[Cuando las moiras tejen el destino], la longitud de la vida de un hombre… está representada por… lo vertical, es decir, los hilos de la urdimbre. ¿[Pero], qué hay de la trama, esos hilos que están… anudados alrededor de los hilos individuales de la urdimbre? Sería natural ver en ellos las distintas fases de la fortuna que le corresponden mientras vive, y la última de las cuales es la muerte.
Las viejas diosas noruegas, las nornas, hilan el destino de los hombres cuando nacen… Los eslavos tenían también [tales] diosas… y por lo visto, también los antiguos hindús y los gitanos… Las nornas no sólo hilan y ribetean, sino que también tejen. Su tela cuelga sobre la cabeza de todos los hombres.
RICHARD BROXTON ONIANS,
The Origins of European Thought
El budismo es a la vez una filosofía y una práctica. La filosofía budista es rica y profunda. La práctica budista se denomina tantra. Tantra es una palabra sánscrita que significa «tejer».
… Los pensadores más profundos de la civilización india descubrieron que las palabras y los conceptos sólo los llevarían hasta ahí. A partir de ese punto debía aplicarse una práctica, cuya experiencia era inefable.
… Tantra no significa el final del pensamiento racional. Significa la integración del pensamiento… en mayores espectros de consciencia.
GARY ZUKAV,
La danza de los maestros del wu li
Resultó que la revelación de Volga Dragonoff fue la primera de todas las sorpresas familiares recientes que no me provocó ninguna sensación terrible. De hecho, había algunos aspectos de esta nueva imagen, basada en lo que ahora sabía de mi familia por parte de madre, que tenían visos de ser ciertos. Esperaba que incluso me ayudarían a colocar en su lugar unas cuantas piezas del rompecabezas.
Cuando yo tenía dos años, mi madre abandonó a mi padre y me llevó con ella. En los siguientes veinte años y pico, Augustus dividió su tiempo entre su propiedad en Pensilvania y las elegantes oficinas de Nueva York que eran la sede del imperio familiar: el legado de Hieronymus Behn. Jersey volvió a su esplendorosa vida de actuaciones a través de las capitales europeas. Yo seguí su estela turbulenta durante los siguientes seis años, hasta su posterior matrimonio con tío Earnest. Apenas vi a Augustus después de la separación. El nunca había sido demasiado propenso a comentar temas familiares, así que la única información que poseía sobre el matrimonio de mis padres o de la vida anterior de mi madre me había llegado a través de los ojos color azul frío de Jersey.
Jersey nació en 1930, en el período de entreguerras, hija de madre francesa y padre irlandés, en la isla de su nombre en el canal de la Mancha. Las islas Anglonormandas, frente a la costa de Normandía, fueron indefendibles para los británicos desde el momento en que Francia se rindió a los alemanes en 1940. Los habitantes fueron evacuados a medida que lo solicitaban pero muchos pusieron reparos, en especial los residentes en Jersey, donde más de un ochenta por ciento de la población decidió quedarse. Como era de esperar fueron objeto de deportaciones o de expolios cuando Alemania ocupó y fortificó las islas para crear la «mano de hierro del muro occidental». Los que se negaron a ser evacuados no fueron liberados por los británicos hasta casi el final de la guerra. Pero para entonces, mi madre no figuraba entre ellos.
Al principio de la invasión francesa, según decía la historia, la madre de Jersey acudió en ayuda de su familia y quedó atrapada en el interior de Francia. El padre de Jersey, un piloto irlandés que protegió el cielo inglés durante la batalla de Inglaterra, fue abatido por la Luft–waffe poco después. Jersey, que en aquella época contaba diez años, se convirtió de hecho en huérfana y fue evacuada a la fuerza por los británicos hacia Londres. Luego, durante el bombardeo alemán en Gran Bretaña, en el que llovió fuego alemán sobre la población civil, para garantizar su seguridad la enviaron con otros niños ingleses (los llamados «fardos de Gran Bretaña») a familias de Estados Unidos hasta que la guerra hubiera terminado. Para entonces, la madre de Jersey, que era miembro de la Resistencia, fue declarada «desaparecida en acción» en Francia.
La historia repetida a lo largo de todos esos años siempre terminaba con una Jersey llorosa que evitaba cualquier comentario recordándonos la valentía de sus malogrados padres y el dolor que le causaba recordar esos tiempos difíciles y penosos. Para apoyar esa imagen había gran cantidad de pruebas circunstanciales, incluidos anuncios, carteles de teatro y críticas con detalles de las primerísimas apariciones públicas de Jersey en América. A los diez años fue adoptada por una familia de Nueva Inglaterra. Cuando Jersey tenía unos doce años, edad en que se descubren muchos prodigios musicales, sus nuevos padres se percataron de que poseía una increíble voz para el canto. En verano de 1945, cuando la guerra llegaba a su fin, Jersey mintió sobre su edad (quince años) para presentarse a la selección del papel protagonista de Margot en La canción del desierto, un musical de Sigmund Romberg que había estado de gira por provincias desde los inicios de la historia y que necesitaba conseguir savia nueva. El difícil papel era ideal para una joven soprano como Jersey.
En la noche de estreno en un lugar recóndito, nuestra Cenicienta fue descubierta por un cazatalentos proverbial de Nueva York, que supo captar la profundidad y el registro de esos tonos frescos, como campanillas, que más adelante permitirían distinguir la voz de Jersey entre docenas de otras jóvenes sopranos. El agente firmó con Jersey y aseguró a todos que terminaría los estudios secundarios a pesar de la carrera brillante que él le pronosticaba. Le consiguió un profesor de canto de gran prestigio profesional y el resto, como suele decirse, ya es historia.
Lo que necesitaba descubrir ahora era la historia secreta, como Volga Dragonoff la definiría: la historia desconocida, si existía, que se ocultaba tras la trayectoria pública de mi madre. Pero con toda honestidad, si se tomaba dato por dato, no había demasiados detalles de la vida bien documentada de Jersey que contradijeran la afirmación de Volga: que la sensacional bailarina y mujer de vida alegre Zoé Behn era la madre de Jersey.
Por ejemplo, un cálculo rápido me indicó que si Laf había nacido a principios de siglo y Zoé tenía seis años cuando él cumplió doce, entonces, cuando mi madre nació en la isla de Jersey en 1930, Zoé habría tenido veinticuatro, la edad perfecta para escaparse a una isla con un atractivo piloto irlandés y concebir un hijo. ¿Y no me había contado Wolfgang que Zoé era miembro de la Resistencia francesa? También resultaba verosímil que Zoé, que había vivido la mayor parte de su extravagante y bien documentada vida en Francia, pudiera tener una hija de diez años en la relativa seguridad de las islas Anglonormandas, si temía por otra persona cuya integridad podía estar amenazada debido a la ocupación alemana. Pero sólo para empezar mi larga lista de preguntas, ¿quién era ese alguien? Por otra parte, aunque miles de familias habían quedado separadas por la guerra y a muchas les resultó imposible localizar a los familiares perdidos durante varias décadas, hacía casi cincuenta años desde que ocurrieron los acontecimientos descritos. Era muy sospechoso, por no decir inimaginable, que en todo ese tiempo ni Jersey ni Zoé supieran que la otra llevaba una vida de éxitos en Viena y en París respectivamente.
A eso se le tenía que añadir el hecho significativo de que mi madre había estado casada con dos hombres llamados Behn y que había vivido asimismo con un tercero, tío Laf. Por poco que Jersey afirmara saber, o supiera de hecho, sobre sus raíces, ¿cómo se le podía haber escapado el detalle de que tres de los hombres con los que había vivido eran los hermanos de su madre y, por lo tanto, sus propios tíos? Y si Volga y Laf sabían tanto de los asuntos familiares, ¿era ése también el caso de los dos maridos de Jersey, tío Earnest y mi padre Augustus?
Sin embargo, no saqué mucho más de Volga acerca de estas cuestiones. O bien no disponía de más información, o no estaba dispuesto a contármelo.
—Tendrá que preguntárselo a su madre —repetía cuando insistí sobre el tema—. Es ella quien debe decirle lo que quiera. Quizá tenía motivos para no hablar hasta ahora.
Cuando mi paciencia y mi resistencia estaban casi agotadas, mi guardiana Svetlana regresó, gesticulando frenéticamente, desesperada por volverme a encerrar en mi habitación antes de que alguien nos pillara en el comedor. Antes de despedirnos, le di las gracias a Volga por lo que me había revelado. Escribí una breve nota a tío Laf para asegurarle que intentaría avisarlo cuando regresara a Viena. Añadía como explicación que lo apretado de mi agenda y la distancia entre la OIEA y Melk me habían impedido mantener mi promesa anterior.
De vuelta en mi habitación, no pude dormir, y no sólo debido al estómago vacío, el frío que reinaba en la habitación o el agotamiento mental. Antes al contrario, ese insomnio era consecuencia de un cerebro hiperactivo. Tenía muchas cosas importantes en las que pensar sobre esa estructura de errores, omisiones, mitos y mentiras que componían mi vida. Al llegar el amanecer, sin duda volverían a ponerme en acción las importunidades de la vida que llamarían de nuevo a mi puerta. Pero no estaría a punto para atender ninguna novedad hasta que hubiera reagrupado y averiguado dónde me encontraba en ese instante. Desde el momento en que Volga mencionó a mi madre como posible contendiente en liza, se me ocurrió que, al igual que sucedía con Hermione, Jersey no era sólo un nombre sino también un lugar; un lugar, si la memoria no me fallaba, con bastantes piedras celtas erigidas como para habilitarlo como punto clave en el misterioso entramado del poder. Y me había servido para darme cuenta de que todo ese tiempo podía haber estado mirando en la dirección equivocada: hacia abajo en lugar de hacia arriba. Los constructores antiguos que diseñaron las pirámides de Egipto o el templo de Salomón no necesitaban mapas ni compases para emplazar sus estructuras. A lo largo de un período de miles de años usaron el mismo instrumental tanto para navegar por los desiertos como por los océanos. Constituía también lo único que necesitaban para señalar puntos precisos de la tierra: la bóveda celeste con sus estrellas pintadas en la noche. Así que de nuevo, historia, misterio y mitología me conducían hacia un punto clave, a la vez que me indicaban la dirección adecuada. Hacia las estrellas.
Pero antes de acostarme, rebusqué una botella de agua mineral para lavarme los dientes y observé en el fondo del bolso la Biblia que había tomado para ir a Sun Valley. Al verla recordé una conversación que había mantenido con Sam bajo las estrellas una noche antes de marcharme a la universidad. Aunque no podía saberlo entonces, fue la última vez que vi a Sam hasta el fin de semana anterior, en la cima de otra montaña de Idaho. Saqué la Biblia del bolso, la dejé sobre el borde agrietado de porcelana del lavabo y hojeé las páginas hasta que encontré el libro de Job. Oía la voz de Sam en mi interior…
—¿Recuerdas la historia de Job? —me preguntó mientras contemplábamos juntos el cielo nocturno.
Parecía un comentario extraño para alguien que no leía la Biblia. Todo lo que yo sabía era que Yahvé le había hecho un flaco favor a Job al dar a Satán carta blanca para torturar al «siervo de Dios» como le complaciera; parecía bastante cruel, y eso fue lo que le dije a Sam.
—Sin embargo, a pesar de la prueba que soportó, curiosamente al final Job sólo tuvo una confrontación real con Dios —afirmó Sam—. Le hizo una pregunta famosa: «¿Dónde se encuentra la sabiduría y dónde está el discernimiento?» ¿Recuerdas lo que responde Dios a la sencilla petición de discernimiento que le hace Job?
Cuando dije que no con la cabeza, Sam me cogió la mano con la suya, levantó la otra y trazó un círculo con ella para incluir todo el firmamento, la disposición centelleante de estrellas que había permanecido tan remota e inmutable durante millones de años.
—Ésa fue la respuesta que recibió Job —me contó Sam—. Dios llega en medio de una tormenta terrible y página tras página enumera todos sus logros. Lo ha creado todo, desde el granizo a los caballos, pasando por los huevos de avestruz, por no mencionar el propio universo. Job no consigue decir nada ante tal grandilocuencia, ni creo que lo desee en ese momento, después del trance por el que acaba de pasar. El comportamiento de Dios en esa ocasión parece incomprensible y los filósofos lo han estudiado durante miles de años. Pero yo diría que he encontrado una pista interesante…
Sam me miró bajo la luz de las estrellas con sus ojos gris pálido y citó:
—«¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?… ¿Quién fijó sus dimensiones o quién ha tendido sobre ella una cuerda?… ¿Dictas tú las leyes de los cielos o estableces su influjo sobre la tierra?»
Cuando no hice comentario alguno, añadió:
—Es una respuesta bastante concreta para una pregunta bastante concreta, ¿no crees?
—Pero lo que Job preguntaba era dónde se encontraba la sabiduría —indiqué—. ¿Cómo responde a eso vanagloriarse de la creación del mundo?
—Eso es lo que ha confundido a los sabios y filósofos de todos los eones: ¿Qué quería decir Dios? —concedió Sam con una sonrisa—. Pero como dijo mi poeta filósofo favorito, «al final los filósofos se van siempre por la misma puerta por donde entraron». Por otra parte, para los que saben leer un mapa de carreteras, sugiero que lo que Dios contesta es una respuesta. Piénsalo. Es como si Dios dijera que las coordenadas dibujadas en el firmamento sirven de guía hacia la sabiduría terrenal: «Así en la tierra como en el cielo». ¿Lo entiendes?
Quizá no lo entendiera entonces, pero ahora me parecía que sí. Si el emplazamiento de unos lugares santos respecto a los otros seguía la pauta de las constelaciones, era incluso posible visualizar cómo a lo largo del tiempo el mapa celestial se había ido convirtiendo en el mapa de la tierra que, a su vez, conectaría la geografía con el significado arquetípico de las constelaciones celestiales: tótems, altares y dioses.
Y también comprendí algo más: sólo me quedaban tres horas de sueño antes de averiguar qué relación guardaba todo eso con la Unión Soviética, la energía nuclear y Asia central. Pero por primera vez empezaba a notar que la urdimbre y la trama estaban unidas para formar un diseño.
Wolfgang me llamó por el teléfono interior a tiempo para que los dos mantuviéramos una breve conversación antes de nuestra reunión de las nueve con los científicos nucleares soviéticos. Lo encontré solo en un rincón del comedor donde unas horas antes me había entrevistado con Volga, sentado en el extremo de una de las mesas largas, de espaldas a la pared. Crucé por las filas de hombres de negocios rusos, vestidos con trajes negros que no les sentaban demasiado bien y agrupados para tomar bols de cereales calientes y beber café en silencio. Cuando Wolfgang me vio, dejó la servilleta en la mesa y se levantó para que me sentara a su lado. Me sirvió un poco de café caliente pero, al hablarme, su tono era sorprendentemente frío.
—No creo que entiendas del todo nuestra posición en Rusia —dijo—. No es habitual que inviten a occidentales para comentar un tema tan delicado y ya te expliqué que vigilarían nuestro comportamiento. ¿En qué pensabas para tener una cita secreta por la noche en el hotel? ¿Quién era?
—Fui la primera en sorprenderme cuando apareció. Ya llevaba puesto el pijama —le aseguré—. Era el ayuda de cámara de tío Laf, Volga. Mi tío estaba preocupado porque ni siquiera lo telefoneé cuando estuve en Viena. Debería haberlo llamado.
—¿Su ayuda de cámara? —soltó Wolfgang, incrédulo—. Pero me dijeron que estuvisteis horas juntos, ¡hasta casi el amanecer! ¿Se puede saber qué te dijo para estar tanto rato?
No estaba segura de lo que quería que Wolfgang supiera de la charla de la noche anterior y no me gustó su tono. ¿No era bastante que me hubiera pasado una semana durmiendo poco y me quedara ayer sin cenar para que luego me encontrara con un tercer grado a la hora del desayuno? Así que cuando una mujer bigotuda trajo a la mesa una sopera y una cestita con pan, me serví un cucharón de copos de avena calientes, me puse un trozo de tostada en la boca y no respondí. Con el estómago lleno, me sentí algo mejor.
—Lo siento, Wolfgang, pero ya sabes lo que opina de ti tío Lafcadio —expliqué—. Estaba muy preocupado al saber que tú y yo estábamos juntos y solos en Viena. Cuando no tuvo noticias mías, llamó incluso a la oficina, en Idaho, para intentar averiguar lo que había sido de mí.
—¿Llamó a tu oficina? —me interrumpió Wolfgang—. ¿Pero con quién habló?
—Con mi casero, Oliver Maxfield. Se conocen —dije—. Había algunas cosas que Laf quería comentarme. Lo intentó primero en Sun Valley y después en Viena, sin éxito. Por eso envió a Volga a verme.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Wolfgang despacio, mientras sorbía el café.
—Asuntos de familia —comenté—. Muy personales.
Observé el bol de cereales, ya casi helados. La noche anterior había aprendido que nunca se sabe cuándo recibiría la siguiente comida, así que me tomé otro bocado. Lo hice bajar con un poco de ese café amargo. No sabía muy bien cómo decir lo que quería, de modo que lo solté tal cual:
—Wolfgang, cuando vayamos a Viena, en lugar de volar directamente de vuelta a Idaho, quiero desviarme, sólo un día. —Guardé silencio y me miró—. Quiero que me conciertes una cita para conocer a tía Zoé en París.
Después del desayuno nos recogieron delante de la encantadora penitenciaría que ahora llamábamos hogar, en una furgoneta que recordaba un tanque con ventanas. Llevaba un conductor y una nueva «acompañante» femenina del Intourist que se aseguraría de que íbamos donde se suponía. Para refrescarme la memoria, saqué el archivo de la OIEA y comprobé la agenda y el mapa adjunto.
La primera reunión de la mañana era a una hora de Leningrado, en dirección al Báltico: la central nuclear de Sosnovy Bor, cerca del palacio veraniego de Catalina la Grande, donde visitaríamos lo que en América llamaríamos un reactor comercial, de los que producen electricidad para el consumo público.
Por el camino, se me ocurrió que era la primera vez desde San Francisco que me libraba de la llovizna, la niebla, el hielo y la nieve, y podía ver con libertad el paisaje que me rodeaba. A lo largo del río se veía el Ermitage, una sombra brillante de color verde guisante que se reflejaba invertido en el Nevá, como la ciudad legendaria de Kítezhe mencionada por Volga, sumergida en las profundidades hasta el último día, en que volverá a emerger por encima de las aguas. Unas nubes esponjosas flotaban a través del cielo turquesa. La arquitectura esquelética de los árboles que bordeaban la carretera, con las ramas cubiertas con diamantes de la lluvia de la noche anterior, eran signo del invierno, pero la tierra estaba húmeda y desprendía una rica fragancia de vida que entraba por las ventanillas medio abiertas de la furgoneta.
Esa mañana, de buenas a primeras, mientras un grupo de ingenieros y físicos impecables con nombres como Yuri y Boris nos guiaba por la inmensa central de Sosnovy Bor, descubrí con gran interés el motivo exacto que había impulsado a la Unión Soviética a invitarnos. Ese mes de abril, durante una visita a Londres, Mijaíl Gorbachov, quizás entusiasmado por el espíritu de la glasnost y la perestroika, había sorprendido a todo el mundo al anunciar la decisión de la Unión Soviética de interrumpir de forma unilateral la producción de uranio muy enriquecido que se usa en las cabezas nucleares y de cerrar algunos reactores soviéticos de producción de plutonio. Esa tarde, durante mi primera inmersión en el principal gabinete estratégico soviético, el Instituto de Física Nuclear de Leningrado, la historia empezó a adquirir una escala importante. En otra de esas inacabables reuniones informativas que tanto les gustan a los científicos nucleares de todo el mundo, el director del instituto, un tal Yevgeni Molotov, un hombre atractivo si bien algo chupado de cara que guardaba un parecido inquietante con Bela Lugosi, nos informó de los detalles.
Empezaba con la misma lucha a la que Volga Dragonoff había aludido la noche anterior, una contienda librada durante los últimos dos milenios y que seguía viva hoy en día. La parte del mundo implicada, una vez más Asia central, había perdido parte de su misterio en el proceso. Los británicos, junto con los rusos y otros, habían emprendido ese tira y afloja durante los pasados quinientos años y lo habían bautizado con un nombre. Lo llamaban el Gran Juego.
EL GRAN JUEGO
A lo largo de la historia del saber humano, han existido dos concepciones relativas a la ley del desarrollo del universo: la concepción metafísica [idealista] y la dialéctica [materialista], que constituyen dos puntos de vista opuestos del mundo. [En el materialismo dialéctico], la causa fundamental del desarrollo no es externa sino interna, que radica en la contradicción de la cosa en sí.
MAO ZEDONG
Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y no se llegarán a encontrar.
RUDYARD KIPLING
Oriente nos ayudara a conquistar Occidente.
VLADÍMIR ILICH ULIANOV (Lenin)
Iván III de Rusia, descendiente de Alejandro Nevski, conmocionó por primera vez en más de doscientos años la situación al negarse a pagar el tributo de la Horda de Oro en 1480. Poco antes de que Iván se liberara del yugo mongol, Constantinopla había cambiado también de dueños al caer en manos turcas. Iván se casó con Zoé, la única sobrina del último emperador cristiano de Bizancio. Cuando Constantinopla obró en poder de los turcos, se atribuyó a sí mismo la corona espiritual de cabeza de la Iglesia oriental y de defensor de la fe.
Esa astuta boda política entre la Iglesia y el Estado tuvo lugar en lo que sería un importante momento histórico para Europa occidental: el año 1492, cuando Colón zarpó hacia tierras desconocidas y los Reyes Católicos expulsaron a los moros y los judíos de España, lo que acabó con setecientos años de fusión de las culturas meridional y oriental, y volvió el rostro de Europa hacia el oeste. Eso señaló el principio del fin del sistema feudal y encendió la llama del nacionalismo, que conllevó una oleada de expansión colonial.
Una isla del norte fue algo lenta a la hora de lanzarse a este juego de acaparar tierras. La reina Isabel I no fundó oficialmente la Compañía Inglesa de las Indias Orientales hasta el 31 de diciembre de 1600. La creó para competir con los holandeses, quienes ya lo hacían con los españoles y los portugueses y habían conseguido acaparar el monopolio casi absoluto del comercio de especias con Malaysia y las islas de las Especias. Al cabo de cincuenta años, las compañías comerciales colegiadas de las Indias habían aparecido también en Dinamarca, Francia, Suecia y Escocia. La «joya de la corona» de Inglaterra era la India, con su gran cantidad de tesoros, unos recursos naturales que parecían inagotables y los puertos de aguas cálidas. Pero entonces los rusos ya se habían percatado también de esas ventajas.
Hasta las muchas reformas de Pedro el Grande en el siglo XIII, los pueblos rusos tenían un aspecto más asiático que europeo, con sus vestimentas largas, los cabellos y las barbas sin cortar, las mujeres recluidas y los exóticos ritos religiosos. Aun así, con su temor paranoico a quedar rodeados de nuevo como durante los «siglos perdidos» de dominación mongola, esos feudos antes en retroceso lograron expandir sus fronteras al impresionante ritmo de treinta mil kilómetros cuadrados al año. Dos siglos después de la muerte de Pedro, en 1725, habían absorbido casi toda la gran variedad de culturas en una franja de varios miles de kilómetros a la redonda, de modo que habían avanzado por el este a través de Siberia hasta llegar al mar de Bering, y también por el oeste, donde se habían apoderado de todo o de las partes manejables de Lituania, Polonia, Finlandia, Letonia, Estonia, Livonia, Carelia y Laponia.
Una Gran Bretaña atemorizada extendió su influencia hacia el norte y el este, hacia Punjab y Cachemira, y se anexionó Birrhania, Nepal, Bhután, Sikkim y Baluchistán, y realizó incursiones importantes en Afganistán y el Tíbet. Ocupó Egipto y Chipre, y la Compañía Inglesa de las Indias Orientales fue disuelta. Victoria, coronada emperatriz de la India, disponía de un imperio donde nunca se ponía el sol.
Como contrapartida, al principio de la Primera Guerra Mundial, Rusia se expandió hacia el sur y el oeste y tomó posesión de Ucrania, el Cáucaso, Crimea y el Turkestán occidental, la actual Asia central, hasta llegar a la frontera entre la India y Persia. Entonces, dos imperios que habían estado separados por miles de kilómetros contaban con fronteras que, en algunos lugares, se encontraban a unos pocos kilómetros de distancia.
La Revolución Rusa no puso fin al expansionismo de ese país. Cuando Lenin hizo un llamamiento a las masas del mundo para que se levantaran contra los colonialismos opresores, dirigía su atención a la India en concreto, y animaba a los colonizados a deshacerse del yugo (británico) de la esclavitud imperial. Pero, como pronto quedó demostrado, los mismos bolcheviques no tenían demasiadas intenciones de ofrecer la autonomía a las posesiones coloniales que Rusia había adquirido a lo largo de cuatro siglos de imperialismo. Las regiones que intentaron separarse durante las posteriores guerras civiles y las insurrecciones campesinas fueron puestas en cintura con rapidez.
En 1922, cuando se creó la Unión Soviética, estaba formada por las repúblicas de Bielorrusia (Rusia Blanca), Transcaucasia (Georgia, Armenia y Azerbaiján), Ucrania y la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, que incluía más o menos el resto. Sólo más tarde, cuando la anterior Turkestán, básicamente islámica, solicitó convertirse en una república separada e independiente, se trazaron fronteras artificiales que la dividieron no en uno, sino en cinco estados basados en «nacionalidades étnicas». Esa decisión fue tomada en 1924, el año en que Lenin murió y Iósiv Stalin lo sucedió para mantenerse durante los siguientes treinta años como la mano dura del Partido Comunista.
A partir de 1939, la URSS «pacificó y absorbió» todo o parte de Polonia, Checoslovaquia, Rumania, los estados bálticos de Letonia, Estonia y Lituania y porciones de Alemania y Japón.
Casi no necesitaba que Yevgeni Molotov, del Instituto de Física Nuclear de Leningrado, me pusiera al corriente del resto. Tras la Segunda Guerra Mundial, el nombre del juego había cambiado pero los jugadores seguían siendo los mismos: ahora se llamaba Guerra Fría. El nuevo juguete que todos los jugadores clave poseían era un «artefacto» nuclear. La estrategia diplomática tomaba como modelo el «juego del gallina», en que dos coches corren uno en dirección al otro con el acelerador a fondo. El conductor que se desvía primero para evitar el choque es el perdedor, el gallina. Y Estados Unidos había acelerado mucho más que nadie. La única diferencia que percibía entre la versión automovilística de este juego y la de la Guerra Fría era que, en la primera, había una posibilidad remota de que alguien ganara.
En la semana de reuniones que teníamos programadas, Wolfgang y yo cruzamos una amplia parte del centro de Rusia, donde visitamos instalaciones y nos reunimos con grupos y personas que trabajaban en diversos ámbitos del campo nuclear. Descubrí que la máxima preocupación del Gobierno soviético no consistía en la seguridad operacional de las centrales nucleares sino en algo que me encontraba en una posición excepcional para tratar: la seguridad de los materiales nucleares, en especial de los reciclados a partir de combustibles y armamento. La mayoría de ellos, en el caso de la Unión Soviética, se situaba fuera de la república federal rusa. Ahí es donde yo encajaba.
Durante casi cinco años, Oliver y yo habíamos elaborado una base de datos diseñada para localizar, clasificar y controlar los residuos transuránicos, tóxicos y peligrosos, producidos por divisiones del Gobierno de EE. UU. y otras industrias relacionadas. El proyecto incluía a muchos grupos de todo el país y del mundo, y todos compartíamos nuestra pericia en una versión yanqui de glasnost y perestroika. Estábamos en contacto informático con la OIEA y con las bases de datos desde Monterrey a Massachusetts que controlaban el comercio de materiales, equipo y tecnología nucleares. Pero nuestros esfuerzos empezaban tan sólo a explorar la superficie de una herida muy profunda.
Pronto averigüé que el secretismo y desconfianza de la Guerra Fría, ahora en período de retroceso, había dejado unas cicatrices difíciles de eliminar, sobre todo en la Madre Tierra. Las historias terribles se multiplicaban: durante años el lema del ámbito nuclear había sido: «Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha». El ejército enterraba los residuos en zonas después edificadas; los residuos líquidos de los reactores se inyectaban en los acuíferos, ríos y demás. Pero por lo que vi, nuestros antecesores industriales y militares occidentales parecían hermanitas de la caridad en comparación con sus homólogos rusos de los pasados cuarenta años.
Mientras nosotros llevábamos tiempo discutiendo sobre cómo localizar y desenterrar residuos, por no mencionar qué debíamos hacer con ellos una vez encontrados, en la semana en que viajamos por Rusia me enteré de que los soviéticos disponían de bombarderos Satán ICBM y Bear H, así como millares de cabezas nucleares estratégicas. Contaban con numerosas instalaciones de almacenaje para las unidades de combustible gastadas; plantas de difusión gaseosa y de separación isotópica por láser para el enriquecimiento de uranio; minas a cielo abierto y fango de lavado, y filtraciones in situ de depósitos de uranio a gran profundidad. Al parecer se practicaba el vertido de tritio y de circonio al Ártico y al Pacífico desde hacía décadas.
La industria nuclear soviética proporcionaba empleo a unas novecientas mil personas y por lo menos diez ciudades se dedicaban en exclusiva a esta actividad. Existían más de ciento cincuenta centros donde se usaban o producían materiales fisibles, y el proyecto de doblar el número de reactores comerciales en los próximos veinte años. Y eso era sólo el principio.
El problema que suponía el mayor pincho bajo la silla de montar, como diría Oliver, era Asia central, la zona llamada Ortya Asya en las lenguas turcas de la región, que comprendía las cinco repúblicas, principalmente islámicas, de Kazajstán, Kirguizistán, Uzbekistán, Tadzhikistán y Turkmenistán. Cuando Karl Marx afirmó que la religión era el opio del pueblo, olvidó lo profundo que circulaba esa droga por las venas de la humanidad y que la retórica nunca había servido de antídoto. Los diez años de guerra de agresión rusa contra su vecino islámico Afganistán, el «Vietnam ruso», sólo sirvió para exacerbar ese antiquísimo cisma entre el espíritu y la materia.
Para avivar aún más el fuego del fundamentalismo, el nombre ruso para esa misma región, Sredniya Aziya, se refería a sólo cuatro de las repúblicas y excluía Kazajstán que, con su elevado porcentaje de población de origen étnico ruso, se consideraba parte de Rusia. Los centros de pruebas nucleares de la Unión Soviética se encontraban en Kazajstán, fronteriza con Xinjiang, el antiguo Turkestán chino, con su propia población islámica, donde desde 1964 se habían desarrollado las pruebas nucleares chinas en pleno desierto, en Lob Nor. Toda la zona era un auténtico polvorín.
Las operaciones rusas fuera de la URSS tampoco tenían mejor aspecto. Existían arsenales de armas, minas y centros de producción de combustible en Checoslovaquia y Polonia. Desde la década de los setenta, la Unión Soviética había proporcionado combustible nuclear a países como Egipto, India, Argentina, Vietnam, así como uranio muy enriquecido a los reactores de investigación de Libia, Iraq y Corea del Norte. Aun así, no había un solo control aduanero en toda la Unión Soviética que se encargara de medir de forma regular el nivel de radiación de los barcos.
Teniendo en cuenta todo esto, no se requería una imaginación demasiado fértil para adivinar por qué los rusos andaban sobre ascuas. Era obvio que la pericia de Occidente les llegaba como agua de mayo.
Y cuando se trataba de reforzar diques que hacían agua, mi filosofía había sido siempre mejor tarde que nunca.
La mítica Pandora había abierto su caja legendaria hacía tanto tiempo, que la moraleja de su relato parecía haberse perdido. Puede que vertiera al mundo todos los males que un Zeus vengativo había soñado. Pero como Sam había dicho, quizás interpretábamos mal los mapas. Al fin y al cabo, hubo algo que se quedó en la caja sin salir jamás de ella: la esperanza. Si se miraban las cosas desde una perspectiva distinta, quizá la esperanza seguía aguardándonos dentro de la caja. Yo al menos confiaba en ello.
Acordamos con nuestros colegas soviéticos de la industria nuclear que participaríamos en el nuevo espíritu de compartir los problemas. Y es que con la reciente atmósfera de apertura y cooperación, en los últimos tiempos los científicos soviéticos obtenían permiso para cruzar el telón de acero, a diferencia de lo que ocurría en el pasado. Antes de que Wolfgang y yo abandonáramos el país, fijamos fechas para contactos de seguimiento y yo reuní incluso un puñado de esos objetos elitistas que me habían puesto en la mano toda la semana: tarjetas comerciales.
El aeropuerto de Viena estaba casi desierto a la hora en que nuestro avión llegó. Ya habíamos alcanzado el enlace por los pelos y nos daba miedo perder el vuelo. Pero el último avión hacia París se había demorado para efectuar unas reparaciones de poca importancia y el pasaje no había embarcado aún, así que facturamos las maletas. Mientras Wolfgang esperaba con los demás el autobús que nos llevaría a la pista, fui a llamar a Laf como había prometido. Wolfgang me recomendó que no tardara mucho rato, porque podíamos salir en cualquier momento.
Esperaba que no fuera demasiado tarde para llamar, pero no me esperaba la que me iba a caer. Cuando el criado que me contestó encontró a Laf y le pasó la comunicación, oí:
—Por todos los santos, Gavroche, ¿dónde estás? ¿Dónde te habías metido? —estalló Laf, nervioso—. Te hemos estado buscando toda la semana. La nota que enviaste con Volga, ¿qué hacías en la abadía de Melk? ¿Por qué no me llamaste mientras estabas en Viena, o en Leningrado? ¿Dónde estás ahora?
—Estoy aquí, en el aeropuerto de Viena —le informé—. Pero mi vuelo a París saldrá en cualquier momento.
—¿París? Estoy muy preocupado por ti, Gavroche —comentó Laf y, de repente, me pareció sincero—. ¿Por qué vas a París? ¿Sólo por lo que te dijo Volga? ¿Has hablado antes con tu madre de esto?
—Jersey no creyó oportuno mencionarme nada de este asunto a lo largo de los últimos veinticinco años —señalé—. Pero si tú lo consideras importante, por supuesto que se lo comunicaré.
—Tienes que ponerte en contacto con ella antes de hablar con nadie en París —insistió Laf—. En caso contrario, ¿cómo sabrás qué debes creer?
—Puesto que ya no creo a nadie ni nada de lo que oigo —solté con sarcasmo—, ¿qué más da si me engaño a mí misma en Idaho, Viena, Leningrado o París?
—Muchísima diferencia. —Por primera vez noté a Laf enfadado de verdad—. Sólo intento cuidar de ti, Gavroche, y tu madre también. Tenía excelentes motivos para no confiarte antes estas cuestiones; lo hizo para protegerte. Pero ahora que Earnest y tu primo Sam están muertos… —Laf se interrumpió como si acabara de recordar algo. Luego, prosiguió—: ¿Con quién estuviste en Melk, Gavroche? ¿Fue con Wolfgang Hauser? —preguntó—. ¿Viste por casualidad a alguien más mientras estuviste aquí en Viena? ¿Alguien que no fuera tus colegas del trabajo, me refiero?
No estaba segura de lo que le quería contar a Laf, y mucho menos desde una cabina. Pero estaba tan harta de todo ese secretismo y conspiración, incluso en mi propia familia, sobre todo en mi propia familia, que decidí acabar con todo.
—Wolfgang y yo pasamos la mañana en Melk con un individuo llamado padre Virgilio —conté.
La línea quedó impregnada de silencio, de modo que añadí:
—La tarde anterior almorcé con un atractivo diablo que afirmaba ser mi abuelo…
—Ya está bien, Gavroche —me espetó Laf desde el otro lado de la línea en un tono que apenas reconocí como suyo—. Conozco a ese tal Virgilio Santorini; es un hombre muy peligroso, como supongo que tú misma descubrirás con el tiempo. En cuanto al otro, ese «abuelo» tuyo, sólo espero que acudiera a ti como amigo. No me cuentes más, no podemos comentarlo ahora, porque has tomado tantas decisiones equivocadas e insensatas desde que nos despedimos en Idaho que no sé qué hacer. Aunque hasta ahora no has cumplido nada de lo prometido, júrame otra cosa: que llamarás a tu madre antes de ver a la persona que tienes previsto visitar en París. Es de vital importancia, al margen de cualquier otra decisión insensata que quieras tomar.
No sabía muy bien qué decir. Admito que estaba apesadumbrada; no había oído nunca a Laf tan disgustado. Pero entonces sonó la primera llamada de nuestro vuelo en alemán.
—Lo siento, Laf —susurré bajo el ruido de fondo de los altavoces—. Llamaré a Jersey en cuanto baje del avión en París, te lo juro.
El teléfono se quedó en silencio mientras seguía el barullo de los altavoces que repetían la llamada del avión primero en francés y después en inglés. Wolfgang asomó la cabeza por las puertas de cristal de la sala de espera y empezó a gesticular frenéticamente en mi dirección, pero en ese momento oí otra voz al teléfono. Era Bambi.
—Fráulein Behn —dijo—. Tu Onkel está tan triste por tu conversación que se ha olvidado de pasarte unos mensajes que tenía preparados. Uno es un correo electrónico que nos enviaron desde la oficina de Wolfgang. El otro es de tu colega Herr Maxfield. Ha llamado muchas veces esta semana; afirma que no te pusiste en contacto con él como pidió. Tiene un mensaje muy importante que darte. Envió un telegrama.
—Date prisa —rogué—, el avión está a punto de despegar.
—Te los leeré: son muy cortos —me informó—. El primero es de un lugar llamado Four Corners en América y dice: «Fase de investigación completada. Ten mucho cuidado con el archivo K. Datos sospechosos».
Sabía que lo único que había en Four Corners, un lugar remoto en el desierto del suroeste, eran las ruinas de las poblaciones anasazi. El mensaje de Sam me informaba de que, según lo que había averiguado en sus investigaciones en Utah, no me fiara de los «datos» procedentes de Wolfgang «K» Hauser. Eso tenía bastante mala pinta. Pero el telegrama de Oliver era peor. Decía:
El Tanque tomó el siguiente vuelo al tuyo en dirección a Viena; sigue ahí. Quizá tú perdiste más que yo en nuestra lotería. Jason está muy bien y te manda recuerdos. Mi jefe Theron también. Recuerdos, Oliver.
Eso era impactante: la única buena noticia era que mi gato estaba bien. En cambio no era nada bueno que mi jefe, el Tanque, me hubiera seguido hasta Viena. Eso suscitaba el espectro de algo que, durante toda la semana pasada en Rusia, me había dado vueltas por la cabeza. La advertencia de Sam no hacía más que confirmarlo.
Wolfgang decía la verdad al admitir que yo había visto al padre Virgilio antes de conocerlo en la abadía de Melk. Como me señaló, había sido el día antes, en el restaurante donde el padre se disfrazó de ayudante de camarero para controlarme toda la tarde mientras conversaba con Dacian Bassarides. Ver a Virgilio desempeñar esas funciones podía explicar que, más adelante, me resultara vagamente conocido, pero no hasta tal punto. Luego me acordé de las respuestas evasivas de Wolfgang a mis preguntas sobre ese empleado misterioso llamado Hans Claus, cuyo nombre no dejaba de cambiar. Así descubrí la mentira.
Qué aliviado debió de sentirse cuando me pareció reconocer al padre Virgilio de espaldas esa noche en el viñedo. Pero en ese momento caí en la cuenta de que la persona que había visto alejarse de mí a la luz de la luna no era Virgilio sino alguien a quien había seguido muchas veces por los pasillos del complejo nuclear en Idaho, un personaje delgado que se movía con el paso dinámico de un boxeador entrenado y veterano de Vietnam. Sabía, sin el menor rastro de duda, que el hombre con el que Wolfgang había hablado de forma tan clandestina en el viñedo de Krems no era otro que mi propio jefe, Pastor Owen Dart.
Y eso me sugirió un montón de ideas sobre el posible significado de esa conexión. Para empezar, no podía pasar por alto que era Dart quien me había contratado cuando yo era una novata recién salida de la universidad, sin experiencia alguna, y me había asignado a esta misión con Wolfgang a mi regreso del entierro de Sam. Visto en perspectiva, con todos los demás datos, parecía más que oportuno.
También había sido Dart quien supuestamente había hablado con el Washington Post sobre mi «herencia», y quien había tenido la idea de enviar a Oliver deprisa a la oficina de correos a buscar mi paquete. Pastor Dart también había enviado a Wolfgang a perseguirme a través de dos estados hasta Jackson Hole y quien se había enfrentado a la seguridad federal para asegurarse de que me subiría a ese avión con Wolfgang. ¿Qué otra cosa podía significar, si el Tanque en persona había tomado el siguiente avión hacia Viena? Además, su encuentro secreto con Wolfgang, después de que hubiéramos ocultado los manuscritos, unido al mensaje de Oliver que indicaba que el Tanque seguía aquí en Viena, parecía tener implicaciones evidentes, aunque bien poco podía hacer al respecto yo sola esa noche.
Cuando embarcamos en el avión hacia París, algo frío y fuerte se estaba formando en mi interior. Traté de tragarme la amargura que sentía por la profundidad de la traición de Wolfgang hasta que pudiera llegar al fondo de ese lodazal de mentiras. Pero había algo más importante que no me atrevía a pensar, aunque sabía que debía hacerlo. Tenía un miedo terrible de averiguar lo que significaba el resto del mensaje de Oliver, la parte del final, porque podía ser lo más peligroso de todo.
Porque el hombre que había muerto en San Francisco en lugar de mi primo Sam se llamaba Theron, como el «jefe» de Oliver. Su nombre era Theron Vane.