UTOPÍA

Quien crea que es portador de la mejor sangre y la haya usado de forma, consciente para guiar a la nación, mantendrá ese liderazgo y no renunciará a él…

Su imagen fatal… será como una Orden Santa. Es nuestro deseo que este estado subsista miles de años. Nos satisface saber que el futuro nos pertenece.

ADOLF HITLER,

en el sexto Congreso del Partido, discurso «Reich de mil años»

He considerado un deber para con mis congéneres registrar estas advertencias de la raza venidera.

EDWARD BULWER, Lord Lytton

La Closerie des Lilas sigue siendo uno de los restaurantes más encantadores de París, con flores abundantes durante todo el año. Me resultaba un escenario de lo más inadecuado para nuestra incursión por la Alemania y Austria nazis, atrapados en el letal abrazo de mi abuela de ojos azules Zoé. Montones de lilas blancas nos recibieron a la llegada. Teníamos una mesa junto a la terraza, donde unos enrejados estaban cubiertos de parras.

Zoé nos dijo que había encargado el almuerzo por adelantado. Así que, en cuanto el sommelier nos hubo traído el vino, se lo hubo dado a probar y nos hubo servido, ella prosiguió con el tema que nos ocupaba: nuestra familia.

—Como os he mencionado antes —empezó—, en lo alto de los Alpes suizos, cerca del paso de San Bernardino, nacen cuatro ríos. En ese lugar existió hace un siglo una comunidad utópica. Mi abuela Clio, una mujer que no se hizo famosa pero que posee una enorme importancia en nuestra historia, vivió ahí durante varios años con mi abuelo Erasmus Behn, uno de los principales fundadores de la comunidad.

De repente se me encendió una bombilla al recordar lo que Dacian Bassarides me había contado sobre las utopías mientras estábamos juntos a las puertas del Hofburg en Viena: que los idealistas que pretenden crear una civilización mejor suelen empezar por intentar mejorar la raza humana.

—Un mundo perfecto en la cima de una montaña, el retorno a la edad dorada —prosiguió Zoé—. El siglo pasado, todo el mundo buscaba ese tipo de cosas, y muchos lo siguen haciendo hoy en día. Pero como también dije, la vida no es sencilla ni tampoco en blanco y negro. No sería de extrañar que ese deseo de mi abuelo por alcanzar la utopía fuera, en el fondo, lo que ocasionó toda la infelicidad posterior. No recuerdo lo que almorzamos ese día. En cambio, me acuerdo perfectamente de todos los detalles del relato de Zoé. A medida que las piezas iban encajando en su sitio, empecé a ver cómo las acciones de una pequeña familia podían constituir de hecho ese gozne o eje que Dacian había mencionado, a cuyo alrededor giran las cosas como los animales en un tiovivo, como el Zodíaco parece dar vueltas alrededor de esa estrella situada en el extremo de la cola de la Osa Menor.

Escuché con interés la historia que Zoé inició sobre el jardín del Edén particular de nuestra familia. Es decir, antes de la caída.

Mi abuela Clio (contó Zoé) era la hija única de una familia suiza que, como muchas otras familias ricas de la época, mostraba gran diversidad de intereses en el ámbito académico. Entre ellos figuraban los viajes y la investigación de las culturas y reinos perdidos de muchas tierras. Clio también estaba interesada en las investigaciones sobre la antigüedad. No sólo se dedicaba al estudio de libros polvorientos, sino que sentía pasión por un campo que no se inventó hasta hace poco: la arqueología sobre el terreno.

Cuando contaba veinte años, Clio ya había emprendido numerosos viajes de este tipo con su padre hacia regiones recónditas y exóticas del mundo. Se unió al aventurero Heinrich Schliemann, que había amasado una fortuna gracias al suministro de armamento militar durante la guerra de Crimea y la gastaba con generosidad en búsquedas oportunistas y muy propagandísticas de los reinos perdidos de Micenas y Troya. Clio había pasado su corta vida estudiando lenguas antiguas y rastreando el origen de muchos objetos que conocía a partir de documentos deteriorados que hallaba en tumbas, cementerios y cuevas. Había usado con éxito sus conocimientos para localizar emplazamientos perdidos de poder y grandeza, así como para encontrar objetos físicos de gran valor, del mismo modo que Schliemann, a partir de la atenta lectura de los clásicos, había conseguido por fin encontrar las tumbas de Micenas, que contenían el mayor tesoro antiguo del mundo.

En 1866, cuando tenía veintiún años, Clio conoció a un hombre y se casó con él. Se trataba de un holandés que, como Schliemann, se había enriquecido con los desastres de la guerra. Ese hombre, Erasmus Behn, que había invertido en los proyectos arqueológicos de Schliemann, era viudo y tenía un hijo pequeño, Hieronymus, quien más adelante sería mi padre. Si la gran fortuna acumulada por Heinrich Schliemann con la venta de armamento fue dedicada casi en exclusiva a la violación y saqueo del pasado de la humanidad, la fortuna de mi abuelo Erasmus Behn se destinó a una transformación absoluta del futuro de los hombres, que estaría moldeado a su imagen. Y algo más.

Entre los intereses de Erasmus Behn figuraba una comunidad utópica que ayudaba a financiar en Suiza. Se basaba en muchas teorías nuevas, que incluían la «tría», la elección y separación genética que acaparó gran parte del interés científico de su época: la selección de la raza. En esas utopías se investigaban las técnicas para conseguir mejores variedades de plantas y de razas de ganado, y Erasmus pasaba todos los veranos en los Alpes para visitar el lugar donde invertía el dinero.

Todo eso era contrario a las ideas de Clio. Aunque criada como suiza protestante, había recibido una educación liberal, con gran variedad de gustos y poco habitual para una chica de su época. Si bien el hombre con el que se había casado era rico, inteligente y atractivo, no tardó en desilusionarse de todo lo que rodeaba a Erasmus Behn, en especial su idea de perfeccionar el mundo.

Pronto se dio cuenta de que se había atado a un calvinista adusto de principios estrictos que consideraba a mujeres y niños poco más que muebles, mientras se situaba a sí mismo y a los de su clase por encima de casi todo el mundo.

Clio descubrió también que Erasmus no se había casado con ella sólo por su belleza rubia, su cuerpo saludable o su inteligencia notable, sino para asegurarse el enorme patrimonio que ella, como hija única, recibiría a la muerte de su padre y, lo que era más importante, la colección de objetos, talismanes y rollos de gran valor histórico que ella había ayudado a reunir y que también heredaría de su familia.

Erasmus parecía fascinado hasta la obsesión por saber más sobre los secretos del pasado, así como sobre los poderes que podrían recogerse en el futuro, mientras que permanecía prácticamente ajeno a las exigencias del presente. Cuando Clio le dio una hija, dos años después de casarse, Erasmus no acudió más a su lecho, puesto que ya había cumplido con sus deberes genéticos. Al fin y al cabo, si se contaba al hijo que había tenido en su anterior matrimonio, había cumplido ese deber no sólo una, sino dos veces. Aunque en el siglo pasado solía darse esta situación en los matrimonios de clase alta, los progresos de nuestra familia iban pronto a dar un giro distinto e insólito.

Los veranos, Erasmus llevaba a Clio a visitar su proyecto utópico de los Alpes. Pronto resultó evidente que no podía seguir dilapidando tanto dinero en ese proyecto, año tras año. Pero eso no era lo único que atraía su interés por la región. En las cercanías, había algo que podía tener gran valor: los santuarios paganos que mencioné y también unas cuevas, algunas de ellas de la época del Neanderthal que, dada su inaccesibilidad, eran poco conocidas y permanecían inexploradas, salvo por un grupo de gitanos nómadas que en ocasiones pasaban el verano cerca de aquel lugar. Erasmus imaginaba objetos de oro y otras maravillas, incitado en gran medida por los recientes y asombrosos éxitos de Schliemann, y esperaba encontrar algo de valor o de gran poder. Curiosamente, Clio aceptó.

Clio no necesitaba que le insistieran demasiado para organizar a los gitanos de modo que la ayudaran en su gran pasión: la arqueología. El verano después de nacer su hija, partió con un grupo. Cuando exploraron las grutas alpinas juntos, Clio descubrió que los gitanos conocían muy bien el significado de los objetos que desenterraban y la historia que los rodeaba, incluso de tiempos remotos. Cada vez iba dejando una parte mayor de su colección en sus manos para que la guardaran a buen recaudo. Descubrió también una gran sabiduría en el modo de actuar de aquella gente y se sintió muy atraída por ellos, en especial por uno.

Las expediciones de Clio con los gitanos empezaron pronto a dirigirse más lejos. Regresaba con cerámicas y objetos interesantes. La pieza más extraordinaria, que encontró en una cueva entre Interlaken y Berna, era una estatuilla de una antigua diosa osa, junto con un oso totémico. En esa misma gruta, a mayor profundidad, había unas interesantes ánforas de arcilla que parecían muy antiguas y contenían unos rollos que se puso a descifrar de inmediato.

A su regreso a Holanda ese mismo otoño, Clio se enfureció cuando descubrió que Erasmus se había apropiado de parte de sus documentos y había vendido algunas piezas para impulsar los beneficios cada vez menores de inversiones poco afortunadas. Y lo que era aún peor, se había apoderado también de varias notas y traducciones de Clio, de lo que ella consideraba los documentos más valiosos desde el punto de vista histórico.

Cuando le pidió explicaciones, la réplica de Erasmus consistió en llamarle la atención por esos rollos que acababa de descubrir y que había dejado en manos de los gitanos. Esperaba que le conducirían a mayores tesoros e insistió en que, como marido, le pertenecían. Sin decírselo a Erasmus, Clio cogió cuanto le quedaba de valor y lo guardó en una caja de seguridad.

Las peleas que tuvieron los siguientes seis meses fueron repetidas, acaloradas e interminables, tal como pudo comprobar el hijo de nueve años de Erasmus, Hieronymus. Esas discusiones entre su padre y lo que él consideraba una madrastra difícil y tempestuosa, que se negaba a cumplir las peticiones de su padre, plantó en la mente joven del niño unas semillas que más adelante producirían un fruto sombrío y peligroso.

El verano de 1870, cuando Hieronymus tenía diez años y su hermanita acababa de cumplir dos, el padre de Clio murió y ésta heredó su valioso tesoro en manuscritos y objetos. Con gran sensatez, el padre de Clio dejó el dinero en fideicomiso para ella y sus descendientes, junto con un mensaje privado que sólo ella podía abrir. Basada en esta última carta de su padre, Clio organizó una larga excursión con los gitanos más allá de la frontera suiza hacia Italia, de modo que dejaba a los niños al cuidado de su padre. Pero esa vez Erasmus insistió en acompañarla. Empezaba a sospechar que su joven esposa le ocultaba gran parte de lo que descubría y creía saber por qué.

Una noche Clio desapareció con los gitanos y dejó una nota indicando que regresaría al acabar el verano. Pero no fue así. A partir de ese momento, los acontecimientos se sucedieron con tal rapidez que era como si los dirigiera una mano invisible.

El 19 de julio de 1870 estalló la guerra franco–prusiana, seguida de un caos terrible. La comunidad utópica se disolvió cuando los fondos que recibía quedaron interrumpidos por la guerra. Erasmus Behn, con dos niños a su cargo, una mujer que se había marchado y una fortuna en decadencia, decidió que debía volver a casa sin demora para intentar poner a salvo los documentos y objetos de Clio que obraban aún en su poder, por si Holanda era invadida.

Erasmus resultó herido al cruzar la zona de combate entre Suiza y Bélgica. Apenas consiguió entrar en Holanda con los niños antes de morir. La iglesia local utilizó el poco dinero que le quedaba para proporcionar estudios a su hijo. La hija que había tenido con Clio fue enviada a un orfanato. Que la guerra nos separe parece ser el destino eterno de nuestra familia, como el de muchas otras. En este caso, sin embargo, nunca se llegó a saber si la separación permanente de Clio fue accidental o premeditada. Si no hubiera estallado la guerra, ¿habría vuelto?

Ocho años después de la muerte de Erasmus Behn, su hijo Hieronymus terminó los estudios y se preparó para la única profesión posible para un muchacho con recursos limitados, si se exceptúa la milicia: el ministerio calvinista. Esa preparación no hizo más que fortalecer unas creencias muy arraigadas ya a lo largo de los diez años de convivencia con su padre. Las ideas que le inculcó la Iglesia se convirtieron en su principal pasión.

Hieronymus Behn se sentía muy dolido con su madrastra Clio. Estaba convencido de que había robado a su padre, y también a él, todo aquello para lo que, en el sentido calvinista, habían sido «elegidos». Había abandonado a su padre cuando la guerra para irse con los gitanos y llevarse cualquier cosa de valor que poseyera la familia. En lo más profundo de su alma, Hieronymus sospechaba cosas aún peores de ella porque, ¿quién podía saber a qué conducirían las pasiones desenfrenadas de una mujer así? Lástima que su padre no se hubiera impuesto a su esposa, como sin duda era su derecho a los ojos de Dios y de la ley. Hieronymus creía que todo lo que Clio poseía, incluso antes de casarse con su padre, le pertenecía por derecho.

Por culpa de su madrastra Clio, él no había recibido más que una pobre formación. No le importaba en absoluto lo que había sido de su hermanastra pequeña, que había sido enviada Dios sabía dónde. Al fin y al cabo, tenía parte de la sangre de Clio. Lo que él quería era su herencia. Examinó los papeles de su padre, que la Iglesia le había guardado. Tenía pues una idea muy precisa de la naturaleza y el valor de los objetos y documentos que su madrastra había atesorado y que había impedido que su padre viera o vendiese. Ahora serían mucho más preciados, puesto que el valor de tales cosas era más conocido. Decidió que algún día encontraría a su madrastra y recuperaría lo que por nacimiento le correspondía. Tal vez habían de pasar años, pero ese día había de llegar.

En 1899 todos los países de Europa celebraban de forma prematura el fin del último siglo de nuestro milenio, lo que no sucedía en realidad hasta el año 1901. El palacio Schónbrunn de Viena estaba iluminado por primera vez con electricidad, en las orillas de los ríos de muchas ciudades se prepararon nonas Ferris y en todas partes florecía la tecnología moderna.

Sin embargo, ningún invento tuvo una acogida tan formidable de la prensa y la opinión pública como un hallazgo que se produjo el día de Navidad de 1899, cuando unos trabajadores reparaban una conducción de agua en los cimientos del castillo que domina la ciudad de Salzburgo y dieron con una gran fuente dorada que se suponía mil años anterior a la época de Cristo.

Llegaron expertos y se elaboraron diversas teorías acerca del origen de la fuente. Algunos creían que procedía del primer templo de Salomón; otros, que había figurado entre los objetos fundidos para elaborar el becerro de oro y que después había recuperado su forma original. Había quien afirmaba que el diseño era griego y quien aseguraba que era macedonio o frigio. Puesto que esas culturas habían comerciado entre sí durante miles de años, lo único en lo que hubo consenso era en que la fuente era antigua y de origen oriental. Iba a mostrarse al público en el castillo Hohensalzburg durante todo el mes de enero de 1900 antes de llevarla a la tesorería real de Viena.

Hieronymus Behn, que tenía ya casi cuarenta años, se había pasado los últimos veinte buscando a la mujer que le había robado la herencia y arruinado toda su existencia. Cuando vio la noticia en la prensa holandesa con la descripción de la fuente de Salzburgo, estuvo seguro de cómo encontrarla. Uno de los pocos rollos que su padre había conseguido arrebatar a Clio obraba aún en poder de Hieronymus, junto con la única copia de la investigación exhaustiva que su madrastra había llevado a cabo sobre el documento. Si no se equivocaba, ese rollo estaba directamente relacionado con la fuente de Salzburgo que acababa de aparecer.

Cogió un tren de Amsterdam a Salzburgo y llegó el día antes de que se inaugurara la exposición. Se dirigió a pie de la estación al castillo y se puso en contacto con el conservador. No estaba interesado en la fuente, sino en la mujer que sin duda viajaría a Salzburgo para verla, de modo que quería tirar el anzuelo con rapidez y eficacia.

Después de entregar el rollo al conservador, Hieronymus le proporcionó los papeles de Clio, afirmando que pertenecían a su difunto padre, Erasmus Behn, un reputado mecenas de Schhemann. Hieronymus aceptó de buen grado la petición del museo de que estipulara que los documentos no habían sido todavía autentificados y sólo pidió que en la inauguración de la exposición se hiciera público como mínimo el contenido general y el nombre del donador, su padre. Como había estudiado las notas de la investigación a fondo, Hieronymus sabía que cuando salieran a la luz, atraerían la atención de todos, incluida la de su madrastra.

En el rollo que Clio y su padre habían encontrado en una ánfora de arcilla en Tierra Santa se afirmaba que en su día la fuente había formado parte de la decoración de un escudo griego y que más adelante se había incorporado a los tesoros de Herodes el Grande. Estaba guardada en el reino del hijo de Herodes, Herodes Antipas, en el palacio de Machareus, cuando en ese lugar se encarceló y decapitó a Juan Bautista. Después, Antipas llevó la fuente a Roma, donde pasó por las manos de tres emperadores: Calígula, Claudio y Nerón.

Las investigaciones posteriores de Clio indicaban que Nerón creía que la fuente poseía propiedades ocultas insólitas y la había transportado de Roma a Subiaco para colocarla en la famosa cueva oracular, al otro lado del valle, frente a su palacio de verano. Tras el asesinato de Nerón, la fuente permaneció en la gruta durante casi quinientos años. Esa misma cueva en Subiaco se convirtió en el año 500 d.C. en el famoso retiro ermitaño de san Benito. Según Clio, una vez descubierta la fuente, pasó a manos de la orden benedictina, los monjes negros, y sus poderes de reliquia sagrada les permitió convertir con éxito las tierras alemanas hasta constituir la fuerza monástica más poderosa de la Europa continental.

El primer encuentro entre Hieronymus Behn y su largo tiempo ausente madrastra Clio no fue lo que ninguno de ambos había imaginado. Ella, que a sus cincuenta y cinco años seguía siendo una belleza, y él, un holandés rubio y atractivo que no llegaba a los cuarenta, formaban una pareja increíble. Al poco tiempo Hieronymus averiguó que, del mismo modo que él quería compensar injusticias pasadas, Clio también. Injusticias para con ella.

Clio le explicó que regresó a la comunidad utópica al final del verano como había prometido, y que allí le informaron que se había disuelto por falta de fondos y que su marido se había llevado los niños de vuelta a Holanda. Tras la guerra, se puso en contacto con el Gobierno de Países Bajos y éste le informó que su familia, desaparecida en zona de guerra, se daba por muerta.

Durante los treinta años que Hieronymus se había sentido molesto con Clio y planeaba exigir la indemnización y retribución correspondiente, ella había vivido en Suiza entre los gitanos, como antes, convencida de que su familia llevaba tiempo muerta. Hacía poco había adoptado incluso a una niña para sustituir a su única hija y esperaba enseñarle las mismas lenguas y técnicas de investigación que ella misma, bajo la tutela de su padre, había adquirido también a muy temprana edad.

Cuando se enteró de que su hija natural estaba viva pero que hacía treinta años había ingresado en un orfanato, y que Hieronymus Behn no había hecho nada para encontrar a su hermanastra durante todo ese tiempo, Clio comprendió que el hombre que tenía ante ella, tan atractivo y apuesto como su padre, era también igual de cruel y egocéntrico. Clio le ofreció un acuerdo que requería un compromiso por ambas partes.

Puesto que Hieronymus no guardaba parentesco alguno con ella, no le debía nada, dijo. Pero si usaba sus conexiones en la Iglesia calvinista para descubrir el orfanato donde había sido enviada su hermana, la localizaba y la llevaba a Suiza para que su madre pudiera por fin verla, Clio dispondría una importante suma de dinero de su patrimonio para cada uno de los dos. Hieronymus aceptó encantado. Pero no imaginaba lo que luego acabó sucediendo.

Wolfgang y yo guardábamos un silencio tan tenso que casi se podía cortar con un cuchillo. Y Zoé prosiguió su relato.

—La largo tiempo perdida hermanastra que mi padre se dedicó a buscar, una hermanastra que por desgracia para ambos llegó a encontrar, era la mujer que pronto se convertiría en su esposa: Hermione.

Wolfgang miraba a Zoé con una expresión que no supe identificar. Entrecerró los ojos.

—Es decir que tus padres…

—Eran hermanastros —terminó Zoé—. Pero no he terminado todavía.

—Ya he oído bastante —solté con brusquedad.

Así que esa era la razón por la que todos habían mantenido siempre las relaciones familiares en secreto. Creí que me iba a dar un ataque. No podía respirar. Quería huir de la habitación. Pero Zoé no me iba a dejar.

—Los manuscritos han pasado a tus manos —comentó—. Pero no podrás protegerlos ni usarlos si no lo sabes todo.

Con el rabillo del ojo vi que Wolfgang levantaba la copa de vino y daba un buen trago. Había permanecido muy callado y evasivo todo ese rato. Me hubiera gustado saber cómo se lo tomaba. Al fin y al cabo, Zoé era también su abuela. Recé para que ésa fuera la última sorpresita que quedaba. ¿Qué podía ser peor?

—A través de sus contactos con la Iglesia calvinista —siguió Zoé—, Hieronymus localizó el orfanato y averiguó que, cuando contaba dieciséis años, su hermanastra Hermione había partido hacia Sudáfrica con otras chicas como esposas bóer por correo. La guerra había terminado, así que zarpó en barco hacia El Cabo para encontrarla.

Zoé me observó con atención y añadió:

—Christian Alexander acababa de morir debido a complicaciones de una herida de guerra. Hermione heredó su fortuna, incluidas grandes concesiones en minería y minerales, pero estaba también embarazada de un segundo hijo. Estaba fuera de sí por la pena y el miedo al futuro que le esperaba: una viuda sola con dos hijos en un país dividido por la guerra. Cuando el atractivo Hieronymus Behn llegó afirmando ser su primo…

«¡Un momento!», me gritó el cerebro mientras intentaba hacer encajar todos los datos. Había algo que no casaba. Y esta vez sabía lo que era.

—¿Dos hijos? —dije horrorizada—. ¿Era Christian Alexander padre de los dos hijos de Hermione: Lafcadio y Earnest? ¿Cómo es posible?

—Es la mentira que se esconde tras todo lo demás —afirmó Zoé—. Earnest descubrió el auténtico pasado de nuestra familia, aunque tardó muchos años en comprender la traición de que él y Lafcadio habían sido objeto al separarlos de niños y mentirles sobre quién era el padre de Earnest. En realidad eran hermanos de sangre, hijos de los mismos padres: Hermione y Christian Alexander. Earnest vino a Europa poco antes de la muerte de Pandora para pedirle explicaciones. Ella tenía que saberlo, dij o, ¿por qué no se lo había contado?

—Será mejor que nos lo cuentes —rogué a Zoé—. Desde el principio, incluida la conexión de Pandora.

Y así lo hizo. Cuando Hieronymus Behn llegó a Sudáfrica el verano de 1900, era un ministro calvinista de casi cuarenta años con un objetivo: encontrar a su hermanastra y conducirla hasta su madre largo tiempo perdida para obtener así la herencia que, a su entender, le debía su madrastra.

Encontró a esa hermosa hermana rubia, que acababa de enviudar a los treinta y dos años y era rica. Tenía intereses en minerales y un patrimonio que dirigir, un hijo de seis meses (tío Lafcadio) y otro en camino (tío Earnest). Hieronymus detectó un potencial enorme para él en esa situación. Con rapidez y sin piedad, decidió matar dos pájaros de un tiro.

Tras afirmar que era su primo y que la había estado buscando durante años, Hieronymus la convenció de que estaba loco por ella. Hermione, huérfana desde los dos años, no tenía forma de saber que el hombre que afirmaba ser su primo era de hecho su hermanastro. Se enamoró perdidamente de él, se casaron a las pocas semanas y él asumió el control de las propiedades de su primer marido.

Pero Hieronymus sabía que tendría que revelar la auténtica relación que los unía antes de llevar a Hermione a Europa, o de lo contrario no podría obtener nada de Clio. Existía un problema adicional: si Hermione revelaba a su madre su nuevo matrimonio, Hieronymus ya podía irse olvidando de la herencia. Además, cuando Hermione se enterara de cómo la había engañado, era posible que intentara anular el matrimonio alegando consanguinidad. Sin embargo, Hieronymus sabía que eso sería difícil si ambos tenían un hijo juntos.

Ante el temor de que no fueran capaces de engendrar un hijo, la única garantía que se le ocurrió a Hieronymus fue la de convencer a Hermione para que lo nombrara padre legítimo de Earnest en su certificado de nacimiento. Cuando años después Earnest averiguó, a partir de sus propias investigaciones, que era sólo un año menor que Lafcadio, y no dos como siempre habían creído, aquél empezó a sospechar y profundizó en la búsqueda.

Para mí también empezaban a encajar muchas cosas, gracias a esa desagradable revelación. Como por ejemplo, el hecho de que el pequeño Lafcadio fuera enviado a un lugar como Salzburgo, donde no conocía a nadie, en cuanto alcanzó la edad escolar. Si se hubiese quedado en Sudáfrica, tarde o temprano habría oído en boca de terceros detalles sobre las circunstancias de la muerte de su padre, el precipitado matrimonio entre su madre y su padrastro y el prematuro nacimiento de Earnest. También tenía sentido que, cuando Hermione quedó embarazada de Zoé, Hieronymus hiciera las maletas y trasladara a toda la familia a Viena, donde nadie sabía nada sobre sus orígenes y donde, según había contado Laf, mantuvo a su esposa como una prisionera en su propia casa.

Ese panorama dejaba claros los motivos por los que Lafcadio estaba tan alterado por mi encuentro con Zoé y, ni que decir tiene, porqué le resultaba tan desagradable esa mujer. En el fondo, ella representaba la única prueba de las relaciones carnales de Hermione con su hermano. Pero con cada aspecto que parecía aclararse, era como si otros se volvieran más oscuros.

—¿Dónde encaja Pandora en todo esto? —pregunté a Zoé.

—Había una persona —respondió—, que había conocido a Hieronymus y a Hermione antes, como hermanos, y que los volvió a ver más tarde como marido y mujer. Era la niña que Clio había adoptado y tomado a su cargo en Suiza para sustituir a la hija que había perdido. Cuando Hieronymus Behn llevó a Hermione a Suiza para la reunión prometida con su madre, Clio firmó los documentos que donaban una gran parte de su fideicomiso a su hija y su hijastro, sin saber los lazos carnales y legales que ambos habían contraído. Cuando se marcharon, descubrió que, al igual que su padre en el pasado, Hieronymus se había apropiado de algunos de los rollos antiguos que a su entender le pertenecían por designio divino. Unos rollos que para entonces pertenecían a la hija adoptiva de Clio. Aunque le llevó muchos años dar con ellos, esa hija al final los encontró. Por supuesto, se trataba de Pandora.

El resto del relato era fácil de deducir a partir de lo que ya sabía de Laf, Dacian y los demás: cómo Hieronymus no reconoció a la niña que había visto breves momentos, convertida en una hermosa mujer; cómo Pandora se infiltró en la casa Behn, en Viena, con la ayuda del compañero de universidad de Hitler, Gustl, y trabó amistad con su hermana adoptiva, la encarcelada Hermione, y cómo Pandora hizo chantaje a Hieronymus y consiguió que Lafcadio regresara a casa para ver a Hermione en su lecho de muerte. Pero quedaba una cuestión sin explicar. Según el relato de Dacian, Hieronymus obligó a Pandora a casarse con él y luego la echó a la calle cuando ella le robó algo muy preciado. ¿Y no se había ido Zoé también con Pandora y los gitanos? Además, si la historia de Laf era cierta, ambas chicas habían hecho buenas migas con Adolf Hitler desde el primer momento.

—¿Qué tiene que ver Hitler con esta historia? —quise saber—. Por lo que nos has contado, resulta obvio que lo que se llevó Pandora eran los manuscritos de Clio. Pero si hasta vuestro amigo Afortunado los quería, ¿por qué fue de excursión con vosotros, como el día del tiovivo en el Prater que Laf me contó? ¿Por qué os llevó al Hofburg a ver la espada y la lanza? ¿Por qué era tan amigo de Pandora y Dacian, si sabía de su ascendencia romaní?

—Cuando Afortunado conoció a Pandora y a Dacian en Salzburgo —dijo Zoé—, sabía que buscaban a Hieronymus Behn, el mismo hombre que, doce años atrás, había armado un gran revuelo con las revelaciones acerca de la posible historia y procedencia de la fuente de Juan Bautista. El propio Afortunado, que entonces sólo contaba once años, había acudido con su clase del colegio a ver el famoso objeto. Soñaba con poseerlo, al igual que los otros objetos sagrados. Cuando vivió en Viena, había averiguado muchas cosas sobre la familia Behn. Aunque no se ha llegado a demostrar, estoy segura de que mi padre fue una de las primeras personas en prestar apoyo a Afortunado, sin duda una de las principales. Y como dices, es evidente que Afortunado conocía muchas cosas sobre los orígenes de Pandora. Dacian se vio obligado a huir al sur de Francia donde, gracias a mis poco usuales contactos, conseguí ayudarlo durante la guerra. Y mientras Afortunado intentaba no llamar mucho la atención al respecto, no permitió que nadie tocara a Pandora en toda la guerra, aunque sabía que ella y Dacian eran romanís, porque creía que era la única que poseía la clave para ese poder que él andaba buscando.

—Cuando dices romaní, ¿a qué te refieres exactamente? —interrumpió Wolfgang en un tono extraño. Se había mantenido muy callado durante esta parte final de la historia.

—Gitanos —dijo Zoé. Y se dirigió a mí para explicarme—: La niña que Clio adoptó, Pandora, era la sobrina de Aszi Atzingansi, un hombre de distinguida sangre romaní que la había ayudado a recuperar muchos textos antiguos, incluidos los oráculos de Cumas. Aunque no existen pruebas fehacientes, Pandora creyó siempre que Aszi fue el gran amor de Clio. Como le conté a Wolfgang el año pasado cuando acudió a mí en un Heuriger de Viena, son las almas más antiguas las que conservan y mantienen viva la sabiduría ancestral. Pandora era una de esas almas antiguas, como la mayoría de romanís. Dacian estaba muy interesado en que te conociera porque cree que tú eres otra de ellas.

—Un momento —volvió a interrumpir Wolfgang, esta vez con mayor firmeza—. ¿No me estarás diciendo que Pandora y Dacian Bassarides, los padres de Augustus Behn, los abuelos de Ariel, eran gitanos?

Zoé lo observó con una sonrisita extraña y arqueó una ceja.

¿Pero no había sido Wolfgang quien me había presentado a Dacian? Entonces recordé con cierta inquietud que Dacian no había mencionado nuestros orígenes gitanos en presencia de Wolfgang y que, de hecho, me había advertido que yo tampoco se lo comentara. Si miraba hacia atrás, con lo ingenuo que había sido Dacian en otros temas, como la espada y la lanza, e incluso en lo referente a dónde escondíamos los manuscritos de Pandora, el hecho de que pidiera a Wolfgang que nos dejara solos durante la parte de nuestra conversación referente a los asuntos familiares me pareció de repente un detalle revelador. Y todavía más cuando Zoé añadió de forma enigmática:

—Tu madre estaría orgullosa de esa pregunta. Wolfgang estaba tan exhausto como yo después de las semanas que nos habíamos pasado recorriendo Europa y la Unión Soviética, por no decir nada del exceso de datos que habíamos reunido. Se durmió después de cenar, en el primer tramo de nuestro viaje de casi veinticuatro horas de regreso a Idaho.

Aunque tenía muchos temas que comentar, sabía que me convenía disponer de un poco de tiempo para pensar y tratar de averiguar en qué situación me encontraba. Así que pedí un café solo a la azafata y me concentré para repasar todo lo que había averiguado.

Un mes atrás, la teoría de Zoé me habría parecido una locura: eso de que Afortunado se hubiera usado a sí mismo, a su sobrina, su perro, sus amigos y los hijos de éstos, del mismo modo que había «usado» antes a millones de gitanos, judíos y miembros de otras razas, en algún tipo de sacrificio pagano en masa; una «acción» chamanística para dar comienzo a la nueva era. Pero lo cierto es que Hitler estaba rodeado de mucha gente que, como él mismo, creían en tonterías. El hogar mágico al estilo de la Atlántida de los arios en el Polo Norte, la destrucción final del mundo mediante el fuego y el hielo, el poder de los objetos sagrados y la sangre «purificada» para obrar milagros terrestres. Sin olvidar, como Wolfgang había señalado, la creencia en un arma de destrucción a gran escala que era conocida y redescubierta una y otra vez desde tiempos remotos.

Para quienes querían dar marcha atrás al reloj y regresar a una edad dorada que creían había existido en tiempos paganos, un peligro sobre el que Dacian Bassarides me había advertido, el sacrificio humano muy bien podía formar parte del sistema. De modo que, por desagradable que me resultara la idea, vista en el contexto del sistema de creencias nazis, no era nada descabellada.

Pero a pesar del proceso de elección y separación, que tal vez fuera útil, me encontraba siempre con una pared de piedra cuando volvía al frustrante tema de las relaciones reales de mi familia con Adolf Hitler y su camarilla. No tenía ni idea de por dónde empezar. Entonces, me vino a la cabeza esa composición de William Blake:

Te doy el cabo de una cuerda dorada,

haz con ella un ovillo:

Te conducirá a las puertas del cielo,

construidas en el muro de Jerusalén.

Si pudiera encontrar el principio de mi cuerda dorada, es decir, dónde y cómo había empezado para mí la historia, sería sin duda un comienzo.

Sabía, de hecho, dónde había caído por primera vez en este laberinto: fue la noche que regresé del entierro de Sam en mitad de la tormenta de nieve, cuando estuve a punto de hundirme en la nieve. Entonces contesté el teléfono y mi padre, Augustus, me informó de que la «herencia» tal vez incluía algo de gran valor que no esperaba: los manuscritos de Pandora.

Pero analizado en perspectiva, de pronto se me ocurrió que quizá desde esa primera llamada telefónica, en lugar de ir en pos de esa verdad que reclamaba sin cesar, tal vez había estado cerrando los ojos cada vez que la tenía delante de las narices. ¿No me había dicho Dacian Bassarides que era fundamental formular las preguntas adecuadas? ¿Y que el proceso solía ser más importante que el resultado? Había algo que relacionaba todas esas cosas aparentemente inconexas y aunque fuera como intentar encontrar una pieza que faltaba entre todo el montón del rompecabezas, tenía que solucionarlo.

Fue entonces cuando lo comprendí.

Todo ese tiempo había elegido y separado trocitos de cuerda cuando debería haber buscado lo que Sam llamaba el «tantra» de todo el conjunto, es decir, lo que mantenía unido el tapiz, como en las culturas orientales el tantra ligaba el destino a la vida y la muerte. Sam decía que existía incluso en el reino animal; que una araña hembra devora al macho si éste abandona la telaraña por el mismo camino por el que entró, de modo que demuestra que reconoce la pauta. Bueno, pues por fin reconocí la pauta que me faltaba. Sentí que se me formaba un nudo en la boca del estómago.

Aunque todos los miembros de la familia me habían contado historias que se contradecían, había una persona cuyas propias historias estaban llenas de giros, cambios y contradicciones internas. Y aunque la historia o la genealogía de cada persona podía haber acabado siendo distinta de lo que yo creía al principio, había alguien de quien ahora me daba cuenta de que no sabía casi nada consistente. Era cierto que todos me habían alertado en su contra desde el principio, incluida, como ahora me percataba de forma terrible, su propia hermana.

Era el hombre que tenía sentado a mi lado en el avión, con la cabeza oscura y despeinada reclinada sobre mi hombro, de modo que apenas distinguía sus rasgos. Era mi colega, primo y antiguo amante, Wolfgang K. Hauser de Krems, Osterreich. Y aunque hacía sólo unas semanas que había creído que Wolfgang era mi propio destino en la Tierra, a la cruda luz de la realidad me vi obligada a reconocer que cada una de sus mentiras había dado lugar a otra mentira desde el mismo momento en que había aparecido por sorpresa en Idaho mientras yo estaba en San Francisco, en el entierro de Sam.

Y hablando del entierro, ¿no me había dicho Sam que todo había sido organizado con la bendición de las más altas esferas del Gobierno estadounidense, lo que contradecía las afirmaciones de Wolfgang respecto a quiénes eran los jefes de Oliver y Theron Vane? ¿Y no había señalado Zoé que Wolfgang había acudido a ella en Viena para sonsacarle información, y no a la inversa?

Pero lo que más me costaba digerir era que Wolfgang se había apoderado de los manuscritos de Pandora ante mis propias narices, haciendo gala de la misma habilidad melosa que había utilizado para ganarse mi cuerpo y mi confianza.

Había bastantes pistas de intereses arios en su castillo tipo Valhala y en la formación que recibió de una madre que había sido educada, a su vez, por un nazi. Y esa pregunta directa de Wolfgang a Zoé: «¿No me estarás diciendo que los abuelos de Ariel eran gitanos?», ¿qué más podía significar?

Después de haberme tragado tantas mentiras como para ahogar a un jabalí, me pregunté cuándo dejaría de mentirme a mí misma.

Ahora que en los lugares mas recónditos de mi mente temía que Wolfgang Hauser fuera el eslabón perdido que unía toda esa enmarañada, mezclada y confusa telaraña de mito e intriga, esperaba ser capaz de retroceder sobre mis pasos con cuidado para sacar de ella a Sam y salir con vida.