echar a correr fue insoportable, pero me obligué a alejarme por el pasillo con la mayor calma posible. Buscando la salida del personal, que no debía estar lejos. Pasé frente a varios cubículos cerrados, hasta que di con una puerta más ancha, la empujé y me encontré en la escalera de servicio. El ambiente allí era muy distinto al amable universo del spa, suelo de baldosas, paredes de cemento sin pintar, luz dura, olor inconfundible de cigarrillos y voces femeninas en el rellano del piso inferior. Esperé una eternidad pegada a la pared, sin poder avanzar ni volver al spa, y al fin las mujeres terminaron de fumar y se fueron. Me limpié la crema, dejé la toalla y la bata en un rincón y bajé a las entrañas del edificio, que los miembros del club nunca veíamos. Abrí una puerta al azar y me hallé en una sala grande, cruzada de tuberías de agua y aire, donde atronaban máquinas de lavar y secar. La salida no daba a la calle, como yo esperaba, sino a la piscina. Volví atrás y me acurruqué en un rincón, oculta por un cerro de toallas usadas, en el ruido y el calor insoportables de la lavandería; no podría moverme hasta que Joe Martin se diera por vencido y se fuera.
Pasaban los minutos en ese submarino ensordecedor y el temor dominante de caer en manos de Joe Martin fue reemplazado por la urgencia de volarme. No había comido en varios días, estaba deshidratada, con un torbellino en la cabeza y calambres en el estómago. Se me durmieron las manos y los pies, veía vertiginosas espirales de puntitos de colores, como una pesadilla de LSD. Perdí conciencia del tiempo, puede que hubiera pasado una hora o varias, no sé si dormí o si a ratos me desmayaba. Supongo que entraron y salieron empleados a lavar ropa, pero no me descubrieron. Por fin salí reptando fuera de mi escondite y con un esfuerzo enorme me puse de pie y eché a andar con piernas de plomo, apoyándome en la pared, mareada.
Afuera todavía era de día, debían de ser las seis o siete de la tarde, y la piscina estaba llena de gente. Era la hora más concurrida del club, cuando llegaban en masa los oficinistas. Era también la hora en que Joe Martin y el Chino debían prepararse para sus actividades nocturnas y lo más probable era que se hubieran ido. Me dejé caer en una de las sillas reclinables aspirando la bocanada de cloro que emanaba del agua, sin atreverme a una zambullida, porque debía estar lista para correr en caso de necesidad. Pedí un batido de fruta a un mesonero, maldiciendo entre dientes, porque sólo servían bebidas saludables, nada de alcohol, y lo cargué a mi cuenta. Me tomé dos sorbos de aquel líquido espeso, pero me pareció asqueroso y tuve que dejarlo. Era inútil seguir perdiendo tiempo y decidí arriesgarme a pasar frente a la recepción, con la esperanza de que el soplón que avisó a esos malvados ya no estuviese de turno. Tuve suerte y salí sin inconvenientes.
Para alcanzar la calle debía cruzar el estacionamiento, que a esa hora estaba lleno de coches. Vi de lejos a un miembro del club, un cuarentón en buena forma, colocando su bolsa en el maletero, y me acerqué, colorada de humillación, a preguntarle si disponía de tiempo para invitarme a un trago. No sé de dónde saqué el valor. Sorprendido ante ese ataque frontal, el hombre se demoró un momento en clasificarme; si me había visto antes no me reconoció y yo no calzaba con su idea de una buscona. Me examinó de arriba abajo, se encogió de hombros, se subió al vehículo y se fue.
Yo había cometido muchas imprudencias en mi corta existencia, pero hasta ese momento no me había degradado de esa manera. Lo ocurrido con Fedgewick fue secuestro y violación, me pasó por incauta y no por descarada. Esto era diferente y tenía un nombre, que me negaba a pronunciar. Pronto noté a otro hombre, cincuenta o sesenta años, barriga, pantalones cortos, piernas blancas con venas azules, que caminaba hacia su auto, y lo seguí. Esta vez tuve más suerte… o menos suerte, no lo sé. Si ése también me hubiera rechazado, tal vez mi vida no se hubiera torcido tanto.
Al pensar en Las Vegas me dan náuseas. Manuel me recuerda que todo eso me sucedió hace apenas unos meses y está fresco en mi memoria, me asegura que el tiempo ayuda a curar y un día hablaré de ese episodio de mi vida con ironía. Así dice, pero no es su caso, porque él nunca habla de su pasado. Yo creía haber asumido mis errores, incluso estaba un poco orgullosa de ellos, porque me hicieron más fuerte, pero ahora que conozco a Daniel quisiera tener un pasado menos interesante para poder presentarme ante él con dignidad. Esa chica que interceptó a un hombre barrigón de piernas varicosas en el estacionamiento del club, era yo; esa chica dispuesta a entregarme por un trago de alcohol, era yo, pero ahora soy otra. Aquí, en Chiloé, tengo una segunda oportunidad, tengo mil oportunidades más, pero a veces no puedo acallar la voz de la conciencia, que me acusa.
Aquel viejo en pantalones fue el primero de varios hombres que me mantuvieron a flote por un par de semanas, hasta que no pude hacerlo más. Venderme de esa manera fue peor que pasar hambre y peor que el suplicio de la abstinencia. Nunca, ni ebria ni drogada, pude evadirme del sentimiento de profunda degradación, siempre estuvo mi abuelo mirándome, sufriendo por mí. Los hombres se aprovechaban de mi timidez y de mi falta de experiencia. Comparada con otras mujeres que hacían lo mismo, yo era joven y de buen aspecto, podría haberme administrado mejor, pero me entregaba por unos tragos, una pizca de polvo blanco, un puñado de peñascos amarillos. Los más decentes me permitieron beber apurada en un bar, o me ofrecieron cocaína antes de llevarme a un cuarto de hotel; otros se limitaron a comprar una botella ordinaria y hacerlo en el coche. Algunos me dieron diez o veinte dólares, otros me tiraron a la calle sin nada, yo ignoraba que se debe cobrar antes y cuando lo aprendí ya no estaba dispuesta a seguir por ese camino.
Con un cliente probé por fin heroína, directo a la vena, y maldije a Brandon Leeman por haberme impedido compartir su paraíso. Es imposible describir ese instante en que el líquido divino entra en la sangre. Traté de vender lo poco que tenía, pero no hubo interesados, sólo obtuve sesenta dólares por el bolso de marca, después de mucho rogarle a una vietnamita en la puerta de una peluquería. Valía veinte veces más, pero se lo habría dado por la mitad, tanta era mi urgencia.
No había olvidado el número de teléfono de Adam Leeman, ni la promesa que le hice a Brandon de llamarlo si algo le ocurría a él, pero no lo hice, porque pensaba ir a Beatty y apropiarme de la fortuna de esas bolsas. Pero ese plan requería estrategia y una lucidez de la cual yo carecía por completo.
Dicen que al cabo de unos meses viviendo en la calle, uno acaba definitivamente marginado, porque se adquiere traza de indigente, se pierde la identidad y la red social. En mi caso fue más rápido, bastaron tres semanas para irme al fondo. Me sumergí con pavorosa rapidez en esa dimensión miserable, violenta, sórdida, que existe paralela a la vida normal de una ciudad, un mundo de delincuentes y sus víctimas, de locos y adictos, un mundo sin solidaridad o compasión, donde se sobrevive pisoteando a los demás. Estaba siempre drogada o procurando los medios de estarlo, sucia, maloliente y desgreñada, cada vez más enloquecida y enferma. Soportaba apenas un par de bocados en el estómago, tosía y moqueaba constantemente, me costaba abrir los párpados, pegados de pus, a veces me desmayaba. Se me infectaron varios pinchazos, tenía llagas y moretones en los brazos. Pasaba las noches caminando de un lado a otro, era más seguro que dormir, y en el día buscaba covachas para esconderme a descansar.
Aprendí que los lugares más seguros eran a plena vista, mendigando con un vaso de papel en la calle a la entrada de un mallo de una iglesia, eso gatillaba el sentido de culpa de los pasantes. Algunos dejaban caer monedas, pero nadie me hablaba; la pobreza de hoy es como la lepra de antes: repugna y da miedo.
Evitaba acercarme a los sitios donde había circulado antes, como el Boulevard, porque también eran las canchas de Joe Martin y el Chino. Los mendigos y adictos marcan su territorio, como los animales, y se limitan a un radio de pocas cuadras, pero la desesperación me hacía explorar diferentes barrios, sin respetar las barreras raciales de negros con negros, latinos con latinos, asiáticos con asiáticos, blancos con blancos. Nunca permanecía más de unas horas en la misma parte. Era incapaz de cumplir las tareas más elementales, como alimentarme o lavarme, pero me las arreglaba para conseguir alcohol y drogas. Estaba siempre alerta, era un zorro perseguido, me movía rápido, no hablaba con nadie, había enemigos en cada esquina.
Empecé a oír voces y a ratos me sorprendía contestándoles, aunque sabía que no eran reales, porque había visto los síntomas en varios habitantes del edificio de Brandon Leeman. Freddy los llamaba «los seres invisibles» y se burlaba de ellos, pero cuando se ponía mal aquellos seres cobraban vida, como los insectos, también invisibles, que solían atormentarlo. Si yo vislumbraba un vehículo negro como el de mis perseguidores, o a alguien de aspecto conocido, me escabullía en dirección contraria, pero no perdía la esperanza de volver a ver a Freddy. Pensaba en él con una mezcla de agradecimiento y de rencor, sin entender por qué había desaparecido, por qué no era capaz de encontrarme si conocía cada rincón de la ciudad.
Las drogas adormecían el hambre y los múltiples dolores del cuerpo, pero no calmaban los calambres. Me pesaban los huesos y me picaba la piel, por la suciedad, y me salió un extraño sarpullido en las piernas y la espalda, que sangraba de tanto rascármelo. De repente me acordaba de que no había comido en dos o tres días, entonces me iba arrastrando los pies a un refugio de mujeres o a la cola de pobres en San Vicente de Paul, donde siempre podía conseguir un plato caliente. Mucho más difícil era hallar donde dormir. Por las noches la temperatura se mantenía en los veinte grados, pero como estaba débil, pasé mucho frío, hasta que me dieron una chamarra en el Ejército de Salvación. Esa generosa organización resultó ser un valioso recurso, no era necesario andar con bolsas en un carrito robado del supermercado, como otros desamparados, porque cuando mi ropa hedía demasiado o me empezaba a quedar grande, la cambiaba en el Ejército de Salvación. Había adelgazado varias tallas, me asomaban los huesos de las clavículas y las caderas y mis piernas, antes tan fuertes, daban lástima. No tuve oportunidad de pesarme hasta diciembre, entonces descubrí que había perdido trece kilos en dos meses.
Los baños públicos eran antros de delincuentes y pervertidos, pero no había más remedio que taparse la nariz y usarlos, ya que el de una tienda o un hotel estaba fuera de mi alcance, me habrían echado a empellones. Tampoco tenía acceso a los excusados de las gasolineras, porque los empleados se negaban a prestarme la llave. Así fui descendiendo con rapidez los peldaños del infierno, como tantos otros seres abyectos que sobrevivían en la calle mendigando y robando por un puñado de crack, algo de meta o ácido, un trago de algo fuerte, áspero, brutal. Mientras más barato el alcohol, más efectivo, justamente lo que yo necesitaba. Pasé octubre y noviembre en lo mismo; no puedo recordar con claridad cómo sobrevivía, pero recuerdo bien los breves instantes de euforia y luego la cacería indigna para conseguir otra dosis.
Nunca me senté a una mesa, si tenía dinero compraba tacos, burritos o hamburguesas que enseguida devolvía en interminables arcadas a gatas en la calle, el estómago en llamas, la boca rota, llagas en los labios y la nariz, nada limpio ni amable, vidrio roto, cucarachas, tachos de basura, ni un solo rostro en la multitud que me sonriera, ni una mano que me ayudara, el mundo entero estaba poblado de traficantes, yonquis, chulos, ladrones, criminales, putas y locos. Me dolía el cuerpo entero. Odiaba ese jodido cuerpo, odiaba esa jodida vida, odiaba carecer de la jodida voluntad de salvarme, odiaba mi jodida alma, mi jodido destino.
En Las Vegas pasé días completos sin intercambiar un saludo, sin recibir una palabra o un gesto de otro ser humano. La soledad, esa garra helada en el pecho, me venció en tal forma que no se me ocurrió la solución simple de tomar un teléfono y llamar a mi casa en Berkeley. Habría bastado eso, un teléfono; pero para entonces había perdido la esperanza.
Al principio, cuando todavía podía correr, rondaba los cafés y restaurantes con mesas al aire libre, donde se sientan los fumadores, y si alguien dejaba un paquete de cigarrillos sobre la mesa, yo pasaba volando y me lo llevaba, porque podía cambiarlo por crack. He usado cuanta sustancia tóxica existe en la calle, excepto tabaco, aunque el olor me gusta, porque me recuerda a mi Popo. También robaba fruta de los automercados o barras de chocolate de los kioscos de la estación, pero igual que no pude dominar el triste oficio de puta, tampoco pude aprender a robar. Freddy era experto, había comenzado a robar cuando estaba en pañales, decía, y me hizo varias demostraciones con el fin de enseñarme sus trucos. Me explicaba que las mujeres son muy descuidadas con sus carteras, las cuelgan en las sillas, las sueltan en las tiendas mientras escogen o se prueban, las tiran al suelo en la peluquería, se las ponen al hombro en los buses, es decir, andan pidiendo que alguien las libre del problema. Freddy tenía manos invisibles, dedos mágicos y la gracia sigilosa de una chita. «Fíjate bien, Laura, no me despegues los ojos», me desafiaba. Entrábamos a un mall, estudiaba a la gente buscando a su víctima, se paseaba con el celular en la oreja, fingiéndose absorto en una conversación a gritos, se acercaba a una mujer distraída, le quitaba la billetera del bolso antes de que yo alcanzara a verlo y se alejaba con calma, siempre hablando por teléfono. Con la misma elegancia podía violar la cerradura de cualquier coche o entrar a una tienda por departamentos y salir a los cinco minutos por otra puerta con un par de perfumes o relojes.
Traté de aplicar las lecciones de Freddy, pero carecía de naturalidad, me fallaban los nervios y mi aspecto miserable me hacía sospechosa; en las tiendas me vigilaban y en la calle la gente se me apartaba, olía a acequia, tenía el pelo grasiento y expresión desesperada.
A mediados de octubre cambió el clima, empezó a hacer frío en las noches y yo estaba enferma, orinaba a cada rato con un dolor agudo y quemante, que sólo desaparecía con drogas. Era cistitis. La reconocí porque la había sufrido una vez antes, a los dieciséis años, y sabía que se cura rápido con un antibiótico, pero un antibiótico sin receta médica es más difícil de obtener en Estados Unidos que un kilo de cocaína o un rifle automático. Me costaba caminar, enderezarme, pero no me atreví a ir al servicio de emergencia del hospital, porque me harían preguntas y siempre había policías de guardia.
Debía encontrar un sitio seguro para pasar las noches y decidí probar un albergue de indigentes, que resultó ser un galpón mal aireado con apretadas hileras de catres de campaña, donde había unas veinte mujeres y muchos niños. Me sorprendió que muy pocas de esas mujeres estuvieran resignadas a la miseria como yo; sólo unas cuantas hablaban solas como los dementes o buscaban camorra, las demás parecían muy enteras. Las que tenían niños eran más decididas, activas, limpias y hasta alegres, se afanaban con sus chiquillos, preparaban mamaderas, lavaban ropa; vi a una leyéndole un libro del doctor Seus a una niña de unos cuatro años, que se lo sabía de memoria y lo recitaba con su madre. No toda la gente de la calle son esquizofrénicos o maleantes, como se cree, son simplemente pobres, viejos o desempleados, la mayoría son mujeres con niños que han sido abandonadas o están escapando de diversas formas de violencia.
En la pared del albergue había un afiche con una frase que se me grabó para siempre: «La vida sin dignidad no vale la pena». ¿Dignidad? Comprendí de súbito, con aterradora certeza, que me había convertido en drogadicta y alcohólica. Supongo que me quedaba un rescoldo de dignidad enterrado entre cenizas, suficiente para sentir una turbación tan violenta como un puñetazo al pecho. Me puse a llorar frente al afiche y debió de haber sido mucho mi desconsuelo, porque pronto se me acercó una de las consejeras, me condujo a su pequeña oficina, me dio un vaso de té frío y me preguntó amablemente mi nombre, qué estaba usando, con qué frecuencia, cuándo había sido la última vez, si había recibido tratamiento, si podíamos avisar a alguien.
Yo sabía de memoria el número de teléfono de mi abuela, eso no se me había olvidado, pero llamarla significaba matarla de dolor y bochorno, también significaba para mí rehabilitación obligada y abstinencia. Ni pensarlo. «¿Tienes familia?», insistió en preguntarme la consejera. Estallé de ira, como me sucedía a cada rato, y le respondí a palabrotas. Ella me permitió desahogarme, sin perder la calma, y después me autorizó a quedarme esa noche en el albergue, violando el reglamento, porque una condición para ser aceptada era no estar usando alcohol o drogas.
Había jugo de fruta, leche y galletas para los niños, café y té a toda hora, baños, teléfono y máquinas de lavar, inútiles para mí, porque sólo contaba con la ropa puesta, había perdido la bolsa de plástico con mis magras pertenencias. Me di una ducha muy larga, la primera en varias semanas, saboreando el placer del agua caliente en la piel, el jabón, la espuma en el pelo, el olor delicioso del champú. Después tuve que ponerme la misma ropa hedionda. Me enrosqué en mi catre, llamando en un murmullo a mi Nini y a mi Popo, rogándoles que vinieran a tomarme en brazos, como antes, a decirme que todo iba a salir bien, que no me preocupara, ellos velaban por mí, arroró mi niña, arroró mi sol, duérmase pedazo de mi corazón. Dormir siempre ha sido mi problema, desde que nací, pero pude descansar, a pesar del aire enrarecido y los ronquidos de las mujeres. Algunas gritaban en sueños.
Cerca de mi catre se había instalado una madre con dos niños, un bebé de pecho y una niñita preciosa de dos o tres años. Era una joven blanca, pecosa, gorda, que por lo visto había quedado sin techo hacía poco, porque todavía parecía tener un propósito, un plan. Al cruzarnos en el baño me había sonreído y la niña se había quedado mirándome con sus redondos ojos azules y me había preguntado si yo tenía un perro. «Antes yo tenía un perrito, se llamaba Toni», me dijo. Cuando la mujer le cambió los pañales al bebé, vi un billete de cinco dólares en un compartimiento de su bolso y ya no pude sacármelo de la mente. Al amanecer, cuando por fin había silencio en el dormitorio y la mujer dormía en paz abrazada a sus niños, me deslicé hasta su catre, hurgué en el bolso y le robé el billete. Luego regresé a mi cama agachada, con la cola entre las piernas, como una perra.
De todos los errores y pecados cometidos en mi vida, ése es el que menos podré perdonar. Le robé a alguien más necesitado que yo, a una madre que hubiera empleado ese billete en comprar comida para sus hijos. Eso no tiene perdón. Sin decencia, uno se desarma, se pierde la humanidad, el alma.
A las ocho de la mañana, después de un café y un bollo, la misma consejera que me había atendido al llegar me dio un papel con los datos de un centro de rehabilitación. «Habla con Michelle, es mi hermana, ella te va a ayudar», me dijo. Salí a la carrera sin darle las gracias y tiré el papel en un basurero de la calle. Los benditos cinco dólares me alcanzaban para una dosis de algo barato y efectivo. No necesitaba la compasión de ninguna Michelle.
Ese mismo día extravié la foto de mi Popo, que me había dado mi Nini en la academia de Oregón y que siempre llevaba conmigo. Me pareció un signo aterrador, significaba que mi abuelo me había visto robar esos cinco dólares, que estaba decepcionado, que se había ido y ya nadie velaba por mí. Miedo, angustia, esconderme, huir, mendigar, todo fundido en una sola pesadilla, días y noches iguales.
A veces me asalta el recuerdo de una escena de ese tiempo en la calle, que surge ante mí en un fogonazo y me deja temblorosa. Otras veces despierto sudando con imágenes en la cabeza, tan vividas como si fueran reales. En el sueño me veo corriendo desnuda, gritando sin voz, en un laberinto de callejones angostos que se enroscan como serpientes, edificios con puertas y ventanas ciegas, ni un alma a quien pedir socorro, el cuerpo ardiendo, los pies sangrando, bilis en la boca, sola. En Las Vegas me creía condenada a una soledad irremediable, que había comenzado con la muerte de mi abuelo. Cómo iba a imaginar entonces que un día iba a estar aquí, en esta isla de Chiloé, incomunicada, escondida, entre extraños y muy lejos de todo lo que me es familiar, sin sentirme sola.
Cuando recién conocí a Daniel, quería causarle buena impresión, borrar mi pasado y empezar de nuevo en una página en blanco, inventar una versión mejor de mí misma, pero en la intimidad del amor compartido, entendí que eso no es posible ni conveniente. La persona que soy es el resultado de mis vivencias anteriores, incluso de los errores drásticos. Confesarme con él fue una buena experiencia, comprobé la verdad de lo que sostiene Mike O'Kelly, que los demonios pierden su poder cuando los sacamos de las profundidades donde se esconden y los miramos de frente en plena luz, pero ahora no sé si hubiera debido hacerlo. Creo que espanté a Daniel y por eso no me responde con la misma pasión que siento yo, seguramente desconfía de mí, es natural. Una historia como la mía podría asustar al más bravo. También es cierto que él mismo provocaba mis confidencias. Fue muy fácil contarle hasta los episodios más humillantes, porque me escuchaba sin juzgarme, supongo que eso es parte de su formación. ¿No es eso todo lo que hacen los psiquiatras? Escuchar y callarse. Nunca me preguntó qué sucedió, me preguntaba qué sentía en ese momento, al contarlo, y yo le describía el ardor en la piel, la palpitaciones en el pecho, el peso de una roca aplastándome. Me pedía que no rechazara esas sensaciones, que las admitiera sin analizarlas, porque si tenía el valor de hacerlo se irían abriendo como cajas y mi espíritu podría librarse.
—Has sufrido mucho, Maya, no sólo por lo que te pasó en la adolescencia, sino también por el abandono de la infancia —me dijo.
—¿Abandono? De abandono, nada, te lo aseguro. No te imaginas cómo me consintieron mis abuelos.
—Sí, pero tu madre y tu padre te abandonaron.
—Eso decían los terapeutas de Oregón, pero mis abuelos…
—Algún día tendrás que revisar eso en terapia —me interrumpió.
—¡Ustedes los psiquiatras todo lo resuelven con terapia!
—Es inútil echarle tierra a las heridas psicológicas, hay que ventilarlas para que cicatricen.
—Me harté de terapia en Oregón, Daniel, pero si eso es lo que necesito, tú podrías ayudarme.
Su respuesta fue más razonable que romántica, dijo que eso sería un proyecto de largo aliento y él tenía que irse pronto, además en la relación del paciente con su terapeuta no puede haber sexo.
—Entonces voy a pedirle a mi Popo que me ayude.
—Buena idea. —Y se rió.
En el tiempo desgraciado de Las Vegas, mi Popo vino a verme una sola vez. Yo había conseguido una heroína tan barata que debí haber sospechado que no era segura. Sabía de adictos que habían perecido envenenados por las porquerías con que a veces cortan la droga, pero estaba muy necesitada y no pude resistir. La esnifé en un asqueroso baño público. No tenía una jeringa para inyectármela, tal vez eso me salvó. Apenas inhalé sentí patadas de mula en las sienes, se me desbocó el corazón y en menos de un minuto me vi envuelta en un manto negro, sofocada, sin poder respirar. Me desplomé en el suelo, en los cuarenta centímetros entre el excusado y la pared, sobre papeles usados, en un vaho de amoníaco.
Comprendí vagamente que me estaba muriendo y lejos de asustarme, me invadió un gran alivio. Flotaba en agua negra, cada vez más hondo, más desprendida, como en un sueño, contenta de caer suavemente hacia el fondo de ese abismo líquido y poner fin a la vergüenza, irme, irme al otro lado, escapar de la farsa que era mi vida, de mis mentiras y justificaciones, de ese ser indigno, deshonesto y cobarde que era yo misma, ese ser que culpaba a mi padre, a mi abuela y al resto de universo de su propia estupidez, esa infeliz que a los diecinueve años recién cumplidos ya había quemado todas sus naves y estaba arruinada, atrapada, perdida, ese esqueleto cosido de ronchas y piojos en que me había convertido, esa miserable que se acostaba por un trago, que le robaba a una madre indigente; sólo deseaba escapar para siempre de Joe Martin y el Chino, de mi cuerpo, de mi jodida existencia.
Entonces, cuando ya estaba ida, escuché desde muy lejos gritos de «¡Maya, Maya, respira! ¡Respira! ¡Respira!». Vacilé un buen rato, confundida, deseando desmayarme de nuevo para no tener que tomar una decisión, tratando de soltarme y partir como una flecha hacia la nada, pero estaba sujeta a este mundo por ese vozarrón perentorio que me llamaba. ¡Respira, Maya! Instintivamente abrí la boca, tragué aire y empecé a inhalar a suspiros cortos de agonizante. Poco a poco, con pasmosa lentitud, volví del último sueño. No había nadie conmigo, pero en el espacio de un palmo entre la puerta del excusado y el suelo pude ver unos zapatos de hombre al otro lado y los reconocí. ¿Popo? ¿Eres tú, Popo? No hubo respuesta. Los mocasines ingleses permanecieron en el mismo sitio un instante y luego se alejaron sin ruido. Me quedé allí sentada, respirando entrecortado, con estertores en las piernas, que no me obedecían, llamándolo, Popo, Popo.
A Daniel no le extrañó para nada que mi abuelo me hubiera visitado y no intentó darme una explicación racional por lo que había pasado, como haría cualquiera de los muchos psiquiatras que he conocido. Ni siquiera me dio una de esas miradas burlonas que suele lanzarme Manuel Arias cuando me pongo esotérica, como él dice. ¿Cómo no voy a estar enamorada de Daniel, que además de bello es sensible? Sobre todo, es bello. Se parece al David de Miguel Ángel, pero tiene un color mucho más atractivo. En Florencia, mis abuelos compraron una réplica en miniatura de la estatua. En la tienda les ofrecieron un David con una hoja de higuera, pero a mí lo que más me gustaban eran sus genitales; todavía no había visto esa parte en un verdadero humano, sólo en el libro de anatomía de mi Popo. En fin, me distraje, vuelvo a Daniel, quien cree que la mitad de los problemas del mundo se solucionarían si cada uno de nosotros tuviera un Popo incondicional, en vez de un superego exigente, porque las mejores virtudes florecen con el cariño.
La vida de Daniel Goodrich ha sido regalada en comparación con la mía, pero también él ha tenido sus penas. Es un tipo serio en sus propósitos, que sabía desde joven cuál iba a ser su camino, a diferencia mía, que ando a la deriva. A primera vista engaña con su actitud de niño rico y su sonrisa demasiado fácil, la sonrisa de alguien satisfecho consigo mismo y el mundo. Ese aire de eterno contento es raro, porque en sus estudios de medicina, su práctica en hospitales y sus viajes, a pie y con mochila al hombro, debe de haber presenciado mucha pobreza y sufrimiento. Si yo no hubiera dormido con él, pensaría que es otro aspirante a Sidarta, otro desenchufado de sus emociones, como Manuel.
La historia de los Goodrich da para una novela. Daniel sabe que su padre biológico era negro y su madre blanca, pero no los conoce y no ha tenido interés en buscarlos, porque adora a la familia donde creció. Robert Goodrich, su padre adoptivo, es inglés de esos con título de sir, aunque no lo usa, porque en Estados Unidos sería motivo de burla. Como prueba, existe una fotografía a color en que aparece saludando a la reina Isabel II con una ostentosa condecoración colgada de una cinta color naranja. Es un psiquiatra de mucho renombre, con un par de libros publicados y un título de sir que le llegó por mérito en la ciencia.
El sir inglés se casó con Alice Wilkins, una joven violinista americana de paso por Londres, se trasladó con ella a Estados Unidos y la pareja se instaló en Seattle, donde él montó su propia clínica, mientras ella se incorporaba a la orquesta sinfónica. Al saber que Alice no podía tener hijos, y después de mucho vacilar, adoptaron a Daniel. Cuatro años más tarde, inesperadamente, Alice quedó encinta. Al principio creyeron que era un embarazo histérico, pero pronto se comprobó que no era así y a su debido tiempo Alice dio a luz a la pequeña Frances. En vez de estar celoso por la llegada de una rival, Daniel se prendó de su hermana con un amor absoluto y excluyente, que no hizo más que aumentar con el tiempo y que era plenamente correspondido por la niña. Robert y Alice compartían el gusto por la música clásica, que le inculcaron a los dos hijos, la afición a los cocker spaniels, que siempre han tenido, y a los deportes de montaña, que habrían de provocar el infortunio de Frances.
Daniel tenía nueve años y su hermana cinco cuando sus padres se separaron y Robert Goodrich se fue a vivir a diez cuadras de distancia con Alfons Zaleski, el pianista de la orquesta donde también tocaba Alice, un polaco talentoso, de modales bruscos, con corpachón de leñador, una mata de pelo indomable y un humor vulgar, que contrastaba notoriamente con la ironía británica y la finura de sir Robert Goodrich. Daniel y Frances recibieron una explicación poética sobre el llamativo amigo de su padre y se quedaron con la idea de que se trataba de un arreglo temporal, pero han transcurrido diecinueve años y los dos hombres siguen juntos. Entretanto Alice, ascendida a primer violín de la orquesta, siguió tocando con Alfons Zaleski como los buenos camaradas que en realidad son, porque el polaco nunca intentó quitarle al marido, sólo compartirlo.
Alice se quedó en la casa familiar con la mitad de los muebles y dos de los cocker spaniels, mientras Robert se instalaba en el mismo barrio con su enamorado en una casa similar, con el resto de los muebles y el tercer perro. Daniel y Frances crecieron yendo y viniendo entre ambos hogares con sus maletas, una semana en cada uno. Fueron siempre al mismo colegio, donde la situación de sus padres no llamaba la atención, pasaban las fiestas y aniversarios con ambos y por un tiempo creyeron que la numerosa familia Zaleski, que viajaba desde Washington y se dejaba caer en masa para el día de Acción de Gracias, eran acróbatas de circo, porque ésa fue una de las muchas historias inventadas por Alfons para ganarse la estima de los niños. Podría haberse ahorrado la molestia, porque Daniel y Frances lo quieren por otros motivos: ha sido una madre para ellos. El polaco los adora, les dedica más tiempo que los verdaderos padres y es un tipo alegre y vividor, que suele hacerles demostraciones de atléticas danzas folclóricas rusas en pijama y con la condecoración de sir Robert al cuello.
Los Goodrich se separaron sin darse la molestia de un divorcio legal y lograron mantener la amistad. Están unidos por los mismos intereses que compartían antes de la aparición de Alfons Zaleski, excepto el montañismo, que no volvieron a practicar después del accidente de Frances.
Daniel terminó la secundaria con buenas notas a los diecisiete años recién cumplidos y fue aceptado en la universidad para estudiar medicina, pero era tan evidente su inmadurez, que Alfons lo convenció de esperar un año y entretanto curtirse un poco. «Eres un mocoso, Daniel, cómo vas a ser médico si no sabes sonarte los mocos.» Ante la oposición cerrada de Robert y Alice, el polaco lo mandó a Guatemala en un programa estudiantil para que se hiciera hombre y aprendiera español. Daniel vivió nueve meses con una familia indígena en una aldea del lago Atitlán cultivando maíz y tejiendo cuerdas de sisal, sin mandar noticias, y regresó color petróleo, con el pelo como un arbusto impenetrable, con ideas de guerrillero y hablando quiché.
Después de esa experiencia, estudiar medicina le pareció un juego de niños.
Posiblemente el cordial triángulo de los Goodrich y Zaleski se habría deshecho una vez que crecieron los dos niños que habían criado juntos, pero la necesidad de cuidar a Frances los ha unido más que antes. Frances depende por completo de ellos.
Hace nueve años, Frances Goodrich sufrió una caída estrepitosa cuando toda la familia, menos el polaco, estaba escalando montañas en la Sierra Nevada, se quebró más huesos de los que se pueden contar y al cabo de trece operaciones complicadas y continuo ejercicio, apenas puede moverse. Daniel decidió estudiar medicina al ver a su hermana hecha pedazos en una cama de la Unidad de Cuidados Intensivos y optó por la psiquiatría porque ella se lo pidió.
La muchacha estuvo sumida en un coma profundo durante tres largas semanas. Sus padres consideraron la idea irrevocable de desconectarla del respirador, porque había sufrido una hemorragia cerebral y, de acuerdo a los pronósticos médicos, iba a quedar en estado vegetativo, pero Alfons Zaleski no lo permitió, porque tenía la corazonada de que Frances estaba suspendida en el limbo, pero si no la soltaban, iba a volver. La familia se turnaba para pasar día y noche en el hospital, hablándole, acariciándola, llamándola, y en el momento en que por fin ella abrió los ojos, un sábado a las cinco de la mañana, era Daniel quien estaba con ella. Frances no podía hablar, porque tenía una traqueotomía, pero él tradujo lo que expresaban sus ojos y le anunció al mundo que su hermana estaba muy contenta de vivir y más valía abandonar el plan misericordioso de ayudarla a morir. Se habían criado unidos como mellizos, se conocían mejor que a sí mismos y no necesitaban palabras para entenderse.
La hemorragia no dañó el cerebro de Frances en la forma en que se temía, sólo le produjo pérdida temporal de la memoria, se puso bizca y perdió la audición en un oído, pero Daniel se dio cuenta de que algo fundamental había cambiado. Antes su hermana era como su padre, racional, lógica, inclinada a la ciencia y las matemáticas, pero después del accidente piensa con el corazón, según me explicó. Dice que Frances puede adivinar las intenciones y los estados de ánimo de la gente, es imposible ocultarle algo o engañarla y tiene chispazos de premonición tan acertados que Alfons Zaleski la está entrenando para que adivine los números premiados de la lotería. Se le ha desarrollado de forma espectacular la imaginación, la creatividad y la intuición. «La mente es mucho más interesante que el cuerpo, Daniel. Deberías ser psiquiatra, como papá, para que averigües por qué yo tengo tanto entusiasmo por vivir y otras personas que están sanas se suicidan», le dijo Frances, cuando pudo hablar.
El mismo coraje que antes empleaba en deportes arriesgados, le ha servido a Frances para aguantar el sufrimiento; ha jurado que se va a recuperar. Por el momento tiene la vida enteramente ocupada entre la rehabilitación física, que le consume muchas horas diarias, su asombrosa vida social en internet y sus estudios; se va a graduar este año en historia del arte. Vive con su curiosa familia. Los Goodrich y Zaleski decidieron que salía más conveniente vivir todos juntos con los cocker spaniels, que han aumentado a siete, y se cambiaron a una casa grande de un piso, donde Frances puede desplazarse de un lado a otro en su silla de ruedas con la mayor comodidad. Zaleski ha tomado varios cursos para ayudar a Frances con sus ejercicios y ya nadie se acuerda claramente de cuál es la relación entre los Goodrich y el pianista polaco; no importa, son tres buenas personas que se estiman y cuidan a una hija, tres personas que aman la música, los libros y el teatro, coleccionan vinos y comparten los mismos perros y los mismos amigos.
Frances no puede peinarse o cepillarse los dientes sola, pero mueve los dedos y maneja su computadora, así se conecta con la universidad y el mundo. Entramos en internet y Daniel me mostró el Facebook de su hermana, donde hay varias fotos de ella antes y después del accidente: una niña con cara de ardilla, pecosa, pelirroja, delicada y alegre. En su página tiene varios comentarios, fotos y videos del viaje de Daniel.
—Frances y yo somos muy diferentes —me contó—. Yo soy más bien quitado de bulla y sedentario, mientras que ella es un polvorín. Cuando chica quería ser exploradora y su libro favorito era los Naufragios y comentarios, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, un aventurero español del siglo XV. Le habría gustado ir a los confines de la tierra, al fondo del mar, a la luna. Mi viaje a América del Sur fue idea suya, es lo que ella había planeado y no podrá hacer. A mí me toca ver con sus ojos, escuchar con sus oídos y filmar con su cámara.
Yo temía, y sigo temiendo, que Daniel se asuste con mis confidencias y me rechace por desequilibrada, pero tuve que contarle todo, no se puede construir nada firme sobre mentiras y omisiones. Según Blanca, con quien he hablado de esto hasta cansarla, cada persona tiene derecho a sus secretos y ese afán mío de exhibirme en la luz menos favorable es una forma de soberbia. También he pensado en eso. La soberbia consistiría en pretender que Daniel me quiera a pesar de mis problemas y mi pasado. Mi Nini decía que a los hijos y nietos se los quiere incondicionalmente, pero no a la pareja. Manuel se calla sobre este asunto, pero me ha prevenido contra la imprudencia de enamorarme de un desconocido que vive muy lejos. ¿Qué otro consejo podía darme? Así es él: no corre riesgos sentimentales, prefiere la soledad de su covacha, donde se siente seguro.
En noviembre del año pasado, mi vida en Las Vegas estaba tan fuera de control y yo estaba tan enferma que los detalles se me confunden. Andaba vestida de hombre, con la capucha del chaquetón sobre los ojos, la cabeza metida en los hombros, moviéndome rápido, sin dar nunca la cara. Para descansar me pegaba a una pared, mejor aún al ángulo entre dos paredes, ovillada, con una botella rota en la mano que de poco me habría servido para defenderme. Dejé de pedir comida en el albergue para mujeres y empecé a ir al de hombres, esperaba para ponerme al final de la cola, tomaba mi plato y tragaba apurada en un rincón. Entre esos hombres, una mirada directa podía interpretarse como agresión, una palabra de más era peligrosa, eran seres anónimos, invisibles, salvo los viejos, que estaban algo dementes y habían acudido allí por años, ése era su territorio y nadie se metía con ellos. Yo pasaba por ser otro muchacho drogado de los muchos que aparecían arrastrados por la marea de la miseria humana. Era tal mi aspecto de vulnerabilidad, que a veces alguien que todavía tenía un resquicio de compasión, me saludaba con un «ni, buddie!». Yo no contestaba, porque la voz me habría delatado.
El mismo traficante que me cambiaba cigarrillos por crack, compraba aparatos electrónicos, CD, DVD, iPods, teléfonos móviles y videojuegos, pero no era fácil conseguirlos. Para robar ese tipo de cosa se requiere mucho atrevimiento y velocidad, que a mí me faltaban. Freddy me había explicado su método. Primero se debe hacer una visita de reconocimiento para estudiar la ubicación de las salidas y las cámaras de seguridad; luego, esperar a que la tienda esté llena y los empleados ocupados, lo cual ocurre especialmente en las liquidaciones, las fiestas y a comienzo y mediado del mes, días de pago. Eso está bien en teoría, pero si la necesidad es imperiosa no se pueden esperar las circunstancias ideales.
El día en que el oficial Arana me sorprendió había sido de continuo sufrimiento. Yo no había conseguido nada y llevaba horas con calambres, tiritando por la abstinencia y doblada de dolor por la cistitis, que se había agravado y ya sólo se calmaba con heroína o fármacos muy caros en el mercado negro. No podía seguir en ese estado ni una hora más e hice exactamente lo contrario de lo aconsejado por Freddy: entré desesperada a una tienda de electrónicos que no conocía, cuya única ventaja era la ausencia de un guardia armado en la puerta, como había en otras, sin preocuparme de los empleados o las cámaras, buscando a tontas y a locas la sección de juegos. Mi actitud y mi aspecto debían de haber llamado la atención. Encontré los juegos, cogí uno japonés de guerra, que a Freddy le gustaba, lo escondí debajo de la camiseta y me apresuré en salir. El código de seguridad del videojuego hizo sonar la alarma con un estrepitoso chillido apenas me acerqué a la puerta.
Eché a correr con una sorprendente energía, dada la condición lamentable en que me encontraba, antes de que los empleados alcanzaran a reaccionar. Seguí corriendo, primero por el medio de la calle, sorteando los vehículos, y luego por la acera, apartando a la gente a empujones y gritos obscenos, hasta que comprendí que nadie me seguía. Me detuve, jadeando, sin aliento, con un lanzazo en los pulmones, dolor sordo en la cintura y vejiga, humedad caliente de orina entre la piernas, y me dejé caer sentada en la acera, abrazada a la caja japonesa.
Momentos más tarde, dos manos pesadas y firmes me tomaron por los hombros. Al volverme, me enfrenté a unos ojos claros en un rostro muy bronceado. Era el oficial Arana, que no reconocí de inmediato, porque estaba sin uniforme y yo no podía enfocar la vista, pues estaba a punto de desmayarme. Pensándolo bien, resulta sorprendente que Arana no me encontrara antes. El mundo de mendigos, rateros, prostitutas y adictos se limita a ciertos barrios y calles que la policía conoce de sobra y vigila, tal como tiene el ojo puesto en los albergues para indigentes, donde tarde o temprano van a parar los hambrientos. Vencida, saqué el videojuego de mi camiseta y se lo entregué.
El policía me levantó del suelo por un brazo y debió sostenerme, porque se me doblaban las piernas. «Ven conmigo», me dijo, con más gentileza de la que cabía esperar. «Por favor… no me arreste, por favor…», le solté a borbotones. «No te voy a arrestar, tranquila.» Me condujo veinte metros más adelante a La Taquería, un comedero mexicano, donde los mesoneros trataron de impedirme la entrada al ver mi estado de desamparo, pero cedieron cuando Arana les mostró su identificación. Me desmoroné en un asiento con la cabeza entre los brazos, sacudida por incontrolables temblores.
No sé cómo me reconoció Arana. Me había visto pocas veces y la ruina que tenía delante no se parecía en nada a la muchacha sana con el pelo como plumitas platinadas, vestida a la moda, que él conocía. Se dio cuenta de inmediato de que no era comida lo que yo necesitaba con más urgencia y, ayudándome, como a una inválida, me llevó al baño. Echó un vistazo para asegurarse de que estábamos solos, me puso algo en la mano y me empujó suavemente hacia adentro, mientras él montaba guardia en la puerta. Polvo blanco. Me soné la nariz con papel higiénico, ansiosa, apurada, y esnifé la droga, que me subió como un cuchillo helado a la frente. Al instante me invadió ese alivio prodigioso que cualquier yonqui conoce, dejé de tiritar y gemir, se me despejó la mente.
Me mojé la cara y traté de ordenarme un poco el pelo con los dedos, sin reconocer en el espejo a ese cadáver de ojos enrojecidos y mechas grasientas de dos colores. No soportaba mi propio olor, pero era inútil lavarme si no podía cambiarme de ropa. Afuera me esperaba Arana de brazos cruzados, apoyado en la pared. «Siempre llevo algo para las emergencias como éstas», y me sonrió con sus ojos como rayitas.
Volvimos a la mesa y el oficial me compró una cerveza, que me cayó como agua bendita en el estómago, y me obligó a comer unos bocados de fajitas de pollo antes de darme dos pastillas. Debían de ser de algún analgésico muy fuerte, porque insistió en que no podía tomarlas con el estómago vacío. En menos de diez minutos yo había resucitado.
—Cuando mataron a Brandon Leeman te busqué para tomarte una declaración y que identificaras el cuerpo. Era sólo una formalidad, porque no cabía ninguna duda de quién era. Fue un típico crimen entre traficantes —me dijo.
—¿Se sabe quién lo hizo, oficial?
—Tenemos una idea, pero faltan pruebas. Le metieron once balas y más de uno debe de haber escuchado el tiroteo, pero nadie colabora con la policía. Pensé que ya habrías vuelto con tu familia, Laura. ¿En qué quedaron tu planes de ir a la universidad? Nunca imaginé que te encontraría en estas condiciones.
—Me asusté, oficial. Cuando supe que lo habían matado no me atreví a volver al edificio y me escondí. No pude llamar a mi familia y terminé en la calle.
—Y adicta, por lo visto. Necesitas…
—¡No! —lo interrumpí—. De verdad estoy bien, oficial, no necesito nada. Me iré a mi casa, me van a mandar dinero para el bus.
—Me debes algunas explicaciones, Laura. Tu supuesto tío no se llamaba Brandon Leeman ni ninguno de los nombres que aparecían en la media docena de cédulas falsas en su poder. Fue identificado como Hank Trevor, con dos condenas de prisión en Atlanta.
—Nunca me habló de eso.
—¿Tampoco te habló de su hermano Adam?
—Puede que lo mencionara, no me acuerdo.
El policía pidió otra cerveza para cada uno y enseguida me contó que Adam Trevor era uno de los mejores falsificadores de dinero del mundo. A los quince años entró a trabajar en una imprenta en Chicago, donde aprendió el oficio de la tinta y el papel, y después desarrolló una técnica para falsificar billetes tan perfectos, que pasaban la prueba de la lapicera y de la luz ultravioleta. Los vendía a cuarenta o cincuenta centavos por dólar a las mafias de China, India y los Balcanes, que los mezclaban con billetes verdaderos antes de introducirlos en la corriente del mercado. El negocio de dinero falsificado, uno de los más lucrativos del mundo, exige discreción total y sangre fría.
—Brandon Leeman, o mejor dicho Hank Trevor, carecía del talento o la inteligencia de su hermano, era un delincuente de poca monta. Lo único en común que tenían los hermanos era su mentalidad criminal. ¿Para qué partirse el lomo en un trabajo honrado si la delincuencia es más rentable y divertida? No les falta razón, ¿verdad, Laura? Te confieso que siento cierta admiración por Adam Trevor, es un artista y nunca le ha hecho daño a nadie, fuera del gobierno americano —concluyó Arana.
Me explicó que la regla fundamental de un falsificador es no gastar su dinero sino venderlo lo más lejos posible, sin dejar pistas que pudieran conducir al autor o a la imprenta. Adam Trevor violó esa regla y le entregó una suma a su hermano, quien en vez de guardarla, como seguramente eran sus instrucciones, empezó a gastarla en Las Vegas. Arana agregó que él tenía veinticinco años de experiencia en el Departamento de Policía y sabía muy bien a qué se dedicaba Brandon Leeman y lo que yo hacía para él, pero no nos había arrestado porque yonquis como nosotros carecíamos de importancia; si detuvieran a cada drogadicto y traficante de Nevada no habría suficientes celdas donde ponerlos. Sin embargo, cuando Leeman puso en circulación dinero falsificado, se colocó en otra categoría, muy por encima de su liga. La única razón para no apresarlo de inmediato fue la posibilidad de que a través de él se pudiera descubrir el origen de los billetes.
—Yo llevaba meses vigilándolo con la esperanza de que me condujera a Adam Trevor, imagínate mi frustración cuando lo asesinaron. Te andaba buscando porque tú sabes dónde guardaba tu amante el dinero que recibía de su hermano…
—¡No era mi amante! —lo interrumpí.
—Eso da lo mismo. Quiero saber dónde puso el dinero y cómo localizar a Adam Trevor.
—Si supiera dónde hay dinero, oficial, ¿cree que estaría en la calle?
Una hora antes se lo habría dicho sin vacilar, pero la droga, las pastillas, las cervezas y un vasito de tequila me habían despejado temporalmente la angustia y recordé que no debía meterme en ese lío. Ignoraba si los billetes del depósito de Beatty eran falsos, auténticos, o una mezcla de ambos, pero en cualquier caso no me convenía que Arana me relacionara con aquellas bolsas. Como aconsejaba Freddy, siempre lo más seguro es callarse. Brandon Leeman había muerto brutalmente, sus asesinos andaban sueltos, el policía había mencionado a las mafias y cualquier información que yo soplara provocaría la venganza de Adam Trevor.
—Cómo se le ocurre que Brandon Leeman me iba a confiar algo así, oficial. Yo era su chica de los mandados. Joe Martin y el Chino eran sus socios, ellos participaban en sus negocios y lo acompañaban a todas partes, no yo.
—¿Eran socios?
—Eso creo, pero no estoy segura, porque Brandon Leeman no me contaba nada. Hasta este momento yo ni siquiera sabía que se llamaba Hank Trevor.
—Es decir, Joe Martin y el Chino saben dónde está el dinero.
—Tendría que preguntarle a ellos. El único dinero que yo veía eran las propinas que me daba Brandon Leeman.
—Y el que cobrabas para él en los hoteles.
Siguió interrogándome para averiguar detalles de la convivencia en el antro de delincuencia que era el edificio de Brandon Leeman y le respondí con cautela, sin mencionar a Freddy ni darle pistas sobre las bolsas de El Paso TX. Traté de involucrar a Joe Martin y el Chino, con la idea de que si eran arrestados, yo me libraría de ellos, pero Arana no pareció interesado en ellos. Habíamos terminado de comer hacía rato, eran cerca de las cinco de la tarde y en el modesto restaurante mexicano sólo quedaba un mesonero esperando a que nos fuéramos. Como si no hubiera hecho bastante por mí, el oficial Arana me regaló diez dólares y me dio el número de su celular, para que estuviéramos en contacto y lo llamara si me veía en apuros. Me advirtió que debía avisarle antes de irme de la ciudad y me aconsejó cuidarme, porque había barrios muy peligrosos en Las Vegas, especialmente de noche, como si yo no lo supiera. Al despedirnos se me ocurrió preguntarle por qué andaba sin uniforme y me confió que estaba colaborando con el FBI: la falsificación de dinero es un crimen federal.
Las precauciones que me permitieron ocultarme en Las Vegas fueron inútiles ante la Fuerza del Destino, con mayúsculas, como diría mi abuelo refiriéndose a una de sus óperas favoritas de Verdi. Mi Popo aceptaba la idea poética del destino, qué otra explicación cabía para haber encontrado a la mujer de su vida en Toronto, pero era menos fatalista que mi abuela, para quien el destino es algo tan seguro y concreto como la herencia genética. Ambos, el destino y los genes, determinan lo que somos, no se pueden cambiar; si la combinación es virulenta, estamos fregados, pero si no es así, podemos ejercer cierto control sobre la propia existencia, siempre que la carta astrológica sea favorable. Tal como ella me explicaba, venimos al mundo con ciertos naipes en la mano y hacemos nuestro juego; con naipes similares una persona puede hundirse y otra superarse. «Es la ley de la compensación, Maya. Si tu destino es nacer ciega, no estás obligada a sentarte en el metro a tocar la flauta, puedes desarrollar el olfato y convertirte en catadora de vinos.» Típico ejemplo de mi abuela.
De acuerdo a la teoría de mi Nini, yo nací predestinada a la adicción, vaya uno a saber por qué, ya que no está en mis genes, mi abuela es abstemia, mi padre sólo toma un vaso de vino blanco de vez en cuando y mi madre, la princesa de Laponia, me dejó una buena impresión la única vez que la vi. Claro que eran las once de la mañana y a esa hora casi todo el mundo está más o menos sobrio. En cualquier caso, entre mis cartas figura la de la adicción, pero con voluntad e inteligencia yo podría idear jugadas maestras para mantenerla bajo control. Sin embargo, las estadísticas son pesimistas, hay más ciegos que se convierten en catadores de vinos, que adictos rehabilitados. Teniendo en cuenta otras zancadillas que me ha hecho el destino, como haber conocido a Brandon Leeman, mis posibilidades de llevar una vida normal eran mínimas antes de la oportuna intervención de Olympia Pettiford. Así se lo dije a mi Nini y ella me contestó que siempre se puede hacer trampa con las cartas. Eso es lo que ella hizo al enviarme a esta islita de Chiloé: trampa con las cartas.
El mismo día de mi encuentro con Arana, unas horas más tarde, Joe Martin y el Chino dieron finalmente conmigo a pocas cuadras del comedero mexicano, donde el oficial me había socorrido. No vi la temible camioneta negra ni los sentí acercarse hasta que los tuve encima, porque había gastado los diez dólares en drogas y estaba volada. Me cogieron entre los dos, me levantaron en vilo y me metieron a la fuerza al vehículo, mientras yo gritaba y lanzaba patadas a la desesperada. Algunas personas se detuvieron por el escándalo, pero nadie intervino, quién se va meter con dos matones peligrosos y una mendiga histérica. Traté de tirarme del coche en marcha, pero Joe Martin me paralizó de un golpe en el cuello.
Me llevaron al edificio que ya conocía, las canchas de Brandon Leeman, donde ahora los capos eran ellos, y a pesar de mi aturdimiento pude darme cuenta de que estaba más deteriorado, se habían multiplicado las groserías pintarrajeadas en los muros, la basura y los vidrios rotos, olía a excremento. Entre los dos me subieron al tercer piso, abrieron la reja y entramos al apartamento, que estaba vacío. «Ahora vas a cantar, puta maldita», me amenazó Joe Martin, a dos centímetros de mi cara, estrujándome los senos con sus manazas de simio. «Vas a decirnos adonde guardó Leeman el dinero o te romperé los huesos uno a uno.»
En ese instante sonó el celular del Chino, quien habló un par de frases y después le dijo a Joe Martin que ya habría tiempo para partirme los huesos, tenían órdenes de irse, los estaban esperando. Me amordazaron con un trapo en la boca y cinta adhesiva, me tiraron sobre uno de los colchones, me ataron los tobillos y las muñecas con un cable eléctrico y unieron la amarra de los tobillos con la de los brazos, de modo que quedé doblada hacia atrás. Se fueron, después de advertirme una vez más lo que me harían a su regreso, y quedé sola, sin poder gritar ni moverme, el cable cortándome los tobillos y las muñecas, el cuello tieso por el golpe, ahogándome con el trapo en la boca, aterrada por lo que me esperaba en manos de esos asesinos y porque empezaba a disiparse el efecto del alcohol y las drogas. En la boca tenía el trapo y un regusto de fajitas de pollo del almuerzo. Trataba de controlar el vómito, que me subía por la garganta y me habría sofocado.
¿Cuánto rato estuve sobre ese colchón? Es imposible saberlo con certeza, pero me parecieron varios días, aunque pudo haber sido menos de una hora. Muy pronto empecé a temblar violentamente y morder el trapo, ya empapado de saliva, para no tragármelo. Con cada sacudón se incrustaba más el cable de las amarras. El miedo y el dolor me impedían pensar, se me estaba acabando el aire y empecé a rezar para que volvieran Joe Martin y el Chino, para decirles todo lo que querían saber, para llevarlos yo misma a Beatty, a ver si podían volar los candados del depósito a balazos, y si después me daban un tiro en la cabeza, eso sería preferible a morir supliciada como un animal. No me importaba para nada ese dinero maldito, por qué no confié en el oficial Arana, por qué, por qué. Ahora, meses más tarde en Chiloé, con la calma de la distancia, comprendo que ésa era la forma de hacerme confesar, no era necesario partirme los huesos, el tormento de la abstinencia era suficiente. Ésa fue, seguramente, la orden que le dieron al Chino en el celular.
Afuera se había puesto el sol, ya no se filtraba luz entre las tablas de la ventana, y adentro la oscuridad era total, mientras yo, cada vez más enferma, seguía rogando para que volvieran los asesinos. La fuerza del destino. No fueron Joe Martin y el Chino quienes encendieron la luz y se inclinaron sobre mí, sino Freddy, tan flaco y tan demente, que por un momento no lo reconocí. «Joder, Laura, joder, joder», mascullaba mientras trataba de quitarme la mordaza con mano tembleque. Por fin sacó el trapo y pude aspirar una bocanada inmensa y llenarme de aire los pulmones, con arcadas, tosiendo. Freddy, Freddy, bendito seas Freddy. No pudo desamarrarme, los nudos se habían fosilizado y él contaba con una sola mano, a la otra le faltaban dos dedos y nunca recuperó la movilidad después de que se la machacaron. Fue a buscar un cuchillo a la cocina y empezó a lidiar con el cable hasta que logró cortarlo y, al cabo de eternos minutos, soltarme. Yo tenía heridas sangrientas en los tobillos y las muñecas, pero sólo las noté más tarde, en esos momentos estaba dominada por la angustia de la abstinencia, conseguir otra dosis era lo único que me importaba.
Fue inútil tratar de levantarme, estaba sacudida por espasmos convulsivos, sin control de las extremidades. «Joder, joder, joder, tienes que salir de aquí, joder, Laura, joder», repetía el muchacho, como una letanía. Freddy se fue otra vez a la cocina y volvió con una pipa, un soplete y un puñado de crack. Lo encendió y me lo puso en la boca. Inhalé a fondo y eso me devolvió algo de fuerza. «¿Cómo vamos a salir de aquí, Freddy?», murmuré; me castañeteaban los dientes. «Andando es la única forma. Ponte de pie, Laura», respondió.
Y andando salimos de la forma más simple, por la puerta principal. Freddy tenía el control remoto para abrir la reja y nos deslizamos por la escalera en la oscuridad, pegados a la pared, él sosteniéndome por la cintura, yo apoyada en sus hombros. ¡Era tan pequeño! Pero su corazón valiente suplía de sobra su fragilidad. Tal vez nos vieron algunos de los fantasmas de los pisos inferiores y les dijeron a Joe Martin y al Chino que Freddy me había rescatado, nunca lo sabré. Si nadie se los dijo, igualmente lo dedujeron, quién otro iba a jugarse la vida por ayudarme.
Caminamos un par de cuadras por las sombras de las casas, alejándonos del edificio. Freddy trató de detener varios taxis, que al vernos seguían de largo, debíamos de presentar un aspecto deplorable. Me llevó a una parada de buses y nos subimos al primero que pasó, sin fijarnos adonde iba ni hacer caso de las caras de repugnancia de los pasajeros ni las miradas del chofer por el espejo retrovisor. Yo olía a orina, estaba desgreñada, tenía rastros de sangre en los brazos y las zapatillas. Podrían habernos obligado a salir del bus o haber advertido a la policía, pero en eso también tuvimos suerte y no lo hicieron.
Nos bajamos en la última parada, donde Freddy me llevó a un baño público y me lavé lo mejor posible, que no era mucho, porque tenía la ropa y el pelo asquerosos, y luego subimos en otro bus, y otro más, y dimos vueltas por Las Vegas durante horas para despistar. Por último Freddy me llevó a un barrio negro donde yo nunca había estado, mal alumbrado, con las calles vacías a esa hora, casas humildes de empleados bajos y obreros, porches con sillas de mimbre, patios con trastos, coches viejos. Después de la terrible paliza que le habían dado a ese niño por meterse en un barrio que no le correspondía, se requería mucho valor para llevarme allí, pero él no parecía preocupado, como si hubiera andado en esas calles muchas veces.
Llegamos a una casa, que en nada se diferenciaba de las otras, y Freddy tocó el timbre varias veces, con insistencia. Por fin oímos una voz de trueno: «¿Quién se atreve a molestar tan tarde?». Se encendió una luz en el porche, se entreabrió la puerta y un ojo nos inspeccionó. «¡Bendito sea el Señor! ¿qué no eres tú Freddy?»
Era Olympia Pettiford en una bata de peluche rosado, la enfermera que había cuidado a Freddy en el hospital cuando le dieron la paliza, la giganta dulce, la madona de los desamparados, la mujer espléndida que dirigía su propia iglesia de las Viudas por Jesús. Olympia abrió su puerta de par en par y me acogió en su regazo de diosa africana, «pobre niña, pobre niña». Me llevó en brazos al sofá de su sala y allí me tendió con la delicadeza de una madre con su recién nacido.
En casa de Olympia Pettiford estuve atrapada por completo en el horror del síndrome de abstinencia, peor que cualquier dolor físico, dicen, pero menor que el dolor moral de sentirme indigna o el dolor terrible de perder a alguien tan querido, como mi Popo. No quiero pensar en lo que sería perder a Daniel… El marido de Olympia, Jeremiah Pettiford, un verdadero ángel, y las Viudas por Jesús, unas señoras negras maduras, sufridas, mandonas y generosas, se turnaron para sostenerme en los peores días. Cuando me castañeteaban tanto los dientes que apenas me salía la voz para clamar por un trago, un solo trago de algo fuerte, cualquier cosa para sobrevivir, cuando los temblores y los retortijones me martirizaban y el pulpo de la angustia me cernía las sienes y me estrujaba en sus mil tentáculos, cuando sudaba y me debatía y luchaba y trataba de escapar, esas Viudas maravillosas me sujetaron, me mecieron, me consolaron, rezaron y cantaron por mí y no me dejaron sola ni un solo instante.
«Arruiné mi vida, no puedo más, quiero morirme», sollocé en algún momento, cuando pude articular algo más que insultos, súplicas y maldiciones. Olympia me agarró por los hombros y me obligó a mirarla a los ojos, enfocar la vista, prestar atención, escucharla: «¿Quién te dijo que iba a ser fácil, niña? Aguanta. Nadie se muere por esto. Te prohíbo que hables de morirte, eso es un pecado. Ponte en manos de Jesús y vivirás con decencia los setenta años que te quedan por delante».
De algún modo se las arregló Olympia Pettiford para conseguirme un antibiótico, que dio cuenta de la infección urinaria, y Valium para ayudarme con los síntomas de abstinencia, imagino que los sustrajo del hospital con la conciencia limpia, porque contaba con el perdón anticipado de Jesús. La cistitis me había llegado a los riñones, según me explicó, pero sus inyecciones la controlaron en unos días y me dio un frasco de pastillas para tomar en las dos semanas siguientes. No recuerdo cuánto tiempo agonicé por la abstinencia, debieron de ser dos o tres días, pero me parecieron un mes.
Fui saliendo del pozo de a poco y me asomé a la superficie. Pude tragar sopa y avena con leche, descansar y dormir en algunos momentos; el reloj se burlaba de mí y una hora se estiraba como una semana. Las Viudas me bañaron, me cortaron las uñas y me quitaron los piojos, me curaron las heridas inflamadas de las agujas y de los cables que me habían roto las muñecas y los tobillos, me hicieron masajes con aceite de bebé para aflojar las costras, me consiguieron ropa limpia y me vigilaron para evitar que saltara por la ventana y fuera a buscar drogas. Cuando al fin pude ponerme de pie y caminar sin ayuda, me llevaron a su iglesia, un galpón pintado de celeste, donde se reunían los miembros de la reducida congregación. No había jóvenes, todos eran afroamericanos, la mayoría mujeres y supe que los pocos hombres que había no eran necesariamente viudos. Jeremiah y Olympia Pettiford, ataviados con túnicas de raso violeta con guardas amarillas, condujeron un servicio para dar gracias a Jesús en mi nombre. ¡Esas voces! Cantaban con el cuerpo entero, balanceándose como palmeras, los brazos alzados al cielo, alegres, tan alegres que sus cantos me limpiaron por dentro.
Olympia y Jeremiah no quisieron averiguar nada de mí, ni siquiera mi nombre, les bastó que Freddy me hubiera llevado a su puerta para acogerme. Adivinaron que yo huía de algo y prefirieron no saber de qué, en caso de que alguien les hiciera preguntas comprometedoras. Rezaban por Freddy a diario, le pedían por él a Jesús, que se desintoxicara y aceptara ayuda y amor, «pero a veces Jesús se demora en contestar, porque recibe demasiadas peticiones», me explicaron. Tampoco yo me quitaba a Freddy de la cabeza, temía que cayera en manos de Joe Martin y el Chino, pero Olympia confiaba en su astucia y su asombrosa capacidad de sobrevivir.
Una semana más tarde, cuando los síntomas de la infección habían desaparecido y yo podía estar más o menos quieta sin Valium, le pedí a Olympia que llamara a mi abuela a California, porque yo no era capaz de hacerlo. Eran las siete de la mañana cuando Olympia marcó el número que le di y mi Nini atendió de inmediato, como si hubiera estado seis meses sentada junto al teléfono, esperando. «Su nieta está lista para volver a casa, venga a buscarla.»
Once horas más tarde, una camioneta colorada se detuvo ante la vivienda de los Pettiford. Mi Nini pegó el dedo en el timbre con la urgencia del cariño y yo caí en sus brazos, ante la mirada complacida de los dueños de casa, varias Viudas y de Mike O'Kelly, quien estaba sacando su silla de ruedas del vehículo de alquiler. «¡Chiquilla de mierda! ¡Cómo nos has hecho sufrir! ¡Qué te habría costado llamarme para que supiéramos que estabas viva!», fue el saludo de mi Nini, en español y a gritos, como habla cuando está muy emocionada, y enseguida: «Te ves pésimo, Maya, pero tienes el aura verde, color de sanación, eso es buen síntoma». Mi abuela estaba mucho más chica de lo que yo recordaba, en pocos meses se había reducido y sus ojeras moradas, antes tan sensuales, ahora la envejecían. «Le avisé a tu papá, viene volando de Dubai y mañana te esperará en la casa», me dijo, aferrada a mi mano y mirándome con ojos de lechuza para impedir que desapareciera de nuevo, pero se abstuvo de agobiarme a preguntas. Pronto las Viudas nos llamaron a la mesa: pollo frito, papas fritas, vegetales apañados y fritos, buñuelos fritos, un festín de colesterol para celebrar el reencuentro de mi familia.
Después de cenar, las Viudas por Jesús se despidieron y se fueron, mientras nosotros nos reuníamos en la salita, donde la silla de ruedas apenas cabía. Olympia les dio a mi Nini y a Mike un resumen de mi estado de salud y el consejo de mandarme a un programa de rehabilitación apenas llegáramos a California, lo cual Mike, quien sabe mucho de estas cosas, ya había decidido por su cuenta, y luego se retiró con discreción. Entonces los puse al día brevemente sobre lo que había sido mi vida desde mayo, saltándome la noche con Roy Fedgewick en el motel y la prostitución, que habrían destrozado a mi Nini. A medida que les contaba de Brandon Leeman, mejor dicho, Hank Trevor, el dinero falsificado, los asesinos que me secuestraron y lo demás, mi abuela se retorcía en el asiento, repitiendo entre dientes «chiquilla de mierda», pero los ojos azules de Blancanieves brillaban como luces de avión. Estaba encantado de hallarse finalmente en medio de un caso policial.
—La falsificación de dinero es un crimen muy grave, se paga más caro que un asesinato con premeditación y alevosía —nos informó alegremente.
—Así me dijo el oficial Arana. Lo mejor sería llamarlo y confesarle todo, me dejó su número —les propuse.
—¡Qué idea genial! ¡Digna de la burra de mi nieta! —exclamó mi Nini—. ¿Te gustaría pasar veinte años en San Quintín y acabar en la silla eléctrica, chiquilla tonta? Anda entonces, corre a contarle al poli que eres cómplice.
—Cálmate Nidia. Lo primero será destruir la evidencia, para que no puedan relacionar a tu nieta con el dinero. Enseguida, la llevaremos a California sin dejar trazos de su paso por Las Vegas y después, cuando recupere la salud, la haremos desaparecer, ¿qué te parece?
—¿Cómo vamos a hacer eso? —le preguntó ella.
—Aquí todos la conocen como Laura Barron, menos las Viudas por Jesús, ¿no es así, Maya?
—Las Viudas tampoco saben mi verdadero nombre —aclaré.
—Excelente. Vamos a regresar a California en la camioneta que alquilamos —decidió Mike.
—Bien pensado, Mike —intervino mi Nini, a quien también le habían empezado a brillar los ojos—. Para el avión Maya necesita un pasaje a su nombre y alguna forma de identificación, eso deja huellas, pero en auto podemos cruzar el país sin que nadie se entere. Podemos devolver la camioneta en Berkeley.
De esa manera expedita los dos miembros del Club de Criminales organizaron mi salida de la Ciudad del Pecado. Era tarde, estábamos cansados y había que dormir antes de poner en práctica el plan. Me quedé esa noche con Olympia, mientras Mike y mi abuela conseguían un hotel. En la mañana siguiente nos juntamos con los Pettiford a tomar el desayuno, que alargamos lo más posible, porque nos daba pena despedirnos de mi benefactora. Mi Nini, agradecida y en deuda para siempre con los Pettiford, les ofreció hospitalidad incondicional en Berkeley, «mi casa es su casa», pero por precaución no quisieron saber el nombre de mi familia ni la dirección. Sin embargo, cuando Blancanieves le dijo que había salvado a jóvenes como Freddy y podía ayudar al chico, Olympia aceptó su tarjeta. «Las Viudas por Jesús lo buscaremos hasta encontrarlo y se lo llevaremos, aunque sea amarrado», le aseguró. Me despedí de esa adorable pareja con un abrazo inmenso y la promesa de volver a verlos.
Mi abuela, Mike y yo partimos en la camioneta colorada rumbo a Beatty y por el camino discutimos la forma de abrir los candados. No era cosa de ponerle dinamita a la puerta, como sugirió mi Nini, porque en caso de que la consiguiéramos, el estallido podría llamar la atención y además la fuerza bruta es el último recurso de un buen detective. Me hicieron repetirles diez veces los pormenores del par de viajes que hice con Brandon Leeman al depósito.
—¿Cuál era exactamente el mensaje que debías darle a su hermano por teléfono? —me preguntó una vez más mi Nini.
—La dirección donde estaban las bolsas.
—¿Eso es todo?
—¡No! Ahora que me acuerdo, Leeman insistió mucho en que debía decirle a su hermano adonde estaban las bolsas de El Paso TX.
—¿Se refería a la ciudad de El Paso en Texas?
—Supongo, pero no estoy segura. La otra bolsa no tenía marca, era una bolsa de viaje ordinaria.
El par de detectives aficionados dedujo que la clave de los candados estaba en el nombre, por eso Leeman me había majadeado con la exactitud del mensaje. Se demoraron tres minutos en traducir las letras a números, una clave tan sencilla que los defraudó, porque esperaban un desafío a la altura de sus capacidades. Bastaba ver un teléfono: las ocho letras correspondían a ocho números, cuatro para cada combinación, 3578 y 7689.
Pasamos a comprar guantes de goma, un trapo, una escoba, fósforos y alcohol, luego a una ferretería por un bidón de plástico y una pala, y por último a una gasolinera a llenar el tanque del vehículo y el bidón. Seguimos al depósito, que por suerte yo recordaba, porque hay varios en ese sector. Localicé la puerta correspondiente y mi Nini, con guantes, abrió los candados al segundo intento; rara vez la he visto más contenta. Adentro se hallaban las dos bolsas, tal como las había dejado Brandon Leeman. Les dije que en las dos visitas anteriores yo no había tocado nada, fue Leeman quien manipuló los candados, sacó las bolsas del carro y volvió a cerrar el depósito, pero mi Nini opinó que si yo andaba drogada no podía estar segura de nada. Mike limpió con el trapo empapado en alcohol las superficies donde podrían haber huellas digitales, desde la puerta hacia adentro.
Por curiosidad echamos una mirada dentro de los cajones y hallamos rifles, pistolas y municiones. Mi Nini pretendía que saliéramos armados como guerrilleros, ya que estábamos metidos hasta las narices en el ambiente criminal, y a Blancanieves la idea le pareció estupenda, pero no se los permití. Mi Popo nunca quiso poseer un arma, decía que las carga el diablo y si uno la tiene, acaba por usarla y después se arrepiente. Mi Nini creía que si su marido hubiera poseído un arma, la habría matado a ella cuando tiró a la basura sus partituras de ópera, a la semana de casados. ¡Qué darían los miembros del Club de Criminales por esos dos cajones de juguetes mortíferos! Echamos las bolsas en la camioneta, mi Nini barrió el suelo para borrar las marcas de nuestros zapatos y de la silla de ruedas, cerramos los candados y nos alejamos, desarmados.
Con las bolsas en la camioneta nos fuimos a descansar unas horas en un motel, después de comprar agua y provisiones para el viaje, que nos tomaría unas diez horas. Mike y mi Nini habían llegado en avión y alquilaron el vehículo en el aeropuerto de Las Vegas, no sabían lo larga, recta y aburrida que es la carretera, pero al menos en esa época no era el caldero hirviente que es en otros meses, cuando la temperatura sube a más de cuarenta grados. Mike O'Kelly se llevó las bolsas del tesoro a su pieza y yo compartí una cama ancha en otra pieza con mi abuela, quien me tuvo cogida de la mano la noche entera. «No pienso escaparme, Nini, no te preocupes», le aseguré, medio desmayada de fatiga, pero no me soltó. Ninguna de las dos pudo dormir mucho y aprovechamos para conversar, teníamos mucho que decirnos. Me habló de mi papá, de cómo había sufrido con mi escapada, y me repitió que nunca me perdonaría que los hubiera tenido cinco meses, una semana y dos días sin noticias, les había destrozado los nervios y partido el corazón. «Perdona, Nini, no lo pensé…» Y en verdad eso no se me ocurrió, sólo había pensado en mí.
Le pregunté por Sarah y Debbie y me contó que había asistido a la graduación de mi clase de Berkeley High, invitada especialmente por el señor Harper, con quien llegó a tener amistad, porque siempre se había interesado por saber de mí. Debbie se graduó con el resto de mis compañeros, pero a Sarah la habían sacado de la escuela y llevaba meses en una clínica, en el último estado de debilidad, convertida en un esqueleto. Al término de la ceremonia, Debbie se le acercó para preguntarle por mí. Iba de azul, fresca y bonita, nada quedaba de sus trapos góticos ni de su maquillaje de ultratumba, y mi Nini, picada, le anunció que yo me había casado con un heredero y andaba en las Bahamas. «¿Para qué le iba a decir que habías desaparecido, Maya? No quería darle ese gusto, mira el daño que te hizo esa desgraciada con sus malas costumbres», me anunció Don Corleone de la mafia chilena, que no perdona.
En cuanto a Rick Laredo, había sido arrestado por una estupidez que sólo a él podía ocurrírsele: secuestrar mascotas. Su operación, muy mal planeada, consistía en robarse algún chucho regalón y luego llamar a la familia para pedir recompensa por devolverlo. «Sacó la idea de los secuestros de millonarios en Colombia, ya sabes, esos insurgentes ¿cómo se llaman? ¿Farc? Bueno, algo así. Pero no te preocupes, Mike lo está ayudando y pronto lo van a soltar», concluyó mi abuela. Le aclaré que no me preocupaba para nada que Laredo estuviera entre rejas, al contrario, pensaba que ése era el sitio que le correspondía en el orden del universo. «No seas pesada, Maya, ese pobre muchacho estuvo muy enamorado de ti. Cuando lo suelten, Mike le va a conseguir trabajo en la Sociedad Protectora de Animales, para que aprenda a respetar a los perritos ajenos ¿qué te parece?» Esa solución no se le habría pasado por la mente a Blancanieves, tenía que ser de mi Nini.
Mike nos llamó por teléfono desde su pieza a las tres de la mañana, nos repartió bananas y bollos, pusimos el escaso equipaje en la camioneta y media hora más tarde íbamos en dirección a California con mi abuela al volante. Era noche cerrada, buena hora para evitar el tráfico y a los patrulleros. Yo iba cabeceando, sentía aserrín en los ojos, tambores en la cabeza, algodón en las rodillas y habría dado cualquier cosa por dormir un siglo, como la princesa del cuento de Perrault. Ciento noventa kilómetros más adelante nos salimos de la carretera y tomamos un sendero angosto, escogido por Mike en el mapa porque no conducía a ninguna parte, y pronto nos hallamos en una soledad lunar.
Hacía frío, pero entré en calor rápidamente cavando un hoyo, tarea imposible para Mike desde la silla de ruedas o para mi Nini con sus sesenta y seis años, y muy difícil para una sonámbula como yo. El terreno era pedregoso, con una vegetación rastrera seca y dura, me fallaban las fuerzas, nunca había usado una pala y las instrucciones de Mike y mi abuela sólo aumentaban mi frustración. Media hora más tarde sólo había logrado hacer una hendidura en el suelo, pero como tenía ampollas en las manos bajo los guantes de goma y apenas podía levantar la pala, los dos miembros del Club de Criminales debieron darse por satisfechos.
Quemar medio millón de dólares es más complicado de lo que suponíamos, porque no calculamos el factor viento, la calidad de trapo reforzado que tiene el papel, ni la densidad de los fajos. Después de varios intentos, optamos por el método más pedestre, poníamos puñados de billetes en el hoyo, los rociábamos con gasolina, les prendíamos fuego y abanicábamos el humo para evitar que se viera de lejos, aunque de noche eso era poco probable.
—¿Estás segura de que todo esto es falsificado, Maya? —me preguntó mi abuela.
—¿Cómo voy a estarlo, Nini? El oficial Arana dijo que normalmente se mezclan los billetes falsos con legales.
—Sería un despilfarro quemar billetes buenos, con tanto gasto que tenemos. Podríamos guardar un poco para emergencias… —sugirió ella.
—¿Estás loca, Nidia? Esto es más peligroso que nitroglicerina —la rebatió Mike.
Siguieron discutiendo acalorados mientras yo terminé de quemar el contenido de la primera bolsa y abrí la segunda. Adentro encontré sólo cuatro fajos de billetes y dos paquetes del tamaño de libros envueltos en plástico y cinta adhesiva de embalar. Rompimos la cinta con los dientes y a tirones, porque no disponíamos de algo cortante y debíamos apurarnos, empezaba a aclarar con nubes plomizas deslizándose apresuradas en un cielo bermellón. En los paquetes había cuatro placas metálicas para imprimir billetes de cien y cincuenta dólares.
—¡Esto vale una fortuna! —exclamó Mike—. Es mucho más valioso que los billetes que hemos quemado.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Según te dijo el policía, Maya, los billetes de Adam Trevor son tan perfectos que es casi imposible detectarlos. Las mafias pagarían millones por estas placas.
—O sea, podríamos venderlas —dijo mi Nini, esperanzada.
—Ni se te ocurra, Don Corleone —la atajó Mike con una mirada de cuchillo.
—No se pueden quemar —intervine.
—Tendremos que enterrarlas o tirarlas al mar —determinó él.
—Qué lástima, son obras de arte —suspiró mi Nini, y procedió a envolverlas cuidadosamente para evitar que se rayaran.
Terminamos de quemar el botín, tapamos el hoyo con tierra y antes de irnos Blancanieves insistió en marcar el sitio. «¿Para qué?», le pregunté. «Por si acaso. Así se hace en las novelas de crimen», me explicó. A mí me tocó buscar las piedras y hacer una pirámide encima del hoyo, mientras mi Nini medía los pasos hasta las referencias más cercanas y Mike dibujaba un plano en una de las bolsas de papel. Era como jugar a los piratas, pero no me dio el ánimo para discutirles. Hicimos el viaje a Berkeley con tres paradas para ir al baño, tomar café, echar gasolina y desprendernos de las bolsas, la pala, el bidón y los guantes en diferentes tachos de basura. El incendio de colores del amanecer había dado paso a la luz blanca del día y sudábamos en el vaho febril del desierto, porque el aire acondicionado del vehículo funcionaba a medias. Mi abuela no quiso cederme el volante, porque creía que yo todavía tenía el cerebro consternado y los reflejos entumecidos, y manejó por esa cinta interminable el día entero hasta la noche, sin quejarse ni una sola vez. «De algo me sirve haber sido chofer de limusinas», comentó, refiriéndose a la época en que conoció a mi Popo.
Daniel Goodrich quiso saber, cuando se lo conté, qué habíamos hecho con las placas. Mi Nini quedó encargada de tirarlas a la bahía de San Francisco desde el ferry.
Recuerdo que la flema de psiquiatra de Daniel Goodrich flaqueó cuando le conté esta parte de mi historia, por allá por mayo. ¿Cómo he podido vivir esta eternidad sin él? Daniel me escuchó boquiabierto y por su expresión deduje que nunca le había sucedido nada tan excitante como mis aventuras en Las Vegas. Me dijo que cuando volviera a Estados Unidos se pondría en contacto con mi Nini y Blancanieves, pero todavía no lo ha hecho. «Tu abuela es un caso, Maya. Haría buena pareja con Alfons Zaleski», me comentó.
—Ahora sabes por qué estoy viviendo aquí, Daniel. No es un capricho turístico, como puedes imaginarte. Mi Nini y O'Kelly decidieron mandarme lo más lejos posible hasta que se aclarara un poco la situación en que estoy metida. Joe Martin y el Chino andan tras el dinero, porque no saben que es falsificado; la policía quiere arrestar a Adam Trevor y él quiere recuperar sus placas antes de que lo haga el FBI. Yo soy el nexo y cuando lo descubran voy a tenerlos a todos en mis talones.
—Laura Barron es el nexo —me recordó Daniel.
—La policía debe de haber descubierto que ésa soy yo. Mis huellas digitales quedaron en muchas partes, los casilleros del gimnasio, el edificio de Brandon Leeman, incluso la casa de Olympia Pettiford, si es que agarraron a Freddy y lo hicieron hablar, ni Dios lo quiera.
—No mencionaste a Arana.
—Es buen tipo. Está colaborando con el FBI, pero cuando pudo arrestarme, no lo hizo, aunque sospechaba de mí. Me protegió. Sólo le interesa desmantelar la industria de dólares falsos y arrestar a Adam Trevor. Le darían una medalla por eso.
Daniel estuvo de acuerdo con el plan de mantenerme aislada por un tiempo, pero no le pareció peligroso que nos escribiéramos, qué necesidad hay de exagerar el delirio de persecución. Abrí una cuenta de correo electrónico a nombre de juanitocorrales@gmail.com. Nadie sospecharía de la relación entre Daniel Goodrich en Seattle con un chiquillo de Chiloé, uno más de los amigos hechos en el viaje con quienes se comunica regularmente. Desde que Daniel se fue he usado la cuenta a diario. Manuel no aprueba la idea, cree que los espías del FBI y sus hackers de la computación son como Dios, están en todas partes y todo lo ven.
Juanito Corrales es el hermano que yo quisiera haber tenido, como también lo fue Freddy. «Lléveselo a su país, gringuita, a mí no me sirve para nada este mocoso», me dijo una vez Eduvigis, en broma, y Juanito lo tomó tan en serio, que está haciendo planes para vivir conmigo en Berkeley. Es el único ser en el mundo que me admira. «Cuando sea grande, me voy a casar contigo, tía Gringa», me dice. Vamos por el tercer tomo de Harry Potter y sueña con ir al Colegio Hogwarts de Magia y tener su propia escoba voladora. Está orgulloso de haberme prestado su nombre para una cuenta de correo electrónico.
Naturalmente, a Daniel le pareció descabellado que hubiéramos quemado el dinero en el desierto, donde nos podía sorprender una patrulla, porque la carretera interestatal 15 tiene mucho tráfico de camiones y está vigilada por tierra y desde helicópteros. Antes de tomar esa decisión, Blancanieves y mi Nini barajaron diferentes opciones, incluso disolver los billetes en Drano, como hicieron una vez con un kilo de chuletas, pero todas presentaban riesgos y ninguna era tan definitiva y teatral como el fuego. Dentro de unos años, cuando puedan contar la historia sin ser arrestados, una hoguera en el desierto de Mojave suena mejor que líquido para desatascar cañerías.
Antes de conocer a Daniel no había pensado en el cuerpo masculino ni me había detenido a contemplarlo, salvo aquella visión inolvidable del David en Florencia, con sus cinco metros y diecisiete centímetros de perfección en mármol, pero con un pene bastante reducido de tamaño. Los muchachos con los que me acosté no se parecían para nada a ese David, eran torpes, malolientes, peludos y con acné. Pasé por la adolescencia enamorada de algunos actores de cine cuyos nombres ni recuerdo, sólo porque Sarah y Debbie o algunas chicas de la academia de Oregón también lo estaban, pero eran tan incorpóreos como los santos de mi abuela. Cabía la duda de que realmente fueran mortales, tal era la blancura de sus dientes y la suavidad de sus torsos depilados con cera y bronceados con el sol de los ociosos. Yo jamás los vería de cerca, mucho menos llegaría a tocarlos, habían sido creados para una pantalla y no para el manoseo delicioso del amor. Ninguno figuraba en mis fantasías eróticas. Cuando era chica, mi Popo me regaló un delicado teatro de cartón con personajes vestidos de papel para ilustrar los engorrosos argumentos de las óperas. Mis amantes imaginarios, como esas figuras de cartón, eran actores sin identidad que yo movía en un escenario. Ahora todos han sido reemplazados por Daniel, que ocupa mis noches y mis días, pienso y sueño con él. Se fue demasiado pronto, no alcanzamos a consolidar nada.
La intimidad requiere tiempo para madurar, una historia común, lágrimas derramadas, obstáculos superados, fotografías en un álbum, es una planta de crecimiento lento. Con Daniel estamos suspendidos en un espacio virtual y esta separación puede destruir el amor. Se quedó en Chiloé varios días más de los que había planeado, no alcanzó a llegar hasta la Patagonia, se fue al Brasil en avión y de allí a Seattle, donde ya está trabajando en la clínica de su padre. Entretanto yo debo terminar mi exilio en esta isla y, llegado el momento, supongo que decidiremos adonde juntarnos. Seattle es un buen lugar, llueve menos que en Chiloé, pero me gustaría más vivir aquí, no quisiera dejar a Manuel, Blanca, Juanito y el Fákin.
No sé si habría trabajo para Daniel en Chiloé. Según Manuel, los psiquiatras pasan hambre en este país, aunque hay más locos que en Hollywood, porque a los chilenos la felicidad les parece kitsch, son muy renuentes a gastar dinero en sobreponerse a la desdicha. Él mismo es un buen ejemplo, a mi parecer, porque si no fuera chileno habría explorado sus traumas con un profesional y viviría un poco más contento. Y no es que yo sea amiga de psicoterapias, cómo podría serlo después de mi experiencia en Oregón, pero a veces ayudan, como en el caso de mi Nini, cuando enviudó. Tal vez Daniel podría emplearse en otra cosa. Conozco a un académico de Oxford, de esos de chaqueta de tweed con parches de cuero en los codos, que se enamoró de una chilena, se quedó en la Isla Grande y ahora dirige una empresa turística. Y qué decir de la austríaca del épico trasero y el strudel de manzana; ésa era dentista en Innsbruck y ahora es dueña de una hostería. Con Daniel podríamos hacer galletas, eso tiene futuro, como dice Manuel, o poner un criadero de vicuñas, como yo pretendía en Oregón.
Ese 29 de mayo me despedí de Daniel con serenidad fingida, porque había varios curiosos en el embarcadero —nuestra relación se comentaba más que la telenovela— y no quería darles un espectáculo a estos chilotes deslenguados, pero a solas con Manuel en la casa lloré hasta que nos cansamos los dos. Daniel viajaba sin PC, pero al llegar a Seattle se encontró con cincuenta mensajes míos y me contestó, nada demasiado romántico, debía estar exhausto. Desde entonces nos comunicamos seguido, evitando lo que pueda identificarme, y tenemos un código para el amor, que él usa con demasiada mesura, de acuerdo a su carácter, y yo abuso sin medida, de acuerdo al mío.
Mi pasado es corto y debería tenerlo claro en la mente, pero no confío en mi caprichosa memoria, debo escribirlo antes de que empiece a cambiarlo o censurarlo. Dijeron por la televisión que unos científicos americanos han desarrollado una nueva droga para borrar recuerdos, que piensan usarla en el tratamiento de traumas psicológicos, especialmente de soldados que regresan deschavetados de la guerra. Todavía esa droga está en experimentación, deben afinarla para que no elimine la memoria completa. Si yo dispusiera de ella ¿qué elegiría olvidar? Nada. Las cosas malas del pasado son lecciones para el futuro y lo peor que me ha sucedido, la muerte de mi Popo, quiero recordarla siempre.
En el cerro, cerca de la gruta de la Pincoya, vi a mi Popo. Estaba de pie al borde del acantilado mirando hacia el horizonte, con su sombrero italiano, su ropa de viaje y su maleta de mano, como si hubiera venido de lejos y estuviera dudando entre irse o quedarse. Estuvo allí un momento demasiado breve, mientras yo, inmóvil, sin respirar para no asustarlo, lo llamaba sin voz; luego pasaron unas gaviotas chillando y se esfumó. No se lo he contado a nadie, para evitar explicaciones poco convincentes, aunque tal vez aquí me creerían. Si aúllan ánimas en pena en Cucao, si un barco tripulado de esperpentos navega por el golfo de Ancud y si los brujos se transforman en perros en Quicaví, la aparición en la gruta de la Pincoya de un astrónomo muerto es perfectamente posible. Puede no ser un fantasma, sino mi imaginación, que lo materializa en la atmósfera, como una proyección de cine. Chiloé es buen lugar para el ectoplasma de un abuelo y la imaginación de una nieta.
A Daniel le hablé mucho de mi Popo cuando estábamos solos y nos dedicábamos a contarnos nuestras vidas. Le describí mi niñez, que transcurrió dichosa en el adefesio arquitectónico de Berkeley. El recuerdo de esos años y del amor celoso de mis abuelos me sostuvo en los tiempos de desgracia. Mi papá tuvo poca influencia en mí, porque su trabajo de piloto lo mantenía más en el aire que en tierra firme. Antes de casarse vivía en la misma casa con nosotros, en dos habitaciones del segundo piso, con entrada independiente por una angosta escalera exterior, pero lo veíamos poco, porque si no estaba volando podía estar en brazos de alguna de esas enamoradas que llamaban por teléfono a horas intempestivas y a quienes él no mencionaba. Sus horarios cambiaban cada dos semanas y en la familia nos acostumbramos a no esperarlo ni a hacerle preguntas. Mis abuelos me criaron, ellos iban a las reuniones de padres en la escuela, me llevaban al dentista, me ayudaban con las tareas, me enseñaron a atarme los cordones de las zapatillas, andar en bicicleta, usar una computadora, me secaron las lágrimas, se rieron conmigo; no me acuerdo de un solo momento de mis primeros quince años en que mi Nini y mi Popo no estuvieran presentes y ahora, cuando mi Popo está muerto, lo siento más cerca que nunca, ha cumplido su promesa de que siempre iba a estar conmigo.
Se cumplieron dos meses desde que se fue Daniel, dos meses sin verlo, dos meses con el corazón hecho un nudo, dos meses escribiendo en este cuaderno las cosas que debería estar conversando con él. ¡Qué falta me hace! Esto es una agonía, una enfermedad mortal. En mayo, cuando Manuel volvió de Santiago, fingió no darse cuenta de que la casa entera olía a besos y el Fákin estaba nervioso porque no me ocupé de él y tuvo que salir a pasear solo, como todos los chuchos de este país; hace poco era un quiltro callejero y ahora anda con pretensiones de perrito faldero. Manuel dejó su maleta y nos anunció que necesitaba resolver ciertos asuntos con Blanca Schnake y en vista de que iba a llover, se quedaría a dormir en casa de ella. Aquí se sabe que va a llover cuando bailan las toninas y cuando hay «barras de luz», como llaman a los rayos de sol que atraviesan las nubes. Que yo sepa, nunca antes Manuel se había ido a dormir donde Blanca. Gracias, gracias, gracias, le soplé al oído en uno de esos abrazos largos, que él detesta. Me regaló otra noche con Daniel, que en ese momento estaba cargando de leña la estufa para cocinar un pollo con mostaza y panceta, invento de su hermana Frances, quien no ha cocinado en su vida, pero colecciona libros de cocina y se ha convertido en un chef teórico. Yo me había propuesto no mirar el reloj de buque en la pared, que se tragaba deprisa el tiempo que me quedaba con él.
En nuestra breve luna de miel le conté a Daniel de la clínica de rehabilitación en San Francisco, donde estuve casi un mes y que debe de ser muy parecida a la de su padre en Seattle.
Durante el viaje de 919 kilómetros entre Las Vegas y Berkeley, mi abuela y Mike O'Kelly trazaron un plan para hacerme desaparecer del mapa antes de que las autoridades o los criminales me dieran el zarpazo. Yo llevaba un año sin ver a mi padre y no me había hecho falta, lo culpaba a él de mis desgracias, pero mi resentimiento se esfumó de un soplido cuando llegamos a la casa en la camioneta colorada y él nos estaba esperando en la puerta. También mi padre, como mi Nini, estaba más delgado y encogido; en esos meses de mi ausencia había envejecido y ya no era el seductor con pinta de actor de cine que yo recordaba. Me abrazó apretadamente, repitiendo mi nombre con una ternura desconocida. «Creí que te habíamos perdido, hija.» Nunca había visto a mi padre trastornado por una emoción. Andy Vidal era la imagen misma de la compostura, muy apuesto en su uniforme de piloto, intocado por las asperezas de la existencia, deseado por las mujeres más lindas, viajado, culto, contento, sano. «Bendita seas, bendita seas, hija», repetía. Llegamos de noche, pero él nos había preparado desayuno en vez de cena: batido de chocolate y tostada francesa con crema y banana, mi comida favorita.
Mientras desayunábamos, Mike O'Kelly se refirió al programa de rehabilitación mencionado por Olympia Pettiford y nos reiteró que era la mejor forma conocida de manejar la adicción. Mi papá y mi Nini se estremecían como si recibieran un corrientazo cada vez que él articulaba esas palabras aterradoras, drogadicta, alcohólica, pero yo ya las había incorporado a mi realidad gracias a las Viudas por Jesús, cuya vasta experiencia en esos asuntos les permitió ser muy claras conmigo. Mike dijo que la adicción es una bestia astuta y paciente, de infinitos recursos y siempre al acecho, cuyo argumento más poderoso es que uno no es realmente adicto. Resumió las opciones a nuestra disposición, desde el centro de rehabilitación a su cargo, gratis y muy modesto, hasta una clínica en San Francisco, que costaba mil dólares diarios y yo descarté al punto, porque no había de dónde sacar esa cantidad. Mi papá escuchó con dientes y puños apretados, muy pálido, y al final anunció que usaría los ahorros de su pensión para mi tratamiento. No hubo forma de convencerlo de lo contrario, aunque según Mike el programa era similar al suyo, la única diferencia eran las instalaciones y la vista del mar.
Pasé el mes de diciembre en la clínica, cuya arquitectura japonesa invitaba a la paz y la meditación: madera, grandes ventanales y terrazas, mucha luz, jardines con senderos discretos, bancos para sentarse arropada a ver la niebla, piscina temperada. El panorama de agua y bosques valía los mil dólares diarios. Yo era la más joven de los residentes, los otros eran hombres y mujeres de treinta a sesenta años, amables, que me saludaban en los pasillos o me invitaban a jugar al scrabble y al tenis de mesa, como si estuviéramos de vacaciones. Aparte de la forma compulsiva de consumir cigarrillos y café, parecían normales, nadie supondría que eran adictos.
El programa se parecía al de la academia de Oregón, con charlas, cursos, sesiones de grupo, la misma jerga de psicólogos y consejeros que conozco demasiado bien, más los Doce Pasos, abstinencia, recuperación, sobriedad. Me demoré una semana en empezar a relacionarme con los otros residentes y vencer la tentación constante de irme, ya que la puerta permanecía abierta y la estadía era voluntaria. «Esto no es para mí», fue mi mantra durante esa semana, pero me contuvo el hecho de que mi padre había invertido sus ahorros en esos veintiocho días, pagados por adelantado, y yo no podía defraudarlo de nuevo.
Mi compañera de habitación era Loretta, una mujer atractiva, de treinta y seis años, casada, madre de tres niños, agente de la propiedad, alcohólica. «Ésta es mi última oportunidad. Mi marido me anunció que si no dejo de beber se iba a divorciar y me quitaría a los niños», me dijo. Los días de visita llegaba su marido con los hijos, traían dibujos, flores y chocolates, parecían una familia feliz. Loretta me mostraba una y otra vez los álbumes de fotografías: «Cuando nació mi hijo mayor, Patrick, sólo cerveza y vino; vacaciones en Hawai, daiquiris y martinis; Navidad en 2002, champaña y ginebra; aniversario de matrimonio en 2005, lavado de estómago y programa de rehabilitación; picnic del Cuatro de Julio, primer whisky después de once meses sobria; cumpleaños en 2006, cerveza, tequila, ron, amaretto». Sabía que las cuatro semanas del programa eran insuficientes, debería quedarse dos o tres meses antes de volver con su familia.
Además de las charlas para levantarnos el ánimo, nos educaban sobre la adicción y sus consecuencias y había sesiones privadas con los consejeros. Los mil dólares diarios nos daban derecho a la piscina y el gimnasio, caminatas por parques cercanos, masajes y algunos tratamientos de relajación y belleza, también clases de yoga, pilates, meditación, jardinería y arte, pero por muchas actividades que hubiera, cada uno cargaba con su problema como un caballo muerto en los hombros, imposible de ignorar. Mi caballo muerto era el deseo imperioso de huir lo más lejos posible, huir de ese lugar, de California, del mundo, de mí misma. La vida costaba demasiado trabajo, no valía la pena levantarse por la mañana y ver arrastrarse las horas sin una finalidad. Descansar. Morir. Ser o no ser, como Hamlet. «No pienses, Maya, trata de mantenerte ocupada. Esta etapa negativa es normal y pasará pronto», fue el consejo de Mike O'Kelly.
Para mantenerme ocupada me teñí el pelo varias veces, ante el estupor de Loretta. Del color negro, aplicado por Freddy en septiembre, sólo quedaban rastros plomizos en las puntas. Me entretuve pintándome mechones en los tonos que normalmente se ven en las banderas. Mi consejera lo calificó de agresión contra mí misma, una forma de castigarme; lo mismo pensaba yo de su moño de matrona.
Dos veces por semana había reuniones de mujeres con una psicóloga parecida a Olympia Pettiford por su volumen y su bondad. Nos sentábamos en el suelo en la sala alumbrada con unas cuantas velas y cada una contribuía con algo para armar un altar: una cruz, un Buda, fotos de los hijos, un oso de peluche, una cajita con cenizas de un ser querido, un anillo de matrimonio. En la penumbra, en ese ambiente femenino, era más fácil hablar. Las mujeres contaban cómo la adicción destrozaba sus vidas, estaban llenas de deudas, las habían abandonado amigos, familia o pareja, las atormentaba la culpa por haber atropellado a alguien manejando ebrias o por abandonar a un hijo enfermo para ir a buscar drogas. Algunas también contaban de la degradación en que habían caído, las vejaciones, los robos, la prostitución, y yo escuchaba con el alma, porque había pasado por lo mismo. Muchas eran reincidentes sin rastro de confianza en sí mismas, porque sabían lo escurridiza y efímera que puede ser la sobriedad. La fe ayudaba, podían ponerse en manos de Dios o de un poder superior, pero no todas contaban con ese recurso. Aquel círculo de adictas, con su tristeza, era lo opuesto al de las brujas bellas de Chiloé. En la ruca nadie tiene vergüenza, todo es abundancia y vida.
Los sábados y domingos había sesiones con la familia, muy dolorosas, pero necesarias. Mi papá hacía preguntas lógicas: qué es el crack y cómo se usa, cuánto cuesta la heroína, cuál es el efecto de los hongos alucinógenos, porcentaje de éxito de Alcohólicos Anónimos, y las respuestas eran poco tranquilizadoras. Otros familiares manifestaban su desilusión y desconfianza, habían soportado al adicto por años sin comprender su determinación de destruirse y destruir lo bueno que alguna vez tuvieron.
En mi caso sólo había cariño en la mirada de mi papá y mi Nini, ni una palabra de reproche o duda. «Tú no eres como ellos, Maya, te asomaste al abismo, pero no caíste hasta el fondo», me dijo mi Nini en una ocasión. Justamente contra eso me habían prevenido Olympia y Mike, contra la tentación de creer que uno es mejor.
Por turnos, cada familia se colocaba al centro del círculo a compartir sus experiencias con el resto de nosotros. Los consejeros manejaban con destreza esas rondas de confesiones y lograban crear un ambiente de seguridad en el cual éramos iguales, ninguno había cometido faltas originales. Nadie permanecía indiferente en esos momentos, uno a uno se quebraban, a veces alguien quedaba en el suelo, sollozando, y no siempre era el adicto. Padres abusadores, compañeros violentos, madres odiosas, incesto, una herencia de alcoholismo, había de todo.
Cuando le tocó a mi familia, Mike O'Kelly pasó con nosotros al centro en su silla de ruedas y pidió que pusieran otra silla en el círculo, que quedó vacía. Yo le había contado a mi Nini mucho de lo sucedido desde mi fuga de la academia, pero omití aquello que podía herirla de muerte; en cambio, a solas con Mike cuando venía a visitarme, pude contarle todo; a él nada le escandaliza.
Mi papá habló de su trabajo de piloto, de que había permanecido alejado en mí, de su frivolidad y de cómo por egoísmo me había dejado con mis abuelos, sin tomarle el peso a su papel de padre, hasta que yo tuve el accidente en la bicicleta a los dieciséis años; recién entonces empezó a prestarme atención. No estaba enojado ni había perdido la confianza en mí, dijo, haría lo que estuviera en su poder por ayudarme. Mi Nini describió a la niña que fui, sana y alegre, mis fantasías, mis poemas épicos y partidos de fútbol, y repitió cuánto me quería.
En ese instante entró mi Popo tal como era antes de su enfermedad, grande, oloroso a tabaco fino, con sus lentes de oro y su sombrero Borsalino, se sentó en la silla que le correspondía y me abrió los brazos. Nunca antes se me había presentado con ese aplomo, inusual en un fantasma. En sus rodillas lloré y lloré, pedí perdón y acepté la verdad absoluta de que nadie podía salvarme de mí misma, que soy la única responsable de mi vida. «Dame la mano, Popo», le pedí y desde entonces no me la suelta. ¿Qué vieron los demás? Me vieron abrazada a una silla vacía, pero Mike estaba esperando a mi Popo, por eso pidió la silla, y mi Nini aceptó su invisible presencia con naturalidad.
No recuerdo cómo terminó esa sesión, sólo recuerdo mi cansancio visceral, que mi Nini me acompañó a mi pieza, que, con Loretta, me acostó y por primera vez dormí catorce horas de un tirón. Dormí por mis innumerables noches de insomnio, por la indignidad acumulada y por el miedo tenaz. Fue un sueño reparador que no volvió a repetirse, el insomnio estaba esperándome detrás de la puerta, pacientemente. A partir de ese momento me entregué de lleno al programa y me atreví a explorar una a una las cavernas oscuras del pasado. Entraba a ciegas en una de esas cavernas a lidiar con dragones y cuando me parecía que los había vencido, se abría otra y otra más, un laberinto de nunca acabar. Debía enfrentar las preguntas de mi alma, que no estaba ausente, como creía en Las Vegas, sino entumecida, encogida, asustada. Nunca me sentí a salvo en esas cuevas negras, pero le perdí el miedo a la soledad y por eso ahora, en mi nueva vida solitaria de Chiloé, estoy contenta. ¿Qué estupidez acabo de escribir en esta página? En Chiloé no estoy sola. La verdad es que nunca había estado más acompañada que en esta isla, en esta casita, con este caballero neurótico que es Manuel Arias.
Mientras yo cumplía mi programa de rehabilitación, mi Nini me renovó el pasaporte, se comunicó con Manuel y preparó mi viaje a Chile. Si hubiera tenido recursos habría venido personalmente a dejarme en manos de su amigo en Chiloé. Dos días antes de que terminara el tratamiento puse mis cosas en mi mochila y apenas oscureció salí de la clínica, sin despedirme de nadie. Mi Nini me esperaba a dos cuadras de distancia en su achacoso Volkswagen, tal como habíamos acordado. «Desde este momento te harás humo, Maya», me dijo con un guiño travieso de complicidad. Me entregó otra foto plastificada de mi Popo, igual a la que había perdido, y me condujo al aeropuerto de San Francisco.
Le estoy destrozando los nervios a Manuel: ¿Tú crees que los hombres se enamoran tan perdidamente como las mujeres? ¿Que Daniel sería capaz de venir a enterrarse en Chiloé por mí? ¿Te parece que estoy gorda, Manuel? ¿Estás seguro? ¡Dime la verdad! Manuel dice que en esta casa no se puede respirar, el aire está saturado de lágrimas y suspiros femeninos, pasiones abrasadoras y planes ridículos. Hasta los animales andan raros, al Gato-Literato, antes muy limpio, ahora le ha dado por vomitar en el teclado de la computadora, y el Gato-Leso, antes displicente, ahora compite por mi cariño con el Fákin y amanece en mi cama con las cuatro patas en el aire para que le rasque la barriga.
Hemos tenido varias conversaciones sobre el amor, demasiadas, según Manuel. «No hay nada más profundo que el amor», le digo, entre otras trivialidades, y él, que tiene memoria académica, me recita de un tirón un verso de D. H. Lawrence sobre cómo hay algo más profundo que el amor, la soledad de cada uno, y cómo en el fondo de esa soledad arde el fuego poderoso de la vida desnuda, o algo así de deprimente para mí, que he descubierto el fuego poderoso de Daniel desnudo. Aparte de citar poetas muertos, Manuel se calla. Nuestras charlas son más bien monólogos en los que me desahogo respecto a Daniel; no nombro a Blanca Schnake porque ella me prohibió hacerlo, pero su presencia también flota en la atmósfera. Manuel cree que está muy viejo para enamorarse y no tiene nada que ofrecerle a una mujer, pero a mí me huele que su problema es cobardía, tiene miedo de compartir, depender, sufrir, miedo de que a Blanca le vuelva el cáncer y se muera antes que él, o al revés, dejarla viuda o ponerse senil cuando a ella todavía le quede juventud, lo cual sería muy probable, porque es mucho mayor que ella. Si no fuera por el macabro globito en su cerebro, seguramente Manuel llegaría sano y fuerte hasta los noventa. ¿Cómo será un amor de ancianos? Me refiero a la parte física. ¿Harán… eso? Cuando cumplí doce años y empecé a espiar a mis abuelos le pusieron cerrojo a la puerta de su pieza. Le pregunté a mi Nini qué hacían encerrados y me contestó que rezaban el rosario.
A veces le doy consejos a Manuel, no puedo contenerme, y él me los desarma con ironía, pero sé que me escucha y aprende. De a poco está cambiando sus hábitos de monje, está menos obsesionado con esa manía del orden y más atento conmigo, ya no se congela cuando lo toco ni escapa cuando empiezo a saltar y bailar al son de mi audífono; debo hacer ejercicio o terminaré como las sabinas de Rubens, unas gordas en pelotas que vi en la Pinacoteca de Munich. Su globito en el cerebro ha dejado de ser un secreto, porque no puede ocultarme sus migrañas ni los episodios de doble visión, se le confunden las letras en la página y en la pantalla. Cuando Daniel supo del aneurisma, me sugirió la Clínica Mayo en Minneápolis, la mejor en neurocirugía de Estados Unidos, y Blanca me aseguró que su padre financiaría la operación, pero Manuel no quiso ni hablar del asunto; ya le debe demasiado a don Lionel. «Por lo mismo, hombre, entre deber un favor o deber dos, da igual», le rebatió Blanca. Me arrepiento de haber quemado ese montón de billetes en el desierto de Mojave; falsos o no, habrían servido.
He vuelto a escribir en mi cuaderno, que había abandonado por un tiempo en el afán de mandarle mensajes electrónicos a Daniel. Pienso dárselo cuando nos juntemos de nuevo, así podrá conocerme mejor y conocer a mi familia. No puedo contarle todo lo que quisiera por email, donde sólo caben las noticias del día y una que otra palabra de amor. Manuel me aconseja censurar mis exabruptos pasionales, porque todo el mundo se arrepiente de las cartas de amor que ha escrito, no hay nada más cursi y ridículo, y en mi caso no encuentran eco en el destinatario. Las respuestas de Daniel son escuetas y poco frecuentes. Debe de estar muy ocupado con su trabajo en la clínica, o bien se ha ceñido estrictamente a las medidas de seguridad impuestas por mi abuela.
Me mantengo ocupada para no arder en combustión espontánea pensando en Daniel. Ha habido casos así, gente que sin causa aparente se enciende y desaparece en llamas. Mi cuerpo es un durazno maduro, está listo para ser saboreado o caerse del árbol y hacerse pulpa en el suelo entre las hormigas. Lo más probable es que me suceda lo segundo, porque Daniel no da señales de venir a saborearme. Esta vida de monja me pone de pésimo humor, estallo al menor inconveniente, pero admito que estoy durmiendo bien por primera vez desde que me acuerdo y mis sueños son interesantes, aunque no todos eróticos, como desearía. Desde la muerte inesperada de Michael Jackson, he soñado varias veces con Freddy. Jackson era su ídolo y mi pobre amigo debe de estar de duelo. ¿Qué será de él? Freddy arriesgó su vida por salvar la mía y no tuve ocasión de agradecérselo.
En cierta forma, Freddy se parece a Daniel, tiene el mismo colorido, los ojos pestañudos y enormes, el pelo crespo. Si Daniel tuviera un hijo, podría ser como Freddy, pero si yo fuera la madre de ese crío, correríamos el riesgo de que saliera danés. Los genes de Marta Otter son muy poderosos, yo no saqué ni gota de sangre latina. En Estados Unidos Daniel se considera negro, aunque es de color claro y podría pasar por griego o árabe. «Los hombres negros jóvenes en América son una especie amenazada, demasiados acaban presos o asesinados antes de los treinta años», me dijo Daniel cuando hablamos del tema. El fue criado entre blancos, en una ciudad liberal del oeste americano, circula en un ambiente privilegiado, donde su color no lo ha limitado para nada, pero su situación sería diferente en otros lugares. La vida es más fácil para los blancos, eso mi abuelo también lo sabía.
Mi Popo emanaba un aire poderoso, con su metro noventa y sus ciento cuarenta kilos, su pelo gris, sus lentes con marcos de oro y sus infaltables sombreros, que mi papá le traía de Italia. A su lado yo me sentía a salvo de cualquier peligro, nadie se atrevería a tocar a ese hombre formidable. Así lo creí hasta el incidente con el ciclista, cuando yo tenía alrededor de siete años.
La Universidad de Buffalo había invitado a mi abuelo a dar unas conferencias. Estábamos hospedados en un hotel de la avenida Delaware, una de aquellas mansiones de millonarios del siglo pasado que hoy son edificios públicos o comerciales. Hacía frío y soplaba un viento gélido, pero a él se le puso en la cabeza que fuéramos a caminar a un parque cercano. Mi Nini y yo íbamos unos pasos adelante saltando charcos y no vimos lo que sucedió, sólo oímos el grito y la trifulca que se armó de inmediato. Detrás de nosotros venía un joven en bicicleta, que aparentemente resbaló en un charco escarchado, chocó contra mi abuelo y rodó por el suelo. Mi Popo se tambaleó con el golpe, perdió el sombrero y se le cayó el paraguas cerrado, que llevaba al brazo, pero se mantuvo de pie. Yo corrí tras el sombrero y él se agachó a recoger el paraguas, luego le tendió una mano al caído para ayudarlo a levantarse.
En un instante la escena se tornó violenta. El ciclista, asustado, comenzó a gritar, se detuvo un coche, luego otro y en pocos minutos llegó una patrulla policial. No sé cómo la gente concluyó que mi abuelo había causado el accidente y amenazado al ciclista con el paraguas. Sin preguntar más, los policías lo aplastaron con violencia contra el coche patrullero, le ordenaron poner las manos en alto, le separaron las piernas a patadas, lo cachearon y le esposaron las muñecas a la espalda. Mi Nini intervino como una leona, se enfrentó a los uniformados con una retahíla de explicaciones en español, único idioma que recuerda en los momentos de crisis, y cuando quisieron apartarla cogió al más grande por la ropa con tal energía que logró levantarlo unos centímetros del suelo, admirable para alguien que pesa menos de cincuenta kilos.
Fuimos a dar a la comisaría, pero aquello no era Berkeley, allí no había un sargento Walczak ofreciendo cappuccinos. Mi abuelo, sangrando por la nariz y por un corte en la ceja, trató de explicar lo ocurrido en un tono humilde que nunca le habíamos oído y solicitó un teléfono para llamar a la universidad. Por toda respuesta lo amenazaron con encerrarlo si no se callaba. A mi Nini, también esposada por temor a que volviera a atacar a alguien, le ordenaron sentarse en un banco mientras llenaban un formulario. Nadie se fijó en mí y me acurruqué, tiritando, junto a mi abuela. «Tienes que hacer algo, Maya», me susurró ella al oído. En su mirada comprendí lo que me estaba pidiendo. Tomé aire para llenar los pulmones, lancé un gemido gutural que retumbó en la sala y caí al suelo arqueada hacia atrás, atacada por convulsiones, echando espumarajos por la boca y con los ojos en blanco. Había fingido epilepsia tantas veces durante mis pataletas de mocosa mimada para no ir a la escuela, que podía engañar a un neurocirujano y con mayor razón a unos policías de Buffalo. Nos prestaron el teléfono. Me llevaron con mi Nini en una ambulancia al hospital, donde llegué repuesta por completo del ataque, ante la sorpresa de la mujer policía que nos vigilaba, mientras la universidad enviaba a un abogado para sacar al astrónomo de la celda, que compartía con ebrios y rateros.
En la noche nos reunimos en el hotel, extenuados. Cenamos sólo un plato de sopa y nos acostamos los tres en la misma cama. El golpe de la bicicleta le dejó grandes moretones a mi Popo y las esposas le hirieron las muñecas. En la oscuridad, arropada entre sus cuerpos como en un capullo, les pregunté qué había pasado. «Nada grave, Maya, duérmete», respondió mi Popo. Se quedaron un rato en silencio, fingiendo que dormían, hasta que al fin habló mi Nini. «Lo que pasó, Maya, es que tu abuelo es negro.» Y había tanta ira en su voz, que no pregunté nada más.
Esa fue mi primera lección sobre las diferencias de raza, que no había percibido antes y que según Daniel Goodrich no se pueden dejar de lado.
Manuel y yo estamos reescribiendo su libro. Digo estamos porque él pone las ideas y yo la escritura, incluso en castellano escribo mejor que él. La idea surgió cuando él le contó a Daniel los mitos de Chiloé y éste, como buen psiquiatra, comenzó a buscarle cinco pies al gato. Dijo que los dioses representan diversos aspectos de la psiquis y los mitos son historias de la creación, de la naturaleza o de los dramas humanos fundamentales y están conectados a la realidad, pero los de aquí dan la impresión de estar pegados con goma de mascar, carecen de coherencia. Manuel se quedó pensando y dos días más tarde me anunció que se había escrito bastante sobre mitos de Chiloé y su libro nada nuevo aportaría a menos que él pudiera ofrecer una interpretación de la mitología. Habló con sus editores y le dieron un plazo de cuatro meses para presentar el nuevo manuscrito; debemos apurarnos. Daniel contribuye desde la distancia, porque esto le interesa, y así yo dispongo de otra excusa para el contacto permanente con nuestro asesor en Seattle.
El clima invernal limita las actividades en la isla, pero siempre hay trabajo: hay que ocuparse de los niños y los animales, coger mariscos en la marea baja, remendar redes, reparar provisoriamente las casas vapuleadas por las tormentas, tejer y contar las nubes hasta las ocho, cuando las mujeres se juntan a ver la telenovela y los hombres a beber y jugar al truco. Ha llovido la semana entera, ese llanto tenaz del cielo del sur, y el agua se nos cuela por los huecos de las tejuelas desplazadas por el temporal del martes. Ponemos tarros debajo de las goteras y andamos con estropajos en la mano para secar el suelo. Cuando escampe voy a subirme al techo, porque Manuel no tiene edad para hacer acrobacias y ya perdimos la esperanza de ver por aquí al maestro chasquilla antes de la primavera. El zapateo del agua suele inquietar a nuestros tres murciélagos, colgados cabeza abajo de las vigas altas, fuera del alcance de los zarpazos inútiles del Gato-Leso. Detesto a esos ratones alados de ojos ciegos, porque pueden chuparme la sangre en la noche, aunque asegura Manuel que no están emparentados con los vampiros de Transilvania.
Dependemos más que nunca de la leña y de la negra estufa de hierro, donde la tetera está siempre lista para el mate o el té; hay un rastro de humo, una fragancia picante en la ropa y la piel. La convivencia con Manuel es un baile delicado, yo limpio, él acarrea leña y entre los dos cocinamos. Por un tiempo también limpiábamos, porque Eduvigis dejó de venir a nuestra casa, aunque mandaba a Juanito a recoger la ropa sucia y la devolvía lavada, pero ya regresó a trabajar.
Después del aborto de Azucena, Eduvigis andaba muy callada, sin asomarse en el pueblo más de lo indispensable ni hablar con la gente. Sabía de los pelambres sobre su familia, que circulaban a sus espaldas; muchos la culpaban a ella por haber permitido que Carmelo Corrales violara a sus hijas, pero no faltaba quienes culpaban a las hijas «por tentar al padre, que era borrachito y no sabía lo que hacía», como oí decir en la Taberna del Muertito. Blanca me explicó que la mansedumbre de Eduvigis frente a los abusos del hombre es común es estos casos y es injusto acusarla de complicidad, porque ella también, como el resto de la familia, era una víctima. Temía a su marido y nunca pudo enfrentarlo. «Es fácil juzgar a otros cuando uno no ha sufrido esa experiencia», concluyó Blanca. Me dejó pensando, porque yo fui de las primeras en juzgar duramente a Eduvigis. Arrepentida, fui a verla a su casa. La encontré inclinada en su artesa lavando nuestras sábanas con escobilla de rama y jabón azul. Se secó las manos en el delantal y me invitó a tomar «un tecito», sin mirarme. Nos sentamos frente a la estufa a esperar que hirviera el agua, luego bebimos el té en silencio. La intención conciliadora de mi visita era clara, habría sido incómodo para ella que yo le pidiera disculpas y una falta de respeto mencionar a Carmelo Corrales. Las dos sabíamos por qué yo estaba allí.
—¿Cómo está, doña Eduvigis? —le pregunté finalmente, cuando habíamos terminado la segunda taza de té, siempre con la misma bolsita.
—Pasándola no más. ¿Y usté, mijita?
—Pasándola también, gracias. Y su vaca, ¿está bien?
—Sí, sí, pero tiene sus añitos —suspiró—. Poca leche da. Se ha de estar poniendo flojita, digo yo.
—Manuel y yo estamos usando leche condensada.
—¡Juesú! Dígale al caballero que desde mañana mismo el Juanito les va a llevar lechecita y quesito.
—Muchas gracias, doña Eduvigis.
—Y su casita no ha de estar muy limpia…
—No, no, está bastante sucia, para qué le voy a decir otra cosa —le confesé.
—¡Jué! Usté perdone.
—No, no, nada que perdonar.
—Dígale al caballero que cuente conmigo no más.
—Como siempre entonces, doña Eduvigis.
—Sí, sí, gringuita, como siempre.
Después hablamos de enfermedades y de papas, como exige el protocolo.
Estas son las noticias recientes. El invierno en Chiloé es frío y largo, pero mucho más soportable que esos inviernos del norte del mundo, aquí no hay que apalear nieve ni forrarse en pieles. Tenemos clases en la escuela cuando el clima lo permite, pero hay truco en la taberna todos los días, aunque el cielo se destroce a relámpagos. Nunca faltan papas en la sopa, leña en la estufa ni mate para los amigos. A veces tenemos electricidad, otras veces nos alumbramos con velas.
Si no llueve, el equipo del Caleuche entrena ferozmente para el campeonato de septiembre, a ningún niño le han crecido los pies y las zapatillas de fútbol todavía sirven. Juanito está de suplente y Pedro Pelanchugay fue elegido por votación arquero del equipo. En este país todo se resuelve votando democráticamente o nombrando comisiones, procesos algo complicados; los chilenos creen que las soluciones simples son ilegales.
Doña Lucinda cumplió ciento diez años y en las últimas semanas ha adquirido aspecto de empolvada muñeca de trapo, ya no tiene energía para teñir lana y pasa sentada mirando hacia el lado de la muerte, pero le están saliendo dientes nuevos. No tendremos curantos ni turistas hasta la primavera y entretanto las mujeres tejen y hacen artesanías, porque es un pecado estar con las manos ociosas, la pereza es cosa de hombres. Estoy aprendiendo a tejer para no quedar mal; por el momento hago bufandas a prueba de errores, con punto correteado y lana gruesa.
La mitad de la población de la isla está resfriada, con bronquitis o dolor de huesos, pero si la lancha del Servicio Nacional de Salud se atrasa una semana o dos, la única que la echa de menos es Liliana Treviño, que tiene amores con el doctor lampiño, según dicen. La gente desconfía de los médicos que no cobran, prefiere tratarse con remedios de naturaleza y si el caso es grave, con los recursos mágicos de una machi. El cura, en cambio, siempre llega a decir su misa dominical, para evitar que los pentecostales y evangélicos le ganen la mano. Según Manuel, eso no ocurrirá fácilmente, porque en Chile la Iglesia católica es más influyente que en el Vaticano. Me contó que éste fue el último país del mundo en tener una ley de divorcio y la que hay es muy complicada, sale más fácil matar al cónyuge que divorciarse, por eso nadie quiere casarse y la mayoría de los niños nacen fuera del matrimonio. Del aborto ni se habla, es una palabra grosera, aunque se practica ampliamente. Los chilenos veneran al Papa, pero no le hacen caso en asuntos sexuales y sus consecuencias, porque un anciano célibe, de buen pasar económico, que no ha trabajado en su vida, poco sabe de eso.
La telenovela avanza muy lento, va por el capítulo noventa y dos y todavía estamos en lo mismo que al principio. Es el acontecimiento más importante de la isla, se sufre más con las desdichas de los personajes que con las propias. Manuel no ve la televisión y yo entiendo poco lo que hablan los actores y casi nada del argumento, parece que una tal Elisa fue raptada por su tío, que se enamoró de ella y la tiene encerrada en alguna parte, mientras su tía la busca para matarla, en vez de matar al marido, como sería lo razonable.
Mi amiga, la Pincoya, y su familia de lobos marinos ya no están en la gruta; emigraron a otras aguas y otras rocas, pero regresarán en la próxima temporada; los pescadores me han asegurado que son criaturas de costumbres arraigadas y siempre vuelven en el verano.
Livingston, el perro de los carabineros, alcanzó su tamaño definitivo y ha resultado políglota: entiende por igual instrucciones en inglés, español y chilote. Le enseñé cuatro trucos básicos que cualquier animal doméstico sabe y el resto lo aprendió por su cuenta, así que arrea ovejas y borrachos, cobra piezas cuando lo llevan a cazar, da la alarma si hay fuego o inundación, detecta drogas —excepto marihuana— y ataca en broma si Humilde Garay se lo ordena en las demostraciones, pero en la vida real es muy manso. No ha recuperado cadáveres, porque por desgracia no hemos tenido ninguno, como me dijo Garay, pero encontró al nieto de cuatro años de Aurelio Ñancupel, que se había extraviado en el cerro. Susan, mi antigua madrastra, daría oro por un perro como Livingston.
He faltado dos veces a la reunión de brujas buenas en la ruca, la primera cuando Daniel estaba aquí y la segunda este mes, porque Blanca y yo no pudimos ir a la Isla Grande, había amenaza de tormenta y el alcalde de mar prohibió la navegación. Lo lamenté mucho, porque íbamos a bendecir al recién nacido de una de ellas y me aprontaba para olisquearlo, me gustan los niños cuando todavía no contestan. Me ha hecho mucha falta nuestro aquelarre mensual en el vientre de la Pachamama con esas mujeres jóvenes, sensuales, sanas de mente y corazón. Entre ellas me siento aceptada, no soy la gringa, soy Maya, soy una de las brujas, y pertenezco a esta tierra. Cuando vamos a Castro nos quedamos a dormir una o dos noches con don Lionel Schnake, de quien yo me habría enamorado si Daniel Goodrich no se hubiese cruzado en mi carta astrológica. Es irresistible, como el mítico Millalobo, enorme, sanguíneo, bigotudo y lujurioso. «¡Mira la buena suerte que tienes, comunista, te cayó en la casa esta gringuita preciosa!», exclama cada vez que ve a Manuel Arias.
La investigación en el caso de Azucena Corrales quedó en nada por falta de pruebas, no había rastro de que el aborto fuese inducido, ésa es la ventaja de la infusión concentrada de hojas de palto y borraja. No hemos vuelto a ver a la niña, porque se fue a vivir a Quellón con su hermana mayor, la madre de Juanito, a quien todavía no conozco. Después de lo ocurrido, los carabineros Cárcamo y Garay empezaron a indagar por su cuenta sobre la paternidad del niño muerto y concluyeron lo que ya se sabía, que a Azucena la violó su propio padre, tal como hizo con sus otras hijas. Eso es «privativo», como dicen aquí y nadie se siente con derecho a intervenir en lo que sucede puertas adentro en un hogar, los trapos sucios se lavan en casa.
Los carabineros pretendían que la familia denunciara el hecho, así podían intervenir legalmente, pero no lo lograron. Tampoco Blanca Schnake pudo convencer a Azucena o Eduvigis de hacerlo. Volaban chismes y acusaciones, el pueblo entero opinaba al respecto y al final el escándalo se diluyó en palabrería; sin embargo se hizo justicia en la forma menos esperada cuando a Carmelo Corrales se le gangrenó el pie que le quedaba. El hombre esperó a que Eduvigis fuera a Castro a llenar los formularios para la segunda amputación y se inyectó una caja completa de insulina. Ella lo encontró inconsciente y lo sostuvo hasta que se murió, minutos más tarde. Nadie, ni los carabineros, mencionaron el suicidio; por consenso general el enfermo falleció de muerte natural, así pudieron darle cristiana sepultura y se le evitó más humillación a la desafortunada familia.
Enterraron a Carmelo Corrales sin esperar al cura itinerante, con una breve ceremonia a cargo del fiscal de la iglesia, quien elogió la habilidad de carpintero de botes del difunto, única virtud que pudo sacar de la manga, y encomendó su alma a la misericordia divina. Asistieron un puñado de vecinos por compasión hacia la familia, entre ellos Manuel y yo. Blanca estaba tan furiosa por lo de Azucena, que no apareció en el cementerio, pero compró en Castro una corona de flores de plástico para la tumba. Ninguno de los hijos de Carmelo vino al funeral, sólo Juanito estaba presente, vestido con su traje de primera comunión, que le queda chico, de la mano de su abuela, quien se puso luto de la cabeza a los pies.
Acabamos de celebrar la fiesta del Nazareno en la isla de Caguach. Acudieron miles de peregrinos, incluso argentinos y brasileros, la mayoría en grandes barcazas donde caben doscientas o trescientas personas de pie, bien apretujadas, pero también van en botes artesanales. Las embarcaciones navegaban precariamente en un mar bravo, con densos nubarrones en el cielo, pero nadie se inquietaba, porque existe la creencia de que el Nazareno protege a los peregrinos. Eso no es exacto, porque más de un bote ha naufragado en el pasado y algunos cristianos perecieron ahogados. En Chiloé se ahoga mucha gente porque nadie sabe nadar, excepto los de la Armada, que aprenden a la fuerza.
El Santo Cristo, muy milagroso, consiste en una armazón de alambre con cabeza y manos de madera, tiene peluca de pelo humano, ojos de vidrio y un rostro sufriente, bañado en lágrimas y sangre. Una de las labores del sacristán es repasar la sangre con barniz de uñas antes de la procesión. Está coronado de espinas, vestido con una túnica morada y carga una pesada cruz. Manuel ha escrito sobre el Nazareno, que ya tiene trescientos años y es un símbolo de la fe de los chilotes, para él no es una novedad, pero fue conmigo a Caguach. Para mí, criada en Berkeley, el espectáculo no pudo ser más pagano.
Caguach tiene diez kilómetros cuadrados y quinientos habitantes, pero durante las procesiones de enero y agosto los devotos suman miles; se requiere la asistencia de la Armada y la policía para mantener orden durante la navegación y los cuatro días de ceremonias, en los que los devotos acuden en masa a pagar sus mandas y promesas. El Santo Cristo no perdona a quienes no pagan sus deudas por los favores recibidos. En las misas se llenan hasta el tope los canastos de la colecta con dinero y joyas, los peregrinos pagan como pueden, incluso hay quienes se desprenden de sus celulares. Pasé miedo, primero en la Cahuilla, balanceándonos durante horas en el oleaje, empujados por un viento traidor, con el padre Lyon cantando himnos en la popa, luego en la isla, entre los fanáticos, y finalmente al regresar, cuando los peregrinos nos asaltaron para subir a la lancha, porque el transporte para la multitud era insuficiente. Trajimos a once personas de pie en la Cahuilla, sujetándose unos a otros, varios ebrios y cinco niños dormidos en brazos de sus madres.
Fui a Caguach con sano escepticismo, sólo para presenciar la fiesta y filmarla, como le había prometido a Daniel, pero admito que el fervor religioso se me contagió y terminé de rodillas ante el Nazareno dándole gracias por dos noticias estupendas que envió mi Nini. Su manía persecutoria la induce a componer mensajes crípticos, pero como escribe largo y con frecuencia, puedo adivinar lo que dice. La primera noticia es que recuperó finalmente la casona pintarrajeada donde pasé mi infancia, después de tres años de batalla legal para expulsar al comerciante de la India, quien nunca pagó el alquiler y se amparaba en las leyes de Berkeley, que favorecen al inquilino. Mi abuela decidió limpiarla, arreglar los desperfectos más evidentes y alquilar piezas para estudiantes de la universidad, así puede financiarla y vivir en ella. ¡Qué ganas tengo de pasearme por esos cuartos maravillosos! Y la segunda noticia, mucho más importante, es sobre Freddy. Olympia Pettiford apareció en Berkeley, acompañada de otra señora tan imponente como ella, trayendo a Freddy a la rastra, para ponerlo al cuidado de Mike O'Kelly.
En Caguach acampamos Manuel y yo en una carpa, porque no había suficiente alojamiento. Deberían estar mejor preparados para esa invasión de creyentes, que se repite anualmente desde hace más de un siglo. El día estaba húmedo y helado, pero la noche fue mucho peor. Tiritábamos en los sacos de dormir, con la ropa puesta, gorro, calcetas gruesas y guantes, mientras caía la lluvia en la lona y se colaba por debajo del piso de plástico. Por último decidimos unir los dos sacos y dormir juntos. Me pegué a la espalda de Manuel, como una mochila, y ninguno de los dos mencionó el acuerdo hecho en febrero de que yo no me introduciría nunca más en su cama. Dormimos como benditos hasta que afuera comenzó el barullo de peregrinos.
No pasamos hambre, porque había innumerables puestos de comida, empanadas, salchichas, mariscos, papas cocidas en ceniza, corderos enteros asados al palo, además de dulces chilenos y vino a granel, disimulado en envases de gaseosas, porque los curas no ven con buenos ojos el alcohol en las fiestas religiosas. Los baños, una hilera de WC portátiles, se hicieron escasos y a las pocas horas de uso daban asco. Los hombres y los niños se aliviaban con disimulo detrás de los árboles, pero para las mujeres resultaba más complicado.
Al segundo día Manuel tuvo que usar uno de los WC y, de forma inexplicable, se trancó la puerta y se quedó encerrado. En ese momento yo andaba recorriendo los puestos de artesanía y de diversos cachureos, que estaban alineados al costado de la iglesia, y me enteré del problema por el alboroto que se armó. Me acerqué por curiosidad, sin sospechar de qué se trataba, y vi a un grupo de gente zamarreando la casucha de plástico con peligro de tumbarla, mientras adentro Manuel gritaba y golpeaba las paredes como un enajenado. Varias personas se reían, pero me di cuenta de que la angustia de Manuel era la de alguien enterrado en vida. La confusión fue en aumento, hasta que un maestro chasquilla apartó a los espontáneos y procedió calmadamente a desarmar el cerrojo con un cortaplumas. Cinco minutos más tarde abrió la puerta y Manuel salió como un bólido y cayó al suelo, congestionado y sacudido de arcadas. Ya nadie se reía.
En eso se acercó el padre Lyon y entre los dos ayudamos a Manuel a levantarse, lo sostuvimos por los brazos y dimos unos pasos vacilantes en dirección a la carpa. Atraídos por el bochinche llegaron dos carabineros a preguntar si el caballero estaba enfermo, aunque seguramente sospechaban que había bebido más de la cuenta, porque para entonces ya había muchos borrachos tambaleándose. No sé lo que creyó Manuel, pero fue como si hubiese aparecido el diablo, nos empujó con expresión de terror, tropezó, cayó de rodillas y vomitó una espuma verdosa. Los carabineros trataron de intervenir, pero el padre Lyon se les puso por delante con la autoridad que le confiere su reputación de santo, les aseguró que se trataba de una indigestión y nosotros podíamos hacernos cargo del enfermo.
Entre el cura y yo llevamos a Manuel a la carpa, lo limpiamos con un paño mojado y lo dejamos descansar. Durmió tres horas de un tirón, encogido, como apaleado. «Déjalo solo, gringuita, y no le hagas preguntas», me ordenó el padre Lyon antes de irse a cumplir sus deberes, pero no quise dejarlo, me quedé en la carpa a vigilar su sueño.
En la explanada frente a la iglesia habían puesto varias mesas y allí se instalaron sacerdotes a repartir la comunión durante la misa. Después empezó la procesión, con la imagen del Nazareno llevada en andas por los fieles, que cantaban a grito partido, mientras docenas de penitentes se arrastraban de rodillas en el barro o se quemaban las manos con cera derretida de las velas, clamando por el perdón de sus pecados.
No pude cumplir mi promesa de filmar el evento para Daniel, porque en el agitado viaje hacia Caguach se me cayó la cámara al mar; una pérdida menor, teniendo en cuenta que a una señora se le cayó un perrito. Lo rescataron del agua medio congelado, pero respirando, otro milagro del Nazareno, como dijo Manuel. «No me vengas con ironías de ateo, Manuel, mira que podemos hundirnos», le contestó el padre Lyon.
Una semana después de la peregrinación a Caguach fuimos Liliana Treviño y yo a ver al padre Lyon, un extraño viaje casi clandestino, para evitar que lo supieran Manuel o Blanca. Las explicaciones habrían sido engorrosas, porque no tengo derecho a escudriñar el pasado de Manuel y menos a sus espaldas. Me mueve el cariño que siento por él, un cariño que ha ido creciendo con la convivencia. Después de que se fue Daniel y cayó el invierno, pasamos mucho tiempo solos en esta casa sin puertas, donde el espacio es demasiado reducido para guardar secretos. Mi relación con Manuel se ha vuelto más estrecha; finalmente confía en mí y tengo pleno acceso a sus papeles, sus notas, sus grabaciones y su computadora. El trabajo me ha dado pretextos para hurgar en sus cajones. Le pregunté por qué no tiene fotografías de familiares o amigos y me explicó que ha viajado mucho, ha empezado de cero varias veces en diferentes partes y por el camino se fue desprendiendo de la carga material y sentimental, dice que para recordar a la gente que le importa no necesita fotos. En sus archivos no he encontrado nada sobre la parte de su pasado que me interesa. Sé que estuvo preso más de un año en tiempos del golpe militar, que fue relegado a Chiloé y en 1976 se fue del país; sé de sus mujeres, sus divorcios, sus libros, pero no sé nada de su claustrofobia o sus pesadillas. Si no lo descubro, me será imposible ayudarlo y nunca llegaré a conocerlo verdaderamente.
Me avengo mucho con Liliana Treviño. Tiene la personalidad de mi abuela: enérgica, idealista, intransigente y apasionada, pero no tan mandona. Se las arregló para que fuéramos discretamente a ver al padre Lyon en la lancha del Servicio Nacional de Salud, invitadas por el doctor, su enamorado, que se llama Jorge Pedraza. Parece mucho más joven de lo que es, acaba de cumplir cuarenta años y lleva diez sirviendo en el archipiélago. Está separado de su mujer, barajando los lentos trámites del divorcio, y tiene dos niños, uno con síndrome de Down. Piensa casarse con Liliana tan pronto esté libre, aunque ella no ve la ventaja de hacerlo; dice que sus padres han vivido veintinueve años juntos y han criado tres hijos sin papeles.
El viaje fue eterno, porque la lancha se detuvo en varios lugares, y cuando llegamos donde el padre Lyon ya eran las cuatro de la tarde. Pedraza nos dejó allí y siguió en su recorrido habitual, con el compromiso de recogernos al cabo de hora y media para regresar a nuestra isla. El gallo de plumas iridiscentes y el cordero obeso que había visto antes estaban en sus mismos sitios, vigilando la casita de tejuelas del sacerdote. El lugar me pareció diferente en la luz invernal; hasta las flores de plástico del cementerio se veían desteñidas. Nos estaba esperando con té, pasteles dulces, pan recién horneado, queso y jamón, servidos por una vecina, que lo cuida y lo controla como si fuera su niño. «Póngase su ponchito y tómese la aspirina, curita, mire que no estoy para cuidar viejitos enfermos», le ordenó en chileno diminutivo, mientras él refunfuñaba. El sacerdote esperó que estuviéramos solos y nos rogó que consumiéramos los pasteles, porque si no tendría que comérselos él y a su edad caían como peñascos en el estómago.
Debíamos regresar antes de que oscureciera y como disponíamos de poco tiempo, fuimos directo al grano.
—¿Por qué no le preguntas a Manuel lo que quieres saber, gringuita? —me sugirió el sacerdote, entre dos sorbos de té.
—Le he preguntado, padre, pero se me escabulle.
—Entonces hay que respetar su silencio, niña.
—Perdone, padre, pero no he venido a molestarlo por pura curiosidad. Manuel está enfermo del alma y yo quiero ayudarlo.
—Enfermo del alma… ¿qué sabes tú de eso, gringuita? —me preguntó, sonriendo, socarrón.
—Bastante, porque llegué a Chiloé enferma del alma y Manuel me acogió y me ha ayudado a sanar. Tengo que retribuirle el favor ¿no le parece?
El sacerdote nos habló del golpe militar, de la represión implacable que vino a continuación y de su trabajo en la Vicaría de Solidaridad, que no duró mucho, porque a él también lo detuvieron.
—Tuve más suerte que otros, gringuita, porque el cardenal en persona me rescató en menos de dos días, pero no pude evitar que me relegaran.
—¿Qué pasaba con los detenidos?
—Depende. Podías caer en manos de la policía política, la DINA o el CNI, de carabineros o de los servicios de seguridad de una rama de las fuerzas armadas. A Manuel lo llevaron primero al Estadio Nacional y después a la Villa Grimaldi.
—¿Por qué Manuel se niega a hablar de eso?
—Es posible que no lo recuerde, gringuita. A veces la mente bloquea los traumas demasiado graves como defensa contra la demencia o la depresión. Mira, te voy a dar un ejemplo que vi en la Vicaría. En 1974 me tocó entrevistar a un hombre cuando recién lo habían soltado de un campo de concentración y estaba física y moralmente destrozado. Grabé la conversación, como siempre hacíamos. Logramos sacarlo del país y no volví a verlo por mucho tiempo. Quince años más tarde fui a Bruselas y lo busqué, porque sabía que vivía en esa ciudad, y quería entrevistarlo para un ensayo que estaba escribiendo para la revista Mensaje, de los jesuitas. No se acordaba de mí, pero aceptó conversar conmigo. La segunda grabación no se parecía en nada a la primera.
—¿En qué sentido? —le pregunté.
—El hombre recordaba que había sido detenido, pero nada más. Había borrado lugares, fechas y detalles.
—Supongo que usted le hizo oír la primera grabación.
—No, eso habría sido una crueldad. En la primera grabación me contó de la tortura y los ultrajes sexuales que sufrió. El hombre lo había olvidado para seguir viviendo con integridad. Tal vez Manuel ha hecho lo mismo.
—Si es así, lo que Manuel ha reprimido aflora en sus pesadillas —interrumpió Liliana Treviño, que nos escuchaba con gran atención.
—Debo descubrir lo que le pasó, padre, por favor ayúdeme —le pedí al sacerdote.
—Tendrías que ir a Santiago, gringuita, y buscar en los rincones más olvidados. Te puedo poner en contacto con gente que te ayudaría…
—Lo haré apenas pueda. Muchas gracias.
—Llámame cuando quieras, niña. Ahora tengo mi propio celular, pero nada de correo electrónico, no he podido aprender los misterios de una computadora. Me he quedado muy atrás en las comunicaciones.
—Usted está en comunicación con el cielo, padre, no necesita una computadora —le dijo Liliana Treviño.
—¡En el cielo ya tienen Facebook, hija!
Desde que se fue Daniel, mi impaciencia ha ido en aumento. Han pasado más de tres meses interminables y estoy preocupada. Mis abuelos nunca se separaban por la posibilidad de que no pudieran reencontrarse; temo que eso nos ocurra a Daniel y a mí. Empiezo a olvidar su olor, la presión exacta de sus manos, el sonido de su voz, su peso sobre mí, y me asaltan dudas lógicas, si acaso me quiere, si piensa volver, o si nuestro encuentro fue sólo un capricho de mochilero peripatético. Dudas y más dudas. Me escribe, eso podría tranquilizarme, como razona Manuel cuando lo saco de quicio, pero no me escribe lo suficiente y sus mensajes son parcos; no todo el mundo sabe comunicarse por escrito, como yo, modestia aparte, y nada dice de venir a Chile, eso es mal signo.
Me hace mucha falta un confidente, una amiga, alguien de mi edad con quien desahogarme. Blanca se aburre con mis letanías de amante frustrada y a Manuel no me atrevo a fregarlo demasiado, porque ahora sus dolores de cabeza son más frecuentes e intensos, suele caer fulminado y no hay analgésico, paños fríos ni homeopatía capaces de aliviarlo. Por un tiempo pretendió no hacer caso de ellos, pero ante la presión de Blanca y mía llamó a su neurólogo y pronto deberá ir a la capital a examinarse la maldita burbuja. No sospecha que pienso acompañarlo, gracias a la generosidad del portentoso Millalobo, quien me ofreció dinero para el pasaje y otro poco para el bolsillo. Esos días en Santiago me servirán para acabar de poner en su sitio las piezas del puzle que conforman el pasado de Manuel. Debo completar los datos de libros y de internet. La información está disponible, nada me costó conseguirla, pero fue como pelar una cebolla, capas y capas delgadas y transparentes, sin llegar nunca al meollo. He averiguado sobre las denuncias de torturas y asesinatos, que fueron extensamente documentadas, pero necesito acercarme a los sitios donde ocurrieron, si pretendo entender a Manuel. Espero que me sirvan los contactos del padre Lyon.
Es difícil hablar de esto con Manuel y otras personas; los chilenos son prudentes, temen ofender o dar una opinión directa, el lenguaje es una danza de eufemismos, el hábito de cautela está arraigado y existe mucho resentimiento bajo la superficie, que nadie desea ventilar; es como si hubiera una especie de bochorno colectivo, unos porque sufrieron y otros porque se beneficiaron, unos porque se fueron, otros porque se quedaron, unos porque perdieron a sus familiares, otros porque hicieron la vista gorda. ¿Por qué mi Nini nunca se refirió a nada de eso? Me crió hablando en castellano, aunque yo le contestara en inglés, me llevaba a la Peña Chilena, en Berkeley, donde se reúnen latinoamericanos, para escuchar música, ver obras de teatro o películas, y me hacía memorizar poemas de Pablo Neruda, que yo apenas entendía. Por ella conocí Chile antes de haberlo pisado; me contaba de abruptas montañas nevadas, de volcanes dormidos que a veces despiertan con un sacudón apocalíptico, de la larga costa del Pacífico con sus olas encrespadas y su cuello de espuma, del desierto en el norte, seco como la luna, que a veces florece como una pintura de Monet, de los bosques fríos, lagos límpidos, ríos fecundos y los glaciares azules. Mi abuela hablaba de Chile con voz de enamorada, pero nada decía de la gente ni de la historia, como si fuese un territorio virgen, deshabitado, nacido ayer de un suspiro telúrico, inmutable, detenido en el tiempo y el espacio. Cuando se juntaba con otros chilenos se le aceleraba la lengua y le cambiaba el acento, yo no podía seguir el hilo de la conversación. Los inmigrantes viven con los ojos puestos en el país remoto que han dejado, pero mi Nini nunca hizo empeño de visitar Chile. Tiene un hermano en Alemania con quien se comunica rara vez, sus padres murieron y el mito de la familia tribal en su caso no se aplica. «No me queda nadie allí, ¿para qué voy a ir?», me decía. Tendré que esperar para preguntarle cara a cara qué pasó con su primer marido y por qué se fue a Canadá.