Mi hermana Clara estaba sentada en las escaleras del porche, esperándome. No había quedado con ella, pero tampoco me sorprendió verla allí, en el mismo peldaño donde solía detenerse cuando era una niña que tenía problemas o pretendía evitarlos desde la frontera, ni dentro de casa ni fuera del todo.
—Hola —le dije, y subí tres escalones para sentarme a su lado igual que entonces, en la época en la que yo era el único de sus hermanos mayores que estaba lo bastante cerca de ella como para entender que estuviera preocupada por haber estropeado un libro de la biblioteca del colegio, o por haberle prestado el reloj a una amiga que lo había perdido.
—Hola —me contestó, y sonrió para fingir que no estaba viendo mi ojo morado antes de sujetar mi cabeza con las dos manos para besarme en las mejillas, y habían pasado más de veinte años desde la última vez que me besó en aquel lugar, de aquella manera—. ¿Por qué vas vestido así? Se te va a arrugar la chaqueta.
Llevaba el traje gris de las tesis y las oposiciones, una camisa de vestir y una corbata. En las contadas ocasiones en las que no había podido esquivarla, nunca había logrado sentirme tan cómodo dentro de aquella ropa como para olvidar que la llevaba puesta, pero eso fue lo que sucedió aquella mañana, y necesité más de un instante para comprender el comentario de mi hermana.
—He venido a hablar con mamá —dije después, como si eso fuera una razón suficiente.
—Ya… —asintió con la cabeza, me miró, y vi que tenía los ojos húmedos—. ¿Y yo, qué? ¿Es que a mí no pensabas llamarme?
La resaca había sido espantosa, pero no llegué a percibir su intensidad hasta que estuve solo del todo, dentro del coche, la maleta de los viajes largos guardada en el maletero, su tristeza conmigo, empañando los cristales con un vapor frío y sucio que olía mal, a casa cerrada. Mi imaginación estaba entumecida, acobardada por el horizonte de un azul purísimo, los ojos de mi madre, su color más intenso, más bello aún, cuando nadaba en aguas turbias de emoción o de ira. No vayas, Álvaro, me había dicho Raquel, los suyos más extraños, verdosos pero oscuros, tan hondos de repente como si fueran negros, no vayas. Pero había venido, tenía que venir, y al cerrar la puerta del piso de Hortaleza, aquella casa que me gustaba tanto y a la que nunca iba a volver, pensé que tal vez fuera mejor así, mejor pasarlo todo a la vez, todo junto, como cuando éramos niños y alguno cogía la varicela, y mi madre metía a sus cinco hijos en una cama de matrimonio, para que nos contagiáramos y la pasáramos al mismo tiempo. Qué barbaridad, mamá, qué salvajada, solía decir Angélica cuando lo recordábamos, pero ella defendía su procedimiento, pues es lo mejor, ¿sabes?, lo que se ha hecho siempre…
Cuando cerré la puerta del piso de Hortaleza, me acordé de Miguelito con varicela, Mai y yo turnándonos en las caricias, en las canciones y en los cuentos, para que estuviera entretenido y se rascara lo menos posible, y aquella fiebre altísima, el cuerpo de mi hijo sudoroso y blando, y después, tan deprisa que casi no pudimos darnos cuenta, la espléndida, agotadora pesadez de sus tres años de niño sano e incansable. Mejor así, pensé, mejor todo a la vez, mejor acabar ya, juntarlo todo, todas las lágrimas, todas las culpas, todas las preguntas, todos los secretos. Estoy hasta los huevos de conversaciones transcendentales, le había dicho a Raquel la noche anterior, y era verdad. No puedo más, y no podía, y sin embargo, mientras conducía por la carretera de Burgos y mi memoria, equitativamente leal y traidora, me bombardeaba con las mejores imágenes de la vida a la que acababa de renunciar, el cuerpo desnudo de mi mujer, la risa desbocada de mi hijo, la cómplice blandura de los dedos de mi madre cuando me llevaba de la mano por la calle y los tres tan guapos, tan adorables, tan luminosos como quizás no habían sido nunca, como no volverían a ser jamás, pensé que era mejor así, pasarlo todo junto, acabar de una vez.
—Claro que iba a llamarte —por eso no me importó encontrarme con Clara, aunque no la hubiera llamado, aunque ni siquiera hubiera decidido aún el momento de hacerlo—, pero tú eres más pequeña que yo, ¿no? Si yo no sabía nada, tú sabrías todavía menos.
—Yo no voy a saber nada, Álvaro —lo dijo sin mirarme, los ojos fijos en el horizonte—. Nunca.
—Porque no quieres saberlo…
—Por supuesto que no, ya me conoces —entonces me miró, me sonrió—. Soy muy cobarde, ¿no?, eso era lo que me decías tú siempre, de pequeños. Entra, Clara, habla con papá, con mamá, díselo, atrévete a decírselo, no puedes seguir escondiéndote, tendrás que cenar, no vas a quedarte a dormir en las escaleras… Cuando rompí la famosa bailarina de porcelana, aquel año que suspendí cinco, el día que me cargué el cristal de la ventana de la cocina de un balonazo y aquella noche que salieron todos, y nos quedamos tú y yo solos con Fuensanta, y me puse un vestido de Angélica para jugar y se manchó de tinta y ya no hubo manera de limpiarlo… Eso fue lo peor, creo que nunca he pasado más miedo en mi vida, ¿te acuerdas?
—Sí —me acordaba de todo y sonreí a su sonrisa—. No he sido yo, no he sido yo, yo no sé nada… Cuando alguien echaba algo de menos, ya no estaba en ninguna parte. Tú lo habías tirado a la basura, muy bien envuelto en una bolsa de plástico, y luego decías siempre lo mismo, no he sido yo, yo no sé nada, pero daba igual. Al final, te pillaban. Y esto es distinto, Clara.
—No —y negó varias veces con la cabeza antes de repetirlo—. No. Anoche, mientras hablaba con Angélica, oía la voz de papá, ¿sabes?, ratita, ratita, todo el tiempo. Y luego llamé a Rafa, para preguntarle cómo estaba, y seguía oyendo lo mismo, ratita, ratita…, ¿te quieres casar conmigo? Con Julio no hablé, no hacía falta. Sé que él estará de tu parte, aunque no tengas razón, que no la tienes, porque no podéis tenerla ni Rafa ni tú, ninguno de los dos.
Ratita, ratita…, ¿te quieres casar conmigo? Cuando Clara tenía tres o cuatro años, aquél era su cuento favorito, pero sólo consentía que se lo leyera papá. Todas las noches aparecía por el salón de la casa de Argensola arrastrando el libro por una esquina, y al llegar hasta mi padre decía, ratita, ratita… Él le respondía con las mismas palabras, ratita, ratita, y la cogía en brazos, y leía el texto, que estaba escrito en verso y era muy corto, tanto que los dos se lo aprendieron de memoria y empezaron a recitarlo a todas horas, en todas partes, cuando estaban solos y cuando los acompañábamos los demás. Ella siempre hacía de ratita presumida, él iba cambiando de tono para representar todos los demás papeles, y al llegar al ratoncito del final, sacaba de alguna parte una vocecita delgada y tierna, muy cómica, con la que mi hermana se partía de risa. Así, Clara se convirtió en la ratita, ratita, y mi padre dejó de llamarla por su nombre hasta en las ocasiones más solemnes, y el día que salió de casa con ella vestida de novia, antes de atravesar la puerta, la cogió por los hombros, la miró y se lo dijo otra vez, ratita, ratita…, ¿por qué vas a casarte con otro?, y los dos se echaron a reír.
—¿Cómo está Rafa?
—Bueno… —arrugó los labios en la mueca con la que solía afrontar los asuntos desagradables—. Muy cabreado contigo, desde luego. Y con la cara hecha un mapa, creo. Han tenido que darle puntos y le han puesto un cacharro en la nariz, como una prótesis rígida, para que el tabique se quede en su sitio. Se lo habías desviado de un puñetazo, por lo visto. Me dijo que le dolía mucho.
—Lo siento —ella no quiso reaccionar todavía, yo insistí—. Te juro que lo siento, lo siento mucho, pero empezó él.
—Ya, eso me contó Angélica, y no hay más que ver cómo tienes el ojo. Pero, lo que no entiendo… —volvió a negar con la cabeza antes de mirarme—. ¿Cómo pudiste pegarte con Rafa, Álvaro? De él no me extraña tanto, porque con el carácter que tiene, pero tú… Y todo por una tontería, porque se metió con tu museo, ¿no?
—No, Clara, no fue por eso. Es verdad que se burló del museo, de mí, de mi trabajo, pero lo que pasó fue peor, mucho más grave… —hice una pausa para preguntarme si sería capaz de explicárselo, y concluí que, incluso en ese caso, lo más probable era que no me entendiera—. No se metió conmigo, sino con lo que yo pienso, con lo que creo que está bien, que es justo. Yo soy una pieza insignificante en un proceso y no me dolió lo que dijo de mí, pero me sacó de quicio que se riera de la ciencia, de los científicos en general, de los programas que hacemos con los colegios… —mi hermana frunció las cejas en un gesto de escepticismo casi cómico y calculé lo ridículas que habrían sonado estas palabras, las únicas que yo podía decir, al penetrar en sus oídos—. Ya sé que parece una tontería, lo sé, pero no lo es, Clara, te aseguro que no lo es. No hay nada que odie más en este mundo que a la gente que alardea de no saber nada, a las personas que presumen de ser como animales, no las puedo soportar, no las soporto. Eso fue lo que hizo Rafa, y sabía por qué lo hacía, sabía lo que decía. Yo no soy religioso, ya lo sabes, pero no me dedico a blasfemar para insultar a quienes sí lo son.
—¡No compares, Álvaro! —había conseguido escandalizarla sin pretenderlo.
—Pues no comparo —la miré, sonreí, intenté tranquilizarla—. Si tú no quieres, no comparo, pero eso fue lo que pasó. Rafa vino derecho a por mí. Me buscó, y me encontró.
—Cuando me lo contaron, no me lo creí, no me lo podía creer, en serio, de ti no, Álvaro. Él… Es más violento, ¿no? Bueno, violento no es la palabra, pero tiene más carácter, es el mayor, el más autoritario, no sabe discutir sin que se le hinchen las venas y hay que dejarle, todos lo sabemos, y que luego se le pasa, pero tú no eres así, tú…
—Yo llevo toda la vida tragando, Clara —la interrumpí—. No es una cuestión de caracteres, ni de argumentos, nada de eso. Rafa chilla y yo me callo para que tengamos la fiesta en paz, pero eso no significa que yo sea pacífico, ni que él tenga derecho a decir siempre la última palabra aunque no lleve razón. Es sólo una costumbre, la costumbre de nuestra casa, la costumbre de este país.
Me había esforzado por controlar mis gestos, el volumen de mi voz, mientras percibía un velo oscuro sobre los ojos, un sabor grueso en el paladar, la compañía de las llamas anaranjadas y calientes a las que me había abandonado la tarde anterior, y el color, la temperatura de una tentación que no estaba dispuesto a probar nunca más. Pero alguna chispa había debido de saltar pese a mis esfuerzos, porque mi hermana me miraba ahora casi con miedo, los labios fruncidos en una expresión de extrañeza profunda, cargada de sospechas, de temores que ni siquiera ella era capaz de interpretar y que yo nunca había visto en su rostro.
—No te entiendo, Álvaro.
—Da igual —y lo repetí para mí mismo, daba igual—. No estoy orgulloso de lo que pasó ayer, y la verdad es que yo tampoco lo entiendo —no mentía y ella se dio cuenta—. Nunca me había pasado nada parecido, y estoy seguro de que no me va a volver a pasar.
Clara no quiso decir nada mientras yo volvía a sentirme culpable y algo peor, enfermo de vergüenza al imaginar aquella escena, Angélica entrando por la puerta de Urgencias del hospital, escogiendo a un compañero de confianza al que contarle al oído que dos de sus hermanos se habían liado a hostias, Rafa sentado en una silla de plástico, con la cara hinchada, llena de sangre, odiándome por dentro, y Julio a su lado, sin saber qué decir, cómo acompañarle mientras toda la sala de espera los miraba. Había tenido que ser horrible, humillante para todos, sobre todo para mí aunque no hubiera estado allí, con ellos. Me daba tanta vergüenza imaginarlo que intenté justificarme y fue peor.
—Y además, tampoco es tan grave, ¿no? La gente se pega todo el tiempo, cuando se emborracha, cuando se da un golpe con el coche, se pegan por las mujeres, por… —me callé al contemplar una tristeza espesa y líquida, súbitamente sabia, en los ojos de mi hermana.
—Esta historia te está volviendo loco, Álvaro.
Intenté mirarme con aquellos ojos que seguían pareciendo dos gotas de miel dorada y limpia, los ojos de Clara, la pequeña, la mimada, la ratita, ratita, que cuando éramos niños me conocía mejor que nadie y después empezó a mirarme como si fuera un marciano, un ser extraño, incomprensible, que tenía un trabajo absurdo y tomaba decisiones absurdas, y decía, y pensaba, y creía cosas absurdas, pero que nunca había dejado de ser su hermano Álvaro, la otra mitad del equipo condenado a perder todos los partidos que jugaba contra su eterno rival, el equipo de los mayores. Ahora se había hecho mayor, tenía treinta y cinco años, acababa de decirme que me estaba volviendo loco y quizás tuviera razón, porque me miraba desde la distancia de su cordura, una impasibilidad casi absoluta que la anclaba sin ninguna complicación, ningún conflicto, en la plácida facilidad de una infancia permanente, un universo de colores pálidos donde las emociones tal vez no fueran muy intensas, pero jamás turbias ni desagradables. Para mi hermana, la vida nunca había llegado a ser algo muy distinto de la escalera donde estábamos sentados, no lo era mientras me miraba aquella mañana, tan pesarosa y desconcertada como si acabara de romper otra bailarina de porcelana, no más, pero tampoco menos. Para Clara, la vida nunca sería otra cosa, porque ella jamás lo consentiría.
—Esta historia volvería loco a cualquiera —le advertí, sin embargo.
—No, Álvaro, a mí no —me miró, sonrió, volvió a decir que no con la cabeza—. A mí no, ya lo sabes. Se lo dije a Angélica anoche, cuando intentó contarme que la chica esa por la que has dejado a Mai es prima nuestra, y que te ha contado… No sé, cosas horribles de papá y de mamá, de la abuela Mariana, ¿no? Le dije que no quiero saberlas, y te lo digo a ti, ahora, yo no quiero saber nada. Ni hoy ni nunca, nada. Yo voy a seguir llevándome bien con todos vosotros, porque todos sois mis hermanos y vais a seguir siéndolo, y papá era mi padre, y para mí era el mejor, siempre será el mejor, pase lo que pase, sepas lo que sepas…
Las lágrimas no la dejaron seguir, y yo podría haberle preguntado por qué lloraba entonces, cuál era el origen, la razón del llanto que contradecía su fe, el fanático fervor de esas palabras que había pronunciado con tanta dulzura, pero no lo hice. Conocía la respuesta y que ella sólo me daría otra distinta, lloro porque todo esto me da mucha pena, porque no puedo soportar que os peguéis, que os peleéis, porque os quiero mucho a todos. Eso era verdad, nos quería mucho a todos, todos nos queríamos mucho, ¿cómo no íbamos a querernos?, éramos hermanos.
—Déjalo, Álvaro, por favor —me cogió de las manos y las apretó, igual que había hecho Raquel aquella mañana para pedirme que no me marchara—. Déjalo ya, una historia tan fea, tan sucia… Nosotros no podemos entenderla. Ya sé que tú dices que sí, pero yo creo que no, que Rafa tiene razón, que no podemos saber lo que habríamos hecho nosotros si… —no quiso seguir por ahí, y cambió de táctica—. Y, sobre todo, lo que no puedo entender… ¿A ti qué más te da? ¿Qué importa a estas alturas lo que pueda haber hecho papá cuando no le conocíamos? Después fue un buen hombre, un buen padre, un empresario inteligente y ambicioso, pero honrado, el mejor, le dio trabajo a mucha gente, todo el mundo le quería, así le conocimos y por eso le quisimos tanto, le quisimos mucho, y tú más que yo, Álvaro, tú más que nadie… Eso es lo más gracioso, lo más triste de todo, anoche lo estuve pensando, y… Julio y yo siempre fuimos de mamá, y de vosotros tres, él siempre te quiso más a ti, después a Angélica, y Rafa… ¡Pobre Rafa! —me soltó para apoyar su cabeza sobre las palmas de sus manos, la giró para mirarme y sus ojos se cargaron de melancolía—. Y tú le querías, Álvaro, más que ninguno, yo lo sé, siempre lo he sabido, esas cosas se notan. Por eso no entiendo… No entiendo nada, Álvaro.
—Yo le quería, Clara —confirmé—, y le sigo queriendo. Nunca podré dejar de quererle, aunque no me guste, aunque preferiría olvidarlo… Julio dice que se puede olvidar, que él lo ha conseguido, pero me temo que yo no voy a poder, ¿sabes?, yo no me parezco a Julio. Ahora me acuerdo mucho de papá, más que antes, me acuerdo sin querer, aunque esté pensando en otra cosa, y siempre le veo en los mejores momentos, ayudándome, cuidándome, ocupándose de mí, siempre igual… Con Mai me pasa algo parecido. Nunca ha sido tan guapa ni tan adorable como hoy mismo, nunca he sido tan feliz con ella como recuerdo ahora haberlo sido —miré a mi hermana y sonreí—. Eso es la culpa, mi culpa, lo sé, y sé que se me pasará. Y que si mi historia con Raquel no se hubiera complicado tanto, si no nos hubiera salpicado a todos, el recuerdo de Mai sería mucho más débil. Eso también lo sé, y puedo controlarlo, pero lo de papá es distinto. Lo de papá es algo que está por encima de mis posibilidades.
—Entonces, déjalo ya, Álvaro. No lo hagas por papá, ni siquiera por mamá, hazlo por ti… Y hazlo por mí. Deja las cosas como están, porque ya no sirve de nada, nada sirve para nada. Papá está muerto pero nosotros estamos vivos y tenemos que seguir viviendo, tenemos que intentar ser felices, y mira lo que has conseguido, ahora Rafa te odia, acabará odiando a Julio por defenderte, Angélica está fatal, y yo…
Mi hermana volvió a llorar y la abracé, le pasé un brazo por los hombros, la atraje hacia mí, apoyé su cabeza sobre mi pecho y pensé en ella, en sus argumentos y en los míos, en algunas palabras importantes para los dos, generosidad, responsabilidad, egoísmo, y en otras que Clara jamás aprendería, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente, a lo mejor me equivoco, pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor… Ella no me entendía a mí, pero yo sí la entendía, más allá de lo que me parecía bien o mal, justo o injusto, sano, razonable, imprescindible. Clara no quería saber, prefería ignorar la cantidad y la calidad de cuanto desconocía, se había empeñado en vivir, o en hacer como que vivía, dentro de su propio invernadero de paredes de cristal. No era muy original, pero tenía derecho a escoger ese camino, a unir el estrépito de sus labios sellados al clamoroso silencio de millones de voces que habían elegido callar antes que ella, cerrar sus oídos al estruendo de un silencio más ruidoso que cualquier grito. Yo también había dispuesto de esa opción. Desde el principio, siempre había sabido que también se puede no hacer nada, meter los pedazos de una bailarina de porcelana en una bolsa de plástico, cerrarla con un nudo bien apretado, tirarla al cubo de la basura, amontonar encima otros desperdicios y prensarlos con el pie. Ése era su sistema, y cuando era niña, la pillaban siempre. Por mucho que corriera ahora, el futuro la iba a pillar igual, porque antes o después, acabaría sabiendo sin querer saber, escuchando lo que no quería escuchar, y siempre podría pensar que todo era mentira pero no lo lograría del todo, ya no. Algún detalle de la verdad, ese enemigo del que pretendía escapar, se deslizaría sin remedio bajo su piel como una astilla, uno de esos diminutos fragmentos de madera que no abren una herida ni convocan el color de la sangre, que ni siquiera hacen daño, pero se van endureciendo con el tiempo hasta convertirse en un relieve calloso que forma parte del dedo donde se han clavado, igual que el cuerpo blando de un camarón abandonado sobre una roca se hace piedra con ella. Eso era lo que iba a pasar, yo lo sabía. Seguía siendo su hermano mayor y había pasado antes por todas las fases del mismo proceso, pero ella tenía derecho a elegir, y había elegido.
—No te preocupes, Clara —le dije sin dejar de abrazarla—. Si no quieres saber nada, no te lo voy a contar. Yo también te quiero mucho, y seguiré queriéndote mucho, siempre —ella no se movió, no dijo nada, y la estreché con más fuerza—. Ratita, ratita…
Entonces separó la cabeza de mi hombro, se volvió hacia mí, me sonrió. Volvimos a abrazarnos, a besarnos, y me levanté. Ella me imitó enseguida, y no hizo nada por disimular la luz de alarma que parpadeaba en sus ojos.
—Te dije que se te iba a arrugar la chaqueta… —dijo sin mirarme, mientras intentaba alisarla con los dedos.
—Sí —y ya sabía por dónde iba a salir.
—Por favor, Álvaro, no entres a ver a mamá —no tardó mucho en confirmar mis previsiones, y cerré los ojos para ahorrarme su mirada lastimera, suplicante, insufrible—. Hoy no, todavía no, espera un poco. Tiene setenta años, está llena de achaques, ya lo sabes, la muerte de papá fue un golpe muy duro para ella, y ahora esto, encima… —abrí los ojos, y comprobé que la condición de su mirada no había cambiado—. Por eso he venido, sólo por eso. Quería hablar contigo, saber cómo estabas, pero sobre todo quiero pedirte, rogarte, que no le des un disgusto a mamá, te lo pido por favor, por favor, Álvaro…
Cogí a mi hermana de las manos para liberarla de la inútil tarea de arreglar mi chaqueta, y respondí a sus súplicas con firmeza. Estaba muy tranquilo, porque lo único que había sabido desde el principio, desde mucho antes de llegar a La Moraleja, era que aquella mañana me tocaría escuchar esas palabras, que alguien se me adelantaría sólo para decírmelas, para servirme en bandeja la coartada perfecta, el argumento supremo, la excusa ideal.
—No he venido a darle un disgusto a mamá, Clara, he venido a hablar con ella, nada más —entonces fue mi hermana la que cerró los ojos—. Y no quiero que me cuente nada, sólo que me lo explique. Eso es lo único que quiero, escuchar su versión.
—Pero no corre prisa, ¿verdad? —volvió a mirarme, intentó sonreír, lo consiguió apenas—. No va a pasar nada porque esperes un poco, una semana, dos, el tiempo necesario para que te tranquilices, para que medites bien lo que vas a hacer, para que comprendas lo que estás haciendo… Todo esto es muy antiguo, Álvaro, pasó hace mucho tiempo, antes de que nosotros naciéramos, y no va a cambiar nada, tú lo sabes, no puede cambiar, las cosas son como son, mejores o peores, y así se van a quedar. Y no te pido que no hables con mamá, ¿cómo podría yo pedirte eso?, sólo que esperes un poco a que las cosas se calmen, tu situación con Mai, con esa chica, lo de Rafa, en fin…
—No puedo esperar, Clara —yo seguía estando tranquilo y ella estaba cada vez más nerviosa—, no puedo aguantar ni un día más con todo esto. Tengo que acabar de una vez, para poder seguir con mi vida, para volver a ser una persona normal… Esto ya no tiene nada que ver con mamá, ni contigo. Tiene que ver conmigo, con lo que yo soy, con lo que voy a ser cuando salga de aquí. A lo mejor no lo entiendes, y sin embargo… —lo que iba a decir era tan evidente que ni siquiera me paré a calcular sus consecuencias—. Tú tienes derecho a no saber, pero yo tengo el mismo derecho a saber.
—No, Álvaro —su voz se endureció, se endurecieron sus ojos, su gesto—. No tienes derecho a hacerla sufrir, no tienes derecho a estropearlo todo, a ir contando toda esa mierda sobre papá, a hacernos daño. Nos estás haciendo mucho daño, ¿sabes?, a todos, y para nada, sólo porque se te ha antojado, porque te has enconado con una y no se te ha ocurrido otra cosa mejor que convertirte en su héroe, no es más que eso, y no tienes derecho, no lo tienes…
—Lo que no tengo es la culpa de nada, Clara —y ni siquiera yo lo entendía, pero todavía estaba muy tranquilo—. Yo no he hecho nada malo, yo no he robado a nadie, no he entregado a nadie, no he traicionado…
—¡Tatatatatatatatatata! —apenas se detuvo a tomar aire antes de repetirlo—. ¡Tatatatatatatatatata!
Mi hermana chillaba, ¡tatatatatatatatatata!, con los párpados cerrados y los dedos en los oídos, las yemas blancas de apretar. Ésa era otra de sus estrategias clásicas, como sentarse en un escalón, ni dentro de casa ni fuera del todo, o quitar de en medio a toda prisa lo que acababa de romper. No quería escucharme, y yo tampoco tenía ningún interés en seguir hablando aunque todavía me quedaban algunas cosas que decir. La principal era que estaba seguro de que mi madre no se iba a venir abajo, de que no iba a derrumbarse, ni a deshacerse en llanto, y su corazón no se iba a parar por hablar conmigo. Pero Clara tampoco habría estado dispuesta a escuchar eso. Por eso la dejé atrás, y sin embargo, volví a escuchar su voz antes de alcanzar la puerta.
—Espérame, Álvaro —se peinó con los dedos, se estiró la ropa, se frotó los ojos y me abrazó, me estrechó con fuerza, me besó muchas veces—. Te quiero mucho, ¿sabes? Y si vas a entrar, quiero ir contigo.
La esperé y entramos juntos en la casa desierta, limpia, ordenada. El sol entraba hasta el centro del recibidor, y se alargaba sobre la reluciente tarima del pasillo hasta fundirse con la claridad que atravesaba las vidrieras entreabiertas que daban paso al salón. Al fondo, sentada en un sofá, de espaldas a la luz, en su sitio de siempre, mi madre nos miraba llegar. Tenía las piernas cruzadas, las manos descuidadas sobre la falda, y cuando nos acercamos a ella, suspiró.
—Déjanos solos, Clara.
El corazón de mi madre no se iba a parar por hablar conmigo. Lo sabía, estaba seguro de que ninguno de los dos corríamos ese peligro, pero no esperaba que me sonriera, ni que sonriera a mi hermana antes de repetir su última orden en un tono sereno, casi amable.
—Quiero hablar a solas con Álvaro, Clara.
—Pero, mamá…
—¿Por qué no esperas en el jardín? —señaló la dirección con el índice—. Lisette ha salido hace un momento, con los niños. Hace muy buen día, pero esto se acaba, ya estamos en octubre… —sonrió de nuevo—. Conviene aprovecharlo, ¿no te parece?
Mi hermana la miró, me miró a mí, se dio la vuelta sin decir nada.
—¿Quieres cerrar la puerta al salir, por favor, hija? —esperó a que estuviéramos solos de verdad para sonreír por tercera vez—. ¿Y tú, qué? ¿No me vas a dar un beso?
—Sí, claro, mamá…
Sabía que su corazón no se iba a parar, pero jamás habría podido imaginar que afrontara mi visita con tanta calma, aquella serenidad fronteriza con la indiferencia.
Al acercarme a ella, me fijé en sus joyas, en la suavidad brillante de su blusa de seda, la perfección casi geométrica con la que su falda larga se desparramaba sobre el sofá como una mascota bien adiestrada. Estaba tan peinada como si acabara de salir de la peluquería, y una sombra rojiza, terrosa, coloreaba las mejillas que besé con cuidado para recibir a cambio dos besos francos, rotundos. Mi madre se había vestido, se había pintado, se había arreglado para recibirme, pero esa actitud revelaba en ella algo muy distinto de lo que representaban mi traje y mi corbata, y al comprobarlo me sentí perplejo, perdido en la confusión de mis expectativas y mis esperanzas, mientras cedía por un instante a la conciencia de su autoridad con la misma pasiva confianza que nunca cuestioné cuando era un niño, y ella el ángel del bien y del mal, la dueña de mi vida.
—Te has puesto muy elegante para venir a verme —ya no sonreía, pero su rostro aún conservaba el gesto amable y relajado de las sonrisas—. Me gusta mucho verte así, ya lo sabes… —no dije nada, y me señaló con la mano la butaca que tenía más cerca—. Siéntate, anda. Te estaba esperando.
La miré, y me miró, nos miramos como si no nos conociéramos, como si necesitáramos medirnos mutuamente, adivinar las fuerzas del contrario antes de arriesgar las propias, y me pregunté quién era esa mujer, que siempre había sido mi madre, y qué podía pensar, sentir ella al mirarme a mí, que siempre sería su hijo. No logré responder a ninguna de esas preguntas pero atrapé sin querer una respuesta que no estaba buscando al advertir que la actitud de mi madre no se parecía a la mía, pero tampoco a la de ninguno de mis hermanos. Cuando me encontré con Clara en la escalera, no me había fijado mucho en su aspecto, pero podía recordarlo ahora, el pelo recogido con una goma, las botas sucias, salpicadas de barro, y la preocupación pintada en la cara como todo maquillaje. Nos estás haciendo mucho daño, me había dicho, y yo sabía que era verdad, que a Julio le había dolido hablar conmigo y a Rafa mucho más, que Angélica habría pasado la noche en blanco, que ella estaba sufriendo por mi culpa, sola en el jardín, y que ninguno había sufrido, ni llegaría a sufrir, tanto como yo. En una escala elemental, que todos sus hijos habíamos calculado al mismo tiempo y con datos semejantes, a ella, viuda y sola, anciana e indefensa, le correspondería el grado supremo del sufrimiento, pero todas las señales apuntaban a que los cinco hermanos Carrión Otero habíamos cometido el mismo error.
Yo no había asumido el dolor de mi madre, no había querido pensar en eso, no podía hacerlo. Había decidido dejarlo para el final, para ese momento vago, fabuloso, en el que pudiera decirme a mí mismo que todo se había acabado, que había llegado el momento de trazar una raya en el suelo y saltarla con los pies juntos para empezar de nuevo, al otro lado. No había querido calcular su desesperación, medirla con mi culpa, porque entonces no habría podido moverme, no habría sido capaz de hacer ni de decir nada. Yo iba a ser un hombre digno, bueno, valiente, y a lo mejor me equivocaba, pero sentía que estaba haciendo lo que tenía que hacer, y lo hacía por amor.
Sabía que mi madre era una mujer dura, fuerte, que no iba a venirse abajo, que no se derrumbaría ni se desharía en llanto, pero había presentido una escena muy distinta, una inquietud, una zozobra, una amargura cuya ausencia me impedía interpretar lo que estaba viendo. Su tranquilidad me parecía casi ofensiva, me desconcertaba, estuvo a punto de desorientarme del todo hasta que se me ocurrió pensar que a lo mejor no era sólo ella y no era sólo yo, que no éramos nosotros, porque no podía saber en cuántas casas se habían vivido ya o se vivirían aún escenas parecidas. Al comprenderlo, sospeché que ésa había sido mi verdadera equivocación, un gigantesco error de cálculo, porque las cosas no se conformaban con ser distintas de lo que parecían, sino que eran justo al revés, todo lo contrario, y ese fenómeno tenía que responder a algún principio, un elemento que yo no había sabido apreciar, valorar, colocar en el lugar adecuado. El tiempo no es una línea recta, nunca lo ha sido, y yo lo sabía muy bien, soy físico, pero no tan duro, tan fuerte como mi madre. Por eso, hasta aquel momento nunca había considerado que lo que para nosotros era una tragedia, para ella pudiera no ser más que un enojoso contratiempo.
La óptica es una ciencia paradójica pero las lentes no tienen corazón, carecen de sensibilidad, de memoria, de recursos para intervenir en las imágenes que distorsionan. A menudo, la distancia ayuda a enfocar, mejora la percepción de las formas, de los volúmenes de un objeto, y en la misma proporción, la proximidad puede representar un obstáculo para los ojos poco entrenados, pero sólo aplicamos esa regla a las cosas, no podemos invocarla cuando hay personas por medio, tantas personas con tanta tristeza a cuestas. Eso no puede ser, me dije, es imposible, imposible que nosotros, que ya estamos tan lejos, percibamos con claridad lo que no vimos, lo que no vivimos, y que ella, que estuvo allí, esté ahora tan tranquila, conmigo…
No tuve tiempo para madurar bien aquella idea, para apreciar del todo su catastrófica naturaleza, porque mi madre se me adelantó con la respuesta a una pregunta que no le había hecho todavía.
—Tu tía Teresa, la hermana de tu padre, vive en Alemania… —hizo una pausa para darme la oportunidad de decir algo, pero no pude aprovecharla, y siguió hablando con la misma naturalidad con la que había empezado—. Bueno, a lo mejor se ha muerto, porque no sabemos nada de ella desde el 78 o por ahí… Cuando acabó nuestra guerra, estaba en Argelia. Tu abuela consiguió meterla en uno de los barcos que iban a Oran, con una hermana del hombre con el que vivía, y allí se quedó. Luego, después de la guerra mundial, se casó con otro español que había estado preso en uno de los campos que tenían los nazis en el África francesa. Tuvieron varios hijos, no sé cuántos, y siguieron viviendo en Oran hasta la independencia de Argelia. Entonces se marcharon, pasaron una temporada corta en Francia, y a mediados de los años sesenta emigraron a Alemania. Se instalaron en una ciudad medio famosa, no sé, Stuttgart o Dusseldorff, algo así, su marido trabajaba en una fábrica de Volkswagen. Tu padre no sabía nada de ella desde que volvió de Rusia, pero después de la muerte de Franco, cuando empezaron a volver los exiliados, la localizó a través de una asociación de republicanos españoles que habían estado trabajando en un ferrocarril, en el desierto del Sahara o algo parecido, ya no me acuerdo bien…
Ella hablaba y yo escuchaba, me esforzaba por comprender, por retener cada una de sus palabras, aquella información que no le había pedido, que me importaba menos que su serenidad, menos que la firmeza de su voz, el ritmo conocido, familiar, al que me había acostumbrado en mi infancia mientras la oía contar muchas otras historias, anécdotas pintorescas o divertidas, nimias, inofensivas. Pero mi madre hacía como que no se daba cuenta de nada, y me miraba, fruncía las cejas para recordar, movía la cabeza, seguía hablando.
—El marido de Teresa había sido uno de ellos, algunos de los que volvieron le conocían, conocían a su mujer, y le mandaron a papá su dirección. Él le escribió una carta muy larga, contándole lo que había sido su vida, diciendo que le gustaría verla, que se acordaba mucho de ella, en fin… Ella contestó enseguida, en una cuartilla, y le sobró media cara. Le decía lo que te acabo de contar, que estaba muy bien, que no necesitaba nada, que sus hijos se habían hecho mayores y se habían casado en Alemania, que allí se iban a quedar, y que si su hermano no se había acordado de ella en cuarenta años, no entendía a santo de qué se acordaba ahora. Nada más.
Volvió a mirarme e hizo una mueca extraña con los labios, un gesto impreciso, a medio camino entre una carcajada incipiente, una expresión de asombro y otra de desprecio, que parecía destinado a crear una pausa que yo todavía no pude rellenar.
—Yo creo que ella pensó algo raro —mi madre lo hizo por mí—, que papá quería beneficiarse de pronto de tener una hermana roja, no sé, algo por el estilo, que ya ves tú, menuda tontería… El caso es que le contestó con esa carta tan corta, tan seca, y él ya no volvió a escribir, claro. Y podría decirte que se llevó un disgusto, pero te mentiría. La verdad es que entonces no entendí por qué le dio por ahí, y sigo sin entenderlo. La última vez que se vieron, tu padre tenía quince años y su hermana doce, así que… Pero una noche, de repente, vimos en la tele una entrevista con un escritor exiliado, que ya no me acuerdo ni de quién era, y pusieron muchas fotos, ¿sabes?, y documentales de gente cruzando la frontera, y entonces, de repente, tu padre se levantó y en vez de decir que iba al baño, me miró y me dijo, voy a buscar a mi hermana. ¿A tu hermana? ¿Y por qué?, le dije yo, pero no me contestó, e hizo lo que le dio la gana, como siempre, eso por supuesto, ya sabes cómo era.
—Y no nos lo contasteis —por fin hablé, y mi propia voz me sonó tan ajena como si hubiera estado callado muchos años.
—Claro que no —mi madre me miró con asombro—. ¿Para qué os lo íbamos a contar? Si la hermana de tu padre hubiera venido, habría sido distinto. Él quería traerla a casa, que os conociera a todos, se puso muy sentimental de pronto, no te lo puedes ni imaginar, luego no se lo explicaba ni él, el ataque que le dio, pero en fin… Papá nunca hablaba de eso, pero yo creo que se acordaba mucho de su madre, de ella sí, y entonces, pues… Yo qué sé. Habíamos estado tantos años sin saber nada de ellos, y de repente —ya no se molestó en reprimir una expresión de fastidio—. ¡Hala!, vengan republicanos por todas partes, muertos, exiliados, de México, de Francia, de Argentina, los niños de Rusia, los de Bélgica, éstos y aquéllos y los de más allá, todo el santo día, en los periódicos, en las revistas, en la televisión… Un latazo insoportable, que no había quien lo aguantara, que parecía que nunca había pasado otra cosa en el mundo, que nunca había habido otra guerra y que nosotros teníamos la culpa de algo… Total, que a tu padre le dio por buscar a su hermana, pero después de leer su carta, estaba muy claro que ella no quería saber nada de él. Nosotros tampoco volvimos a saber nada de ella. Ni ganas.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora, mamá?
—Porque es lo único que no sabes, ¿no? —cruzó los brazos, se volvió hacia mí, y nos miramos de nuevo con tanta atención como si ella no fuera mi madre y yo no fuera su hijo—. Y porque es lo único que te voy a contar.
En el silencio que sucedió a su advertencia, me di cuenta de que nada había cambiado, nada había temblado ni se había endurecido dentro de ella, por debajo de su soltura, de la placidez con la que se recostó en el sofá para apoyar la cabeza en una mano, de su mirada azul, limpia y acuática. Se quedó un instante inmóvil, como si estuviera posando para un pintor, y entonces el hijo mayor de Clara, que jugaba al fútbol con su hermano, se acercó a la ventana, golpeó con los nudillos en el cristal, y gritó ¡hola, abuela!, para que ella y yo pudiéramos leerlo al mismo tiempo en sus labios. Mi madre cambió de posición, se volvió hacia fuera, le saludó con la mano, frunció la boca varias veces para enviarle otros tantos besos, y ya no dudé, no pude dudar más, dejar de comprender. Ella seguía haciendo tonterías, llamando la atención de Fran, luego de Íñigo, que llegó corriendo para golpear la ventana él también, y yo pensé en Clara, pensé en Rafa, en Angélica, en Julio y en mí, pensé en mi hijo, en mis sobrinos, en todos los niños que faltaban por nacer, pensé en mi padre, en su dinero, en aquella casa, pensé en mi propia madre mientras la miraba, y sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar, que no debía seguir allí ni un minuto más. Pero los niños salieron corriendo tan deprisa como habían llegado, y su abuela recuperó la compostura, volvió a acomodarse en el sofá, estiró con cuidado los pliegues de su falda y me miró.
Yo necesitaba hablar, sabía que tenía que hablar, pero no podía, no me atrevía a pedirle que sufriera, y sin embargo eso era lo único que mi madre habría podido hacer por mí, lo único que me habría consolado, que me habría reconciliado con mi nombre y con mis apellidos, con mi pasado, con el suyo, con aquel amor que no podía arrancar de mi memoria.
Tendría que haber hablado pero no me atreví, no pude pedirle eso, sólo pensarlo, sufre, mamá, suplicárselo en silencio, sufre, por favor, repetirlo una vez, y otra, y otra más, sufre de una vez, para escuchar mi propia voz a solas, sufre aunque sea un poco, sufre por Clara, que es la pequeña y está ahí afuera, mientras el mundo, ratita, ratita ¿te quieres casar conmigo?, se le viene encima y le hace daño, sufre por Rafa, sufre por él, mamá, porque tiene la cara como un mapa y una prótesis en la nariz, por mi culpa y por la tuya, por haberte defendido, por haber creído en ti, en tu marido, sufre un poco, mamá, aunque sea por Julio, el que dice que no sabe sufrir, el que ni siquiera sabe tomarse la vida en serio, sufre por él, que es tu favorito, y el mío, sufre de una vez, mamá, sufre, por favor, sufre por Angélica, que ahora mismo estará partida en dos, entre lo que cree que tiene que pensar y lo que no puede evitar sentir, sufre por ella, mamá, y sufre por mí, también por mí, aunque sea el más ingrato, el más cruel de tus hijos, sufre por este sufrimiento de no verte sufrir, por la soledad atroz a la que me condenas, sufre por mí, mamá, porque yo estoy solo, solo contigo, solo del todo, y estoy sufriendo.
—¿Por qué me miras así, Álvaro? —sufre, mamá, sufre, por favor, repetí por última vez, y me sonrió—. Yo ya sabía que esto iba a pasar. Tu padre y yo estábamos seguros de que pasaría antes o después. Ningún secreto se puede guardar eternamente y el nuestro siempre fue demasiado complicado. Había demasiada gente, demasiados rencores por medio. Lo que nunca habríamos podido imaginar es la manera en la que te has enterado de todo, pero… Bueno, la vida es así de rara. Está llena de sorpresas, desde luego, y…
—Explícamelo, mamá —no tenía previsto hablar, pero las palabras brotaron de mis labios sin pedir permiso—. No me cuentes los detalles porque no hace falta, lo sé todo, ya lo sabes, pero explícame cómo pudo ser, cómo pudo pasar todo esto, porque no lo entiendo, por más vueltas que le doy, no lo entiendo, no puedo entender… Tanta crueldad, tanta mezquindad, tanto cinismo…
Ella se reclinó en el sofá, se arregló la falda, cerró los ojos un momento, los abrió y volvió a mirarme.
—Tú me enseñaste lo que era bueno y lo que era malo, mamá, me enseñaste que no debía ser egoísta, ni avaricioso, que no debía envidiar a mis hermanos, ni pegarme con ellos, que todos debíamos compartir lo que teníamos, y perdonar. Tú me enseñaste el Padrenuestro, ¿te acuerdas?, perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Ya sé que ahora han cambiado el texto, el nuevo no me lo sé, pero el antiguo todavía lo puedo decir de memoria, porque lo aprendí de ti, tú me enseñaste a ser lo que soy, a distinguir el bien y el mal, a los inocentes y a los pecadores… Y ahora no puedo, no puedo con esto, mamá, no puedo aceptar que os envilecierais tanto, tanto, hasta ese punto, y tengo que hacerlo, tengo que encontrar una manera de entenderlo, porque tú eres mi madre, y papá era mi padre, y yo le quería, te quiero a ti, y nunca podré dejar de quereros, nunca seré hijo de ningún otro hombre, de ninguna otra mujer, nunca tendré otra familia, pero no lo entiendo, no logro entender…
Sus ojos eran tan fríos, tan limpios, que no pude medirlos con los míos. Entonces, Clara empezó a pasear por el jardín, a pasar cerca de la ventana, y me encontré con que tampoco podía devolverle la mirada. Y ya no pude volver a levantar la cabeza mientras hablaba.
—Estoy muy solo, mamá —necesitaba mirarla, pero no me atrevía a hacerlo—. Estoy muy solo y esto es muy duro para mí, es durísimo, por eso necesito que me lo expliques, para poder creérmelo, ¿sabes?, porque no me lo creo, todavía no me lo creo, no puedo. Necesito que me digas por qué papá engañó a todo el mundo, por qué traicionó a la gente que confiaba en él, por qué nunca creyó en nada, por qué nunca quiso a nadie, por qué mintió, por qué robó, y por qué luego te quiso a ti, por qué nos quiso a nosotros, por qué le quisiste tú, mamá, explícamelo, cuéntame algo mejor que lo que sé, sálvale, sálvate, sálvanos a todos… Explícame por qué tu marido enterró en vida a su madre, por qué la negó, por qué me la robó, y salva a tu madre, de paso, devuélveme a mi otra abuela, si puedes. Cuéntame también eso, cómo se puede entregar a un hombre desarmado que sólo tiene hambre, que sólo está cansado, que sólo quiere dormir una noche en una cama, explícamelo, por favor, explícame por qué fue tu madre a denunciar al marido de su prima, si sabía que no había hecho nada malo, y sabía que lo iban a matar… Explícame eso o dime al menos que nunca pudo volver a dormir tranquila. Tú me enseñaste el Padrenuestro, mamá, dime que su conciencia la torturó hasta en el momento de su muerte, que habría hecho cualquier cosa por volver atrás, por regresar a aquella noche y devolverle la vida… No fue así, ¿verdad?
Escuché carreras, pasos, risas, y luego la voz de Lisette, atronando más allá de la puerta cerrada, ¡Íñigo!, indicios indudables de que la realidad seguía existiendo al otro lado de la puerta, aunque su eco sonara en mis oídos como el ruido de una pesadilla, ¡venga usted acá inmediatamente!
—Yo sé que no fue así, mamá, pero necesito que me lo digas, aunque me mientas… Dime eso, mamá, dímelo, porque esa verdad tampoco la entiendo. No entiendo a mi padre, no entiendo a mi abuela y no te entiendo a ti, que eres mi madre, no sé cómo pudiste casarte con el hombre que os había echado a la calle, el que os lo había quitado todo, el que tu madre odiaba más que a nadie en el mundo. Papá era su peor enemigo, tú su única hija, pero no se te ocurrió elegir a otro. Te casaste con él, te enamoraste de él sabiendo lo que sabías, y fuisteis felices comiendo perdices, como en los cuentos y aún más, porque vuestra felicidad no se acabó con la boda. Habéis criado hijos felices y todos hemos sido buenos chicos, buenos estudiantes, responsables, sensatos, todos nos hemos convertido en gente de provecho, buenos profesionales, buenos ciudadanos, buenos padres para vuestros nietos… ¡Es increíble, mamá! ¿No te parece increíble? Es tan brutal, tan salvaje, tan… inconcebible…
Escuché de nuevo carreras, pasos, risas, luego el ruido de la puerta principal al cerrarse, y comprendí que mi sobrino no volvería a molestarnos.
—Por eso necesito que me lo expliques. Hazlo, mamá, explícamelo. Dime tú también que no puedo entenderlo, que no lo viví y que no tengo derecho a escandalizarme, ni siquiera a opinar, a juzgar a nadie…
Cuando el silencio se consolidó, lo celebré con una pausa y me dolió mi propio aliento, me dolió la lengua dentro de la boca.
—Que esto no era un país, sino el Salvaje Oeste, dímelo, mamá, dime que todo el mundo se vendía por un plato de lentejas, que la vida de las personas no valía ni el precio de la ropa que llevaban puesta, que nadie se acordaba de qué cosa era la dignidad y que no sé de lo que estoy hablando, porque a mí me tocó nacer en el bando de los afortunados y que con eso tendría que darme por satisfecho. Dime lo que quieras, lo que se te pase por la cabeza, cualquier cosa menos que tú nunca te enteraste de nada, que no sabías lo que pasaba, lo que pasó, lo que hicieron tu madre, tu marido… No me digas eso porque no me lo voy a creer. Eso no puedo creérmelo, mamá, aunque quizás sea verdad, la única que me falta por aprender, porque es difícil resistirse al ambiente, ¿no?
Sonreí para mí mismo, después para ella, y por fin volví a mirarla, pero me encontré sus ojos cerrados, parapetados tras sus manos.
—Debió de ser muy difícil vivir con la cabeza alta, con los ojos abiertos, con los oídos dispuestos a escuchar, eso sí puedo imaginarlo, porque el miedo humilla, y la vileza sólo engendra sentimientos viles, la indecencia no puede generar más que indecencia… Debió de ser algo así, ¿no? Puedo imaginarlo pero eso no me consuela, porque tú estabas viva, mamá, tú tenías ojos, tenías oídos, y en otras familias no habría discrepancias, nadie por quien llorar, por quien preocuparse, otros no tendrían ni deudas ni cadáveres sobre su conciencia, pero tú, tú, mamá, que tú me hables así, que nunca te hayas preguntado nada, que papá se haya muerto tan tranquilo… Por eso prefiero otra cosa, que me digas al menos que fue hace mucho tiempo, que ya no te acuerdas, o que no me entiendes, que no comprendes lo que me pasa, que no sabes qué salgo ganando yo con remover todo esto, a estas alturas. Que soy un ingenuo, que soy un imbécil…
Entonces se destapó la cara, abrió los ojos, volvió a mirarme.
—Dime por lo menos eso, mamá.
Ya no tenía nada más que decir, y ella se dio cuenta.
Estaba tan quieta como si hubiera dejado de respirar, y la inmovilidad acentuaba sus arrugas, las hacía más graves, más profundas, subrayaba la presencia pastosa del maquillaje sobre los surcos, pero sus ojos, ahora más azules, más que fríos, helados de cólera, sostenían la mirada de una mujer joven. Era guapa, mi madre, siempre lo había sido, pero aquella vez, mientras la dureza afloraba a su rostro como si la piel fuera apenas un adorno, la funda de una máscara de metal, no me gustó. Por un instante, creí que me daba miedo, luego pensé que me daba pena, y más tarde que lo mejor sería que me diera igual. Pero eso nunca iba a suceder, y lo sabía.
—¿Me das un cigarrillo?
—¿Qué? —al principio creí que había oído mal, pero su dedo seguía señalando hacia mi paquete de tabaco.
—Que si me das un cigarrillo —repitió, con voz neutra.
—Claro —y le acerqué el paquete—. Toma, pero no creo que debas fumar…
—No debo —lo encendió con manos temblorosas, pese a todo, y aspiró el humo con ansiedad—. Pero me gusta.
Fumamos juntos, en silencio, y me dio tiempo a arrepentirme de lo que le había dicho y a comprender que no habría podido decir nada distinto, mientras ella se recobraba mucho más deprisa que yo, para volver a instalarse en aquella impasibilidad casi insultante.
—¿Sabes una cosa, Álvaro? —aplastó la colilla en el cenicero y ya era otra mujer, mi madre de antes, la de siempre—. Deberías cortarte el pelo. Es una pena que lo lleves siempre tan largo, porque te come mucho la cara y eres muy guapo, el chico más guapo de la familia, desde luego…
También soy el más listo, mamá, ¿no te acuerdas?, estuve a punto de decir, y he entendido el mensaje, no te preocupes, que ya me voy. Pero me levanté sin decir nada y no despegué los labios hasta después de haberlos posado sobre su frente. Nunca había vivido un instante más duro que aquél, y me di cuenta.
—Adiós, mamá.
Le di la espalda, y al empezar a andar hacia la puerta, descubrí que estaba mejor de lo que esperaba, quizás porque ya no era capaz de sentir nada, más allá de una repentina insensibilidad nacida del estupor que había consumido hasta su agotamiento, y de la derrota que aún no había empezado a padecer pero que ya pintaba de blanco todas las cosas presentes y pasadas, dentro y fuera de mí.
—Oye, Álvaro… —pero no habría piedad, no todavía—. Me acabo de acordar… El domingo que viene no, el otro, o sea, el día 16… —y frunció el ceño—, 16 será, ¿no…?, sí, es el 16… Bueno, pues, vamos a hacer una barbacoa en el jardín para celebrar que María cumple veinte años, nada menos…
Entonces sonreí yo, me encontré sonriendo de repente. Sonreía de puro asombro, por la absoluta incapacidad de creer lo que estaba viendo, lo que estaba escuchando, y no podía ser, aquello no podía estar pasando, pero yo también tenía ojos, tenía oídos, los conocía bien, confiaba en ellos, y aquella mujer era mi madre, pensé, yo era su hijo, no podía estar hablando así, pronunciando aquellas palabras dulces, alegres, triviales, y mirándome a los ojos a la vez. No podía, y sin embargo siguió adelante, llegó hasta el final como si yo no estuviera allí, como si no fuera yo el hombre que masticaba la arena de un desierto helado y árido, blanco sobre blanco y todo blanco, en el centro del salón de su casa.
—Parece mentira, ¿verdad? —pero aquel hombre era yo y ella también sonreía—. Todavía me acuerdo de cuando Angélica se quedó embarazada, mi primera nieta, no me lo podía creer, a veces me digo, ¡qué barbaridad, si fue hace nada!, pero no, ya ves. Total, que a tu sobrina le hace ilusión lo de lo barbacoa, que no sé yo, porque en estas fechas, igual nos llueve que nos pelamos de frío, pero en fin, vamos a intentarlo, y estoy pensando que… Bueno, espero que vengas tú, por supuesto, y que me traigas al niño, Álvaro, por favor…
Y en ese instante, precisamente en ese instante, ni antes ni después, se le llenaron los ojos de lágrimas. Yo ya no pude pensar que aquello no podía ser, que no estaba pasando. No pude pensar nada excepto que, quizás, ya no podría volver a pensar.
—Estoy deseando verle, esto es lo que llevo peor de vuestros divorcios, de verdad, es que lo llevo fatal, lo de no ver a los nietos, es horrible… Así que cuento contigo, y con Miguelito, y no te preocupes por Rafa, que ya hablaré yo con él, pero, aparte de eso…
Desvió sus ojos de los míos un momento, se arregló la falda con las manos, volvió a mirarme.
—Quiero que sepas que, si tú quieres, puedes venir también con esa chica, Raquel, ¿no?
La blancura me deslumbró, me cegó, atravesó mis sienes como una aguja burlona y afilada.
—Me acuerdo de su nombre porque me llamó mucho la atención que en esa familia hubiera una niña con un nombre bíblico. Me imagino que será muy guapa, porque de pequeña era monísima, pero una monada, de eso me acuerdo también, y además estoy segura de que será una persona muy educada, muy culta, y de que sabrá estar…
Todas las cosas presentes y pasadas eran blancas dentro y fuera de mí. Eran blancos mis dedos, blancas mis manos, blanca la corbata que me quité y el bolsillo donde la guardé, blancos mis ojos y lo que contemplaban, blancos mis oídos, mi cerebro blanco en su blanquísima inutilidad.
—No me mires así, Álvaro —y mi madre, blanca ella también, de arriba abajo, sonrió con sus labios blancos—. Eres mi hijo y lo vas a seguir siendo, siempre, por encima de todo. Ya sé que esto ahora te parece gravísimo, pero no lo es, yo sé que no lo es. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio, yo me moriré y tú te arrepentirás de lo que me has dicho hace un momento, pero hasta entonces no estoy dispuesta a perderte, y por otra parte, esa chica… Peor que tu cuñada Verónica no puede ser, y ya ves. Ahora es la madre de dos de mis nietos. Lo mismo que las demás.
No sufras, mamá, en ese instante pude volver a pensar. No sufras, por favor, no sufras nunca, no sufras por mí, no sufras por nadie, no sufras ni siquiera un poco, no pruebes jamás el consuelo del sufrimiento, porque eso es lo único que no podría entender, ahora que las cosas empiezan a recobrar su forma, su color, ahora que estoy recuperando el control de mi cuerpo, cuando mis ojos, mis oídos, mi cerebro distinguen por fin algo más que blancura, ahora que ya sé lo que quería saber, quién soy y quién voy a ser, no sufras, mamá, no se te ocurra sufrir ni un instante, porque yo ya no sufriré por ti. No podré volver a hacerlo nunca, nunca más.
Me marché sin decir nada ni despedirme de nadie, arranqué el coche sin ponerme el cinturón y salí de allí tan deprisa como pude. Avancé sin saber adónde iba hasta que logré escuchar el sonido de la alarma y aparqué en una parada de autobús. Las piernas me temblaban, me temblaban las manos, todo el cuerpo, y me habría venido bien llorar, pero ni siquiera lo intenté. Yo lloro poco, muy poco, casi nunca.
No sé cuánto tiempo estuve allí, pero sé que volví a Madrid, que aparqué de milagro en la puerta del cuartel del Conde-Duque, que Raquel me abrió la puerta sin decir nada, y que entré en un ascensor diminuto con la maleta de los viajes largos y mi historia a cuestas.
Sé que entonces pensé que tal vez no fuera para tanto. El maquillado cinismo de mi madre, sus sonrisas despiadadas y exactas, la corteza de piedra de su alma, una muesca endurecida, seca, en el lugar donde habría debido estar su corazón, me picaban en los ojos y abultaban mis encías como un sabor amargo y ácido a la vez, que mis sentidos confundían con el gusto imaginario de la sangre. Y sin embargo, la mía no era más que una historia, una de muchas, tantas y tan parecidas, historias grandes o pequeñas, historias tristes, feas, sucias, que de entrada siempre parecen mentira y al final siempre han sido verdad.
Sólo una historia española, de esas que lo echan todo a perder.