LA SERPIENTE

SERPIENTE: La serpiente nunca muere.

Algún día me verás salir de esta bonita piel, una nueva serpiente

con una nueva piel más bella. Eso es nacer.

EVA: Lo he visto. Es maravilloso.

SERPIENTE: Si puedo hacer eso, ¿qué no puedo hacer? Soy muy perspicaz.

Cuando Adán y tú habláis, os oigo decir «¿Por qué?», siempre «¿Por qué?»

Veis las cosas y decís «¿Por qué?». Pero yo sueño cosas que nunca existieron; y digo «¿Por qué no?».

GEORGE BERNARD SHAW

De vuelta a Matusalén

En las condiciones invernales en que se encontraba la carretera, tardaría unas dos horas largas en cruzar la frontera de Idaho y adentrarme en Wyoming. Sería la primera ocasión que tendría de pensar a fondo después de haber regresado de San Francisco. ¿Fue sólo el día anterior por la mañana?

Ya había faltado más de una semana al trabajo y en este momento mi jefe no estaba demasiado contento porque no me apetecía ir a Rusia. Si me iba sin permiso al segundo día de regresar, era posible que me quedara sin trabajo. Por otra parte, estaba la vital cita telefónica de aquella tarde en el bar No–Name. Pero con el giro inesperado que habían dado las cosas, no sabía cómo podría volver a contactar con Sam. El desastre definitivo cobró forma en mi atribulada mente antes de llegar al final del valle: no podía dejar a mi gato en la misma casa que un criminal, sobre todo teniendo en cuenta que era un criminal al que debía un mes de alquiler.

En ese extremo del valle, la carretera ascendía en espiral como un sacacorchos para encontrarse con un río que parecía surgir de la nada en el sotobosque. Me conocía cada curva y recodo de memoria. Cogía cada inclinación como en una carrera de eslalon. Fui a parar bajo la estruendosa cascada en dos niveles y descendí hacia los valles que las aguas veloces del río Snake habían excavado en la cordillera.

El Snake es uno de los más bonitos de América del Norte. A diferencia de los ríos anchos y complacientes que irrigan la región central de Estados Unidos, el Snake se comporta más bien como lo que significa su nombre: una serpiente misteriosa y sombría, que sólo se siente cómoda en las hendeduras agrestes e inaccesibles de las montañas. Serpentea en un cerrado zigzag la mayor parte de los mil quinientos kilómetros de recorrido desde Yellowstone, en Wyoming, a través de luaho, Oregón y el estado de Washington, donde se une al inmenso.

Columbia en su precipitado viaje hasta el océano. Pero el brillo cristalino de la superficie del río oculta la traición de las aguas profundas, que atacan deprisa y a menudo de forma fatal. Las aguas son tan rápidas, la corriente tan fuerte y el fondo tan profundo en los puntos más inesperados que pocos de los cuerpos que ha arrastrado se han llegado a encontrar; ha engullido incluso coches enteros, que no se han recuperado jamás, de ahí los rumores de que una enorme bestia se esconde en sus aguas y devora todo lo que se lleva a su guarida.

Como era habitual en esta época del año, el valle estaba sepultado bajo una niebla espesa formada por las aguas cálidas del río al entrar en contacto con el aire gélido. Antes del último descenso, mientras se veía aún la carretera, los locales solían comprobar delante y detrás los posibles automóviles con los que podían chocar cuando los envolviera allá abajo. Fue entonces cuando lo vi, desapareciendo en una curva tras de mí: un coche gris del Gobierno con la matrícula blanca, idéntica a cientos de otras de la flota del complejo nuclear, a disposición de cualquiera de los diez mil empleados para realizar visitas a instalaciones u otros asuntos oficiales. ¿Qué hacía aquí, camino de ninguna parte? El uso de vehículos del Gobierno para actividades personales o recreativas estaba sancionado con una fuerte multa o incluso con la suspensión de empleo.

Pero quizás éste era un asunto oficial, pensé. Sam me había dicho que me vigilaban a todas horas, ¿no? Si hasta Oliver estaba metido en el ajo, quién sabía si alguien más lo estaba. No distinguía al conductor tras el parabrisas, pero cuando vi que el coche volvía a aparecer tras la última curva, estuve segura de que me seguía. No había nadie más que yo en esa zona.

Pero conocía todos los recodos y baches de la carretera y sabía que el mejor lugar para deshacerme de él era la niebla. En cuanto llegué a la última bajada, aceleré y me sumergí en ella. Vi que mi perseguidor aumentaba la velocidad y hacía lo mismo. Una densa capa de niebla nos envolvió y quedamos aislados en su abrazo. Sólo se oía el ruido del silencio, mientras el coche seguía en eslalon por las curvas cerradas de la carretera, moviéndose como la misma serpiente a través de la neblina.

Me pareció que tardaba horas en recorrer las curvas, a través de esa blancura asfixiante como en el interior de una almohada, pero el reloj del coche me indicaba que sólo habían pasado veinte minutos. Sabía que la carretera pronto saldría de la niebla, al acercarse al paso. Ahí arriba, se bifurcaba y se podían elegir varias rutas en dirección a Jackson. Cuando apareció la primera señal de desvío, casi invisible en la neblina, salí de la carretera, apagué el motor y bajé un poco la ventanilla para escuchar.

En menos de un minuto el coche del Gobierno pasó de largo. Oí el motor y vi su silueta plateada a través de la neblina, pero eso fue todo. Esperé cinco minutos enteros antes de reiniciar la marcha.

La carretera estaba libre en el paso, así que me tomé un breve respiro para reflexionar. Pensé en lo que debía de ser ese manuscrito que había caído en mi poder y que todos querían, y por qué estaría escrito en alfabeto rúnico. Era seguro que no se trataba de correspondencia de mi abuela Pandora ni de mí nefanda tía Zoé. Ni tampoco parecía que esas páginas recogieran los recuerdos de ninguna de las famosas leyendas con quienes se decía que se habían codeado a lo largo de sus longevas vidas. Además, a pesar de que el lenguaje céltico pudiera remontarse a miles de años de antigüedad, el documento que tenía al lado ni tan sólo empezaba a amarillear: parecía estar escrito con tinta bastante reciente. Era muy posible que el propio Sam lo hubiera escrito usando las runas para transcribir elementos principales de los documentos originales, quizá más peligrosos, y puede que también para aportar pistas acerca de dónde se encontraban los manuscritos reales en caso de que algo le sucediera.

No tenía sentido que Sam «tuviera que librarse» de aquellos papeles. Si había fingido su muerte, si todo bicho viviente sabía que yo iba a heredar sus bienes, si los periodistas estaban tan informados como para solicitar una rueda de prensa y querer comprar los derechos en exclusiva, si incluso mi casero me estaba espiando, toda la situación había sido pensada para llevar a alguien por falsos derroteros: alguien que quería los manuscritos originales por algún motivo. Y yo era el anzuelo.

Ahora sabía exactamente lo que tenía que hacer: tenía que esconder este documento en un lugar tan difícil que nadie más que yo, incluido Sam, pudiera encontrar. Y sabía muy bien dónde iba a ser.

Tenía suerte de haber traído los esquís.

En Jackson Hole, aparqué delante de los Grand Tetons, o «grandes pechos», como habían bautizado los tramperos franceses a estos picos de montaña con forma de senos de corista que apuntaban hacia el cielo. Metí el manuscrito en una de mis viejas mochilas de lona que guardaba en el maletero, agarré el mono de esquí, la parka y los calcetines y guantes térmicos que siempre llevaba, y me dirigí al lavabo de señoras del hotel para transformarme en la Reina de las Nieves. Luego, pedí una taza de café, conseguí algo de cambio en la cafetería e hice la llamada de rigor para explicar al Tanque mi ausencia en mí primer día entero de vuelta al trabajo. Quería asegurarme de que no se había endurecido al ver, tras nuestras ligeras discrepancias del día anterior, que no hacía acto de presencia por la oficina.

—Behn, ¿dónde estás? —me dijo en cuanto su secretaría me pasó la llamada.

—Ayer por la noche me di cuenta de que necesitaba obtener algunos datos en el complejo del oeste, desde donde le llamo —mentí.

El complejo nuclear de Arco, en pleno desierto, donde había cincuenta y dos reactores experimentales del Gobierno, estaba a tres horas de camino en dirección opuesta, al otro lado de la ciudad y de la estafeta de correos que había abandonado de forma tan apresurada. Pero al oír las siguientes palabras del Tanque comprendí lo absurdo, por innecesaria, de mi mentira.

—Le encargué a Maxfield que te buscara por todas partes en cuanto llegó esta mañana. Wolf Hauser regresó de forma inesperada a la ciudad y pasó por aquí bastante temprano. Estuvo encantado al saber que te incorporarías al proyecto y quería conocerte de inmediato, ya que iba a volver a irse de la ciudad por trabajo. Te llamamos a casa, pero ya habías salido. De modo que envié a Maxfield a la oficina de correos a ver si te encontraba…

—¿La oficina de correos? —le interrumpí, en lo que esperaba fuera un tono normal, aunque me zumbaban los oídos y tenía de nuevo la cabeza a punto de estallar.

¿Por qué la oficina de correos? Me acerqué todas mis cartas psicológicas al pecho para echarles un vistazo: ¿estaba también el Tanque metido en esto? Empezaba a desconfiar de todo el mundo, una receta con pocos visos de ser el antídoto de la paranoia. Pero él seguía hablando.

—Ayer, después de que te fueras, llamó alguien del Washington Post —explicó—. Dijo que había estado intentando localizarte desde hacía unos cuantos días para hablar sobre unos documentos valiosos que, según supo en una rueda de prensa, te iban a llegar; que el Post necesitaba hablar urgentemente contigo para comprarlos. Le aseguré que la llamarías hoy.

»Luego, cuando Hauser apareció con tanta prisa esta mañana, se me ocurrió que podías haber ido a recoger el correo, sobre todo si estabas esperando documentos importantes. Así que envié a Maxfield de inmediato. Pero cuando te encontró… bueno, no sé qué me ha contado de tu sorprendente comportamiento.

Sabía lo que venía después: cómo me marché al volante con algunas partes del cuerpo de Oliver aferradas aún al coche y la forma en que por poco dejo el resto de él estampado en el pavimento. Había quedado como una idiota, o peor. Sin embargo, aunque la historia parecía bastante coherente, había algunas cosas que no acababan de encajar. Por ejemplo, de quién había sido la idea de recoger el paquete: del Tanque o de Oliver. Pero no veía modo de preguntarlo sin revelarle al Tanque que los documentos obraban en mi poder.

—Tantas molestias y al final no he podido conocer al doctor Hauser —me disculpé ante el Tanque—. Verá, no pude evitarlo. Yo también tenía mucha prisa, así que no me di cuenta de que Oliver estaba tan pegado al coche.

—Dígale que siento haberle pasado casi por encima del pie. —Luego, añadí con mayor precaución—: El doctor Hauser y yo parecemos dos barcos que se cruzan en la noche. Las cosas han quedado bastante confusas, pero estoy segura de que nos conoceremos muy pronto. Ayer estuve pensando en este proyecto. Estoy de acuerdo en lo que me dijo, creo que podría darle a mi carrera el impulso que necesita.

No estaba alimentando el ego del Tanque. Quizá mi cerebro empezaba a embarullarse y a saturarse después de tanta histeria y estrés, y me llevaba a pensar que cualquiera que hubiera conocido iba a por mí. Quizá necesitaba un breve retiro en la Unión Soviética para introducirme en una realidad distinta a la mía, que empezaba a adoptar un aspecto muy «virtual». Había llegado el momento de un schuss colina abajo para depurarme los microprocesadores.

Le dije al Tanque que regresaría del complejo antes de la hora de cerrar y colgué. Me aliviaba saber que Oliver no era el espía, asesino a sueldo y posible asesino de gatos que había estado imaginando. Pero, de todas formas, tomaría las precauciones pertinentes y ocultaría el manuscrito donde nadie lo encontrara, quizá ni yo misma.

Tuve que esperar media hora el teleférico para subir. Cuando por fin llegó, había tantos pasajeros haciendo cola, que nos embutieron como sardinas. Cargado al máximo, partió rumbo a los profundos desfiladeros, colgado de un cable que no parecía lo bastante resistente. Apretujada entre inquietos esquiadores del centro del país y turistas japoneses, tenía la cara contra el cristal, lo que me permitía disfrutar de una vista excepcional de los seiscientos metros de caída libre que recorreríamos si el peso acababa superando las posibilidades de ese cacharro naranja. Lo más rápido y sencillo habría sido tomar el telesilla, pero no estaba segura de poder localizar el sitio que estaba buscando si no salía de Escila y Caribdis.

Escila y Caribdis eran mis rocas favoritas: dos gigantescos pináculos de piedra, uno al lado del otro, de modo que te obligaban a esquiar entre ellos en cuanto dejabas la cabina, a menos que decidieras sortearlos y te adentraras en la zona de nieve en polvo, algo que yo hacía pocas veces y mucho menos aquel día, que tenía que mantener el equilibrio en esa pendiente traicionera con casi cuatro kilos y medio de manuscrito ilícito colgados a la espalda.

El paso entre las rocas negras de nueve metros de altura era estrecho, escarpado y estaba siempre helado debido al roce constante de muchos esquís. Era como un túnel sin salida, al que sólo llegaba la luz de una rendija estrecha. No había espacio suficiente para frenar o torcer los esquís, ni nada lo bastante blando donde hundir las puntas para mantener el control.

Una vez, en pleno verano, fui de excursión por estos prados e intenté ascender por el hueco entre Escila y Caribdis. Era demasiado escarpado para atacarlo a pie: se necesitaban clavos y cuerdas. Bajar por la nieve era mucho más sencillo: sólo requería nervios de acero. Tenías que agacharte, juntar las rodillas, apoyar las manos en los tobillos, mantener el equilibrio, realizar un schuss por el hueco y rezar para no golpear en hielo o rocas al volver a salir a la luz del día.

Salí de la cabina con el resto de sardinas. Del bosque de esquís y bastones que colgaban del lado del teleférico, recogí los míos. Esperé un poco al lado del refugio superior, sacudiéndome la nieve de las botas, fijándome los esquís, desempañando las gafas, para ceder el paso a mis compañeros de cabina, que estaban impacientes por ponerse en marcha. Quería que la colina estuviera despejada cuando saliera del descenso, no sólo para no tener que esquivar los cuerpos que solían yacer esparcidos por la ladera más abajo de Escila y Caribdis, sino, lo más importante, para evitar que alguien me viera mientras yo buscaba mi escondite.

Sabía que faltaba al menos media hora para que llegara otra cabina, de modo que cuando las cosas se calmaron y la gente hubo desaparecido, me lancé sola colina abajo. Sólo se oía el siseo de los esquís al deslizarse sobre la nieve, mientras bajaba por la zona de descenso y me lanzaba a través del desfiladero, entre las formas mastodónticas y brillantes de Escila y Caribdis.

Conseguí mantener el rumbo hasta que salí al otro lado, cuando una ráfaga de viento me golpeó de lado y me dio de lleno en la mochila. Me tambaleé y empecé a bajar, pero levanté el esquí izquierdo y apoyé todo el peso en la rodilla derecha, hasta que las puntas del guante me rozaban el suelo. Luego cambié al otro lado y me apoyé en la rodilla izquierda, como un patinador, todavía dentro de la zona de descenso, hasta que recuperé el equilibrio.

Inspiré profundamente, examiné la línea de las colinas —la Grand Tetón que se erigía majestuosa a lo lejos y me servía de punto de referencia—, y busqué la cresta de donde tenía que descender para encontrar la hendedura que buscaba, y la cueva. En ese instante me pareció oír un suave siseo de esquís detrás de mí. Extraño, puesto que estaba en la ladera más elevada de la montaña, sin nada que permitiera ascender más arriba, y creí haber esperado a que todo el mundo se hubiera ido.

Su wedeln es algo defectuoso —dijo una voz áspera con acento alemán desde unos metros detrás de mí. Había muchos alemanes merodeando por las zonas de esquí, me dije. No era posible.

Pero lo era. Esquió hasta llegar a mi lado y, de nuevo, me fallaron un poco las piernas al detenerme. Se sacó las gafas, se las puso como una cinta alrededor de la manga del mono negro que llevaba y me sonrió con esos increíbles ojos turquesa.

—Buenos días, doctor Hauser —conseguí articular—. ¿Qué le trae a esquiar por aquí a media semana? —Recobré la compostura. Al fin y al cabo, era difícil que se tratara de una coincidencia, lo cual significaba que podía ser peligroso. Así que volví a iniciar el descenso por la ladera.

—Podría preguntarle lo mismo, mademoiselle Behn —gritó a mis espaldas, mientras imprimía velocidad para alcanzarme—. Tengo un proyecto muy importante. Y usted parece ser la culpable de que se retrase. —Levanté la vista y pensé que su boca era muy atractiva, y esos pómulos…

Dejamos de mirarnos justo a tiempo, sólo unos segundos antes de chocar contra un montículo. Nos separamos para salvar el obstáculo y cuando volvimos a reunimos, el doctor Hauser estaba riéndose. Bajamos la colina, uno al lado del otro, en perfecta sincronía. De repente, con una fuerza y agilidad que me sorprendieron, plantó los bastones y saltó, con los dos esquís en el aire, por encima de un árbol caído en mitad del camino. No pareció perturbarlo; siguió deslizándose como en el agua por encima de los montículos de nieve.

No era difícil de explicar cómo me había reconocido y sabido mi nombre. Como el Tanque me había dicho, había revisado mi expediente, así que no sólo había visto mis datos generales, sino también mis fotografías de seguridad. Pero eso no explicaba qué estaba haciendo en esta montaña, a ciento cincuenta kilómetros de la ciudad. Como si hubiera leído mis pensamientos, cuando los senderos se bifurcaban derrapó hasta detenerse, lanzando un chorro de nieve, y se volvió hacia mí.

—La he seguido por dos estados y por esta montaña. Ya es bastante por una mañana. ¿Qué le parece sí vamos al hotel que hay colina abajo y la invitó a comer? Así podríamos hablar, conocernos un poco mejor. A no ser —añadió— que lleve su almuerzo en la mochila.

—No, acepto la invitación encantada —dije, y esperé no haberme apresurado demasiado—. Y lo siento mucho. No sabía que era usted quien me seguía.

—Disculpas aceptadas —afirmó, con una inclinación de la cabeza. Pero el truco de la niebla no estuvo nada mal. Cuando desapareció, tomé por tres carreteras distintas hasta que por fin comprendí lo que había hecho. Dígame, ¿cómo aprende una mujer joven como usted a, cómo lo llaman, despistar a alguien con tanta habilidad?

—Supongo que por eso me he dedicado al campo de la seguridad —respondí—. Siempre me han interesado las cosas que están ocultas: la idea de perseguir y descubrir, y capturar.

—A mí también —afirmó el doctor Wolfgang K. Hauser con una sonrisa enigmática.

Para cuando terminamos de comer en el restaurante en mitad de la montaña, el doctor Hauser me llamaba Ariel e insistía en que le tuteara. Me había enseñado a preparar hamacas con las parkas, extendiéndolas sobre los esquís y los bastones, que habíamos plantado en la nieve. Nos quedamos al sol, apartados de la pista, mojando el crujiente pan integral en la crema de ostras y tomando Glühwein arrutado, sazonado con clavo y espolvoreado con canela.

Wolfgang me había dado muchos consejos de esquí mientras nos dirigíamos al restaurante. Era un esquiador excelente, mejor incluso que Oliver. Yo había esquiado en pistas de todo el mundo desde pequeña y sabía reconocer a un experto en cuanto lo veía. Había pocos que tuvieran esa combinación de fuerza y gracilidad que daba la apariencia de realizarlo todo sin esfuerzo.

Mientras empezábamos a recoger las cosas para irnos, muy a nuestro pesar, mi nuevo colega me dirigió una mirada desconcertada.

—¿Qué debería pedirte a cambio de todas esas lecciones de esquí gratis que te he dado esta mañana?

—No deberías cobrarme nada —le dije, mientras me ataba la parka a la cintura—. Todo el mundo sabe que dar clases de esquí forma parte del carácter austríaco; algo tan natural como respirar. No se cobra por lo que se hace de forma natural.

Me pareció que se reía algo incómodo.

—Pero tengo que preguntarte algo muy en serio —siguió—. Ayer, cuando entraste en el edificio, te reconocí gracias a las fotos, de hecho fue sólo por tus ojos, porque ibas tan abrigada que parecías un oso polar. —Ostras, exactamente lo que yo había pensado—. Quería hablar contigo entonces, pero no lo consideré adecuado delante de los demás.

Me quitó la mochila cuando iba a ponérmela y la dejó en el suelo; luego me apoyó las manos en los hombros. Noté que el calor de sus dedos me llegaba a la piel. Era el primer hombre que había conocido, o tan siquiera soñado, que me derretía sólo con la mirada, y ahora me estaba tocando. Pero lo que vino después me dejó sin habla.

—Ariel, sabes que pronto trabajaremos juntos, en muy estrecho contacto, en una misión vital. En esas circunstancias, me doy cuenta de que lo que te voy a decir quizá no sea demasiado aconsejable, pero rio puedo evitarlo. Tengo que decirte que me será muy, pero que muy difícil, mantener una relación profesional contigo, el tipo de relación necesaria para que llevemos a cabo este proyecto. Te aseguro que no lo tenía previsto y no suelo propiciar este tipo de cosas. Lo cierto es que no me había pasado nunca antes… —Se detuvo, como si esperara que dijese algo. Cuando contuve la respiración, esperando que cayera el otro zapato, añadió—: No sé muy bien cómo decirlo, pero me gustas, Ariel. Me siento muy atraído por ti.

¿Por mí? Me cago en dios. Estaba con el agua al cuello y lo sabía. Me podía ahogar en las profundidades de esos ojos turquesa cuando me miraba con tanta intensidad. Ese tipo era peligroso en más de un sentido, y ya había demasiado peligro en mi vida sin tener que añadir ninguna clase de esquí gratis. Pero era tan… atractivo.

Olvídalo. No era atractivo, era carismático: era mágico. Lo sabía él y lo sabía cualquiera que le pusiera la vista encima. Eso no podía estar pasándome a mí, no junto con todo lo demás. No precisamente en ese momento. ¿Por qué demonios había decidido el Tanque servirme este veneno? Tenía que hacer algo para volver a la realidad. Cerré los ojos y respiré profundamente. Reuní todas mis reservas, retrocedí, de modo que me libré de sus manos e interrumpí el contacto. Abrí los ojos.

—¿Y qué pregunta es ésa? —dije.

—¿Pregunta? —se extrañó.

—Esa pregunta tan sería que querías hacerme hace un momento.

Wolfgang Hauser se encogió de hombros y pareció herido. Era como si no hubiera previsto el tipo de respuesta que esperaba de mí, ni lo que podía ir después en el guión.

—No confías en mí —afirmó—. Y tienes toda la razón. ¿Por qué deberías hacerlo? Te sigo como un imbécil bajo la niebla, te persigo por una pista de esquí y te llevo a rastras a comer. Sin que me des pie, te suelto mis sentimientos por ti, cuando los tendría que haber guardado en silencio. Te pido disculpas por todo ello. Pero quiero que sepas una cosa…

Esperé. Pero el ataque me cogió totalmente de improviso.

Conozco a tu tío Lafcadio Behn, de Viena —me informó—. He venido a Idaho para protegerte lo mejor que pueda. Antes de que volvieras del entierro en San Francisco, me desplacé hasta aquí para asegurarme de que te incluirían en mi proyecto, no sólo por tu experiencia personal, lo admito, sino también porque los documentos que has heredado no deben caer en malas manos. ¿Comprendes?

La madre de Dios y toda la corte celestial. ¿Qué estaba diciendo?

—Ariel —prosiguió—, te aseguro que cuando acepté esta misión, no me esperaba encontrar… —Se detuvo y me miró a los ojos un momento—. Scheiss, cómo he liado las cosas —suspiró finalmente, y se volvió para coger los esquís de la nieve, de modo que no pudiera verle la cara—. Será mejor que volvamos a la ciudad.

Este giro inesperado cambió los planes que había decidido hacía tan poco tiempo. Intenté encontrar alguna excusa: que debido al dolor, o a cualquier cosa, quería estar sola para pensar. Pero después de que Wolfgang y yo hubiéramos intimado tanto entre vaso y vaso de Glühwein, que me hubiera revelado que conocía a la rama mal vista de la familia, hubiera insinuado que yo le inspiraba una pasión ardiente, y además, hubiera echado vistazos a la mochila en más de una ocasión, me di cuenta de que se notaría demasiado que era un ardid. A pesar de que no me había preguntado lo que estaba haciendo ahí arriba, lo único que podía hacer era ganar tiempo, bajar esquiando la montaña y preocuparme acerca de dónde podía esconder el manuscrito mientras conducía sola de vuelta.

Cuando terminamos de equiparnos, Wolfgang había recuperado suficiente encanto y autocontrol para sugerir que esta vez lo siguiera yo a él. Como todo buen esquiador aprende pronto, amoldar la propia forma, la combinación rítmica de ir oscilando el peso y clavar los bastones copiando los movimientos de un esquiador experimentado, es mucho más útil que diez mil lecciones con algún profesor que te grita con acento extranjero: «¡Dobla las godillas! ¡No agastgues los bastones!» Estaba encantada de recibir estas enseñanzas, por lo menos hasta que se dirigió hacia la nieve en polvo.

Salió hacia un lado de la pendiente preparada y cruzó a través de una arboleda de álamos cubierta por una espesa capa de nieve, en eslalon por entre los árboles. Tardé un momento en darme cuenta de que se dirigía hacia una extensa hondonada de nieve en polvo de tal calidad que atraía a millares de turistas al año. Estaba al otro extremo del bosque. Pero en todos los años que hacía que visitaba esta montaña, la había evitado como a la peste.

Ese tipo de nieve requiere técnicas de esquí totalmente distintas a las básicas del nórdico o alpino. Te tienes que echar para atrás sobre las caderas, como en un balancín, lo que obliga a las puntas del esquí a levantarse mucho sobre la nieve, de modo que no se hundan y te frenen en seco. Eso requiere una enorme flexibilidad de las rodillas y fortaleza de los muslos. Si las puntas del esquí quedan sepultadas, si te detienes, o si pillas un borde y caes, empiezas a hundirte.

Como nunca había encontrado ese ritmo especial, me sentía de lo más indefensa en ese tipo de nieve. Pero es que encima llevaba también una mochila cargada que me añadía un peso suplementario, lo que explica por qué tuve problemas en la arboleda de álamos. Viré de golpe para retroceder y volver a la pendiente que acababa de dejar. Fue entonces cuando sucedió.

Había alcanzado el extremo del bosque cuando comprendí que algo andaba mal, mucho antes de oírlo. No percibía ningún sonido, excepto quizás una especie de susurro: la tierra soltando un suspiro largo y estremecedor. Creo que las palmas de mis manos, recorridas por un hormigueo dentro del abrigo de los guantes, lo notaron antes que la parte consciente de mi cerebro. En cuanto deduje lo que pasaba, también me di cuenta de que no tenía la menor idea de lo que debía hacer.

La tierra se movía bajo mis pies, no la tierra misma, sino más bien la nieve. La montaña se desprendía de su piel: se arrancaba de forma brutal esa cobertura de metro y medio; un montón de nieve que había tardado todo el invierno en caer. Se estaba produciendo un alud.

Y entonces empezó el ruido, primero un sonido sordo; luego un rugido cuando la nieve empezó a rodar sobre sí misma, y los guijarros y las rocas empezaron a caer montaña abajo a mi alrededor. Iba lo más deprisa que podía siguiendo el lindero del bosque para seguir avanzando sin caerme, pero no sabía si debía meterme entre los árboles y correr el riesgo de que uno me cayera encima, o probar por donde estaba, mientras toda la nieve de la montaña iba cayendo como una tonelada de cemento.

Tenía la boca seca y las manos entumecidas por el pánico. Rezaba para no desmayarme y luego pensé que quizá sería mejor porque, de ese modo, cuando quedara sepultada, la arremetida rabiosa sería indolora. Avanzaba, pero sabía que la nieve lo hacía a mayor velocidad. A mi izquierda, en la ladera abierta, lanzaba rocas enormes al aire como si fueran pelotas de playa. A mi derecha, por el rabillo del ojo, veía como caían los árboles, con las raíces elevadas hacía el cielo. El alud era un ser vivo, que devoraba todo lo que le llegaba a las fauces, como la bestia del río Snake.

No conseguiría dejarlo atrás. No era buena velocista y esquiadores más hábiles que yo habían intentado vencer un alud antes sin demasiado éxito. No había nada en mi bolsa de trucos que pudiera salvarme de la devastación total, salvo seguir en pie y desplazándome. Sin embargo, era plenamente consciente de que eso ya no sería posible cuando el alud hubiera cobrado suficiente velocidad y fuerza, así que me acabaría sepultando sin más en la nieve. Y todavía llevada la condenada mochila a la espalda.

En ese instante me vinieron a la cabeza dos cosas. La primera era que, conociendo la montaña como la conocía, pronto iba a quedarme sin árboles a la derecha, esos árboles que me separaban de la hondonada de nieve en polvo, justo en la base de la ladera donde desembocaba la hondonada. La segunda era qué habría pasado con esa hondonada. Y puesto que la nieve en polvo producía con mayor rapidez que la compacta un alud incontrolable, ¿qué le habría pasado a Wolfgang Hauser?

Estas dos preguntas encontraron respuesta a la vez.

Más abajo, vi el punto donde las nieves chocaban con violencia, donde la pendiente preparada de mi izquierda y la hondonada de nieve en polvo de mi derecha descargaban masas de nieve, piedras y rocalla. En el punto de impacto, una columna de nieve se alzaba hacia el cielo.

Me dolían las piernas debido a la tensión del trayecto, y todos los tendones me exigían que me detuviera a descansar, pero sabía que pararme en ese instante significaba una muerte segura. Entonces, detecté a la derecha una figura negra que se movía por entre los árboles. La nieve arrancaba troncos sin piedad a su paso, pero aun así venía hacia mí.

—¡Ariel! —gritó por encima del rugido terrible que nos rodeaba—, ¡salta; tienes que saltar! —Eché un vistazo, desesperada, intentando ver a qué se refería y enseguida lo descubrí.

Ahí debajo, donde terminaban los árboles, se alzaba el borde de una grieta que sobresalía hacia el vacío como un trampolín. Aunque no veía lo que había más adelante, sabía lo que era: había ido muchas veces hasta esa punta y dejado que las puntas de los esquís se inclinaran sobre el borde para resbalar como una lágrima por la cara del acantilado hacia el abismo, y luego me dirigía en eslalon a través del bosque de rocas que emergían del suelo del desfiladero.

Pero a la velocidad a la que me movía en ese momento, no podría aminorar en el extremo del desfiladero para aterrizar sin problemas en la ladera. Si intentaba reducir la marcha, me aplastaría el montón de nieve. O bien descartaba por completo el desfiladero y me lo jugaba todo en la pendiente con el alud que se me echaba encima, o saltaba como me indicaba Wolfgang y rezaba para caer de pie sobre los esquís, treinta metros más abajo, y sobre la nieve en lugar de sobre roca dura y afilada.

No tenía tiempo para pensar, sólo para actuar. Me quité las sujeciones de la muñeca y dejé caer los bastones para no quedar ensartada en uno de ellos al tocar suelo. Luego, me libré de la parka, que llevaba atada a la cintura, para conseguir la movilidad que iba a necesitar para conseguir suficiente elevación. Sabía que no podría quitarme la condenada mochila a tiempo antes de saltar, así que tendría que llevármela: el jorobado volador de Nótre Dame.

Me agaché para ganar velocidad y control. Al salir disparada por el acantilado, elevé el cuerpo y lo estiré del todo al viento, con los brazos echados hacia atrás y el mentón hacia delante, para poder salvar toda la distancia del acantilado y realizar un aterrizaje limpio.

Los esquís se deslizaban sobre el espacio sin fondo. Volaba hacia el desfiladero, de bajada. Era una caída libre y sabía que me tenía que concentrar y no dejar que el pánico me venciera. Me esforcé por mantener las puntas de los esquís en alto y juntas para el aterrizaje, mientras que la nieve y la rocalla caían desde el acantilado, como si fueran confeti lanzado a mi alrededor. Caí y caí. A medida que el suelo se acercaba, veía lo estrecha que era la cinta de nieve que tenía debajo, la gran cantidad de rocas que había y lo inmensas que eran. De nuevo pensé en la bestia del río y en las mandíbulas abiertas de la muerte.

Tras lo que me pareció la eternidad de una pesadilla, los esquís impactaron en la nieve pero, a la vez, mi brazo golpeó contra una roca, cuyos extremos recortados me rasgaron el mono de esquí plateado como un cuchillo dentado; sentí cómo se me separaba la carne, abierta desde el codo hasta el hombro. Reboté con violencia hacia un lado y me desequilibré. Aunque todavía no sentía dolor, noté unas punzadas terribles cuando la sangre empezó a empaparme la manga.

El bosque de rocas escarpadas desfilaba borroso ante mí. Intenté con todas mis fuerzas mantenerme en pie, pero me movía demasiado deprisa, sin bastones para apoyarme. No conseguía ganar el control. Reboté contra un borde, salí dando vueltas hacia un lado y di una vuelta de cabeza. Daba volteretas sin control, golpeaba una roca tras otra con los esquís, de modo que se me abrieron las fijaciones. Ante mi sorpresa, el grosor de la mochila me protegió en más de una ocasión cuando chocaba contra las rocas.

Mis hombros y espinillas no eran tan afortunados: se golpeaban a cada roca. Notaba cómo me aparecían las magulladuras e intenté protegerme la cabeza con el brazo herido y ensangrentado. Un esquí medio suelto se levantó y me dio un porrazo en la frente; la sangre me cubrió un ojo. Al final, salí despedida contra un megalito y me detuve, por el momento.

Estaba magullada y cubierta de sangre, empezaba a notar el dolor, pero el rugido que retumbaba sobre mi cabeza me indicaba que no era un buen momento para reponer fuerzas. Desde la montaña, la nieve y las rocas se precipitaban hacia el desfiladero. La rocalla volvía el aire tan denso que oscurecía el cielo. Hasta árboles enteros, con raíces y todo, eran lanzados al espacio sobre mi cabeza. El salto me había dado suficiente ventaja colina abajo como para tener ocasión de superar el alud, pero sólo si seguía avanzando.

Me levanté tan deprisa como pude y me puse bien los esquís, que me colgaban de los tobillos por las sujeciones de seguridad, Cerré las fijaciones y empecé a deslizarme por el pasillo de hielo y nieve, abriéndome paso entre las rocas, cuando Wolfgang Hauser me alcanzó, respirando fuerte.

—Dios mío, Ariel, estás hecha un asco —dijo jadeando.

—Estoy viva y no tengo nada roto —solté mientras corríamos uno al lado del otro para evitar el alud que ahogaba nuestras voces—. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien —gritó—. Gracias a Dios que has saltado. Toda la hondonada se vino abajo. Cuando hubieras salido del bosque, habrías quedado atrapada entre dos avalanchas, sin nada para detenerlas.

—¡Me cago en dios! —exclamé, mirando a Wolfgang. Él rió y sacudió la cabeza.

—No podría estar más de acuerdo.

En el otro extremo del desfiladero había otro acantilado que se erguía ante nosotros. Pero una rampa de roca cubierta de nieve conducía hasta él, y la subimos con los esquís en tijera. A mitad de esa rampa, Wolfgang se detuvo y dirigió la mirada hacia el extremo del desfiladero de donde acabábamos de venir. Cuando llegué a su altura, puso su mano enguantada sobre mi hombro y, en silencio, asintió con la cabeza en esa dirección. Yo ya estaba algo mareada por la pérdida de sangre pero cuando eché la vista atrás, se me revolvió el estómago. Me agaché y me rodeé las piernas con los brazos.

Todo el valle había desaparecido por completo. El mar de piedras negras que acabábamos de sortear se había desvanecido. Lo que había sido un desfiladero estaba ahora relleno casi hasta los bordes de rocalla blanca, raíces y ramas que sobresalían como si quisieran arañar el cielo. La única marca del terreno que quedaba era el borde del acantilado por donde habíamos saltado, a menos de dos metros por encima de lo que formaba ahora el fondo del valle.

Noté que la mano de Wolfgang me acariciaba el cabello mientras yo temblaba horrorizada. Observamos cómo caían los últimos copos de nieve espolvoreados desde lo alto del acantilado y, más allá, vimos la tierra oscura de la pendiente, desprovista de su capa blanca, donde unos cuantos guijarros seguían rodando colina abajo. Era la devastación total, en menos de diez minutos. Me eché a llorar. Wolfgang me levantó sin decir nada, me abrazó y me acarició hasta que los sollozos remitieron. Después, me separó de él, me secó la sangre y las lágrimas de la cara con el guante y me rozó la frente con los labios como si curara a un niño asustado.

—Será mejor que te limpiemos y te curemos. Eres una criatura valiosa —me dijo cariñosamente, con una sonrisa. Pero las siguientes palabras del atractivo doctor Hauser, aunque igual de tiernas y solícitas me aterrorizaron—. Más que valiosa.

—Eres increíble, querida. Has salido esquiando de un alud sin soltar en ningún momento ese manuscrito de la mochila. —Cuando vio que lo miraba con verdadero terror, añadió—: No tengo que verlo para saber lo que es. Te seguí hasta la montaña para asegurarme de que no lo escondías ni lo perdías. Si lo que llevas ahí es, como supongo, el manuscrito rúnico, me pertenece: yo mismo te lo envié.