EL TESTIGO

Únicamente yo he escapado solo para expresaros…

mi pensamiento.

Oscurecido como el agua por el viento…

Siempre hay alguien

para decírselo, ¿no es cierto?…

Alguien elegido por la oportunidad de verlo,

por la casualidad de la visión,

por la coincidencia del momento,

desprevenido, inadvertido, desarmado,

sin pensar en nada… y sucede, y lo ve…

Atrapado en esa intrincada red

de haberlo presenciado, haberlo visto…

Fui Yo.

Yo solo. Únicamente yo. El momento nos envolvió con su torcida sonrisa de terrible incredulidad.

Yo solo. Únicamente yo, para contaros…

Yo que no he comprendido nada, no he conocido

nada, no me han respondido nada.

ARCHIBALD MACLEISH, J.B.

Dios siempre gana.

ARCHIBALD MACLEISH, J.B.

Snake River, Idaho: principios de la primavera, 1989

Estaba nevando. Llevaba días nevando. Parecía que no iba a dejar de nevar nunca.

Llevaba conduciendo a través de ese espesor blanco desde antes del amanecer. A medianoche me detuve en Jackpot, Nevada, el único brillo de neón en más de ciento cincuenta kilómetros de páramos rocosos en mi larga ascensión desde California, de vuelta a Idaho y al trabajo en el complejo nuclear. En Jackpot me senté en la barra, con el martilleo de las máquinas tragaperras a mis espaldas, y me comí un bistec a la plancha muy poco hecho, me tragué un vaso de whisky escocés y lo hice bajar todo con una taza de café solo: el curalotodo que mi tío Earnest me había aconsejado siempre.

La hierba era de color verde eléctrico, ese verde fantástico y reluciente que sólo se encuentra en San Francisco, y sólo en esa época del año. Contra el refulgente césped, las lápidas blancas formaban hileras ondulantes a través de la colina. Los eucaliptos oscuros se alzaban sobre el cementerio, entre las filas de losas, con sus hojas plateadas cubiertas de humedad. Mientras dejábamos atrás la carretera principal y dábamos la vuelta hacia Presidio, miré a través de las ventanillas oscuras de la limusina.

Había conducido por esta carretera muchas veces cuando estuve en la zona de la bahía. Era la única ruta posible desde el Golden Gate hasta el puerto deportivo de San Francisco y pasaba directamente por el cementerio militar al que estábamos entrando. Aquel día, mirado de cerca y a cámara lenta, todo me pareció hermoso, impresionante a la vista.

—A Sam le habría encantado estar aquí —comenté. Era lo primero que decía en voz alta en todo el trayecto.

Jersey, sentada a mi lado en la limusina, replicó con cierta brusquedad:

—Hombre, al fin y al cabo, lo está, ¿no? Si no, ¿a qué viene tanto jaleo para este tipo de estrés y de aflicciones? —Después, salí al frío de la noche y me lancé de nuevo a la carretera.

Si no me hubiera detenido en Sierras cuando cayó la primera nieve, con el vano propósito de animar mi alma en pena dedicando un día al esquí, no me encontraría ahora en esta situación, surcando el hielo de la carretera en medio de la nada. Por lo menos era una nada que conocía bien, hasta el último bache desde esta pista de las Rocosas hasta la costa. La había recorrido con frecuencia debido a mi trabajo de experta en seguridad nuclear. Ariel Behn, la chica atómica. Pero el motivo de esta última excursión era un asunto que hubiera preferido evitarme.

Noté que mi cuerpo conectaba el piloto automático en ese tramo largo y monótono de autopista. Las aguas turbias de mi mente empezaron a devolverme a un lugar donde sabía que no quería ir. Los kilómetros iban cayendo, la nieve formaba remolinos, los neumáticos rodaban sobre la fina capa de hielo.

No podía olvidar la imagen veteada de aquella ladera cubierta de hierba en California, el diseño geométrico que formaban las lápidas diseminadas en ella, esas franjas tan estrechas de piedra y césped. Todo lo que separaba la vida de la muerte; todo lo que me separaba de Sam para siempre. A esa corta distancia, percibí el tufo que le desprendía el aliento.

—Mamá, ¿cuántas copas has tomado hoy? —pregunté—. Hueles a destilería.

—Cutty Sark —afirmó con una sonrisa—. En honor de la Marina.

—Por Dios santo, mamá, estamos en un entierro —me indigné.

—Soy irlandesa —señaló—. Es lo que hacemos en nuestros velatorios: bebemos las penas con alegría. En mi opinión, una tradición mucho más civilizada…

Ya empezaba a tener dificultades con las palabras largas. En mi interior, sentía una enorme vergüenza y esperaba que no intentara pronunciar parte del panegírico que el ejército iba a recitar al lado de la tumba. Me lo esperaba todo de ella, sobre todo en ese estado de embriaguez incipiente. Además, Augustus y Grace, mis almidonados padre y madrastra, que lo ven todo con malos ojos, iban en el coche de atrás.

Las limusinas atravesaron las verjas de hierro del cementerio de Presidio y pasaron el edificio de largo. No habría ceremonia en el interior y el ataúd ya había sido sellado por causas que obedecían, según nos habían dicho, a la seguridad nacional. Además, también nos habían dicho, de forma algo más discreta, que podría costarnos mucho reconocer a Sam. Las familias de las víctimas de bombas solían agradecer que les ahorraran el intento.

El cortejo recorrió la avenida Lincoln y siguió por el camino bordeado por eucaliptos en el extremo más alejado del cementerio. Ya había varios coches aparcados, todos con la matrícula blanca del Gobierno de Estados Unidos. Sobre el pequeño montículo había una tumba abierta, recién cavada, y un grupo de hombres de pie, a su alrededor. Uno de ellos era un capellán del ejército y otro, que lucía una trenza muy tupida y larga tenía todo el aspecto de ser el chamán que yo había pedido. Sam lo habría querido así.

Nuestras tres limusinas aparcaron delante de los automóviles del Gobierno: Jersey y yo en el coche de los familiares, Augustus y Grace detrás de nosotros y Sam en la limusina negra de delante. En un ataúd forrado de plomo. Todos salimos y empezamos a subir la colina mientras bajaban a Sam del coche fúnebre. Augustus y Grace se mantenían algo apartados, en silencio, lo que agradecí sinceramente, porque así no notarían el aliento de Jersey. A no ser que alguien encendiera una cerilla cerca de ella.

Un hombre con gafas oscuras y gabardina se separó del grupo de individuos del Gobierno y fue a decir algunas palabras a los otros dos miembros de la familia. Luego, se acercó a Jersey y a mí.

De golpe me di cuenta de que no íbamos vestidas para un entierro. Yo llevaba el único vestido negro que tenía, uno con hibiscus púrpuras y amarillos por todas partes. Jersey vestía un elegante traje de chaqueta francés, de ese especial tono azul frío, que tan característico de ella había sido en escena porque armonizaba con el color de sus ojos. Esperaba que nadie notara nuestro lapsus de protocolo.

—Señora Behn. —El hombre se dirigió a Jersey—. Espero que no le importe esperar unos minutos más. Al presidente le gustaría asistir al funeral.

Como es de suponer, no quería decir el presidente, sino un anterior presidente: el que Jersey llamaba «el productor de cacahuetes», para el que había actuado cuando ocupaba la Casa Blanca.

—¡Qué va! —respondió Jersey—. No me importa esperar si Sam no tiene ninguna objeción.

Entonces se rió y me llegó otra bocanada. Aunque no podía verle los ojos tras las gafas, observé que el hombre apretaba los labios. Lo miré en silencio sepulcral.

El helicóptero llegaba del otro lado de la carretera y se dispuso a aterrizar en la zona de Crissy Field, al lado de la bahía. Dos coches oscuros habían salido a su encuentro para recoger a nuestro ilustre invitado.

—Señora Behn —prosiguió sotto voce el hombre de la mirada oculta, como en una película de espías—. Tengo instrucciones para anunciarle que el presidente, en nombre de nuestra Administración actual, ha efectuado los cambios oportunos en su agenda de esta mañana. Aunque su hijo, como asesor civil, no pertenecía de forma estricta al ejército, su muerte se produjo mientras realizaba un servicio, o más bien mientras operaba en su calidad de asesor para el ejército, debería decir. Por lo tanto, nuestro Gobierno quiere rendirle los honores adecuados. Se celebrarán unas breves exequias, intervendrá la banda militar y por último se lanzarán diecisiete salvas en homenaje al difunto. Después de eso, el presidente le hará entrega de la Medalla por Servicios Distinguidos.

—¿Y qué? —soltó Jersey—. Yo no soy quien la palmó, corazón.

La ceremonia no transcurrió del todo como estaba previsto.

Una vez finalizada, Augustus y Grace se retiraron a su suite en el Mark Hopkins, en Nob Hill, y dejaron el recado de que «me esperaban» para cenar. Puesto que tan sólo era la hora de comer, llevé a Jersey al Buena Vista para que se bebiera su almuerzo. Conseguimos una mesa junto a las ventanas de la parte delantera, con vistas a los embarcaderos de la bahía.

—Ariel, bonita, siento mucho lo que pasó —dijo Jersey mientras se bebía el primer vaso de whisky como si fuera leche.

—Sentirlo no sirve de nada —afirmé, repitiendo lo que ella siempre me decía cuando yo era una niña y me portaba mal—. Voy a cenar con Augustus y Grace esta noche. ¿Qué les voy a decir?

—Que se vayan a la mierda —soltó Jersey mientras me miraba con sus famosos ojos azules, sorprendentemente claros dados sus recientes hábitos alimenticios—. Diles que los disparos me sobresaltaron. Que esos condenados disparos al oído me sobresaltaron.

—Sabías que iban a lanzar diecisiete salvas de honor —le indiqué—. Oí que el agente de seguridad te lo contaba. Estabas borracha como una cuba, por eso te caíste dentro de la tumba. ¡Dios mío, delante de toda esa gente!

Jersey levantó la vista con una expresión de orgullo herido y yo le devolví la mirada.

Pero de inmediato sentí unos deseos incontrolables y no pude reprimirme. Me puse a reír. Al principio, la cara de Jersey adoptó una expresión de sorpresa y luego también empezó a desternillarse. Nos reímos tanto que hasta se nos saltaban las lágrimas. Nos reímos hasta que nos quedamos sin aliento. Nos ahogábamos de risa y nos sujetábamos los costados al pensar en mi madre tumbada de bruces, en un agujero de casi dos metros de profundidad, antes de que hubieran podido siquiera bajar el ataúd.

—Delante del productor de cacahuetes y todo —casi gritó Jersey, y eso nos provocó otro ataque de hilaridad.

—Delante de Augustus y Grace —balbuceé entre sollozos histéricos.

Nos costó mucho rato calmarnos, pero al final las carcajadas quedaron reducidas a gemidos y risitas. Me sequé las lágrimas con la servilleta y me eché para atrás con un suspiro, sujetándome el estómago, que me dolía de tanto reír.

—Me hubiera gustado que Sam te hubiera visto —le comenté, pellizcándole el brazo—. Fue de lo más surrealista, el tipo de cosas que le divertía. Se habría muerto de risa.

—Igualmente estaba muerto —dijo Jersey. Y pidió otra copa.

A las siete llegué al Mark en la limusina que Augustus me había enviado. Siempre que visitaba cualquier ciudad alquilaba un coche para no tener que rebajarse a parar un taxi. Mi padre mantenía las apariencias. Le pedí al conductor que me recogiera a las diez y me llevara de nuevo a la pequeña pensión victoriana donde me alojaba, al otro lado del puente. Sabía por experiencia que con tres horas en compañía de Augustus y Grace tendría más que suficiente.

La suite que ocupaban en el ático era enorme y estaba llena de las decoraciones florales que Grace necesitaba en cualquier parte. Cuando llamé, Augustus abrió la puerta y me miró con severidad. Mi padre estaba siempre elegante, con sus cabellos plateados y la tez morena. Llevaba una chaqueta negra de cachemir y pantalones grises, y tenía todo el aspecto del señor feudal que había estado ensayando durante toda su vida.

—Llegas tarde —comentó mientras echaba un vistazo a su reloj de oro—. Tenías que haber venido a las seis y media para que pudiéramos hablar en privado antes de la cena.

—Con la reunión familiar de esta mañana ya he tenido bastante —le dije.

Al instante me arrepentí de haber aludido a los anteriores acontecimientos del día.

Eso es otra cosa de la que quería hablarte: tu madre —afirmó Augusto—. ¿Quieres tomar algo, primero?

He comido con Jersey —comenté—. No estoy segura de querer tomar nada que no sea agua.

Fuera donde fuera, Augustus disponía de un bar bien surtido, a pesar de que bebía poco. Quizá fue eso lo que falló cuando mi madre y él se casaron.

—Te prepararé soda con algo de vino; eso es suave —dijo y, tras agregar la soda al vino, me alargó el vaso.

—¿Donde está Grace? —pregunté, tomando un sorbo mientras él se preparaba un whisky ligero.

—Está acostada. La trastornó mucho la pequeña debacle que organizó tu madre esta mañana. ¿Cómo voy a culparla? Fue imperdonable. —Augustus siempre se refería a Jersey como a «tu madre», a pesar de que yo era responsable de su existencia mucho más que a la inversa.

—De hecho —le dije—, me pareció que su exhibición aportó la nota de brillantez que requería este morboso asunto. Me refiero a que no acabo de entender lo de la banda de música, las salvas y la medalla, todo porque alguien, mientras prestaba un servicio al Gobierno de Estados Unidos, salió volando en pedacitos como un rompecabezas desmembrado.

—No cambies de tema, jovencita —me reprendió mi padre con su tono de voz más autoritario—. El comportamiento de tu madre fue espantoso. Deplorable. Tuvimos suerte de que no dejaran venir a la prensa.

Augustus no usaba nunca palabras del tipo «indignante» o «humillante»; eran demasiado subjetivas e implicaban emociones personales. A él sólo le interesaba lo objetivo, lo remoto, cuestiones como las apariencias y la reputación. No los sentimientos, que eran ambiguos e imposibles de cuantificar.

En ese sentido, me parecía mucho más a él de lo que me gustaba admitir. Aun así, no podía soportar que le preocupara más el comportamiento de mi madre en un acto social que la brutal muerte de Sam.

—¿Crees que la gente grita cuando muere de esa forma? —pregunté en voz alta.

Augustus giró sobre sus talones, de modo que no pude verle la cara. Se dirigió a la puerta de la habitación.

—Despertaré a Grace —me informó por encima del hombro—, para que se prepare para cenar.

—No entiendo cómo podemos hablar —comentó Grace, con los ojos hinchados y llenos de lágrimas. Se apartó un par de cabellos rubios de la frente con el dorso de la muñeca—. No entiendo cómo podemos comer. Es del todo increíble pensar que podemos estar sentados en un restaurante, intentando comportarnos como seres humanos.

Hasta ese instante no se me había ocurrido que alguien como Grace hubiera imaginado nunca el concepto de intentar comportarse como un ser humano. Las cosas empezaban a mejorar.

Eché un vistazo a las paredes del restaurante, que estaban formadas por entramados cubiertos de parras pintadas. Estaban salpicadas con unas cuantas lagartijas rojas dibujadas, que parecían estar disfrutando de un sol invisible. Los grupos de mesas estaban separados por grandes macetas de crisantemos frescos, flores que en los cementerios italianos se ofrecen como tributo a los muertos.

Había empezado y acabado el día en un cementerio. Esa misma tarde, había buscado la palabra en una librería. Del griego koimeterion, habitación para dormir; koiman, adormecer, y del latín cunae, cuna. Era agradable pensar que Sam, dondequiera que se hallase, estaría como mecido en sueños.

—¡Era tan joven! —dijo Grace entre sollozos mientras tomaba otro mordisco de steak tartar. Se puso bien el brazalete de diamantes y añadió la coletilla—: ¿Verdad?

El caso era que Grace no había visto a Sam en toda su vida. Hacía casi veinticinco años que mis padres se habían divorciado y Augustus se había casado con Grace hacía más de quince. Entre medio, había gran cantidad de agua pasada, incluido el hecho de que Sam se convirtiera en mi hermano sin ser hijo de mi madre ni mi padre. En mi familia, las relaciones son bastante complicadas.

Pero no tuve tiempo para pensar en ello, porque Grace había cambiado a su tema favorito: el dinero. Cuando empezó a hablar de este asunto, se le secaron las lágrimas como por arte de ensalmo y sus ojos adquirieron un brillo luminoso.

—Esta tarde hemos llamado a los abogados, desde la suite —me informó, presa de repente de un entusiasmo exultante—. Como sabes, mañana se procederá a la lectura del testamento y me parece que deberíamos decirte que tenemos buenas noticias. Aunque, como es lógico, no quieren dar los detalles, parece que eres la principal heredera.

—¡Uy, qué bien! —exclamé—. Sam no lleva muerto ni una semana y ya he obtenido beneficios. ¿Conseguiste sacarles lo rica que seré exactamente? ¿Me puedo retirar del trabajo ya, o se va a quedar Hacienda con la mayor parte?

—Sabes muy bien que Grace no quería decir eso —dijo Augustus, que estaba dibujando formas en su créme de volaille, mientras yo me peleaba con las alcaparras que acompañaban el salmón. Rodaban por el plato y se escapaban del tenedor—. Grace y yo sólo estamos preocupados por tu propio interés —prosiguió—. No conocía a Sam, no lo conocía bien, como mínimo, pero estoy seguro de que te quería mucho. Al fin y al cabo crecisteis como si fuerais hermanos, ¿no? Además, al ser el único heredero de Earnest, supongo que Sam gozaba de cierta comodidad financiera.

Mi difunto tío Earnest, que se había dedicado a los negocios de minería y minerales, era el hermano mayor de mi padre y tan rico como Midas. Además, al morir había dejado toda su fortuna íntegra, porque el hecho de gastar dinero carecía de interés para él. Sam era su único hijo.

Cuando mis padres se divorciaron yo era aún muy pequeña. Mi madre me llevó con ella durante varios años por todas las capitales del mundo. La recibían bien en esos lugares porque mucho antes de casarse con mi padre había sido una cantante famosa, por cuyo motivo conoció al productor de cacahuetes y a otras personalidades. Los varones de la familia Behn siempre habían tenido mujeres vistosas. Pero, al igual que mi padre, solían tener problemas para convivir con ellas.

Jersey bebía desde hacía años, pero todo el mundo esperaba que las cantantes de ópera hicieran correr el champán como si fuera agua. No fue hasta que Augustus anunció su compromiso con Grace, un clon de Jersey cuando tenía su edad pero veinte años menor, que la botella salió del armario de Jersey. Mi madre viajó a Idaho para consultar diversas cuestiones financieras con mi tío Earnest, viudo y medio ermitaño (mi padre había invertido todos los ingresos de la anterior carrera musical de su esposa a su favor, una traición más del varón Behn) y, ante la sorpresa de todos, Jersey y Earnest se enamoraron.

Y yo, una niña que había crecido como Eloise en el Plaza, comiendo paté de foie gras antes de saber decir su nombre, me encontré de golpe en ese lugar en medio de la nada que ahora, casi veinte años más tarde, llamo hogar.

Así que la pregunta de mi padre, que parecía vaga, iba dirigida en cambio directa y al grano. Mi madre, casada con dos hermanos consecutivos, había dejado de beber en vida de Earnest. Sin embargo, como la conocía bien, Earnest había dejado toda su fortuna a Sam, con la condición de que cuidara de ella y de mí «como estimara más oportuno». Y ahora, el propio Sam estaba muerto. Lo más seguro era que su muerte me hubiera convertido en multimillonaria.

Tío Earnest había muerto hacía siete años, mientras yo estaba en la universidad, y ninguno de nosotros había visto a Sam desde entonces. Había desaparecido. Jersey y yo recibíamos un cheque todos los meses. Ella se bebía el suyo y yo ponía el mío en una cuenta y lo dejaba ahí. Mientras tanto, hice algo radical, algo que las mujeres de la familia Behn no habían hecho jamás: encontré empleo.

La primera semana que empezaba a trabajar como controladora de seguridad nuclear, tuve noticias de Sam. Me llamó a la oficina, aunque sólo Dios sabe cómo averiguó dónde estaba.

—Hola, listilla —dijo. Era como más le gustaba llamarme, ya desde pequeños—. Has roto una tradición familiar: ¿nada de notas altas ni patadas en el coro de baile?

—La vida encima del escenario no es siempre lo que una chica imagina —cité de mi amplio y no solicitado repertorio musical. Pero cómo me alegraba oír su voz—. ¿Dónde te habías metido todos estos años, hermano de sangre? Supongo que no necesitas trabajar para ganarte la vida ahora que eres el benefactor de la familia a jornada completa. Gracias por los cheques.

—De hecho —me corrigió Sam—, trabajo para varios gobiernos que debo mantener en secreto. Les rindo un servicio que nadie más puede ofrecer, con la posible excepción de aquellos a quienes he entrenado personalmente: un grupo de una persona. ¿Qué, te animarás algún día a embarcarte en una empresa conjunta?

Esa críptica insinuación de oferta de trabajo fue lo último que oí de Sam hasta que recibí la llamada del albacea testamentario.

Noté que los neumáticos empezaban a derrapar en la nieve. Todo el coche patinaba y empujaba con fuerza hacia fuera de la carretera.

La adrenalina me fluía veloz al cerebro mientras me abalanzaba sobre el volante y lo sujetaba con fuerza. Me apoyé con todo mi peso y tiré de esas impresionantes toneladas de metal desde el hombro. Pero entonces, salí disparada en dirección contraria, sin ningún control.

¡No podía salirme de la carretera! Sólo había nieve y más nieve. Estaba tan oscuro y la nieve acumulada era tanta que no podía ver lo que había en la cuneta, puede que un precipicio. Oía gritar en mi interior, como desde el fondo de un pozo: «¡Idiota, idiota!», mientras me esforzaba por recordar cuándo había visto las últimas luces en el abismo que me rodeaba. ¿Cien kilómetros atrás? ¿Ciento cincuenta?

Mientras me pasaban por la cabeza estos aterrados pensamientos pude aún, con esa capacidad dual de proceso que poseemos, organizar músculos y secreciones para intentar ganar de nuevo el control del coche. Lo dirigí de un lado a otro como un yoyó, para evitar que hiciera un trompo e intentando sentir debajo de mí, como si llevara puestos unos esquís, que los neumáticos se deslizaban por la nieve, que había formado una superficie resbaladiza y encerada sobre una capa más profunda y letal de hielo duro como el diamante.

Pareció pasar una eternidad hasta que noté que estaba ganando el combate, y el ritmo de las toneladas de metal empezó a desplazarse hacia el centro de equilibrio. Temblaba como una hoja mientras reducía la velocidad a cincuenta, a cuarenta. Respiré profundamente y aceleré de nuevo, ya que sabía como buena chica de montaña que cuando la nieve cae de ese modo nunca hay que detenerse del todo, de lo contrario es posible que no se consiga reanudar la marcha.

Avancé pues por la noche oscura y vacía, recé un par de oraciones de gracias, sacudí la cabeza, me di unas fuertes palmadas en la cara para volver a la realidad y bajé la ventanilla para dejar que la tormenta entrara y recorriera el coche por dentro. Los copos de nieve me cortaban la piel; tomé una bocanada de aire glacial y lo mantuve en los pulmones un minuto. Me froté los ojos irritados con los guantes, me arranqué la gorra de lana que llevaba puesta y sacudí los cabellos en el aire arremolinado que circulaba en el interior del coche y que levantaba trozos de papel a su paso. Cuando subí de nuevo la ventanilla, había vuelto a la realidad, mucho más serena. ¿Qué demonios me estaba pasando?

Ni que decir tiene que sabía lo que me pasaba. Sam estaba muerto y me costaba imaginar cómo sería la vida sin su presencia. Era lo que un esquizofrénico llamaría estar «fuera de sí» de dolor. A pesar de que no había visto ni hablado con Sam en los últimos siete años, estaba siempre presente en todos mis actos. De algún modo, era la única familia que había tenido en toda mi vida. Por primera vez, me daba cuenta de que conversaba con él mentalmente en su ausencia. Ahora ya no tenía con quien hablar, ni siquiera mentalmente.

No tenía intención de reunirme con Sam en los felices terrenos de caza, por ahora. Y menos por suspender un test de inteligencia en mitad de la noche en plena carretera. Entonces observé un resplandor a lo lejos, un punto apenas visible a través de la espesa cortina de nieve. Era lo bastante grande para ser una ciudad y no había demasiadas en esta zona del desierto. Tenía que ser donde vivía.

Pero la aventura no había terminado.

Subí por la carretera que pasaba por la parte alta de aquella casa con el sótano encantador que llamaba hogar y miré hacia abajo con agotada frustración. El camino hacia la casa había desaparecido, sepultado bajo la nieve que se amontonaba hasta más arriba de las ventanas del primer piso. Por lo visto, tras kilómetros de duro combate al volante, ahora tendría que dedicarme a cavar para llegar a la casa, y no digamos para desenterrar mi piso subterráneo. Es lo que me merecía por vivir en un sótano de Idaho, como un tubérculo inmundo.

Apagué el motor y permanecí sentada, mirando abatida y en silencio hacia abajo de la escarpada colina, donde yo sabía que estaba el camino, e intentando decidir qué debía hacer. Como toda la gente de montaña, siempre llevaba suministros de emergencia en la parte trasera del coche: arena, sal y agua, ropa térmica, calzado impermeable, lo necesario para encender un fuego o para arrancar el motor, cuerdas y cadenas, pero no tenía ninguna pala. Además, aunque la hubiese tenido, sería incapaz de abrir yo sola espacio suficiente para poder descender el camino con el coche.

Vi mi buzón, señalizado por la banderita levantada como un faro de esperanza entre la nieve. Entonces recordé que había olvidado detenerme a recoger el correo cuando salí con tanta rapidez para ir al funeral. Cerré la puerta del maletero y, apoyada en la manilla para no perder el equilibrio, escarbé en el montículo y saqué las cartas que se habían ido acumulando a lo largo de la semana. Había más de lo que me había imaginado. Así que me solté de la manilla e intenté recoger el bolso para lo que, sin querer, di un paso alejándome del coche.

Con ese primer paso, me hundí hasta la cintura en la nieve y seguía hundiéndome. Sentí que el miedo me atenazaba y luché contra el pánico. Sabía que si me zarandeaba sólo conseguiría hundirme más deprisa. Había vivido bastante tiempo en estos parajes para haber oído hablar de muchas personas que se habían ahogado al Seguí sin moverme, como atontada, viendo caer el manto de nieve blanda, espolvoreada sin el menor ruido a mi alrededor. «En este momento, Sam diría algo divertido —pensé—. O quizá saldría y empezaría a bailar en la nieve; una danza de la nieve, como si hiciera suya la obra de los dioses…»

Sacudí la cabeza, e intenté reaccionar. Oí que el teléfono sonaba en mi apartamento. Las luces de la casa principal estaban apagadas, lo que indicaba que mi excéntrico aunque adorable casero mormón había partido hacia las montañas para esquiar al día siguiente aprovechando la nieve en polvo, o bien hacia el templo para rogar que el camino se despejara solo.

Por mucho que detestara moverme por la nieve en polvo, llegué a la conclusión de que el único medio que tenía de salvar la pendiente entre la casa y el coche era esquiando. Por fortuna, tenía las botas y los esquís de fondo en la parte trasera del automóvil, con el resto de material de supervivencia; bastaría con seguir la línea hasta donde debería de estar el camino. El abismo abierto del jardín delantero, ahora casi invisible bajo los montones de nieve, podría resultar tan profundo y mortal si me caía en él como las arenas movedizas. Además, tendría que dejar el coche allí arriba, en la carretera, toda la noche, donde podría desaparecer también si los quitanieves pasaban al amanecer antes de que pudiera recuperarlo.

Salí y saqué los esquís del automóvil, así como el bolso y las cuatro cosas que me pareció que podría llevar a la espalda, y los dispuse en la carretera. Retrocedí para buscar las botas cuando, a través de la ventanilla lateral, las vi hundirse en la nieve sin llegar a tocar fondo. Y en el mismo segundo en que empecé a hundirme, se me ocurrió que había salido hacia el entierro sin contárselo casi a nadie; sólo le había dicho al jefe que había habido una muerte en la familia y había dejado al casero una nota escueta. Cabía en lo posible que, aun en el caso de que hallaran el coche, no me encontraran a mí hasta que la nieve se derritiera en primavera.

Lancé el montón de cartas a la carretera, bajo el coche para que no se hundiera y desapareciera también. Conseguí apoyar un codo en la superficie sólida y probé con la otra mano hasta que logré afianzarme con ambos brazos extendidos en la carretera. Cuando empujé hacia arriba, fue como si quisiera salir de una piscina con doscientos kilos atados a los pies: me dejé hasta la última pizca de energía que me quedaba. Me eché boca abajo en la carretera, temblorosa y acalorada por el miedo y la fatiga. No duró mucho rato; pronto, el frío se apoderó de mí a medida que el hielo que se me había pegado durante la inmersión total en el banco de nieve me saturaba las ropas, que no eran lo bastante impermeables.

Me tambaleé como pude y abrí la puerta del coche. Helada, calada hasta los huesos y extenuada al límite, me enfurecí conmigo misma. ¿No era La hoguera, de Jack London, de lectura obligada para los niños de montaña? Ese que va de un hombre que parte hacia la tundra a cincuenta bajo cero, sin atender a razones. Muere congelado. Muy despacio. Esa actividad no figuraba en mis planes de ese día.

Cogí las botas del coche, las até con dedos entumecidos bajo los guantes empapados, las fijé a los esquís nórdicos, largos y ligeros, metí la correspondencia en el bolso, me lo colgué al hombro y descendí hasta la puerta trasera. ¿Por qué no había hecho eso lo primero y había esperado a la mañana para encargarme del correo?

Oí el teléfono sonando de nuevo mientras me sacaba los esquís, abría la puerta y medio me caía, junto con un montón de nieve en polvo, por las escaleras empinadas que conducían a mi acogedora mazmorra. Por lo menos, era acogedora cuando me había marchado una semana atrás.

Encendí las luces y vi el hielo que cubría las ventanas por dentro, como una cascada congelada, y dibujos de escarcha sobre los espejos y los marcos de las fotografías, como algo salido de Doctor Zhivago. Maldije en voz baja al casero, que siempre que me iba me apagaba la calefacción para ahorrar gastos; me saqué las botas mojadas antes de pisar las alfombras, crucé a toda velocidad el cuarto de estar, con las paredes llenas de libros, y me lancé sobre unos cojines para coger el teléfono del suelo.

Enseguida, me hubiese dado de bofetadas por haber contestado: era Augustus.

—¿Por qué te fuiste? —fueron las primeras palabras que salieron de su boca—. Grace y yo nos hemos vuelto locos intentando encontrarte. ¿Dónde has estado?

—Jugando en la nieve —respondí mientras me ponía boca arriba sobre los cojines y sujetaba el auricular con el hombro—. Pensé que se había acabado la fiesta; ¿quedaba alguna otra sorpresa? —Me desabroché los pantalones mojados e intenté quitármelos para no pillar una neumonía en aquella gélida mazmorra o, lo que era más probable, que me quedara cubierta de moho. Mi aliento formaba vaho.

—Tu sentido del humor siempre me ha parecido fuera de lugar, por decirlo suavemente —me informó Augustus con frialdad—. O quizá sea sólo tu sentido de la oportunidad. Cuando desapareciste tras la lectura del testamento, llamamos al hotel y nos dijeron que habías dejado la habitación esa misma mañana, temprano. Pero en cuanto oímos el testamento, Grace y yo habíamos accedido a dar una rueda de prensa…

—¡Una rueda de prensa! —exclamé y me senté asombrada. Procuré mantener el teléfono en la oreja mientras me deshacía de la parka mojada y me quitaba el jersey, pero sólo capté las últimas palabras de Augustus:

«… también tienen que ser tuyos».

—¿Qué tiene que ser mío? —pregunté. Me froté con fuerza las manos sobre el cuerpo, todo él en carne de gallina, me levanté y llevé el teléfono hasta la chimenea. Puse papel bajo los troncos que ya había apiñados mientras Augustus me contestaba.

—Los manuscritos, claro. Todo el mundo sabía que Sam los había heredado, y con lo valiosos que tienen que ser. Pero tras la muerte de Earnest nadie pudo localizar a Sam; era como si se lo hubiera tragado la tierra. Cuando intenté comentarlo antes, incluso durante la cena, después del entierro, parecías querer evitar el tema. Pero ahora que se sabe que eres no sólo la heredera principal de Sam, sino su única heredera, naturalmente las cosas han cambiado…

—¿Naturalmente? —solté con impaciencia mientras encendía una cerilla bajo la leña y observaba, aliviada, que las llamas prendían enseguida—. No tengo ni idea de qué me estás hablando.

Y lo que era más extraño, pensé, aparte de lo valiosos que pudieran ser los manuscritos, ¿por qué alguien tan celoso de su vida privada como mi padre había aceptado conceder una conferencia de prensa para hablar de ellos? Era algo más que sospechoso.

—¿Quieres decir que no sabes que existen? —preguntaba Augustus, con un tono de voz extraño—. ¿Cómo es entonces que estaba el Washington Post, el London Times y el International Tribune? Nosotros no teníamos nada que decir, dado que los manuscritos no obraban en poder del albacea y que tú también habías desaparecido.

—Quizá podrías darme alguna pista antes de que me muera de frío —le insinué entre el castañeteo de los dientes—. ¿Qué son estos manuscritos que Sam me ha dejado? No, déjame que adivine: las cartas de Francis Bacon a Ben Jonson, en las que Bacon admite que, como siempre habíamos sospechado, fue él quien escribió las obras de Shakespeare.

Ante mi sorpresa, Augustus permaneció impasible.

—Valen mucho más que eso —me informó. Y mi padre era un hombre que sabía muy bien el significado de la palabra «valer»—. En cuanto sepas algo de ellos, como sin duda pasará —continuó—, tienes que notificármelo a mí o a nuestros abogados de inmediato. Me parece que no te das cuenta de la situación en que estás.

«Vale —pensé—, lo volveremos a probar». Cogí aire.

—No, supongo que no —acepté—. ¿Te importaría explicarme lo que parece que el resto del mundo ya sabe? ¿Qué son esos manuscritos?

—De Pandora —fue la escueta respuesta de Augustus. Ese nombre sonaba muy amargo en su boca, y podía muy bien serlo.

Pandora era mi abuela, la madre de mi padre, que lo abandonó nada más nacer. Aunque no llegué a conocerla, por todo lo que me habían contado, se trataba de la mujer más alegre, vistosa y escandalosa de la familia Behn. Y con nuestro árbol genealógico, la cosa tenía mérito.

—¿Pandora tenía manuscritos? —pregunté—. ¿De qué tipo?

—Pues diarios, cartas, correspondencia con gente muy importante o bastante importante, ese tipo de cosas —comentó Augustus en un tono indiferente. Luego, como si tal cosa, añadió—: Es posible que hubiera escrito unas memorias, si se le puede llamar así.

Puede que no estuviera de acuerdo con mi padre en muchas cosas, pero lo conocía lo bastante como para darme cuenta de que me estaba engañando. Debía de haber estado llamando cada quince minutos durante los dos últimos días; por eso había oído sonar dos veces el teléfono en mi breve interludio en el exterior. Si le corría tanta prisa hablar conmigo, y esos manuscritos eran tan importantes que tenía que dar una rueda de prensa, ¿por qué jugaba ahora así conmigo?

—¿A qué viene tanto interés tardío? —pregunté—. Me refiero a que la abuela lleva muerta varios años, ¿no?

—Se creía que Pandora había dejado esos manuscritos a la… otra rama de la familia —me contó, incómodo, mi padre. Empecé a pensar lo complejas que eran las relaciones de mi familia—. Earnest los debió de mantener guardados bajo llave durante décadas, porque recibió muchas ofertas —prosiguió—. Pero no podía saber su valor real porque, según parece, están escritos en algún tipo de clave. Luego, tu primo Sam…

¡Dios bendito!

Me quedé ahí de pie, frente al fuego en ropa interior, aferrada al teléfono, con la voz de mi padre como un ruido de fondo carente de significado. Dios mío, ¡estaban cifrados!

Sam había desaparecido justo después de que su padre, Earnest, falleciera. Permaneció alejado de la familia durante siete años y ahora estaba muerto. ¿Y qué había sucedido durante ese paréntesis? La herencia de Sam, que podía haber incluido los manuscritos. ¿Cuál era la profesión y la vocación de Sam? Ya desde la infancia, se había dedicado a enseñarme lo que luego me sirvió para conseguir un trabajo muy bien pagado.

Sam era criptógrafo; uno de los mejores del mundo. Si Sam conocía la existencia de los manuscritos de la abuela, le habría resultado imposible resistir la tentación de echar un vistazo, sobre todo si su padre quería averiguar el valor de aquellos escritos. Seguro que los había visto, quizá descifrado, mucho antes de que Earnest muriese. No me cabía la menor duda de ello. Así que, ¿dónde estaban ahora?

Pero había otra pregunta mucho más vital para mí en este momento, dada mi excepcional situación: ¿Qué había en los diarios de la abuela, que en teoría acababa de heredar? ¿Qué era eso tan peligroso que al parecer había acabado con la vida de Sam?