EL TERRENO PERDIDO

Tales momentos, tales ojeadas concretas a grandes panoramas de lo inalcanzable…

expresiones del tipo domain perdu o el pays sans nom [describen] mucho más que cierto tipo de paisaje arquetípico o de perspectiva emocional… Primero captamos la paradoja negra que yace

en el corazón de la condición humana [cuando nos damos cuenta] de que la satisfacción del deseo

implica también la muerte del deseo.

JOHN FOWLES,

prefacio a El gran Maulines de Alain–Fournier

Sólo cuando Wolfgang y yo finalizamos el trayecto de dos horas al aeropuerto en el extremo opuesto de Viena, aparcamos el coche, facturamos las maletas, pasamos por la aduana y nos embarcamos en el vuelo hacia Leningrado, tuve la oportunidad de organizar todas mis notas mentales de lo que sabía del misterio de Pandora.

Me sentía como un participante en un concurso milenario, a la búsqueda de pistas dispersas a lo largo de continentes y eones. Pero lo que había empezado como una desconcertante serie de hechos inconexos se mostraba ahora como un sendero más claro que conectaba puntos geográficos en el mapa con animales totémicos, los animales con constelaciones del cielo y las constelaciones con dioses, cuyos nombres eran la clave. Así pues, mientras observaba por la ventanilla del avión Leningrado, esa ciudad acuática surcada de canales que ahora se extendía bajo nuestras alas, encontré adecuado que esta tierra en la que estábamos aterrizando tuviera como símbolo, mascota y animal totémico el oso ruso.

Por primera vez caí en la cuenta de que había estado en una gran cantidad de ciudades sin haberlas visto como sus habitantes, ni siquiera como los turistas. Porque dada la condición de Jersey y Laf como intérpretes de primera clase mundial, incluso en la Rusia de los momentos álgidos de la ahora decreciente Guerra Fría, sus viajes habían consistido siempre en una procesión interminable de limusinas con conductor y champán.

También mi padre, en las contadas ocasiones en las que lo había acompañado al extranjero, prefería encerrarse en las fortalezas amuralladas de los hoteles para conseguir el refugio que sólo el dinero puede comprar, como esa semana en San Francisco. Así que, si bien había presenciado las fachadas relucientes tejidas por la historia, el misterio y la magia de muchos puntos del planeta, me había perdido casi toda la suciedad, la monotonía y las incomodidades que ofrecen un retrato mucho más ajustado a la realidad.

Esa noche, Wolfgang y yo esperábamos bajo la lluvia en los peldaños de granito del aeropuerto de Leningrado, junto con más de un centenar de individuos sombríos del tipo bloque oriental para pasar de uno en uno por la aduana, montada en el interior del aeropuerto tras unos paneles de cristal. Entonces empecé a ver por primera vez una imagen totalmente distinta.

Ésa era la Unión Soviética que reflejaban los libros de estadística del Departamento de Estado como los que Wolfgang me había dejado; un país con una población que superaba en un treinta por ciento la estadounidense, que habitaba una superficie de más del doble, pero que subsistía con una cuarta parte de nuestra renta anual per cápita y producía sólo una tercera parte de nuestro producto nacional bruto per cápita, con un índice de natalidad bastante superior y una menor esperanza de vida.

Y Leningrado, la ciudad esplendorosa de Catalina la Grande y Pedro I, que había surgido sobre las aguas como una Venecia del norte, parecía ahora retroceder hacia los pestilentes pantanos de donde había sido arrebatada. Como sucedía con la mayoría de ciudades soviéticas, los habitantes de Leningrado se pasaban la vida haciendo cola y esperando en lo que, a ojos occidentales, era una contagiosa e inexplicable atrofia colectiva.

Habían pasado casi setenta y cinco años desde la revolución rusa y me preguntaba cuánto tiempo podía resistir un pueblo tan harto de su propia existencia el control sobre las creencias y unos métodos de represión con los que no estaba de acuerdo. Puede que nuestro viaje me respondería en parte esa pregunta.

En el aeropuerto nos recogió para llevarnos al hotel una mujer joven uniformada aunque de aspecto poco oficial que pertenecía al Intourist, un grupo que según se rumoreaba constituía la rama hospitalaria del KGB. De camino, Wolfgang insinuó de forma enigmática que el Gobierno soviético no aprobaría que un par de compañeros de trabajo solteros practicaran en sus instalaciones lo que él y yo habíamos practicado, y casi perfeccionado, la noche anterior en su castillo. Capté el mensaje pero no la idea global hasta que eché un vistazo al lugar.

El «hotel» con aspecto de barracón que nuestros anfitriones, el sector nuclear soviético, nos ofrecía gentilmente durante nuestra estancia, tenía todo el encanto de una penitenciaría federal de EE.UU. Tenía muchas plantas, todas idénticas, y largos pasillos con el suelo de linóleo gris iluminados por fluorescentes que, a juzgar por los ruiditos y los parpadeos, contenían los mismos tubos que el día que los instalaron.

Tras un repaso rápido a la agenda del día siguiente, me separaron de Wolfgang y una matrona de las tropas de asalto, que imaginé que se llamaría Svetlana, me acompañó a mi propia ala. Al llegar a mi boudoir de soir, me aseguró con un acusado acento que pasaría la noche de guardia en el piso de abajo, me enseñó tres veces cómo encerrarme con llave y esperó fuera de la puerta hasta oír que lo hacía.

Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un apetito voraz, ya que no había tomado nada desde los cruasanes con chocolate de la mañana. Rebusqué en el bolso hasta que encontré unos cuantos frutos secos y una botella de agua, engullí lo suficiente para acallar mi estómago hambriento, me desnudé en aquel cuarto húmedo, frío y tan poco agradable, saqué unas cuantas cosas de la maleta y me acosté.

Oí que llamaban bajito a la puerta. Eché un vistazo al reloj de viaje en el escritorio de la habitación fría y poco amueblada. No le había cambiado aún la hora, así que marcaba las diez y media, hora de Viena, lo que sería pasada la medianoche en Leningrado. Wolfgang me había dejado muy claro que la etiqueta soviética prohibía las escapaditas a hurtadillas con ánimo de juguetear un poco. Así que, ¿quién demonios podía ser a esas horas?

Me puse la bata sobre el pijama y me acerqué para abrir la puerta. Svetlana estaba al otro lado, con un aire tímido e incómodo que contrastaba con su anterior imagen de sargento. Lanzó una mirada a ambos lados y me mostró unos labios apretados, en lo que supuse que sería la versión soviética de una sonrisa.

—Pog favog —dijo en voz baja, casi de forma confidencial—. Pog favog, alguieng quiege hablag con vusted.

Gesticulaba hacia un lado con la mano, como si esperara de verdad que saliera al pasillo, abandonara mi poco confortable pero hasta cierto punto segura habitación, y la siguiera en mitad de la noche hacia una cita indeterminada.

—¿Quién es ese alguien? —Me cubrí con la bata hasta la barbilla mientras retrocedía un paso sin soltar el pomo de la puerta.

—Alguien —insistió en un susurro, mirando nerviosa a su alrededor—. Está muy uguente, tiene que hablag con vusted ahoga, enseguida. Pog favog, venga con mí, está abajo escalegas…

—No voy a moverme de aquí si no me dice quién quiere hablar conmigo —le aseguré mientras sacudía la cabeza enérgicamente para dar mayor énfasis a mis palabras—. ¿Sabe algo de esto el doctor Hauser?

—¡No, no tiene sabeg nada! —soltó, con un tono que sólo podía interpretarse, en cualquier lengua, como de auténtico miedo. ¿Qué demonios pasaba?

Svetlana se hurgó en el bolsillo y sacó una tarjeta de visita que me pasó por delante de las narices un breve instante antes de volverla a esconder. Apenas tuve tiempo de leer las dos palabras que llevaba impresas: Volga Dragonoff.

¡Dios mío, Volga, el ayuda de cámara de tío Laf! ¿Le habría pasado algo a Laf en los pocos días que habían pasado desde que nos vimos en Sun Valley? ¿Qué otra cosa podía estar haciendo Volga aquí para verse conmigo a medianoche en el norte de Rusia? ¿Cómo había entablado tanta amistad con la señora Llaves del Reino, hasta el punto de conseguir que se saltara las normas sólo por él?

Para empeorar las cosas, mi guardaespaldas soviética mostraba una actitud de lo más sospechosa. Sus ojos ansiosos se movían sin descanso y volvió a efectuar el gesto de «pog favog sigue a mí», con lo que me contagió el nerviosismo. A pesar de todo, decidí que lo mejor sería averiguar qué estaba pasando. Cogí las botas forradas de piel de al lado de la puerta, me las puse, me coloqué el abrigo encima de la bata, salí al pasillo y dejé que Svetlana cerrara «oficialmente» la puerta a mis espaldas. Mi aliento formaba nubéculas a la luz tenue de los fluorescentes mientras la seguía por el pasillo. Me puse los guantes mientras bajábamos los dos tramos de escaleras.

Volga me esperaba en el vestíbulo, envuelto en un abrigo grueso y oscuro. Cuando avancé para saludarlo y fijé la vista en su rostro curtido y sobrio que nunca sonreía, me di cuenta de que en los veinte años y pico que conocía a ese hombre, ayuda de cámara, factótum y compañero inseparable de mi tío, no habríamos intercambiado más de unas veinte palabras, lo que confería mayor extrañeza si cabe a esa inesperada cita. Volga inclinó la cabeza, consultó el reloj y dijo unas palabras en ruso a mi acompañante, quien cruzó el vestíbulo, abrió una puerta, encendió unas cuantas luces y nos dejó solos. Volga sostuvo la puerta para que yo entrara primero y me siguió. Se trataba de un comedor inmenso, lleno de mesas largas dispuestas ya para el desayuno. Volga me acercó una silla, se sentó, se sacó un frasco del bolsillo y me lo ofreció.

—Beba esto. Es slivovitz mezclado con agua caliente; así entrará en calor mientras hablamos.

—¿Qué hace aquí en plena noche, Volga? —dije, aceptando el frasco, aunque sólo fuera para calentarme las manos—. No le habrá pasado nada a tío Laf, ¿verdad?

—Cuando no tuvimos noticias suyas ayer, ni tampoco llegó por la noche a casa del maestro en Viena como estaba previsto, se alarmó —explicó Volga—. Hoy le ha parecido conveniente contactar con su colega en Idaho, el señor Oliver Maxfield, en su oficina. Pero debido a la diferencia Horaria, ocho horas, era demasiado tarde cuando se ha enterado de que ya había salido de Viena en dirección a Leningrado.

—¿Y dónde está tío Laf, entonces? —quise saber. Tenía el estómago revuelto. Desenrosqué el tapón del frasco y tomé un trago del licor, que me hizo entrar en calor.

—El maestro deseaba venir en persona para explicar la urgencia de la situación —me aseguró Volga—, pero no tenía renovado el visado soviético. Como yo soy transilvano y el Gobierno rumano goza de un «pacto amistoso» con la Unión Soviética, he podido venir con un breve margen de aviso. He llegado con el último avión procedente de Viena, pero el procedimiento de entrada ocasiona un mayor retraso. Le pido disculpas, pero es que el maestro insistió en que la viera enseguida, esta misma noche. Le envía esta nota para confirmar mis palabras.

Volga me entregó un sobre. Mientras lo abría y desplegaba la nota, le pregunté:

—¿Cómo ha conseguido que esa sargento me dejara salir de la jaula para encontrarnos a estas horas de la noche?

—Por el miedo —dijo Volga, enigmáticamente—. Conozco a esta gente; entiendo muy bien sus maneras.

No comenté nada y leí la nota de Laf:

Querida Gavroche:

Que no vinieras me sugiere que prescindiste de mi consejo y que quizás ayer cometiste una locura. Sin embargo, te mando mi amor.

Por favor, escucha con mucha atención todo lo que Volga te contará, porque es muy importante. Debería habértelo comentado antes de que te fueras de Sun Valley, pero no quise hacerlo delante de la persona con la que llegaste y, luego, tuviste que partir de repente.

Tu colega, el señor Oliver Maxfield, me comenta que también quiere ponerse en contacto contigo. Me pide que te diga que necesita hablar contigo en privado de otro asunto, y cuanto antes.

Tu tío LAFCADIO

—¿Mencionó Oliver de qué quería hablarme? —pregunté a Volga, con la esperanza de que no le pasara nada a Jason, mi gato.

—Creo que era algún asunto de trabajo —comentó y añadió—: Tengo poco tiempo y mucho que contar. Y no me gustaría que cayera enferma por estar levantada tan tarde con este frío. Por lo tanto, empezaré sin más demora. Pero como las paredes rusas como estas que nos rodean suelen tener oídos, le ruego que no me haga preguntas hasta que haya terminado, y aun entonces, por favor, vaya con cuidado con lo que dice.

Asentí con la cabeza, seguí libando la bebida caliente que me había traído y me envolví más con el abrigo para que Volga empezara lo que a mi entender muy bien podía ser el discurso más largo de su recluida vida.

—Antes que nada —dijo—, debería saber que al principio yo no trabajaba para el maestro, sino para su abuela, la daeva. Me encontró cuando ella ya era una cantante famosa y yo, un chico huérfano a causa de la Primera Guerra Mundial que trabajaba para ganar algo de dinero por las calles de París.

—¿Pandora le acogió cuando usted era pequeño? —exclamé, sorprendida.

Además de Laf y Zoé, parecía una carga excesiva para una mujer joven que, si la edad que le atribuyó Dacian era exacta, debía de contar poco más de veinte años al final de la guerra.

—¿Y cómo llegó ella a París? —añadí—. Tenía entendido que vivía en Viena.

—Para comprender la naturaleza de nuestras relaciones, tengo que explicar algo sobre mí y mi gente —casi se disculpó Volga—. Forma parte de la historia.

De repente se me ocurrió que el pétreo Volga Dragonoff podía saber más, o por lo menos, sentirse más predispuesto a compartir lo que sabía, que el resto de mi reticente y desconfiada familia. Estar con él así a solas de madrugada en un comedor desierto y gélido podía acabar siendo mi mejor oportunidad para echar un vistazo bajo la tapa que lo cubría todo.

—Se ha tenido que tomar muchas molestias para venir, Volga. Estaré encantada de oír todo lo que me quiera contar —afirmé con gran sinceridad mientras me sacaba un guante y me soplaba los dedos para calentarlos.

—Nací en Transilvania, de donde era originario el pueblo de mi madre pero no el de mi padre —empezó Volga—. Mi padre era de una región triangular que abarca desde el monte Ararat, cerca de la frontera entre Turquía e Irán, hasta el Cáucaso georgiano y Armenia. En esta pequeña franja de terreno había florecido lo que hace un siglo era ya una especie de hombres en vías de extinción a la que mi padre pertenecía: los ashokbi, «bardos» o «poetas», entrenados para conservar en la memoria toda la historia y genealogía de nuestro pueblo, que se remontaba hasta Gilgamesh el sumerio.

»En la niñez de mi padre intervinieron varios personajes que mas adelante y durante muchos años se cruzarían en el camino de nuestra familia en momentos cruciales, y con la suya también. Cuando todavía era un niño, mi padre empezó sus estudios en Alexandropol bajo la tutela de un reputado ashokh, padre de un chico de la misma edad que mi padre. Ese hijo llegaría a ser el famoso esotérico Georges Ivanovitch Gurdjieff. Algunos años después, llegó otro chico de Gori, en Georgia, para quedarse junto con mi padre en la familia Gurdjieff. Se trataba del joven Iósiv Dzhugachvili, que se preparaba para un camino que pronto rechazó: el sacerdocio ortodoxo. Más adelante, Iósiv sería también famoso bajo su nuevo nombre de “Hombre de acero”: Stalin.

—Un momento, Volga —interrumpí, poniendo la mano enguantada en su brazo—. ¿Su padre se crió con Gurdjieff y Stalin?

Para ser sincera, tal como me iba la vida últimamente, que los antepasados de Volga superaran a mi familia en cuanto a originalidad me dejaba atónita.

—Puede que sea difícil de imaginar —dijo Volga—. Pero esa pequeña parte del mundo tenía una poderosa mezcla de, ¿cómo diría?, caldo de cultivo. Mi padre vivió ahí hasta casi los cuarenta años. Luego, durante la revolución de 1905, cruzó el mar Negro hacia Rumania, donde conoció a mi madre y nací yo.

—Pero la revolución rusa no se produjo hasta 1917 —señalé. Incluso yo sabía esa parte de la historia del siglo XX, o como mínimo, eso creía.

—Se refiere a la segunda revolución rusa —rebatió Volga—. La primera, en enero de 1905, se inició como una revuelta agraria y una huelga general que culminó en el Domingo Rojo, cuando el brutal programa zarista de rusificación de todos los pueblos sometidos llevó a una masacre que llevaba tiempo germinando. Mi padre se vio obligado a huir de Rusia. Sin embargo, como asbokh, jamás olvidó sus raíces.

»Cuando nací en 1910, en Transilvania, me bautizaron con el nombre de Volga, la denominación eslava para el río más largo de Rusia o de todo el continente europeo. Su nombre más antiguo era Rba, como Amón–Ra, el dios egipcio del sol. Pero el nombre tártaro para este río, Attila, significa hierro, de donde el azote de los dioses obtuvo su nombre…

—¿Se llama igual que Atila, rey de los hunos? ¿Como en el Nibelungenlied? —pregunté.

Recordaba esa parte de información de esa misma tarde. Los merovingios–nibelungos habían luchado contra Atila por la misma región que más adelante ambicionaría el oficial de la SS Heinrich Himmler, una conexión que parecía lo bastante importante como para seguirla. Me temblaban los dedos, y no sólo de frío. A pesar del alcance de mi apetito y cansancio, estaba realmente concentrada en la dirección que estaba tomando el relato.

—Correcto —confirmó Volga con una inclinación afirmativa de la cabeza—. Su abuela procedía de esa parte del mundo que, desde tiempos inmemoriales, todos querían poseer. Incluso ahora, esa lucha no ha cesado ni mucho menos. Durante los últimos cientos de años, alemanes, franceses, turcos, así como británicos y rusos han pugnado por las tierras que Gengis Kan, y antes que él mi tocayo Atila, había conquistado siglos atrás: Asia central. Una versión más reciente de esta lucha fue la que acabó con la vida de mi padre y nos unió a mí y a su abuela Pandora en París cuando yo sólo contaba diez años de edad.

—¿Se refiere a la lucha por Asia central? —solté mientras la imagen que empezaba a vislumbrar cobraba coherencia.

Tragué saliva con la garganta seca y decidí correr el riesgo. Aunque Volga no supiera de qué estaba hablando, a estas alturas yo tenía poco que perder.

—¿Sabe cómo se relaciona toda esta historia, geografía, mito y leyenda con mi abuela? —pregunté—. ¿Sabe de qué tratan sus manuscritos?

Volga asintió, pero ya no sonreía. Con sus siguientes palabras, comprendí por qué.

—Yo mismo fui educado desde niño como un ashokh —me informó—. Conocía la historia no escrita de nuestro pueblo. Cuando mis padres murieron en la Primera Guerra Mundial, durante la llamada crisis de los Balcanes, el mundo vivía una época de cambios constantes. A mí me acogió un grupo de gitanos que huían de la región; me ganaba la vida como los otros niños gitanos: pedía limosna. Los habitantes prerromanos de Transilvania se llamaban daci, o lobos, así que no me sorprendió que el hombre de entre veinte y treinta años que me adoptó en la tribu respondiera al nombre de Dacian. Era un violinista excelente y más adelante instruyó a un chico joven que recogimos en Salzburgo hacia finales de la guerra, llamado Lafcadio Behn.

Iba a decir algo, pero apreté los labios con firmeza y lo dejé continuar.

—Cuando Dacian empezó a entender para lo que me habían educado y que a pesar de mi juventud tal vez conocía una leyenda antigua que poca gente había oído nunca, dijo que tenía que viajar a Francia para conocer a su «prima» Pandora. Que tenía que contarle todo lo que sabía y que ella decidiría qué debíamos hacer.

—¿Y se lo contó cuando llegó? —dije, casi sin aliento.

—Pues claro que sí —afirmó Volga—. El mundo sería un lugar muy distinto hoy en día, como ya debe de imaginarse, si yo no hubiera conocido a su abuela cuando la conocí o si no hubiéramos aceptado todos ayudarla en su principal misión.

Me sorprendió que el sobrio Volga Dragonoff se inclinara hacia mí y me cogiera con firmeza las manos entre las suyas, igual que había hecho Dacian en Viena. Sus manos, bajo los guantes, eran fuertes y cálidas, y por primera vez desde hacía semanas aquel hombre me aportó una sensación de seguridad y confianza.

—Ahora le diré algo que no sabe nadie, quizá ni siquiera su tío —me contó—. Mi apellido, Dragonoff, no era el nombre de mi padre, que se llamaba Ararat, como el monte. Su abuela me lo comunicó como una especie de honor o de título. «Igual que el padre del rey Arturo, Uther Pendragon. Significa el que puede dominar y controlar todas las fuerzas del dragón todopoderoso que yace bajo la superficie de la tierra», me dijo.

—¿Por qué afirmó eso de usted? —pregunté con voz ahogada, casi en un susurro.

Volga me miró con sus ojos oscuros, como si pensara en algo remoto y lejano, demasiado borroso para que yo lo distinguiera.

—Porque le revelé lo que ahora le revelaré a usted —dijo por fin, sin que le pesara en absoluto. Enseguida dirigí la mirada hacia la puerta y él añadió—: No debe temer lo que pueda significar para los demás: sólo un iniciado percibe el alcance real de esta revelación.

—Pero yo no soy una iniciada de nada, Volga —le aseguré.

—Se equivoca —comentó con una media sonrisa—. Posee ciertas cualidades que su abuela tuvo en su día. Hace un instante ha encontrado un hilo común en pautas de la historia antigua, la leyenda medieval y la política contemporánea. La habilidad de establecer esas conexiones es una técnica necesaria para un ashokh. Pero la facultad innata no basta; también es preciso recibir el entrenamiento adecuado. Veo que los ha recibido hasta un nivel avanzado, aunque tal vez no sea usted consciente de ello. Veamos si no se siente capaz de detectar otro nivel oculto en el relato que voy a contarle.

LA HISTORIA SECRETA

Existió una vez un lobo azulado que había nacido con el destino determinado por el Cielo. Su compañera era un gamo hembra. Llegaron, pasaron por el Tenggis…

En el momento en que [su descendiente] nació, sostenía en su mano derecha un coágulo del tamaño de un nudillo. [Recibió] el nombre de Timuyin [herrero].

The Secret History of the Mongols,

trad. por FRANCIS WOODMAN CLEAVES

En las culturas nómadas como en las de las estepas, se considera que el cielo es un dios. El eje en el que pivota el universo es la estrella polar, en el extremo de la cola de la Osa Menor. Se afirma que el destino de un líder consiste en subyugar y unir las «cuatro esquinas», los cuatro cuadrantes de la humanidad en la tierra, que se corresponden con los cuatro cuartos del cielo nocturno.

La función más importante en el mundo nómada es la del herrero. Existe la creencia de que los dioses le enseñan directamente el oficio de fabricar las herramientas, las armas y los utensilios tan esenciales para esa ardua existencia. En tal sistema de creencias, todos los que nacen para ser líderes nacieron antes herreros; se les considera, como al griego Hefesto, medio magos, medio dioses. El largo gobierno de la dinastía mongola era conocida por los propios mongoles como la monarquía herrera.

En el año 1160, nació un personaje misterioso junto a un manantial de agua dulce cercano al río Onón, en las praderas de los nómadas mongoles. Según afirma la leyenda, sus antepasados eran un lobo azul y una hembra de gamo. Se llamaba Timuyin, que significa herrero, como Atila, que vivió con anterioridad, significaba hierro.

Cuando Timuyin tenía nueve años, su padre le preparó el matrimonio con una chica de una tribu vecina, pero durante el viaje de regreso de su padre, se detuvo a cenar en la estepa con algunos tártaros que lo envenenaron. Debido a su juventud, Timuyin y sus hermanos perdieron contacto con la tribu de su padre, que se marchó y abandonó a los muchachos y a su madre viuda en la miseria. La familia se retiró a la montaña santa de Burqan Qaldun, en el nacimiento del río Onón, donde buscaba alimento. Todos los días Timuyin rezaba a la montaña:

Oh, Tangri eterna, estoy armado para vengar la sangre

de mis ancestros… Si apruebas lo que hago, concédeme la ayuda de tu fortaleza.

Y Tangri le habló. Cuando Timuyin se hizo adulto y contrajo matrimonio con su prometida, consiguió unir a las tribus mongolas y reducir a sus enemigos, los tártaros, a una mera colección de huesos que decoraban los campos de batalla que dejaba a sus espaldas. Conquistó una tercera parte de China y la mayoría de la estepa oriental. Los chamanes revelaron a los pueblos mongoles que Timuyin estaba destinado a gobernar un día el mundo, a convertirse en el gran líder que uniría las cuatro esquinas, tal como había sido anunciado desde los albores del tiempo.

Y lo cierto es que a los treinta y seis años, tras muchas batallas victoriosas, Timuyin el herrero fue elegido el primer gran Kan que uniría todas las tribus bajo un tuq, o «estandarte». Su título como Kan fue Gengis, de la palabra uigur tengiz, que al igual que la tibetana dalai significa «mar». Sus seguidores se llamaron a sí mismos kok mongol, «los mongoles azules», por su poderoso protector, el dios del cielo Tangri. Se creía que el blanco estandarte mágico que seguían, con sus nueve colas de yac, estaba imbuido de poderes chamánicos y poseía un sulde, un alma o genio propios, que conducía a Gengis Kan y a los kok mongol hacia la conquista del sedentario mundo civilizado.

Más adelante se afirmó que, desde el momento en que nació, se había dispuesto que bajo Gengis Kan, Oriente y Occidente se entrelazarían como la urdimbre y la trama de un complejo tapiz, anudado de forma tan inextricable que sería inseparable en el futuro. Antes de que hubieran terminado, el imperio mongol se extendía desde los cursos fluviales del centro de Europa hasta el océano Pacífico. Gengis Kan había hecho honor a su título de gobernante de los mares.

Había conquistado las tierras de los hindúes, los budistas y los taoístas, de los musulmanes, los cristianos y los judíos, pero conservó hasta el final su propia fe animista y su culto a ríos y montañas. Descartó los peregrinajes costosos y las luchas religiosas por lugares como La Meca y Jerusalén por considerarlos una estupidez, dado que el dios Tangri existía en todas partes. Declaró ilegales el bautismo y la ablución ritual, porque contaminaban la fuente sagrada de toda vida: el agua. Demolió grandes extensiones de China e Irán, arrasando todo vestigio de civilización anterior, incluida la vida humana y animal, el arte, la arquitectura y los libros. Despreciaba la decadencia de la vida en las ciudades y quemó amplias zonas de terreno cultivado para devolverles la apariencia de esas tierras esteparias, limpias y áridas, en las que tan cómodo se sentía.

Aunque analfabeto, Gengis era consciente del poder de la palabra escrita. Ordenó que redactaran en forma de ley su propio código moral y lo aplicó con tal rigor que se afirmaba que mientras él vivió, una virgen con una fuente de oro en la cabeza podía recorrer toda la ruta de la seda sin sufrir ningún ataque. Mandó codificar la historia y la genealogía de los mongoles en los sagrados libros azules que colocó en cuevas para que los encontraran las generaciones futuras. También analizó y registró con detalle la sabiduría antigua de los chamanes, magos y sacerdotes de todas las tierras que conquistaba, y depositó asimismo el resultado en cuevas.

Se afirma que esos documentos, una vez unidos, proporcionan la clave de secretos remotos de un enorme poder; secretos de una naturaleza tan orgánica que, cuando se desentierren, demolerán las pretensiones de las actuales religiones «organizadas», que han cristalizado a lo largo de los siglos atrapadas en su propio dogma inextricable, en sus rituales y ritos petrificados.

Según se dice, lo que Gengis, el herrero que se convirtió en océano, ocultó en realidad en las cuevas es una tradición que transciende todas las fes y contiene la esencia de cada una de ellas. Quienes han deseado dominar ese poder han buscado esas grutas y su contenido hasta nuestros días.

Gurdjieff sostenía que había encontrado algunos de esos documentos antes de principios de siglo, cuando viajaba por Xinjiang y Tadzhikistán, en algún punto del Pamir. También estaba el famoso ocultista y estudioso de la magia negra británico Aleister Crowley, que posteriormente fue expulsado de Alemania e Italia por Hitler y Mussolini, dos hombres que temían la amenaza que esos conocimientos oscuros suponían para sus planes. En primavera de 1901, Crowley era el jefe de la expedición anglo–austriaca que intentó la primera ascensión al Chogori, o K2, en la frontera entre China y Pakistán, un intento fallido para encontrar esas cuevas.

Tras la revolución de octubre, primero Lenin y después Stalin procuraron recuperar esos territorios, que habían obrado en poder de los zares y se habían perdido durante la revolución rusa. Luego, en la década de los veinte, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, el místico ruso Nikolái Roerish oyó hablar de los documentos mientras viajaba por Mongolia, el Tíbet y Cachemira. También lo informaron de que estaban dispersados por Asia central, Afganistán y el Tíbet, y que cuando salieran a la superficie, las ciudades ocultas de Shangri La, Shambala y Agharthi emergerían. Pero existía otra ciudad escondida que se hundió bajo un lago misterioso cuando los mongoles invadieron Rusia por primera vez: Kítezhe, la ciudad rusa del Grial, que también surgirá de las aguas para dar comienzo a la transición hacia una nueva era…

Volga no podía haber dado más en el clavo al mencionar si yo sería capaz de encontrar un «nivel oculto» en la historia que me tenía que contar. Debió de observar ahora el efecto de lo que había dicho, porque de repente se interrumpió.

La historia de Kítezhe se narra en la famosa ópera de Rimski–Kórsakov. Jersey tenía el papel protagonista de lady Fevronia, salvadora de la ciudad, la última vez que visitamos Leningrado. Se trata del relato de dos ciudades, la primera destruida por el nieto de Gengis Kan en sus diez años de expoliación y saqueo de las tierras situadas entre el Volga y el Danubio, una conquista seguida por la supresión durante largo tiempo de Rusia, primero bajo las hordas mongolas y, después, bajo el reinado igualmente brutal de los turcos de Timur Lang.

Las esperanzas de la Rusia cristiana se mantuvieron vivas durante trescientos años hasta que Iván el Grande la liberó, a través del mito de la segunda ciudad, Gran Kítezhe. Las plegarias de lady Fevronia, una doncella inocente del bosque, otorgaron a la ciudad la protección de la Virgen María, que la cubrió con un lago a través de cuyas aguas cristalinas puede verse, pero no alcanzarse ni dañarse. De forma idéntica al Grial, a Kítezhe sólo pueden llegar los fieles como Fevronia, que aceptan el concepto de «vida sin tiempo» y que habitarán en la ciudad restaurada cuando emerja elevándose sobre las aguas como una nueva Jerusalén en los albores de una nueva era, como sucede al final de la ópera.

En este caso, sabía que la ciudad perdida no era un simple paisaje mental. En esa misma región, se acababan de descubrir ciudades perdidas de los jazares, que Stalin había sepultado bajo el agua mediante la reconducción de ríos. Eso desencadenó en mi interior una imagen que iba adquiriendo relieve: algo que parecía saltar con cada giro metafísico–metafórico–mítico–místico en esa persecución milenaria de los «objetos sagrados»; algo que tenía que ser la esencia de la verdad oculta de los manuscritos de Pandora.

—Todas esas leyendas, Kítezhe, Edda, Nibelungenlied, las sagas del Grial de Wolfram von Eschenbach y de Chrétien de Troyes, están relacionadas entre sí de algún modo, ¿verdad Volga? —comenté.

Volga asintió despacio, pero siguió observándome, así que proseguí:

—Entonces debe de significar algo que, a pesar de ser un puñado de leyendas, se sitúe en el contexto de muchos datos históricos verificables. Sin olvidar que, al parecer, todo el mundo anda buscando desde hace muchísimo tiempo los objetos, los lugares y los acontecimientos descritos en esos relatos, desde poderosos líderes políticos hasta místicos misteriosos.

Me pareció ver un brillo extraño en las profundidades de los ojos negros de Volga.

—Muy bien, ya lo tengo —anuncié y me levanté de golpe.

Todavía veía mi aliento en el aire, pero no me apetecía otro traguito de slivovitz todavía. Anduve arriba y abajo mientras Volga seguía sentado en silencio. Empecé a hablar:

—Nórdico, teutónico, eslavo, celta, semítico, indoeuropeo, ario, grecorromano, drávida, tracio, persa, arameo, ugarítico. Pandora averiguó cómo se relacionaban, ¿verdad? Por ese motivo dividió los manuscritos entre cuatro personas de una misma familia que nunca se hablaban entre sí, de modo que nadie los reuniera y descubriera lo que ella había visto.

Me detuve y fijé la vista en Volga, a sabiendas de que quizás había revelado demasiado de lo que sabía y de lo que no sabía. Al fin y al cabo, ¿no lo había enviado Laf a que me contara cosas, y no a la inversa? Pero cuando lo miré, Volga mostraba una expresión extraña.

—Hay una cosa muy importante en lo que acaba de decir, más importante que el resto —me indicó—. ¿Sabe cuál es?

Como resultaba obvio que yo estaba perdida, prosiguió:

—El número cuatro. Cuatro personas, cuatro esquinas, cuatro cuartos, cuatro grupos de documentos. El tiempo es fundamental porque se acerca el eón. Y usted no ha visto juntas todas las partes que reunió Pandora.

—Por lo que tengo entendido, nadie las ha visto —señalé.

—Por eso he venido a Rusia esta noche —concluyó Volga con cautela.

El corazón me latía con fuerza y opté por volverme a sentar despacio.

—En Idaho, no estaba preparada para aceptar esta misión que ahora veo en sus ojos. Espero que no sea demasiado tarde. Existe una persona que ha tenido acceso a todos los documentos durante muchos años, o como mínimo a las personas que los poseían. Aunque, como ha comentado usted, esas cuatro personas (Lafcadio, Augustus, Earnest y Zoé) no estaban en contacto entre sí, en cambio estaban en contacto con ella.

Lo miré sin dar crédito a mis oídos. Sólo podía estar hablando de una persona. Pero, entonces, gracias a Dios, recordé un detalle que hacía que la sugerencia fuera imposible.

—Es verdad que Jersey estuvo casada con mi padre, Augustus, y que después lo estuvo con tío Earnest —admití—. Y también que vivimos temporadas con tío Laf durante el período que medió entre ambos matrimonios, cuando yo era una niña. Pero Jersey no tuvo nada que ver con la horrenda tía Zoé, en París. Por lo que yo sé, ni siquiera se conocen.

Si las paredes rusas tenían oídos, sería preciso contar con un «iniciado» para traducir la respuesta de Volga.

—Siento tener que ser yo quien se lo diga, pero es bastante urgente que lo sepa —sentenció Volga con firmeza—. Su madre, Jersey, es hija de Zoé Behn.