URANO

Me gustaría ahora comentar el gran acontecimiento espiritual que se ha producido… la liberación de energía atómica… Me gustaría llamar su atención sobre las palabras «liberación de energía». La liberación consiste en la clave de la nueva era, como lo ha sido siempre con el aspirante orientado espiritualmente. Esta liberación se ha iniciado con la liberación de un aspecto de la materia y de algunas fuerzas del alma del interior del átomo… Para la materia en sí, una iniciación enorme y poderosa que iguala las iniciaciones que liberan las almas de los hombres… Ha llegado la hora de la fuerza salvadora.

Externalisation of the Hierarchy,

«DK the Tibetan», canalizada por

Alice Bailey, el 9 de agosto de 1945

El ciclo de Urano empieza cuando el planeta alcanza el nódulo norte, el último paso heliocéntrico de Urano sobre su nódulo norte se produjo el 20 de julio de 1945, de modo significativo cuatro días antes de la primera explosión atómica en Alamogordo, Nuevo México, que marcó sin duda el inicio de una nueva era, para bien o para mal… Los acontecimientos no nos pasan a nosotros, nosotros pasamos a los acontecimientos.

DANE RUDHYAR,

Astrological Timing

Lo más importante en la vida de cualquier hombre es descubrir el objetivo secreto de su encarnación y seguirlo con tanta cautela como pasión… el Urano que hay en nosotros es la Santa Lanza de la leyenda. En las manos del rey santo construyó el templo del Grial, en las de Klingsor, el jardín de los hechizos malvados… Urano es la serpiente Ureo del simbolismo egipcio, Lento aunque súbito señor de la vida y la muerte. Cuesta mucho moverlo, pero una vez en marcha, es irresistible… Si no se le permite crear, devora.

ALEISTER CROWLEY,

Uranus

Antes de formular ningún plan real de acción tenía que encontrar a Sam. Por terrible que fuera enfrentarme a él y revelarle mis múltiples y estrepitosos fracasos, entre los que destacaban mis jueguecitos con Wolfgang mientras Roma ardía en llamas, de repente caí en la cuenta de que, gracias a mí, Sam podía encontrarse en mayor peligro que cuando lo dejé si alguien se había enterado de que seguía con vida.

Durante el resto del viaje Wolfgang guardó silencio, algo poco usual en él y que me fue de perlas. Cuando aterrizamos en Idaho, acordamos que iríamos a la oficina para avisar al Tanque de que ya habíamos vuelto de Viena sanos y salvos. Yo me pasaría un momento por casa para dejar el equipaje antes de ir al trabajo. La única arma que me quedaba en mi muy reducido arsenal era que Wolfgang no sospechaba aún que yo sospechaba de él, así que tenía que actuar deprisa.

Sabía que Oliver estaría en la oficina a esa hora, pasadas las diez de la mañana, lo que me permitiría llamar al abuelo de Sam, Oso Oscuro, desde casa. Aunque la línea estuviera pinchada podría intentar hacerle llegar a Sam el mensaje de que había regresado a la ciudad.

Al subir por la carretera vi el coche de Oliver en el camino de entrada y también otro automóvil aparcado arriba, cerca de los buzones. Se trataba de un utilitario que, según se deducía de la matrícula, era de alquiler. Puesto que la casa más cercana estaba bastante más adelante, supuse que Oliver tenía compañía, lo último que me faltaba en ese momento. Me había adentrado en el camino para dar la vuelta y pensar otro plan cuando Oliver asomó la cabeza por la puerta trasera con una expresión algo salvaje y los cabellos rizados más despeinados que de costumbre. Lanzó una mano hacia mí y gesticuló para que me diera prisa en entrar. En contra de lo que aconsejaba la sensatez, apagué el motor, bajé y cogí el abrigo y el bolso. Pero antes de que pudiera decir palabra, Oliver salió y me agarró con fuerza del brazo.

—¿Dónde demonios te habías metido? —siseó algo histérico—. No has contestado a uno solo de mis mensajes en estas dos semanas. ¿Tienes idea de lo que ha pasado por aquí?

—Pues no —admití, mientras empezaba a sentir auténtico miedo. Señalé en dirección al coche aparcado en la carretera y pregunté—: ¿Quién es tu invitado?

—Es tu invitada, querida mía —me informó Oliver—. Llegó desde Salt Lake ayer por la noche y estuvo en mi piso, donde había calefacción, hasta hace un momento, que la bajé a tu sótano junto con el pequeño argonauta.

«¿Invitada; así pues, una mujer?», pensé.

—Me da la impresión de que nos hemos ido todos al monte Carajo gracias a ti —añadió Oliver apesadumbrado, mientras me seguía escaleras abajo hacia mi piso.

Cuando entré en el salón de mi sótano, me esperaba más de una sorpresa. En la mesa del rincón estaba mi nueva hermanastra con la que había hablado tan sólo dos días antes desde una cabina en el aeropuerto de Viena: Bettina Brunhilde von Hauser.

Oliver tenía razón: su presencia en mi casa era un mal augurio. Pero no tuve que contener el aliento. Bambi se levantó y cruzó la habitación hacia mí. Llevaba otro de esos monos increíbles, éste de un tono biscotti que le daba el aspecto de haberse sumergido en una cuba llena de caramelo. Jason trotó a su lado y no me hizo el menor caso. Colgué el abrigo y el bolso en el perchero, fuera de su alcance.

—Fráulein Behn, quiero decir, Ariel —empezó Bambi, que se corrigió enseguida—. Tu Onkel me ha enviado en cuanto ha comprendido la gravedad que ha adquirido la situación.

Echó un vistazo a Oliver con esos ojos moteados de oro y se sonrojó un poco.

—Supongo que ésta es la señal para que desaparezca —dijo Oliver.

—¿Por qué? —le pregunté, para añadir—: ¿No tienes micrófonos en el piso además de haberme pinchado el teléfono? Si no, ¿por qué iba a tenerte tu jefe aquí tanto tiempo espiándome?

—Me parece que deberías contárselo —me sorprendió Bambi al informar a Oliver—. Explícale lo que me dijiste ayer por la noche. Luego, le contaré el resto lo mejor que pueda.

—Trabajo para un grupo que me envió aquí hace cinco años, cuando el Tanque te contrató —explicó Oliver—. No estábamos seguros de qué miembros de tu familia estaban implicados en este asunto tan complejo, pero teníamos mucha información sobre Pastor Dart y sus esbirros. Los observábamos muy de cerca. Nos pareció sospechoso que Dart te contratara en cuanto acabaste los estudios para ponerte directamente a sus órdenes, a pesar de que tu currículum no era nada excepcional. Excepto, claro está, lo más importante: la estrecha relación que te unía a tu primo Sam.

La cosa iba a peor. El Tanque era el malvado que me temía y que su apodo de Príncipe de la Oscuridad había proclamado siempre. Se me ocurrió una pregunta importante.

—¿Sabía Sam que me espiabais? ¿O le espiabais también a él, aunque trabajara para tu jefe, Theron Vane?

—No somos espías —me aclaró Oliver—. Somos un organismo internacional como la Interpol, que coopera para detectar actividades ilegales, sobre todo el contrabando de armas espaciales. Hemos averiguado que muchas de las personas dedicadas a este tipo de actividades han conseguido infiltrarse en cargos de importancia en las instituciones encargadas de controlarlos. Entre los primeros de la lista se encuentran los departamentos dedicados a la lucha contra el narcotráfico e incluso el KGB y la CÍA. Creemos que es posible que en poco tiempo vendan en el mercado «productos peligrosos», incluidos materiales nucleares, del mismo modo que en estos momentos están vendiendo a sus propios agentes secretos al mejor postor.

Ese era el discurso más largo que le había oído a Oliver y el más serio, pero no había respondido a mi pregunta.

—Si no me espiabais, ¿por qué tenía el teléfono pinchado? —insistí—. ¿Por qué trabajabas en secreto? ¿Por qué no recogiste el manuscrito de la oficina de correos antes de que yo fuera a buscarlo?

—Me enviaron aquí para protegerte en cuanto supimos lo que andaban buscando —me contó Oliver—. Aunque la mayoría de veces, he acabado protegiéndote de ti misma.

«Alusiones a Herr Wolfgang», pensé.

—Cuando vi el manuscrito rúnico por la ventanilla del coche, comprendí que no eran los documentos que tu primo había descrito a mi gente. Cuando te quedaste hasta tarde a trabajar en la oficina, te observé para ver dónde planeabas esconderlo, en la Normativa del Departamento de Defensa, ¡una magnífica elección! Lo extraje, naturalmente, e hice copias para que no se perdiera para siempre. Bambi dice que Lafcadio teme que los otros documentos, los que pertenecían a tu primo, hayan caído ya en manos de su hermano.

Me sentí aliviada al saber que por lo menos un documento, el manuscrito rúnico, obraba en otras manos aparte de las de mi familia. Y también que Oliver estuviera, como esperaba, en mi bando. Pero mi preocupación por la verdad me había llevado a una observación clave: que el verdadero peligro de esos documentos emanaba de otro aspecto. No podía olvidar lo que Sam me había contado después de describir cómo Theron Vane había muerto en su lugar cuando estalló esa bomba, algo que me repitió cuando me advirtió que fuera discreta al controlar la oficina de correos o el buzón. Dijo que si alguien sabía dónde conseguir una copia de esos manuscritos, le podía resultar más sencillo si uno de nosotros estaba muerto. Ahora comprendía que esa advertencia precavida no estaba motivada por que aquel material fuera la única versión existente, sino más bien porque Sam era la única persona que sabía dónde se ocultaban los originales de Pandora. Lo cual sugería que los individuos que andaban tras los documentos no sólo querían saber su contenido, sino asegurarse de que nadie más lo sabía. De modo que los documentos ahora en manos de Wolfgang y el Tanque serían la única versión si Sam estuviese muerto. No costaba mucho imaginarse lo que venía después de eso. Por una vez, intenté no cerrar los ojos.

—El Tanque está metido en esto. Tu telegrama me previno pero me llegó demasiado tarde —informé a Olivier—. Wolfgang tiene los manuscritos, aunque ambos intentasteis advertirme respecto a él.

—Tengo la impresión de que mi hermano se ha enamorado de ti de verdad —comentó Bambi—. Si te hubiera conocido antes es posible que ese amor le hubiera obligado a reconsiderar su escala de valores y lo hubiera salvado. Wolfgang es una persona instruida con ideales elevados, aunque equivocados. Me imagino que lo sorprendió descubrir que también es capaz de albergar pasiones fuertes. Pero es demasiado tarde para la salvación o para charlar. ¿Dónde está ahora mi hermano?

—Fue a la oficina desde el aeropuerto —indiqué—. Tengo que reunirme con él enseguida.

—Pues debemos actuar sin demora —afirmó Bambi—. Si descubre que Oliver tampoco está ahí, vendrá hacia aquí. Si cree que sabes dónde escondió tu primo los manuscritos originales, estarás en un peligro terrible. Tenemos que detener a mi hermano antes de que mate a otra persona.

La miré horrorizada mientras Oliver me ponía una mano con suavidad en el brazo. ¿Qué me estaba diciendo? Pero por supuesto, lo sabía. Supongo que de algún modo lo había sabido desde el principio.

—No estamos seguros —precisó Oliver a Bambi.

Oí un ligero zumbido en los oídos como si fuera a desmayarme. Entonces escuché la voz de Bambi como si estuviera muy lejos.

—Yo sí estoy segura. Mi hermano Wolfgang asesinó a Samuel Behn. El hombre con quien había pasado esas noches de amor tempestuoso era un asesino despiadado que, mientras me tenía entre sus brazos, estaba convencido de que había matado a Sam. Me dieron ganas de tomarme un buen trago de absenta con opio, o incluso un poco de esa cicuta que llevó a Sócrates al nirvana, aunque ahora lo más oportuno sería salir a la carretera. ¿Pero hacia dónde?

Oliver iba a hacerme alguna sugerencia cuando oímos un ruido extraño. Nos miramos un instante antes de descubrir lo que era: alguien llamaba al timbre que nadie usaba, en el extremo opuesto de la casa. Puesto que la puerta delantera estaba separada de la carretera por una bajada digna de un paracaidista hacia el patio delantero, la mayoría de gente llegaba por la puerta trasera, fuera del camino de entrada.

Corrimos hacia las ventanas altas que rodeaban el salón del sótano y echamos un vistazo. Sólo alcanzábamos a ver la carretera pero no a la persona que estaba en la entrada. Había un Land Rover enorme con matrícula de Idaho aparcado detrás del coche de Bambi. Tenía la silueta de un oso pardo rampante, dibujada en el guardabarros delantero. Sonreí. Tal vez las cosas empezaban a mejorar.

—¿Lo reconoces? —me preguntó Oliver.

—El coche no, sólo el oso. Ve a abrir; mientras, Bambi y yo cogeremos a Jason, y abrigos y zapatos decentes para todos nosotros. Puede que vayamos de excursión al campo.

—¿Pero quién es? —quiso saber Oliver—. A estas alturas, no me puedo arriesgar a abrir la puerta a no ser que estés bien segura de quién es.

—Lo estoy —afirmé—. Es un oso que ha conducido hasta aquí desde Lapwai, a ochocientos kilómetros. Es un emisario de mi querido difunto primo Sam.

Bambi y Oliver parecieron algo desconcertados por el aspecto de Oso Oscuro. Como la mayoría de nez percé, era un hombre muy atractivo, con una nariz recta, barbilla hendida, rasgos marcados, piernas largas y hombros anchos, las trenzas de cabellos oscuros salpicadas de blanco y esos ojos plateados bajo unas cejas oscuras que, como los de Sam, parecían cristales que podían penetrar el corazón del tiempo.

Llevaba una chaqueta con flecos y bordada con cuentas, y una manta por encima del hombro. Avanzó hacia mí y me estrechó la mano en un saludo firme y caluroso.

Como he mencionado, yo no era santo de la devoción de Oso Oscuro, debido en gran parte a mi extraña familia. Pero ese apretón de manos me quería comunicar sin duda que sabía y valoraba que ayudara a Sam. Claro que entonces ni él ni Sam sabían todavía hasta qué punto la había fastidiado yo sólita. Presenté a Oso Oscuro a los demás.

—Ha oído tu corazón y sabe la decisión que has tomado —me dijo Oso Oscuro, que nunca se andaba con rodeos—. Lo aprueba. Te pide que vengas.

Sam me había leído los pensamientos a distancia. No me sorprendía. Siempre había sido capaz de saber lo que pensaba desde muy lejos. ¿Y no había tenido la impresión de que andaba tras las huellas de mis mocasines psicológicos todas esas semanas?

—No mencionó a nadie más —añadió Oso Oscuro, que señaló a Oliver y a Bambi—. Sólo tenía que llevarte a ti.

Eso me ponía en un dilema. Tenía a dos personas dispuestas a decirme la verdad, una verdad que podía resultar fundamental no sólo para mi seguridad, sino también para la de Sam.

—¿Quién se supone que lo envía? —preguntó Oliver—. ¿Adonde te lleva y por qué no quiere que vayamos contigo?

Antes de saber cómo responder, Bambi resolvió el problema, aunque debo admitir que no sé muy bien cómo lo logró.

—Soy la hija de Halle —dijo a Oso Oscuro—. He venido desde Viena para revelar lo que sé sobre el hombre que era el padre de Sam y el padrastro de Ariel: Earnest Behn.

—¡Ah! —soltó Oso Oscuro, inexpresivo—. Ya veo.

Metí a Jason en la mochila y le di una palmadita. No quería dejarlo solo en la casa porque no estaba segura de adonde nos dirigíamos ni del tiempo que estaría fuera. Me colgué la bolsa al hombro junto con la cartera de siempre, recogí lo que creía que podríamos necesitar en una excursión por las montañas con Jason. Me subí al asiento delantero del Land Rover de Oso Oscuro; Oliver y Bambi se sentaron detrás. Eso me permitía, mientras escuchaba la historia de Bambi, mirar por el retrovisor para asegurarme de que no nos seguían.

—Muy bien, chicos —dije a Bambi y a Oliver, una vez que salimos de la ciudad y nos dirigimos rumbo al norte por las montañas Rocosas—. No os puedo decir adonde vamos porque yo tampoco lo sé. Pero sé a qué persona nos lleva a ver Oso Oscuro, y os aseguro que vale la pena el viaje. Vamos a llegar al fondo de la cuestión de una vez por todas.

Oliver me miraba con una expresión confundida y después, poco a poco, la luz de la comprensión se fue reflejando en su rostro.

—¡Dios mío, no me digas que no está muerto! —gritó.

Asentí con un gesto. Como mínimo había logrado una cosa todo ese tiempo: mantener la existencia de Sam en secreto a todo el mundo. Pero eso debía cambiar si queríamos aclarar todo aquel lío.

—Pero si Sam está vivo, ¿a quién mató Wolfgang? —preguntó Bambi, más rápida para sacar conclusiones de lo que creí cuando la conocí.

Dirigí la mirada a Oliver, algo incómoda.

—Oh, no —dijo éste cuando lo comprendió—. En todo este mes notaba que algo iba mal. No era normal que nos comunicáramos en persona durante una misión, pero sabía que Theron Vane había ido a San Francisco la semana que mataron a tu primo. Me resultaba extraño no recibir ninguna noticia tras el brutal asesinato de alguien que nos estaba ayudando en un caso en el que llevaba trabajando cinco años. Incluso pensé en ponerme en contacto con Theron por mi cuenta, pero decidí que debía de haber algún motivo de peso para que se mantuviera en silencio.

Y tras un instante, añadió con una sonrisa triste:

—Y se ve que lo había.

Mientras remontábamos el paisaje boscoso con los ríos rápidos y oscuros y las pendientes escarpadas con cascadas centelleantes, miré entre los pinos e inspiré el aroma de la vegetación, mientras escuchaba el relato de Bambi. A medida que lo narraba, las pocas piezas que faltaban en el rompecabezas y que llevaba tanto tiempo buscando y esquivando encajaron en su sitio.

—Mi madre Halle fue educada por su padre, Hillmann von Hauser —comentó—. Como verás, Wolfgang y yo usamos también el apellido de nuestro abuelo.

—Según tenía entendido a raíz de una conversación telefónica con mi madre Jersey, tú y Wolfgang sois hijos de padres distintos —indiqué, sin querer sacar a relucir la paternidad ilegítima de Bambi por parte de mi detestable padre, Augustus. Pero me aguardaba una sorpresa más.

—De padres distintos, sí, pero con el mismo apellido —me corrigió Bambi—. El padre de Wolfgang, el marido legal de mi madre Halle, era Earnest Behn.

Ya no me sorprendían este tipo de revelaciones acerca de mi familia. Pero a la vista de lo que Bambi había mencionado antes respecto a que Wolfgang había sido el artífice de la muerte de Sam, me daba cuenta de que ese punto era de una importancia capital ya que significaba que Sam y Wolfgang compartían el mismo padre, Earnest. Eran hermanastros, igual que Bambi y yo éramos hermanas por parte de padre. Miré a Oso Oscuro, que me miró de reojo mientras conducía, y asintió para corroborarlo.

—Sí, lo sabía —afirmó—. Conocí a Earnest Behn durante muchos años. Era un hombre muy atractivo y rico. Vino al norte de Idaho mucho antes de la guerra para comprar propiedades mineras, veinte mil hectáreas al norte de Lapwai, que contenían muchas montañas sin explotar y grutas llenas de recursos minerales, un gran pedazo de la Madre Tierra. Con la guerra se hizo mucho más rico, por supuesto.

»Tras el conflicto, cuando Earnest tenía más de cuarenta años, regresó a Europa, se casó con una mujer joven llamada Halle y se quedó en ese continente cierto tiempo. Tuvieron un hijo, Wolfgang. De repente, Earnest volvió a su propiedad al norte de Lapwai sin la mujer ni el niño. Dijo que habían muerto. Pidió permiso para casarse con mi hija Nube Clara, a quien conocía desde que era una niña. Ella se sentía muy atraída por él pero no era… lo acostumbrado. Earnest Behn era un hombre blanco procedente de tierras extranjeras. ¿Cómo sabíamos que estaría dispuesto a aprender nuestras costumbres? ¿Cómo sabíamos que no se iría del país otra vez, quizá para no volver jamás?

»Cuando le pregunté si amaba a mi hija, Earnest Behn respondió que no se creía capaz de amar a nadie, observación que, para ser sincero, mi gente no puede comprender. Admitir tal cosa equivale a decir que uno ya está muerto. Aun así, me prometió que cuidaría de ella y que cualquier hijo que tuvieran crecería en la reserva, entre nuestra gente; una promesa que no cumplió. Porque cuando Nube Clara murió, Earnest se llevó a su hijo Sam de la reserva. Cuando se casó con tu madre Jersey temimos haber perdido a Sam para siempre.

Oso Oscuro lo dijo sin amargura, aunque parecía como si estuviera sumido en sus pensamientos.

—Earnest Behn dijo también algo muy extraño antes de casarse con mi hija —añadió—: «Espero poder limpiar la mancha de mi corrupción». Nunca comentó lo que significaba, ni aceptó la tienda de sudor para purificarse.

Algo de eso encendió una bombilla.

—Has mencionado que Earnest Behn compró tierras en América antes de la Segunda Guerra Mundial —dije—. ¿Cuándo fue, exactamente?

—En 1923 —respondió Oso Oscuro.

La fecha no dejaba lugar a dudas, aunque después de unos cálculos rápidos no tenía sentido.

—Pero Earnest nació en 1902 —objeté—. En 1923 sólo tenía veintiún años. ¿Por qué iba su padre a confiar a un hombre tan joven la compra y dirección de tanto terreno en un país extranjero…?

Pero Oliver y Bambi me estaban mirando con los ojos muy abiertos.

—¡Dios mío! —exclamé.

Así que ésa era la «corrupción» de la que nuestra familia nunca había hablado, sin duda con toda la razón del mundo, como si no bastara con la bigamia, el secuestro, el incesto, el fascismo y el asesinato. Al final de nuestro trayecto de dos horas por el Bitterroot Range de las Rocosas, al aunar mis conocimientos con los de Bambi y Oso Oscuro, até muchos cabos. Y me di cuenta de que debía a mis dos abuelas una disculpa, sobre todo a Zoé.

El putsch de Hitler en Munich tuvo lugar el 9 de noviembre de 1923. En esa época no se preveía ninguna guerra, pero Hieronymus Behn sabía que siempre habría una. Y también sabía en qué bando quería situarse. Envió a Earnest a Estados Unidos para establecer su presencia minera en ese país. Diez años más tarde, en 1933, el año en que Hitler se convirtió en canciller de Alemania, Hieronymus envió a su otro hijo, que por entonces ya había cumplido los veintiuno: mi padre Augustus. Ambos jóvenes hacían las veces de topo y excavaban las montañas y las cuevas del Nuevo Mundo para almacenar gran cantidad de minerales para el momento en que el mundo entrara en otra guerra.

Uno voló al este, a Pennsylvania: mi padre. El otro voló al oeste, a Idaho: Earnest. Y un tercero voló sobre el nido del cuco. Ésa fue Zoé.

Aunque Zoé hubiera dejado a sus padres para escaparse con los gitanos, parece que cuando creció, Hieronymus Behn quiso que su hija y única descendiente real «criara con sangre buena». Envió a su colega y amigo Hillmann von Hauser a París para que la sedujera. Fueran cuales fuesen las circunstancias de esa relación desde el punto de vista de Zoé, lo cierto es que le quitaron a su hija Halle para que la criaran su padre y la cumplidora aunque estéril esposa alemana de éste. Zoé se casó con un irlandés y tuvo otra hija: mi madre Jersey.

Por otra parte, además de secuestrar a mi padre Augustus de Pandora, Hieronymus Behn se apoderó también de los dos hijos que su hermana–esposa Hermione había concebido con Christian Alexander: Laf, mediante su adopción, y Earnest, al cambiar el certificado de nacimiento para figurar en él como su padre real. Eso significaba que las dos hijas de Zoé, mi madre Jersey y su hermana Halle, eran las únicas nietas reales de Hieronymus Behn. Por lo tanto, no era de extrañar que, tal como revelaba la historia, Hieronymus pretendiera casarlas con esos dos «hijos» adecuados: Halle con Earnest y Jersey con Augustus. Con esa manipulación, Hieronymus esperaba asegurar que los futuros beneficiarios de su fortuna y poder estarían ligados a su propio linaje, a través de Zoé.

El principal obstáculo fue, por supuesto, que había casado a la hermana equivocada con el hermano erróneo. Mi padre Augustus, amante del prestigio y el poder, habría resultado perfecto para Halle, que había recibido la mejor preparación aria que una chica rubia y bonita de padres nazis podría desear. El resultado de esa unión era Bambi. En cuanto a Earnest y mi madre Jersey, cuando se encontraron en una etapa posterior de su vida, fueron todo lo felices que cabe esperar de dos personas tan traumatizadas emocionalmente.

Así que la corrupción de la que Earnest no consiguió lavarse nunca era algo que sólo había comprendido después de haberse casado con Halle von Hauser. No sólo lo que el papaíto de su esposa había hecho durante la guerra como fabricante de armas, algo de lo que ella se sentía muy orgullosa, sino también dónde habían ido a parar todos los minerales que el mismo Earnest había puesto a lo largo de los años en manos de su «neutral» padre holandés, Hieronymus Behn.

Earnest empezó a descubrir, de forma lenta y dolorosa, los orígenes de la familia que nadie conocía del todo. Cuando resultó evidente que él, Augustus y Hieronymus habían amasado su enorme fortuna mediante el sufrimiento de otras personas, y en el caso de Hieronymus con pleno conocimiento de causa, le supuso un duro golpe. Pero cuando averiguó que ese hombre al que siempre había considerado su padre lo había usado no sólo para criar una raza superior, sino también para controlar el mundo, a Earnest le resultó casi imposible vivir.

La madre de las chicas, Zoé, se había adentrado en la Francia ocupada para intentar persuadir a su anterior seductor de que la dejara llevarse a su hija Halle del territorio ocupado por Alemania y quedó atrapada, al igual que Pandora y Laf en Viena. A Zoé le debió de resultar de lo más irónico sentarse a la mesa en París conmigo, al lado de mi propio y atractivo seductor nazi, como si fuera una nueva versión de su vida de entreguerras.

La auténtica ironía, para todas esas personas, era que sus contactos con Hieronymus Behn, Hillmann von Hauser y Adolf Hitler no sólo les habían permitido sobrevivir a la guerra, según contó Bambi, sino que en el caso de Pandora y de Zoé proteger o rescatar a cientos de personas con total impunidad. Entre ellas se incluía el marido de Pandora, Dacian Bassarides, que con la ayuda de Zoé había dirigido un ruta gitana para huir por el sur de Francia desde París.

—¿Sabe Wolfgang algo de esta historia, o que Sam es su hermano? —pregunté a Bambi.

Permaneció en silencio un momento y me miró muy seria con sus ojos moteados de oro.

—No estoy segura —comentó por fin—. Pero sí sé que está muy influenciado por mi madre. Ése es el principal motivo por el que Lafcadio lo desprecia tanto, aunque no haya querido comentarlo. He obtenido algo de información de Lafcadio, quien debió de averiguarlo de Earnest hace muchos años, cuando éste se desplazó desde Idaho a Viena para hablar con Pandora. Por lo visto ella sabía toda la historia. ¡Por supuesto!

Me acordé de las palabras de Wolfgang cuando contemplaba el Danubio mientras estábamos juntos bajo el techo de cristal de su castillo, antes de hacer el amor: «Mi padre me llevó a verla cuando no era más que un niño. Recuerdo que cantó Das himmlische Leben. Me miró con esos ojos. Tus mismos ojos».

—Después de casarse con mi hija —dijo Oso Oscuro—, Earnest Behn volvió dos veces a Europa. Cuando Sam tenía tres años, Earnest fue a hablar con Pandora, la madre de su hermano Augustus, sobre un asunto familiar importante. El segundo viaje fue para asistir al entierro de Pandora, justo tras la muerte de Nube Clara, y se llevó a Sam con él. Pandora le había legado algo que tenía que recoger en persona, me dijo. Cuando regresó a Idaho, dejó la reserva para no volver.

Me quedaba aún una pregunta. Por fortuna me había acostumbrado tanto a las respuestas espeluznantes que ya apenas me afectaban.

—¿Por qué fuiste a vivir con tío Lafcadio después de que tu madre muriese? —pregunté a Bambi—. ¿Conocías ya bien a tío Laf?

—Mi madre no está muerta. Sigue viva, me temo, aunque no la he visto desde que me fui de casa hará diez años —sentenció Bambi, entornando los ojos—. Pero creía que lo habrías comprendido: todo este tiempo ha sido ella la que ha permanecido oculta entre las sombras, detrás de todo este asunto.

Si la madre de Bambi, Halle von Hauser, estaba «detrás de todo este asunto» como afirmaba Bambi, y si era de verdad tan terrible que su marido huyó y se casó con Nube Clara, y que hasta su hija Bambi se marchó de casa a los quince años para vivir con tío Laf, estaba claro lo que eso sugería sobre la relación de Wolfgang con el lado tenebroso de nuestra familia.

—¿Y dónde interviene Augustus? —pregunté a Oliver.

—Tu padre ocupa un lugar destacado en nuestra lista —fue su respuesta—. Por lo visto, su relación amorosa con la madre de Bambi terminó hace años y los dos han contraído nuevos matrimonios, pero parecen entenderse a la perfección. Hace diez años, tu padre ayudó a Halle von Hauser a adquirir una posición destacada en Washington, con lo que ahora puede ejercer gran influencia política, tanto aquí como en el extranjero. Lo cierto es que resulta algo delicado desentrañar con quién están relacionados esos dos. Gracias a su cargo en las juntas de varios museos y en uno de los periódicos más importantes, Halle es la persona con más influencia social de la capital y…

Me cago en dios.

—¿No será ese periódico el Washington Post por un casual? —le interrumpí—. ¿Y el marido actual de Halle, no se llamará Voorheer–LeBlanc? Ese nombre emana aires entre holandeses y belgas, de la misma región que el nuevo paraíso de Himmler.

Oliver sonrió.

—Se ve que te has documentado —dijo.

Había elegido un nombre de pila distinto, como Helena, por si alguien mencionaba un nombre tan fácil de recordar como Halle. Recordaba también el interés que mi padre y mi madrastra Grace habían mostrado esa noche durante la cena en San Francisco por averiguar lo que yo sabía de la herencia. Después, habían concedido una rueda de prensa para obtener más información del albacea testamentario, lo que les había proporcionado una tapadera excelente para que alguien me llamara y tratara de sonsacarme, quizá con más éxito, qué manuscritos se incluían en el patrimonio de Sam. Cuando la señora Voorheer–LeBlanc del Washington Post llamó más tarde, no dijo que fuera periodista, sólo comentó que quería comprar los manuscritos. A estas alturas, me quedaban pocas dudas de que fuera la madre de Wolfgang y Bambi: Halle von Hauser.

¿Sabía Jersey que su hermana estaba viva, o lo que ella y mi padre se traían entre manos desde que salieron de la cama? No me lo había comentado, pero Oso Oscuro me explicó por qué.

—Como es natural, tuve muchas sospechas respecto a la repentina y misteriosa muerte de la primera mujer y del hijo de Earnest —dijo—. Pero no tuve ninguna prueba de que estuvieran vivos hasta el reciente viaje de investigación de Sam a Utah. Sam cree que tu madre y Earnest pensaron que la mejor forma de proteger a sus hijos del pasado consistía en guardar silencio.

Estaba dispuesta a seguir con ese tema cuando Oso Oscuro redujo la velocidad del Land Rover hasta casi detenerlo y salió con cuidado de la carretera en dirección al bosque. El suelo, cubierto por una tupida capa de pmaza, desprendía una fragancia embriagadora a nuestro paso. Bambi, Oliver y yo nos sumimos en el silencio mientras contemplábamos cómo Oso Oscuro maniobraba con precaución el enorme vehículo a través de senderos angostos entre los árboles, tan justito como cuando se enhebra una aguja de bordar. Tras lo que pareció una eternidad, el terreno empezó a ascender gradualmente hasta que por fin nos encaminamos hacia la cima. Cuando el terreno abrupto se volvió demasiado escarpado, Oso Oscuro se detuvo en el borde de una estrecha grieta y paró el motor. Se volvió hacia mí.

—Te tengo que llevar hasta el río y mi nieto vendrá a reunirse con nosotros —me indicó—. Espera que te lleve sólo a ti, así que quizá los demás deberían quedarse aquí y esperar en el coche.

Miré a Oliver y a Bambi con una ceja levantada para saber qué opinaban. —Me gustaría acompañarte —comentó Bambi—. Y ayudar en todo lo que pueda. Me siento responsable de gran parte de lo que os ha pasado a ti y a tu primo. —De inmediato, rectificó y prosiguió—: Quiero decir, nuestro primo. Si te hubiera contado todo lo de mi hermano en cuanto me enteré de que lo habías conocido, puede que nada de esto hubiera pasado.

—Decidido, pues —anunció Oliver, que adornó su acento de Quebec con el hablar del Oeste americano—. Ningún vaquero que se precie dejaría trotar a dos potrillas solas por estas colinas, forastero.

Se quedó boquiabierto cuando Bambi extrajo del bolsillo de la chaqueta una pequeña Browning automática, con la que apuntó al techo con una profesionalidad que ya querría para sí Bonnie y hasta el mismísimo Clyde. Oliver siempre había proclamado que buscaba la cowgirl de sus sueños, pero ahora levantó las manos.

—¡Por todos los santos! —gritó—. Guarda eso antes de que alguien se haga daño. ¿De dónde lo has sacado?

—Mi abuelo Hillmann era entrenador del grupo avanzado en el Ballermann Gewehrschiessen, el club de tiradores, en el centro de Alemania. En casa, todos tuvimos que aprender a disparar —informó a Oliver—. Obtuve el título con mención especial para la Walther, la Luger, el Mauser y todos los modelos de Browning, y tengo licencia para llevar ésta para mi protección personal.

Correcto. Nunca se sabe cuándo alguien va a intentar agredir a una violoncelista rubia de veinticinco años. Sobre todo, en una familia como la nuestra.

—Deja que la lleve —pedí a Oliver—. Puede resultarnos útil.

Seguimos a pie a Oso Oscuro por el desfiladero largo y rocoso. Hacia la cima, la marcha adquirió dificultad ya que se soltaban trozos grandes de la rocalla y salían rodando bajo nuestros pies. La verdad es que no me apetecía enfrentarme a otro alud. No era posible superar esquiando diez mil toneladas de rocas que se desmoronan.

Llegamos a lo alto del acantilado, situado a unos sesenta metros por encima de un valle con muchos árboles, cortado por la cinta ancha y cristalina de un río, y algo que reconocí de inmediato y que me indicó con exactitud dónde estábamos: el lugar favorito de Sam al norte de Idaho, las cataratas Mesa.

En este punto, el río era ancho y las cascadas caían en una sola capa refulgente, tan dorada bajo el sol como los cabellos de Bambi. Sólo el vapor arremolinado que se elevaba sin cesar de la base indicaba el volumen de agua que en esa zona fragmentaba las rocas del lecho en guijarros. Hacía años, en la adolescencia, estuve en ese lugar con Sam. Era la última salida antes de empezar la universidad y quería enseñármelo.

—Es mi escondite secreto, listilla —me informó—. Lo encontré una vez que fui a pescar solo, cuando era bastante pequeño. Nadie ha estado ahí desde hace mucho tiempo, quizá miles de años.

Unidos de la mano, vadeamos las aguas poco profundas de la parte superior de la catarata y ascendimos por la cara de la roca al otro lado del acantilado. Encontramos una estrecha grieta en la roca, casi invisible hasta que se llegaba a ella, y tan cerca de la caída del agua que tenía los lados cubiertos de musgo debido a las constantes salpicaduras. Sam se deslizó de lado por la rendija y me tiró de la mano tras él.

Estábamos en el interior de una gran cueva, detrás del agua ensordecedora que caía como una cortina delante mismo de nosotros. Nos adentramos en la gruta unos cuantos metros hasta que la oscuridad nos engulló. Sam sacó una linterna y la encendió.

Era del todo increíble. Las paredes y el techo de la cueva eran un país mágico de cristales de los más variados colores. Por todas partes se formaban arco iris, refractados en el vapor que se arremolinaba alrededor de nosotros y de los millares de prismas.

—Si alguna vez quiero esconderme, u ocultarte a ti o cualquier cosa que considere preciada —me dijo Sam en medio del silencio que se formaba tras el vacío del ruido atronador de las aguas—, no se me ocurriría ningún sitio mejor que aquí.

Y ahora, en lo alto del acantilado que daba a la catarata en compañía de Oso Oscuro, Oliver y Bambi, supe con toda certeza por qué nos habían traído a aquel lugar. Supe con exactitud lo que se escondía en esa cueva.

Tardamos media hora en llegar al río desde el acantilado, abriéndonos paso por el terreno rocoso a través del bosque y de la espesa maleza. Cuando por fin llegamos a un punto nivelado del terraplén por encima de la catarata, me volví hacia los demás y expliqué intentando hacerme oír a pesar del ruido del agua:

—Ahora tendremos que vadear un trozo. Vamos al otro lado de la cascada. No hay otro lugar en kilómetros donde el agua sea tan poco profunda que permita avanzar sin peligro.

—Ningún lugar está exento de peligro para mí —confesó Oliver, que me miraba con sus enormes ojos oscuros—. Siento tener que anunciarlo tan tarde, pero no sé nadar.

—Pues es demasiado arriesgado —le confirmé—. Aunque el agua nos llegará sólo hasta las rodillas, cerca de la catarata la corriente es muy fuerte y rápida. Será mejor que te quedes aquí mientras cruzamos y encontramos a Sam.

Oso Oscuro, que ya no estaba para estos trotes, accedió a esperar en la orilla con Oliver. Mientras Bambi y yo nos quitábamos los zapatos y nos remangábamos los pantalones para caminar por el río, dejé la mochila en el suelo al lado de Oliver. Para mi sorpresa, vi asomar la cabeza negra de Jason. ¡Me había olvidado de él por completo! Fijó los ojos en las aguas que discurrían silenciosas delante de mí e irguió las orejas con entusiasmo ante una piscina de tal tamaño.

—Ni se te ocurra —le ordené con firmeza. Volví a meterlo en la mochila y se la pasé a Oliver mientras comentaba:

—Sólo nos faltaría eso, que saltara el gato por la borda. Tendrás que encargarte de él —indiqué a Oliver y señalé a Jason con el dedo para añadir—: Y se acabaron los arenques ahumados del casero aquí presente si te portas mal mientras no estoy.

A medida que Bambi y yo nos íbamos adentrando en las aguas cogidas de la mano, sentí el primer ramalazo de pánico. El agua estaba mucho más fría y la corriente era mucho más fuerte de lo que recordaba de la vez anterior. De pronto comprendí por qué. Sam me había llevado a finales del verano, la época más calurosa del año, y tan seca que señalaba el inicio de la época de los incendios forestales.

Pero ahora acababa de producirse el deshielo de la primavera, cuando los ríos se encuentran en su momento más caudaloso. El agua nos golpeaba con tanta fuerza que tenía que deslizar los pies por el suelo guijarroso. Si levantaba uno, por poco que fuera, la corriente se me podría llevar con facilidad. Y peor aún, de la fuerza de las aguas, que sólo me llegaban aún a media pantorrilla, se desprendía que si nos acababan cubriendo hasta más arriba de las rodillas, no podríamos avanzar.

Iba a gritar a Bambi por encima del ruido del agua que sería mejor que diéramos marcha atrás hacia la orilla cuando vi que algo se movía a más de quince metros de distancia, en la otra orilla del río. Miré en esa dirección y en la ribera opuesta vi la silueta alta y esbelta de Sam, recortada contra la luz brillante del sol. Tenía la mano levantada para indicarnos que nos detuviéramos donde estábamos, se quitó los mocasines y se metió en el río. Cuando llegó lo bastante cerca de nosotras, vi que llevaba atada a la cintura una cuerda, cuyo extremo sin duda había fijado en la orilla. Nos alcanzó, me agarró por los hombros y me gritó para que lo oyera:

—¡Gracias a Dios! Fijaré este extremo al otro lado y os ayudaré a cruzar.

Una vez que Oso Oscuro hubo atado la cuerda a un árbol, Sam, Bambi y yo empezamos a abrirnos paso siguiendo la cuerda hasta la otra orilla. Aunque el agua no nos había cubierto hasta más de medio muslo, cuando por fin llegamos yo estaba exhausta debido a la tensión y al esfuerzo que había supuesto sujetarme a la cuerda y mantener el equilibrio. Y a Bambi le pasaba otro tanto.

Sam se subió a una pendiente rocosa y nos ayudó por turno. Después, sin mediar palabra (estábamos tan cerca de la cascada que sólo nos oiríamos si nos desgañitábamos), Sam empezó a bajar por la cara rocosa de la catarata hacia un pequeño saliente y alargó las manos hacia Bambi. La tomó por la cintura desde abajo mientras yo intentaba ayudarla desde arriba en su precario descenso. Y entonces, sin previo aviso, sucedió algo terrible.

Sam estaba ahí de pie, descalzo en medio del vapor arremolinado en ese estrecho reborde de la roca a unos pocos centímetros de Bambi, y sus cabellos largos y oscuros ondeaban y se mezclaban con los mechones dorados de ella. Cuando todavía la sujetaba por la cintura y sus ojos plateados sonrieron a los dorados de Bambi, experimenté una súbita punzada de dolor.

¿Qué demonios me pasaba? No era el mejor momento para caer en las garras del horrendo dragón verde de los celos. Además, ¿quién era yo para sentirme así? Yo había estado a punto de destruirlos a todos al hacer caso omiso de los ruegos de cordura que recibí por todas partes y al lanzarme a mi pequeña odisea de lujuria sexual. Además, debía admitir que Sam nunca, jamás, ni una sola vez, ni de palabra ni de hecho, me había dicho que él y yo fuéramos nada más que hermanos de sangre. ¿Por qué entonces no podía permanecer lo bastante indiferente o incluso lo bastante preocupada por él como para mostrarle el mismo amor, franqueza, confianza y apoyo que él me había dispensado cuando se percató de lo que sentía por Wolfgang Hauser? Pero, Dios mío, es que no podía. Mientras los observaba era como si alguien me clavara un cuchillo en el corazón y hurgara con él en la herida. Pero no era el momento ni el lugar más adecuado para perder el control.

Todos estos pensamientos me cruzaron por la cabeza en los breves segundos (aunque a mí me parecieron horas) en que Sam y Bambi se quedaron como perdidos sin remedio en la mirada del otro. Luego, Sam hizo pasar a Bambi por la grieta de la roca y alargó los brazos hacia mí.

Cuando me bajó a la plataforma rocosa, me acercó los labios al oído.

—¿Quién es? —me gritó por encima del estruendo del agua.

—¡Mi hermana! —respondí siguiendo el mismo procedimiento.

Se echó hacia atrás para mirarme, sacudió la cabeza y rió, aunque no oí la carcajada. Luego me hizo entrar en la cueva y me siguió con rapidez.

La linterna de Sam nos guió a través del centelleante laberinto cortado por el goteo del agua en la roca sólida a lo largo de los eones. Nos adentramos más en la montaña hasta que llegamos a un lugar donde podíamos hablar sin que nos molestara el ruido distante del agua. Entonces presenté a Sam a Bambi.

—Muy bien, amigas mías. —La voz de Sam resonó contra las estalagmitas de la gruta de cristal—. Me gustaría tomarme un respiro para admirar toda la belleza que ha cruzado los páramos por mí, pero me temo que nos espera mucho trabajo.

—Bettina y yo tenemos muchas cosas que contarte, y Oliver también —comuniqué a Sam—. Podría ser peligroso llevarnos los manuscritos de Pandora, que deduzco están aquí, hasta que lo sepas todo. Además, ¿dónde ibas a encontrar un mejor escondite para guardarlos?

—No pienso ocultarlos más —replicó Sam—. A mi entender, ya llevan escondidos demasiado tiempo. La honestidad es la mejor política: ese lema es tuyo, listilla; tú me lo enseñaste.

Y tras sonreír a Bambi, Sam añadió:

—¿Sabías que el tótem de tu hermana es un león de montaña, un puma? Me gustaría saber cuál sería el tuyo.

Cuando Bambi le devolvió la sonrisa, los dedos me temblaron; quizá fuera la fría humedad de la gruta.

—Si no vas a esconderlos —pregunté a Sam con los labios insensibles—, ¿qué harás? Todo el mundo está buscando los condenados manuscritos de Pandora.

—Mi abuelo ha tenido una idea fantástica. ¿No os lo ha dicho? —comentó Sam—. Cree que ya va siendo hora de que la nación india haga algo para nuestras reservas, algo que además sería muy positivo para la Madre Tierra.

Bambi y yo permanecimos calladas, de modo que Sam prosiguió:

—Oso Oscuro cree que ha llegado el momento de abrir la primera editorial india electrónica de Norteamérica.

Sam había sellado los manuscritos en unos tubos delgados, opacos y herméticos de plexiglás, que estaban amontonados al fondo de la cueva. Si no sabías lo que buscabas, con esa poca luz parecían tan sólo otro grupo de estalagmitas que se elevaban del suelo.

Esa mañana, en la montaña por encima de Sheep Meadow, Sam me había contado que había transcrito en papel corriente la colección de pergaminos, paneles delgados de madera y rollos de cobre de Pandora, heredada a través de su padre. También me informó de que había sellado los originales en «recipientes herméticos» y que los había escondido en un lugar donde creía que «nunca los encontrarían». La copia en papel corriente que Sam había preparado, la única copia según aseguró, era el conjunto de documentos que había recogido del banco de San Francisco cuando asesinaron a Theron Vane y que echó al correo con mi dirección. Esos eran los manuscritos que yo había paseado por medio mundo y que había introducido de forma tan concienzuda en los libros de la Biblioteca Nacional de Austria. Documentos que, por lo que dijo Wolfgang, obraban en manos del padre Virgilio y del Tanque.

La idea de Oso Oscuro, explicó Sam, era que recogiéramos todos los manuscritos originales sellados en recipientes que había en la gruta y que los volviéramos a transcribir y a traducir al inglés, esta vez junto con el manuscrito rúnico de origen desconocido que recibí de Jersey. Luego, publicaríamos las traducciones, una a una, en una red informática para la formación y aleccionamiento del público en general.

Después de la publicación, Oso Oscuro opinaba que lo mejor sería repartir las fuentes antiguas (las delicadas láminas de estaño y los rollos de pergamino) entre varios museos y bibliotecas indios de Norteamérica que dispusieran de los medios para conservarlos y manejarlos de forma adecuada.

A diferencia de los famosos Manuscritos del mar Muerto, de antigüedad parecida, que habían obrado en poder de unos cuantos acaparadores totalitaristas durante los últimos cuarenta años, el maravilloso tesoro de curiosidades de Clio y Pandora estaría a disposición de los eruditos de todos los campos para su estudio y análisis. Si nosotros mismos los traducíamos, nos aseguraríamos de que nada se perdía ni se desviaba. Y si averiguábamos algo peligroso, como por ejemplo, que había algún lugar de la Madre Tierra que podía manipularse pero que era sagrado o vulnerable, o ambas cosas, como esas insinuaciones de Wolfgang sobre los inventos de Tesla, divulgaríamos esa información para que se emprendieran acciones destinadas a proteger esos sitios.

Los tres formamos una cadena para sacar los tubos de plexiglás: a través de la rendija de la cueva Bambi se los daba a Sam, que los anudaba entre sí con cordel en tres grandes bultos mientras yo ascendía por la roca hasta lo alto del acantilado. Luego, Sam izó los bultos y yo los subí desde arriba con una cuerda más gruesa. Los dejé junto a la catarata hasta que los otros se unieron a mí.

Aunque cada tubo de plexiglás por separado era ligero como una pluma, al unirlos pesaban bastante; calculé que mi paquete y el de Bambi debían de acercarse a los diez kilos cada uno, y el de Sam parecía más pesado aún. Por otra parte, aunque los tubos estaban muy bien sellados, a Sam le daba miedo que, con lo delicados que eran muchos de los objetos, si entraba un poco de agua en alguno, o incluso si sudaba, se destruyera parte del valioso contenido.

Así que llevábamos los bultos a la espalda, por encima de la línea de agua, con los tubos en horizontal desde la cintura hasta más arriba de los hombros. Sam nos los fijó a la espalda con un nudo de briol como el que usan los montañeros, por si alguno de nosotros perdía pie y tenía que soltar deprisa el paquete. Esperábamos que la incomodidad de la carga quedaría compensada por el peso, que nos serviría para agarrarnos mejor al lecho del río contra la fuerza del agua.

Pero justo antes de meterme en la corriente, dirigí la vista hacia Oso Oscuro, que nos esperaba al otro lado junto a Oliver. Este último parecía tenso y llevaba mi mochila puesta, con Jason en su interior. Entré con cuidado en el agua helada y avanzamos por el río en fila india: Sam iba al frente de la procesión para mantener la cuerda tirante, Bambi en el medio y yo detrás, en la retaguardia. Los tres nos sujetábamos con fuerza a la cuerda. Tenía que concentrarme al máximo para mantener las rodillas flexibles y el cuerpo equilibrado al mismo tiempo que plantaba los pies con firmeza en la roca resbaladiza e irregular que cubría el lecho del río. Ya me había adentrado bastante antes de darme cuenta de que algo iba muy mal. Sam se había detenido en seco en mitad de la corriente.

En la orilla, en el linde del bosque, había las dos personas que menos ganas tenía de ver en el mundo: mi jefe Pastor Owen Dart y Herr Doctor Wolfgang K. Hauser de Krems, Ósterreich. Wolfgang sujetaba a Oliver y le apuntaba a la garganta con una pistola. Oso Oscuro, a pocos metros de distancia, estaba atado a un árbol.

¿Cómo nos habrían encontrado, a cientos de kilómetros y en plena naturaleza? Entonces caí en la cuenta de que, cuando Oso Oscuro había entrado en la casa, habíamos dejado los coches sin vigilancia unos instantes. No se precisaba más tiempo para colocar un dispositivo de localización en los vehículos. Por lo visto, Wolfgang había aprendido la lección la última vez que me siguió.

Incluso a esa distancia distinguí sus ojos color turquesa, fijos en nosotros tres; primero descansaron un momento en Bambi y en mí, y después lanzaron chispas a Sam, como si no dieran crédito a lo que veían.

Quise llorar. Pero mi deseo más inmediato era seguir con vida, una perspectiva no muy probable en ese momento. De repente, me percaté de que el Tanque llevaba un cuchillo de caza en la mano. Con la otra sujetó con firmeza la cuerda que estaba atada al árbol situado a su lado y a la que todos nos agarrábamos como único medio de supervivencia en las aguas rápidas. Cuando comprendí que la iba a partir por la mitad, una punzada de miedo me recorrió la espalda. Pero vi que Wolfgang sacudía la cabeza y decía algo al Tanque, que apartaba la mano a la vez que asentía y nos miraba.

Bambi, Sam y yo seguíamos en mitad de la corriente, inmóviles como estatuas, y recé para que, contra todo pronóstico, Wolfgang hubiese cambiado de parecer; no sé, como si le hubieran practicado un trasplante total de personalidad en las pocas horas transcurridas desde que nos separamos. Al fin y al cabo, intenté razonar, si su objetivo era destruir todo rastro de esos documentos para que la copia preparada por Sam, que ahora obraba en manos de su equipo, fuera la única versión existente, no había motivo para que el Tanque no nos lanzara a la cascada como si fuéramos cebos para alimentar a los peces.

Pero claro está, había un motivo que no tardé en deducir. Si caíamos por la catarata ahora, los manuscritos de Pandora se vendrían con nosotros, ¡pero no se destruirían si flotaban! Docenas de mensajes en botellas modernas descenderían centenares de kilómetros por el río Salmón, se incorporarían al Snake y al Columbia y desembocarían en el mar. Si se esparcían de tal forma, ¿cómo iban a reunidos y destruirlos todos antes de que alguien los encontrara? Había que capturar o destruir los mensajes y sus botellas antes de acabar con los mensajeros.

En ese instante, Sam gesticuló por detrás de la espalda para que Bambi y yo nos acercáramos a él. ¡Cuando hubimos cerrado filas, Sam me miró por encima del hombro y me guiñó el ojo! ¿Qué demonios quería decirme con eso?

A unos treinta pasos, Wolfgang vadeaba hacia nosotros con los zapatos y los calcetines puestos, sin haberse molestado siquiera en remangarse los pantalones. Sujetaba a Oliver delante de él a modo de escudo mientras le apuntaba a la cabeza con la pistola. El Tanque los seguía muy de cerca, con una pistola en una mano y el cuchillo en la otra. Tenía que reconocerlo: Wolfgang debía de estar al corriente de la destreza de su hermana pequeña en el manejo de las armas y no quería correr ningún riesgo. Me sentía desolada por Oliver, y no sólo porque me caía muy bien. Si nosotros tres intentábamos atacar a los otros, a los que superábamos en número, era posible que le costara la vida ya que no sabía nadar.

A pesar de que era difícil mantener la moral en esas circunstancias, me concentré en lo que podría significar el guiño de Sam. Era evidente que se guardaba alguna carta en la manga. Conocía a Sam y sabía que, cuando decidiera actuar, tendríamos que pensar deprisa e intervenir con rapidez. Pero cuando finalmente sucedió, fue algo que jamás se me habría ocurrido.

Wolfgang y el Tanque avanzaban con cuidado a lo largo de la cuerda, que les quedaba corriente abajo, como a nosotros, para usarla como barrera, lo que resultó ser su gran error. Para observar cómo progresaban me tenía que inclinar hacia la izquierda puesto que Bambi, situada detrás de Sam, se ladeaba hacia la derecha para ver.

Cuando llegaron a mitad del río, Wolfgang, que seguía cogiendo a Oliver por el cuello, se apartó de la cuerda para que el Tanque pudiera adelantarlo y alcanzar a Sam. Cuando Wolfgang, con Oliver pálido y con aspecto enfermizo a punta de pistola, lo dejó pasar, Dart avanzó despacio hacia los cilindros que cargaba Sam, sin soltar la pistola ni el cuchillo.

Entonces, como si nada, casi como si ayudara al Tanque, Sam cogió la cuerda que fijaba el paquete de tubos a su espalda y antes de que nadie adivinara lo que iba a hacer, tiró del nudo de briol y soltó la cuerda. El botín de tubos de plexiglás huecos empezó a desplazarse con rapidez corriente abajo, en dirección a la catarata.

Si mal no recuerdo, fue entonces cuando se montó.

Pastor Dart dejó caer el cuchillo al agua y se abalanzó por encima de la cuerda que nos llegaba a la cintura para agarrar el iceberg que se alejaba flotando. Pero en ese instante, Sam hundió la cuerda en el agua y el Tanque, que la esperaba más alta, perdió el equilibrio y cayó de bruces en las veloces aguas. Sam soltó entonces de golpe la cuerda y ésta enganchó al Tanque, que quedó colgando como un montón de ropa mojada.

Mientras el Tanque luchaba por librarse de la cuerda, Wolfgang lanzó a Oliver a un lado para poder disparar bien a la masa que partía veloz antes de que desapareciera. Pero al hacerlo, un ovillo negro y enfadado, que llevaba demasiado tiempo retenido en la mochila de Oliver, le explotó a Wolfgang en la cara. No tenía ni idea de que Jason tuviera tantas uñas, ni que pudiera esgrimirlas con una precisión tan rápida y certera. Cuando Wolfgang se llevó los brazos a la cara para protegerse, Jason se encaramó a ellos e incluso a su cabeza y desapareció tras él. La pistola de Wolfgang voló por el aire gracias a una rauda Browning y a una Bambi de muchos recursos. Wolfgang exclamó algunas maldiciones sobre el estruendo de la cascada, pero eso no lo detuvo. Se sujetó la mano ensangrentada y saltó por encima de la cuerda para perseguir al grupo de tubos que desaparecía, pero Sam salió disparado contra su costado y ambos cayeron juntos. Eché un vistazo rápido a nuestro alrededor para intentar distinguir a Oliver, pero se había desvanecido con la misma velocidad que mi gato.

Todo eso sucedió en cuestión de segundos. Por fin, me libré del paquete de tubos que me limitaba los movimientos y lo anudé a la cuerda para mantenerlos a salvo. Luego agarré al Tanque, cuya arma había desaparecido también, mientras intentaba incorporarse en las aguas turbulentas. Bambi lo apuntó con el arma para que yo le quitara la corbata y le atara con ella las muñecas a la cuerda, junto a mi carga.

Bambi empezó a quitarse también el paquete de la espalda y yo avancé por la cuerda hacia Wolfgang y Sam, que seguían forcejeando en el agua. Por encima de mi hombro, Bambi soltó un grito desgarrador. Me volví de inmediato para seguir su mirada y vi el cuerpo medio sumergido de Oliver que se agitaba desesperado mucho más abajo que nosotros, quizás a unos veinte metros, y que se dirigía directo a la cascada.

Intentaba decidir qué debía hacer, cuando delante de mí Wolfgang sacó a Sam del agua, le dio un golpe fuerte en la mandíbula, lo volvió a sumergir en el río y partió rumbo a su esquivo objetivo.

Sam se levantó, miró corriente abajo y vio a Oliver. Antes de que yo tuviera tiempo de pensar, se zambulló en las mismas aguas rápidas que se llevaban veloces a Oliver hacia la catarata. A cierta distancia de ellos, Wolfgang, todavía de pie y con el iceberg casi a su alcance, se abalanzó para aferrado, pero falló y perdió el equilibrio. Cayó y el agua lo arrastró también a él.

Bambi había logrado sacarse el paquete y atarlo sin que se le mojara el arma. Con la pistola aún en la mano, recorrió la poca distancia que nos separaba, hasta unos pocos metros más abajo de la cuerda, y me gritó al oído:

—¡Dios mío!, ¿no podemos hacer nada? ¡Se van a matar los tres!

Desde luego, daba esa impresión, pero no se me ocurría cómo impedirlo. Aun en el caso de que llegara a uno de los extremos de la cuerda que cruzaba el río, la soltara y la lanzara para que se agarraran, el cabo era demasiado corto para que llegara tan abajo. Contemplamos horrorizadas la espantosa escena que se desarrollaba ante nosotras: tres hombres y un iceberg de cristal arrastrados de forma inexorable por las aguas tenebrosas y cristalinas hacia el acantilado. Estaba sin aliento.

Bambi se pasó la pistola a la mano derecha, la mano con que los violoncelistas sujetan el arco, y cogió la mía con la izquierda, mientras veíamos el montón de tubos que contenían los mortíferos manuscritos de Pandora moverse a cámara lenta hacia el borde del abismo, donde dieron una graciosa vuelta, como una bailarina, antes de deslizarse silenciosos hacia abajo. Un momento después, la cabeza oscura de Wolfgang los siguió igual de silenciosa.

Vimos a Sam que, con brazadas rápidas, alcanzaba el cuerpo posiblemente sin vida de Oliver, demasiado tarde para que ninguno de los dos consiguiera escapar a la terrible corriente. Bambi y yo, con el rugido del agua en los oídos, contemplamos en silencio cómo el resto de nuestra generación, salvo nosotras dos, doblaba veloz el precipicio hacia el olvido.

Mientras permanecía en las aguas rápidas y frías, no tuve lágrimas ni de perdón ni de remordimiento. No sentía nada por todos los que habían creado o perpetuado ese lodazal de traiciones y que, en su mayoría, resultaron ser miembros de mi horrenda familia. Pero tenía aún algo a lo que aferrarme, del mismo modo que me había agarrado a la cuerda, algo que me mantendría viva frente a tantos infortunios insoportables. Era lo único que había quedado en el fondo de la caja de Pandora cuando todo lo demás salió: la esperanza.

Me volví para salir del río, pero Bambi seguía cogiéndome de la mano.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —me preguntó por encima del ruido de las aguas, de esas aguas que acababan de llevarse ante mis ojos todo lo que quería en esta vida.

—Lo primero es encontrar a mi gato —respondí también a gritos.

Bambi ató nuestros cilindros entre sí y los llevó flotando hasta la ribera mientras yo arrastraba en el agua el cuerpo del terrible Tanque, boca arriba, y lo depositaba sin ningún miramiento en la orilla. Bambi lo apuntó con la pistola y yo liberé al abuelo de Sam, Oso Oscuro, que nos ayudó a atar a Pastor Dart al árbol en su lugar: ojo por ojo, imbécil. Luego, los tres salimos río abajo en busca de Jason.

No entenderé nunca cómo supe que Jason era la clave del problema o que estaría vivo y a flote. Pero conocía el comportamiento de Jason todo lo bien que se puede conocer a un gato. Sus instintos naturales eran, faltaría más, los del héroe mitológico de quien tomaba su nombre: navegaba en el agua como un argonauta.

Aunque nunca antes había bajado por una catarata de tales dimensiones, algo más de diez metros de altura por unos treinta de ancho, era imposible mantenerlo alejado de los toboganes acuáticos, todavía más altos, de los parques de atracciones, y estaba acostumbrado a nadar en las aguas rápidas del Snake. El río sería más lento y mucho más tranquilo después de la cascada, de modo que estaba segura de que, si Jason había superado la caída sin romperse ningún hueso, lo encontraríamos vivo.

Y a Jason le encantaba recoger cosas, ya fuera su pelota de goma en el río o un resguardo amarillo de correos en la nieve. ¿Por qué no un iceberg de tubos de plexiglás que contenían manuscritos valiosos? Por no mencionar los cuerpos de Oliver, Sam o Wolfgang, vivos o muertos. Primero encontramos a Jason, «feliz como una almeja en la marea alta», como diría Oliver, retozando en un remanso tranquilo bajo la cascada. El objeto a cuyo alrededor nadaba con cierto orgullo era el montón de tubos de plástico, cuya cuerda había quedado atascada en una roca. Unos cuantos tubos se habían soltado y flotaban cerca con un aspecto algo peor.

Puesto que Bambi y yo ya estábamos caladas hasta los huesos, nos adentramos en las aguas y sacamos los tubos junto con Jason, mientras Oso Oscuro seguía a pie por la orilla todo lo que se podía. Cuando tuvimos los cilindros a buen recaudo, ya había vuelto.

—No conseguí llegar más lejos, la orilla se pierde en la maleza —me informó—. Pero los he visto desde arriba. No están lejos. He visto tres cabezas que flotaban en un brazo que sobresale algo del río.

—¿Vivos? —le pregunté.

—Eso creo —respondió Oso Oscuro—. Pero las paredes son escarpadas y resbaladizas. No podemos llegar de ese modo, los tendremos que subir hasta aquí por el agua.

La pendiente era mucho más pronunciada y el agua, mucho más profunda en esa parte del río. A pesar de que Oso Oscuro, Bambi y yo éramos buenos nadadores, nos atamos unos cuantos recipientes sueltos alrededor del tórax a modo de flotadores. Bambi escondió el arma entre un arbusto. Luego, uno por uno, nos metimos en el río.

Los encontramos a algo más de un kilómetro y nos esperaba una sorpresa. Sam no estaba sujetando a Oliver, sino a Wolfgang, que tenía los ojos cerrados. Lo sostenía por debajo de la barbilla como un socorrista mientras cerca de ahí Oliver flotaba, contento como unas Pascuas.

—¡Hombres al agua! —gritó cuando vio que nuestra flotilla se acercaba a nado—. ¡Y mujeres y nativos al rescate!

Cuando llegamos a su altura, exclamé:

—Gracias a Dios que estás vivo; ¡creía que no sabías nadar!

—Y yo también —corroboró—. Me ha salvado la mochila. Me ha mantenido a flote aunque se me llevó la cascada. ¡Qué miedo! En cuanto llegué aquí abajo, salí a la superficie como una burbuja.

¡Pues claro! La botella de plástico enorme que siempre llevaba de excursión para filtrar el agua. Llena de aire, le había salvado la vida.

—¿Y vosotros, cómo estáis? —pregunté a Sam, muy preocupada.

Tenía un aspecto horroroso, pero no tan malo como Wolfgang, que debía de haber perdido mucha sangre entre los arañazos del gato en la cara y la herida de Bambi en la mano.

—Creo que se ha roto una pierna al caer —nos informó Sam, que aún lo sujetaba en el agua—. Me imagino que se ha desmayado de dolor. —Nosotros lo llevaremos —indicó Bambi—, porque tenemos que regresar a nado.

Ayudó a Oso Oscuro a tomar a Wolfgang de las manos de Sam y yo enseñé a Oliver cómo propulsar su ahora flotante cuerpo contra la suave corriente de esta parte del río. Cuando nos encaramamos a la orilla, Oso Oscuro cargó el cuerpo de Wolfgang en brazos y recorrimos el camino de vuelta para recoger al Tanque y los otros tubos. Oliver, que llevaba a Jason, apuntaba con la pistola de Bambi a nuestro futuro exjefe para que anduviera frente a nosotros hacia el coche, mientras Sam, Bambi y yo transportábamos nuestros preciados tesoros.

Sam, cubierto de barro y desaliñado, ocupó el asiento delantero del Land Rover, a mi lado; mientras que Oliver, Bambi, los cilindros y nuestros rehenes se acomodaron en la espaciosa parte trasera. Yo estaba rendida. A pesar de toda la parte de mí que había invertido en esos manuscritos, casi deseaba que hubieran desaparecido bajo la superficie cristalina pero peligrosa del río. Tenía la imaginación tan agotada por todo lo que había pasado que no podía pensar en nada.

—¿Y ahora qué? —pregunté al grupo, que parecía tan destrozado y confundido como yo.

—Lo primero que haré será echar todas mis credenciales de seguridad nuclear al buzón más cercano y usar unas cuantas de las otras que tengo para entregar a estos dos individuos a las autoridades por intentar una matanza. Ya discutiremos el resto de cargos más adelante —dijo Oliver.

—Por lo que a mí respecta —afirmó Bambi con orgullo—, Oso Oscuro me preguntó mientras volvíamos del río si Lafcadio y yo podríamos emplear nuestros numerosos contactos para ayudarle a seleccionar las mejores instituciones arqueológicas y académicas de otras partes del mundo para que revisen y certifiquen los documentos originales. Lo haremos encantados. En cuanto a mi hermano, tal como dice Lafcadio, a lo largo de su vida ha sembrado todo lo que ahora recogerá.

Yo no estaba aún preparada para pensar en el inconsciente Wolfgang, que yacía empapado en el asiento de atrás junto al Tanque.

—Los manuscritos no estarán del todo a salvo hasta que hayamos capturado a unas cuantas personas más, incluido tu padre y la madre de Bettina, quienes no dejarían una piedra sin remover para conseguirlos —advirtió Sam.

A pesar de los sentimientos que me inspiraba mi impenitente padre, me invadió una tristeza comprensible al ver cómo habían acabado las cosas y, a juzgar por la expresión de Bambi, a ella le pasaba lo mismo. —Hasta que no tengamos a todos los culpables fuera de combate —añadió Sam—, seguiré trabajando para proteger y descifrar esos documentos.

Pero yo no tenía ni idea de qué rumbo debía seguir ahora. No dejaba de imaginarme lo que sería la vida después de esas semanas en que todo había cambiado de forma tan irreversible. Me había quedado sin trabajo, sin nuevos amigos, sin misión y sin peligro.

—Yo no tengo ni idea de lo que debo hacer —admití a todos en general.

—Oh, a ti te espera el trabajo más importante —soltó Sam con una sonrisa irónica y enfangada, y esperé a que cayera el otro mocasín—. Vas a aprender a bailar —sentenció.