EL REGALO

Donde mejor se intuye el peligro [para el que da y el que recibe es] en el derecho y el idioma germánicos antiguos. Eso explica el doble significado de la palabra regalo en todas esas lenguas: por una parte regalo y por la otra, veneno…

Este tema del regalo letal, el presente o el objeto que se convierte en veneno, es fundamental en el folclore germánico. El oro del Rin es mortal para el que lo conquista, la copa de Hagen resulta mortífera para el héroe que bebe de ella. Un millar de historias y leyendas de este tipo, tanto germánicas como celtas, siguen acechando nuestras sensibilidades.

MARCEL MAUSS,

The Gift

Cuando Prometeo robó el fuego de los dioses, como represalia] Zeus ordenó al legendario artesano Hefesto que creara un regalo: combinar suciedad y agua y formar una bella muchacha que fuera idéntica a las diosas inmortales… luego, Zeus ordenó a Hermes que la llenara de engaño y artimañas descaradas… Hermes llamó a esta mujer «Pandora»: la que da todos los regalos.

Epimeteo había olvidado que su hermano Prometeo le había advertido que nunca aceptara un regalo de manos de Zeus olímpico, que lo devolviera por si resultaba un malpara la humanidad. Pero Epimeteo aceptó el regalo. Sólo después, cuando el mal fue el suyo, lo comprendió.

HESÍODO,

Los trabajos y los días

Timeo Dañaos et dona ferentes. (Temo a los griegos, incluso a los que hacen regalos.)

VIRGILIO,

Eneida

Salí como un rayo de la oficina de correos, me subí al coche y me dirigí a toda pastilla al aeropuerto. Me detuve en el aparcamiento, bajé, agarré mis bártulos y crucé con rapidez el pavimento helado. Una vez dentro, busqué con desesperación las dos zonas de puertas. Al fondo, cerca de seguridad en la puerta B vi a Wolfgang gesticulando en medio de una acalorada discusión con uno de los auxiliares de tierra.

—Gracias a Dios —soltó aliviado en cuanto me vio, pero enseguida me di cuenta de que estaba enfadado. Se dirigió deprisa al auxiliar—: ¿Es demasiado tarde?

—Un segundo —respondió el hombre y descolgó el teléfono para llamar a la cabina. Desde detrás, Wolfgang me observaba enojado. El hombre escuchó y luego asintió—. Aún hay la escalera, pero será mejor que se den prisa en subir, amigo —nos dijo finalmente—. Tenemos un horario que cumplir.

Pasó las maletas por el escáner y nos cortó los billetes. Corrimos por la pista y subimos los peldaños de metal. En el mismo instante en que nos abrochábamos los cinturones de seguridad, el avión empezó a moverse.

—Espero que tengas una buena excusa —comentó Wolfgang mientras nos dirigíamos hacia la pista de despegue—. Sabías que no había otro vuelo hacia Salt Lake en tres horas. Me he pasado la última media hora hablando sin parar para convencerlos de que retuvieran el avión; ¡podríamos haber perdido los enlaces! ¿En qué estabas pensando?

El pulso, todavía desbocado por la carrera, me martilleaba en los oídos; respiraba agitadamente; apenas podía hablar.

—Verás… tuve que hacer… un recado importante… de camino.

—¿Un recado? —soltó Wolfgang, incrédulo.

Iba a añadir algo más pero entonces los motores empezaron a acelerar para el despegue. Seguía moviendo los labios, así que le indiqué que no lo oía. Se volvió enfurruñado, sacó unos papeles del maletín y los repasó mientras el avión aceleraba por la pista y se elevaba. No volvimos a hablar en los cuarenta minutos que duró el viaje, tranquilo pero ensordecedor, hasta Salt Lake. Me convenía. Tenía mucho en que pensar.

No había duda de que el paquete que contenía mi bolso de lona, ahora bajo el asiento del avión, era el regalo que mi abuela Pandora había legado a tío Earnest, quien lo había pasado a Sam; un regalo tan peligroso que el recuento de cadáveres no sólo incluía a un par de colegas de Sam, sino acaso también a Pandora y a Earnest; un regalo tan destructivo que, por unos segundos de diferencia, podría haber acabado también con Sam. Ahora el regalo estaba en mis manos.

Puesto que ya no confiaba en que amigos, colegas y, de forma muy especial, la mayoría de miembros de mi propia familia tuvieran cerca este regalo venenoso, era comprensible que me hubiera mostrado reacia a dejárselo a George, ante la mirada de una docena de clientes. Incapaz de encontrar un escondrijo en el escaso tiempo que me quedaba entre la oficina de correos y el aeropuerto, me veía ahora enfrentada al problema de qué hacer con mi letal herencia antes de llegar a la Unión Soviética, donde sabía que sería examinado a fondo y probablemente confiscado, lo cual supondría un peligro aún mayor para todos los implicados. Sobre todo, para mí.

Obsesionada con esta idea, lo primero que se me ocurrió fue destruirlo. Pensé en varios métodos por si tenía que eliminarlo deprisa: muerte por agua, muerte por fuego. Pero para cuando llegamos a Salt Lake, las opciones se habían reducido drásticamente. No era nada factible tirar mil páginas al inodoro, ni encender una hoguera de cuatro kilos en ninguno de los aeropuertos por los que pasaríamos en las siguientes veinticuatro horas. Y destruirlo tampoco me garantizaba que pudiera respirar más tranquila, dado que no tenía idea de quién quería los manuscritos ni por qué. ¿Cómo iba a anunciar que el objeto del deseo de todo el mundo ya no existía? Además, si lo hacía, podría resultar mortal para Sam, el único que sabía dónde estaban escondidos los originales.

La solución parecía ser ocultar el paquete como había hecho con el primero, donde a nadie se le ocurriera buscarlo.

Sabía que la consigna del aeropuerto de Salt Lake, a diferencia de aquellas en las que los personajes de las películas esconden su botín, funcionaba, más como un parquímetro con un margen de unas horas como máximo. Incluso aunque tuviera tiempo de dividir el paquete en otros más pequeños y de enviármelos a mí misma, se trataba de una opción tan arriesgada como la de haberlo dejado en la oficina de correos, con Oliver, el Tanque y Dios sabe quién más husmeando. Me estaba quedando sin ideas.

En el aeropuerto de Salt Lake me volví a disculpar por mi retraso ante el aún contrariado Wolfgang. Cuando hubimos facturado las maletas más voluminosas hacia Viena, hice un viaje a los servicios y abrí el paquete de Sam: garabatos extrañísimos en caracteres desconocidos, pero con la caligrafía reconocible de Sam. Lo metí entre los documentos de trabajo dentro de mi cartera, me colgué el pesado bolso al hombro y procuré mantener la cabeza despejada hasta el vuelo. Antes de dejar la sala de espera, usé el teléfono para enviar un fax con un breve mensaje para Sam: «Recibí tu regalo. Supone mayor bendición dar que recibir». Un mensaje desde el aeropuerto de Salt Lake le daría la pista de que ya había emprendido el viaje con Wolfgang. Añadí que cualquier fax recibido en mi ausencia sería remitido.

Wolfgang me esperaba a la entrada de la cafetería, como habíamos quedado. Sostenía dos vasos de papel humeantes.

—He conseguido algo de té para beber en la puerta. Hay demasiada gente para esperar aquí —indicó.

Por encima de su hombro vi hileras de mesas que a tan temprana hora ya congregaban a un buen número de hermanos misioneros mormones, hombres jóvenes con las mejillas rosadas, que sorbían agua helada mientras esperaban el vuelo, vestidos con camisas blancas, trajes y corbatas oscuros, y con las mochilas del uniforme atiborradas con material para ganar adeptos.

Día tras día, un año sí y otro también, esos jóvenes hermanos misioneros se dispersaban por el globo como las semillas del diente de león, con la misión de propagar las buenas palabras emitidas por la Iglesia de Jesucristo de los santos del último día directamente desde su corazón, aquí en Salt Lake City.

—No convierten a demasiados austríacos a su fe —comentó Wolfgang mientras nos encaminamos por el pasillo a nuestra puerta—. En un país tan católico, las conversiones a otras fes no son frecuentes. Pero en este aeropuerto siempre hay muchísimos de estos jóvenes yendo y viniendo. A mí me resultan sumamente extraños.

No tan extraños, sólo distintos —le dije, mientras quitaba la tapa del té y daba el primer sorbo: quemaba—. Por ejemplo, has conocido a mi casero, Oliver. Es mormón. Aunque es más lo que ellos llamarían un mormón «Jack», es decir, que no sigue las normas. A veces toma café o alcohol, a pesar de que lo tienen prohibido. Y si bien no es lo que se dice un donjuán, afirma que tampoco se ha mantenido virgen.

—¿Virgen? —preguntó Wolfgang con recelo—. ¿Es eso habitual?

—No soy ninguna experta, te lo aseguro —afirmé entre risas—. Pero según Oliver es algo más o menos voluntario, para mantener el cuerpo y el alma puros. Se ve que es una forma de prepararse para la salvación y el milenio.

—¿El milenio? —se sorprendió Wolfgang—. No lo entiendo.

—Forma parte de su instrucción —le expliqué—. Los católicos tienen el catecismo, ¿no? Bueno, pues según tengo entendido el suyo es éste: el día de hoy señala el principio del fin, el mundo se está deteniendo. Vivimos los últimos días en que el mundo que conocemos dejará de existir. Sólo aquellos que han sido purificados y confesado su fe en que «Jesús, el Cristo», como ellos dicen, es la Luz y el Camino, se salvarán cuando regrese a la tierra a juzgar y a castigar, a traer con él la nueva era. Se están preparando con el bautismo, con la limpieza y la purga en los últimos días, para poder resucitar en un cuerpo nuevo y etéreo, y recibir así la vida eterna. De ahí el nombre de Santos del Último Día.

—El último día es una idea antigua y muy extendida —estuvo de acuerdo Wolfgang—. A lo largo de la historia, ha sido el núcleo de las creencias de casi todos los pueblos de la tierra; escatología, de eschatos, lo último, lo máximo, lo extremo. En el catolicismo la doctrina es Parousia: la «presencia» o segunda venida, cuando el salvador reaparece y conduce el juicio final.

Luego de forma inesperada añadió:

—¿Crees en ello?

—¿Te refieres al apocalipsis: «Vendré deprisa» y todo lo demás? —pregunté, siempre incómoda de flirtear usando la fe. ¿No era ya bastante complicado? Después añadí—: Esa promesa fue hecha hace dos mil años y algunas personas que conozco todavía contienen la respiración. Es preciso algo más tangible para engancharme a mí.

—¿En qué crees, entonces? —quiso saber Wolfgang.

—No estoy segura —admití—. Crecí entre los indios nez percé. Su sabiduría es lo más parecido a una educación religiosa que he recibido. Supongo que creo lo que ellos creen, en cuanto a la idea de una nueva era.

Terminé de explicarme mientras andábamos por el pasillo: —Como la mayoría de tribus, los nez percé creen que los nativos americanos son el pueblo elegido para dar lugar a la transición. A finales del siglo pasado hubo un profeta llamado Wovoka, un paiute de Nevada. Durante una enfermedad tuvo una visión que le reveló lo que sucedería al final de los tiempos, que para los paiute señalaría el inicio del nuevo eón. Wovoka aprendió una danza visionaria e inspirada que permite alas personas cruzar la frontera entre el mundo tangible y el espiritual. Las personas tenían que bailar cogidas de la mano, en círculo cinco días seguidos, todos los años. Lo llamó wanagi wacipi, la danza del espíritu.

»Los bailarines invocan al hijo del Gran Espíritu; éste llegará como un torbellino y todos los wasichu, vosotros los hijos de lengua bífida de los europeos, que destrozáis todo lo que tocáis, seréis borrados de la faz de la tierra. Los espíritus ancestrales regresarán a la tierra, junto con el bisonte que fue asesinado sin piedad por el hombre blanco. La Madre Tierra vuelve a ser bella y vivimos en armonía con la naturaleza, como se veía en las visiones antiguas.

—Es muy bonito —afirmó Wolfgang—. ¿Y de verdad es eso lo que crees, esa imagen armónica del paraíso recuperado?

—Creo que ya va siendo hora de que alguien empiece a creer en ello —le aseguré—. Aquí en el tercer planeta hemos ensuciado nuestro propio nido. Por eso elegí el trabajo que hago. El control de residuos es mi tipo de purificación ritual: ayudar a limpiar las cosas.

Sam me había indicado una vez que ninguna civilización en la historia, por muy poderosa que fuera, había logrado sobrevivir largo tiempo sin un buen sistema de cañerías decentes. Roma controlaba la mitad del mundo con los acueductos, agua y sistemas de residuos. Cuando Gandhi quiso liberar a la India de los británicos, lo primero que hizo fue poner a todo el mundo de rodillas para limpiar los inodoros.

Se lo conté a Wolfgang y se rió. Llegamos a la puerta. Dejó el maletín en el suelo de la sala de preembarque y chocó el vaso de papel lleno de té contra el mío como si fuera un brindis con champán.

—Salvar al mundo controlando los residuos está muy de acuerdo con la misión de mi compañía, la OIEA —dijo con una sonrisa—. Pero en el fondo, los hombres siguen siendo igual en todas partes. No consigo ver cómo es posible que purificarse como eligen los mormones, o limpiar la suciedad de otros como el Mahatma Gandhi, o bailar en las praderas, como aconsejan tus indios americanos, cambie demasiado el comportamiento humano o pueda originar la reforma mundial.

—Pero estamos hablando de creencias, no de comportamientos —señalé—. Cuando las cosas se reducen a la tierra, los resultados no son nunca tal y como planeamos. Por ejemplo, a ti la idea de la danza del espíritu te pareció bonita pero mira lo que fue de ella. La danza incorporaba tantos elementos paradisíacos que pronto la adoptaron los arapajó, los oglala, los shoshón, y sobre todo los dakota, que al final fueron destruidos.

—¿Destruidos? ¿Qué quieres decir? —preguntó Wolfgang, con expresión confundida.

—Hombre, pues que los mataron —repliqué sorprendida. Me resultaba difícil de creer que hubiera alguien que no conociera la historia—. Es uno de los temas más amargos de la historia de los nativos americanos pero, en su origen, fue consecuencia de creencias confrontadas. Se prohibió a las personas que cazaran, se las reunió y se las metió en reservas y se las obligó a cultivar la tierra. Luego, justo antes del cambio de siglo, llegó la gran hambruna. Se morían de hambre a millares, de modo que bailaron y bailaron. Las danzas se volvieron salvajes e histéricas; la gente entraba en trance mientras, desesperada, intentaba que volviera el pasado mágico, arcádico, cuando la tierra y sus hijos formaban un solo ser. Creían que las camisas mágicas que llevaban repelerían las balas de los soldados. Los colonos blancos temían esa nueva religión porque pensaban que esas danzas eran de guerra, así que prohibieron la danza del espíritu. Cuando los dakota encontraron un lugar más alejado para seguir con la danza, las tropas del Gobierno los atacaron y acabaron con familias enteras, les dispararon y los masacraron: hombres, mujeres y niños, hasta los más pequeños. Seguro que has oído hablar de la matanza de 1890 de todos los bailarines del espíritu en Wounded Knee.

—¿Masacrados, por bailar? —exclamó Wolfgang, incrédulo y horrorizado.

—Resulta difícil de creer —acepté y añadí con sarcasmo—, pero el Gobierno federal ha adoptado a menudo una línea dura con estos temas regionales.

Luego me di de bofetadas por tratar de forma simplista algo que era, como se merecía ser para Sam y la mayoría de nativos americanos, su propia visión personal del holocausto y del apocalipsis unidos en uno.

—Esa historia es realmente sorprendente —comentó Wolfgang—. ¿Así pues, los descendientes de los civilizados blancos europeos son los malos de la película?

—No te lo puedes imaginar —corroboré—. Pero me has preguntado en qué creo yo, de modo que supongo que me quedaré con la convencional sabiduría tribal: me gustaría que hubiese algo como la danza del espíritu que nos trajera una renovación de la armonía entre nosotros y nuestra abuela la tierra, como la llaman los nativos americanos. Por supuesto, yo no serviría de gran ayuda para traerla: no soy muy buena bailarina.

Wolfgang sonrió.

—¿Cómo es posible, si tu tía Zoé fue una de las mejores bailarinas de este siglo? —dijo—. Y pareces poseer muchas cualidades similares. Tienes el cuerpo de una bailarina: los huesos, el movimiento de los músculos, tu forma de esquiar por ejemplo…

—Pero me da miedo esquiar en la nieve en polvo —puntualice—. Soy muy descontrolada. No se puede ser descontrolado y ser buen bailarín. La madre de Sam, aunque no la conocí, era nez percé de pura sangre. Cuando éramos pequeños, Sam y yo realizamos la ceremonia para convertirnos en «hermanos de sangre». Yo quería unirme a la tribu y ser una nez percé oficial, pero el abuelo de Sam no lo aprobaba porque me negaba a bailar. Un recién llegado a la tribu debe convertirse en lo que los hopi llaman hoya, que es el nombre de un baile de iniciación. Significa «listo para volar del nido», como un pajarillo.

—Pero yo te he visto lanzarte desde un acantilado —afirmó Wolfgang, que seguía sonriendo—. Sin embargo, te imaginas que no puedes liberarte lo bastante para bailar en la nieve en polvo. —¿Ves qué cosa tan poderosa son las creencias que es de hecho a través de tu propia elección que has decidido que puedes hacer una cosa pero no la otra?

—Al menos sé qué creo del abuelo de Sam —proseguí, evitando la observación de Wolfgang—. Creo que su esperanza real era distanciar a Sam, su único nieto, de mi lado de la familia. Somos algo peculiares. Pero desde el punto de vista de Oso Oscuro, Sam y yo empezábamos a estar demasiado unidos para su tranquilidad. Los nez percé son estrictos en cuanto a las líneas de sangre. Como prima de Sam, me habría considerado fruta prohibida: el matrimonio endogámico no está permitido ni entre parientes más lejanos…

—¿Matrimonio? —me interrumpió Wolfgang—. Pero si dijiste que sólo eras una niña por aquel entonces.

Maldita sea. Notaba cómo se me asomaba la sangre a las mejillas e intenté agachar la cabeza. Wolfgang me puso un dedo bajo la barbilla y me levantó la cara hacia la suya.

—Yo también creo algo, preciosa —me dijo—. Si este primo tuyo no hubiese fallecido de forma prematura, creo que estaría bastante alarmado por esta confesión ruborizada.

Y entonces, gracias a Dios, anunciaron nuestro vuelo por el altavoz.

Durante el largo vuelo a Nueva York, Wolfgang rellenó algunos huecos que se había saltado el día anterior respecto a nuestra misión inminente en la Unión Soviética para la Organización Internacional de Energía Atómica. Pero en cuanto a las circunstancias que rodeaban la OIEA, yo ya sabía bastantes cosas.

Cualquiera que se moviera como yo en el campo nuclear recibía el nombre de «atómico» y era desdeñado y despreciado por casi todos. Lo refleja la popularidad en países como Estados Unidos de eslogans como «Sin atómicos es lo mejor» o «El único atómico bueno es el atómico muerto»: sabiduría profunda de la escuela de filosofía de los amantes de los adhesivos.

La misión principal de la empresa de Wolfgang consistía en canalizar los materiales nucleares hacia usos positivos y pacíficos. Entre ellos, el diagnóstico y tratamiento de enfermedades, la eliminación de pesticidas tóxicos del siglo pasado a través de programas como la esterilización de insectos, y el desarrollo de la energía atómica, que ahora produce el diecisiete por ciento de la electricidad en el mundo a la vez que reduce de forma considerable la contaminación por combustibles fósiles así como la explotación a cielo abierto y la deforestación. Y todo ello daba a la organización el empuje necesario para asegurarse asimismo la protección de los materiales susceptibles de uso militar. Y un reciente fiasco nuclear podría haber empujado esa puerta para abrirla algo más.

Seis meses después del accidente de 1986 en Ucrania, la OIEA empezó a solicitar información temprana de todos los accidentes que amenazaban con tener efectos «transfronterizos», como el desastre de Chernobil, que la Unión Soviética negaba hasta que se detectó la radiación por todo el norte de Europa. Un año más tarde, la OIEA creó un programa para asesorar a los estados miembros sobre los peligros de residuos como los que Oliver y yo manejábamos diariamente en nuestro trabajo. Hacía sólo unos meses, la organización incorporó medidas mucho más duras contra el transporte y vertido ilegal de residuos radiactivos.

Pero, aunque el desastre de Chernobil había desencadenado muchos de estos cambios, el público en general no llegó a conocer sus causas exactas. Chernobil era un reactor reproductor, del tipo que los gobiernos soviético y estadounidense, entre otros, habían apoyado durante largo tiempo, pero que la gente temía de forma instintiva y generalizada. Quizá con buen motivo.

Tal como su nombre sugiere, un reactor reproductor produce más combustible del que consume, al igual que la técnica de los legendarios hombres de la montaña de las Rocosas para dar volumen a una sopa que un día expliqué a Oliver, la masa fermentada usada en el pan de levadura. Se coge un poquito de levadura nuclear, un material fisible como el plutonio 239 y se le añade grupos de material corriente como el uranio 238, que en sí mismo no es utilizable como combustible. Se obtiene así una mayor cantidad de levadura (más plutonio) que se puede reciclar como combustible nuclear o destinarse a la construcción de bombas.

Debido a que los reproductores son tan viables a nivel comercial, los rusos los habían utilizado durante décadas, y también nosotros en Estados Unidos. ¿Dónde había ido a parar todo ese plutonio? En el caso de mi país, durante la Guerra Fría no era ningún secreto: se reciclaba en cabezas nucleares, tantas como para que todo el mundo en América hubiera podido tener unas cuantas en el garaje. Pero en cuanto a los residuos rusos, tenía la impresión de que lo averiguaríamos pronto, cuando llegáramos a Viena.

La Organización Internacional de Energía Atómica se encuentra en Wagramer Strasse, al lado del Donaupark, en una isla rodeada por los brazos de los viejos y nuevos meandros del Danubio. Al otro lado de la extensión cristalina del río se sitúa el Prater con su famosa noria Ferris, el mismo parque de atracciones donde, setenta y cinco años atrás, mi abuela Pandora pasó la mañana en ese tiovivo con tío Laf y Adolf Hitler.

A las nueve de la mañana del martes, el colega de Wolfgang, Lars Fennish, esperaba en el Flughafen para recogernos a nosotros y las maletas y llevarnos a la ciudad para las reuniones del día. Después de ese viaje largo, agotador y con pocas horas de sueño, me senté en el asiento de atrás, sin ganas de hablar. De modo que mientras los dos hombres charlaban en alemán sobre nuestra agenda y planes del día, observé por las ventanas azuladas la vista deprimente del paisaje suburbano. A medida que nos aproximábamos a Viena, me invadió la nostalgia y me sumergí en el pasado.

Habían pasado casi diez años desde que estuve en Viena, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de cómo echaba de menos la ciudad de mi niñez: todas esas navidades y vacaciones pasadas con Jersey en el medio musical de tío Laf, comiendo galletas, abriendo regalos con lazos y buscando huevos de Pascua. Mi imagen personal de Viena era más rica y con muchas más capas que la imagen sensiblera que la ciudad ofrecía al resto del mundo: como decía tío Laf, «la ciudad del Strudel und Schnitzel und Schlag.» Yo veía una Viena distinta, impregnada de muchas tradiciones, empapada de sabores y aromas de culturas tan diversas que no podía pensar nunca en ella sin sentirme inundada, como ahora, por esa sensación de su historia mágica.

Desde sus inicios, Viena había sido la puerta cultural que a la vez une y separa este, oeste, norte y sur: un punto de fusión y fisión. La tierra que hoy en día llamamos Austria (Ósterreich, o el reino oriental) se llamaba en otros tiempos Ostmark: la marca oriental, los límites donde el reciente mundo occidental finalizaba y empezaba el misterioso este. Pero la palabra Mark también significa «tierra fronteriza», en este caso, esos pantanos neblinosos a lo largo del río Danubio.

Con un recorrido de dos mil setecientos kilómetros desde la Selva Negra hasta el mar Negro, el Danubio es el curso de agua más importante que conecta Europa occidental y oriental. Su nombre romano Ister, o matriz, se usa aún para describir el delta aluvial que separa Rumania de la Unión Soviética. Sin embargo, al margen del nombre del río en muchas lenguas a lo largo de los siglos (Donau, Dunav, Danuvius, Dunarea, Dunaj, Danubio), el nombre celta más antiguo del que todos ellos derivan era Danu: «el regalo».

El regalo del agua no reconocía fronteras y ofrecía en abundancia su regalo de vida a todos los pueblos. Y había otro regalo que se había cosechado durante milenios en las riberas del Danubio, un tesoro de oro negro sobre el que se habían levantado las riquezas de la mismísima Viena, y que le había dado nombre a la ciudad: Vindobona, vino bueno.

Aún ahora, en la cima de las colinas que rodean Viena, podía ver hileras y más hileras de vid, cultivada a partir de viejas y retorcidas cepas, intercaladas con gavillas de granos amarillos de la cosecha de otoño, regalo de la diosa Ceres. Pero el vino era el regalo de otra deidad, Dioniso. Su regalo aliviaba el dolor, originaba sueños y, algunas veces, volvía locos a los hombres; inventó la danza y sus seguidores más notorios fueron mujeres que bailaban con frenesí. Así pues, para mí, si alguna ciudad pertenecía a este dios concreto, era Viena, la tierra del «vino, las mujeres y la canción».

Yo misma, a corta edad, me las tuve con esta misma divinidad aquí en Viena, cuando Jersey cantó una matiné en la Wiener Staatsoper de la ópera de Richard Strauss, Ariadna de Naxos.

Ariadna, abandonada en la isla de Naxos por su gran amor Teseo, se plantea el suicido, hasta que entra en escena Dioniso para rescatarla. Esa tarde Jersey, en el papel de Ariadna, cantaba «Eres el capitán de un barco azabache que navega por el curso oscuro…». Ariadna cree que el personaje que se le aparece de repente es el dios de la muerte, que ha venido a llevarla con Hades. No se da cuenta de que es Dioniso, que está enamorado de ella y quiere casarse con ella, y que la llevará al cielo y lanzará su diadema de boda entre las estrellas como una brillante constelación.

Pero yo era tan pequeña que no entendía la situación mejor que Ariadna. Imagino que por ello realicé la primera y única actuación pública de mi vida, una que no he conseguido que mi familia, como mínimo, llegue a olvidar. Creí de verdad que ese terrible príncipe de las tinieblas (el tenor) se iba a llevar a mi madre a una tortura eterna en el fuego del infierno, así que me subí al escenario e intenté rescatarla. El teatro se vino abajo. Con una humillación inolvidable, los tramoyistas me sacaron a la fuerza. Gracias a Dios, tío Laf estaba ahí para rescatarme.

Después, dejamos a Jersey firmando autógrafos en su camerino lleno de flores y, en cuanto nos fuimos, se disculparía sin duda ante su atónito público por el comportamiento improvisado de su hija. Laf se me llevó para animarme con Sachertorte mit Schlagobers, seguido de un paseo por el anillo que rodea Viena. Cuando llegamos a una fuente, Laf se sentó al borde del agua y, tras atraerme hacia sí, me miró con una media sonrisa irónica.

—Gavroche, cariño —dijo—, te daré un consejo: no hinques nunca los dientes en la pierna de alguien como Baco, como hiciste hoy. Te lo menciono no sólo porque puede que este tenor en concreto no quiera volver a salir nunca más a escena con tu madre, sino también porque Baco, o llamado también Dioniso, es un gran dios.

Y luego añadió para tranquilizarme:

—Aunque ese cantante sólo simulaba ser él.

—Siento haber mordido a ese hombre que cantaba con mamá —admití. Pero estaba intrigada—. Dices que solamente simulaba ser un dios, ¿quiere eso decir que hay un Di… oh… ni… sus real?

Había intentado pronunciar bien el nombre. Y cuando Laf sonrió y asintió, me asaltaron muchas preguntas:

—¿Lo has visto alguna vez? ¿Cómo es?

—No todo el mundo cree en su existencia, Gavroche —afirmó Laf muy serio—. Creen que forma parte de un cuento de hadas. Pero para tu abuela Pandora era muy especial. Te contaré lo que ella creía: el dios sólo se presenta a quienes le piden ayuda. Pero tienes que necesitar de verdad esa ayuda antes de pedirla. Monta un animal que es su compañero más próximo, una pantera negra con ojos verde esmeralda.

Yo estaba entusiasmada. La imagen del tenor cuya pantorrilla había mordido hacía apenas una hora se había desvanecido por completo. Estaba impaciente para ver a ese dios viviente llegar por la Karntner Strasse a lomos de ese animal de la selva, hasta el mismo corazón de Viena.

—Si necesito de verdad su ayuda y viene a rescatarme, tío Laf, ¿crees que se me llevará, como a Ariadna?

—Estoy seguro de ello, Gavroche, si eso es lo que deseas. Pero primero tengo que decirte algo. El dios Dioniso amaba a Ariadna y, como ella era mortal, vino a buscarla a la tierra. Pero cuando un gran dios viene a la tierra, puede causar todo tipo de problemas. Por lo tanto, tienes que asegurarte de no pedirle nunca ayuda a no ser que la necesites de verdad, no como ese niño que gritaba que venía el lobo. ¿Comprendes?

—De acuerdo, lo intentaré —accedí—. ¿Pero qué tipo de problemas?

—¿Y si me equivoco sin querer? ¿Pasará algo malo?

Lar me cogió la mano y me miró a los ojos como si estuviera observando a través de los eones.

—Con ojos como los tuyos, Gavroche, del color del mar —afirmó—, te aseguro que si cometieras ese error, hasta un dios dudaría en culparte. Pero tu abuela creía que la llegada de Dioniso estaba muy cerca. Y como se trata del dios de la humedad, las fuentes y los manantiales y los ríos, si se le llama, vendrá y liberará las aguas. La lluvia caerá como en tiempos de Noé y los ríos inundarán sus orillas…

De repente me vino a la cabeza la imagen del chico que gritaba que venía el lobo cuando no era cierto. De repente, temí esos poderes que Laf dijo que la abuela podía invocar y que insinuaba que yo también.

—¿Quieres decir que el mundo podría inundarse y quedar sumergido bajo el agua si alguien pidiera ayuda antes de necesitarla de verdad? ¿Alguien como yo? —dije.

Laf permaneció en silencio un momento. Cuando habló, no me tranquilizó.

—Creo, Gavroche, que sabrás cuándo es el momento adecuado para pedir ayuda —dijo en voz baja—. Y estoy seguro de que el mismo dios sabrá con exactitud cuándo tiene que acudir.

No había pensado mucho en este episodio de mi niñez en los últimos veinte años. Pero ahora, al cruzar hacia la isla y acercarnos a nuestro destino, eché un vistazo a la cartera de lona a mi lado, en el asiento de atrás, el bolso que contenía los manuscritos de Pandora.

Cruzamos el control de seguridad y llegamos ante la Organización Internacional de Energía Atómica. Al bajar del coche, cogida aún del bolso letal, en mi mente retumbó por un instante lo que tío Laf dijo hacía tanto tiempo en Viena: que sabría cuándo llamar al dios. Y me pregunté si el momento crítico había llegado.

Quizá no estuviera segura sobre el momento crítico, pero a la hora del almuerzo tenía una idea bastante clara de dónde se encontraba el lugar crítico: en la URSS, en una región comúnmente llamada Estepa Amarilla. En los libros de geografía recibía el nombre de Asia Central.

Tal como lo contaba Lars Fennish, al igual que sus colegas, en una sala de juntas de la OIEA para nuestra «breve» reunión de varias horas destinada a recibir instrucciones, era una de las regiones más misteriosas y volátiles del mundo.

Esta franja del mundo de la que hablábamos, mostrada en un mapa en cuatro colores en una pared cercana, incluía las repúblicas soviéticas de Turkmenistán, Tadzhikistán, Uzbekistán, Kirguizistán y Kazajstán, un grupo que unido poseía algunas de las montañas mas elevadas del mundo, datos recientes de agitación religiosa y pluricultural y una antigua historia de guerras y violencia intertribales.

También contaban con vecinos notables. Los que estaban al otro lado de la barrera incluían a China, miembro de la liga de los «cinco grandes» con armas atómicas; también la India, nación que afirmaba no poseer armas nucleares y que sólo había «hecho explotar un dispositivo pacífico» pocos años atrás, sin olvidar Pakistán, Afganistán e Irán, un trío a quienes les habría encantado unirse al club. No era el lugar más relajante para ir de visita.

El elemento más crucial para el futuro de la humanidad era también la misión principal de la Organización Internacional de Energía Atómica: asegurarse de que los materiales de posible uso militar no se dirigieran hacia la «proliferación», es decir, más bombas en manos de cada vez más países. Hasta esa reunión no se me había ocurrido que la OIEA no conseguiría jamás este objetivo, a pesar del apoyo total de Estados Unidos y sus aliados, sin la cooperación añadida, incluso el empujón con mano de acero, de la Unión Soviética en términos parecidos para equilibrar el eje este–oeste. Saber que la URSS había aportado ese apoyo en las últimas décadas fue mi primera sorpresa. La segunda, muy reveladora, era que la misión de Wolfgang y mía en la URSS no había sido iniciativa de la OIEA, sino que los propios soviéticos nos habían invitado.

Es cierto que en los últimos años, en especial tras una catástrofe de la magnitud de Chernobil, los rusos podían haberse vuelto algo más propicios a la intervención externa de elementos como la OIEA. Pero glasnost y perestroika a un lado, las relaciones externas de los soviéticos no eran tan amistosas como sus relaciones públicas daban a entender. ¿Por qué querrían los soviéticos invertir de golpe su postura de guerra fría y pedirnos con timidez que inspeccionáramos su ropa interior?

Para cuando habíamos completado las instrucciones, había averiguado que la respuesta a esa y otras preguntas tenía que ver con una camarilla de la que no había oído hablar antes. Se llamaba el Grupo de los 77 y su ambición, según parece, era unirse al club que controlaba todo el material de uso militar en el mundo.

A la una de la tarde, Wolfgang y yo escapamos por fin de la sala de reuniones, dimos las gracias con gentileza a Lars y a sus amigos por torturarnos esas tres horas y nos dirigimos a almorzar. Tras el sueño y el desayuno escasos, seguido de horas de instrucciones intensivas, estaba más que dispuesta a tomar una buena comida en un ambiente gemütlich. Por fortuna, los cafés vieneses no dejaban casi nunca de servir comidas.

Dejamos el equipaje en las oficinas centrales de la OIEA para recogerlo más tarde y cogimos un taxi. Bajamos en el canal y nos encaminamos a pie hacia el famoso Café Central, donde Wolfgang creía que seguirían guardándonos la reserva para el almuerzo. Aunque me sentía incómoda paseando el pesado bolso por las calles adoquinadas de Viena, por lo menos llevaba calzado cómodo. Y andar me iba bien. Antes de que hubiéramos avanzado mucho, la niebla tonificante del canal me había despejado la cabeza, lo que me permitía concentrar un poco mis pensamientos.

—Cuéntame algo más de este Grupo de los 77 —sugerí a Wolfgang—. Tiene la pinta de ser una especie de escuadrón de la muerte del Tercer Mundo que intenta apoderarse de todo el plutonio líquido que pueda. ¿De dónde salió?

—Aquí en Viena hace mucho tiempo que los conocemos —me explicó—. Empezaron como setenta y siete países en vías de desarrollo, todos miembros de las Naciones Unidas, que se unieron a principio de los años sesenta en un grupo de presión para promover la cooperación entre los países del Tercer Mundo. Hoy en día, a pesar de que se siguen llamando el Grupo de los 77, han doblado prácticamente el número de miembros y han aprendido a votar en bloque, por lo que se han vuelto mucho más poderosos. Aunque muchos de ellos pertenecen también a la OIEA, la organización se mantiene al margen de este tipo de grupos con intereses especiales por la sencilla razón de que los miembros de su junta proceden en su mayoría de naciones muy industrializadas a nivel nuclear, que se muestran prudentes sobre con quién compartir su pericia atómica.

—¿Así, crees que a los soviéticos les preocupa que el Grupo de los 77 pueda agitar las repúblicas de Asia central?

—Quizá —respondió Wolfgang—. Hay alguien que nos podría contar mucho más, si quisiera. Conoce bien a esa gente. Iba a encontrarse con nosotros para comer y espero que nos siga esperando. Fue muy difícil concertar el horario: es viejo y obstinado, y se negó a hablar con nadie de esta cuestión excepto tú. Por eso estaba tan trastornado cuando creía que perderías el avión de Idaho. Todo el mundo ha puesto mucho esfuerzo en la coordinación de este viaje, ¿sabes?

—Eso parece —convine.

No tenía ni idea de lo que estaba pasando. A medida que avanzábamos por las calles, la niebla que nos envolvía se había espesado. Aunque Wolfgang hablaba, su voz parecía distante y sólo capté las últimas palabras.

—… ayer por la noche desde París, mientras tú y yo viajábamos hacia aquí. Creía que era fundamental verte en persona.

—¿Quién vino desde París ayer por la noche? —pregunté.

—Vamos a conocer a tu abuelo —dijo Wolfgang.

—Eso es imposible. Hieronymus Behn lleva muerto treinta años —objeté.

—No me refiero al hombre que tú crees que era tu abuelo —soltó—. Me refiero al hombre que voló desde París ayer por la noche para conocerte, el hombre que engendró a tu padre Augustus en tu abuela Pandora, quizás el único hombre al que ella quiso de verdad.

Puede que fuera la niebla, o la falta de sueño y comida, pero de repente me sentí mareada, como si acabara de bajarme de un tiovivo y las cosas siguieran dando vueltas. Wolfgang me puso la mano bajo el brazo, como para que no me cayera, pero su voz siguió hablando.

—No estaba seguro de cuánto tenía que contarte antes, pero ése es el motivo real por el que fui a buscarte a Idaho —me comunicó—. Como te expliqué ese primer día en la montaña, los documentos que has heredado no pueden caer en malas manos. El hombre que vas a conocer sabe mucho del misterio que entrañan. Pero antes, creí que debía prepararte, porque podrías… bueno, hay algo de él que resulta difícil describir, pero voy a intentarlo. Es como un personaje antiguo en posesión de poderes mágicos, como una especie de mago. Pero seguramente ya sospechas quién es tu abuelo. Se llama Dacian Bassarides.