ENTRADA EN EL CÍRCULO

Y Jesús nos pidió que formáramos un círculo tomándonos unos a otros de las manos, y él se quedó en el centro y dijo: «Contestad Amén a mis palabras». Y empezó a cantar y a decir…

Bailad todos.

Porque el universo pertenece a quien baila.

Aquel que no baila no sabe lo que sucede.

Si seguís mi baile, ved en mí, que hablo. Y cuando hayáis visto lo que yo veo, guardad silencio sobre mis misterios.

Yo salté: ¿Pero entiendes la totalidad?

Hechos de san Juan,

Nuevo Testamento Apócrifo

Jerusalén: principios de la primavera, 32 d.C.

LUNES

Poncio Pilatos tenía problemas; problemas muy graves. Pero le parecía la más amarga de las ironías que, por primera vez en los siete años de su cargo como praefectus romano, gobernador de Judea, los judíos no tuvieran la culpa de todo aquello.

Estaba solo, sentado por encima de la ciudad de Jerusalén, en la terraza del palacio construido por Herodes el Grande, con vistas a la pared oeste y a la entrada de Jaffa. Un sol de rigor incendiaba las hojas de los granados de los jardines reales y resaltaba el legado de Herodes: unas jaulas doradas llenas de palomas. Más allá de los jardines, la ladera del monte Sión estaba cubierta por las acacias en flor. Pero Pilatos no podía concentrarse en lo que lo rodeaba. Al cabo de media hora, tendría que pasar revista a las tropas que se iban a acuartelar allí como preparación de la semana de la fiesta judía. En estas ocasiones siempre se creaban conflictos, con tantos peregrinos en la ciudad, y temía una debacle como las que había presenciado en el pasado. Pero ése no era con mucho el mayor de sus problemas.

Para ser una persona que ostentaba un cargo tan importante, Poncio Pilatos tenía un origen sorprendentemente humilde. Como indicaba su nombre, descendía de antiguos esclavos, con un antepasado a quien se había concedido el pilleus, el casquete que distinguía a un hombre liberado que, gracias a las acciones nobles y al esfuerzo personal, era nombrado ciudadano del Imperio romano. Sin formación ni medios, sino mediante la combinación de inteligencia y trabajo, Poncio Pilatos había ascendido hasta incorporarse a la orden ecuestre de Roma y ahora era caballero del reino. Cuando tuvo la gran fortuna de ser descubierto por Lucio Elio Sejano, su estrella, junto con la de su protector, empezó a elevarse como un meteoro en el firmamento.

En los últimos seis años, mientras el emperador Tiberio se había mantenido en un resplandeciente retiro y se había establecido en la isla de Capri (los rumores apuntaban a que sus apetencias sexuales se dirigían hacia chicos jóvenes, bebés de pecho y un zoo exótico con animales importados), Sejano se había convertido en el hombre más poderoso, odiado y temido de Roma. Como cónsul del senado romano, Sejano tenía libertad para gobernar a su antojo y arrestaba a sus enemigos con cargos falsos, a la vez que extendía su control en el exterior asignando a sus propios candidatos para cargos en el extranjero, como era el caso de Poncio Pilatos en Judea. En una palabra, ése era el principal problema de Poncio Pilatos, porque Lucio Elio Sejano había sido muerto.

Sejano no sólo había fallecido, sino que lo habían ejecutado por traición y conspiración por orden del mismo Tiberio. Había sido acusado de seducir a la nuera del emperador, Livila, que presuntamente le habría ayudado a envenenar a su marido, el único hijo de Tiberio. Cuando el documento del emperador en Capri se leyó en voz alta ante el senado romano, el otoño anterior, el cruel y despiadado Sejano, cogido totalmente por sorpresa por la traición, se desmoronó y tuvieron que ayudarlo a salir de la cámara. Esa misma noche, por orden del senado romano, Lucio Elio Sejano fue estrangulado en prisión. Su cuerpo sin vida fue desnudado y abandonado en las escaleras del Capitolio, donde permaneció tres días para la diversión o las represalias de los ciudadanos romanos, que le escupieron, orinaron y defecaron encima, lo apuñalaron, soltaron sobre él a sus animales y, por último, lo lanzaron al Tíber para que los peces terminaran con sus restos. Pero el fin de Sejano no era el fin de la historia.

Todos los miembros de su familia fueron perseguidos y destruidos, incluso su hija pequeña, quien según las leyes romanas no podía ser ejecutada debido a que era virgen. De modo que los soldados la violaron primero para degollarla después. La mujer de la que se había separado Sejano se suicidó; Livila, su cómplice, murió a manos de su propia familia, que la dejó encerrada en una habitación hasta que murió de hambre. Y ahora, menos de medio año después de su muerte, cualquier aliado o colaborador de Sejano que no hubiese sido ejecutado se había suicidado tomando veneno o clavándose la espada.

Poncio Pilatos no se sentía horrorizado ante estas acciones. Conocía muy bien a los romanos, aunque él no sería nunca uno de ellos. Ése fue el error que Sejano había cometido: había querido convertirse en un noble romano, casarse con un miembro de la familia imperial y ostentar su poder. Sejano había creído que su sangre enriquecería el linaje de los reyes. En lugar de eso, enriquecía el cieno del río.

Pilatos no albergaba tal tipo de esperanzas respecto a su situación inmediata. Por muy cualificado que estuviera para el puesto, por muy alejado de Roma que estuviera su cargo provincial de Judea, todo lo que debía a su anterior benefactor lo perjudicaba sobremanera, y había otras asociaciones que los conectaban entre sí. Las acciones de Pilatos respecto a los judíos, por ejemplo, podían ser consideradas como una réplica de las de Sejano, quien había iniciado su carrera política con una serie de purgas de los judíos romanos y que había terminado por prohibir por completo la presencia de judíos en Roma, una orden que había sido derogada hacía poco por orden imperial. Tiberio alegó que nunca había deseado la intolerancia hacia ninguno de sus súbditos, que todo había sido obra de Sejano. Eso puso muy nervioso a Pilatos, y no sin motivos. Durante los últimos siete años, Pilatos se había enfrentado a menudo a la chusma judía que tanto detestaba.

Por algún motivo que a Poncio Pilatos se le escapaba, los judíos, a diferencia de otros pueblos colonizados, quedaban excluidos de las leyes romanas y del servicio en el ejército, y estaban exentos de casi todas las formas de impuestos, incluidas las que pagaban los samaritanos e incluso los romanos que vivían en esas provincias. Según la legislación dictada por el senado romano, un ciudadano romano podía ser ejecutado sólo por entrar sin permiso en el Templo judío.

Y cuando Pilatos tuvo que recaudar fondos para finalizar el acueducto con objeto de dar vida a esas tierras de interior, ¿qué habían hecho los condenados judíos? Se habían negado a pagar el impuesto para el acueducto, afirmando que era el deber de los romanos proveer de lo necesario a los pueblos que habían conquistado y esclavizado. (Esclavizado, eso sí que tenía gracia. Con qué rapidez habían olvidado los tiempos de Egipto y Babilonia). Así que había «tomado prestados» los fondos que necesitaba del diezmo del templo, había terminado el acueducto, y se acabaron las lamentaciones. No se acabaron los judíos ni sus misivas a Roma, pero no tenía nada que temer. Al menos mientras Sejano estaba vivo.

Ahora había un nuevo acontecimiento a la vista. Era algo que podía salvarlo y aplacar las iras de Tiberio, cuyo brazo era largo y su fuerza implacable cuando se trataba de emprender represalias contra subordinados que habían perdido su favor.

Pilatos se levantó y anduvo por la terraza, inquieto.

Sabía de buena tinta, por medio de sus delegados, ese nido de espías e informadores vital para el gobernador colonial de cualquier pueblo sometido, que había un judío que deambulaba por esos parajes afirmando, como muchos otros, que era el inunctio: el anunciado. Se trataba del que los griegos llamaban christos, el ungido, y al que los judíos denominaban mashiah, que según tenía entendido significaba lo mismo. Por lo visto era algo muy antiguo en la historia de su fe: esperaban a una persona, que llegaría de repente, y creían fervientemente que los libraría del cautiverio en el que se sentían sometidos y convertiría todo el mundo en un paraíso dominado por los judíos. En los últimos tiempos, el deseo de ser ese rey anunciado parecía haber alcanzado cotas álgidas, y para Poncio Pilatos era la bendición que había estado esperando. ¡Iban a ser los propios judíos quienes lo salvarían!

Tal como estaba la situación, tanto el sanedrín, el consejo judío de ancianos, como una legión de discípulos de la secta esenia, seguidores de aquel chiflado a quien hacía unos años le había dado por sumergir a las personas en el agua, apoyaban al nuevo candidato. Corría el rumor de que Herodes Antipas, tetrarca judío de Galilea, había mandado ejecutar a aquel loco porque había dicho que su esposa, Herodías, era una furcia. También se decía que Antipas había decapitado al joven a petición de su hijastra Salomé. ¿Acaso la perfidia de aquel pueblo no conocía límites? Antipas temía al nuevo anunciado; creía que era la reencarnación del hombre que había decapitado, que regresaba para vengarse del tetrarca.

Pero había un tercer contendiente en liza, lo que situaba a Pilatos en mejor posición: el sumo sacerdote judío Caifás, un títere de Roma con una policía más numerosa en Jerusalén que la de Pilatos, y casi con su mismo empeño en deshacerse de cualquier agitador que quisiera derrocar el Imperio Romano y el gobierno civilizado. Así pues, Caifás y Antipas odiaban y temían a este judío, y el sanedrín y los bañistas le daban apoyo. Mejor que mejor. Cuando el joven cayera, todos caerían con él.

Pilatos contempló la llanura que se extendía más allá de la pared oeste, donde ahora mismo se ponía el sol. Oyó el bullicio de las nuevas tropas que formaban en el patio como en cada festividad. Controlarían a todos los peregrinos que acudieran para celebrar el equinoccio de primavera que, como siempre, los judíos se empeñaban en equiparar con sus experiencias particulares y únicas: en este caso, el paso por sus casas de algún tipo de espíritu hacía más de mil años en Egipto.

Pilatos escuchó las órdenes del oficial de instrucción que llamaba al orden a los nuevos soldados y los ponía en su sitio. Oyó los ruidos de sus suelas de cuero moviéndose por las losas de mármol del patio. Por último, se inclinó sobre la barandilla de la terraza para ver a los soldados, que entornaron los ojos ante el sol del oeste que caía tras él como un aura feroz, de modo que sólo distinguían vagamente la silueta del prefecto. Siempre elegía esa hora del día y ese emplazamiento por este motivo.

—Soldados de Roma —dijo—, debéis estar preparados para la próxima semana, para las multitudes que peregrinarán hasta la ciudad. Debéis estar preparados para enfrentaros a acontecimientos que podrían ejercer una presión desmesurada sobre el Imperio. Corren rumores sobre la presencia de agitadores, cuyo objetivo es convertir lo que debería ser una celebración pacífica en una serie de disturbios y alteraciones del orden público. Soldados de Roma, la próxima semana puede ser un período en que las acciones de cada uno de nosotros cambie el curso del Impero, quizás incluso el curso de la historia. No olvidemos pues que nuestra primera obligación es impedir cualquier tipo de acto contra el estado o el statu quo por parte de quienes desean, por motivos de fervor religioso o de gloria personal, alterar el destino del Imperio Romano y cambiar el curso de nuestro sino.

MARTES

Todavía no había amanecido cuando José de Arimatea, soñoliento y agotado por el viaje, llegó a las puertas de Jerusalén. En la oscuridad de su mente, aún oía los sonidos de la noche anterior: el agua golpeando el casco de los grandes barcos, los remos sumergidos en el agua, los susurros sobre la superficie del mar a medida que la barca se aproximaba hacia la flota mercante, fondeada fuera del puerto de Joppa, a la espera de las primeras luces para entrar en el puerto.

Incluso antes de que el mensajero de Nicodemo se identificara y subiera a bordo, incluso antes de ver la nota que le había traído, José tuvo la premonición de una desgracia inminente. No se sorprendió de que la nota fuera críptica a fin de impedir que su contenido fuera visto y comprendido por otros. Pero para José despertaba miles de espectros por lo que no decía. Incluso ahora podía ver frente a él las palabras:

Date prisa. Ha llegado la hora.

NICODEMO

Había llegado la hora, decía. Pero, ¿cómo era posible?, pensaba José angustiado, ¡no era el momento!

José lanzó sensatez y precaución por la borda y despertó a la tripulación para ordenar que separaran su buque insignia del resto en ese mismo instante, en plena noche, y que condujeran el barco, solo, al puerto de Joppa.

Sus hombres discutieron acaloradamente esas órdenes, pensando sin duda que se había vuelto loco. Sin embargo, al atracar en el puerto, aún dio signos de mayor demencia. Dejó la seguridad de su valiosa carga en manos de la tripulación, algo insólito en el propietario de una flota mercante de tal tamaño, violó el toque de queda romano irrumpiendo en las calles, despertó a los criados, pidió que pusieran los arreos a los caballos y partió solo hacia la noche. Porque el sanedrín, el consejo judío de ancianos, se iba a reunir al amanecer. Y cuando lo hiciera, él tenía que estar presente a cualquier precio.

Por las peligrosas carreteras del campo, en el oscuro silencio roto sólo por el sonido de los cascos de los caballos contra la piedra, su respiración ardiente y el canto de los grillos en las arboledas lejanas, José oía el pensamiento silencioso susurrado una y otra vez en lo mas profundo de su propia cabeza: ¿Qué había hecho el Maestro?

Cuando José de Arimatea entró en la ciudad, la primera neblina rojiza sangraba en el cielo sobre el monte de los Olivos y captaba las siluetas retorcidas de los viejos árboles. José golpeó la puerta con los puños para despertar al encargado de los establos y dejó los caballos para que les dieran de beber y los cepillaran. Luego, ascendió a toda prisa, de dos en dos, los escalones de piedra que conducían a la parte alta de la ciudad.

En la húmeda oscuridad previa al amanecer, observó el movimiento de las acacias bajo la brisa matinal. Cada primavera, estos árboles, con las ramas cargadas de flores, inundaban Jerusalén de un mar de oro. Surgían en huecos y arcos, y parecían penetrar todos los poros de esta ciudad laberíntica. Incluso ahora, en su ascenso a la colina por los sinuosos callejones, José percibía su fragancia oscura, como incienso difundido con un incensario, que impregnaba las umbrías grietas de la ciudad dormida y se arremolinaba en charcos a los pies del monte Sión.

Acacia: el árbol sagrado.

—Dejad que me construyan un santuario, para que pueda habitar entre ellos —recitó José en voz alta.

De repente, vio ante él a Nicodemo, alto e imponente, y se dio cuenta de que ya había llegado a la entrada del parque que rodeaba su palacio. Un criado cerró la verja tras él mientras Nicodemo, con los cabellos sueltos sobre los anchos hombros, abría los brazos hacia su amigo. José le devolvió con efusión el abrazo de bienvenida.

—Cuando era pequeño, en Arimatea —recordó José, mientras observaba el mar de ramas doradas—, a lo largo del río había hileras de chittah, que los romanos llaman «acacia» por sus espinas afiladas, el árbol con el que Yahvé nos ordenó construir su primer tabernáculo, los entramados y el altar, el sagrado de los sagrados, incluso el arca de la alianza. Para los gálatas y los griegos es igual de sagrada que para nosotros. La llaman «ramas doradas».

—Has estado demasiado tiempo entre paganos, amigo mío —comentó Nicodemo, sacudiendo la cabeza—. Incluso tu aspecto es casi una blasfemia a los ojos de Dios.

Era difícil de negar, pensó José con arrepentimiento. Con la toga corta y las sandalias de lazo alto, las extremidades musculosas y morenas, la cara afeitada, la tez agrietada y curtida por el aire de mar como la de un pagano y los cabellos sin cortar, como estaba prescrito, pero retirados hacia la nuca como un escandinavo, debía de parecer mucho más un celta hiperbóreo que lo que era en realidad: un distinguido y respetado mercader judío y, como Nicodemo, miembro del consejo de «los setenta», el nombre con que se designaba al sanedrín.

—Desde que el Maestro era un niño, le has animado a seguir estas tendencias extranjeras que sólo pueden llevar a la destrucción —indicó Nicodemo, mientras empezaban a descender la colina—. A pesar de eso, estas últimas semanas he rezado para que llegaras antes de que fuera demasiado tarde. Porque quizá seas el único que pueda remediar el daño que se ha causado este pasado año en tu ausencia.

Era cierto que José había educado al joven Maestro como si fuera su propio hijo desde que murió el padre del chico, un carpintero llamado José. Lo había llevado con él en muchos viajes al extranjero para que aprendiera la sabiduría ancestral de diversas culturas. A pesar de su papel de padre, José de Arimatea, que había ya cumplido los cuarenta años —la edad mínima para formar parte del sanedrín—, era sólo siete años mayor que su hijo adoptivo, en quien no podía dejar de pensar como el Maestro. No un simple rabhi, un maestro o profesor, sino el gran líder espiritual en que se había convertido. Aun así, el comentario de Nicodemo le resultaba oscuro.

—¿Algo que yo pueda remediar? He venido en cuanto he podido al recibir tu nota —le aseguró José, sin mencionar los riesgos que habían corrido su fortuna y su propia vida—. Pero he supuesto una crisis política, una emergencia, algún incidente imprevisto que había modificado nuestro plan.

Nicodemo se detuvo y observó a José con esos ojos oscuros y tristes que parecían leer los pensamientos más profundos, aunque aquel día estaban teñidos de rojo por el agotamiento, quizá por el llanto. De repente José se dio cuenta de hasta qué punto había envejecido su amigo durante aquel año de ausencia. Apoyó las manos en los hombros de Nicodemo y esperó, serio, sintiendo de nuevo ese escalofrío a pesar de que el aire era cálido y balsámico, y el cielo había pasado de lavanda a melocotón a medida que el sol se acercaba al borde. No estaba seguro de querer oír la respuesta.

—No hay ninguna crisis política —dijo Nicodemo—, por lo menos, todavía no. Pero puede que haya ocurrido algo peor; supongo que se podría hablar de crisis de fe. El mismo es la crisis, ¿sabes? Ha cambiado tanto que ni lo reconocerías. Ni su propia madre lo comprende. Ni tampoco sus discípulos más próximos, los doce, a los que llama «el círculo mágico».

—¿Ha cambiado? ¿En qué sentido? —preguntó José.

Mientras Nicodemo buscaba las palabras, José echó un vistazo hacia la ciudad, donde la brisa mecía las acacias como si fueran dedos que le acariciaban con suspiros susurrantes. Y rezó; rezó para que alguna clase de creencia, de fe, lo reconfortara frente a los hechos que presentía. En el momento en que vislumbraba un brillo de esperanza, el sol cayó sobre el monte de los Olivos en una explosión de luz, que se reflejó en las fachadas de las villas y los palacios que se elevaban en la colina del monte Sión, y penetró incluso en las calles serpenteantes de la parte baja de la ciudad. Más allá, a lo lejos, se alzaba el majestuoso templo de Salomón y, bajo él, la cámara tallada en la piedra, donde el sanedrín se reuniría esa mañana.

El templo había sido concebido en un sueño por el padre de Salomón, David, el primer rey verdadero de Israel. Reconstruido y restaurado tras cualquier tipo de desastre, ornado con los tesoros de muchos grandes reyes, era el alma del pueblo judío. Se elevaba sobre un mar de patios abiertos, con sus pilares de mármol blanco refulgiendo como bosques de árboles fantasmales bajo la luz de la mañana, y brillaba en el valle como el sol. Las tejas de oro puro, regalo de Herodes el Grande, relucían en el tejado, deslumbraban como la nieve al amanecer y casi cegaban al observador cuando reflejaban la luz del mediodía.

Cuando su resplandor llenó el corazón de José, la voz de Nicodemo le murmuró al oído:

—Querido José, no se me ocurre otro modo de explicarlo. Creo… todos nos tememos… es como si el Maestro se hubiera vuelto loco.

La cámara tallada en la piedra estaba siempre fría y húmeda. Sus paredes rezumaban agua, que alimentaba los liquenes de colores irisados que crecían en ellas. Estaba excavada en la misma roca de la montaña del templo y su bóveda se situaba bajo el patio de los sacerdotes y el altar mayor, que en otro tiempo fue la era de David. Se llegaba a ella por una escalera de caracol de treinta y tres peldaños, tallados en la antigua roca. A José siempre le había dado la impresión de que entrar en esta cámara era en sí una forma de ritual de iniciación. Los días de verano, su frescor húmedo resultaba un alivio. En cambio, aquel día sólo aumentaba el presentimiento de infortunio que se había apoderado de José al oír las palabras de Nicodemo.

Aunque el consejo solía recibir el nombre de «los setenta», de hecho contaba con setenta y un miembros si se incluía al sumo sacerdote, cifra que se mantenía desde los tiempos de Moisés.

El corpulento sumo sacerdote, José Caifás, envuelto en el chal púrpura ritual y la túnica amarilla, descendió las escaleras en primer lugar. Su báculo estaba coronado por una piña opulenta de oro puro, que simbolizaba la vida, la fertilidad y el rejuvenecimiento del pueblo. Como todos los sumos sacerdotes que lo habían precedido, Caifás era presidente oficial del sanedrín en virtud de su prestigio religioso, lo que implicaba también prestigio legal, ya que la ley y la Tora eran una sola cosa.

Desde tiempos remotos, los sumos sacerdotes descendían de la línea de los saduceos, los hijos de Sadoc, el sumo sacerdote del rey Salomón. Pero tras la ocupación romana, lo primero que hizo el rey designado por los romanos, Herodes el Grande, fue ejecutar a los vástagos de muchas familias principescas y sustituirlos en el sanedrín por sus propios designados. Esta limpieza había mejorado considerablemente la situación de los fariseos, la secta más liberal y populista de eruditos y escribas de la Tora, la secta a la que pertenecían Nicodemo y José.

Los fariseos controlaban la mayoría de votos, de modo que el líder de su secta, Gamaliel, nieto del legendario rabh Hillel, era el líder real del sanedrín. Para Caifás, éste era un trago amargo. Los fariseos no podían evitar señalar que Caifás no había alcanzado su posición por nacimiento, como la aristocracia saducea, ni por educación, como los fariseos, sino por su matrimonio con la hija de un nasi, un príncipe.

Había un individuo a quien el sumo sacerdote odiaba aún más que a los fariseos, pensó José con aprensión mientras seguía a sus compañeros escaleras abajo, hacia la cámara. Esa persona era el Maestro. A lo largo de los últimos tres años, Caifás había mantenido ocupada a la policía del templo, como a una jauría de perros, rastreando todos los movimientos del Maestro. Había intentado detenerlo por agitador, después de que el Maestro volcara las mesas en el patio del templo, donde, durante generaciones, la familia de José Caifás ostentaba una lucrativa concesión de venta de palomas. Sin duda, Caifás había obtenido su sinecura y había conseguido reunir la dote de la princesa judía con quien contrajo matrimonio gracias a las riquezas acumuladas con la venta de sacrificios durante los días santos y los peregrinajes.

Cuando los setenta y un miembros hubieron desfilado por la escalera y ocupado sus asientos, el sumo sacerdote dio la bendición y se retiró a un lado. El noble rabh Gamaliel, con los cabellos largos y las ropas lujosas ondeando a su alrededor, avanzó para declarar abierta la reunión del consejo.

—Dios nos ha asignado una tarea difícil —entonó Gamaliel con su voz teatral, profunda—. Sea cual fuere nuestra misión, sea cual fuere nuestro deseo y sea cual fuere el resultado de nuestro encuentro de hoy, sé que hablo en nombre de todos nosotros cuando digo que nadie abandonará esta habitación con un sentimiento de total satisfacción, en lo que se refiere al triste asunto de Jesús, hijo de José de Nazaret. Como nuestra carga es pesada, me gustaría empezar con un tema más inspirador. Como veis, acaba de regresar el más viajero de todos nuestros hermanos, José de Arimatea.

Los hombres de la mesa se volvieron para mirar a José. Muchos asintieron en su dirección.

—Hace un año —prosiguió Gamaliel—, José de Arimatea aceptó por encargo personal del tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, y mío, partir en una misión secreta a Roma en nombre de los descendientes de Israel. Esa misión debía quedar incluida dentro de sus planes de viaje ordinarios, y su flota mercante se dedicaría al comercio, como de costumbre, en Britania, Iberia y Grecia. Pero a raíz de la expulsión de los judíos de Roma, pedimos a José que en lugar de eso se dirigiera directamente a Capri…

Apenas hubo mencionado Capri, los miembros del consejo intercambiaron comentarios con sus vecinos y la cámara se llenó de murmullos.

—No os mantendré en suspense, porque la mayoría ya habéis adivinado lo que voy a decir. Gracias a la ayuda del sobrino del emperador, Claudio, que conoce bien a la familia de Herodes desde hace mucho tiempo, José de Arimatea consiguió entrevistarse con el emperador Tiberio en su palacio de Capri. Durante esta entrevista, y con la ayuda de la oportuna muerte de Sejano, José de Arimatea logró convencer al emperador de la conveniencia de aprobar el regreso de los judíos a Roma.

Se alzó un inusual ruido de palmadas en la mesa, y los que se sentaban cerca de José, incluido Nicodemo, le dieron apretones amistosos en los brazos. Todos los miembros del consejo habían oído hacía meses la promulgación de ese edicto romano, pero sólo cuando José volvió sano y salvo de sus viajes, se reveló su implicación personal en el asunto.

—Me doy cuenta de que mi petición parecerá fuera de lo normal —prosiguió Gamaliel— pero como José de Arimatea nos ha rendido un servicio tan grande, y en vista de la especial naturaleza de su relación con Jesús, hijo de José de Nazaret, me gustaría empezar preguntándole cómo quiere que continúe la reunión. José es hoy el único aquí presente que puede conocer todas las circunstancias que nos han conducido a esta crisis.

No miró al sumo sacerdote, Caifás, quien a sus espaldas fruncía el ceño por esta alteración del procedimiento. Pero los demás asentían con la cabeza, de modo que José respondió.

—Os quiero dar las gracias de todo corazón. He llegado esta misma mañana, antes del amanecer, y ahora, mientras estamos aquí sentados, mi flota no habrá terminado de entrar en el puerto, ni yo he tenido tiempo de dormir, ni de bañarme o cambiarme de ropa. Ésta es la urgencia con la que enfoco la cuestión a la que nos enfrentamos. Y lo cierto es que no he tenido tiempo de enterarme de cuál es la cuestión a la que nos enfrentamos, sólo sé que Jesús, el Maestro, al que como muchos de vosotros sabéis considero mi única familia, se encuentra en una situación comprometida que nos afecta a todos.

—Tendremos que contarte la historia —afirmó Gamaliel— y hablaremos todos por turno, porque la mayoría sabemos parte de ella pero no toda. Y seré yo quien empiece a relatarla.

LA HISTORIA DEL MAESTRO

El pasado otoño, llegó solo a Jerusalén, durante la fiesta de los tabernáculos. Fue una sorpresa para cuantos lo conocían. Los discípulos le habían pedido tres veces que bajara con ellos de Galilea para difundir la palabra de Dios, como hacía en todos los acontecimientos santos, y para realizar curaciones durante las festividades. Las tres veces se negó y les pidió que partieran sin él. Sin embargo, más tarde llegó solo, en secreto, y se presentó de improviso en los patios exteriores del templo. Parecía extraño y misterioso, totalmente distinto, como si actuara guiado por algún designio interior propio.

La fiesta de los tabernáculos del equinoccio de otoño, que celebra ese primer tabernáculo de ramas de acacia ordenado por Dios en nuestro éxodo de Egipto, conmemora además los tabernáculos o tiendas rudimentarios que se construyeron en plena naturaleza y donde vivimos durante la larga peregrinación. En la fiesta de otoño, todos los jardines, patios y parques privados de Jerusalén se llenaron, como siempre, de improvisadas tiendas hechas con ramas y adornadas con flores, a cuyo través las estrellas brillan, las brisas soplan y la lluvia rocía a nuestras familias y visitas que viven y celebran toda la semana. La fiesta termina cuando se lee en el templo el último capítulo de la Tora, donde se narra la muerte de Moisés, lo cual señala el fin de un viejo ciclo, del mismo modo que la muerte de Moisés lo hizo para nuestro pueblo.

Al acabar la octava noche de fiesta, cuando el anfitrión se levanta de cenar en cada patio o jardín, la plegaria que recita es la más antigua de la tradición de la Aggada, más antigua que la propia fiesta. ¿Para qué reza? Pide a Dios un favor por haber «vivido en una tienda» durante una semana: el nuevo año podría ser considerado digno de sentarse en la tienda de Leviatán. ¿Y qué significa la tienda de Leviatán? La llegada de una nueva era, la era de un reino mesiánico que se inicia con la aparición de un mashiah, un anunciado que derrotará a la bestia marina y usará su piel para la tienda de los justos y servirá su carne en el banquete mesiánico. Él nos liberará de la esclavitud, nos unirá bajo un reinado, devolverá el arca y glorificará el templo igual que David y Salomón. Como sucesor natural de estos poderosos príncipes, dirigirá al pueblo elegido a la gloria y traerá consigo el albor dorado, no sólo de un nuevo año sino también de un nuevo eón.

Como ves, no podía ser ninguna casualidad que el Maestro viniera solo desde Galilea para asistir a esta fiesta concreta.

Esa octava noche, apareció en el jardín de Nicodemo para la Smichath Torah. El parque de Nicodemo es grande y está bien provisto de árboles. Como dicta la costumbre, había muchas tiendas de ramas y flores, y las antorchas iluminaban la fiesta de modo que las puertas podían permanecer abiertas para que entraran los peregrinos y otras personas.

Al final de la fiesta, cuando Nicodemo se levantó para dar la bendición y pedir el honor de sentarse el año siguiente a la misma hora en la tienda de la bestia marina, el Maestro en persona se levantó de su asiento en una de las tiendas cercanas. Con las ropas blancas holgadas y el cabello alborotado, se dirigió hacia donde estaba Nicodemo, apartó fuentes y copas a un lado y se subió a la mesa de latón.

Alzó una vasija llena de agua y, sujetándose en la enramada con la otra mano para no perder el equilibrio, empezó a rociar agua en todas direcciones: la mesa, el suelo, y salpicó a los invitados que seguían reclinados y que se lanzaron a sus pies alarmados. Todos se asombraron o se asustaron; nadie sabía lo que significaba esa acción, ni tan siquiera podía imaginárselo. Luego, el Maestro dejó caer la vasija y con los brazos en alto, gritó:

—¡Yo soy el agua! Me vierto en vosotros; el que tenga sed que se acerque y beba de mí. Si creéis en mí, ríos de agua viva fluirán de vosotros…

Y, como recordaron más tarde los que lo presenciaron, su voz era tan rica, su dominio de las palabras tan inspirador, que nadie se dio cuenta de que no tenían la menor idea de lo que estaba hablando hasta mucho después.

Cuando la cena estaba terminando y la gente empezaba a irse, Nicodemo oyó por casualidad una conversación entre varios de sus compañeros fariseos. Se había convocado a toda prisa un consejo clandestino esa misma noche en el palacio de Caifás, en el otro extremo de la ciudad. A pesar de no haber sido invitado, Nicodemo decidió asistir porque estaba claro que incluso los seguidores más convencidos del Maestro habían quedado perplejos y aturdidos por su extraño comportamiento.

A la mañana siguiente, temprano, Nicodemo fue al patio del templo para ver al Maestro antes de que nadie lo encontrara. Quería protegerlo de lo que pudiera hacer o decir, porque sus palabras solían ser mal interpretadas incluso por sus propios discípulos. La noche anterior, a pesar de las tenaces objeciones de Nicodemo y otros, incluida la propia policía del templo, Caifás había insistido en que debían buscar algún pretexto para detener al Maestro en cuanto apareciera por la mañana.

El Maestro llegó inmediatamente después que Nicodemo. Llevaba las mismas ropas blancas que durante el festejo. Apenas entró en el patio del templo, muchos de los asistentes a la reunión secreta formaron un círculo a su alrededor. Esta vez estaban más preparados. A petición de Caifás, habían traído con ellos a una mujer adúltera. La empujaron ante el Maestro y le preguntaron si opinaba que debían lapidarla, tal como dicta la ley. Era una trampa: es bien conocido que, al igual que Hillel, que era liberal respecto a las normas del matrimonio, en especial en lo que a las mujeres se refiere, el Maestro cree en el perdón de estos pecados cuando existe arrepentimiento.

Pero ante el asombro de todos, el Maestro no dijo nada en absoluto. En lugar de ello, se agachó en silencio y empezó a dibujar con el dedo en el polvo, como si no hubiera oído ni una palabra. Para entonces, a su alrededor se había congregado una verdadera multitud que abucheaba a la mujer y la sujetaba ante el Maestro como si se tratara de un pedazo de carne colgado de un gancho.

Lo estuvieron acosando durante lo que pareció un rato muy largo, y al final se puso en pie y miró a la multitud en silencio, con gran intensidad, a los ojos de cada persona, como si estuviera juzgando sus almas una por una. Por fin, habló.

—El que esté libre de pecado —dijo— que lance la primera piedra.

Se volvió a agachar en el polvo sin mediar más palabra y siguió dibujando con el dedo. Tras un buen rato, levantó la vista y vio a la mujer que permanecía delante de él como antes. Estaba sola.

—Ve y no vuelvas a pecar —le indicó.

Con estas palabras, Nicodemo, que lo había visto todo desde lejos, comprendió la importancia de lo que había hecho el Maestro. Había arriesgado la vida por una mujer cuya culpa sabía cierta, porque había dicho «vuelvas». El Maestro había obligado a todos los presentes a juzgarse a sí mismos, incluida la mujer, porque ella también habría tenido que darse cuenta de la importancia de lo que acababa de hacer por ella.

Cuando la mujer hubo partido y el Maestro se quedó solo, Nicodemo se le acercó, mientras seguía dibujando con el dedo en el polvo. Sentía curiosidad por ver lo que dibujaba el Maestro. Miró hacia el suelo y vio una especie de nudo: un nudo muy complicado del que no se podía adivinar el principio ni el final; parecía dar vueltas y más vueltas.

El Maestro reparó en la presencia de Nicodemo y se levantó. Con el pie borró la imagen que había dibujado. Cuando Nicodemo comentó el riesgo que había corrido al viajar solo desde Galilea sin avisar, el Maestro sonrió y se limitó a decir:

—Mi querido Nicodemo, ¿acaso te parece que estoy solo? Pues no lo estoy; he venido con mi Padre. Recuerda, el shofar también suena en Galilea.

Sin duda con ello se refería al día de la Expiación, celebrado semanas atrás, cuando el Maestro estaba todavía en Galilea. En esa fecha se sopló el cuerno de carnero, como cada final de año, para invitar a todos los hombres a que en el año entrante reflexionaran sobre cómo podrían actuar de forma más ajustada a la voluntad de Dios. Pero fue la forma superficial en que el Maestro mencionó esta tradición ancestral lo que dio a Nicodemo la desagradable impresión de que en la mente fértil y siempre inquieta del Maestro podía haber adquirido un nuevo significado. ¿Qué estaba planeando?

Antes de que Nicodemo pudiera seguir con ese tema, el Maestro se dirigió decididamente hacia el patio de los cambistas, en el interior del recinto del templo. Nicodemo se vio obligado a apretar el paso para seguirlo. Los que habían hostigado al Maestro fuera lo rodearon de nuevo, como podía haber esperado y parecía desear, y lo acusaron de falso testimonio. Entonces fue cuando hizo lo que desató el rumor de que tal vez se había vuelto loco.

Cuando esos hombres dijeron que descendían de la semilla de Abraham y que no necesitaban que el Maestro les proporcionara la orientación que él ofrecía con tanta liberalidad, ni les gustaba su afirmación pretenciosa de ser el mesías y el heredero de la rama de David, el Maestro tuvo la audacia de afirmar que conocía a Abraham personalmente. Es más, les dijo que cuando Abraham tuvo noticia de su misión en la tierra, se regocijó. Ellos se rieron y afirmaron que el Maestro no era bastante viejo para conocer a un hombre que, como Abraham, llevaba muerto miles de años. El Maestro los silenció con la mirada. Luego les dijo que Dios mismo los había presentado. Dijo que él, el Maestro, era el hijo de Dios: ¡la carne de Dios! Pero eso no fue todo.

Les dijo, y muchos de los que están hoy en la cámara fueron testigos de ello: «Mi Padre y yo somos uno. Antes de que Abraham fuera… ¡Yo soy!» Utilizó el nombre santo para describirse, un acto blasfemo merecedor de flagelación o de lapidación.

Pero eso fue sólo el principio. Hace tan sólo tres meses, mucho después de la fiesta, el Maestro fue reclamado en Betania, en casa del joven Lázaro, hermano de Marta y de Miriam de Magdala, que figuran entre sus discípulos más próximos. El chico estaba muy enfermo y quería ver al Maestro antes de morir. Según afirman incluso los doce, el Maestro no se comportó bien y se negó a salir de Galilea para visitar a la familia, aunque la situación era muy grave y las mujeres le suplicaron que intentara curar al chico y salvarlo así de una muerte segura. Cuando por fin llegó, hacía tres días que el muchacho había muerto. Miriam le dijo que el cadáver había empezado a corromperse y olía mal, y ella y su hermana no permitieron que el Maestro entrara en la cripta.

De modo que se quedó fuera. Se quedó fuera y llamó a Lázaro, el joven y muerto Lázaro, hasta que lo levantó. Lo levantó de la tumba de sus padres. Lo levantó en su estado de descomposición, envuelto en las ropas funerarias putrefactas cuando el cadáver ya estaba plagado de gusanos. Lo levantó de entre los muertos.

—Dios bendito —susurró José de Arimatea cuando el relato hubo terminado. Miró con ojos vidriosos a los demás, sentados alrededor de la mesa, sin conseguir hablar. ¿Qué podía decir? Los saduceos predicaban que la muerte era el fin de la vida; los fariseos enseñaban que el hombre bueno podía ser recompensado con la vida eterna en el cielo por haber vivido justamente. Pero nadie creía en el concepto de resurrección, en devolver un cadáver descompuesto de la tumba a la existencia en la tierra. Era un horror imposible de imaginar.

Muchos de los sentados a la mesa, al ver la consternación de José, intentaron evitar su mirada. Pero el sumo sacerdote Caifás, que no había aportado nada a la historia contada por los demás, intervino con un pensamiento propio.

—Podría decirse que tu sobrino, nuestro amado Jesús, hijo de José de Nazaret, un humilde carpintero, ha desarrollado ciertos delirios de grandeza, querido José —comentó con su desagradable voz empalagosa—. En lugar de ser el líder, el profesor, el rabh o maestro, el rey anunciado o cualquier otra cosa que esperaran nuestros compañeros, parece que ha degenerado en un loco que se cree descendiente directo del Dios verdadero y que puede decidir quién debe vivir o morir. Me gustaría saber cómo ha podido surgir tal idea en su cerebro desquiciado.

Miró a José con una sonrisa burlona. José sabía muy bien que muchos, aunque guardaban silencio, compartían la opinión del sumo sacerdote. Dios era inefable e intangible: por lo tanto, no podía encarnarse. «¿Cómo puede haber pasado esto?», pensó José. En un año escaso su mundo se había desmoronado.

Tenía que ver al Maestro en persona, de inmediato. Lo conocía mejor que nadie. Siempre había creído que sólo él era capaz de ver la pureza de su alma. Tenía que verlo antes que los demás, antes de que fuera demasiado tarde.

VIERNES

La propiedad de José en el monte de los Olivos, que últimamente casi no veía debido a sus viajes, se llamaba Getsemaní. Estaba seguro de que el Maestro no llevaría a sus discípulos a Getsemaní, ni siquiera iría solo, sin su permiso. Así pues, sólo había un lugar donde podía estar en esa parte de la región: la ciudad de Betania, en casa de Lázaro y sus hermanas, Marta y Miriam de Magdala.

Tan sólo con pensar en las hermanas de Betania, José tenía que combatir emociones contradictorias. Miriam de Magdala, o María, como la llamaban los romanos, le hacía recordar todos los fracasos de su vida, como judío y como hombre. La amaba, no había ninguna duda, y en todos los sentidos la amaba como un hombre debería amar a una mujer. Aunque a sus cuarenta años era bastante mayor para ser su padre, si por él fuera, cumpliría su responsabilidad para con Dios y sembraría la tierra con los frutos de su semilla, como diría Nicodemo.

Pero Miriam amaba a otro. Y sólo José de Arimatea sabía con certeza, aunque muchos lo sospechaban, que el objeto de su amor era el Maestro. José no podía reprochárselo, porque él también lo amaba. Y por ese motivo jamás se había declarado abiertamente a ella. No lo haría mientras el Maestro viviera. A pesar de todo ello, envió un mensajero a Betania para invitarse a cenar.

El Maestro bajaría de Galilea el jueves y se había preparado una comida formal y una cena ligera para el viernes, cuando, según la respuesta de Marta, el Maestro iba a anunciar algo importante. Tras haber levantado al joven cabeza de familia de la tumba en su anterior visita, José se preguntaba, con algo de humor negro, qué planes tendría el Maestro para su siguiente actuación.

El viernes por la mañana, José se dirigió hasta Betania, pasados unos kilómetros de Getsemaní. Cuando se detuvo en la casa tuvo una visión, o mejor dicho, una aparición: una figura de blanco, que bajaba por la colina con los brazos abiertos. Era el Maestro, lo sabía, pero por algún motivo parecía transformado. Iba rodeado de un centenar de personas, como de costumbre la mayoría mujeres, que vestían también de blanco, iban cargadas con flores y cantaban una tonada extraña pero evocadora.

José estaba sentado sin habla en su carreta. Cuando el Maestro llegó hasta él, con las ropas ondulantes como el agua sobre sus extremidades, lo miró a los ojos y sonrió. José vio en él, en ese instante, al niño que había sido.

—Querido José —dijo el Maestro, cogiéndole las manos y bajándolo de la carreta—, no sabes cuántas ganas tenía de verte.

Luego, en lugar de abrazarlo, el Maestro recorrió con sus manos los brazos de José, sus hombros, su cara, como si examinara un animal o quisiera grabarse sus rasgos en la memoria para esculpirlo. José no sabía muy bien qué pensar. Sin embargo, sentía una especie de hormigueo cálido bajo la piel, bajo la carne, en los huesos, como si se estuviera produciendo alguna acción física. Se apartó, incómodo.

Las personas que cantaban y se movían a su alrededor estorbaban a José, que no conocía a ninguna y quería alejar al Maestro para hablar de temas urgentes.

—¿Te quedarás conmigo, José? —dijo el Maestro, como si hubiese leído sus pensamientos.

—¿A cenar y a dormir, quieres decir? —preguntó José—. Sí, Marta lo ha arreglado todo. Estaré todo el tiempo que quieras; tenemos que hablar.

—Quiero decir si te quedarás conmigo —repitió el Maestro en un tono que José no fue capaz de identificar.

—¿Quedarme contigo? —dijo José—. Pues claro que sí. Ya sabes que siempre estaré contigo. Por eso tenemos que…

—¿Te quedarás conmigo, José? —volvió a preguntar el Maestro, casi como si repitiera una frase mnemotécnica. Aunque seguía sonriendo, una parte de él parecía estar lejos, a gran distancia. José sintió un escalofrío terrible.

—Deberíamos entrar —afirmó con rapidez—. No nos hemos visto desde hace mucho tiempo, tenemos muchas cosas que comentar en privado.

Apartó a los demás y condujo al Maestro por el camino hacia la casa. Enviaría a alguien para que se ocupara de los caballos. Llegaron al pórtico del gran edificio de piedra.

Al alcanzar los rincones oscuros del patio, con su estanque en forma de árbol, José asió al Maestro por el brazo. Cuando tocó con los dedos la manga de lino frío, su atención se centró por un momento en las nuevas vestiduras blancas que Nicodemo y varios más le habían mencionado. José, como importador experto de telas extranjeras, reconocía por el tacto que no se trataba de lino de Galilea, un producto famoso en todo el mundo pero asequible, que había servido para amasar las fortunas de la familia Magdala y de muchos otros galileos. Más bien se trataba de lino de Pelusio, en el norte de Egipto, más caro, casi se podría decir que precioso, porque su coste rivalizaba con otro tejido elaborado mediante un proceso también misterioso: la seda china, una tela tan exclusiva que en Roma, según la ley, sólo podía vestirla la familia imperial. ¿Cómo había llegado tal tesoro a manos del Maestro? Más extraño aún, dado su mensaje de renuncia a las tentaciones de las riquezas terrenales, ¿por qué se había quedado con esas vestiduras en lugar de venderlas y repartir el dinero entre los pobres, como había sido su costumbre incluso con regalos no tan caros?

Encontraron a Marta, la hermana mayor, con el cabello trenzado cubierto con un manto y el cuello húmedo de sudor, ajetreada entre los criados en los hogares de arcilla, en la parte posterior de la casa.

—Estoy preparando un gran festín —anunció orgullosa cuando los dos hombres llegaron y la abrazaron, abriéndose paso con cuidado entre los criados que llevaban bandejas llenas de comida—. Pescado macerado en vino —prosiguió—, panes y salsas de carne, caldo de pollo, cordero asado y las primeras verduras de temporada de nuestro propio huerto. ¡Llevo días cocinando! Puesto que el Maestro, como de costumbre, ha acogido a esa multitud de visitas, he tenido que preparar más comida de lo que había previsto. Aunque la Pesah no es hasta la semana que viene, ésta es una ofrenda especial de nuestra familia para dar las gracias, no sólo por tu regreso a salvo del mar, José, sino también por el milagro que la fe del Maestro nos concedió hace sólo tres meses, como estoy segura de que ya sabrás, con respecto a nuestro joven Lázaro.

Marta se inclinó sobre el Maestro con cariño y no pareció notar nada extraño. Sorprendido, José lo miró también y observó que la anterior sensación de espiritualidad se había desvanecido. En su lugar, percibió esa compasión afectuosa que para José explicaba el gran número de seguidores que el Maestro había atraído en el brevísimo período de su ministerio. El Maestro parecía conocer los secretos más oscuros que se ocultaban en el interior de cada persona y poseer, con ellos, la capacidad de perdonar y absolverlo todo.

—Querido José —dijo el Maestro, sonriendo como si fuera a compartir alguna broma—, te ruego que no creas una sola palabra de lo que te acaba de contar esta mujer. Su propia fe y la de su hermana fue lo qué consiguió devolver al joven Lázaro de la tierra. Yo asistí al alumbramiento como lo hace una comadrona, pero sólo Dios realiza los milagros del nacimiento y el renacimiento, sea desde el vientre o la tumba. Y sólo para aquellos cuya fe es verdadera.

—Nuestro hermano Lázaro puede contarte él mismo su experiencia —aseguró Marta a José—. Lo encontrarás en la terraza, con los otros invitados.

—¿Y Miriam? —preguntó José.

—Deberías hacer algo, Maestro —dijo Marta, que se mostró algo indignada—. Se ha pasado toda la mañana en la montaña contigo y los demás; ahora está en el huerto, con los discípulos de la ciudad y sus familias. Sólo le interesa esa cháchara filosófica, pero la vida sigue y la realidad nos cae sobre los hombros a nosotros, animales de carga. Tendrás que darle una reprimenda.

El Maestro miró a Marta y, cuando habló, lo hizo con una urgencia y una intensidad apasionada que a José le pareció de lo más sorprendente.

—Amo a Miriam —dijo el Maestro a su hermana, en un tono que sonaba más a enfado que a amor—. La amo más que a mi madre, más de lo que amo a José, que me ha criado. La amo más que a ninguno de mis hermanos, incluso que a quienes han estado conmigo desde el principio. Existe un lazo, un nudo que une nuestro entendimiento, algo que debe de ser bastante fuerte para trascenderlo todo, incluso la muerte. ¿Te imaginas que la importancia de Miriam sería mayor si te ayudara a preparar una comida, aunque fuera para mil personas, en lugar de sentarse a mis pies una hora más mientras estoy con vosotros?

José se asombró mucho ante la crueldad del Maestro. ¿Cómo podía reprender a una mujer que acababa de ponerlo por las nubes por haber salvado la vida de su hermano y que se había pasado tres días cocinando para él, sus discípulos y un centenar de personas a las que no había invitado?

Vio que la barbilla de Marta empezaba a temblar y que el rostro de la mujer se contraía en una mueca de dolor. Iba a interceder por ella, pero el Maestro volvió a cambiar de actitud. Cuando Marta intentó cubrirse la cara llorosa con las manos, el Maestro le asió las muñecas, bajó la cabeza y le besó la palma de las manos, todavía cubiertas de masa y harina. Luego, la volvió a rodear con los brazos, la besó en la cabeza y la meció con suavidad, hasta que la mujer pareció calmarse y las lágrimas desaparecieron. Entonces el Maestro la apartó de él y la miró.

—Miriam ha elegido el camino correcto, Marta —le dijo en voz baja—. Deja que cada uno aporte según sus propias capacidades. No pidas nunca que se reprenda a alguien por seguir la voluntad del Padre —Y antes de que José supiera qué pasaba, el Maestro lo asió del brazo y se lo llevó con él a la terraza.

Más abajo, en los jardines, los invitados se movían por donde se habían dispuesto mesas, alfombras y otros arreglos para ellos bajo las parras que conducían al huerto. Más allá de los jardines, se alzaban los muros de piedra desgastada en los que las personas que no habían sido invitadas pero eran bien recibidas podían comer a la sombra, al lado de un riachuelo.

Bajo el emparrado, donde apuntaban los primeros brotes de vid, José vio a los pescadores de Galilea: Andrés y su hermano Simón, que hablaban entre susurros con sus compañeros Juan y Santiago Zebedeo, a quienes llamaba «trueno y relámpago» por su fuerte e impetuosa personalidad. Cerca de ellos estaba Juan Marcos, quien había acudido a la fiesta desde casa de su madre, en Jerusalén.

José se alarmó al ver a tantos de los discípulos importantes y sus familias reunidos. En especial, ahí, en Judea, donde se encontraban bajo jurisdicción romana y al alcance de Caifás. Si tenían intención de quedarse más tiempo, los tendría que llevar a su propiedad de Getsemaní, donde había siempre criados velando por la seguridad.

Tras alejar esos pensamientos, detuvo al Maestro y lo condujo tras los emparrados antes de que los demás lo hubieran visto.

—Mi querido hijo —dijo José en voz baja—, has cambiado tanto durante el año escaso que he estado de viaje, que ya no te conozco.

El Maestro dirigió la mirada hacia José. Sus ojos opalescentes, esa extraña mezcla de marrón, verde y dorado, siempre le habían parecido irreales. Eran los ojos de alguien acostumbrado a mundos distintos, fantásticos.

—Yo no he cambiado —respondió el Maestro con tristeza, aunque sin abandonar la sonrisa—. Es el mundo el que se está transformando, José. En estas épocas de cambio, tenemos que concentrarnos en la única cosa que es inmutable e imperecedera. Está llegando el día que nos ha sido anunciado desde los tiempos de Enoc, Elias y Jeremías. Y del mismo modo en que yo ayudé a devolver a Lázaro de la tumba, nuestra tarea es conducir el mundo a esta nueva era: por eso estoy aquí. Espero que os unáis a mí, todos vosotros. Espero que te quedes conmigo. Aunque no es preciso que me sigáis todos adonde tengo que ir.

José no comprendió este último comentario, pero insistió.

—Todos estamos preocupados por ti, Jesús. Escúchame, por favor. Los miembros del sanedrín me contaron que bajaste de Galilea durante la fiesta del otoño pasado. Ya sabes que el sanedrín es quien más te apoya. Cuando me fui el año pasado, creí que todo estaba arreglado, que te ungirían en la fiesta de este otoño. Tenían pensado ungirte ellos mismos como mashiah, nuestro rey elegido y líder espiritual. ¿Por qué lo has cambiado todo? ¿Por qué intentas destruir lo que hombres tan sabios han planeado durante tanto tiempo?

El Maestro se frotó los ojos con la mano.

—El sanedrín no es quien más me apoya, José —dijo Jesús con voz cansada—, sino mi Padre en el cielo; yo sólo cumplo Su voluntad. Si resulta que Sus ideas no coinciden con las del sanedrín, lo siento, pero tendrán que decírselo a Él. —Dirigió a José esa misma sonrisa irónica y añadió—: Y en cuanto a lo que es inmutable e imperecedero, es como un nudo difícil de desenmarañar.

Al Maestro le gustaba esconder secretos en acertijos y José había advertido su referencia constante a los nudos. Iba a seguir ese tema cuando el velo de los zarcillos de vid que los rodeaba se abrió y vio a Miriam ante ellos, con esa sonrisa cálida y sensual que siempre lo conmovía.

Su cabellera abundante, de múltiples reflejos, le caía suelta sobre los hombros sugiriendo un libertinaje salvaje, que había llevado a los ancianos y a muchos de los discípulos a considerarla un lujo que implicaba un coste político y un peligro innecesario en el entorno del Maestro. A José le parecía que tenía algo primario, como una fuerza de la naturaleza. Era como Lilit, la que, según los textos hebreos más antiguos, fuera la primera esposa de Adán: una fruta madura que rebosaba vida, sin guardarse nada.

—José de Arimatea —exclamó y se lanzó a sus brazos de forma efusiva—. Todos te hemos echado mucho de menos, pero yo te he añorado más que nadie —le comentó con gran sinceridad. Se echó hacia atrás para mirarlo, muy seria, con esos ojos grises enormes ornados de tupidas pestañas—. El Maestro y yo lo hemos comentado a menudo. Cuando tú estás, no hay discusiones, ni lamentos, ni quejas. Tú lo arreglas y haces que todo parezca sencillo.

—Me gustaría entender qué ha cambiado desde que me fui, porque no hay duda de que algo lo ha hecho —dijo José—. Antes no había discusiones.

—Seguro que él te ha dicho que nada ha cambiado —comentó Miriam, mirando al Maestro con fingida irritación—. Todo va perfecto, gracias. ¿Es eso lo que te ha dicho? Pues no, hace meses que se esconde, incluso de sus propios seguidores. Y todo para poder hacer una entrada triunfal en la ciudad durante la Pesah, el domingo que viene, rodeado de…

—¡No pensarás ir a Jerusalén, tal como están las cosas! —exclamó José, alarmado—. No me parece prudente. El sanedrín se negará a ungirte el próximo otoño si remueves más las cosas ahora, durante la Pascua.

El Maestro rodeó con un brazo a José y con el otro a Miriam y los atrajo hacia sí como si fueran niños.

—No puedo esperar hasta el otoño. Mi hora ha llegado —afirmó sin más. Luego, apretujó a José ligeramente y le susurró al oído—: Quédate conmigo, José.

Cuando el sol empezó a ponerse, el grupo de seguidores se marchó en paz hacia la colina y dejó tras de sí, en los jardines y huertos, una alfombra blanca formada por pétalos de flores.

Al oscurecer, Marta encendió las lámparas de arcilla en la terraza y los criados se dispusieron a preparar una cena frugal antes de retirarse hasta el día siguiente. Estaban los doce, además del joven Lázaro, pálido y lánguido, que apenas había hablado en todo el día.

También había algunas mujeres mayores y las dos hermanas. La madre del Maestro había enviado sus excusas, diciendo que sólo podía bajar de Galilea al final de la Pesah.

Cuando este pequeño grupo se hubo sentado bajo la luz vacilante, el Maestro hubo dado las gracias y todos estaban partiendo el pan ante raciones generosas de sopa caliente, Miriam se puso en pie y recogió una bonita caja de piedra tallada que había permanecido a su lado en la mesa. Se dirigió hacia donde estaba José, cerca del Maestro y le pidió que sostuviera la caja. Después, sin decir nada más, abrió la tapa e introdujo las manos mientras los demás guardaban silencio y levantaban la vista hacia ella, que se mantenía inmóvil, como un ángel de fatalidad o de profecía, a la luz de la llama.

Cuando sacó las manos llenas, todo el entorno, terraza, viñas y jardines, quedó saturado por la nube del penetrante y voluptuoso aroma del nardo índico, un ungüento que, como José sabía muy bien, suponía un dispendio mucho mayor que si hubiera cogido un puñado de oro y rubíes.

Uno a uno, los comensales comprendieron lo que iba a suceder. Simón había apartado la comida para levantarse; Santiago y Juan Zebedeo alargaron la mano para intentar detenerla. Judas se puso en pie de un salto; pero ya era demasiado tarde.

José sostenía la caja de alabastro y observaba atónito cómo Miriam, con la cara revestida de una belleza casi beatífica bajo aquella luz, vertía el ungüento sobre la cabeza del Maestro, desde donde se deslizó por la cara y el cuello hasta las vestiduras: el rito tradicional y sagrado de ungir a un rey. Luego, se arrodilló ante el Maestro. Con un gesto, pidió la caja a José y, tras sacar las sandalias al Maestro, cogió de nuevo con ambas manos líquido por el valor de una corona real y lo vertió sobre sus pies desnudos. En un gesto de sumisión y adoración totales, reunió su espléndida cabellera sedosa y la usó como un pedazo de tela para secarle los pies.

José y los demás presenciaron esta parodia extraña y horrenda, casi una inversión sexual del ritual largo tiempo honrado de la unción, pero en este caso, realizado sin la autoridad sacerdocia o solemne, y en tierra profana. ¡Y por una mujer!

Judas, el primero en hablar, expresó una versión suave de lo que sentían todos: por encima de cualquier otra consideración, estaba lo terrible de despilfarrar con tanta prodigalidad una fortuna en un ungüento tan caro.

—¡Podríamos haber vendido ese ungüento para ayudar a los pobres! —exclamó, pálido de ira.

José se volvió hacia el Maestro, intentando entender la situación.

A la luz de la llama, los ojos del Maestro tenían un brillo verde oscuro. Miraba a Miriam, arrodillada en el suelo, al lado de la rodilla de José. La miraba como si no fuera a tener nunca más ocasión de verla, como si quisiera grabarse sus rasgos en la memoria.

—¿Por qué te preocupan tanto los pobres, Judas? —preguntó el Maestro, sin apartar los ojos de Miriam—. Los pobres siempre estarán con vosotros, pero yo no.

De nuevo, José notó ese horrible escalofrío. Se sentía impotente sentado al lado del Maestro, sosteniendo inútilmente la caja de ungüento. Pero como si leyera sus pensamientos, el Maestro se dirigió hacia él.

—Más tarde Miriam te explicará lo que necesitas saber —le dijo con voz grave, casi sin mover los labios—. Pero por el momento, quiero que me consigas un animal para dirigirme a Jerusalén el domingo.

—Te lo ruego, no prosigas con este plan descabellado —murmuró José en tono de súplica—. Es peligroso. No sólo eso, sino que constituye un verdadero pecado: profanas las profecías. Aunque quiero a Miriam, tengo que señalar que ningún rey de Judea ha sido ungido en tierra profana, ni de manos de una mujer.

—No he venido para ser rey de Judea, mi querido José. Mi reino es otro y, como ya has visto, el método de unción también lo es. Pero te tengo que pedir otra cosa, amigo mío. Cuando sea la hora de la cena pascual, muchos me estarán buscando. Es peligroso revelar dónde nos reuniremos para comer esa noche. Debes ir al templo y reunir a los demás. Una vez allí, cerca de la plaza del mercado, verás a un hombre que llevará un cántaro de agua. Síguelo.

—¿Son ésas tus únicas instrucciones? ¿Que vayamos a un sitio y sigamos a un desconocido? —preguntó José.

—Sigue al hombre del cántaro —repitió el Maestro— y todo saldrá como está previsto.

SÁBADO

Sucedió después de medianoche. Caifás nunca había de olvidar el momento en que lo despertaron, la llamada a la puerta de su habitación, cómo se levantó de la cama preguntándose qué hora sería, la sensación que lo asaltó entonces, algo de lo que había oído hablar pero que nunca había experimentado antes: ¡se le erizó el vello de la nuca! Sabía que iba a suceder algo peligroso e inquietante. Sabía, sin ser capaz de nombrarlo, que sería lo que tanto tiempo llevaba esperando.

La policía del templo, que custodiaba el palacio del sumo sacerdote, así como su persona, estaba fuera de su habitación y le comunicó que había llegado un hombre que preguntaba por él a las puertas de palacio, ahí, en un barrio vigilado de la ciudad, y entonces, en plena noche, horas después del toque de queda romano. Era un hombre misteriosamente atractivo, le dijeron, con el rostro curtido y de aspecto fuerte. No quería hablar con nadie que no fuera Caifás, el sumo sacerdote, acerca de un asunto muy privado y de la máxima urgencia.

No tenía credenciales, ni cita previa, ni explicación para su visita, y la policía del templo sabía que era su deber detenerlo e interrogarlo o echarlo. Sin embargo, sin saber por qué, no se decidían a tomar ninguna de las dos medidas.

Caifás sabía en lo más profundo de su alma que no necesitaba preguntar nada más. Del modo en que un traidor entiende a otro, José Caifás comprendió que siempre había conocido a este hombre, quizás a lo largo de toda la eternidad.

Su sirviente lo envolvió en una lujosa bata verde y, seguido por la guardia del templo, recorrió los pasillos de piedra en silencio hacia la cámara donde el desconocido lo esperaba. Caifás sabía en sus pensamientos íntimos que era el momento del destino. Sabía que su hora había llegado.

Pero luego, cuando los romanos y el sanedrín le preguntaron (le interrogaron, de hecho) sobre esa noche, curiosamente eso era todo lo que recordaba: cómo se había despertado en mitad de la noche, el trayecto por el pasillo interminable y esa sensación de destino personal que, por descontado, nunca mencionó porque eso no le incumbía a nadie más que a él. El desconocido, el encuentro, eran un recuerdo confuso para Caifás, como si la bebida le hubiera nublado el cerebro.

Al fin y al cabo, ¿por qué debería recordarlo, si sólo se habían visto un momento, esa única noche? La policía se encargó del resto: le pagaron treinta piezas de plata por el trabajo. ¿Cómo podían pretender que Caifás recordara su nombre después de tanto tiempo? Alguien de Queriyyot, creía recordar, pero tampoco estaba del todo seguro. Desde una perspectiva más amplia, pensaba Caifás, en el gran tapiz que formaba la historia, ¿qué importancia tenía? Sólo el momento era importante.

Al cabo de dos mil años, sus nombres serían como partículas de polvo que cruzan una vasta llanura. Al cabo de dos mil años, nadie recordaría el menor detalle de ese suceso.

DOMINGO

Tiberio Claudio Nerón César veía en la oscuridad.

Ahora, de pie en el parapeto, en una noche sin luna ni estrellas, veía con toda claridad las líneas y venas de sus fuertes manos, que reposaban en el muro del parapeto. Sus ojos grandes y oscuros contemplaban el mar; distinguía las crestas blancas de las olas hasta la bahía de Nápoles, donde la costa permanecía en la más impenetrable oscuridad.

Había gozado de este don desde niño, lo que le había permitido ayudar a su madre a escapar a través de prados y montañas, en medio de un violento incendio forestal que ardía tan cerca que le chamuscó la cabellera, cuando las tropas de Cayo Octavio la perseguían e intentaban capturarla para que Octavio pudiera seducirla. Luego, Octavio se convirtió en Augusto, el primer emperador de Roma. Así que la madre de Tiberio se divorció de su padre, un quaestor que había sido comandante en la flota triunfante de Julio César en Alejandría, para convertirse en la primera emperatriz de Roma.

Así era Livia, una mujer notable, considerada como un tesoro por casi todo el Imperio. Gran propiciadora de la pax romana y honrada por las vírgenes vestales, Herodes Antipas construyó una ciudad con su nombre en Galilea y se había propuesto varias veces que recibiera la condición de inmortal, al igual que se había decretado para Augusto.

Pero Livia, por fin, había muerto. Y gracias a ella Tiberio era emperador, dado que, para que las ambiciones de su hijo prosperaran, había envenenado a todos los herederos legítimos que se interponían entre él y el trono. Incluido, según decían los rumores, el divino Augusto. O quizá debería decirse para que prosperaran sus propias ambiciones, que eran muchas. Tiberio se preguntaba si Livia, dondequiera que estuviese en ese momento, también era capaz de ver en la oscuridad.

Recordaba la vez que estuvo en ese mismo sitio hacía sólo un año, casi toda la noche, esperando a que encendieran las fogatas que había preparado en el Vesubio, en la península, en cuanto se tuviera la certeza en Roma de que Sejano había muerto.

Se sonrió. Era una sonrisa amarga, preñada de un odio profundo e infinito por el que pretendía ser su mejor y único amigo. El que al final lo había traicionado como todos los demás.

Parecía que habían transcurrido mil años desde que Tiberio estuvo en ese otro parapeto de su primer exilio, impuesto por él mismo en Rodas, adonde se dirigió huyendo de la furcia de su esposa, Julia, la hija de Augusto, por la que se había visto obligado a divorciarse de su amada Vipsania. La semana en que Augusto desterró a Julia y escribió para pedir a su yerno que regresara a Roma, se produjo un augurio: un águila, un ave que no se había visto nunca en Rodas, se posó en el tejado de su casa. A partir de ello, el astrólogo Trasilo predijo correctamente que Tiberio sucedería a Augusto en el trono.

Tiberio creía que el destino gobernaba el mundo y que podía conocerse por medio de la astrología, los augurios o los métodos tradicionales de adivinación, la lectura de huesos o de entrañas. Según él, como el destino estaba fijado de antemano, resultaban en vano las súplicas a los dioses, su aplacamiento con sacrificios o la costosa construcción de templos y monumentos públicos.

Tampoco servían de nada los médicos. A la edad de setenta y cuatro años, sin haber recibido tratamiento ni medicina alguna desde los treinta, Tiberio se mantenía fuerte como un toro, bien proporcionado y atractivo, con la piel propia de un joven atleta. Podía atravesar una manzana recién cogida y crujiente con cualquier dedo de ambas manos. Y se afirmaba que en sus días de campañas militares en Germania había llegado a matar de esa forma. Sin duda, había sido un soldado extraordinario y un hombre de Estado por excelencia, al menos al principio.

Pero esos días quedaban atrás. Los augurios habían cambiado, y no a su favor. Nunca podría volver a Roma. Tan sólo un año antes del asunto de Sejano, Tiberio había intentado remontar las aguas del Tíber, pero su mascota, una pequeña serpiente llamada Claudia, que llevaba en el regazo y alimentaba de su propia mano, había aparecido una mañana en cubierta, medio comida por las hormigas. Y los augurios dijeron: «Cuidado con el populacho».

Ahora, noche tras noche, estaba de pie en este elevado acantilado de su palacio, en una roca enorme cuya historia yacía sepultada en la antigüedad y el misterio. Se llamaba Capri: el macho cabrío. Algunos pensaban que se llamaba así en honor de Pan, mitad hombre, mitad macho cabrío, engendrado en una ninfa de las aguas por el dios Hermes. Otros pensaban que recibía ese nombre por la constelación de Capricornio, un macho cabrío que surge del mar como un pez. Y otros sin duda dirían que el nombre de la isla se debía a un emperador más parecido a un macho cabrío en celo que, dominado por la depravación sexual, escondía allí concubinas infantiles. No le importaba lo que dijeran. Las estrellas que guiaban su destino seguían siendo las mismas de su nacimiento. Eso no podía cambiar.

Aunque Tiberio había sido abogado, soldado, hombre de Estado y emperador, en el fondo era, como su sobrino Claudio, un enamorado de la historia. En el caso de Tiberio, le interesaba sobre todo la historia de los dioses, que en esos tiempos era considerada un mito por la mayoría. Y lo que más le gustaba era los relatos de los griegos.

Y ahora, tras todos esos años de exilio en este montón de piedras, años en que no había oído casi nada más que tragedias y traiciones en los asuntos cotidianos del mundo exterior; de repente, había aparecido un nuevo mito en un extremo lejano del Imperio Romano. Sabía que no era una historia nueva. Más bien se trataba de una historia de gran antigüedad; quizá del mito más antiguo del mundo, presente en todas las civilizaciones desde los inicios de la historia escrita. Era el mito de un «dios que muere», un dios que hace el máximo sacrificio: convertirse en mortal. Un dios que, por medio de la rendición de su propia vida como ser mortal, provoca la destrucción de un viejo orden y su renacimiento como un nuevo orden mundial, un nuevo eón.

Mientras oía el fragor de las olas del mar al romper contra las rocas, Tiberio observó la silueta brillante del Vesubio, de donde no había salido ni quemado lava desde tiempos inmemoriales, porque según decían sólo entraba en erupción una vez al final de cada eón.

¿Pero no estaban entrando ahora en una nueva era? ¿No era éste el nuevo eón que los astrólogos estaban esperando? Tiberio se preguntaba si viviría lo suficiente para ver cómo se desataba la fuerza del dios volcán desde las entrañas de la tierra, al cabo de poco tiempo, la única vez que sucedería entre dos eones de dos milenios cada uno: sólo una vez en un período de cuatro mil años.

En ese instante, cerca del rompiente, vio un remo, seguramente del barco que estaba esperando. Había estado observando durante media noche y ahora que veía cómo se acercaba en la tenue oscuridad que anunciaba el alba, se aferró con fuerza al muro situado ante él. Era el barco que le traía al testigo. El testigo que había presenciado la muerte del dios.

Era alto, esbelto, de tez aceitunada y ojos castaños; el cabello, negro como ala de cuervo, le colgaba lustroso y liso hasta los hombros. Llevaba una túnica de lino blanco, envuelta una vez y sujeta de forma holgada con un cinturón de cuerda, y las ajorcas de bronce tradicionales de la gente del sur. Ante él, al otro extremo de la terraza, Tiberio estaba sentado en su trono de mármol, sobre una tarima elevada de mármol por encima del mar. Tras él formaban la guardia imperial y el capitán del barco que lo había traído por mar. Cuando cruzó la terraza y dobló la rodilla ante Tiberio, resultó obvio que estaba asustado pero que era un hombre con orgullo.

—Te llamas Tammuz y eres egipcio —dijo el emperador, al tiempo que le pedía que se levantara—. Sin embargo, dicen que eres capitán de un barco mercante que comercia entre Judea y Roma. —Al ver que el testigo guardaba silencio, Tiberio añadió—: Puedes hablar.

—Es tal como su excelencia, su alteza imperial afirma —respondió Tammuz—. Mi patrón es propietario de una flota de veleros mercantes. Yo gobierno uno de los barcos, que lleva carga y también muchos pasajeros.

—Dime lo que viste con tus propias palabras. Tómate el tiempo que necesites.

—Fue una noche, tarde, después de cenar —contó Tammuz, el egipcio—. Nadie dormía; muchos de los pasajeros hablaban en cubierta y se terminaban el vino de después de la cena. Estábamos en la costa de la Grecia romana, cerca de las islas Equínadas. El viento había amainado y el barco se movía impulsado por la corriente cerca de la costa boscosa de la doble isla de Paxos, la de silueta de camello. Entonces, una voz profunda flotó sobre las aguas, la voz de Paxos, que pronunciaba mi nombre.

—El nombre de Tammuz —murmuró el emperador, como si recordara alguna melodía medio olvidada.

—Sí, mi señor —contestó Tammuz—. Al principio, no lo oí porque estaba ocupado gobernando el barco y no me di cuenta de inmediato de que me llamaba a mí. Pero la segunda vez me sorprendí, porque en aquella pequeña isla griega no me conoce nadie ni tampoco los pasajeros del barco sabían mi nombre. La tercera vez que oí la llamada, los pasajeros se miraron entre sí, porque nuestro barco era el único en esa parte del oscuro mar. Así pues, tras la tercera invocación, me serené y respondí a la voz oculta que me requería a través de las aguas.

—¿Y qué pasó cuando respondiste? —preguntó Tiberio, apartando la cara del primer rayo del alba hacia las sombras, para que los marineros y los guardias que estaban cerca no pudieran interpretar sus reacciones al oír la respuesta del egipcio.

—El que me llamaba gritó: «Cuando llegues al lado opuesto de Palodes, en tierra firme, anuncia que el gran Pan ha muerto, Tammuz».

Tiberio se puso de pie de un salto, impresionante desde su altura, y miró a Tammuz a los ojos.

—¿Pan? —le espetó—. ¿A qué Pan te refieres?

—No es ninguna de las deidades egipcias, mi señor, aquellas en cuya creencia me educaron. Y aunque ahora, como residente del gran Imperio romano, he acabado con esas ideas paganas, me temo que no domino lo suficiente mi reciente fe de adopción. Pero según tengo entendido, Pan es el hijo medio divino de un dios llamado Hermes, al que en Egipto llamamos Tot. Y por lo tanto, como es medio divino, puede que Pan tenga capacidad para morir. Espero no cometer un sacrilegio al decir esto.

«¡Capacidad para morir! —pensó Tiberio—. ¿El dios más importante en miles de años? ¿Qué clase de historia absurda es ésta?»

Con cara inexpresiva, se frotó la mandíbula como si no pasara nada extraño, volvió a sentarse y asintió para que Tammuz prosiguiera su relato, aunque empezaba a tener el presentimiento de que algo podía ir mal, muy mal.

—Los pasajeros y la tripulación estaban tan confundidos y sorprendidos como yo —siguió contando Tammuz—. Deliberamos si tenía que hacer lo que la voz me había pedido, o si debería negarme a involucrarme en esa extraña orden. Al final, tomé una decisión: si al pasar por Palodes soplaba la brisa, seguiríamos navegando y no haría nada. Pero si el mar estaba en calma, sin viento, anunciaría de viva voz lo que me habían dicho. Cuando llegamos al otro lado de Palodes, no soplaba el viento y el mar estaba en calma, así que grité: «¡El gran Pan ha muerto!»

—¿Y después? —preguntó Tiberio, dejando por un momento las sombras para mirar de nuevo directamente a los ojos del capitán.

—De inmediato se produjeron grandes exclamaciones en tierra firme —dijo Tammuz—. Muchas voces lloraban, se lamentaban y se alzaron muchos gemidos de sorpresa e incredulidad. Parecía, mi señor, como si toda la costa y el interior estuviera de luto por alguna terrible tragedia familiar. Gritaban que era el fin del mundo: que era la muerte del macho cabrío sagrado.

¡Imposible!, estuvo a punto de soltar Tiberio, mientras esos gritos imaginados en la oscuridad retumbaban en su cerebro. ¡Era una completa locura! El primer adivino había echado las primeras suertes para saber el destino de Roma en tiempos de Rómulo y Remo, que habían sido criados por los lobos, como también se había augurado. Desde entonces, nadie había insinuado ningún acontecimiento tan sombrío como aquél. Tiberio notó que tenía la piel fría y húmeda a pesar del calor del sol matinal.

¿No era esta era el amanecer del Imperio romano que, al fin y al cabo, acababa de empezar con Augusto? Todo el mundo sabía que el «dios que muere» era un dios sólo de nombre, porque en realidad los dioses no pueden morir. Se había elegido un sustituto: un nuevo «dios» que rejuveneciera y regenerara el viejo mito. Esta vez iba a ser un pastor, un campesino o un pescador, alguien pobre que llevara un carro o un arado, no uno de los dioses más antiguos y poderosos de Frigia, Grecia o Roma. La gran civilización romana, que se había nutrido de la leche de una loba, no iba a ser destruida por un rey ermitaño, viejo y sin herederos, que acababa sus días en el exilio, en una isla bautizada con nombre de macho cabrío. No. Tenía que ser una mentira, un truco de uno de sus muchos enemigos: alguien que aspiraba a conducirlo al borde de la amarga decepción jugando a comadrona en el nacimiento de una mentira, y no de un nuevo eón. Incluso el nombre del mismo capitán, Tammuz, tenía connotaciones míticas, porque era el nombre del dios más antiguo que murió, más antiguo que Orfeo, Adonis u Osiris.

El emperador se sobrepuso, indicó a la guardia que diera algunas piezas de plata al capitán por las molestias y se volvió para dar a entender que la audiencia había finalizado. Pero cuando estaban entregando el dinero a Tammuz, Tiberio añadió:

—Si había tantos pasajeros en tu barco, habrá otros testigos que puedan confirmar tu historia, ¿no es así?

—Claro que sí, mi señor —afirmó Tammuz—. Tengo muchos testigos de lo que oí y de lo que hice. —En lo más profundo de esos ojos negros insondables, a Tiberio le pareció observar una extraña luz.

»Aparte de lo que creemos saber —prosiguió Tammuz—, hay un único testigo que os podrá decir si el gran Pan era un mortal o un dios, y si está vivo o muerto. Pero ese único testigo es sólo una voz, una voz que se alza sobre las aguas…

Tiberio hizo señas con impaciencia para que se fuera y partió hacia el aislado parapeto, su prisión. Pero mientras veía cómo conducían el capitán ladera abajo hacia el puerto, llamó a su esclavo, le entregó una moneda de oro y señaló en dirección al egipcio, en el sendero. Con rapidez, el esclavo bajó por el camino y le entregó la moneda al capitán, quien miró hacia la terraza donde estaba Tiberio.

El emperador se volvió sin hacer señal alguna y entró en sus aposentos vacíos de palacio. Una vez en ellos, vertió aceite aromático en el ánfora de su altar y lo encendió en el oficio a los dioses.

Sabía que debía encontrar la voz que gritaba en plena naturaleza. Tenía que encontrarla antes de morir. De lo contrario, Roma sería destruida.