Fu/Retorno: El punto de inflexión
Hexagrama 24
El momento de oscuridad ha pasado. El solsticio de invierno trae la victoria de la luz. Tras una época de decadencia viene el punto de inflexión. La luz potente que había sido desterrada regresa. Existe movimiento, pero no es debido a la fuerza…
La idea del regreso se basa en la evolución de la naturaleza. El movimiento es cíclico y la evolución se completa a sí misma… Todo resulta de sí mismo en el momento indicado.
RICHARD WILHELM,
I Ching
Cuanto más sabe uno, cuanto más comprende, más se da cuenta de que todo gira en un círculo.
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
Todavía tenía los nervios de punta, a pesar de haber estado en remojo en la piscina caliente durante más de una hora. Y es que con el detallado informe de tío Laf sobre los colaboracionistas nazis y los violadores bóers que adornaban mi árbol genealógico, por no mencionar a mi adorable y canosa tía Zoé en París, que había bailado hasta robar el corazón de Adolf Hitler, la historia de mi familia empezaba a tener cada vez más el aspecto del tipo de cosas de las que me ocupaba en mi trabajo: algo que había sido sepultado y mantenido bajo tierra medio siglo, y cuyo contenido empezaba a rezumar.
Cuando Laf se marchó a hacer la siesta, volví a mi habitación para estar sola y reflexionar un poco. Tenía muchas cosas en las que pensar.
Sabía que mi primo y hermano de sangre había fingido su propio asesinato y me había usado como cabeza de turco, pero ahora daba la impresión de que lo había hecho usando el manuscrito que su propio padre, al igual que mi abuela Pandora, había custodiado con tanto celo; un manuscrito que mi padre y mi madrastra, ayudados e instigados por la prensa mundial, querían conseguir y publicar para obtener beneficios. Y aunque no tenía demasiado claro aún de qué se trataba ese misterioso manuscrito, parecía estar fuera de toda duda que el documento que había intercalado por toda la Normativa del DDD la noche anterior me había sido enviado por Sam.
Había tirado el papel marrón que lo envolvía, así que no podía comprobar el matasellos. Pero en cuanto Laf lo mencionó, se me apareció una imagen vivida: en el resguardo amarillo de correos que Jason había recuperado de la nieve, el código postal del remitente empezaba por 941, lo que significaba que venía de San Francisco. De modo que la afirmación de Wolfgang Hauser respecto a que me lo había mandado él desde Idaho era mentira, como quizá todo lo que me había contado.
Me maldecía por haberme prendado de otra cara bonita y me juré que ni con la ayuda de otro alud me volvería a pillar desprevenida. Puede que ya fuera demasiado tarde para reparar el daño, ahora que sabía que el documento me lo había enviado Sam. Wolfgang había estado con el manuscrito toda la noche y, como yo estaba dormida, ignoraba si lo había examinado, o incluso microfilmado o sacado cualquier otro tipo de copia. Así pues, había completado el círculo para llegar donde estaba una semana atrás: entre Escila y Caribdis, un lugar rocoso y duro.
Al abrir la puerta de la habitación del hotel, me di cuenta de que me había olvidado por completo de Jason. Estaba sentado en medio de la cama de matrimonio y tenía un aspecto de lo más enfadado.
—¡Miau! —soltó en un tono lleno de furia felina.
Yo sabía, por supuesto, por qué estaba tan furioso. No le faltaba comida, ¡pero me había ido a nadar sin él! El olor del cloro me delataba.
—Muy bien, Jason, ¿qué te parece si a cambio te doy un buen baño? —sugerí.
En lugar de salir zumbando hacia el aseo para abrir el grifo, como era su costumbre cada vez que oía la palabra «baño», trotó por delante de mí, recogió del suelo un papelito rosa que yo casi había pisado (dominaba a la perfección el truco de recoger papeles ahora) y, tras ponerme las patas en la rodilla, me lo ofreció: un mensaje telefónico que me habían dejado por debajo de la puerta. Al leerlo el corazón me dio un vuelco.
A: Ariel Behn
De: Salomón
Lo siento, pero es imposible el almuerzo a mediodía como estaba previsto. Para hacer una nueva reserva, por favor llame al (214) 178–0217.
Fantástico. Ahora Sam cambiaba de repente nuestra cita a mediodía. Y ese número de teléfono falso, según deduje, me informaría cómo.
Era la tercera vez que Sam mencionaba al rey Salomón, cuyos versos bíblicos no había tenido aún ocasión de examinar con detalle para encontrar significados ocultos. Pero esta nota parecía un cambio apresurado de última hora y no algo que requiriera un gran esfuerzo para descifrarlo. Y Sam podía estar seguro de que el nombre, tras mi experiencia con su clave de la noche anterior, iba a significar algo para mí que nadie más captaría a primera vista: que el «número de teléfono» del señor Salomón indicaba el Cantar de los Cantares.
Con un suspiro, abrí el bolso, saqué la Biblia que traía conmigo y la llevé al cuarto de baño, donde puse el tapón en la bañera y empecé a llenarla de agua para Jason. Mientras esperaba, volví a mirar la nota y abrí el libro. El Cantar de los Cantares de Salomón sólo tiene ocho capítulos. Por lo tanto, el «prefijo» 214 se refería al capítulo 2, versículo 14:
Paloma mía, en las grietas de la roca,
en escarpados escondrijos,
déjame oír tu voz;
porque tu voz es dulce
y gracioso tu semblante.
Sam no llegaría a oír mi dulce voz ni a ver mi gracioso semblante si no era un poquitín más preciso en sus instrucciones. Lo era, en el capítulo 1, versículos 7 y 8. Recordaba que en ese trozo la joven, la del ombligo atractivo, pregunta a su amante dónde almorzará al día siguiente y él le explica cómo encontrarlo:
Indícame, amor de mi alma,
dónde apacientas el rebaño,
dónde lo llevas a sestear a mediodía,
para que no vaya yo como errante
tras los rebaños de tus compañeros
Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!,
sigue las huellas de las ovejas
y lleva a pacer tus cabritas
junto al jacal de los pastores.
Bueno, no había ningún punto de la montaña que llevara un nombre relacionado con pastores, cabras ni cualquier otro tipo de rebaños. Pero había una zona de pastos al final de la carretera, cuyo nombre, Sheep Meadow, guardaba relación con las ovejas. Ahí se plantaban tiendas de música y de arte en verano, y en invierno era un área muy concurrida para practicar esquí nórdico: un campo llano y abierto, de fácil acceso desde la carretera. Así que éste era el nuevo lugar de mi cita con Sam. Pero me parecía más que extraño que Sam optara por cambiar el anterior escenario, de gran complejidad y resguardado, por un punto muy visible desde la carretera principal. Es decir, parecía raro hasta que leí el capítulo 2, versículo 17, que indicaba cuándo debíamos vernos:
Antes que sople la brisa del día
y se huyan las sombras,
vuelve, sé semejante,
amado mío, a una gacela
o aun joven cervatillo
por los montes de Béter
¿Antes de que sople la brisa del día y huyan las sombras? ¿Como sucede antes del amanecer? Entendía por qué Sam consideraba que un encuentro a mediodía era demasiado llamativo. Y las subidas para esquiadores, que conducían al punto designado inicialmente, no abrían hasta las nueve. Pero, ¿cómo iba a conducir cinco kilómetros hasta Sheep Meadow, sacar los esquís alpinos del coche e irme a dar un garbeo sola antes del alba sin llamar la atención? Pensé que Sam había perdido la razón por completo.
Tuve suerte y todos los de mi grupo decidieron irse a dormir temprano también.
Por lo visto, cuando Oliver vio lo bien que esquiaba Bambi, quiso superarse a sí mismo para impresionarla y la había llevado por todas las pistas negras de la montaña. Había vuelto exhausto porque no estaba acostumbrado a un Sturm und Drang tan intensivo.
Como Bambi había estado esquiando todo el día, el único rato que les quedaba a ella y a Laf para la práctica diaria que los músicos necesitan de forma compulsiva era un descanso de dos horas antes de la cena. La dirección nos dejó la Sala del Sol, con el piano. Yo hice lo que pude con el poco acompañamiento de Schubert y de Mozart que aún podía tocar, mientras Oliver miraba a Bambi y Volga Dragonoff pasaba las páginas. Laf torció el gesto a menudo ante mi técnica en decadencia y tocó tan bien como siempre, mientras que Bambi nos sorprendió con la clase de virtuosismo que pocas veces se oye en un concierto. Le di crédito por algo más que una buena sujeción con los muslos. Me preguntaba si no me habría equivocado en mi primera apreciación.
Cuando salimos de la sala para dirigirnos a cenar, la terraza estaba llena de huéspedes del hotel que habían estado escuchando y que aplaudieron a rabiar, inundaron a Laf con una retahíla de «le vi en» y le pidieron el autógrafo en menús del restaurante, sobres del hotel e incluso billetes del telesilla.
—Gavroche, me parece que será mejor que esta noche cene en mi suite y os deje solos a los jóvenes. Ya no soy un niño y mi cuerpo se resiente del viaje desde Viena. Quedemos para el desayuno y os contaré algo más de la historia —dijo Laf cuando por fin los hurras habían remitido y los huéspedes, desaparecido.
—De acuerdo, tío Laf —acepté, mientras me preguntaba cuánto más de la historia sería capaz de soportar—, pero que no sea demasiado pronto. Por la mañana tendré un poco de trabajo.
«Algo como ir a pastar por los prados a las cinco de la madrugada», pensé.
Bambi se excusó y se fue con Laf y Volga a la suite. Y cuando iba a entrar en el comedor, Oliver me sorprendió saltándose también la cena.
—Lo admito —me comentó—. Mi cuerpo «se resiente» de mi viaje por la montaña de hoy. Me duele todo. He pensado que podría ir a la piscina de agua caliente antes de que cierre y después pedir una sopa en la habitación e irme a dormir.
Miré el reloj y vi que eran casi las diez, así que decidí seguir su ejemplo.
Hacia las once, Jason y yo habíamos compartido algo de pasta con marisco y pan de ajo, escuchado la previsión del tiempo que indicó que al día siguiente el sol saldría a las seis y media, y ya estábamos en la cama, donde yo leía adormilada, dando los últimos sorbos al vino que me había traído del servicio de habitaciones, a punto de apagar la luz.
De repente, Jason irguió la cabeza, aunque un momento antes había estado enroscado en la almohada. Con las orejas levantadas, observaba la puerta del pasillo como si esperara que entrara alguien. Me miró un momento, pero yo no oía nada fuera. Sin un solo ruido, recorrió la cama, saltó al suelo, avanzó hacia la puerta y se volvió para mirarme otra vez. Sin duda, había alguien ahí fuera.
Respiré profundamente. Después, aparté las sábanas y me levanté, cogí la bata que colgaba de una silla cercana, me la puse y me dirigí a la puerta. Jason, que seguía alerta, no se equivocaba nunca cuando una visita estaba a punto de llamar. Por otra parte, si alguien estaba a punto de llamar, ¿por qué no lo hacía?
Acerqué el ojo a la mirilla y vi un rostro conocido, si bien inesperado. Agarré el pomo y abrí la puerta de golpe.
Ahí, en la luz suave del pasillo, estaba la bella y rubia Bambi, con sus enormes ojos pálidos y cándidos, y el rostro enmarcado por los cabellos dorados. Iba vestida con un salto de cama largo de terciopelo negro, cortado según las líneas simples de una chaqueta de esmoquin y con puntillas y lazos que le caían en cascada en el cuello y las muñecas. También vi que escondía una mano a la espalda.
De golpe, presa de pánico, me vino a la cabeza una idea absurda pero que parecía muy probable: ¡escondía una pistola! Iba a echarme hacía atrás y cerrarle la puerta en las narices. En ese instante, mostró la otra mano. En ella sujetaba una botella de Rémy Martin y dos copitas de coñac.
—¿Te apetece un coñac? —preguntó con una sonrisa.
—Es una especie de oferta de paz, aunque no sólo por mí.
—Mañana tengo que levantarme pronto —empecé.
—Yo también —intervino Bambi deprisa—. Pero tengo que contarte una cosa, y preferiría no decírtela en medio del pasillo. ¿Puedo pasar?
Retrocedí sin ganas y la dejé entrar.
A pesar de la belleza impresionante de esa mujer y de su demostrada calidad artística, había algo en ella que me molestaba, y no era sólo su comportamiento simplón. De hecho, dadas esas otras cualidades, se me ocurrió que tal vez utilizaba esa vaguedad para camuflar la vulnerabilidad, de forma parecida a lo que hacía Jersey con la bebida.
Me acerqué hacia la mesa donde Bambi estaba sirviendo el coñac pero me quedé de pie. Levanté la copa, brindamos y di un sorbo.
—¿Qué es lo que no podías decirme en el pasillo? —pregunté.
—Siéntate, por favor —me pidió con una voz muy suave.
Había usado un tono tan relajante que hasta que estuve medio sentada no me di cuenta de que había tenido el mismo efecto que si una mano muy experta le hubiera dado a las riendas. Decidí escuchar a la señorita Bambi con algo más de atención.
—Me gustaría caerte bien —me aseguró—. Espero que seamos amigas.
En la luz suave de la habitación, esos ojos claros, que parecían nadar en agua con motitas doradas, le quedaban medio ocultos por la sombra de las pestañas. No acertaba a adivinar lo que le pasaba por la cabeza, pero de repente tuve la sensación de que era muy, pero que muy importante averiguarlo, y que la franqueza era la mejor forma.
—No es que me caigas mal, pero no comprendo a alguien como tú —admití—. Y eso me hace sentir incómoda contigo. Aparentas ser de una manera, pero hablas de otra y actúas de otra distinta. Tengo la impresión de que no eres lo que pareces.
—Quizá tú tampoco —dijo Bambi y se agachó para tocar la cabeza de Jason con esos dedos largos y finos. Jason no ronroneó, pero tampoco se marchó.
—No estábamos hablando de mí —objeté—. Pero como estoy segura de que dedujiste de nuestra conversación en la comida, crecí en una familia que nunca ha estado muy unida. Si parezco misteriosa cuando estoy con alguno de mis parientes, puede que sólo sea mí forma de alejarme de las controversias familiares. Por ese motivo he elegido mi propio camino, un rumbo distinto a los demás.
—¿Eso crees? —preguntó enigmática. Luego, añadió—: Lo ves, estamos hablando de ti. Y me importa lo que opines de mí. Cuando te dije que me gustaría caerte bien, no me refería a que esperaba que fuéramos como hermanas, por repetir las palabras de tu tío. Quería sólo explicar que en las presentes circunstancias, resultaría, ¿cómo decirlo?, bastante difícil que no fuéramos, como mínimo, amigas.
—Oye, mira —comenté, tras otro traguito de coñac, que era excelente—. No hay motivo para que nos preocupemos por si vamos a entablar o no amistad. Al fin y al cabo es la primera vez en años que estoy con Laf, así que no es probable que volvamos a vernos después de este fin de semana.
—En eso te equivocas —afirmó, sonriendo—. Pero antes de que te lo explique, me gustaría que me dijeras qué es lo que te hace sentir «incómoda» de mi persona. Si no te molesta, claro.
Miré esos ojos claros de nuevo, pero me seguían resultando impenetrables. Esta chica era todo un caso, pero decidí que si eso era lo que quería, lo iba a tener, aunque consistiera en una bofetada en plena cara.
—Muy bien, quizá te parecerá demasiado personal —le dije—, pero eres tú la que ha venido en mitad de la noche con el coñac para charlar. La vida de tío Laf no es un libro cerrado, así que serás consciente de que ha estado con muchas mujeres, a cual más atractiva, y muchas de ellas, como mi abuela Pandora, con gran talento también. Pero tú eres distinta de las demás: creo que tienes un talento fuera de lo común. Esta noche tu interpretación fue excepcional, de primera categoría y, dada mi formación, estoy en condición de juzgarlo. No entiendo por qué alguien con esa habilidad va a preferir ser un mero adorno, una bagatela, aunque sea de alguien con tanto talento, fama y encanto como tío Laf. Mi abuela no lo habría hecho y, francamente, no consigo entender por qué tú has elegido este camino. Imagino que eso es lo que me hace sentir incómoda. Creo que detrás de esta historia se oculta algo aún no revelado.
—Ya entiendo. Bueno, quizás estés en lo cierto —comentó Bambi, mientras se observaba las manos. Cuando levantó la vista, no sonreía.
—Tu tío Lafcadio es muy importante para mí, Fräulein Behn —prosiguió—. El y yo nos comprendemos a la perfección. Pero eso es otra cuestión. No es el motivo por el que he venido sola aquí esta noche para pedirte tu amistad.
Esperé. Esos ojos moteados de oro no dejaban de apuntarme. La noticia me cayó como un rayo.
—Fräulein Behn —anunció Bambi—, me da miedo el interés de mi hermano por ti. Si no haces algo pronto, esa relación nos pondrá en peligro a todos.
Me quedé de piedra. Era lo último que me habría imaginado, pero de repente comprendí con una certeza terrible por qué Bambi me resultaba tan familiar.
—¿Tu hermano? —solté como pude, aunque no era preciso ser un ilustre científico para imaginarse de quién se trataba.
—Permíteme que me presente como Dios manda, Fräulein Behn —dijo—. Me llamo Bettina Braunhilde von Hauser y Wolfgang es mi único hermano.
Heilige Scheiss, fue lo único que se me ocurrió cuando me vi enfrentada a ese giro de los acontecimientos. Así pues, Bambi era el apodo que tío Laf usaba para Bettina, lo mismo que Gavroche conmigo. Lo cierto era que había oído hablar de una tal Bettina von Hauser, una joven violoncelista que empezaba a despuntar en el circuito de conciertos mundial, aunque nunca se me habría pasado por la cabeza que Bambi fuera Bettina, ni relacionar a ninguna de las dos con mi peligrosa pasión, Wolfgang Hauser.
Esta sorpresa nada agradable hacía que recelara de todos aún más que antes, sobre todo de tío Laf, cuyo comportamiento era algo sospechoso a posteriori. Si Laf le tuviera tanta confianza a Bambi, se lo contaría todo, como a mí. ¿Por qué había esperado entonces a que ella no estuviera para hablar en la piscina de Hitler y de las runas? Y cuando mencioné a Wolfgang, ¿por qué me advirtió en su contra, sin siquiera insinuar que era pariente de Bambi? Y si Laf creía que tía Zoé, incondicional de la SS, estaba tan compinchada con el hermano de Bambi, ¿por qué la había llevado por medio mundo para verme?
Y ahí estaba Bambi, recorriendo el hotel a hurtadillas en medio de la noche ataviada con su espléndida lencería, con una botella de coñac en la mano para revelarme a espaldas de Laf, unas cuantas cosas que él quizá no sabía, y muchas otras que no se había tomado la molestia de comentarme. Puesto que Bambi había indicado de forma muy clara que se «comprendían a la perfección», tenía que suponer que yo era la única en esa trama familiar que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, Pero, desde luego, pensaba averiguarlo.
Por fortuna, poseía una valiosa arma secreta: mi doble fondo. Es decir, a pesar de mi menor edad, peso y experiencia, podía dejar fuera de combate a cualquier vaquero tomándome los tequilas necesarios y seguir de pie, cruzar por la puerta como si nada y recordar por la mañana todo lo que se había dicho la noche anterior. Así que media botella de Rémy Martin no me suponía ningún reto. Esperaba que ese talento me resultara útil en el interrogatorio de Bambi. Serví otra ronda de bebidas.
Hacia las tres de la madrugada, el coñac había desaparecido, y Bambi también. Había perdido el conocimiento a media frase, sentada muy erguida en la silla, pero la levanté y la llevé de regreso al laberinto de la suite en el extremo opuesto del hotel. No podía dejarla en la habitación y arriesgarme a que se despertara al cabo de unas horas, cuando me hubiera ido. Pero en tres horas de fraternal interrogatorio, si bien alcoholizado, había averiguado más de lo que esperaba, incluidas auténticas revelaciones.
Wolfgang Hauser no era austríaco; él y su hermana eran alemanes, nacidos en Nuremberg, educados en esa ciudad y en Suiza y, más tarde, en Viena, él en el ámbito científico y ella en el musical. Su familia, aunque no podía considerarse rica, era una de las más antiguas de Europa. La partícula von figuraba en su apellido desde hacía cientos de años, aunque Wolfgang había prescindido de ella porque, según me explicó Bambi, no le parecía muy adecuada en las cuestiones profesionales. Su vida, tal como la describía ella, era idílica en comparación con la mía, hasta que se involucraron con la familia Behn.
Resultó que Bambi había sido la protegida de tío Laf durante más de diez años, desde que ella contaba quince. Cuando todos se dieron cuenta del talento que tenía y él le ofreció pagarle los mejores profesores y organizar su educación y preparación él mismo, la familia de Bambi tuvo que dejarla vivir con Laf en Viena. Wolfgang solía visitar ahí a su hermana, de modo que la afirmación de Laf de que apenas lo conocía no podía ser cierta.
Pero hacía sólo siete anos sucedió algo que cambió esta limitada relación familiar. Tras terminar los estudios, Wolfgang empezó a trabajar como asesor de la industria nuclear, un empleo que lo obligaba a viajar fuera de Viena cada vez más a menudo. Y un día, al volver de un viaje, Wolfgang fue a visitar a su hermana en el apartamento de tío Laf con vistas al Hofburg. Wolfgang contó a Laf y a Bambi que iba a dejar su trabajo por un puesto en la Organización Internacional de Energía Atómica. Quería invitarlos a ambos a comer a un restaurante cercano para celebrarlo.
—Después del almuerzo —dijo Bambi—, Wolf preguntó si nos apetecía ir con él al Hofburg. Nos llevó a la Wunderkammer para ver las joyas y después visitamos las famosas colecciones de la antigua Éfeso que se exhiben ahora en ese museo, y también el Schatzkammer para ver el Reichswaffen.
—A ver la colección de armas reales —intervine.
No había olvidado la historia que Laf me había contado en la piscina ese mediodía sobre su visita, hacía más de setenta y cinco años, a esas mismas salas del Hofburg, en compañía de Adolf Hitler.
—Ja —confirmó Bambi—. Mi hermano nos llevó a ver una espada y una lanza y le preguntó a tu tío: «¿Sabíais Pandora y tú lo de los objetos sagrados?»
Pero Lafcadio no respondió, de modo que Wolf explicó que él mismo llevaba tiempo interesado en esos objetos. La historia era de sobra conocida en Nuremberg: Adolf Hitler había sacado muchos de esos objetos del tesoro imperial en Viena, como por ejemplo, la insignia del Primer Reich, la corona imperial, el orbe y el cetro, la espada imperial, y otros más, y los había llevado al castillo de Nuremberg. Fue lo primero que hizo Hitler después de, ¿cómo se dice?, el Anschluss.
—La anexión de Austria por Alemania en 1938 —la informé.
¿Había sido pura coincidencia que sólo un año atrás, en marzo de 1988, en el cincuenta aniversario de ese mismo acontecimiento, tía Zoé llegara a Viena con sus compañeros «pacificadores» de la Segunda Guerra Mundial y conociera a Herr doctor Wolfgang K. Hauser? No me lo pareció, sobre todo cuando Bambi me contó que Laf no quiso saber nada más de Wolfgang y se había negado a volverlo a ver o a dejarlo entrar en la casa después de que insistiera en que, si Pandora había mantenido ese piso tan caro en Hofburg durante la guerra y había seguido actuando en la Opera de Viena, tenía que ser porque sabía algo importante acerca de los objetos sagrados. Algo que los conectaba con Nuremberg, puede que incluso con Hitler.
—Tú y Wolfgang crecisteis en Nuremberg, donde se juzgó a todos los nazis tras la guerra. ¿Acaso se mencionaron esos objetos en las vistas?
—No lo sé —respondió Bambi, con un codo apoyado en la mesa para mantener el equilibrio—. Los juicios de Nuremberg, la guerra, todo sucedió antes de que Wolfgang y yo hubiéramos nacido. Pero incluso después de la guerra, todo el mundo en Nuremberg sabía lo de las reliquias. Las guardaban en una sala del castillo. Hitler creía que eran sagradas y que poseían poderes misteriosos relacionados con los antiguos linajes alemanes. Hitler tenía un piso en Nuremberg, donde se alojaba cuando iba de visita para asistir a los mítines. El piso estaba cerca del centro de la ciudad, al lado de la Ópera, y las ventanas daban al castillo, de modo que desde la habitación podía mirar el lugar donde reposaban los objetos sagrados. Muchas veces se mostraban en esos grandes mítines políticos del Partido Nazi, en el campo del zepelín. Permanecieron en Nuremberg y no fueron devueltos a Austria hasta después de finalizada la guerra.
¡Nuremberg, claro! Hasta ese momento se me había olvidado por completo, pero ahora me parecía de una claridad meridiana: todas esas secuencias de mítines por la noche, con las banderas y los estandartes enormes y los focos dirigidos al cielo, y millares de personas alineadas en bloques cuadrados para formar un tablero de ajedrez viviente, todos esos famosos mítines se habían celebrado en Nuremberg. Eso suscitaba otra pregunta.
Miré el coñac y vi que la botella estaba casi vacía pero no quería que Bambi se quedara roque antes de averiguar lo que necesitaba saber, así que serví el resto en mi propia copa.
—¿Por qué en Nuremberg? —le pregunté—. Es una ciudad de provincias, que queda algo apartada de las rutas concurridas, a cientos de kilómetros de ninguna parte, ¿no? ¿Por qué iba a llevar Hitler esos objetos a un lugar tan remoto? Y puestos a preguntar, ¿por qué celebraba ahí sus mítines?
Bambi me observó, con los ojos aún muy abiertos pero algo nublados por el coñac.
—Nuremberg es el eje —afirmó—. ¿No lo sabías?
—¿El eje? ¿Te refieres a que es donde las potencias del Eje se encontraban durante la guerra? Tenía entendido que se solían reunir en Roma o en Viena o…
—Quiero decir el eje —me interrumpió—. El eje del mundo, el lugar donde se cree que confluyen las líneas geománticas del poder. Su nombre antiguo era Nornenbergy «la montaña de las Nornas». En nuestra historia, se creía que las tres nornas, diosas del destino (Urd, Verdandi y Skuld: pasado, presente y futuro) vivían desde el albor de los tiempos en esa montaña. Custodiaban el huso del destino; tejían la historia de nuestro destino en un tejido confeccionado totalmente con runas. Esas mujeres son como jueces y el tapiz rúnico constituye el juicio real de Nuremberg, porque el relato que escriben decidirá el destino del mundo en los últimos días: die Gotterdammerung, «el crepúsculo de los dioses», el relato de lo que sucederá al final de los tiempos.
Quizás había sido ingenuo por mi parte suponer que podría desatar los nudos de un laberinto tan tortuoso con sólo desenmarañar mis relaciones familiares. Pero no podía pasar por alto que mis parientes más cercanos parecían estar metidos hasta las cejas en este Scheiss cósmico, mitológico, nacionalsocialista.
No era de extrañar que un desconocido como Bambi supiera tantos detalles repugnantes sobre mi familia que yo, por mi parte, ignoraba por completo. Al fin y al cabo, me había pasado la vida procurando alejarme de ella. Por lo que se veía ahora, tenía razones más que legítimas, aunque hasta entonces las ignorara, para hacerlo.
Pero me admiraba que, si el relato de Bambi era cierto, Laf, Pandora y Zoé hubieran salido tan bien parados después de la desaparición de Hitler. En el París de la posguerra, afeitaban la cabeza a las mujeres francesas que se habían mostrado demasiado cariñosas con la Gestapo, las obligaban a marchar por las calles y las abucheaban. Los músicos de muchos países, con sólo que hubieran actuado para los nazis durante la ocupación, eran desacreditados en público tras la guerra y su reputación quedaba arruinada. Y aquellos que se habían situado cerca del poder, como Wolfgang creía que era el caso de Pandora, habían recibido largas condenas o habían sido ahorcados. Eso suscitaba una pregunta importante: si Pandora permaneció en Viena y se convirtió en la cantante de ópera favorita de Hitler durante la guerra, como había dicho Bambi, ¿por qué iba tío Laf a mencionar su nombre al mismo tiempo, y mucho menos a destacar el hecho de que Zoé también conocía bien al Führer, en lugar de distanciarse él mismo y su rama de la familia todo lo posible?
Existía aún una coincidencia extraña y casi aterradora en esta saga interfamilíar. Fue lo último que vi en mi mente, instantes antes de arañar unas pocas horas de sueño antes de mi cita en los prados con ese rebaño de ovejas.
Bambi me dijo que hacía siete años, es decir en 1982, se había producido la confrontación entre su hermano Wolfgang y tío Laf en Viena. Y también habían transcurrido exactamente siete años desde la muerte de tío Earnest: el mismo año en que Sam había heredado el manuscrito rúnico y había desaparecido de repente, sin que se volviera a saber nada de él. Hasta ese momento.
Bajo la luz previa al amanecer, la nieve reflejaba un blanco azulado fantasmagórico contra el fondo negro y siniestro del bosque. La luna seguía colgada del cielo azul de Prusia plagado de estrellas, como si fuera un adorno. El aire olía a frío y peligro, como ocurre siempre en esta época del año antes del alba. Había seguido nevando durante la noche, y no había huellas recientes en el prado. Esquié hasta el centro del espacio abierto, retrocedí un poco con los esquís y eché un vistazo entre los árboles.
Entonces, una bola de nieve me dio en la espalda, con bastante fuerza como para hacerme saltar la gorra de lana y enviarme un escalofrío por la espalda. Al darme la vuelta, vi una forma que se recortaba contra la línea del bosque; cruzó un breve instante la luz de la luna y volvió a adentrarse en el bosque. Pero el brazo levantado me indicó que era Sam y que tenía que seguirlo. Cogí la gorra, me la metí en el bolsillo, atravesé los pastos y me sumergí en el entramado de abetos y abedules por donde lo había visto desaparecer.
Me detuve a escuchar. Se oyó el ulular de un búho, procedente de un ligero terraplén, así que lo seguí, adentrándome hacia donde la oscuridad era casi impenetrable. Cuando volví a detenerme, indecisa, oí un susurro cerca de mí:
—Toma esto y sígueme, Ariel.
Me agarró la muñeca, me colocó el disco del bastón de esquí en la mano y partió delante de mí en las tinieblas. Con los dos bastones en la otra mano, lo seguí a ciegas, incapaz de ver adonde me llevaba. Avanzamos en eslalon por entre los árboles un buen rato y después iniciamos la ascensión hacia el prado alto. Cuando por fin llegamos al espacio amplio, el cielo se había iluminado de un azul cobalto y casi distinguía la silueta de Sam que me precedía.
Se dio la vuelta, puso las puntas de los esquís entre los míos, como dedos entrelazados, y me rodeó con los brazos tal como yo hice con él en esa montaña casi dieciocho años atrás. Olía a piel curtida y morena, y a humo de leña. Sepultó el rostro entre mis cabellos sueltos y susurró.
—Gracias a Dios, Ariel. Estás viva, estás a salvo.
—No gracias a ti —gruñí contra su hombro.
Me separó de él y me observó en la oscuridad anterior al alba, con sólo el brillo blanquecino de la luna y ese extraño reflejo de la nieve.
No había visto a Sam en más de siete años. En esa época era todavía casi un niño. Debería de haber imaginado que habría cambiado en todo ese tiempo. Y ahí estaba: alto, con los hombros anchos, con unas facciones hermosas y enérgicas, el perfil esculpido de Earnest, los cabellos negros y largos de su madre cayéndole sobre los hombros y la belleza misteriosa de esos ojos plateados que parecían iluminados desde el interior. Con cierto pesar vi que quien tenía ante mí ya no era mi joven mentor y hermano de sangre, sino un hombre increíblemente atractivo. Y la sorpresa con que me miraba me mostraba que su reacción ante mí debía de ser muy parecida.
—¿Qué ha sido de ese palillo con las rodillas despellejadas que me seguía a todas partes? —dijo con una sonrisa algo incómoda—. Dios mío, listilla, estás que tumbas de espaldas.
—Tú sí que has estado a punto de tumbarme con esa bola de nieve repliqué, igual de incómoda. Me resultaba difícil mirar a Sam hasta que pudiera hacerme a la idea de que ambos nos habíamos convertido en adultos.
Lo siento —se excusó, mirándome aún como si fuera casi una desconocida—. Parece que eso es lo único que puedo decirte últimamente, Ariel, lo mucho que siento todo lo que ha pasado. Lo mucho que siento haberte metido en esto.
—Sentirlo no sirve de nada —volví a citar a Jersey una vez mas, pero sonreí y él me devolvió el gesto. Supe que se lo tenía que decir de inmediato—. Sam, hay algo que yo también siento, algo que lamento más que nada en el mundo —le informé—. Espero no haberlo estropeado todo ni habernos puesto en demasiado peligro, pero cometí un error idiota y estúpido y terrible: dejé a alguien a solas toda la noche con el manuscrito rúnico…
Sam me había observado con una creciente expresión de horror mientras yo le soltaba esa letanía de remordimientos abyectos, hasta que llegué a los particulares al final. Y entonces me llevé una sorpresa.
—¿Qué manuscrito rúnico? —me preguntó.
Tenía esa impresión bastante interesante de que si el corazón se me seguía desplazando de forma vertiginosa a la parte inferior del abdomen, tarde o temprano dejaría de latirme por completo y se dedicaría simplemente a desplazarse arriba y abajo como un yoyó. Pero unos kilómetros de esquí nórdico con Sam por los prados obraron como un masaje torácico. Cuando llegamos a la cabaña, estaba bien, o al menos había recuperado la capacidad de hablar.
Averigüé la razón por la que Sam había cambiado los planes para nuestra cita de hoy. Últimamente se sentía tan en peligro que no iba a los hoteles, de modo que desde su «muerte» había dormido en cabañas de caza y en cobertizos diseminados por todo Idaho, abandonados o fuera de uso en esa época del año. Había llegado a Sun Valley un poco antes que yo y había averiguado que cerca de la montaña de esquí no había ningún refugio de estas características, así que exploró el lugar hasta que encontró aquél, a unos tres kilómetros de la carretera principal. Pero la mayor parte de la zona quedaba muy abierta y me podrían seguir con facilidad, a no ser que llegara tan pronto que casi no hubiera luz para ver.
Una vez que llegamos a la cabaña desierta donde Sam había pasado la noche, nos quitamos los esquís, sacudimos la nieve de las fijaciones, plantamos los esquís y los bastones en la nieve, en la parte de atrás, y entramos. Sam atizó las brasas del fuego de la noche anterior y le lanzó unos cuantos troncos más. No había otro medio de calefacción ni tampoco agua corriente, sólo una bomba en el exterior, junto a la puerta. Sam le dio a la manivela para llenar un cacharro con agua, que puso al fuego para preparar café instantáneo. Después, acercó un taburete al lado de la silla con el asiento de rafia donde yo ya me había instalado.
—Sé que no debes de entender mucho de lo que he hecho ni por que lo he hecho —dijo—. Pero antes de explicarte todo lo que ha sucedido, necesito que me pongas al corriente de esta última semana: por que no acudiste al lugar donde yo debía llamarte, qué sabes sobre el paquete desaparecido y todo lo que hayas averiguado hasta ahora de Laf.
—De acuerdo —accedí a regañadientes, a pesar del millón de preguntas que necesitaba plantearle—. Pero primero, si tú no me enviaste el manuscrito que mencioné, tengo que saber algo enseguida, porque he conocido a una persona que me dijo que me lo había enviado. ¿Has oído hablar de un tal doctor Wolfgang K. Hauser?
Sam lució una sonrisa torcida de inmediato.
—¡Así que lo conoces! —añadí.
Pero Sam sacudió la cabeza.
—Ha sido, no sé, supongo que el modo en que dijiste su nombre.
—Sam me miraba con una expresión extraña—. Supongo que siempre te he considerado mi hermanita de sangre, mi alma gemela. Pero ahora siento… Quiero decir, ¿quién es ese individuo, Ariel? ¿Tienes que contarme algo?
Noté que la sangre me teñía las mejillas. Esa condenada piel irlandesa que había heredado de Jersey traicionaba todas mis emociones en cuanto se producían. Me cubrí el rostro con las manos. Sam me las retiró y abrí los ojos.
—Dios mío, Ariel, ¿estás enamorada de él? —dijo. Se levantó y empezó a andar formando un círculo, mientras se frotaba la frente con la mano y yo seguía sentada sin saber qué decir.
Sam volvió a sentarse y se inclinó hacia mí con urgencia.
—Ariel, aparte de cualquier otra cosa que pueda pensar de la situación, no es el mejor momento para que surja un romance. Dices que acabas de conocer a este hombre. ¿Sabes algo de él? ¿De su pasado? ¿Tienes idea de lo peligrosa que puede resultarnos esta «amistad» tuya tan inoportuna?
Me molestó tanto ese arrebato que me dieron ganas de lanzarle algo a la cabeza. Me levanté en el mismo instante en que la cafetera hervía. Sam cogió un guante al vuelo para salvarlo de las llamas. Eso nos concedió un momento para calmarnos.
—No he dicho que estuviera enamorada de nadie —repliqué con la voz más tranquila que conseguí emitir.
—No hacía falta —comentó Sam.
Estaba ocupado con la cafetera, sin mirarme. Luego, se volvió, de modo que no podía verle la cara, y empezó a poner cucharadas de café instantáneo en las tazas. Como sí hablara consigo mismo, dijo por fin:
—Me acabo de dar cuenta de que ahora mismo entiendo mejor tus emociones que las mías.
Cuando se volvió hacia mí con las dos tazas de café, lucía una sonrisa algo tensa. Me pasó la taza y me despeinó los cabellos como solía nacer cuando éramos niños.
—Perdona, lo siento —siguió—. No tengo derecho a decirte a quien tienes que querer, ni a interrogarte del modo en que acabo de hacerlo. Supongo que me has pillado por sorpresa. Eres lo bastante inteligente para no enamorarte de alguien que nos pueda poner a ambos en peligro. ¿Y quién sabe? Quizás haya alguna relación en esta situación que nos sirva para salir del embrollo en que nos he metido, una vez la encontremos. Por cierto, ese Wolfgang K. Hauser, por pura curiosidad, ¿te dijo qué significa la K?
Sorprendida, sacudí la cabeza.
—No. ¿Por qué? ¿Es importante?
—Supongo que no —respondió Sam—. Pero la próxima vez que lo veas, pregúntaselo. Y ahora cuéntame lo que pasó esta semana pasada.
Así que cogí aliento, nos sentamos de nuevo y puse a Sam al corriente de todo lo que había sucedido. Bueno, de casi todo. Después de su reacción por la forma en que mencioné siquiera el nombre de Wolfgang, suprimí el detalle de que había pasado la noche conmigo y con el manuscrito. Pero en el resto, fui honesta.
Para cuando terminé ese resumen exhaustivo, yo misma había empezado a darme cuenta del papel tan fundamental que Wolfgang Hauser desempeñaba en la historia. Pero quizá se debiera a que, hasta entonces, la trama se había desarrollado alrededor del paquete equivocado. El paquete que me había enviado Sam seguía perdido. Y estaba a punto de descubrir lo peligroso que era.
—No me puedo creer que siga sin aparecer —dijo Sam en tono grave, leyendo mis pensamientos—. Pero hay algo que no encaja.
Le pregunté a Sam por qué el contenido del paquete era tan valioso que parecía que todo el mundo quería apoderarse de él, incluidos los miembros de nuestra propia familia que no se habían hablado entre sí en años, y tan peligroso que había tenido que fingir su propia muerte.
—Si tuviera todas las respuestas —afirmó Sam con una sonrisa lúgubre—, no nos veríamos obligados a escondernos en esta cabaña aislada para hablar, después de habernos pasado una semana embarullando las cosas con claves secretas.
—¡Embarullando las cosas! —dije contrariada—. Eres tú quien ha embarullado las cosas, con tu funeral amañado, tus anagramas bíblicos y encuentros secretos. Pero después de todo lo que he tenido que pasar esta última semana, quiero respuestas y las quiero ahora. ¿Que hay en ese paquete y por qué me lo enviaste?
—Es mi herencia —soltó Sam como si así quedara todo claro—. Escúchame, Ariel, por favor. Debes entender todo lo que tengo que contarte. Hace siete años, justo antes de morir, mi padre me habló por primera vez de lo que Pandora le había dejado. No lo había comentado antes, dijo, porque las condiciones del testamento de Pandora especificaban que debía mantener el legado en secreto. Así que lo había guardado en una caja de seguridad de un banco de San Francisco, donde se encontraba el bufete de abogados de la familia. Cuando mi padre murió, retiré la caja del banco y la traje aquí a Idaho para estudiarla. Contenía muchos manuscritos viejos y excepcionales que Pandora había reunido a lo largo de su vida. El paquete que te envié contenía copias de estos…
—¿Copias? —grité—. Fingiste tu muerte, nuestras vidas corren peligro, ¿y todo por un puñado de duplicados de algo?
—Son las únicas copias —dijo Sam, demasiado impaciente para mi gusto, teniendo en cuenta que había tardado tanto tiempo en dar explicaciones—. Cuando dije que los originales eran viejos y excepcionales, debería de haber dicho antiguos. Estaban guardados en una caja herméticamente sellada para evitar su descomposición. Hay rollos de papiro y de lino, o de metales como el cobre o el estaño. Unos pocos están escritos en tablas de madera o en planchas de metal. A mi juicio, por los materiales y lenguas usados (griego, hebreo, latín, sánscrito, acadio, arameo e incluso ugarítico), esos manuscritos se originaron en muchas regiones del mundo y fueron escritos en un amplio margen de tiempo. Enseguida comprendí que lo que tenía en las manos poseía un valor incalculable. Pero también deduje, como mi padre debió de hacer, que entrañaba algún tipo de peligro. Muchos se han desintegrado bastante con los años, convertidos ya casi en polvo, y no pueden fotografiarse con facilidad sin un equipo caro y un proceso complicado. De modo que realicé copias de cada uno, yo mismo, a mano, lo que supuso un trabajo de muchos años, para poder empezar a traducirlos. Luego guardé las copias en la caja de seguridad y oculté los originales donde no creo que nadie los encuentre. Por lo menos, no hasta que haya finalizado la traducción.
—¿Has podido traducir muchos? —pregunté.
—Bastantes —respondió Sam—. Pero son un conjunto de documentos sin relación aparente. Cartas, relatos, testimonios, informes. Burocracia de la Roma imperial. Leyendas celtas y teutonas. Descripciones de fiestas tracias y de cenas en Judea, relatos de dioses y diosas paganos del norte de Grecia. Y todo ello sin ningún hilo conector. Sin embargo, tiene que haber algo o, para empezar, Pandora no los habría reunido.
La cabeza me iba a toda velocidad pero se limitaba a dar círculos.
¿Como podían estar esos documentos relacionados con la trama de conspiración neonazi que había imaginado después de oír a Laf y a Bambi? Todos los acontecimientos que habían descrito sucedían en este ultimo siglo, mientras que idiomas como el ugarítico, por lo que yo sabía, no se hablaban desde hacía milenios. Pensé en las nornas en su gruta oculta en la montaña de Nuremberg, tejiendo e hilando la estrategia mortífera de los días finales del mundo. ¿Pero qué sucedería si una vez terminada, nadie era capaz de leerla?
Mientras Sam tomaba otro sorbo de café tibio, me imaginé la frustración que un criptógrafo tan experimentado como él debía de sentir al quitarle la piel a la cebolla y contemplar las capas que faltaban para llegar al núcleo.
—Si no has conseguido encontrar una relación entre esos manuscritos de Pandora tras años de intentarlo —dije—, ¿por qué todo el mundo cree que son tan valiosos y peligrosos? ¿Podrían estar relacionados con los objetos del Hofburg, los que dicen que Hitler quería reunir?
—Ya se me había ocurrido —afirmó Sam—. Pero considero más importante averiguar de dónde proceden los documentos, cómo los obtuvo Pandora y por qué quiso tenerlos en primer lugar. Y quizá lo más importante sea saber por qué, de entre todas las personas, se los legó a mi padre.
—Yo también me he hecho esa pregunta desde que me enteré de toda la cuestión de los documentos —admití—. ¿Lo sabes?
—Puede —dijo Sam—. Pero me gustaría que me contaras qué piensas tú de ello. Hasta ahora no había podido comentar mi teoría con nadie. Tiene que ver con el testamento de Pandora. Cuando Pandora murió, mi padre tuvo que desplazarse a Europa para la lectura del testamento, como heredero principal. Eso le sorprendió. Al fin y al cabo, fue su madrastra sólo durante el poco tiempo que estuvo casada con Hieronymus. No lo había visto desde que se produjo el «cisma familiar». De hecho, estarás de acuerdo conmigo, Ariel, en que tío Laf debe de ver la historia de nuestra familia desde un punto de vista muy distinto al de nuestros padres, Earnest y Augustus. No creo que la tuvieran en tan alta estima, después de irse y dejarlos en Viena a cargo de su padre.
«Sacrée merde», pensé, una vez más enfrentada a la historia compleja y amarga de la familia. Pero de golpe se me ocurrió algo: ¿era posible que Pandora hubiese tenido en cuenta la profunda amargura y complejidad de nuestras interrelaciones familiares? Se lo pregunté a Sam.
—Ya me lo parecía, pero cuando me contaste esas historias hace un rato, todo encajó —dijo Sam—. Creo que se encuentra en la base de todo, me refiero al cisma familiar. Analicémoslo con detalle. Al principio fue Pandora quien de un plumazo creó la división al irse con Laf y Zoé. El hecho de que abandonara a tu padre cuando sólo era un recién nacido ha sido una espina clavada en nuestra familia, un acto que podría explicar su actual comportamiento frío e interesado. A lo largo de toda su vida, Pandora se esforzó por mantener la división familiar. Sabemos que luego dejó a mi padre esos documentos antiguos y excepcionales que te he descrito. Y según tu amigo Hauser, Zoé tiene el original de un tipo de manuscrito rúnico del que tú has recibido una copia. Ignoramos qué heredó Laf de Pandora, aparte del piso con vistas al Hofburg, lo que en sí puede ser interesante, pero sabemos que conocía la existencia de un manuscrito rúnico, aunque no estaba al corriente de que obraba en poder de Zoé.
Se detuvo y me sonrió.
—Ya lo ves, listilla, todo eso nos lleva a una simple pregunta: si tuvieras que esconder algo y quisieras que permaneciera oculto incluso tras tu muerte, ¿ves alguna forma más segura que dividirlo entre cuatro hermanos como Lafcadio, Earnest, Zoé y Augustus, cuya animadversión entre sí se remonta, en algunos casos, hasta la cuna?
Directo en el clavo. A partir del momento en que creyeron que yo había «heredado», todos los miembros de la familia empezaron a enviar emisarios de aquí para allá o a llegar desde Europa o a llamar pasada la medianoche para interrogarme. Incluso Oliver había observado el comportamiento inusual de mis parientes. Y una familia como la nuestra, con heridas tan antiguas, que se movía en un ambiente de sospecha y resentimiento, era perfecta para que Pandora repartiera ese botín sin que nadie sospechara quién tenía qué.
Pero algo más me preocupaba.
—¿Qué te llevó a tomar la decisión drástica de simular tu muerte? —pregunté a Sam—. No sólo la muerte, sino a montar incluso un entierro por todo lo alto, con la familia, la banda militar, los altos dignatarios, la prensa, ¿por qué una exhibición tan impresionante? ¿Cómo metiste al Gobierno en ello? ¿Y por qué pusiste en peligro mi vida enviándome esos documentos y dejando que todos lo supieran?
—Por favor, Ariel —dijo Sam, cogiéndome la mano entre las suyas.
—Te juro por mí vida que no te habría expuesto a ese peligro si hubiera tenido otra elección. Pero desde hace un año sé que alguien me sigue. Y el mes pasado en San Francisco alguien intentó matarme. No hay error posible. Me pusieron una bomba en el coche.
—¿Una bomba? —grité.
Cuando asimilé esta información, me asaltó un pánico mayor. Ya me había preguntado qué habría en ese ataúd de Presidio en San Francisco, si Sam no había muerto. Ahora se lo pregunté a Sam, con voz temblorosa.
Dios mío, ¿quieres decir que mataron a otro en tu lugar? ¿Es eso, Sam?
—Sí —respondió despacio—. Mataron a una persona en Chinatown en el coche que yo había alquilado.
Los ojos de Sam adquirieron un aspecto ausente y su tono era distante, como si estuviera filtrando los recuerdos a través de una pantalla de niebla.
—Tienes que comprender, Ariel, que aunque no he trabajado nunca directamente para el Gobierno ni el ejército, en los años que he actuado como asesor independiente he entrenado a muchos de los criptólogos internos y he colaborado con el Departamento de Estado. A menudo he realizado trabajos de descifrado, que deben ser rápidos, limpios y silenciosos, para las distintas secciones. Debido a ello, conozco a muchas personas y sé muchos secretos.
»El hombre que murió en esa explosión era amigo mío, un funcionario de alto nivel con el que había trabajado durante años. Se llamaba Theron Vane. Hace un año, le pedí que asignara a uno de sus agentes para que intentara averiguar quién me seguía y por qué. El mes pasado, Theron me pidió que fuera a San Francisco de inmediato: el agente que había asignado a mi caso había muerto en circunstancias misteriosas. La agencia había sellado el piso alquilado que usaba como tapadera de su oficina. Es política del Gobierno limpiar esos lugares y recoger o destruir los informes antes de que caigan en manos de nadie. Pero en este caso, Theron consideró que lo que pudieran encontrar estaría tan relacionado conmigo como con la muerte del agente. Fuimos al lugar con cuidado. Lo revisé todo, incluido lo que había en el ordenador, y destruí los datos.
»A partir de lo que descubrimos, decidimos que lo más rápido y menos llamativo sería que me dirigiera a pie a la siguiente parada y que Theron diera la vuelta a la manzana con mi coche para recogerme. Pero una vez fuera, me detuve en la entrada del edificio para comprobar, por indicación suya, que no hubieran echado cartas en el buzón mientras estábamos dentro. Estaba a mitad de los peldaños cuando Theron puso el coche en marcha y el vehículo explotó…
Sam se detuvo, se puso una mano sobre los ojos y se frotó las sienes. Yo no sabía qué decir. No me moví hasta que bajó la mano y me miró lleno de dolor.
—No puedo explicar lo horrible que fue, Ariel —dijo—. Conocía a Theron Vane desde hacía casi diez años; había sido un buen amigo. Pero sabía que la bomba iba dirigida a mí, así que tuve que dejarlo ahí como si fuera yo, hecho pedazos en la calzada para que vinieran otros a recogerlo y lo metieran en una bolsa como si fuera basura. No puedes imaginarte lo mal que me sentí.
Lo podía imaginar con tal realismo que me eché a temblar como una hoja. Pero a diferencia de dos semanas atrás, cuando creí que era Sam quien estaba muerto, el peligro que se cernía sobre nosotros me golpeó con fuerza. No se trataba de un entierro ficticio, ni tan sólo de un accidente, sino de un asesinato real, una muerte violenta que habían planeado para Sam. Y si el mentor de Sam era un funcionario de alto nivel en el ámbito de los servicios de inteligencia, seguro que era mucho más capaz de protegerse que yo. Ahora resultaba evidente que las muchas precauciones que Sam había adoptado no eran exageradas en absoluto.
—¿Por qué crees que la bomba iba dirigida a ti? —pregunté.
—En el ordenador de ese piso encontré un número que, hasta entonces, pensaba que sólo yo conocía: el número de una caja de seguridad de un banco, situado a unas cuantas manzanas de ahí —respondió Sam—. Evidentemente, quien había intentado matarme había averiguado que los manuscritos que yo había copiado se ocultaban en ese banco de Chinatown, y estaba seguro de que podría conseguirlos, y quizá con mayor facilidad si yo estaba muerto.
»Cuando la bomba estalló me dirigí hacia ese banco a retirar los manuscritos; la coincidencia era demasiado grande. Fui al banco, cogí los manuscritos y un paquete acolchado de correos que me proporcionaron, le puse sellos que compré en una máquina automática y lo metí en el buzón más cercano con la dirección de la única persona en quien sabía que podía confiar ciegamente: tú. Luego, llamé desde una cabina telefónica al superior de Theron y le informé de toda la historia. Fue decisión del Gobierno simular mi muerte. He roto mi palabra y mi tapadera al contactar con alguien, y en especial contigo, un miembro de la familia.
Sam me dirigió una mirada enigmática.
—¿La familia? ¿Qué tiene que ver la familia en esto? —me sorprendí. Volvía a tener la certeza de que en realidad no quería saberlo.
—Hay una única cosa que encaja en todo este rompecabezas y que lo relaciona con nuestra familia —explicó Sam—. En mi opinión, sigue siendo el testamento de Pandora. Puesto que estamos de acuerdo en que lo más seguro es que legara algo importante a tres de nuestros parientes, nos queda una pregunta: ¿qué le dejó al cuarto, su único hijo?
Me atraganté y noté que adquiría un tono verdoso.
—¿A Augustus? ¿Mi padre? —dije—. ¿Por qué le iba a dejar nada? Al fin y al cabo lo abandonó al nacer, ¿no?
—Bueno —soltó Sam con una sonrisa irónica—, es el único de la familia, excepto tú y yo, de quien no hemos hablado. Cuando murió Pandora, yo sólo tenía cuatro años y tú ni siquiera habías nacido, así que me gustaría poner las cosas en perspectiva. ¿No te resulta extraño que mi padre, Earnest, el hijo mayor de Hieronymus Behn, heredara solo los intereses mineros en Idaho, mientras que el tuyo, el menor, acabara con un imperio mundial en concesiones minerales y manufactureras?
—¿Estás intentando decirme que en tu opinión mi padre está involucrado en todo esto? —exclamé incrédula a la vez que retiraba mi mano. Cuando me levanté, Sam permaneció sentado, pero seguía observándome atentamente. La cabeza me daba vueltas pero él no había terminado aún.
—Creo que tienes que llegar a algunas respuestas, aunque sea por ti misma. ¿Por qué crees que en cuanto Augustus pensó que yo estaba muerto contactó con el albacea de mi patrimonio, como me dijiste, para averiguar qué te había dejado? ¿Por qué celebró una rueda de prensa en San Francisco para divulgar el contenido de mi testamento? ¿Por qué te llamó día tras día a Idaho y, cuando consiguió hablar contigo, te advirtió de que lo avisaras en cuanto recibieras los manuscritos que yo te había dejado? ¿Cómo llegó Augustus a saber nada de los manuscritos?
—¡Pero todos sabíamos que existían! —grité—. Los mencionaron en tu…
Iba a decir: «testamento». Pero de repente caí en la cuenta, con un impacto frío y terrible, de que en la lectura del testamento no se había hecho la menor mención sobre los particulares de esos papeles ni del contenido de la herencia, sólo que yo era la única beneficiaría. Pero eso levantaba una sospecha aún más aterradora: si yo era la única heredera de Sam, ¿por qué había acudido Augustus a la lectura del testamento? ¿Por qué había concedido una conferencia de prensa? Y puesto que mi padre no había visto a Sam desde hacía años, ni a su propio hermano Earnest muchos años antes de su muerte, ¿por qué se había presentado al entierro de Sam?
Sam estaba sentado asintiendo con la cabeza, pero ya no sonreía.
—Supongo que ahora, a partir de lo que has observado de su comportamiento tras el funeral, ya imaginarás por qué es tan importante que todos los de nuestra familia, en especial tu padre, crean que estoy muerto —añadió Sam. Se levantó y me miró directamente a los ojos.
—¿Estás loco? —dije—. De acuerdo, admito que Augustus es un imbécil y que su comportamiento necesita una explicación. Pero no pensarás de verdad que te ha seguido e intentado matarte por esos manuscritos, por mucho que crea que valen. Incluso suponiendo por un momento que eso que sugieres fuera cierto, que Augustus fuera capaz de tal cosa, ¿por qué no habría actuado antes para apoderarse de los manuscritos? Al fin y al cabo, Earnest los heredó décadas atrás y los conservó durante casi veinte años.
—Puede que Augustus no imaginara que los tenía mi padre —sugirió Sam—. Tampoco parecía saber nadie que yo los tenía hasta que empezaron a seguirme hace un año…
Un año atrás. Hacía un año alguien empezó a seguir a Sam. Hacia un año Sam contactó con su amigo del Gobierno y dos personas habían muerto tal vez debido a ello. ¿Pero qué otro suceso importante se produjo hacía un año? Lo tenía en algún rincón de la cabeza. Me devané los sesos. Lo vi enseguida, y varias cosas más encajaron en su sitio con la misma precisión que los clavos en un ataúd.
Lo que había sucedido hacía un año exacto, en marzo de 1988, fue que Wolfgang Hauser conoció a tía Zoé en un Anschluss en Viena. Y Zoé le reveló que ella poseía otro manuscrito, ¡un manuscrito rúnico!
De modo que Sam tenía razón en algo: mi padre había heredado algo de Pandora veinticinco años atrás y luego, de algún modo, había averiguado que Zoé había heredado a su vez. No se requería mucho para deducir, como Sam y yo acabábamos de hacer, que había más de una pieza en ese rompecabezas. Ni para llegar a la conclusión que las otras piezas habían recaído de forma parecida a través del testamento de Pandora en diversos miembros de la familia.
Augustus fue quien me había dicho que los manuscritos eran de Pandora y que estaban escritos en algún tipo de clave. Acto seguido recibí, de forma demasiado casual, una llamada de la señora Helena no–sé–qué–Moniker del Washington Post, que había obtenido mi número particular gracias a mi padre y que me comentó que los manuscritos podían ser de Zoé.
¿Cómo podía saber si trabajaba de verdad para el Post y no para mi padre? Aun así, nada de eso demostraba que Augustus fuera culpable de intentar reunir esos manuscritos divididos, y mucho menos que fuera por ahí poniendo bombas de forma despiadada.
—¿Sabes quién fue el albacea del patrimonio de Pandora? —pregunté a Sam.
—¡Exacto! Ése es el punto fundamental.
Me aferró los brazos. El dolor me recorrió el hombro; torcí el gesto y no pude evitar un grito. Sam me soltó enseguida, asustado.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Catorce puntos. Por poco quedo sepultada en un alud —le informé—. Uno de los acontecimientos menos dramáticos de la semana pasada que no incluí en mi relato anterior.
Cogí aliento y me toqué el brazo, que no dejaba de lanzarme punzadas bajo las ropas.
Sam me miraba preocupado. Me acarició los cabellos con ternura, a la vez que sacudía la cabeza.
Ya casi está curado; estoy bien —le tranquilicé—. Pero se me ocurrió que Pandora tenía que confiar mucho en alguien para encargarle que entregara tras su muerte unos documentos que se había pasado la vida reuniendo y protegiendo.
La misma conclusión a la que llegué yo, y más aún dadas las excepcionales circunstancias —corroboró Sam—. Mi propia madre, Nube Clara, había muerto sólo unos meses antes que Pandora. Mi padre y yo estábamos muy tristes, y yo no había viajado nunca hasta un lugar tan lejano como Europa. Por lo tanto, mi padre solicitó que le enviaran por correo los documentos legales que tuviera que firmar para recibir el legado. Ante su sorpresa le indicaron que era imposible: el testamento de Pandora estipulaba que mi padre tenía que firmar y recibir el legado del albacea en persona. Así que los dos viajamos a Viena.
—Así pues, el albacea desempeñaría una función importante —supuse—. ¿Quién era?
—El hombre que fue el primer profesor de violín de Laf —respondió Sam—. El romántico y sombrío primo de Pandora, Dacian Bassarides, quien la acompañó con los niños al tiovivo del Prater y después fue con ellos al Hofburg a ver las armas. Cuando mi padre y yo viajamos a Viena con motivo del testamento, yo sólo tenía cuatro años y Dacian Bassarides pasaba de los setenta, pero nunca olvidaré su cara. Tenía un atractivo salvaje. Salvaje, palabra que Laf usó para describir a la joven Pandora.
»Hay otra cuestión interesante: según Laf, Hitler comentó a los niños en el tiovivo que Earn significa “águila” en alto alemán antiguo y Dad, “lobo”. Esas palabras parecen importantes. Unos cuantos manuscritos que he traducido están relacionados con la familia del emperador romano Augusto.
»Me encantaría saber quién le puso ese mismo nombre a tu padre. Supongo que sabes lo que significa en griego el apellido de Pandora: Bassarides.
Negué con la cabeza.
—Pieles de zorro —explicó Sam—. Pero he averiguado que la raíz procede de una palabra beréber de Libia, bassara, que significa «raposa», la hembra del zorro. De forma muy similar al modo en que Laf describió a Pandora, un animal salvaje. Irónico, ¿no crees?
—«Cazadnos las raposas, las pequeñas raposillas que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor» —cité del Cantar de los Cantares, de Salomón.
Sam me miró asombrado y lució esa sonrisa deslumbrante de aprobación que de pequeña siempre me hacía sentir como si acabara de hacer algo de lo más inteligente.
—¡De modo que comprendiste mi mensaje! —exclamó—. Sabía que lo conseguirías, listilla, pero no creía que hubieras tenido tiempo para completarlo tan deprisa.
—No lo comprendí —le contradije, aunque las ideas se me seguían agolpando en la cabeza—. Sólo descifré lo suficiente para averiguar cuál era el punto de encuentro esta mañana, no lo demás que querías que supiera.
—Pero es eso, ¿no lo ves? —dijo Sam—. Ésa es la ironía. La pequeña raposa, Pandora, acabó por devastar las viñas, como mínimo los últimos veinticinco años en que consiguió mantener separados con tanto éxito esos manuscritos. No empecé a entender lo que había hecho hasta que ya te había enviado el paquete.
Luego, su sonrisa se desvaneció y me miró a la tenue luz de la hoguera con esos ojos plateados.
—Ariel, me parece que los dos sabemos lo que tenemos que hacer —añadió en voz baja.
Sentía el corazón en un puño pero sabía que tenía razón. Si ese rompecabezas era tan peligroso y antiguo que todos lo querían, no estaríamos a salvo hasta que supiéramos con exactitud de qué se trataba.
—Si el paquete que enviaste no llega a aparecer —comenté— supongo que tendrás que reconstruirlo todo a partir de los originales que escondiste y de las runas de Zoé.
—Eso puede esperar, ya que por lo menos sabemos que los originales existen —dijo Sam—. Pero, Ariel, si alguien quiere conseguir esos manuscritos con tal desesperación que nuestras vidas corren auténtico peligro, es prioritario que sepamos en qué consisten las cuatro divisiones y por qué las reunió Pandora. Tengo que ver a la única persona que puede responder esa pregunta: su primo y albacea, Dacian Bassarides.
—¿Por qué supones que Dacian Bassarides sigue vivo? —pregunté—. Si era más o menos de la misma edad que Pandora, estará a punto de llegar al siglo, ahí en Viena. ¿Y cómo vas a encontrarlo? Piensa que han pasado veinticinco años desde que lo viste. El rastro estará un poco frío a estas alturas, digo yo.
—Al contrario —comentó Sam—. Dacian Bassarides está vivito y coleando a sus noventa y cinco años, y aún se le recuerda en ciertos círculos. Hace medio siglo era un reputado violinista con ese tempestuoso estilo Paganini: le solían llamar «príncipe de los zorros». Si no has oído hablar de él es sólo porque, aunque actuaba en público, por alguna razón se negó a grabar discos. Hasta esta mañana ignoraba que también había sido maestro de Laf. Pero en lo concerniente a dónde se le puede encontrar ahora, he pensado que tu amigo Hauser podría habértelo dicho. Según tengo entendido, durante los últimos cincuenta años, incluso durante la guerra, Dacian Bassarides ha tenido su base permanente en Francia y sigue siendo muy amigo de Zoé, que en la actualidad es octogenaria. Si alguien puede concertar una cita con Dacian, es ella.
Sabía que para Sam era demasiado peligroso viajar a París en busca de Dacian Bassarides. Tendría que pasar los controles de inmigración y de seguridad de dos países bajo identidad falsa. Pero pronto se me ocurrió una solución para ese problema.
¿No había dicho Wolfgang Hauser que quería ayudarme a «proteger» mi herencia y que esperaba que conociera a tía Zoé en París para averiguar más cosas? Puesto que el Tanque nos enviaba a Rusia en una misión del Gobierno, tal vez podríamos arreglarlo para hacer una escala en París y visitar a tía Zoé. A Sam no pareció entusiasmarle demasiado la idea de que pasara unos días de abril en París con Wolfgang, pero había sido idea suya que interrogáramos a Dacian Bassarides. Y ésta era la forma más sencilla.
Acordamos que Sam pasaría las próximas semanas, mientras yo realizaba el viaje franco–ruso, sacudiendo el árbol familiar a hurtadillas para ver si conseguía que cayeran unas cuantas manzanas podridas, y que sería buena idea que visitara a su abuelo Oso Oscuro en la reserva de los nez percé en Lapwai. A pesar de que ninguno de los dos había visto a Oso Oscuro desde hacía años, pensamos que nos aportaría datos sobre el padre de Sam, Earnest, cuando vivió en Lapwai antes de que Sam naciera, una información que arrojaría luz sobre como mínimo un miembro involucrado en el cisma familiar que, como sabíamos, había heredado manuscritos.
Pero comprendí que mi familia reunía más que excentricidad, fama y contiendas. Había algo misterioso que parecía yacer enterrado en su mismo núcleo. Para explorar ese núcleo necesitábamos obtener datos nuevos de una fuente externa imparcial. Entonces pensé en la Iglesia de Jesucristo de los santos del último día.
Pocas personas de fuera, o «gentiles», saben que la iglesia mormona posee cerca de Salt Lake City una información genealógica exhaustiva, donde guardan registros de linajes familiares que se remontan hasta los tiempos de Caín y Set. Oliver me contó que conservan esos registros en el ordenador; las líneas de sangre mundiales tejidas en tecnología de microchip, escondidas en cuevas a prueba de bomba en el interior de una montaña de Utah.
«Como los tapices de las legendarias nornas de Nuremberg», pensé.
Aunque las misiones estaban preparadas, Sam y yo seguíamos teniendo el problema de cómo íbamos a establecer contacto una vez que dejáramos esa cabaña y nos separáramos, lo que no tenía fácil solución porque no teníamos ni idea de dónde iba a estar al día siguiente por la mañana ninguno de los dos. Sam elaboró un plan: todos los días, dondequiera que estuviese, encontraría una tienda de servicio de fax y me enviaría uno al ordenador de mi oficina, con un nombre falso pero un número auténtico donde podría enviarle a mi vez un fax. Yo iría también a una tienda y se lo mandaría con cualquier información nueva junto con una clave que debería descifrar y un número donde él pudiera responder. Eso funcionaría a corto plazo, dado que hay tiendas que ofrecen servicio de fax en todas las ciudades del mundo, salvo quizás en la Unión Soviética, cuando estuviera ahí.
Cuando Sam extinguió el fuego y salimos de la cabaña, a pesar de que sólo habíamos permanecido dentro algo más de una hora, la luz del sol se reflejaba en la nieve y el prado era deslumbrante. Antes de ponerme las gafas oscuras para protegerme de ese fulgor, Sam me pasó el brazo por el cuello, me atrajo hacia sí y me besó los cabellos. Después, me apartó un poco.
—Recuerda que te quiero, listilla —me dijo muy serio—. No te enfrentes a más aludes; quiero que regreses de una pieza. Y no estoy demasiado seguro de lo de que te marches a París…
—Yo también te quiero —afirmé, sonriente. Me puse las gafas y le di la mano—. Mientras tanto, hermano de sangre, que el espíritu de la Gran Osa ande en las huellas de tus mocasines. Y antes de que nos separemos, júrame por su tótem que tú también irás con mucho cuidado.
Sam me sonrió también y levantó la mano, con la palma hacia mí.
—Palabra de honor —declaró.
Estaba llegando a la parte alta del prado, cuando vi su silueta contra la nieve medio azulada de la zona inferior del prado, una figura atlética en un elegante mono de esquí negro, con gafas del mismo color y los cabellos despeinados por la brisa de la mañana. No necesitaba verle la cara. Nadie más se movería con tal gracia y agilidad en la nieve. Sin lugar a dudas se trataba de Wolfgang Hauser. Y se dirigía hacia mí, siguiendo mis huellas, las únicas que había aún en la nieve caída durante la noche; de eso estaba segura.
Me cago en dios. Por suerte Sam y yo habíamos subido por caminos distintos. Pero a la velocidad con que se movía Wolfgang, en pocos instantes habría llegado al lugar del bosque donde las huellas de Sam se unían a las mías. ¿Cómo iba a explicar por qué o con quién había ido a esquiar a este punto solitario antes del amanecer? La pregunta sobre qué estaba haciendo allí Wolfgang, cuando se suponía que estaba a casi mil kilómetros, en Nevada, tendría que esperar.
Asustada, salí como un rayo del borde y me adentré por el bosque. No se me había ocurrido que debería regresar por el mismo camino que había seguido por la mañana. Ni siquiera estaba segura de donde estaban mis huellas en el bosque o, puesto que entonces era de noche, dónde nos habíamos encontrado exactamente Sam y yo. Mi único deseo era encontrar a Wolfgang antes de que él llegara a ese punto y surgiera un tema de conversación sumamente delicado. Me movía tan deprisa por entre los árboles que lo pasé de largo.
—¡Ariel! —oí con efecto Doppler y me detuve en seco, de modo que por poco me la pego contra un árbol.
Retrocedí con cuidado a través de los árboles. Wolfgang, que se deslizaba entre ellos, iba separando a su paso las ramas de abeto cubiertas de la nieve de la noche. Cada vez que soltaba una rama, su carga caía en el suelo con un sonido suave y sordo. Cuando nos reunimos bajo la luz veteada, me observó con una expresión inquisitiva pero adusta, de modo que decidí ser la primera en hablar.
—Vaya, doctor Hauser, qué sorpresa —solté, intentando mostrar una sonrisa, aunque aún no sabía si había descubierto nuestras huellas—. Nos encontramos en los lugares más inusitados, ¿no es cierto? Creía que en estos momentos estabas en Nevada.
—Te dije que vendría si podía —replicó en un tono algo irritado—. He conducido toda la noche para llegar.
—Claro, y has decidido relajarte un poco del viaje dando una vuelta con los esquís en medio de ninguna parte —comenté con sequedad.
—No juegues conmigo, Ariel. He ido a tu habitación en cuanto he llegado al hotel; todavía no había salido el sol. Cuando he visto que no estabas, me he preocupado mucho por lo que pudiera haberte pasado. Pero antes de dar la alarma general, he ido al aparcamiento y he visto que tu coche tampoco estaba. Ayer por la noche nevó: las únicas huellas del aparcamiento conducían en esta dirección, así que he venido y he encontrado el coche en el bosque. He seguido tus huellas hasta aquí. Y ahora te toca a ti explicarme por qué has salido a esquiar sola antes del amanecer, a kilómetros del hotel.
Vaya, así que creía que estaba esquiando sola, lo que significaba que no había llegado a nuestras huellas. Eso me libraba del siguiente paso, algo para lo que ya me había preparado: mentir sin reparos. Pero eso no me sacaba del bosque…
—Esperaba que un poco de ejercicio me ayudara a eliminar parte del coñac que tu hermana y yo nos tragamos en mi habitación ayer por la noche —le dije. Y era cierto.
—¿Bettina? ¿Está Bettina en el hotel? —exclamó sorprendido, de modo que supe que había tocado la tecla adecuada.
—Pillamos una buena —expliqué, pero cuando vi que Wolfgang no parecía entenderlo, se lo traduje—: Nos emborrachamos juntas y le saqué información sobre ti. Ahora comprendo por qué me dijiste que conocías a tío Lafcadio, pero que no eras amigo suyo. Pero en nuestra larga conversación sobre el tema de mi familia, quizá podrías haber mencionado que tu hermana lleva viviendo con mi tío los últimos diez años.
—Lo siento —se disculpó Wolfgang, sacudiendo la cabeza como si se estuviera despertando, como de hecho era posible que se sintiera sí era cierto que había estado conduciendo toda la noche. Me miró con ojos azules, profundos y nublados—. Hace mucho tiempo que no veo a Bettina. Supongo que también te diría eso, ¿no? —añadió.
—Sí, pero seguro que me gustará más tu explicación. Quiero decir que, ¿por qué iban dos personas como tú y Bamb… tu hermana a distanciarse tanto, sólo por los histrionismos exagerados de tío Laf?
—De hecho, sigo viendo a mi hermana de vez en cuando —afirmó Wolfgang, sin responder a mi pregunta—. Pero me sorprende saber que Lafcadio la ha traído desde Viena. Seguramente no esperaba encontrarme por aquí también.
—Pues ahora lo sabrá —dije—. Desayunaremos todos juntos y veremos qué clase de fuegos artificiales empiezan a estallar.
Wolfgang clavó los bastones en la nieve y me puso las manos en los hombros.
—Eres muy valiente al planear un encuentro así. ¿Te he dicho que te eché de menos y que Nevada es un lugar horrible como pocos?
—Creía que a los alemanes les encantaban las luces de neón —solté.
—¿Los alemanes? —preguntó Wolfgang, apartando las manos de mis hombros—. ¿Quién te lo dijo? Oh, Bettina. Vaya, sí que la emborrachaste.
Le sonreí y me encogí de hombros.
—Es mi técnica de interrogatorio favorita: la aprendí en el pecho de mi madre —admití—. Por cierto, puesto que tú y yo somos casi parientes gracias a la relación de mi tío y tu hermana, he pensado que podría adoptar un tono más personal y preguntarte cosas que me gustaría saber de ti, como por ejemplo, ¿qué significa la K de tu nombre?
Wolfgang seguía sonriendo, pero arqueó una ceja, lleno de curiosidad.
Es mi segundo nombre: Kaspar. ¿Por qué me lo preguntas?
¿Como Casper, el fantasma simpático? —pregunté entre risas.
Como Gaspar en alemán. Ya sabes: Melchor, Gaspar y Baltasar, los tres Reyes Magos que llevaron regalos al niño Jesús. —Luego, añadió: ¿Quién te sugirió que me preguntaras eso?
Caray, tal vez era muy hábil interrogando a borrachos, pero también era la persona más torpe del mundo a la hora de responder preguntas inesperadas. Probé con un despeje.
—Supongo que no lo sabes, pero tengo una memoria fotográfica —respondí, eludiendo la pregunta—. Vi tu nombre en el registro complejo, incluido lo de Herr Doctor, y el hecho de que estás des tinado en Krems, en Austria. Por cierto, ¿dónde demonios queda Krems?
Parloteaba alegremente con la esperanza de escabullirme de la mirada penetrante y suspicaz de Wolfgang.
—Pues es donde iremos juntos el martes —dijo Wolfgang—. Ya lo verás por ti misma.
Intenté no reaccionar, porque me empezaba a doler la cabeza por el efecto del alcohol que no había eliminado esquiando.
—¿Este martes? —pregunté, algo histérica. No me podía volver a pasar lo mismo. Ahora no. Justo cuando acababa de encontrar a Sam y no tenía modo de establecer contacto otra vez hasta que él me encontrara a mí. Insistí—: ¿O sea que pasado mañana nos vamos a Austria?
Wolfgang asintió y cuando habló fue con cierta urgencia.
—Pastor Dart me llamó ayer a Nevada. Nos había intentado localizar a los dos, a ti y a mí, y se sintió aliviado cuando le dije que sabía cómo localizarte —me explicó—. Nuestro avión hacia Viena sale de Nueva York el lunes, es decir, mañana por la noche, a última hora. Para tomar ese vuelo tenemos que viajar todo el día; por eso me he pasado la noche conduciendo desde Nevada hasta aquí, para recogerte por el camino y que nos diera tiempo a ambos a hacer el equipaje. Pensé que, como me dijiste que Maxfield también estaría aquí, él podría volver más tarde con tu coche y tú venirte conmigo. Tenemos que comentar muchas cosas antes de salir del país. Nos queda tiempo para desayunar, por supuesto, pero tenemos que…
—¡Un momento! —grité con la manopla en alto—. ¿Se puede saber por qué nos vamos juntos de repente a Viena? ¿O se me ha escapado algo?
—¿No te lo he dicho? —preguntó, y sonrió algo avergonzado—. La embajada nos ha concedido los visados soviéticos. Viena es nuestra primera escala camino de Leningrado.
Wolfgang me había traído un libro de frases en ruso para viajeros y me lo leí mientras me conducía de vuelta a Sun Valley. Deseaba encontrar algunas palabras rusas que expresaran con exactitud mi estado de ánimo. Encontré las palabras para estreñimiento (zahpoer,) para diarrea (pabnoes) y para intestino (Kyee–SHESCH–nyeek.) Desde mi punto de vista, esta última se acercaba bastante a la cosa en sí. Sin embargo, a pesar de que sabía que Wolfgang hablaba el ruso con gran fluidez, me resultaba incómodo pedirle que me tradujera la expresión «me cago en dios».
Describir el desayuno como bastante tenso sería quedarse muy corto. Laf me fulminó con la mirada cuando aparecí con Wolfgang, y Bambi y su hermano se abrazaron. Después, Oliver se pasó la comida entera echándome miradas cuando averiguó en rápida sucesión que: a) Bambi era la hermana de Wolfgang; b) Wolfgang me iba a llevar aquel mismo día de vuelta a casa, mientras que Oliver se haría cargo de mi coche y mi gato, y c) Wolfgang y yo nos íbamos al amanecer para un viaje idílico juntos a la Unión Soviética.
Pero Laf se animó un poco cuando le informé de que nuestra primera parada era Viena, donde él tenía previsto llegar desde San Francisco el lunes por la noche, y que le iría a ver por sí le había quedado algo por contarme. Antes de que nos marcháramos, sin embargo, lo llevé aparte.
—Sé lo que sientes respecto al hermano de Bambi —dije—. Pero puesto que vamos a ir juntos a Viena en viaje de trabajo, me gustaría que hicieras una excepción en este caso y nos invitaras a ambos a tu casa. ¿Hay algo más de la situación familiar que consideres que tengo que saber ahora mismo?
—Gavroche, tienes los ojos de tu madre Jersey —respondió Laf con un suspiro—, esos ojos azules de los que siempre ha estado tan orgullosa. Pero los tuyos se parecen más a los de Pandora, los ojos de un leopardo, porque son del más puro color verde. No culpo a Wolfgang: no conozco a ningún hombre capaz de resistirse a unos ojos como los tuyos. Yo no lo sería. Pero, Gavroche, tienes que asegurarte de que vas a resistirte a los hombres hasta que sepas exactamente en qué situación te has metido.
Y eso fue todo lo que Laf me dijo, aunque sabía que había sido sincero conmigo. Le preocupaba yo, no ninguna contienda con la familia de Bambi o con la nuestra.
Besé a Laf, abracé a Bambi, le cedí Jason a Oliver y estreché la mano del silencioso Volga Dragonoff, que nunca sonreía. Mientras recorríamos los doscientos cincuenta kilómetros bordeando el río Snake de vuelta hacia mi sótano, me pregunté en qué demonios me estaba metiendo. Y cómo demonios iba a contactar con Sam antes de irme al día siguiente.
En el camino, Wolfgang me contó lo de nuestro inminente viaje, en el último momento había conseguido una escala en Viena camino de Rusia y por un motivo, pero no el que había dado al Tanque.
Aunque la O1EA tenía su base en Viena, la oficina de Wolfgang estaba en Krems, una ciudad medieval en la parte alta del Danubio, al principio de Wachau, el valle vinícola más famoso de toda Austria, woltgang convenció al Tanque de que teníamos que presentarnos ahí y revisar muchos documentos que incluían la filosofía de la OIEA, así como nuestra misión concreta en la URSS, antes de que pudiera llevarme a Rusia. Y parece ser que el Tanque se lo tragó.
No había recordado Krems antes, pero cuando Wolfgang mencionó el valle Wachau, me vino a la memoria de cuando era niña. Más allá, había otra parte del valle del Danubio, el Nivelungengau, donde habían vivido una vez los primeros y mágicos habitantes de Austria. Formaba parte del escenario de El anillo del nibelungo, la tetralogía de Richard Wagner cuya versión grabada en disco por mi abuela Pandora gozaba de fama mundial.
También recordaba que en Wachau, Jersey y yo habíamos ascendido un sendero escarpado a través de un bosque por encima del gris azulado Danubio hacia las ruinas de Dürnstein, el castillo donde Ricardo Corazón de León había sido capturado al regresar a casa de las Cruzadas y donde permaneció prisionero durante trece meses hasta el pago del rescate.
Pero el motivo privado de Wolfgang para ir a Krems se centraba en otro lugar de Wachau: la famosa abadía de Melk.
Melk, que había sido castillo fortaleza de la casa de Babenberg, los predecesores de los Habsburgo, convertido posteriormente en una abadía benedictina, poseía una biblioteca de casi cien mil volúmenes, la mayoría de ellos antiguos. Según Wolfgang, cuyo relato coincidía con el que me había contado Laf en la piscina, fue en Melk donde Adolf Hitler inició sus investigaciones personales sobre la historia secreta de las runas, como las del manuscrito de tía Zoé. Al parecer, Zoé le había pedido que me llevara a Melk para que investigáramos por nuestra cuenta.
Llegamos hacia las cinco y Wolfgang me dejó en la puerta de mi piso. Acordamos encontrarnos en el aeropuerto a las nueve y media para tomar el vuelo de las diez hacia Salt Lake. Eso nos dejaba la tarde para hacer los preparativos del viaje. Traté de concentrarme en lo que necesitaría llevar para dos semanas, gran parte de ellas en la Unión Soviética, donde no había estado nunca en esa época del año. Tenía la sensación de que se me olvidaría algo. El folleto de viajes que Wolfgang me dio aconsejaba llevar agua embotellada y mucho papel higiénico, de modo que eso fue lo primero que puse en el equipaje. Y aunque no sabía demasiado sobre Leningrado a principios de primavera, recordaba que Viena en abril no era como París: hacía mucho frío y había que ir bien abrigado.
Todo el rato intentaba ordenar mis pensamientos y averiguar cómo podría ponerme en contacto con Sam. Se me ocurrió que Sam igual me enviaba algo al ordenador antes del día siguiente por la mañana para comprobar el sistema por adelantado. Podría ir a recoger ese mensaje de camino al aeropuerto y, aunque entonces no tuviera tiempo, como mínimo sabría dónde enviar el mensaje de respuesta al llegar a Salt Lake, o desde el aeropuerto Kennedy en Nueva York. Además, me di cuenta de que sería mejor no largarme sin despedirme, sino pasarme antes por la oficina para recibir instrucciones de última hora de mi jefe, Pastor Dart.
Dejé las maletas hechas al lado de la puerta principal y, cuando iba a entrar de nuevo, oí a Oliver en el piso de arriba. Estaba dando golpes con los esquís, de modo que subí con la bata y los mocasines ribeteados de piel para ver si podía ayudarlo.
—Me imagino que no has tomado nada desde esta mañana —fue su primer comentario, y era cierto, se me había olvidado—. Iba a preparar una mousse de trucha ahumada con pan de centeno al eneldo para cenar, para el pequeño argonauta y para mí, para compadecernos por tu marcha de mañana. Supongo que después estaremos los dos solos, como solteros, ¿pero te apetece tomar algo con nosotros ahora?
—Me encantaría —asentí.
A pesar de que estaba agotada, caí en la cuenta de que quizá no tendría tiempo para desayunar al día siguiente y lo más seguro era que sólo hubiera cacahuetes en el avión hasta pasado mediodía. Además, quería disculparme con Oliver por cómo había transcurrido el fin de semana, aunque pronto descubrí que no era necesario.
—¿Te apetece que prepare un ponche caliente para acompañarlo? —sugerí.
—Bien sur. Te perdono en parte, querida mía, por haberme presentado a la bella y generosa Bambita. Creo que me he enamorado, y eso que no se parece en nada a la vaquera que siempre imaginé que acabaría robándome el corazón —dijo con una sonrisa, mientras dejaba los esquís en su rejilla y colgaba los bastones por el asa.
—Pero yo diría que tío Lafcadio y ella forman pareja —indiqué—. Y viven en Viena, lo que queda bastante lejos.
—Ningún problema —comentó Oliver—. Los días de esquí de tu tío se han acabado, aunque los de tocar no. Estoy dispuesto a seguir a esa mujer por las laderas como un esclavo el resto de mi vida, sólo para ver cómo practica el wedeln, ¿sabes? Y ahora que has hecho tan buenas migas con su hermano, puede que venga a visitarnos pronto.
Bajé para calentar algo de burdeos y sumergirle unas cuantas bolsas de Glühwein de mi provisión permanente para preparar mi versión simplificada de vino caliente sazonado. Mientras miraba el brebaje que se calentaba, me vino a la cabeza algo que casi se me había olvidado.
Crucé el amplio y frío salón hacia la pared de libros y hojeé el volumen que contenía la H de la manoseada Encyclopaedia Britannica hasta que encontré la entrada que buscaba. Me sorprendió ver que había existido una persona real llamada Kaspar Hauser. Su historia era de lo más extravagante:
HAUSER, KASPAR
Joven famoso por las circunstancias que rodearon su vida, de un misterio aparentemente inexplicable. Apareció vestido con atuendo campesino en las calles de Nuremberg el 26 de mayo de 1828, con aire indefenso y perplejo…
Le encontraron dos cartas encima: una de un trabajador pobre, que afirmaba que había recibido al chico en custodia en octubre de 1812, que tal como había acordado le había enseñado a leer y escribir y lo había educado en el cristianismo, pero que hasta la fecha establecida para renunciar a la custodia lo había mantenido recluido [y otra carta] de su madre en que afirmaba que el chico había nacido el 30 de abril de 1812, que se llamaba Kaspar y que su padre, un oficial de caballería del 6.° regimiento de Nuremberg, estaba muerto.
[El joven] mostraba repugnancia a todos los alimentos salvo el pan y el agua, parecía ignorar todos los objetos externos y escribía su nombre, Kaspar Hauser.
El artículo proseguía y explicaba que Kaspar Hauser atrajo la atención de la comunidad científica internacional cuando se supo que había crecido en una jaula y que no se podía localizar ni a su familia ni al trabajador que lo había criado. En esa época, surgió un gran interés científico en toda Alemania por cuestiones como los «niños de la naturaleza» criados por animales salvajes, así como por el «sonambulismo, el magnetismo animal y teorías similares de lo oculto y extraño». Un maestro local acogió a Hauser en su casa, en Nuremberg, pero:
El 17 de octubre de 1829 se descubrió que había recibido una herida en la frente que, según él mismo afirmaba, le había infligido un hombre con la cara tiznada.
El científico británico lord Stanhope acudió a ver al chico y, debido a su interés, lo trasladó al hogar de un juez en Ansbach, donde podría estudiarlo más de cerca. El público olvidó su caso hasta que el 14 de diciembre de 1833, un desconocido abordó a Kaspar Hauser y le hirió de gravedad en el lado izquierdo del tórax. El joven murió al cabo de tres o cuatro días.
Al parecer, se escribieron muchos libros sobre Kaspar Hauser en los ciento cincuenta años subsiguientes, con conjeturas descabelladas que sostenían desde que había sido asesinado por el propio lord Stanhope hasta que Kaspar Hauser era un heredero legítimo al trono de Alemania. La enciclopedia insinuaba que toda la historia era un «engaño» y descartaba los hechos históricos por constituir «en cualquier caso una total confusión».
Pero mi confusión la había creado Wolfgang K. Hauser, que era de Nuremberg como su tocayo, al darme la impresión errónea de que su segundo nombre estaba relacionado con los Reyes Magos de la Biblia, sin mencionar un personaje histórico lo bastante conocido como para merecer una entrada en la Encyclopaedia Britannica. En cuanto a una mayor conexión con un muchacho que había sido educado como si fuera un animal, ¿acaso la traducción de Wolfgang no era «el que corre con los lobos»?
Eché un vistazo al otro lado de la habitación y vi a Jason, que estaba olisqueando las maletas que yo había dejado al lado de la puerta. Al ver dos maletas Jason sabía que yo estaría fuera más de un fin de semana, de modo que temí que se orinara de forma flagrante en ellas, como había hecho en anteriores ocasiones cuando sospechaba que no vendría conmigo.
—Ni se te ocurra —le advertí. Lo levanté del suelo, quité el Glühwein burbujeante del fuego y corrí escaleras arriba hasta la cocina cálida de Oliver—: Será mejor que vigiles a mi compañero de piso mientras esté fuera —le indiqué—. Me parece que me está cogiendo rencor porque me voy, y ya sabes lo que eso significa.
—Se puede quedar aquí conmigo —sugirió Oliver, mientras untaba una puntita de tostada con mousse y se la daba a Jason—. Así gastaré menos en calefacción abajo. ¿Y qué me dices del correo? ¿Te dará tiempo mañana a pedir que te lo retengan, o prefieres que yo…? ¿Qué pasa?
¡Por todos los diablos, sabía que se me olvidaba algo! Abrí la boca para meter el trocito de tostada que había dejado a medio camino y lo mastiqué para tener la boca ocupada. Vertí el vino humeante en las tazas y di un gran trago mientras mi cerebro rizaba el rizo tratando de resolver con rapidez ese desastre.
—No pasa nada —dije por fin a Oliver—. Me he acordado de que tengo que poner una cosa en la maleta, eso es todo. Pero mañana tendré tiempo de solucionarlo, y de pedir que me retengan el correo, y de pasarme por la oficina también.
Gracias a la misericordia de los cielos era cierto: la oficina de correos abría a las nueve y no tenía que estar en el aeropuerto para embarcar hasta las nueve y media. Pero podía haber sido de otro modo, en cuyo caso, me habría visto en serios aprietos, después de haberse acumulado el correo durante dos semanas mientras yo me dedicaba a corretear por la Unión Soviética. ¿Se puede saber en qué estaría pensando?
Cuando terminé de comer y bajé al sótano, me maldije a mí misma de todas las maneras posibles por haber tenido la presencia de ánimo de poner un despertador y un pijama en el equipaje y casi olvidar lo que podía matarnos a Sam y a mí. ¿De qué servía tener una memoria fotográfica para las banalidades si luego lo importante se me iba de la cabeza?
A la mañana siguiente llegué a la oficina a las ocho y media, con las maletas y el pasaporte en el maletero del coche. Esta vez aparqué en el extremo opuesto del edificio y entré por los controles para empleados del complejo. No tenía la intención de volverme a quedar a la intemperie sin el abrigo, ahora que estaba a punto de partir hacia la Unión Soviética. Pero cuando llegué a las primeras puertas y coloqué la tarjeta en el monitor, no se oyó el clic que indicaba que el guarda de seguridad de la entrada, al otro lado del edificio, había abierto las puertas siguientes. Me estaba congelando. Me di la vuelta para mirar hacia el objetivo de la cámara y grité: «¿Hay alguien?» Se suponía que tenía que haber guardias de servicio todo el día.
Oí un ruido de fondo y la voz de Bella sonó por el intercomunicador.
—No te veo bien para identificarte con la tarjeta —me informó altanera en tono oficial—. Tendrás que mirar a la cámara: ya conoces las normas.
—Por lo que más quieras, Bella, ya sabes quién soy —protesté—. ¡Hace muchísimo frío!
—Ponte en posición y mantén la tarjeta delante del monitor para que pueda completar la identificación, o no entras —insistió.
La muy cerda. Me contorsioné para «adoptar la pose». Sin duda, Bella era una de los que habían oído que la semana anterior había estado esquiando con Wolfgang Hauser en Jackson Hole y ahora se desquitaba demorándome ahí. Tardó un buen rato en identificar a alguien a quien veía todos los días. Cuando por fin oí el clic de la puerta, la abrí de golpe. Pero, mientras la cruzaba, sonreí a la cámara y levanté el dedo corazón frente al objetivo. Oí que Bella tomaba aire con fuerza y balbuceaba histérica detrás de mí hasta que las puertas de cristal apagaron su voz.
Sabía que no podría hacer gran cosa. Los encargados de la segundad de las instalaciones no podían abandonar su puesto hasta que terminaban el turno. Si le tocaba ahora, no saldría hasta las diez de la mañana, cuando yo ya estaría en el avión.
Me dirigí a mi oficina y comprobé los mensajes en el correo electrónico.
Tal y como me esperaba, había uno de Sam (Empresa Gran Osa) seguido de un número de teléfono con un prefijo de Idaho, es probable que en algún punto entre Sun Valley y la reserva de Lapwai. Lo memoricé, lo borré del ordenador y me disponía a ir a ver al Tanque para despedirme cuando asomó la cabeza con expresión de asombro.
—Behn, acabo de recibir una llamada de seguridad pidiendo que te lleve a la oficina del director de inmediato —me comentó—. Me sorprende verte aquí. ¿No tienes que marcharte con Wolf Hauser en el vuelo de las diez? El director afirma que has cometido algún tipo de infracción. ¿Me podrías explicar de qué va todo esto?
—Pues… sí, ahora voy de camino al aeropuerto —expliqué con una terrible sensación—. Sólo he venido para despedirme de usted.
Maldita Bella, ¿pretendía empapelarme? Sabía lo que significaba una infracción de seguridad en un complejo nuclear. Podía llevar horas completar la revisión inicial. La palabra de un guarda de seguridad era la ley. Si su acusación prosperaba, me podían suspender del trabajo. ¿Pero qué me estaba pasando? ¿Por qué no lo había dejado correr y había cruzado el control sin darle mayor importancia? ¿Por qué le había tenido que hacer ese gesto?
Mientras el Tanque me acompañaba a la oficina del director de seguridad, yo pensaba cómo demonios, aun en el caso de que saliera de ésta con tiempo suficiente para coger el avión, iba a llegar a la oficina de correos para que me retuvieran la correspondencia. Me pregunté si sería posible someterme a un trasplante de cerebro o que me suministraran un complemento hormonal que redujera la agresividad femenina. Me pregunté si podía dejarme caer al suelo y simular que estaba sufriendo un ataque.
Cuando entramos, Peterson Flange, el director de seguridad, estaba sentado ante su escritorio. Como nunca había visto a Peterson Flange sin estar sentado a su escritorio, a veces dudaba de que tuviera piernas.
—Controladora Behn, esta mañana he recibido una acusación contra usted por una infracción muy grave de seguridad —empezó a abroncarme el director.
El Tanque arqueó las cejas al mirarme, sorprendido sin duda de que hubiera podido incurrir en una infracción grave si sólo había estado en el edificio unos instantes. Yo me hacía la misma pregunta: había suspendido un nuevo test de inteligencia.
—Behn tiene que salir esta misma mañana para un proyecto muy importante —informó el Tanque a Flange, mientras consultaba el reloj—. Su avión sale en menos de una hora. Espero que no sea tan grave como sugieres.
—La guarda de seguridad que ha informado de la infracción ha sido relevada de su cargo y se reunirá con nosotros enseguida —dijo Flange.
Y entonces, Bella entró como una exhalación.
—Me mandaste a la mierda —gritó, mientras movía una de sus uñas pintadas de color malva delante de mis narices en cuanto me vio.
—Ni más ni menos que lo que haces tú ahora —le indiqué—. Sólo que puede que yo usara otro dedo.
—¿Pero qué dice esta mujer? —preguntó el Tanque señalando a Bella. Había adoptado esa voz de «no me busques las cosquillas» a la vez que fulminaba con la mirada al director de seguridad.
Pero yo sabía que estaba en un buen lío. Aunque el Tanque era el director de todo el complejo nuclear, el personal de seguridad dependía directamente de la sección de Seguridad Nacional del FBI. Peterson Flange podía anular las decisiones del Tanque y detenerme en seco si decidía proseguir con ese asunto, lo que indignaría al Tanque conmigo porque tendría que sermonearme y rellenar informes y muchas otras tonterías. Tenía que pensar rápido.
—Controladora Behn —dijo Peterson Flange—, la guarda de seguridad la acusa de haberle realizado un gesto obsceno y amenazador a través de la cámara de seguridad en los controles de entrada cuando ella, en cumplimiento de su deber, sólo trataba de identificarla con la tarjeta.
—Lo tengo grabado —me espetó Bella—, de modo que no te molestes en negarlo.
Su actitud me sacó de quicio. Me volví hacia Peterson Flange y le pregunté con amabilidad:
—¿Y puede decirme qué amenaza exacta interpretó su guarda de seguridad con ese gesto?
Se me quedó mirando asombrado y se puso de pie de golpe. Vaya, pues sí que tenía piernas.
—¡La seguridad es el aspecto de mayor importancia en este complejo, controladora Behn! —bramó—. ¡No es una cuestión fútil!
Procuraba recordar qué quería decir fútil, si era algo serio o algo banal, cuando el Tanque interrumpió esa conversación tan interesante.
—¿Qué es lo que le hiciste, Behn? —me preguntó.
—La mandé a tomar por el saco a través de la cámara de seguridad, señor, porque no me dejaba pasar por el control —expliqué—. Me estaba tocando las narices y tenía miedo de que si tardábamos mucho más tiempo, igual perdía el avión.
—¡Que le estaba tocando las na…! —A Peterson Flange le estaba dando un soponcio y se derrumbó de nuevo en la silla. Así que quizás era sólo que el asiento estaba provisto de muelles.
Pastor Dart me observaba cubriéndose la boca con la mano. Si no lo conociera tan bien, habría jurado que se reía. Por último la situación se calmó y el Tanque tomó las riendas.
—En mi opinión —anunció con su mejor voz de «no me fastidies o te voy a jorobar»—, la controladora Behn merece un aviso verbal, nada más. A nivel privado me parece pertinente mencionar que acaba de sufrir una pérdida familiar y que, en cuanto regresó del entierro, se enteró de que debía partir en una semana para una misión importante al extranjero en colaboración con el doctor Hauser, nuestro enlace con la OIEA. Me rogó que la excusara de la misión pero yo…
Se detuvo porque Bella se había abalanzado sobre el escritorio del director y le estaba gritando en plena cara.
—¡Tiene que empapelarla! ¡No puede permitir que se vaya de viaje con él!
Peterson Flange lanzó una mirada avergonzada a Dart y sacudió una mano.
—Me encargaré yo mismo de este tema —concedió, mientras el Tanque y yo nos disponíamos a marcharnos.
—Más adelante, me darás las explicaciones oportunas, Behn. Pero ahora será mejor que cojas ese avión con Hauser —dijo el Tanque y, cuando me iba, sacudió la cabeza con una sonrisa y añadió—: No me puedo creer lo que hiciste. Pero por favor, que no se repita.
Sólo me quedaban veinte minutos para ir de la oficina al aeropuerto, que estaba a unos diez minutos largos, sin contar el rodeo que tenía que dar. Detuve el coche a la puerta de la oficina postal, sin molestarme en aparcar. Bajé del coche y subí corriendo los peldaños. George, el empleado de correos, estaba detrás del mostrador cuando entré, pero había unas cuantas personas haciendo cola.
—George, me tendría que retener el correo unas semanas —grité por encima de las cabezas—. Le rellenaré el impreso. ¿Es demasiado tarde para retener también el de hoy?
Oh, señorita Behn, lo siento —se excusó George, mientras pesaba sobres y les ponía sellos para los otros clientes—. Fue culpa mía, pero intenté arreglarlo. Espere un momento y esta vez lo hago bien.
Hizo sonar un timbre en el mostrador y me volvió a asaltar esa sensación terrible. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era lo que George me tenía que arreglar? ¿Qué era lo que iba a hacer bien? Estaba muy asustada pero de todas formas le rellené el formulario y se lo di.
De dentro salió otro empleado y recogió los resguardos de los que habían ido a buscar envíos. George desapareció y volvió con un paquete. No se parecía demasiado al otro que había recibido la semana anterior, pero estaba en un sobre acolchado, grande y maltrecho, como el que Sam había descrito, del tamaño de unas mil hojas.
—La semana pasada me confundí de paquete —explicó George—. Éste era el que correspondía al resguardo que trajo, pero no lo comprobé. El otro llegó el mismo día que usted vino y todavía no habíamos preparado el aviso. El sábado, comprobamos los paquetes pendientes para devolver al remitente los que no habían sido reclamados y, por suerte, estaba yo aquí y me di cuenta de mi error. No sabe cuánto lo siento, señorita Behn.
Me entregó el paquete y apreté los dientes antes de mirarlo. Sabía que sólo me quedaban diez minutos para llegar al aeropuerto y coger el avión a Europa con Wolfgang Hauser. Me obligué a mí misma a mirar el paquete. El matasellos era de San Francisco, como el resguardo que había encontrado en la nieve. Y esta vez no había error posible: la letra que contenía era la de Sam.