La creencia de [los tracios] en su inmortalidad adquiere la siguiente forma… Cada cinco años, eligen a uno de ellos al azar y lo envían a Zalmoxis como mensajero… para pedir lo que quieren. Algunos sostienen jabalinas y puntas de lanza apuntando hacia arriba mientras otros sujetan las manos y los pies del mensajero y lo balancean para lanzarlo sobre las puntas. Si resulta muerto, creen que el dios los bendice con su favor, pero si vive, culpan a su propio mal carácter y envían a otro mensajero en [su] lugar.
He oído un relato distinto de los griegos:… Zalmoxis era un hombre que vivió en Samos, donde era esclavo en la casa de Pitágoras… Después de ganarse la libertad y de amasar una fortuna regresó a su Tracia natal… donde se entrevistó con los dirigentes y les indicó que ni él ni ellos, ni ninguno de sus descendientes moriría jamás.
HERODOTO,
Historias
Y aquellos de los discípulos que escaparon al incendio fueron Lydis, Archippos y Zalmoxis, el esclavo de Pitágoras quien, según se dice, había enseñado la filosofía pitagórica a los druidas celtas.
HIPÓLITO, obispo de Porto Romano,
Philosophoumena
He escapado yo solo para anunciártelo.
Job 1,15–16–17–19
Camulodunum, Britania: primavera del año 60 d.C.
FRACTIO
Tomó Jesús pan y lo bendijo… y dándoselo a sus discípulos dijo: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo». Tomó luego el cáliz y dio las gradas… diciendo: «Bebed todos de él; pues ésta es mi sangre».
Evangelio según san Mateo 26,26–28
Hará Yahvé Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes, consumirá a la Muerte definitivamente.
Isaías 25, 6–7
La hierba a sus pies formaba una tupida alfombra verde esmeralda que aliviaba su alma tras otro largo y arduo invierno bajo el yugo romano. Se mantenía bien erguida y orgullosa en el carro de mimbre, sobre el montículo de césped, mientras sujetaba las riendas con suavidad y la brisa matinal le levantaba de los hombros los cabellos pelirrojos, que le caían hacia la cintura como una ola.
Ese último año había sido peor que los quince anteriores bajo la ocupación romana, porque el joven emperador Nerón había resultado ser más codicioso que su padrastro Claudio, a quien él mismo había envenenado según apuntaban los rumores.
Ahora, muchos colonos romanos oportunistas echaban a los bretones nativos de sus tierras con el apoyo de guarniciones de soldados legionarios. Hacía pocos meses, cuando murió su marido, ella misma, una reina orgullosa de la casa real de icenios, y sus dos hijas pequeñas, habían sido violadas por oficiales romanos, que las sacaron de su hogar y las golpearon en público con barras de hierro. El emperador Nerón había confiscado sus vastas tierras, y las riquezas y posesiones más preciadas de la familia partían, junto con las de muchos más, hacia Roma. Pero a pesar de todas esas tragedias, sabía que había salido mejor parada que muchos otros: los bretones eran capturados en todas partes y los vendían en grupos encadenados para construir ciudades romanas, cuarteles romanos, acueductos romanos y carreteras romanas. ¿Qué elección les quedaba como bretones? Sólo la libertad o la muerte.
Se mantuvo en silencio, junto a sus hijas que la acompañaban en el carro, mientras los caballos pateaban el césped. Supervisó la multitud que formaba un amplio círculo alrededor de los límites del extenso campo abierto y que la observaba: todos aguardaban para ver lo que haría.
Cuando por fin guardaron silencio, ató las riendas en la perilla, abrió los pliegues de su túnica multicolor, sacó la liebre y la mantuvo por encima de su cabeza para que todos la vieran. Era una liebre blanca sagrada, criada por los druidas para este fin. Entre los ochenta mil hombres, mujeres y niños congregados en la hierba no se oyó el menor ruido. Sólo el relincho de un caballo rompió el silencio interminable. Entonces, soltó la liebre.
Al principio, el animal permaneció en el montículo de hierba, aturdido ante los miles de humanos que lo rodeaban, plantados como árboles de piedra, esperando en silencio. Luego, se lanzó en una alocada carrera montículo abajo y cruzó sin pensárselo el campo abierto: una mancha blanca por encima del manto verde. Corrió en dirección al suroeste, alejándose del sol, y cuando la muchedumbre lo vio, se unieron todos en una sola voz para soltar alaridos de júbilo y de guerra a la vez que lanzaban los tartanes al aire como sí fuera una lluvia de cuadros escoceses.
Porque habían visto que la liebre profética avanzaba en dirección a Camulodunum. Los ejércitos de Budicca ahí reunidos podrían llegar a esa localidad al caer la noche si se daban prisa. Y al amanecer, dieciséis años de abusos padecidos por los bretones y sus tierras quedarían eliminados en una orgía alimentada con sangre romana.
Isla de Mona, Britania: primavera del año 60 d.C.
CONSIGNATIO
Aquí, en el extremo del mundo, en su último palmo de libertad, hemos vivido sin ser abordados hasta la fecha, defendidos por la lejanía y el olvido. Ahora, los lugares más alejados de Britania se ven expuestos… nada más que el mar, las rocas y los romanos hostiles, cuya arrogancia no puede engañarse con la docilidad ni con el modesto autocontrol. Predadores del mundo…
[Ni] el Este ni el Oeste los ha saciado… saquean, asesinan, roban, lo que denominan de forma errónea imperio. Han convertido el mundo en un páramo yermo y lo llaman paz.
TÁCITO, Agrícola,
«cita del jefe británico Calgaco, acerca de los romanos»
Es un derecho básico del hombre morir y matar por la tierra donde vive, y castigar con excepcional severidad a todos los miembros de su propia estirpe que se hayan calentado las manos en el hogar de los invasores.
WINSTON CHURCHILL,
Historia de los pueblos de habla inglesa
No era una simple cuestión de lograr el control o la sumisión de los nativos a corto plazo, como Suetonio Paulino sabía de sobra. Había empezado su carrera en las montañas Atlas subyugando los alzamientos beréberes contra la ocupación romana. Como había capeado muchas campañas de ese tipo, Suetonio estaba bien preparado para el combate en terreno difícil o para una feroz oposición en la lucha hombre a hombre.
Pero en los dos años transcurridos desde que el emperador Nerón lo había nombrado gobernador de Britania, Suetonio había entendido que esos druidas eran distintos. Gobernantes, a la vez que profetas, fueran hombre o mujer, ostentaban el más elevado rango sacerdotal en la tierra y su pueblo los consideraba casi como dioses. Suetonio sabía sin duda alguna que a la larga sólo había una forma de controlarlos: tenían que ser aniquilados por completo.
Su santuario principal se encontraba frente a la costa de Cambria, en la isla de Mona, la vaca, mote de Brígida, una diosa luna de la fecundidad parecida a Deméter. Creían que la diosa los protegía y que los guerreros que morían en combate rejuvenecían en su caldero de renacimiento. El pasadizo subterráneo hacia el caldero se situaba bajo un lago que yacía cerca de la gruta sagrada de Mona.
Suetonio Paulino tuvo que emplear dos años de secretos y engaños para determinar cuál era el momento más propicio para golpear este bastión cerca de la costa sin posibilidades de defensa ni de retirada. Al final averiguó que cada año todos los sacerdotes druídicos de importancia se congregaban allí el primer día del mes romano de mayo. Era el día que los celtas denominaban beltaine, por los taine o fuegos que encendían la noche anterior para limpiar y purificar los bosques sagrados, como preparación para la visita anual de la Gran Madre que traía consigo el mes de la fertilidad. Se trataba del día más sagrado del año, cuando los druidas no trabajaban ni llevaban armas y, por lo tanto, Suetonio esperaba que sería cuando menos prevenidos estarían frente a un ataque. Disponía de una flotilla de barcos de poco calado, construidos para hacer llegar las tropas desde tierra a través del corto pero muchas veces violento estrecho. La víspera del primero de mayo, al anochecer, navegaron con sigilo sobre la espuma del mar, rodearon la costa por el extremo sur de la isla y desembarcaron lejos de tierra firme, en el oeste, en Holyhead.
En ese lugar, mientras los barcos se deslizaban silenciosos hacia la costa, ya se estaban celebrando las ceremonias del ritual de purificación, aunque todavía no había oscurecido. Unas figuras que llevaban antorchas encendidas se movían en las sombras, entre las arboledas que se extendían a lo largo de la playa. El sol empezaba a hundirse con lentitud en el mar rojizo cuando los soldados romanos colocaron su equipo en la arena y avanzaron entre el vaivén de las olas. Pero de repente se detuvieron ante el espectáculo al que se enfrentaban.
Un grupo de personas, todas vestidas de negro, llegó a la playa avanzando como un implacable muro humano. Los sacerdotes varones caminaban con los brazos levantados hacia el cielo y gritaban maldiciones y juramentos a pleno pulmón. Las mujeres, con los cabellos despeinados y enredados, revoloteaban entre ellos como insectos, con las antorchas en alto. Entonces, en una súbita oleada, las mujeres salieron corriendo, gritando como fieras, a través de la playa guijarrosa hacia los soldados romanos.
Los oficiales de Suetonio observaban impotentes cómo las tropas permanecían inmóviles en la orilla, intimidadas, paralizadas por esa banda de arpías aulladoras que parecían salidas del mismísimo Hades. Suetonio avanzó entre las líneas a medida que las mujeres enloquecidas corrían hacia ellos; gritó órdenes y maldiciones a los soldados por encima del ruido ensordecedor de los druidas, hasta que por último los oficiales recobraron la calma y empezaron a seguir su ejemplo. «¡Acabad con ellas!», la orden fue recorriendo el escalafón de mando. Las mujeres, con sus alaridos y las antorchas encendidas, se les venían encima mientras los gritos ensordecedores de los sacerdotes druidas resonaban en sus oídos.
En el último instante posible, los soldados atacaron.
José de Arimatea estaba junto a Lovernios en el borde del acantilado. No podía evitar recordar esa otra puesta de sol en que desde lo alto de otro acantilado había observado con su amigo cómo el sol descendía y el mar se teñía de rojo, hacía veinticinco años, en otra costa de otro país, cuando todo había empezado. Cuando quizá se podía haber impedido. Pero ahora, con los oídos llenos de los gritos de la playa, se volvió horrorizado hacia Lovernios.
—¡Debemos intervenir! —gritó José, que cogió a su amigo del brazo—. ¡Tenemos que ayudarlos! ¡Tenemos que hacer algo para detenerlo! ¡Ni siquiera se defienden! Los romanos usan sus propias antorchas para atacarlos; ¡les han prendido fuego a los cabellos y las ropas! ¡Los están masacrando!
El druida permaneció inmóvil. Sólo se estremeció ligeramente cuando, por encima del terrible clamor y griterío, oyó el ruido de las hachas detrás de las rocas y comprendió por primera vez lo que los romanos traían entre manos: querían destruir el bosque sagrado.
Lovernios no miró a José. Tampoco echó un vistazo a la carnicería de la playa, que no sólo representaba la masacre de su pueblo, sino también la destrucción de todo aquello en lo que creía y que valoraba; el ocaso de su modo de vida, incluso de sus dioses. En lugar de eso, contempló el mar como si en ese crepúsculo occidental vislumbrara otro lugar, otro tiempo en el pasado remoto o en el futuro aún más remoto. Cuando por fin habló, a José le pareció que sus palabras sonaban lejanas y extrañas, como el eco en un pozo frío, húmedo y sin fondo.
—Cuando Esus murió, contabas con la fortaleza de tu sabiduría —recordó a José—. Sabías lo que tenías que hacer y lo llevaste a cabo. Intentaste comprender el significado de su vida y de su muerte, y en estos casi treinta años nunca has cejado en tu empeño. Sin embargo, la sabiduría verdadera no sólo radica en saber lo que se puede o no se puede hacer, sino en saber lo que hay que hacer. Y también en saber cuál es, ¿cómo lo dijiste entonces, hace tanto tiempo?, el kairos: el instante crítico.
—Por favor, Lovernios, estamos en el instante crítico. ¡Dios mío! —exclamó José. Pero resultaba obvio, incluso en su apremio, que la situación no tenía solución posible. Cayó de rodillas allí mismo, en el acantilado, se cubrió la cara con las manos y rezó mientras el crujir de los árboles talados se mezclaba con los gritos aterradores. Oía ambos sonidos de la muerte juntos, empujados como espectros por las aguas silenciosas. Pasado un momento, José notó que Lovernios le apoyaba una mano reconfortante en la cabeza mientras le decía con una voz tranquila, como si hubiera encontrado una esperanza oculta que sólo él fuera capaz de percibir:
—Los dioses exigen dos cosas —afirmó—. Debemos partir enseguida, esta noche, y sacrificar todos los objetos poderosos que poseemos; lanzarlos a las aguas sagradas del Llyn Cerrig Bach, el lago de las piedrecitas.
—¿Y después qué? —susurró José.
—Si eso no surte efecto —concluyó Lovernios con solemnidad—, puede darse el caso de que tengamos que enviar al mensajero…
El mensajero del sur llegó al lado opuesto de la isla tras el amanecer, cuando Suetonio Paulino observaba caer el último árbol. Era un árbol antiguo, el más viejo de los miles que poblaban el bosque que la legión había tardado toda la noche en talar.
Ese árbol medía unos veinte metros de circunferencia: los ingenieros de la guarnición habían calculado que tenía el tamaño de una galera con todos los remos. Una vez en el suelo, tenía la altura de uno de esos edificios de tres plantas que habían construido en la costa africana cuando era gobernador de Mauritania.
«¿Cuántos años puede llegar a tener un árbol? —se preguntó Suetonio—. ¿Alcanzarían sus anillos, si tuviera tiempo de contarlos, el número de vidas que han segado los soldados esta noche? ¿Marca la muerte de este árbol, lo mismo que sucedió con otros árboles santos, la muerte de los druidas, como ellos parecen creer?»
Alejó esos pensamientos para concentrarse en cuestiones más prácticas y dispuso a sus hombres para que recogieran los cadáveres vestidos de negro de los druidas y prepararan hogueras para incinerarlos. Después, recordó la instrucción principal del emperador Nerón y envió un grupo de soldados a explorar la isla. Nerón había escrito que tenía motivos para creer, por lo que sabía de su fallecido padrastro (y tío abuelo) Claudio, que los druidas poseían tesoros muy valiosos en bastiones como éste de Mona. Nerón deseaba que lo informaran enseguida de cualquier hallazgo.
Una vez puesto en marcha ese importante asunto, Suetonio Paulino se acordó del mensajero y pidió que lo condujeran ante él. El soldado tenía un aspecto deplorable debido al cansancio del largo viaje. Además, según habían informado a Suetonio, la apariencia mojada y desaliñada del hombre se debía a que hacía sólo un rato había tenido que lanzarse al agua junto con su caballo para cruzar el corto estrecho que separaba la isla. Se llevaron el caballo, todavía ensillado a pesar de su inmersión en el canal, mientras conducían al mensajero junto al gobernador.
—Tómate el tiempo que quieras; recupera el aliento —lo tranquilizó Suetonio—. Por muy importante que sean las noticias que traes, no te mueras antes de comunicármelas.
—Camulodunum —masculló el mensajero.
Suetonio se dio cuenta del mal aspecto que tenía el hombre: sus labios entreabiertos estaban manchados de sangre y tierra, tenía la mirada perdida y los cabellos cortos despeinados como los cadáveres de esos druidas que cubrían el suelo a su alrededor.
Suetonio chasqueó los dedos para que le trajeran un odre de agua y se lo ofreció al mensajero. Cuando éste hubo bebido y limpiado el polvo que le resecaba la garganta, el gobernador asintió para que prosiguiera. Pero el soldado seguía como ido. Aunque todos sus hombres eran soldados experimentados, pensó que quizá la visión de esos cadáveres de hombres y mujeres que casi los rodeaban le habría hecho perder la razón unos instantes.
—Tranquilízate —ordenó Suetonio con firmeza—. Has recorrido más de trescientos kilómetros a un ritmo sin duda vertiginoso. Tienes algo urgente que contarme sobre Camulodunum.
—Están todos muertos —soltó con voz ronca el mensajero—. Millares, decenas de millares, todos muertos. Y la ciudad, el templo claudio, quemados por completo.
El hombre se echó a llorar.
Suetonio primero se sorprendió y luego se enfureció. Echó la mano hacia atrás para abofetear con fuerza la cara del mensajero.
—¡Eres soldado! —le recordó—. En nombre de Júpiter, serénate. ¿Qué ha sucedido en Camulodunum? ¿Ha habido un terremoto? ¿Un incendio?
—Un alzamiento de los nativos, señor —respondió el mensajero mientras intentaba tomar aire—. Los icenios y los trinobantos, puede que también algunas tribus de Corn Wall, no estamos seguros aún…
—¿Y dónde estaba la novena legión Hispana mientras tanto? —quiso saber Suetonio con voz glacial—. ¿Acaso estaba el comandante zurciéndose la toga mientras tribus de nativos descalzos quemaban las ciudades que debería estar defendiendo?
—No son provincianos descalzos, señor, sino ejércitos bien armados, puede que doscientos mil soldados o más —le informó el mensajero—. El comandante Petilio Cerealis me envió aquí, tan rápido como pudiera cruzar el país. La mitad de la novena legión ha sido destruida: dos mil quinientos de los hombres con los que yo estaba y que acudieron a la ciudad para intentar rescatarla. El procurador romano Deciano ha huido al continente con sus oficiales y Petilio se ha atrincherado en su propia fortaleza a la espera de los refuerzos que le ruega le envié.
—Tonterías. ¿Cómo va a destrozar un puñado de bretones primitivos e incultos media guarnición romana y ahuyentar al administrador colonial en jefe? —replicó Suetonio, que no intentó ocultar en absoluto su desprecio por una gente a la que detestaba. Después escupió al suelo y añadió—: Ni siquiera son buenos esclavos… ¡cómo van a ser buenos soldados!
—Pero disponen de muchas armas, caballos y carros —indicó el soldado—. Las mujeres luchan junto a los hombres y son mucho más sanguinarias. Las atrocidades que presencié en Camulodunum, señor, rayan en lo indecible. Se encarnizaron con viejos y jóvenes, civiles y soldados, madres e hijos por igual, sin distinciones, siempre que se trate de romanos o de nuestros colaboradores. He visto cadáveres de mujeres romanas con los bebés que mamaban pegados aún al pecho. Y cómo crucificaban a los hombres por las calles, que los dioses me perdonen por decirlo, pero les cortaban partes del cuerpo y se las cosían a los labios mientras seguían respirando…
El mensajero se detuvo, con los ojos nublados por una mirada de terror que el arduo viaje no había conseguido mitigar.
—¿Y qué comandante ejemplar se supone que los ha dirigido en esta expedición? —preguntó Suetonio con repugnancia tras un suspiro.
—Su líder era Budicca, la reina de los icenios, señor —dijo el mensajero.
—¿Esos salvajes han seguido a una mujer al combate? —exclamó Suetonio, que se mostró sorprendido por primera vez.
—Por favor, señor —añadió el mensajero—, el comandante Petilio le ruega que se dé prisa. Por lo que he visto con mis propios ojos, la rebelión dista mucho de haber terminado; aumenta a medida que se vierte sangre. Camulodunum ha caído. Ahora se dirigen a Londinium.
Londinium, Britania: principios de la primavera del año 61 d.C.
COMMIXTIO
Se ha producido y se producirán muchos tipos de destrucción en masa de seres humanos, los mayores por medio del fuego y el agua; otros, menores, por medio de millares de otros infortunios.
PLATÓN,
Timeo
Londinium no había sido la mayor ciudad de Britania, ni la más antigua ni la más importante, como muy bien sabía José de Arimatea. Pero había sido una de las más bonitas, situada en el seno plácido y ancho del gran río. Ahora, mientras recorría por última vez su orilla, Londinium ya no existía: lo que antes era una colonia bulliciosa había quedado reducido a un montón de cenizas rojas.
José observó a los romanos, al otro lado del río, que conducían a sus grupos encadenados de trabajadores nativos por entre los escombros. Y comprendió todo lo que se había perdido con la destrucción de esa ciudad, y el tiempo que pagarían los bretones ese acto de venganza, por muy justificada que fuera.
Los romanos, al percatarse de que la ciudad era indefendible, la abandonaron hasta poder reunir una fuerza mayor. Ahora, con tres ciudades romanas destruidas, incluida Verulamium, habían aplastado la insurrección. Habían puesto a los rebeldes, que carecían de todo recurso para luchar contra las armadas y preparadas legiones romanas, contra sus propios carros y los habían masacrado; asesinado de forma metódica junto con sus caballos y animales de carga.
Budicca y sus hijas estaban muertas. Se habían envenenado ellas mismas al preferir el perdón de Dios antes que el futuro en manos de los romanos. Y puesto que para continuar con la venganza y la guerra los rebeldes habían abandonado sus hogares la primavera anterior en lugar de sembrar los campos, la tierra permanecía baldía y la hambruna había causado estragos durante todo el invierno.
Los romanos disponían ahora de un suministro interminable de trabajadores esclavos y propiciaban el crecimiento y desarrollo de cualquier colonia con más pobladores que nunca. José sabía que pronto habrían reconstruido Londinium, esta vez con piedras y ladrillos para una mayor estabilidad y fortaleza, en lugar de usar arcilla y adobe. Construirían fortificaciones y cuarteles. Cualquier cortesía fingida que hubieran mostrado en el pasado hacia los nativos, por exigua que fuese, quedaría completamente suprimida.
La noche de las muertes en los bosques santos de la isla de Mona, cuando José lanzó los objetos sagrados del Maestro junto con los de los druidas al Llyn Cerrig Bach y contempló cómo desaparecían bajo las aguas oscuras del lago, comprendió que era el final de una era. ¿Qué había conseguido de todo lo que había esperado y planeado? ¿Qué sería de los objetos que el Maestro quería que conservara? ¿Volverían los objetos, o el Maestro, a resurgir algún día?
Habían pasado treinta años desde la muerte del Maestro. José contaba casi setenta y todo por lo que había luchado tanto por conservar parecía desmoronarse. Cuando regresó al sur el año anterior, por ejemplo, descubrió que su pequeña iglesia de tepe en Glastonbury, al igual que la mayoría del sur de Britania, había ardido en cenizas durante el año de revuelta civil.
Era como si todo aquello por lo que había vivido y por lo que el Maestro había muerto se desvaneciera como una nube que flotaba hacia el horizonte. Incluso las palabras del Maestro que él y Miriam habían luchado tanto y durante tanto tiempo por conservar volvían a estar encerradas en cilindros de arcilla, ocultos en una cueva de las colinas de Cambria. Y al carecer de una tradición orgullosa como la de los druidas, una tradición oral que el mismo Maestro había esperado que serviría para mantener sus palabras y acciones para siempre en el recuerdo, era como si todas sus vidas, incluida la del Maestro, se perdieran en terreno de nadie, en algún lugar entre el recuerdo y el mito.
La historia la escriben los vencedores, como se solía indicar. Pero la historia era lo que ya había sucedido, lo que había pasado y concluido, pensó José. ¿Y el futuro? Eso era lo que quería averiguar en su vuelta al norte. Porque, si bien durante esos treinta años los druidas habían ayudado a José a propagar la filosofía del Maestro en Britania y al otro lado de los estrechos, en Irlanda y en Galia, en esos momentos eran perseguidos como animales salvajes por los romanos.
Aun así, dado su profundo sentimiento religioso hacia la vida y la tierra, su antigua cultura celta y ese peculiar sentido místico que alimentaban en ellos y en los demás, José esperaba que le ayudaran a recuperar la misión que el Maestro le había encomendado tantos años atrás. Incluso era posible que le pusieran en contacto con el Maestro en persona. Por eso se había ofrecido como mensajero.
Por primera vez en treinta años, José sabía con certeza que algo muy importante iba a suceder, aunque no podía predecir si sería para bien o para mal.
Black Lake, Britania: beltaine del año 61 d.C.
EL ENVÍO DEL MENSAJERO
Los hombres sensatos deben pedir todas las cosas buenas a los dioses, mi querida Clea.
PLUTARCO, Isis y Osiris
a Clea, sacerdotisa de Delfos
Era medianoche cuando los centinelas romanos partieron por fin de la zona y se pudo encender el fuego sin peligro. El resto de la tribu se mantuvo a distancia, protegida por la oscuridad del bosque.
José, con los otros tres hombres que habían sido elegidos, estaba junto al fuego y observaba en silencio cómo Lovernios, con el rostro iluminado por las llamas, mezclaba un poco de agua del lago con la harina de cinco granos que habían traído y preparaba una torta, que luego envolvía con hojas húmedas y cocinaba en las brasas. Cuando la torta estuvo lista, la abrió y quemó un poco una parte; luego la dividió en cinco trozos, cuatro cocinados y uno quemado, y los colocó en un recipiente.
Sostuvo el recipiente frente a cada hombre para que fueran extrayendo porciones.
Lovernios se quedó con la última. Cuando José abrió la mano, vio que no había elegido el fragmento ennegrecido de torta. Observó a los demás con una mezcla de alivio e incomodidad mientras uno por uno iban levantando la vista de la mano. En ese momento, Belinus, el joven alto y atractivo con la barba y los cabellos rojizos, el hijo de Lovernios, sonrió ampliamente a la luz del fuego. Su mano abierta contenía el fragmento quemado y lo mostraba para que todos lo vieran. Su sonrisa era tan radiante que, por un breve momento, le recordó al Maestro.
Aunque José no quería alterar la ceremonia bajo ningún concepto, no se le había ocurrido que Belinus sería el elegido.
—¡No! —se oyó decir a sí mismo en voz alta.
Lovernios puso la mano en el brazo de José y con el otro brazo rodeó los hombros de su hijo y lo estrechó, casi con orgullo.
—Deja que sea yo en lugar de tu hijo —pidió José a Lovernios—. Sólo tiene treinta y tres años y toda una vida por delante. Yo tengo casi setenta y he fracasado.
Lovernios echó hacia atrás la cabeza y soltó una gran carcajada, lo que a José no le pareció demasiado adecuado dadas las circunstancias. —En ese caso, amigo mío —indicó Lovernios—, ¿por qué te ofreces voluntario? ¿De qué nos servirías a nosotros y mucho menos a los dioses? Belinus es el ejemplar perfecto: fuerte, sano, intachable. Sabe ser el siervo perfecto para someterse a la voluntad de Dios. Pregúntale si se siente feliz de ser nuestro mensajero.
A la cabeza de José acudió el recuerdo de la última cena del Maestro, cuando lavó los pies a los demás. No entendía por qué, pero cada vez que pensaba en algo emotivo, en lugar de recibir inspiración sólo le venían ganas de llorar. Belinus le sonrió de forma casi beatífica y se metió feliz el pedazo de torta en la boca. Una vez que lo hubo tragado, se acercó a José y lo estrechó entre sus brazos, balanceándolo con suavidad igual que Lovernios había hecho en su día hacía tantos años.
—José, José —dijo—. No voy a morir, ¿sabes? Voy a entrar en la vida eterna. Deberías alegrarte por mí. Cuando vea a tu Esus, al otro lado, le daré recuerdos de tu parte.
José se cubrió los ojos con la mano y estalló en sollozos, pero Belinus se limitó a mirar a Lovernios y a encogerse de hombros, desconcertado. Su expresión decía: «Todos estos años viviendo entre druidas y sigue pensando como un pagano o un romano».
Mientras José intentaba serenarse, llamaron a los demás para que salieran del bosque. Una por una, las personas de las tribus celtas fueron saliendo de detrás de los matorrales, se acercaron al fuego para recibir la bendición, llevaron sus tesoros de oro o cobre a la orilla del lago y los encomendaron a las aguas. Cuando todas las vasijas, torques e incluso cadenas de esclavo hubieron desaparecido, avanzaron en fila india tras Lovernios para alejarse del fuego y rodear el lago hacia las tierras bajas donde se encontraban las turberas. Las nubes susurraban a la luna y mandaban una luz fantasmagórica hacia la tierra.
En el borde de la abertura insondable de la turbera, Belinus se arrodilló y alzó las manos. Los dos hombres más jóvenes que se habían ofrecido como voluntarios con José y Lovernios le quitaron las vestiduras y otros adornos para cumplir con su función. Lovernios esperó hasta que su hijo estuvo totalmente desnudo y le entregó la banda de piel de zorro. Belinus se la pasó por el hombro y luego inclinó la cabeza y puso las manos a la espalda para que las ataran con correas de cuero. Los hombres le pasaron también una soga de cuero por el cuello. Belinus con la cabeza aún agachada hacia la turbera dijo en voz baja:
—Madre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
José sintió que esas palabras le traspasaban el alma. Observó, conteniendo el aliento, cómo Lovernios alargaba la mano hacia el saco de cuero y extraía un hacha de caza muy afilada. La mantuvo por encima de su cabeza y levantó los ojos al cielo. La luna apareció por detrás de las nubes e inundó de luz el paisaje. Los celtas guardaron silencio al borde de la turbera; a José le recordaron un bosque de árboles que rezaban. Lovernios entonó con su voz grave:
—Ésta es la muerte por fuego. Por el trueno de dios, te encomendamos a Taranis.
Belinus se mantuvo absolutamente inmóvil cuando el hacha voló a sus espaldas, rápida y segura, aunque a José le pareció oír que soltaba un grito ahogado cuando la hoja de metal afilado le golpeó la parte posterior del cráneo con un crujido quebradizo. Belinus cayó de bruces.
Los dos hombres jóvenes se apresuraron a apretar la soga mientras Lovernios, con un tirón fuerte, arrancaba el hacha de la cabeza de su hijo.
—Esta es la muerte por aire —pronunció Lovernios—. Te encomendamos a Esus.
José oyó el ruido en medio del silencio: el sonido de la tráquea al partirse.
Los dos hombres, a los que ahora se unió José, levantaron el maltrecho pero hermoso cuerpo de Belinus y lo pusieron boca abajo sobre las aguas salobres. Lovernios dijo entonces las últimas palabras que se pronunciarían esa noche:
—Ésta es la muerte por agua. Te encomendamos a Teutates.
José contempló cómo la turbera engullía el cuerpo, que desapareció sin dejar rastro, tragado por la tierra.
Pero antes de que se desvaneciera, a José le pareció ver, solo por un instante, que algo se movía en las espesas aguas negras. Le pareció ver a Dios con los brazos abiertos, recibiendo el cuerpo de Belinus. Y Dios sonreía.