Alejandro, al ver que no conseguía desatar el nudo [gordiano], cuyos extremos estaban secretamente retorcidos y doblados en su interior, lo cortó con la espada por la mitad.
PLUTARCO
El secreto del nudo gordiano parece haber sido religioso, puede que el inefable nombre de Dionisio, una clave en un nudo atado a una correa de cuero…
Alejandro cortó de forma brutal el nudo, cuando dirigía a su ejército por Gordion para la invasión de Asia, y acabó con una antigua bendición al situar el poder de la espada por encima del de los misterios religiosos.
ROBERT GRAVES,
Los mitos griegos
Eran casi las tres de la madrugada cuando abrí los grifos de la gran bañera con patas, rezando para que las cañerías no estuvieran congeladas, y observé con alivio cómo salía el agua caliente. Eché algunas sales y jabón líquido, me desnudé y me metí dentro. La bañera estaba tan llena que el agua me llegaba a la nariz, y soplé para apartar las burbujas. Me enjaboné el cabello, maltratado por el viaje. Sabía que tenía que pensar en muchas cosas, pero mi cerebro funcionaba con una lógica muy confusa, lo que no era de extrañar después de los acontecimientos de la semana y del trauma de mi regreso a casa.
Mientras estaba sumergida en el agua, la puerta del cuarto de baño se abrió con un sonoro chirrido de bisagras y Jason entró sin avisar, lo que significaba con toda probabilidad que Oliver, mi casero, también había vuelto. Jason apenas me miró con esos penetrantes ojos verdes. Avanzó como si tal cosa y observó con desdén mi ropa interior de seda empapada en el suelo. Le puso las garras encima, como si creyera que mis bragas quedarían perfectas con un poco de serrín dentro, pero me abalancé y se las quité de las narices.
—¡Ni hablar! —dije con firmeza.
Jason saltó al borde de madera de la bañera, alargó la pata y empezó a juguetear con las burbujas. Me miró con curiosidad. Era una indirecta para que lo rociara. Jason era el único gato que conocía al que le gustaba el agua, cualquier tipo de agua. Era habitual que abriera un grifo para beber; prefería el inodoro a la caja con serrín, y era famoso porque se lanzaba al Snake River, bajo las cataratas, para ir a recoger su pelotita roja de goma. Podía nadar en la corriente mejor que cualquier perro.
Pero esa noche, o mejor dicho, esa mañana, estaba demasiado cansada para secarlo, así que lo aparté del borde de la bañera, salí y me sequé. Una vez puesto el enorme y suave albornoz, con el cabello envuelto en una toalla, me dirigí a la cocina y puse a hervir un poco de agua para prepararme un ponche caliente antes de acostarme. Cogí una escoba y golpeé con ella el techo para indicarle a Oliver que había vuelto, aunque ya se lo debía de haber imaginado al ver el coche abandonado en la carretera.
—Querida mía. —La voz de Oliver me llegó desde las escaleras, con su inconfundible acento de Quebec—. He venido con raquetas desde el jeep, pero no estaba seguro de que fuera buena idea enviarte ya al pequeño argonauta, por si estabas durmiendo. ¿Puedo pasar?
—De acuerdo, baja y tómate un ron caliente rápido conmigo antes de que me vaya a dormir —le respondí gritando—. Y cuéntame lo que ha pasado en el trabajo.
Oliver Maxfield y yo nos habíamos conocido cinco años antes, cuando nos asignaron al mismo proyecto. Era una amalgama extraña: ingeniero nuclear y experto chef, devoto del argot yanqui y de los bares de cowboys, además de mormón impenitente. Era hijo de una familia franco–canadiense católica, admiradora de la cocina francesa, y ahora, como genio culinario de nuestros días, la prohibición de alcohol y cafeína de los santos del último día no armonizaba demasiado con la nouvelle personalidad de Oliver.
La primera vez que nos vimos, Oliver me dijo que ya sabía que iba a entrar en su vida porque me había aparecido bajo la forma de la santísima Virgen en un sueño en el que el profeta Moroni y yo competíamos jugando a la máquina del millón. Al final de la primera semana de trabajo juntos, Oliver recibió una señal de que tenía que ofrecerme un alquiler barato para que me trasladara al apartamento que tenía en el piso de abajo. La máquina del millón con la que yo, como Virgen María, había vencido al profeta, apareció de forma milagrosa al ser adquirida por el bar de cowboys que había en la misma calle de nuestra oficina.
Quizá fuera resultado de mi original educación, pero me parecía que Oliver era tonificante en un complejo nuclear abarrotado de ingenieros y físicos, que llevaban sin excepción el almuerzo en bolsas de papel marrón y se iban a casa a las cinco en punto para poder ver reposiciones de series televisivas con los niños. No cesaban de acudir a fiestas en casa de «familias del complejo». En verano, preparaban barbacoas de hamburguesas y perritos calientes en el jardín de atrás; en invierno, tocaba espaguetis, ensaladas y pan de ajo precocinado en el comedor familiar. Era como si en este remoto desierto nadie hubiera oído hablar de ninguna otra forma de comer.
Oliver, en cambio, había vivido en Montreal y París, y había pasado un verano de prácticas en el sur de Francia con Cordón Bien. Si bien era algo agarrado a la hora de ofrecer servicios de casero como la calefacción y la limpieza del camino, contaba con otras cualidades. Mientras picaba, cortaba en juliana, trituraba y clarificaba la mantequilla en su enorme cocina industrial del piso de arriba para preparar las originales comidas que cocinaba para Jason y para mí como mínimo una vez a la semana, me regalaba los oídos con historias de los grandes chefs europeos, intercaladas con las últimas novedades de los bares de cowboys. Era, sin duda, todo un personaje.
—¿Qué era esa urgencia tan grande por la que te tuviste que marchar? —La atractiva sonrisa de Oliver, adornada de hoyuelos, apareció por la puerta entreabierta de las escaleras, mientras se pasaba los dedos por los rizados cabellos castaños y me miraba con sus enormes ojos oscuros—. ¿Dónde fuiste? El Tanque preguntaba por ti todos los días, pero yo no sabía nada.
«El Tanque» era el mote que todos usábamos para referirnos a mi jefe, el director general del complejo nuclear. Lo usábamos a sus espaldas, porque aunque su nombre real era Pastor Owen Dart no tenía nada de pastoril. En realidad más bien parecía algo así como el Príncipe de la Oscuridad.
Me gustaría apuntar que ese apodo no le hacía justicia. Pero para ser del todo honesta, de los diez mil empleados que trabajan en el complejo, o incluso entre los gusanos asquerosos de Washington con los que se codeaba, yo era la única a la que no había abroncado. Al menos, no todavía. Parecía que le caía bien, y me había elegido cuidadosamente para el puesto cuando yo todavía estaba en la universidad. Debido a esta afinidad inesperada, no todos mis colegas confiaban en mí, un motivo más para que Oliver, el apuesto cowboy mormón y gourmet de Quebec, fuera uno de los pocos buenos amigos con que contaba.
—Perdona —le dije, mientras vertía agua caliente por encima de la mezcla de azúcar moreno, mantequilla y ron en las dos tazas de cristal y le pasaba una—. Tuve que irme de repente; hubo una muerte inesperada en la familia.
—Dios mío, espero que nadie de los que conozco —indicó Oliver con una sonrisa galante y reconfortante, aunque ambos sabíamos que no conocía a ningún miembro de mi familia.
Sam —mencioné, intentando tragar la bebida caliente que parecía habérseme quedado atravesada en la garganta.
¡Cielo santo! ¿Tu hermano? —exclamó Oliver y se sentó en el sofá, cerca del fuego.
Mi primo —le corregí—. Mi hermanastro, de hecho. Crecimos como si fuéramos hermanos. Para mí es más que un hermano de sangre. Quiero decir, era…
Madre mía, las relaciones en tu familia son bastante complicadas —comentó Oliver, mofándose de lo que yo siempre replicaba cuando alguien preguntaba sobre mi familia—. ¿Estás segura de que eras pariente de ese tipo?
—Soy su única heredera —dije—. Con eso me basta.
—¡Ah! Entonces era rico, pero no demasiado próximo, ¿es eso? —preguntó Oliver esperanzado.
—Un poco de cada —contesté—. Puede que estuviera más unida a él que a cualquier otro miembro de la familia. —Lo que no quería decir demasiado, pero eso Oliver no lo sabía.
—¡Qué horrible debe de haber sido! Pero no lo entiendo. ¿Por qué no sabía nada de él, salvo su nombre? Por lo que sé, nunca ha venido a verte ni ha llamado en los muchos años que llevamos trabajando juntos y compartiendo esta humilde morada.
—Mi familia se comunica de forma parapsicológica —le indiqué. Jason corría entre mis piernas como loco, así que lo cogí y añadí—: No necesitamos satélites ni teléfonos móviles…
—Lo que me recuerda que tu padre te ha estado llamando varios días —interrumpió Oliver—. No decía qué quería, sólo que le llamaras enseguida.
En ese preciso instante sonó el teléfono y sobresaltó a Jason, que dio un brinco desde mis brazos.
—Sin duda, hay que ser parapsicólogo para captar nuestras vibraciones a estas horas —comentó Oliver, echando un vistazo al reloj. Mientras yo iba a contestar, se acabó la bebida y se dirigió hacia la puerta—. Te prepararé unas crepés antes del trabajo, como regalo de bienvenida —dijo por encima del hombro. Y se fue.
—Gavroche, cariño —fueron las primeras palabras que oí al descolgar. Dios mío, quizá sí que los miembros de mi familia habían adquirido de golpe poderes parapsicológicos. Era mi tío Laf. Hacía años que no sabía nada de él. Siempre me llamaba Gavroche, que en francés alude a las chicas de las calles de París que se visten y comportan como golfillos.
—¿Laf? —pregunté—. ¿Dónde estás? Por la voz, parece que estás a miles de kilómetros de distancia.
—Ahora mismo, estoy en Viena, Gavroche. —Con eso quería decir que estaba en su enorme piso del siglo XVIII con vistas al Hofburg de Viena, donde Jersey y yo nos alojábamos y donde ahora era ocho horas más tarde, es decir, las once de la mañana. Al parecer, mi tío Laf nunca llegaría a dominar la cuestión de las diferencias horarias.
—He sentido muchísimo lo de Sam, Gavroche —me dijo—. Me hubiera gustado venir al funeral, pero tu padre, claro…
—No te preocupes —le aseguré para no destapar ese nido de avispas—. Estabas ahí en espíritu y también el tío Earnest, aunque esté muerto. Conseguí un chamán para que celebrara un pequeño ritual en las exequias; luego el ejército rindió honores a Sam y Jersey se cayó dentro de la tumba abierta.
—¿Tu madre se cayó dentro de la tumba? —repitió el tío Laf con el entusiasmo de un niño de cinco años—. ¡Pero eso es fantástico! ¿Crees que lo hizo a posta?
—Iba bebida, como de costumbre —le respondí—. De todas formas, fue divertido. Tendrías que haber visto la cara de Augustus.
—Ahora sí que lamento no haber podido asistir —soltó Laf con más ilusión de la que creía capaz de reunir a un hombre de su edad, que rondaba los noventa.
No había rastro de amor entre mi padre, Augustus, y mi tío, Lafcadio Behn. Quizá porque fue con Laf, el hijastro de mi abuelo, nacido de un matrimonio previo, con quien mi abuela Pandora huyó cuando abandonó a mi padre al nacer.
Era un tema del que mi familia no hablaba nunca, ni en público ni en privado. Bueno, por lo menos era uno de los temas. De repente, se me ocurrió que podría haber ganado una fortuna, si no acabara de heredar una de Sam, diseñando un modelo totalmente renovado de teoría de la complejidad, basado tan sólo en las relaciones existentes entre los miembros de mi familia.
—Tío Laf —dije—, quiero preguntarte una cosa. Sé que no hablamos nunca de la familia, pero quiero que sepas que Sam me lo ha dejado todo.
—Gavroche, no esperaba otra cosa de él. Eres una buena chica y te mereces toda la herencia. Yo ya vivo muy bien, no tienes que preocuparte por mí.
—No me preocupo por ti, Laf, pero quería preguntarte algo más, algo que afecta a la familia. Algo que tal vez sólo tú sepas. Algo que, según parece, Sam también me dejó, y no me refiero a propiedades ni a dinero.
Mi tío Laf se quedó tan callado que llegué a dudar de que siguiera al otro lado del teléfono. Por fin, habló.
—Gavroche, ¿te das cuenta de que graban las llamadas internacionales?
—¿Ah, sí? —le dije, aunque debido a mi profesión lo sabía muy bien—. Pero eso no influye en nuestra conversación —añadí.
Está la razón por la que he llamado, Gavroche —dijo el tío Laf en una voz que sonaba muy distinta a la de unos instantes atrás—. Lamento no haber podido asistir al entierro de Sam. Pero por una serie de coincidencias, el fin de semana que viene estaré muy cerca de ti. Iré al hotel de Sun Valley.
—¿Estarás en Sun Valley Lodge el fin de semana que viene?
—¿Viajarás desde Austria hasta Sun Valley?
El trayecto de Viena a Ketchum no era agradable ni en las mejores circunstancias, pero es que Laf tenía casi noventa años. La verdad, las altas montañas y la errática meteorología hacían que el viaje desde el estado de al lado ya fuera toda una proeza. ¿En qué estaría pensando?
—Laf, a pesar de lo mucho que me gustaría verte después de tantos años, no me parece que sea una idea demasiado sensata —afirmé—. Además, ya he faltado una semana al trabajo debido al entierro y no estoy segura de poder irme.
—Cariño —dijo Laf—, creo que ya sé qué pregunta quieres hacerme. Y sé la respuesta. Así que ven, por favor.
Cuando ya se me cerraban los ojos, recordé algo en lo que no había pensado desde hacía años. Recordé la primera vez que Nube Gris me cortó. Podía ver el hilo de sangre, como un collar de rubíes diminutos en mi pierna, por donde había pasado la hoja afilada. No lloré, a pesar de que era muy pequeña. Recuerdo el color: un rojo bonito, sorprendente, una parte vital que abandonaba mi cuerpo. Pero no tenía miedo.
Desde la infancia, no había soñado con aquel suceso ni una sola vez. Ahora, mientras me sumía en un sueño agitado, la imagen me asaltó de repente, como si hubiera esperado todo ese tiempo en las sombras de mi mente.
Estaba sola en el bosque. Me había perdido y los árboles oscuros se cernían sobre mí. Del suelo húmedo se elevaba una especie de vaho que se arremolinaba en los escasos rayos de luz que quedaban. La pinaza mojada formaba una alfombra mullida bajo mis pies. Sólo tenía ocho años.
Había perdido a Sam de vista y luego había confundido su rastro. Estaba oscureciendo demasiado para poder seguir sus marcas como me había enseñado. Estaba sola y asustada. ¿Qué iba a hacer?
Esa mañana, había esperado a que llegara el alba. Había cargado la mochila con todo lo necesario: cereales para el desayuno, una manzana y un jersey de abrigo. A pesar de que no había ido nunca de excursión en serio, como mucho una acampada por la noche en el jardín, me hacía muchísima ilusión seguir en secreto a Sam en su primer día de tiwa–titmas.
Sam, sólo cuatro años mayor que yo, había empezado estas expediciones cuando contaba la edad que yo tenía entonces. Así que a los doce años, este viaje sería el quinto, y todos ellos en balde. Todos los de la tribu rezaban para que esta vez tuviera éxito y recibiera la visión. Pero pocos abrigaban verdaderas esperanzas. Al fin y al cabo, el padre de Sam (el tío Earnest) era un hombre blanco venido de lejos. Y cuando la madre de Sam, Nube Clara, murió siendo tan joven, el padre se llevó al niño de la reserva en Lapwai, por lo que no había podido recibir la educación adecuada por parte de su propio pueblo. Luego, el padre había hecho lo incalificable: se había casado con una mujer anglófona (Jersey) que bebía demasiada agua de fuego. No engañó a nadie cuando apareció con una hija propia, dejó de beber e insistió con generosidad que ambos niños pasaran el verano con los abuelos de Sam en la reserva. No engañó a nadie con ese tipo de trucos.
El tiwa–titmas era el acontecimiento más importante para un joven nez percé. Era su iniciación a la vida y al universo. Se adoptaban toda clase de medidas para garantizar que recibiera la visión: baños calientes, vapores en la choza de barro, purgación con palitos de corteza de abedul introducidos en la garganta; sobre todo si la visión tardaba en llegar o hacía preciso varios intentos.
Sam había crecido en esas montañas y podía saludar a cada roca, arroyo y árbol como si fueran personas; como si fueran amigos. Es más, al haber realizado ya cuatro búsquedas, sabía orientarse solo, incluso en la oscuridad, incluso con los ojos vendados. En cambio yo, pequeña inútil, no era capaz de encontrar el rastro.
Y así estaba: perdida sin remedio, empapada por un chaparrón repentino, y muerta de frío y de hambre, cansada, con los pies doloridos, insignificante y aterrada por mi propia estupidez. Me senté en una roca para analizar la situación.
El sol permanecía estático en el borde de la lejana cordillera, apenas visible a través de la tupida hilera de árboles. Cuando se pusiera, me encontraría rápidamente sumida en la más absoluta oscuridad, a unos quince kilómetros o más, calculaba yo, del lugar de donde había salido por la mañana. No tenía saco de dormir, ropas impermeables, cerillas ni comida. Si hubiera traído una brújula, ni siquiera habría sabido cómo usarla. Y lo que era peor, sabía que cuando el sol se hubiera escondido, habría roedores, serpientes, insectos y todo tipo de animales salvajes en la oscuridad, a mi lado, sin que yo pudiera hacer nada. El frío empezó a calarme los huesos a medida que el sol descendía por el cielo. Empecé a llorar con sollozos incontrolables, violentos, de miedo y enojo y desesperación desatados.
La única técnica que conocía, que había aprendido de Sam, era enviar y recibir mensajes en clave, como habían hecho siempre los indios: señales de humo o reflejos de la luz del sol con un espejo. Ahora que casi era oscuro, esos talentos eran inútiles. ¿O no?
Me tragué los sollozos y, a través de las lágrimas, examiné las tiras reflectoras de la mochila. Me sequé los ojos con la mano y la nariz, con la manga, y de pie, con piernas temblorosas, eché un vistazo a mi alrededor.
A través de la neblina del bosque, vi que el sol todavía no se había puesto. Pero le faltaba poco. Si podía subir lo bastante alto antes de que los últimos rayos desaparecieran, podría ver a gran distancia. Podría mirar por las colinas para encontrar el lugar adecuado; el sitio alto que Sam tenía que alcanzar antes de la puesta de sol: el círculo mágico. Era un plan descabellado, pero me pareció el único medio a mi alcance para reflejar un mensaje con la última luz y enviar mi clave al corazón del círculo mágico. Olvidé lo cansada y asustada que estaba, olvidé que Sam me había dicho que por la noche era mucho más peligroso situarse por encima de la línea de árboles que quedarse en la protección del bosque, y corrí cuanto me permitían mis piernecitas infantiles hacia los peñascos que se elevaban por encima de los árboles. Corrí contra la puesta del sol.
En el sueño, oigo los ruidos del bosque que me envuelven mientras me subo con desesperación a las rocas; las ramas y los matorrales me arañan, y de pronto se produce un crujido de algo enorme que se mueve detrás de un árbol. En el sueño, el bosque se vuelve cada vez más oscuro pero por fin consigo trepar hasta la misma cima del punto más alto, me echo para arrastrarme hasta el borde y contemplo los picos de abajo.
En la cumbre de una montaña, por debajo de mí, al otro lado de un amplio abismo, está el círculo mágico. Y en el centro, veo a Sam. En el sueño, está sentado en el suelo con sus pantalones de gamuza con flecos, los cabellos sueltos sobre los hombros y las piernas y los brazos doblados en meditación. ¡Pero me da la espalda! Está mirando al sol. ¡No ve mi señal!
Así que grito su nombre, una y otra vez, esperando que un eco lo llevará donde él está. Y luego, el grito se convierte en un chillido. Pero él está demasiado lejos… demasiado lejos.
Oliver me sacudía por los hombros. Vi que la luz entraba por las ventanas altas del sótano, lo que significaba que parte de la nieve que las cubría se había derretido. ¿Qué hora era? Sentía la cabeza a punto de estallar. ¿Por qué me zarandeaba así Oliver?
—¿Estás bien? —me preguntó, cuando vio que abría los ojos. Parecía asustado—. Estabas chillando. Te he oído desde arriba. El pequeño argonauta se escondió bajo la nevera al oírte.
—¿Chillando? —dije—. Sólo era un sueño. No lo había tenido desde hacía años. Además, no pasó de ese modo.
—¿Qué pasó de qué modo? —se sorprendió Oliver.
De pronto recordé que Sam estaba muerto. La única forma que tenía de volverlo a ver era en sueños, y aunque el sueño fuera un recuerdo poco fiel, no tenía otra cosa. ¡Mierda! Me sentía como si la mula del karma me hubiera arreado una coz en toda la cabeza.
—La masa de las crepés ya está a punto —me informó Oliver—. Te las estoy preparando bien gruesas, de mantequilla, y también montones de café de achicoria y algunas de esas salchichitas tan monas y asquerosas de cerdo: colesterol suficiente para llenarte las cañerías durante toda la vida; y para redondearlo, huevos tiernos.
—En su punto —corregí a Oliver, cuyos intentos de argot yanqui daban lugar a una especie de dialecto afrancesado—. ¿Qué hora es, casero?
—Ya hace rato que ha pasado la hora del desayuno —dijo Oliver—. He esperado para llevarte al trabajo. La máquina quitanieves te ha sepultado el coche.
Tras el desayuno–almuerzo, decidí ponerme ropas de abrigo, guantes gruesos y desenterrar el coche antes de ir a trabajar. Necesitaba hacer ejercicio físico después de haberme pasado dos días conduciendo. A veces, después de que la nieve se derritiera de esta forma, venían heladas fuertes, lo que supondría un mes de dar hachazos a un automóvil congelado. Por otra parte, necesitaba estar algún tiempo sola para aclimatarme de nuevo al trabajo.
Así pues, saqué mi radiocasete portátil y lo llevé fuera donde, rodeada de dunas refulgentes de nieve y de casas adornadas con carámbanos a modo de guirnaldas, cavé en la nieve medio derretida para liberar el Honda al ritmo de Bob Seger y su The Fire Down Below. Y pensé sobre los diversos tipos de tejidos que elegimos para urdir el entramado de nuestros sueños y nuestras realidades.
Lo que de verdad sucedió fue que no llegué a Sam en ese bosque: él me encontró a mí. En la historia real, que no en el sueño, subí más arriba de la línea de árboles, donde el aire está demasiado enrarecido para que sobreviviera la vegetación y donde, según dicen, no se atreve a dormir ningún animal. Había luna llena y me quedé encima de una roca, bañada por la brillante luz blanca. Hacía rato que el sol se había puesto y el cielo tenía un color negro rojizo, salpicado de estrellas. Debajo, el bosque oscuro me rodeaba por completo.
No creo recordar haber vivido un miedo como aquél, ahí sola bajo la luz blanquecina, contemplando el universo. Estaba demasiado asustada para hacer caso de los retortijones de hambre. Demasiado asustada para llorar. No tengo ni idea del rato que permanecí sin poder moverme, consciente de que fueran cuales fueren los peligros para un animal pequeño como yo expuesto e indefenso allá arriba, cualquier movimiento que hiciera me acercaría más a ese bosque del que acababa de huir, negro e impenetrable, lleno de sonidos de la noche.
Y entonces, vino por el bosque, en mitad de la noche, para encontrarme. Al principio, cuando distinguí un movimiento en el margen del bosque, retrocedí de miedo. Pero cuando reconocí los pantalones de gamuza blanca de Sam, corrí el gran espacio que nos separaba y me lancé a sus brazos, llorando de alivio.
—Está bien, listilla —dijo Sam, y me separó de él para mirarme con unos ojos que a la luz de la luna adquirían una tonalidad plateada—. Ya me contarás luego cómo se te ocurrió la idea insensata de seguirme. Has tenido suerte de que retrocediera por mi propio camino y encontrara tus huellas. Pero espero que te des cuenta de que has interrumpido mi encuentro de esta noche con los espíritus del tótem. Y encima has subido más allá de la línea de árboles, donde te advertí que no fueras nunca de noche. ¿No te contó mi abuelo, Oso Oscuro, que ni siquiera el lobo y el puma pasan ahí la noche?
Sacudí la cabeza y me sorbí las lágrimas mientras Sam me pasaba un brazo por los hombros y recogía mi mochila del suelo. Volvimos al bosque; Sam me dio la mano e intentó actuar como un guerrero.
—Es porque los espíritus del tótem viven en esa parte —me explicó Sam, a medida que avanzábamos entre el frondoso follaje. Oía el rumor de sus mocasines por el suelo húmedo—. Los animales presienten que los espíritus están ahí, aunque no puedan verlos ni olerlos. Por esa razón, si quieres reunirte con los espíritus, debes esperar en un sitio donde ni los árboles pueden vivir. Pero el lugar adonde voy está protegido por una magia especial. Como es muy tarde para llevarte de vuelta, tendrás que quedarte ahí conmigo esta noche, así que supongo que tendremos que pasar el tiwa–titmas juntos, tú y yo. Esperaremos en el círculo para que los espíritus se introduzcan en nosotros.
A pesar de que me sentía aliviada como el que más por haber sido rescatada de una noche a solas en Bald Mountain, ese asunto de los espíritus del tótem no me acababa de convencer.
—¿Por qué se quieren introducir en nosotros los espíritus? —Me costaba hasta preguntarlo.
Sam no respondió, pero me apretujó la mano para mostrar que me había oído mientras ascendíamos por el bosque. Después de un largo rato, llegamos por fin al círculo. Entre los árboles seguía estando oscuro, pero una cascada de luz blanca cayó sobre el lugar y la luna iluminó la cima desnuda y redondeada, y el círculo de rocas. Me recordó el anfiteatro donde Jersey había actuado una vez en Roma.
Uno al lado del otro, cogidos de la mano, Sam y yo salimos del bosque. Algo extraño sucedió cuando entramos en el círculo. La luz de la luna tenía una cualidad distinta en él: centelleante y reluciente, como si hubiera trozos de plata suspendidos en el aire. Se levantó una ligera brisa, que nos trajo aire frío. Yo ya no estaba asustada, sino absolutamente fascinada por ese lugar mágico. Sentía que, de algún modo, pertenecía a ese sitio.
Llevándome de la mano, Sam me condujo al centro del círculo, y se arrodilló ante mí. Se desabrochó la bolsa del cinturón y sacó objetos que, como adiviné enseguida, eran talismanes: cuentas de colores vivos y plumas «de la suerte». Uno por uno, me los fue colocando en los cabellos. Luego dispuso unos troncos y ramas en el centro del círculo y encendió con rapidez una hoguera. Cuando acerqué las manos, de repente me di cuenta del frío que tenía; estaba helada y empapada hasta los huesos. Las llamas cálidas lamían el cielo y las chispas saltaban hacia la noche para mezclarse con las estrellas. Oí los grillos de otoño en los arbustos y alcancé a distinguir encima de mí la Osa Mayor y la Osa Menor.
—Las llamamos Osa grande y Osa pequeña —dijo Sam, que había seguido mi mirada. Se sentó con las piernas cruzadas a mi lado y atizó el fuego—. Creo que la osa puede acabar siendo mi propio espíritu del tótem, aunque nunca la he visto cara a cara.
—¿La osa? —pregunté, sorprendida.
—La osa es un tótem femenino muy importante —me explicó Sam—. Igual que la leona, protege a las crías, a veces incluso de las amenazas del padre, y les consigue alimento.
—¿Qué pasa cuando el espíritu del tótem… se introduce en ti? —quise saber, preocupada aún por el proceso—. Quiero decir, ¿te pasa algo?
Sam me dirigió una sonrisa irónica.
—No estoy seguro, listilla, no me ha pasado todavía, pero supongo que si nos pasa, lo sabremos. Mi abuelo, Oso Oscuro, me ha dicho que el espíritu del tótem se te acerca con sigilo, algunas veces con forma humana y, otras, de animal. Después, decide si estás preparado. Si lo estás, te habla y te confía tu propio nombre sagrado y secreto; un nombre que nadie más que tú sabrá jamás, a no ser que decidas compartirlo con alguien. Mi abuelo dice que ese nombre es el poder espiritual de cada guerrero, distinto y en muchos sentidos más importante que nuestra alma inmortal.
—¿Por qué no se ha introducido en ti tu espíritu del tótem ni te ha revelado tu nombre? —pregunté—. Lo has intentado con mucho empeño y durante mucho tiempo.
Los cabellos negros de Sam, que le caían brillantes sobre los hombros, le ocultaron los ojos al atizar el fuego, de modo que sólo distinguía su perfil: pestañas oscuras, pómulos pronunciados, nariz recta y mentón con hoyuelo. De golpe, a esa luz, me pareció mucho mayor de los doce años que tenía mi hermanastro. De golpe, Sam mismo parecía un antiguo tótem. Se volvió hacia mí. A la luz del fuego, sus ojos eran transparentes y profundos como diamantes. Me sonreía.
—¿Sabes por qué siempre te llamo «listilla», Ariel? —soltó, y cuando negué con la cabeza, me dijo—: Porque, a pesar de tener sólo ocho años, la edad que yo tenía en mi primer tiwa–titmas, eres mucho más perspicaz de lo que yo era entonces, incluso quizá más de lo que soy ahora. Y eso no es todo; creo que también eres más valiente que yo. La primera vez que me adentré solo en este bosque sin guía, ya me conocía todas las ramas y piedras del camino. Pero a ti no te ha dado miedo lanzarte a él sola, con una confianza ciega en lo que te iba a suceder. Eso es lo que mi abuelo llama tener la fe necesaria.
—Te estaba siguiendo —señalé—. Y me parece que sólo soy un poco estúpida.
Sam se apartó los cabellos y rió.
—No, no. No eres estúpida —afirmó—. Pero quizá, listilla —añadió con su encantadora sonrisa—, quizás haberte perdido y casi muerto en el bosque sea un talismán para mí: mi pata del conejo de la suerte. —Me tiró de la coleta—. Quizás encontrarte haya cambiado mi suerte.
En efecto. Así fue como Sam se convirtió en Nube Gris y como nuestro espíritu del tótem nos bendijo con la luz, y como yo me convertí parcialmente en india al mezclar nuestras sangres. A partir de esa noche, fue como si un nudo se hubiera atado en mi interior y el sendero de mi vida tuviera que ser siempre recto y claro.
Al menos hasta ese instante.
Se ha acusado al Gobierno de Estados Unidos de malgastar el dinero de los contribuyentes, pero nunca en las instalaciones donde trabajan sus empleados. En especial, en las provincias, donde hasta el último centavo que podía proporcionar comodidad en el entorno laboral se recorta al máximo o, mejor aún, se devuelve intacto a la caja. El resultado es que se ha gastado más dinero en asfaltar los seis acres de aparcamientos que rodean nuestro complejo, donde los empleados del Gobierno dejan el coche, que en construir, amueblar, reparar, limpiar o aclimatar las oficinas donde tienen que trabajar seres humanos de carne y hueso.
Cuando entré en el aparcamiento inmenso, tras la hora de comer, con bloques de nieve agarrados aún al coche, repasé las plazas hasta donde me alcanzaba la vista. Como sospechaba, a esta hora del día, las únicas plazas disponibles en las zonas de aparcamiento para empleados parecían estar situadas en la cara occidental de Wyoming. En esta época del año, y después de haberse derretido la nieve como lo hizo esa mañana, el viento helado a última hora de la tarde podría alcanzar los cincuenta grados bajo cero; y el granizo golpeaba ya el parabrisas. Decidí correr el riesgo de que me pusieran una multa y dejar el coche delante del complejo principal, donde se encontraban unas cuantas plazas para visitas oficiales. Estaba prohibido que los empleados aparcáramos ahí y que entráramos por el vestíbulo de invitados. Pero solía convencer al guarda de seguridad para que me dejara firmar en el registro en lugar de tener que dar toda la vuelta al inmenso complejo para entrar por los controles oficiales para empleados, en la parte de atrás.
Aparqué en una de las plazas, me puse el abrigo de piel de borrego, me envolví la cara con la larga bufanda de cachemir y me encasqueté la gorra de lana hasta las orejas. Después, bajé del coche, lo cerré con llave y entré zumbando por las puertas de cristal. Y justo a tiempo, porque la ráfaga de viento que sopló en cuanto hube entrado por poco arranca la puerta de las bisagras. Conseguí cerrarla y me dirigí a la siguiente puerta del vestíbulo.
Me estaba quitando la bufanda y restregándome los ojos enrojecidos por el viento cuando lo vi de pie en el mostrador de recepción, firmando. Me quedé helada.
¿Cómo podría olvidar la letra de Una noche encantada… «verás un desconocido», si Jersey siempre ponía ese disco, cantado por ella misma junto a Dietrich Fischer–Dieskau en el escenario de la Salle Pleyel?
Así que ése era el desconocido. Aunque el marco no era lo que se dice idílico (el vestíbulo de visitas del Anexo de Ciencia Tecnológica), comprendí sin lugar a dudas que estaba ante el ser humano que había sido creado para mí. Era el regalo que los dioses me enviaban como consolación porque mi primo Sam había muerto. Y pensar que podía haber entrado por otra puerta. Qué sutiles son los misterios que el destino nos depara a la vuelta de cada esquina.
Tenía un aspecto algo divino, o por lo menos de la imagen que yo me había fabricado de un dios. Los cabellos oscuros le caían abundantes hasta el cuello; era alto y esbelto, con ese marcado perfil macedonio que siempre se asocia a los héroes. Vestía un abrigo de piel de camello y una bufanda de seda blanca que, desabrochados, le colgaban de los anchos hombros. Llevaba un par de guantes caros de piel italiana, que le cubrían unos dedos largos y gráciles. No era ningún ingeniero cowboy, de eso no había ni pajolera duda, como hubiese dicho Oliver.
Su porte tenía cierta compostura distante y regia que rozaba la arrogancia. Y cuando se volvió de la guarda de seguridad, Bella, que lo miraba con la boca abierta como un pez, y se dirigió hacia mí, vi que sus ojos, tras pestañas oscuras, eran de un purísimo color turquesa, casi añil, y de una profundidad sorprendente. Esos ojos me recorrieron, se fijaron un momento, y me di cuenta de que con ese atuendo tenía el atractivo de un oso polar.
Se acercaba hacia la salida. ¡Se iba del edificio! Supe, aterrada, que tenía que hacer algo: caer al suelo desmayada o interponerme con los brazos abiertos en medio del paso. Pero en lugar de eso, cerré los ojos y le olí al pasar: una mezcla de pino, cuero y limón que me dejó algo aturdida. Tal vez fueron imaginaciones mías, pero me pareció que murmuraba algo al pasar por mi lado: «encantadora», o quizá fue «deliciosa». O acaso fue sólo «disculpe», porque creo que le bloqueaba parte de la salida. Cuando abrí los ojos, se había ido.
Me dirigí a echar un vistazo al registro, pero cuando llegué al mostrador, Bella, que ya había recuperado la compostura, deslizó una hoja de papel sobre la página abierta. Levanté los ojos sorprendida y vi que me observaba con un aire muy poco profesional. Era más bien la mirada de una gata en celo enojada.
—Tienes que pasar por los controles, Behn —me informó, señalando la puerta que conducía al exterior—. Y el registro de dirección es confidencial.
—Todas las otras visitas pueden leer el registro y ver quién ha venido cuando firman —le indiqué—. ¿Por qué no los empleados? Nunca había oído esa norma.
—Estás en seguridad nuclear, no en seguridad de las instalaciones, por eso no lo sabes —replicó con aire despectivo, como si mi campo correspondiera a algo primitivo en comparación con el suyo.
Le arranqué el papel de debajo de las uñas pintadas de malva antes de que supiera qué había pasado. Me lo arrebató, pero demasiado tarde. Yo ya había leído su nombre: «Prof. Wolfgang K. Hauser; OIEA; Krems, Osterreich». Tenía una vaga idea de dónde estaba Krems, Austria. Y la OIEA era la Organización Internacional de Energía Atómica, el grupo que velaba por ese sector a nivel mundial, aunque no podía decirse que hubieran tenido demasiado trabajo en los últimos años: Austria era un país desnuclearizado. Sin embargo, el Estado formaba a algunos de los mejores expertos nucleares del mundo. Estaba más que interesada en echar un buen vistazo al currículum vitae del doctor Wolfgang K. Hauser. Y a algo más.
Sonreí a Bella y añadí mi nombre en el registro.
—Tengo una reunión de urgencia con mi jefe, Pastor Dart. Me pidió que viniera del otro edificio lo más rápido posible —le dije en cuanto me hube quitado la ropa de abrigo y la hube colgado en el perchero del vestíbulo.
—Eso es mentira, el doctor Dart todavía no ha vuelto de comer con algunas visitas de Washington —me informó Bella con una expresión altanera en la cara—. Lo sé porque firmó cuando se fue con ellos hace una hora. Míralo tú misma.
—Vaya, supongo que el registro de dirección ha dejado de ser confidencial —le solté con una sonrisa y crucé las puertas interiores.
Oliver estaba sentado en la oficina que compartíamos en el edificio y jugaba con el terminal del ordenador. Éramos los directores de proyecto encargados de localizar, recuperar y manejar «residuos peligrosos» como barras combustibles y otros materiales transuránicos, es decir, materiales que poseen un número atómico superior al del uranio. Les seguíamos la pista con programas diseñados para adaptarse a nuestros requisitos y desarrollados por nuestro propio grupo informático.
—¿Quién es el doctor Wolfgang K. Hauser, de la OIEA en Austria? —pregunté a Oliver cuando levantó la vista de la pantalla.
—¡Oh, no! ¿Tú también? —exclamó, empujando hacia atrás la silla giratoria y frotándose los ojos—. Sólo hace unos minutos que has vuelto al trabajo. ¿Cómo te puedes haber contagiado tan deprisa? Es como una plaga, ese tipo. Hasta la fecha, ni una sola mujer se ha resistido a sus encantos. Estaba convencido de que serías la única que no sucumbirías. He jugado mucho dinero en ti, ¿sabes? Hemos hecho apuestas en serio.
—Es guapísimo —dije—. Pero hay algo más. Es una especie de… no sé cómo llamarlo; no es magnetismo animal…
—¡Oh, no! —gritó Oliver, se puso de pie y me apoyó las manos en los hombros—. Es mucho peor de lo que creía. Puede que haya perdido hasta el dinero de la compra.
—No habrás apostado el presupuesto para infusiones de hierbas exóticas… —sugerí con una sonrisa.
Se sentó de nuevo con la cabeza entre las manos y se lamentó. De repente, pensé que el doctor Wolfgang K. Hauser era la primera cosa en una semana que me había hecho sonreír y olvidar, durante diez minutos enteros, lo de Sam. Aunque sólo fuera por eso, ya valía la pena que Oliver hubiera perdido la apuesta y que se quedara sin unos cuantos gramos de infusiones esplendorosas de hierbas.
Oliver se levantó de un salto cuando el sistema de alarma empezó a sonar y se oyó una voz por el altavoz.
Estamos comprobando el sistema de alarma para casos de emergencia. Vamos a realizar nuestro simulacro de incendios de invierno. El simulacro será cronometrado por los bomberos locales y por los encargados de seguridad federales. Por favor, diríjanse rápidamente a la salida de emergencia más cercana y esperen en el aparcamiento lo más lejos posible del edificio hasta que suene la señal de fin del simulacro.
¡Lo que faltaba! Durante los simulacros de incendio sólo podíamos usar las salidas de emergencia. Sellaban los controles y las puertas que conducían hacia el interior del edificio, donde podían quedar atrapadas personas en una emergencia real, incluida la puerta del vestíbulo donde tenía el abrigo. La temperatura exterior, muy por debajo de los treinta y cinco grados bajo cero cuando llegué, podía haber descendido aún más. Y el simulacro de incendio podía llegar a durar treinta minutos.
—Venga —dijo Oliver mientras tiraba de la parka—, recógelo todo y vámonos.
—Tengo el abrigo en el vestíbulo —le conté y empecé a caminar con él hacia la salida a través de la planta de despachos ya vacíos. Un mar de gente fluía por las cuatro salidas hacia el viento glacial que soplaba en el exterior.
—Estás como una cabra —me informó—. ¿Cuántas veces te tengo dicho que no entres por el vestíbulo? Ahora te convertirás en un bloque de hielo. Compartiría el abrigo contigo, pero los dos no cabemos, es demasiado ajustado. Pero nos lo podemos ir turnando hasta que el otro se empiece a poner azul.
—Tengo una parka corta en el coche y las llaves, aquí en el bolso —le conté—. Correré hasta el coche y pondré la calefacción. Si el simulacro se alarga demasiado, iré al bar y me tomaré un té caliente.
—Muy bien, voy contigo —comentó Oliver—. Supongo que si entraste por la puerta delantera, significa que también aparcaste de forma ilegal. —Le sonreía cuando cruzamos las puertas con todos los demás, y corrimos siguiendo la parte lateral del edificio.
Cuando fui a abrir, vi que los seguros estaban levantados. Era extraño; yo siempre cerraba el coche con llave. Puede que aquel día estuviera tan abrumada que se me olvidara. Me subí, me puse la parka y le di al contacto cuando Oliver entraba por el otro lado. El motor tardó en arrancar, así que había sido una suerte que me hubieran obligado a salir y encenderlo. Con este clima, con poca protección, el aceite del cárter se convierte en un cucurucho de nieve.
Fue entonces cuando observé el nudo, colgado del retrovisor.
De niños, Sam y yo estábamos muy interesados en aprender todo tipo de nudos. Me convertí casi en una experta; sin ayuda de nadie, era capaz de atar la mayoría de nudos como un marinero. Sam afirmaba que los incas de Perú utilizaban los nudos como una forma de comunicación: podían realizar cálculos matemáticos o incluso relatar historias con ellos. De niña, los utilizaba para enviar mensajes a la gente, o a mí misma, para ver si luego recordaba lo que significaban, como cuando te atas un cinta en el dedo.
Tenía la costumbre de dejar trozos de hilo o de cuerda en distintos sitios, como el retrovisor. Y cuando estaba sometida a estrés o tenía que solucionar algún problema, los ataba y desataba, a veces formando un complejo macramé. Y a la vez que conseguía trenzar el diseño de nudos, resolvía el problema. Sin embargo, no recordaba haber visto ese trozo de cordel cuando conduje hasta casa, ni tampoco al ir al trabajo. Me estaba empezando a fallar la memoria.
Toqué el nudo mientras el coche se calentaba. Eran dos nudos, si se tenía en cuenta la parte que rodeaba el soporte del espejo: un nudo de Salomón, que significaba una decisión crítica, y un nudo corredizo, es decir, un problema escurridizo. ¿En qué estaría pensando cuando puse eso ahí? Solté el hilo y empecé a jugar con él. Oliver había puesto la radio y había sintonizado una canción cowboy, gangosa y horrible, de esas que tanto le gustaban. Me arrepentí de haberlo invitado a compartir mi retiro en el vehículo; al fin y al cabo nos pasábamos el noventa por ciento de la vida bajo el mismo techo, como quien dice. De pronto recordé que no había visto el rastro de la entrada y salida de Oliver, ni huellas en la nieve de nadie más, cuando subí el día anterior por la noche (corrección: esa misma mañana) a la parte de delante de la casa. Por mucho que la nieve y el viento hubieran sido constantes e intensos, algo tendría que haber indicado su presencia. Además, ¿por qué no había entrado el correo si había estado en casa todo el tiempo? La trama se complicaba.
—Oliver, ¿dónde te metiste mientras yo estaba fuera?
Oliver me miró con sus ojos oscuros y me besó con suavidad en la mejilla.
—Tengo que confesarte que conocí a una chica vaquera y no me pude resistir.
—¿Pasaste la tormenta con una chica vaquera? —pregunté, sorprendida, porque Oliver no era de los que ligan para una sola noche—. Ponme al día. ¿Es bonita? ¿Es mormona como tú? ¿Y dónde estuvo mi gato mientras sucedía todo eso?
—Dejé al pequeño argonauta con un gran bol de comida; la bebida, bueno, se la sirve él mismo. Y en cuanto a la damisela, nuestra relación se describe mejor en pretérito perfecto. Se derritió junto con la nieve y supongo que ahora está tan congelada como el hielo de aquí fuera.
Muy poético.
El fin de semana que viene tengo que ir a Sun Valley —dije.
¿Vas a abandonar de nuevo a Jason en ese gélido sótano, o es mejor que me lo lleve conmigo?
—¿Vas a esquiar? —curioseó Oliver—. ¿Por qué no nos llevas a los dos contigo? Estaba intentando decidir dónde podría ir para aprovechar la nieve que ha caído. En Sun Valley tienen un metro de nieve en polvo en las pistas de descenso y un metro y medio en las zonas de recepción. —Oliver era un esquiador excelente y se deslizaba como una pluma sobre la nieve en polvo. Yo no conseguía dominar ese tipo de nieve, pero me encantaba verlo de lejos.
—Verás —dije—, no creo que vaya a tener mucho tiempo para estar en las pistas. Mi tío viene de visita. Quiere comentarme algunos asuntos familiares.
—¡Qué extraño! —soltó Oliver—. Parece que ahora que has heredado, tu familia, antes ausente, te presta muchísima atención. —Enseguida pareció arrepentirse de haber hecho tal comentario.
—No te preocupes —lo tranquilicé—. Estoy empezando a superarlo. Además, mi tío es muy rico. Es un director y violinista famoso.
—¿No será Lafcadio Behn? ¿Es ése tu tío? —me preguntó Oliver—. Con tan pocos Behn en el mundo, siempre me he preguntado si eras pariente de alguno de los famosos.
—Probablemente de todos ellos —comenté con una mueca.
La señal sonó cuando le estaba diciendo a Oliver que podía venir conmigo el fin de semana si así lo deseaba. Sin muchas ganas, apagué el motor para regresar al intenso frío. Al cerrar la puerta del coche, recordé que también lo había hecho en mi primer viaje hasta el vestíbulo. No eran imaginaciones mías: alguien había forzado la puerta para entrar.
Eché un vistazo al asiento trasero. Todo lo que solía llevar seguía ahí, aunque no en su sitio. Alguien había registrado el coche. Cerré la puerta de todos modos, en una especie de acto reflejo. Seguí a Oliver hasta la entrada posterior y por poco tropiezo con mi jefe, Pastor Dart, que se disponía a entrar.
—¡Ya has vuelto! —exclamó, dibujando una sonrisa en sus agresivas facciones—. Ven a mi oficina dentro de una media hora; entonces estaré libre. Si hubiera sabido que te incorporabas hoy, me habría quitado los papeles de en medio. Tengo que comentar muchas cosas contigo.
Bella, la guarda de seguridad, que iba delante de nosotros, se volvió para mirarnos por encima del hombro. Le dije al Tanque que iría y me dirigí a la oficina, donde el teléfono empezaba a sonar.
—Contesta tú —me pidió Oliver—. Se me había olvidado, antes de que llegases te llamó una periodista para hablar de unos documentos que dijo que has heredado. Pero el resto de la mañana, cada vez que he contestado el teléfono me han colgado sin más. Será algún tarado.
Descolgué el teléfono al cuarto timbre y contesté.
—Habla con Ariel Behn, de Control de Residuos.
—Hola, listilla —me saludó esa voz cálida y conocida; una voz que creía que no volvería a oír nunca salvo en sueños—. Lo siento. Siento muchísimo haber tenido que hacerlo así, pero no estoy muerto —prosiguió Sam—. Sin embargo, es posible que pronto lo esté, si no me ayudas. Y rápido.