MARSIAS: ¡Negro, negro, insufrible negro!
¡Vete, espectro de los tiempos, vete!
Baste con que llegara más allá.
Descubrí que el secreto de la unión
de pensamiento a pensamiento, a través de infinitos años,
a través de muchas vidas, en muchas esferas,
culminó en el oscuro designio
de esta existencia que es la mía.
Sabía mi secreto. Todo lo que era… todo lo que soy.
La runa se completa cuando todo lo que seré brilla
como una sombra en el cielo…
OLIMPO: A través de la vida, a través de la muerte, por tierra y mar sin duda os seguiré.
ALEISTER CROWLEY, Aha
Tuve que sentarme, y deprisa. La sangre se me escurría del cerebro como el remolino de un fregadero, y me derrumbé en la silla. Bajé la cabeza a la altura de las rodillas para evitar desmayarme.
Sam estaba vivo. Vivo. Estaba vivo, ¿o no? ¿O acaso era un sueño? A veces pasan cosas así en los sueños, cosas que parecen muy reales. Pero la voz de Sam seguía ahí y me zumbaba en el oído, a pesar de que yo acababa de regresar de su entierro. Estaba claro que mi salud mental necesitaba un chequeo.
—¿Ariel, estás ahí? —La voz de Sam denotaba preocupación—. No te oigo respirar.
Era cierto: había dejado de respirar. Tuve que esforzarme de forma consciente para reiniciar, incluso para activar esta función fisiológica básica y automática. Tragué saliva, me agarré al brazo de la silla, me incorporé y me obligué a mí misma a responder.
—Hola —dije. Era ridículo. ¿Pero qué demonios podía decir?
—Lo siento. Sé lo que estarás pasando en este momento, Ariel —comentó Sam: nadie hasta entonces se había quedado tan corto en una afirmación—. Pero, por favor, no me hagas preguntas hasta que pueda explicártelo todo. De hecho, podrías ponerte en peligro si dices cualquier cosa, a no ser que estés sola.
—No lo estoy —le respondí con rapidez. Todo ese rato, intentaba dominar mi mente desbocada y conseguir algo parecido al control de mis biorritmos.
—Me lo suponía —dijo Sam—. Te he estado llamando toda la mañana, pero colgaba cuando contestaba otra persona. Ahora que te he localizado, lo más importante es encontrar una línea telefónica limpia. Es fundamental que te ponga al corriente de lo que ha pasado.
Podrías llamarme a casa —sugerí, y elegí las palabras con sumo cuidado.
También alejé la silla con ruedas de donde estaba Oliver, que seguía ocupado en el ordenador, de espaldas a mí.
—No es buena idea; tienes el teléfono pinchado —dijo Sam, que sabía este tipo de cosas—. La línea de la oficina está limpia, por lo menos de momento, lo suficiente para que elaboremos un plan. Tu coche tampoco es seguro —añadió, con lo que se adelantó a mi siguiente pregunta—. Alguien entró y lo registró a fondo. Te dejé esos nudos para avisarte. Espero que no hayas escondido nada de valor especial en el coche ni en casa: estoy seguro de que te están siguiendo auténticos profesionales.
¿Auténticos profesionales? ¿Qué quería decir con eso, que estaba envuelta también en esta historia de espías? Era lo único que me faltaba por oír después de todo lo que había tenido que pasar en las últimas veinticuatro horas.
—Me pareció que estaba todo bien —me limité a decir, aunque me habría gustado saber a qué se refería Sam con lo de «nada de valor especial».
Oliver se había levantado y se estaba estirando. Cuando dirigió la vista hacia mí, hice girar la silla para ponerme de cara al escritorio y empecé a simular que tomaba notas técnicas importantes de la conversación telefónica. La sangre me seguía martilleando la cabeza pero sabía que no tenía que entretener demasiado a Sam al teléfono.
—¿Qué sugieres que hagamos? —le pregunté deprisa.
—Tenemos que establecer un método para poder hablar a horas convenidas, sin que los que te siguen se den cuenta de que te traes algo entre manos. Llamar desde cabinas en la calle queda descartado, por ejemplo.
Para ser sincera, ésta había sido mi primera idea. Borra eso.
—¿Por ordenador? —sugerí mientras seguía garabateando en el bloc. Deseaba con todas mis fuerzas que Oliver se fuera a dar una vuelta.
—¿El ordenador? —dijo Sam—. No es bastante seguro. Cualquier imbécil puede introducirse en un ordenador del Gobierno, y más aún en un ordenador de seguridad. Tenemos que establecer una clave multicapas para protegernos, y nos falta tiempo. Hay un bar de cowboys en la calle de tu oficina, el No–Name. Te llamaré ahí dentro de quince minutos.
—Tengo una reunión con mi jefe —le informé—. Veré si…
En ese mismo instante, con un oportunismo impecable, el Tanque asomó la cabeza por la puerta.
—Me he quitado de encima los papeles antes de lo que me esperaba, Behn. Ven a mi oficina en cuanto termines lo que estás haciendo. Tenemos que comentar algo importante. —Está bien, supongo que tienes que ir —oí que Sam me decía. Oliver empezó a seguir al Tanque a la reunión. Sam añadió—: Quedemos dentro de una hora, entonces. Si todavía estás ocupada, seguiré llamando cada quince minutos más o menos hasta que consiga encontrarte. Ariel, de verdad que lo siento mucho, muchísimo. —Y colgó.
Devolví el auricular al teléfono con mano temblorosa y cuando intenté levantarme, me fallaron las piernas.
El Tanque se había detenido en la puerta y estaba hablando con Oliver:
—No te necesitaré en la reunión, sólo a Behn. Tendría que dedicarse a un proyecto urgente durante un par de semanas. Un poco de «tiroteo» para ayudar a Wolfgang Hauser de la OIEA.
Acto seguido se marchó y Oliver se sentó de nuevo con un gemido.
—¿Qué he hecho yo para merecer esto, Moroni? —preguntó con la mirada clavada en el techo como si esperara ver al profeta suspendido ahí en el aire. Luego me miró con aire de irritación—. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? He perdido también el presupuesto de todo un año para pastas vegetales multicolores del norte de Italia y lo que dedico a los vinagres selectos con hierbas y especias.
—No sabes cuánto lo siento, Oliver —mentí y le di unos golpecitos en la espalda antes de desaparecer por la puerta en una especie de nube.
Me cago en dios. Tenía toda la pinta de que el día iba a ser muy interesante. El complejo de Idaho donde trabajaba era el principal del mundo en lo que se refiere a investigación en seguridad nuclear: es decir, estudiábamos cómo se habían producido los accidentes y cómo podían haberse evitado.
El aspecto de nuestro trabajo que había adquirido especial prominencia se enmarcaba dentro del proyecto exacto en el que Oliver y yo habíamos estado trabajando durante los últimos cinco años. Oliver y yo controlábamos la mayor base de datos existente para identificar y registrar dónde se almacenaban o enterraban materiales tóxicos, peligrosos y transuránicos. Como pioneros en ese campo, nos parecía de lo más lógico haber acumulado también las mayores reservas de humor escatológico del mundo. Ocurrencias del tipo: «Los productos de desecho de los demás nos dan de comer».
Pero Oliver y yo no aportábamos más que el aperitivo. Las investigaciones realizadas en Idaho que de verdad nos daban de comer eran las pruebas de gran alcance sobre «fusión accidental del núcleo» y otro tipo de accidentes, en nuestros reactores en medio del desierto de lava. Aunque no era sorprendente que la Organización Internacional de Energía Atómica, organismo de control mundial, enviara a Idaho a un representante como Wolfgang Hauser para intercambiar ideas sobre esos temas, no estaba preparada para lo que me explicó el Tanque sobre esa futura misión.
—Ariel, ya sabes los problemas a los que se enfrenta la Unión Soviética en estos momentos —fueron sus primeras palabras cuando me tuvo sentada en su despacho y hubo cerrado la puerta.
—Sí, claro. Lo veo todos los días por televisión, en las noticias —contesté. Gorbachov lo tenía mal al querer introducir la libertad en un país que había mandado a prisión y ejecutado a millones de personas para evitar que hablaran siquiera del tema en una conversación de ascensor.
—La OIEA tiene miedo de que la Unión Soviética pierda el control de algunas de sus repúblicas —prosiguió el Tanque—, quiero decir que lo pierda de forma permanente, de que puedan existir grandes reservas de armas y materiales nucleares en ellas, por no decir nada de los reactores reproductores que tanto les gustan, muchos de ellos antiguos y con sistemas de control insuficientes. Si todo eso cayera en manos de gente inexperta, sin la supervisión de autoridades centralizadas, no tendrían nada que perder y en cambio sí mucho que ganar con esa situación.
—Meca…chis —dije—. ¿Y qué puedo hacer para ayudar?
Echó la cabeza atrás y rió, una risa sorprendentemente abierta y cálida. A pesar de su bien ganada fama, no podía evitar que la mayoría del tiempo Pastor Owen Dart me cayera bien. Excampeón de boxeo en el ejército y veterano de Vietnam, sus facciones duras, el rostro curtido y delgado, y los abundantes cabellos de color castaño claro eran emblemáticos de su carácter. Aunque no era mucho más alto que yo, el Tanque era un luchador nato que se superaba cuando estaba en aprietos. Pero me sentía aliviada de no haberlo contrariado nunca. Por desgracia para mí, eso iba a cambiar.
—¿Tu misión, quieres decir? —preguntó el Tanque—. Dejaré eso en manos de Wolf Hauser cuando regrese. Si hubiera sabido que ya estabas de vuelta, lo habría hecho esperar para que os conocierais. Va a estar fuera el resto de la semana para realizar trabajo de campo. Todo lo que te puedo avanzar, y que quede entre nosotros, es que tu participación requiere que viajes a Rusia con el doctor Hauser dentro de unas semanas; ya se han iniciado los preparativos necesarios.
¿Rusia? No podía largarme a Rusia. Sam acababa de resucitar de la tumba, huía de una brigada de asesinos a sueldo salidos de Dios sabe dónde y merodeaba a pocos metros de allí, en el aparcamiento, para dejarme mensajes en trocitos de cuerda. Sam y yo creíamos tener problemas para comunicarnos tal como estaban las cosas, pero por lo que yo sabía, en la Unión Soviética ni siquiera funcionaban los teléfonos. Por mucho que me apeteciera la idea de una escapada íntima al extranjero con el atractivo y oloroso doctor Wolfgang Hauser, sabía que tenía que acabar con ello de raíz.
—Le agradezco la oportunidad, señor —me excusé ante el Tanque—, pero la verdad es que no entiendo cómo podría ayudar en este proyecto. No he estado nunca en Rusia y no hablo el idioma. No estoy doctorada en química ni en física, así que no sabría lo que estaba clasificando aunque se me echara encima y me mordiera. Mi trabajo ha consistido siempre en seguir el rastro y controlar lo que otras personas ya habían descubierto e identificado. Además, le dijo a Oliver que este trabajo sólo duraría unas semanas y que eso no me apartaría de nuestro propio proyecto.
Me había quedado sin aliento después de tanta marcha atrás, pero parecía que mi vehículo no iba a ninguna parte.
—No te preocupes —me aseguró el Tanque, en una voz nada tranquilizadora—, le tenía que decir algo a Maxfield o se habría preguntado por qué no se le había incluido en esto. Al fin y al cabo, dirigís vuestro proyecto de forma conjunta.
Exacto, tenía ganas de preguntarle por qué no habían incluido a Oliver, pero la voz del Tanque había adquirido ese tono distante que solía usar con aquellos a quienes ya había preparado el servicio fúnebre. Se había levantado y me acompañaba a la puerta. Sentí un escalofrío al pensar lo que todavía tenía que hacer.
—Lo cierto es que la OIEA te seleccionó hace meses, basándose en tu expediente y mi recomendación —añadió antes de llegar a la puerta—. Se ha comentado todo a fondo y ya está decidido. Entre nosotros, Behn, yo estaría encantado ante esta oportunidad. Es un chollo de misión. Deberías besar mi mano por habértela conseguido.
Me estaba intentando recuperar de los diversos golpes que había recibido desde la hora de comer.
—¡Pero si ni siquiera tengo el visado ruso! —solté, cuando abrió la puerta del despacho.
—Ya está solucionado —dijo el Tanque con frialdad—. Te darán el visado en el consulado de la Unión Soviética en Nueva York.
Maldición; otro intento fallido. Bueno, como mínimo me había enterado de las malas noticias antes de mantener mi charla privada con Sam. Quizás a él se le ocurriría algo, además de todo lo que ya tenga que resolver, para evitarme este viaje.
Por cierto —añadió el Tanque, en un tono más conciliador, cuando ya me iba—, creo que la semana pasada faltaste porque tenías que asistir a un entierro de alguien de la familia. Espero que nadie demasiado próximo.
—Más próximo de lo que puedo decir —respondí con una expresión evasiva y le puse la mano en el brazo—. Gracias por preguntarlo.
Al irme por el pasillo, eché un vistazo al reloj y me pregunté lo cerca que estaría Sam. Luego, fui a ponerme mi ropa térmica y me dirigí al bar No–Name.
El interior, oscuro y con paneles de madera, estaba impregnado de cerveza y humo. La máquina de discos estaba funcionando. Llegué unos veinticinco minutos antes de la hora. Me senté en una mesa cerca del teléfono de pared, pedí un Virgin Mary y esperé. Al final, sonó el teléfono. Me levanté y lo cogí antes de que se silenciara el primer timbrazo.
—Ariel. —La voz de Sam parecía aliviada al oír que contestaba yo—. Me he vuelto loco desde el entierro intentando explicártelo todo, para que supieras lo que había pasado, de qué va todo esto. Pero dime, ¿cómo estás?
—Me parece que me estoy recuperando —le dije—. No sé si echarme a reír o a llorar. Estoy histérica de alegría porque estás vivo, pero furiosa por habernos hecho pasar a todos, y en especial a mí, por este suplicio. Por ahora, me tendré que creer que tuviste que hacerte pasar por muerto. ¿Lo sabe alguien más?
—Nadie puede saber que no he muerto, por ahora, excepto tú —afirmó Sam con la voz tensa como una cuerda de guitarra—. Si alguien más averigua que estoy vivo, correremos un terrible peligro.
—¿Por qué hablas en plural, rostro pálido? —cité el comentario de Tonto al Llanero Solitario cuando se vieron rodeados por apaches hostiles.
—Estoy hablando en serio, Ariel. Ahora mismo, tú corres más peligro que yo. Tenía miedo de que no volvieras directamente a Idaho, de que te marcharas sola a algún sitio y no recibieras el paquete. Cuando descubrí que tenías el teléfono pinchado y que te habían registrado el coche, no dejaba de rezar para que hubieras tenido la presencia de ánimo de ponerlo a buen recaudo…
La camarera recogía la propina de la mesa y levantaba las cejas para preguntar si quería otra bebida.
Sacudí la cabeza y dije a Sam al otro lado del hilo:
—No te entiendo. —Aunque me temía que sí. Cuando la camarera ya no podía oírnos, añadí en un susurro ronco—: ¿Qué paquete?
Se produjo un silencio terrible. Percibí la tensión a través de la línea. Cuando Sam habló, le temblaba la voz.
—No me digas que no lo has recibido, Ariel —dijo—. Por lo que más quieras, no me digas eso. Tenía que quitármelo de encima, y rápido, antes del funeral. Eras la única en quien podía confiar ciegamente. Lo metí en un buzón de correos, con tu dirección. Lo mandé como paquete postal ordinario. Estaba seguro de que nadie imaginaría una cosa tan descarada y atrevida: enviarlo por correo. Esperaba que volverías después de que llegara, que te estaría esperando en la oficina de correos. ¿Cómo es posible que no lo hayas recibido, a no ser que, quizá, no hayas recogido aún las cartas? —indicó, sin muchas esperanzas. La voz todavía le fallaba por el miedo.
—Me cago en dios, Sam —susurré—. ¿Qué me has hecho? ¿Qué me enviaste por correo? Espero que no fuera mi «herencia».
—¿Lo mencionó alguien durante el entierro? —preguntó también en un susurro, como si alguien estuviera escuchando a través de la línea.
—¿Alguien? —Tuve que controlar la voz—. Lo leyeron en voz alta en el testamento. Augustus y Grace dieron una conferencia de prensa. Los periódicos han estado llamando para intentar encontrarlo. Tío Laf viene volando desde Austria. ¿Te parece poco?
Se me estaba empezando a secar la garganta de tanto susurrar con fuerza. No me podía creer lo que le había pasado a mi, hasta hacía poco, tranquila y bien organizada vida, que ahora parecía confeti. No podía creer que Sam estuviera vivo y que yo quisiera matarlo.
—Ariel, por favor —suplicó Sam. La voz le sonaba como si se estuviera tirando de los cabellos—. ¿Has recogido el correo o no? ¿Hay alguna explicación posible para que no hayas —se le formó un nudo en la garganta— visto el paquete?
Me sentía mareada. No costaba mucho imaginarse lo que ese paquete contenía: los manuscritos de Pandora. Los manuscritos que todo el mundo estaba tan ansioso por conseguir. Los manuscritos por los que yo creía que Sam había muerto.
—Me olvidé del correo —solté. Oí que Sam inspiraba con fuerza al otro extremo del hilo, así que añadí, irritada—: ¡Estaba algo trastornada! Tenía que ir al entierro de un pariente muy cercano. Se me olvidó.
Pues si estuvo todo este tiempo en tu buzón —siguió susurrando Sam—, ¿dónde está ahora?
Fantástico. Estaba entre un montón de cachivaches en el suelo de mi cuarto de estar o bien enterrado a dos metros de profundidad, bajo la nieve. Entonces, me vino a la cabeza la imagen de cómo me hundía en la nieve y lanzaba la correspondencia a la carretera, bajo el coche. _ Vacié el buzón cuando llegué a casa ayer por la noche —informé a Sam— y lo tiré por el suelo. No lo miré anoche, todavía está ahí.
—Dios mío —suspiró Sam—. Si tenías la línea pinchada antes de llegar a casa, seguro que ya te han registrado el piso a fondo, y puede que más de una vez, pero seguro que hoy han vuelto, después de que te fueras a trabajar. Casi me matan por ese paquete, Ariel, y sólo estarás segura mientras crean que todavía no lo has recibido. No pensé en el peligro que correrías cuando te lo mandé.
—¡Muy bonito! —exclamé—. ¿Es como una de esas cadenas de cartas, que no puedes romper o te cae una maldición eterna?
—No lo entiendes, nos caerá una maldición —respondió Sam. Nunca había oído esa nota de desesperación en él. Bajó la voz y, cuando habló, era como si lo hiciera desde el fondo de un pozo—. Es muy importante que ese paquete no caiga en malas manos, Ariel. Es más importante que nosotros, más importante que tu vida o la mía.
—Perdona, ¿cómo dices? —solté—. ¿Estás chiflado o qué? ¿Qué intentas decirme? ¿Que debería arriesgar la vida por algo que no he visto? ¿Por algo que ni siquiera quiero saber?
—Forma parte de ti y tú formas parte de ello —dijo Sam, por primera vez molesto—. Aunque lamento mucho, muchísimo, haberte metido en esto, Ariel, no se puede retroceder en el tiempo. Eres la única que puede encontrar ese paquete, y te digo que tienes que hacerlo. De lo contrario, las vidas que estarán en juego no serán sólo las nuestras, te lo aseguro.
No tenía ni idea de lo que tenía que hacer. Sólo quería salir corriendo, esconderme bajo la cama y chuparme el pulgar. Pero intenté dominarme.
—A ver, vayamos por partes. ¿Cómo era el paquete? —le pregunté.
Pareció concentrarse. Sus palabras sonaban crispadas.
—Era del tamaño de unas quinientas páginas —dijo.
—¡Eso es fantástico! No había nada así en el buzón —exclamé. Lo sabía porque había sujetado toda la correspondencia con una mano cuando empecé a hundirme en la nieve, y luego la lancé toda a la carretera—. Sólo hay una explicación: todavía no ha llegado —concluí.
—Eso nos da algo más de tiempo, pero no mucho —afirmó Sam algo lúgubre—. Puede que llegue hoy que tú no estás en casa. Pero es probable que ellos sí, o al menos que la estén vigilando.
Me moría de ganas de saber quiénes eran ellos, pero primero tenía que averiguar lo básico.
—Podría pedir que dejen de mandarme el correo a partir de hoy —empecé a decir, pero Sam me interrumpió.
—Demasiado sospechoso. Entonces deducirían que iba en el correo. Como te dije, no creo que te hagan nada hasta que estén seguros de que tienes el paquete, o lo tengan ellos, o sepan cómo va a llegar; así que de momento no corres peligro. Deberías ir a casa a la hora de siempre y mirar en el buzón como si nada, como lo harías de costumbre. Intentaré enviarte un mensaje de algún modo. Para curarnos en salud, te llamaré aquí mañana a la misma hora.
—Roger —contesté—. Pero si tienes que hablar antes conmigo, mi dirección de correo electrónico es ABehn@Nukesite. Puedes cifrar el mensaje de la forma que quieras. Basta con que me mandes, en otro mensaje, una pista de cuál has usado, ¿vale? Ah, oye, tío Laf viene este fin de semana. Voy a verme con él en Sun Valley Lodge. Me dijo que me iba a contar la historia de mi… herencia.
—Eso será muy interesante, viniendo de Laf. Toma bien los apuntes —dijo Sam—. Mi padre no hablaba mucho de la historia de la familia, como el tuyo. Además, si vas a estar en el hotel, podemos encontrar el modo de despistar a los que te vigilan y encontrarnos en la montaña. Los dos nos conocemos el terreno como la palma de la mano.
—Muy buena idea, pero resulta que mi compañero de piso y mi gato también vendrán —le expliqué—. Bueno, ya se nos ocurrirá algo. Si vivimos el tiempo suficiente. Dios mío, Sam, estoy contenta de que estés, esto, por aquí. —No parecía capaz de cortar esta conexión umbilical verbal, a pesar de que la camarera volvía a acercarse a la mesa y yo sabía que debía colgar.
—Lo mismo digo, listilla —respondió Sam—. Espero que ambos estaremos por aquí durante mucho tiempo. Y, por favor, perdóname. Tenía que hacerlo así.
—El tiempo lo dirá —comenté.
Recé para que nos quedara bastante a los dos. Al menos lo bastante para dar con los mortíferos archivos de Pandora.
Oliver tenía que trabajar hasta tarde si quería adelantar lo suficiente para poder irse el fin de semana a esquiar, así que me pasé por la tienda de comestibles para comprar un bistec y la guarnición para la cena de Jason y mía. Cuando llegué a casa, ya era de noche, pero la luna brillaba por entre las nubes y el viento se había llevado suficiente nieve para que casi alcanzara a distinguir el camino. Bajé del coche y lancé algo de sal y gravilla. Luego, aparqué el coche y dejé salir a Jason para que probara la nieve.
Una vez que hube guardado la compra, subí por el camino con la mayor indiferencia posible hacia el buzón. Aún oía la voz de Sam diciéndome que me comportara como de costumbre, aunque el corazón me latía con fuerza; observé medio ausente a Jason, que saltaba por la nieve helada que cubría aún la pendiente del jardín. Rezaba para encontrar el paquete ahí esperando, fueran cuales fuesen las terribles consecuencias que pudiera desencadenar, para poner fin al terror pegajoso que sentía cada vez que pensaba en ello.
Mientras sacaba las cartas, las nubes ocultaron de repente la luna y sumieron la carretera en la oscuridad. Incluso a tientas me di cuenta de que no había ningún paquete grande. El corazón me dio un vuelco. Eso significaba otro día dominado por el suspense, y quizás otro y otro más, mientras mi vida y la de Sam corrían peligro hasta que el paquete obrara en nuestro poder. Pero ahora sería mil veces peor, porque yo ya no vivía en la más feliz de las ignorancias.
En ese preciso instante, se hizo la luz en mi cerebro: sabía lo que no encajaba.
Nadie se había llevado el paquete misterioso de Sam. No había estado ni estaría nunca en el buzón: era imposible. Mi buzón era más pequeño que un pliego de quinientas hojas. Y como la nieve había impedido que nadie llegara a la puerta de casa para dejar un paquete, tal como había observado ayer mismo por la noche, el cartero no podía haberlo entregado. Cuando eso sucedía, dejaba un papelito amarillo para informarme que tenía que pasar por la estafeta de correos durante las horas de oficina para recogerlo.
Por muy «profesionales» que fueran los individuos a que se refería Sam, sabía que ni un delincuente ni un espía sería lo bastante tonto como para plantarse en mitad de la carretera, en una zona rural como ésta, donde todo el mundo conoce a sus vecinos, para hurgar en el buzón y llevarse un papelito amarillo. Sobre todo, si no tenían el menor indicio de que el objeto «valioso» llegaría como paquete ordinario.
Y aun en el caso de que alguien hubiera encontrado la notificación, tendría que recoger el paquete en la oficina de correos, lo que sería muy arriesgado en una población tan pequeña, donde un desconocido que quisiera llevarse la correspondencia de otra persona sería no ya chocante, sino que sin duda sería objeto de un sinfín de preguntas. Y es que los de Idaho no nos fiamos de los desconocidos. Si el paquete había llegado, el aviso amarillo seguiría en casa, entre el montón húmedo de correo, donde podrían haberlo encontrado si hubieran registrado el piso esa tarde. Aunque no encontrara el papelito esa noche, podía acercarme a la estafeta cuando abrieran, a primera hora de la mañana, para recoger el paquete en persona, con o sin resguardo.
Regresé a la casa con las cartas del día en la mano para repasar el correo de toda la semana, todavía mojado y en el suelo. Pero a mitad de camino, las nubes se abrieron un instante y los rayos blanquecinos de la luna iluminaron el jardín. Vi a Jason sentado en las olas de nata montada que formaba la nieve, tocando una hoja con la pata. Lo llamé para que entrara conmigo para cenar. Entonces, me quedé helada.
Aquello no era una hoja, sino un papelito amarillo medio enterrado en la nieve, que debió de salir volando del montón de cartas que había lanzado a la carretera la noche anterior.
No podía estar más a la vista y aun así, menos inalcanzable. Esa capa de nieve era bastante fuerte para soportar el peso de un gato pequeño, pero era imposible que aguantara los cincuenta saludables kilos de chica atómica. Si intentaba llegar al lugar donde Jason estaba jugando con el papel, la capa se rompería y se repetiría la escena del día anterior. Tampoco podía llegar con los esquís nórdicos, como el día anterior, porque me estaban vigilando y eso resultaría más conspicuo que llamar desde cabinas telefónicas en la calle. Sam no lo aprobaría.
Sólo había una opción: esperar que la obsesión y el talento de Jason para recuperar cosas funcionaran con algo más que su pelotita roja de goma.
—Cógelo, Jason —susurré, acuclillada en el camino, y alargué la mano.
Jason me miró y movió la cola. Las nubes volvieron a unirse y nos sumieron en la oscuridad. Seguía distinguiendo la silueta del cuerpo menudo de Jason contra el blanco inmaculado de la nieve, pero con esa luz, o más bien debido a la falta de ella, ya no veía el papel. Rogué al Señor para que no lo enterrara del todo y me tocara salir al día siguiente a excavar todo el jardín para encontrarlo. Resultaría difícil hacer eso «como de costumbre», como Sam me había indicado, peor aún que la idea de los esquís nórdicos.
—Vamos, Jason —susurré algo más fuerte. Esperaba que los fisgones invisibles no estuvieran en el bosque, justo al otro lado de la carretera.
Me levanté e intenté actuar como una mujer normal que está llamando al gato para cenar. Seguí bajando por el camino con la intención de no exagerar la nota. Además, incluso el propio Jason empezaría a sospechar si empezaba a comportarme de modo demasiado normal. Estaba acostumbrado a vivir en un ambiente muy excéntrico. A pesar de todo, captó el mensaje. Antes de que pudiera llegar a la puerta trasera, ya se estaba apretujando contra mis botas como siempre que quería que lo cogiera del suelo. Me volví a agachar en la oscuridad, me quité los guantes y le acaricié la cara para notar lo que no podía ver: llevaba un trozo de papel en la boca.
«Gracias a Dios», pensé, sin querer profundizar en lo que podría suceder inmediatamente tras este hallazgo. El corazón me volvía a latir con fuerza mientras le quitaba con cuidado el papel y lo sostenía delicadamente entre dedos temblorosos.
—¡Bien hecho, gatito! —susurré. Jason ronroneó y le di unas palmaditas en la cabeza.
En ese instante, el camino quedó inundado de una luz cegadora; me ahogaba en esa luz y me quedé paralizada como una liebre ante el fulgor deslumbrante, mientras un motor gigante lanzaba rugidos desde arriba y avanzaba implacable hacia mí. Incapaz de decidir dónde refugiarme, me sentí dominada por el pánico. Jason se había escondido detrás de mí como para protegerse de un monstruo voraz. Aun así, en esa fracción de segundo, reuní la presencia de ánimo suficiente para guardarme el papelito en la manga del abrigo.
Los elevados haces de luz y el motor atronador se acercaban, entrando por el camino y cortando todas las salidas. Me quedé ahí clavada por el ruido, mientras intentaba a ciegas encontrar el coche para usarlo como barrera. Entonces, las luces y el motor se apagaron de repente, aunque seguía sin poder ver, y de nuevo quedamos sumidos en las tinieblas. La puerta de un coche se abrió y se cerró con un golpe, y oí la voz de Oliver, con su acento de Quebec:
—Pero bueno, ¿es que nunca se cansarán de jugar en la nieve? —oí que gritaba.
—¿Qué es ese monstruo? —lancé al vacío—. Los faros parecen estar a tres metros de altura. Me has dado un susto de muerte.
—Querrás decir que por poco te mato del susto —bromeó Oliver mientras su voz se acercaba a mí en la oscuridad—. Se me congeló el aceite del cárter. Supongo que la temperatura bajó demasiado. Larry, el programador, me prestó el camión hasta mañana. Lo llevé a su casa en la ciudad antes de venir hasta aquí.
Era curioso cómo Oliver se había acercado por la carretera, donde no había ni tráfico ni luz, sin que yo hubiera visto ni oído el camión, pero estaba tan aliviada de que fuera él en lugar de la banda de espías asesinos que me esperaba, que cuando lo tuve cerca le di un abrazo, y los tres entramos juntos en la casa.
—Sólo he comprado un bistec —le indiqué en el rellano donde nuestras dos escaleras divergían—. Creí que tomarías algo rápido en la oficina.
—Quita, quita. —Movió la mano como negativa—. No he parado desde el desayuno; no podría tragar nada. Me iré a dormir, si al argonauta y a ti no os importa cenar solos. Quizás el sueño reparador haga milagros.
Sonó el teléfono y Oliver arqueó una ceja. No era normal que recibiera tantas llamadas.
—Espero que mi teléfono no esté adoptando malas costumbres —insinué—, o tendré que adaptarme al siglo XX y comprarme uno de esos endiablados contestadores automáticos.
Oliver y yo nos separamos; bajé corriendo las escaleras y descolgué al sexto timbre.
¿Ariel Behn? —preguntó una mujer con una voz estridente y un afectado acento entre americano y británico—. Soy Helena Voorheer–LeBlanc, del Washington Post. —Caray, eso sí que era un nombre. Pero a mí nunca me habían gustado las mujeres periodistas: demasiado insistentes—. Señora Behn —siguió, sin esperar mi respuesta— espero que no le importe mi intrusión en estos momentos de dolor, pero he intentado localizarla en varias ocasiones en el trabajo y su familia me dio este número particular. Me aseguraron que no le importaría hablar conmigo unos minutos. ¿Le iría bien ahora?
—Igual que cualquier otro rato —accedí con un suspiro.
Me estaba entrando dolor de cabeza, sin duda propiciado por la cantidad de veces que el corazón me había dado un vuelco esa tarde. El bistec se me estaba calentando, el piso se me estaba enfriando y llevaba guardado en la manga un pedazo de papel amarillo que quemaba más que el nobelio, elemento con una vida media mucho mayor que la mía propia si no le ponía rápido remedio. ¿Una entrevista con el Washington Post? ¿Qué demonios, por qué no?
—¿Qué le gustaría saber, señorita… LeBlanc? —pregunté, muy educada, mientras sacaba y examinaba la hojita amarilla que Jason había recuperado. Sí, era ése. Código postal: San Francisco. La casilla marcada decía: «Paquete mayor que el buzón».
Me senté en el sofá de piel y me quité el abrigo. Luego, me guardé el papel en el bolsillo de los pantalones negros y empecé a preparar el fuego en la chimenea, donde solía cocinarme la cena. Jason se subió a la repisa de un salto e intentó lamerme la cara, así que le acaricié las orejas un poquito. Por un breve instante, me pregunté de quién sería el cuerpo despedazado que yacía en ese ataúd, bajo tierra. ¿O acaso habían sepultado un pedazo de plomo o una piedra en lugar de a Sam?
—Su primo debió de ser un hombre muy valiente —fue la siguiente aportación de la señora V–LeBlanc a la conversación.
—Verá, no tengo muchas ganas de hablar sobre mi difunto primo en este momento —le indiqué mientras lanzaba troncos sobre las cenizas de la noche anterior—. ¿A qué viene este repentino interés por mí y por mi familiar? Me temo que nadie me lo ha aclarado demasiado.
—Señora Behn…, Ariel, ¿le importa que la llame Ariel? Como ya sabrá, durante tres generaciones, en su familia han surgido personas célebres por su talento y… —¿Codicia?, me sentía tentada de sugerir, pero ella encontró un término mucho más diplomático— gran influencia socioeconómica y cultural. Sin embargo, todavía nadie ha llevado a cabo un estudio en profundidad de una familia cuya contribución…
¿El Washington Post quiere realizar un estudio en profundidad acerca de mi familia? —la corté. Menuda broma—. ¿Quiere decir como una novela por entregas en el suplemento dominical?
—Ja, ja —rió. Luego, recordó mis «momentos de dolor» y se calmó—. No, claro que no. ¿Quiere que vaya directamente al grano, señora Behn?
No deseaba otra cosa, ambas sabíamos lo que estaba buscando, pero me limité a decir que sí.
—Estamos interesados en los manuscritos, por supuesto. Al periódico le gustaría la exclusiva para publicarlos. Estamos dispuestos a pagar una gran cantidad, faltaría más. Pero no queremos entrar en una guerra de ofertas.
«¿Guerra de ofertas?»
—¿A qué manuscritos se refiere, en concreto? —pregunté con ingenuidad. Vamos a ponérselo un poco difícil.
Con la punta de los dedos toqué el papelito candente que llevaba en los pantalones y cerré los ojos; encendí la leña, pensando todo el rato en lo mucho que se simplificaría mi vida si por mala suerte caía en las llamas. Pero las siguientes palabras de la señora Helena Post me devolvieron a la realidad.
—Las cartas y diarios de Zoé Behn, por supuesto —decía—. Pensé que su familia había hablado con usted.
—¿Zoé Behn? —solté, medio ahogándome al pronunciar el nombre. Era mucho peor que mis más negras sospechas—. ¿Qué tiene que ver Zoé Behn en todo esto? —pregunté por fin.
—Parece imposible que no sepa exactamente lo que ha heredado, señora Behn. —Debido a su asombro, la voz de Helena había pasado de ser enérgica a casi dulce.
—¿Por qué no me pone al corriente? —le sugerí.
Contaba ahora con mi total atención. Se habían escrito muchas cosas sobre mi horrible tía Zoé, la hermanastra de mi padre, mantenida a distancia por ser la verdadera oveja negra de la familia. Casi todo lo había escrito la propia Zoé, pero ésta era la primera vez que oía hablar de ninguna carta o diario. Además, ¿acaso podía contar algo peor que lo que ya había relatado al mundo en letra impresa?
—Estuve en la rueda de prensa de San Francisco, señora Behn. —Helena respiró profundamente—. Nos informaron de que, como única heredera de su primo Samuel Behn, tenía derecho también al patrimonio que él había heredado, incluido el de su abuela, la famosa cantante de ópera Pandora Behn, y el de su tío, el magnate de la minería Earnest Behn. Ante las preguntas de la prensa en esa reciente conferencia, tanto su padre como el señor Abrahams, el albacea testamentario, afirmaron que en su opinión ese patrimonio podía incluir no sólo los escritos privados y la correspondencia de Pandora Behn con personalidades de fama mundial, sino también los de su hijastra Zoé, la reputada… —¿Prostituta? La palabra me vino a los labios, pero ella finalizó—: bailarina.
Como ya había dicho, las relaciones de mi familia son bastante complicadas.
—Helena —le dije—, puesto que les informaron de tantas cosas en esa rueda de prensa que yo tuve la mala fortuna de perderme, alguien de ustedes debe de tener alguna idea de dónde están esos manuscritos tan importantes. No fueron mencionados en la lectura del testamento, de eso puedo dar fe.
—Pues, claro, señora Behn —me respondió—. Ésa es la razón de que la llame tan pronto, porque el tiempo es de vital importancia, por supuesto. Según el albacea, en el caso de muerte de su primo, todo el patrimonio tendría que obrar en su poder en menos de una semana después de la lectura del testamento.
Me cago en dios. Mi vida corría peligro, me habían tendido una trampa y todo gracias a mi querido hermano de sangre, Sam.
De hecho, no resultaba imposible explicar mis relaciones familiares a los demás, pero desde luego era una experiencia sumamente desagradable.
Mi abuelo Hieronymus Behn, un holandés que emigró a Sudáfrica, estuvo casado dos veces. La primera, con Hermione, una rica viuda afrikáner que ya tenía un hijo varón, mi tío Lafcadio, a quien mi abuelo Hieronymus adoptó y dio su apellido. Del matrimonio de Hieronymus con Hermione nacieron dos hijos: mi tío Earnest, que nació en Sudáfrica, y mi tía Zoé, nacida en Viena, donde la familia se había trasladado tras el cambio de siglo. Por lo tanto, esos dos hijos eran hermanastros de mi tío Laf, puesto que los tres tenían la misma madre.
Según cuenta la historia, cuando Hermione cayó enferma en Viena y sus hijos eran aún pequeños, mi abuelo, a petición de su esposa, contrató a una atractiva estudiante del Wiener Musik Konservatorium para que cuidara a los niños y les diera lecciones de música. Tras la muerte de Hermione, esa joven, Pandora, se convirtió en la segunda esposa de mi abuelo y tuvo a mi padre, Augustus. Luego los abandono a los dos para escaparse con mi tío Laf y pasó a ser la cantante de opera más famosa de la post secesión de Viena; una cosa tras la otra.
Para complicar más las cosas, se produjo el intricado asunto de mi tía Zoé, la oveja negra de la familia. Zoé, a quien Pandora había criado y que apenas había conocido a su madre enferma y moribunda, y mucho menos a su ajetreado padre, eligió escaparse con Laf y Pandora, con lo que dio lugar de un plumazo a lo que en adelante recibiría el nombre de «cisma familiar». Sería difícil describir la posterior vida de Zoé como Reina de la Noche, la mujer de vida alegre, con mayor éxito entre los importantes y famosos desde los tiempos de Lola Montes.
Lo que me moría por averiguar, por así decirlo, era qué sabía mi tío Laf, una pieza clave en este drama familiar, de los manuscritos que yo había heredado; de quién eran, si de Pandora o de Zoé, y qué papel desempeñaban en todo aquel asunto, información que esperaba desvelar ese fin de semana. Si vivía lo bastante.
También estaba claro que Sam sabía mucho más de lo que era capaz de comunicar. Pero aún quedaba por ver por qué razón unas cuantas cartas y diarios de hacía décadas seguían siendo tan peligrosos, o por qué mi padre había dicho que estaban cifrados, cuestión que nadie más había mencionado, o por qué Sam había fingido su propia muerte —con la connivencia del Gobierno de Estados Unidos— y me había utilizado como chivo expiatorio en una charada de rueda de prensa con últimas voluntades y testamento incluidos. Aunque este último detalle me seguía dejando sin habla y me llenaba de ira impotente. Pero de momento, como no podría pedir explicaciones a Sam, ni siquiera por teléfono, hasta el día siguiente por la tarde en el bar No–Name, tendría que pensar cómo cubrirme las espaldas y conservar la vida.
El primer paso era poner fin a la conversación con Helena, la brillante periodista de investigación del Post (me había revelado mucho más ella a mí que yo a ella). Le dije que la avisaría en cuanto recibiera los manuscritos. El siguiente paso, vital para los acontecimientos de los futuros días, era decidir si dejaba que el paquete permaneciera un poco más en el anonimato de la oficina de correos, con lo que sólo tenía que esconder el resguardo, o si lo recogía y resolvía qué hacer con él hasta que pudiera dárselo a Sam. No cabía duda de que se merecía que se lo devolvieran con igual celo, como la patata caliente que era. Fuera cual fuese su contenido, y a estas alturas estaba segura de que no quería averiguarlo, seguramente habría sido mejor sepultarlo. Qué idiota había sido al creer que podría escapar a mi horrible familia enterrándome en Idaho, como un simple tubérculo.
Esa noche, antes de acostarme, quité el «recogedor de sueños», tejido y con plumas, del lugar donde siempre colgaba encima de la cama para alejar las pesadillas. Lo guardé en un cajón. Pensaba que si, momentos antes de dormirme, sembraba la idea en mi psique, captaría un sueño que me pondría en la mano el hilo que necesitaba para guiarme a través del laberinto en que se estaba convirtiendo mi vida.
Me desperté antes del amanecer, empapada en sudor.
Soñé que corría —no erguida, sino a cuatro patas— tan deprisa como podía entre cañas, a través de una maleza tan espesa que apenas si veía nada. Detrás de mí notaba el aliento cálido de un animal grande y oscuro, de mandíbulas poderosas y hambrientas, que me lanzaba dentelladas. Estaba aterrorizada. A través de las cañas vi que llegaba a un prado donde se alzaba un muro. ¿Podría cruzar con suficiente rapidez ese espacio abierto para saltar el muro y escapar de la bestia que me perseguía? Imprimí un poco más de energía, aunque ya tenía los pulmones a punto de estallar; recorrí el terreno de hierba y me abalancé hacia la pared.
Entonces me desperté y me senté en la cama. Jason, que se había encaramado al lecho y había conseguido situarse entre mi cuerpo y la almohada, yacía de lado, con los ojos cerrados. Sin embargo, movía las patas adelante y atrás, como si se afanara para huir de una amenaza terrible. Me eché a reír.
—Despierta, Jason —dije, y lo zarandeé hasta que abrió los ojos.
«¿Cómo puedes llegar al extremo de sintonizar con los sueños de tu gato?», pensé. Pero, por lo menos, me había despertado con la primera decisión del día tomada. Recogería el paquete de la oficina de correos. No me quedaba más remedio. Si lo posponía y el condenado objeto acababa desapareciendo, nunca me lo perdonaría. Dónde esconderlo era otra cuestión. La oficina no era segura: entraba y salía demasiada gente cada día. Y hasta que no viera el paquete, no sabría si podría guardar todos los documentos en un solo sitio, un cajón o un maletín, por ejemplo, ya que no había cabido en el buzón.
Cuando salí, observé aliviada que el enorme camión que Oliver había tomado prestado ya no obstruía el camino, de modo que pude dar marcha atrás con el coche sin dejar la ladera. Seguramente había salido muy temprano para recoger a Larry, el programador.
Aparqué frente a correos unos diez minutos después de que abrieran las puertas. Todavía no había coches aparcados delante. Bajé e intercambié el saludo con el empleado postal que estaba esparciendo sal por los peldaños. Los latidos del corazón y el martilleteo de la cabeza retumbaban en mi interior como una entusiasta sección de timbales de los ritmos latinoamericanos. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Nadie de allí tenía ni idea de lo que contenía el paquete.
Me dirigí al mostrador y entregué el papelito amarillo a George, el encargado. Entró en el almacén y salió con un paquete voluminoso, mayor que un bloque de quinientas hojas, envuelto en papel marrón y atado con un cordel.
—Siento que haya tenido que venir hasta aquí para recogerlo, señorita Behn —dijo George entre sus dientes separados mientras me lo daba. Se rascó la cabeza—. Me habría gustado entregárselo al hombre que envió a buscarlo ahora mismo pero dijo que usted había perdido el resguardo. Le expliqué que tendría que venir usted en persona o darle una autorización firmada. En fin, supongo que al final ha encontrado el papel.
Me quedé sorda y muda, como si hubieran apagado todos los sonidos o estuviera metida en un tarro de cristal. Sostenía el paquete en las manos, sin hablar. George me miraba como si me tuviera que dar un vaso de agua, o abanicarme, o algo.
—Ya —conseguí pronunciar. Carraspeé—. Es normal, George. De todas formas tenía que venir hacia aquí. No se preocupe. —Me encaminé hacia la puerta como si tal cosa mientras intentaba pensar el modo de hacer aquella pregunta cuya respuesta necesitaba de forma tan desesperada. Al llegar a la puerta, lo encontré—: Por cierto, le pedí a unas cuantas personas que lo recogieran si pasaban por aquí. ¿Quién vino al final? Así le diré a los demás que ya no hace falta.
Esperaba que diría «un forastero» o algo por el estilo. Pero lo que dijo me heló la sangre.
—Fue el señor Maxfield, su casero. Tiene la dirección postal después de la suya. Por eso me supo tan mal no poder darle el paquete. Pero, ya sabe, las normas son las normas.
¡Oliver! Se me formó un nudo en la garganta. Por mi cabeza desfiló la imagen de los faros de ese camión de la noche anterior. Intenté esbozar una sonrisa y le di las gracias a George. Después, salí, me subí al coche, y me quedé sentada con el paquete en el regazo.
—Todo esto es culpa tuya —le dije.
Sabía que no debía hacerlo, pero no pude resistir la tentación. Abrí la guantera y saqué el cuchillo de caza con mango de hueso que guardaba en ella y que nunca había tocado un animal. Corté el cordel y desenvolví el paquete. Estaba desesperada por saber la marca de la cicuta antes de bebérmela. Cuando vi la primera página, me puse a reír.
Estaba escrita en un idioma que no conocía, con caracteres que ni siquiera eran letras del alfabeto, aunque me sonaban de algo. Eché un vistazo rápido al resto como si fuera una baraja de naipes: unas mil hojas, todas iguales, escritas una a una con tinta negra por la misma persona. Las páginas estaban llenas de palitos muy ligeros, con puntitos y bultitos que les salían aquí y allá como formas que bailaran por el papel, como los símbolos dibujados en un tipi indio. ¿Qué me recordaban?
De pronto me di cuenta de lo que eran. Los había visto en un cementerio, en Irlanda, una vez que Jersey me llevó a visitar a sus antepasados. Eran runas: el lenguaje de los antiguos teutones, que habían poblado el norte de Europa. El manuscrito de las narices estaba escrito en una lengua que llevaba muerta miles de años.
Cuando esa idea estaba adquiriendo forma, divisé por el rabillo del ojo un bulto que se movía en el aparcamiento. Levanté la vista del manuscrito y vi a Oliver, que cruzaba el hielo cubierto de grava y sal en mi dirección. Lancé el manuscrito al asiento de al lado, donde parte de él se deslizó fuera del envoltorio y unas cuantas páginas revolotearon hasta el suelo del coche. Hice caso omiso porque estaba intentando meter la llave en el contacto, pero, con los nervios, fallé dos veces. Cuando el motor arrancó, Oliver había llegado casi a la puerta de al lado. Desesperada, bajé el seguro con el codo, lo que hizo que todas las puertas se cerraran al mismo tiempo, y di marcha atrás.
Oliver agarró la manilla de la puerta y me gritó algo a través de la ventanilla, pero no le hice caso y puse la primera. Arranqué y salí del aparcamiento, tirando de Oliver hasta que por fin se soltó. Le vi la cara un instante antes de bajar por la calle. ¡Estaba mirando el manuscrito a través del cristal!
Una vez en la calle, ahora que sabía que Oliver iba tras el manuscrito, y que él sabía que yo lo tenía, me puse aún más histérica. Las probabilidades de esconderlo en algún sitio de la ciudad, a estas alturas, eran totalmente nulas. Sólo me quedaba una opción y era ocultarlo fuera de la ciudad, ¿pero dónde?
Oliver sabía que iba a reunirme con mi tío en Sun Valley el fin de semana, de modo que esta opción quedaba descartada. Tenía que coger la carretera en alguna dirección y deprisa, antes de que Oliver volviera a su automóvil y me siguiera. Lo peor que me podía pasar es que me atraparan con el manuscrito en el coche.
Sin tiempo para pensar, aunque tampoco es que me llegara ninguna idea al cerebro, me dirigí a toda velocidad por la carretera hacia Swan Valley, para cruzar el puerto Tetón y llegar a Jackson Hole.