Cuando Mariví le recitó por el interfono la referencia de la carta que había enviado a la viuda de Julio Carrión, Raquel Fernández Perea se puso tan nerviosa que sintió náuseas, pero al pensar en la que se le venía encima, se esforzó por recuperarse tan deprisa como si su visitante estuviera ya sentada al otro lado de la mesa. Luego descolgó el teléfono y marcó a toda prisa un número de cuatro cifras.
—La tía Angélica ha venido. Está aquí.
—Pero… —Paco titubeó sólo un segundo—. Tendría que haber llamado para pedir una cita, ¿no?
—Pues sí, pero ya ves. Ha preferido presentarse sin avisar. No es buena señal.
—¿Por qué? No te agobies, Raquel, lo vas a hacer muy bien, estoy seguro.
En ese momento, fue Álvaro Carrión Otero, y no su madre, quien llamó a la puerta de aquel despacho.
—Te dejo, ya ha llegado.
—Suerte —y esa palabra nunca significaría tanto y tan poco a la vez.
Al salir de la notaría convertida en la flamante propietaria de un ático de lujo en el que nunca iba a vivir, Raquel ya presentía que Julio Carrión no saldría vivo de aquel infarto. Se daba cuenta de que existían muchas posibilidades de que su segunda visita hubiera causado la muerte de aquel hombre, pero aunque a ella misma le pareciera increíble, la verdad es que eso le daba igual. Si él no se había sentido culpable de nada durante más de cincuenta años, no iba a sentirse ella culpable ahora, al contrario. Habría celebrado aquella muerte como un epílogo justo, hasta gozoso, de la vida de su abuelo Ignacio, si no fuera porque la desaparición de Carrión desbarataba todos sus planes.
Muerto el perro, se acabó la rabia. Durante la agonía de quien iba a ser su víctima y acabó resultando su enemigo, Raquel recordó muchas veces aquella frase que había escuchado repetida en París y en español, en multitud de voces y todos los acentos posibles, mientras recorría con su familia un montón de casas diferentes donde siempre les recibían a gritos, con una botella de champán y una tortilla de patatas. Muerto el perro, se acabó la rabia, sí, pero era otra rabia la que ella sentía al calcular que, después de todo, Carrión iba a ganar otra vez, aunque esa victoria le costara la vida. Se enfurecía tanto sólo de pensarlo, que en su propia furia halló la solución. Cuando comprendió que la rabia que estaba viviendo como una experiencia personal no era más que una pasión delegada, heredada del amor de un hombre muerto, recordó a tiempo que ni los pecados ni las culpas se heredan, pero las deudas, en cambio, se cobran sin excepción de las herencias. Ella lo sabía muy bien, porque para eso trabajaba en un banco.
Le habría resultado muy fácil atacar a los hijos de Julio Carrión, porque les conocía, sabía qué aspecto tenían, dónde trabajaban y que Sebastián protestaría mucho al principio, pero acabaría llevándola de la mano hasta la puerta de sus respectivos despachos. Parecía una buena hipótesis, pero la descartó antes de terminar de explorarla. No temía ser injusta, sino equivocarse, porque tampoco ella había podido olvidar jamás una muñeca pelirroja que iba vestida de verde. Clara Carrión debía de tener su misma edad y sus hermanos eran mayores, pero ninguno rebasaba la frontera de su propia generación, la primera en mucho tiempo de españoles que nunca han tenido miedo. Y el miedo era la clave de su plan, el requisito imprescindible para el éxito de su proyecto. Sin él, no había nada que hacer. Si Julio Carrión González no hubiera tenido miedo, si ese miedo no hubiera sido el mismo que paralizó a Anita Salgado Pérez al enterarse de que su marido había ido a ver a aquel hombre casi treinta años antes, el discurso que Raquel había preparado, memorizado y ensayado ante el espejo de su dormitorio hasta lograr repetirlo de un tirón en aquel despacho inmenso, no habría tenido más efecto que una sonrisa de suficiencia, teñida, si acaso, de una mínima inquietud. Porque todo lo que le había contado era cierto, y las librerías estaban verdaderamente llenas de libros sobre la guerra y la posguerra, y cada mes aparecían nuevos documentales sobre el tema, y los jueces autorizaban todas las semanas exhumaciones de las víctimas de la represión franquista, y el Estado seguía pagando indemnizaciones a los partidos y sindicatos republicanos expoliados por los vencedores de la guerra civil, y cada uno de estos acontecimientos era una novedad en sí mismo y la coincidencia de todos ellos una novedad mayor, pero para aprovecharla, hacía falta mucho más que una carpeta de piel marrón en las manos de una economista sin contactos en el mundo editorial.
Lo que Raquel poseía era mucho para ella pero muy poco para un periodista, porque había tantos casos parecidos y tantos peores, más novelescos, más aparatosos, con más niños, más víctimas, más muertos, que la pequeña tragedia de los Fernández Muñoz nunca superaría la media de la gran tragedia nacional. Era así de brutal, así de duro, pero así era. Ella lo sabía, y sabía que aunque se saliera con la suya, aunque se dedicara a peregrinar por las redacciones de los periódicos y los despachos de las editoriales hasta encontrar a alguien dispuesto a invertir en su historia, las consecuencias de su publicación, lejos de herir de muerte a la familia Carrión, no representarían para sus miembros nada más grave que una molestia pasajera. El futuro de su grupo empresarial no iba a verse comprometido en absoluto por la revelación del pasado de su fundador. Raquel Fernández Perea también estaba segura de eso, y sin embargo arriesgó y ganó, habría ganado si la muerte no le hubiera disputado su trofeo antes de tiempo. Porque había apostado al miedo de aquel hombre, y su miedo no la había defraudado.
Julio Carrión González tenía miedo, mucho miedo, siempre lo había tenido. Aquel día, en su despacho, Raquel se había dado cuenta de que su actitud no era una reacción proporcionada a las amenazas que escuchaba, sino la consecuencia de una vieja costumbre, años y años recordando a Ignacio Fernández, esperando a que cumpliera su promesa, preparándose para recibir el golpe último, definitivo. Su abuelo, después de todo, se había salido con la suya. Había logrado quitarle el sueño y había creado las mejores condiciones para que su nieta rematara la faena, pero su ambición la había perdido. Había salido todo tan bien, que todo se vino abajo cuando el miedo dejó de ser un aliado para convertirse en un vengador.
Sin embargo, lo que había funcionado con el padre, no funcionaría con los hijos. Raquel podía imaginar la escena, su discurso, la respuesta que obtendría a cambio, ¿sí?, muy bien, guapa, publica lo que quieras, pues no faltaría más… Ellos nunca la temerían, y su tranquilidad bastaría para desarmarla, por eso los descartó enseguida. Quedaba su madre, la viuda y heredera principal de Julio Carrión González, la hija del Sapo, aquella niña rubia de ojos claros que se convirtió en una preocupación constante para todos los habitantes de la casa donde vivía, porque no se asustaba al oír las sirenas que alertaban de los bombardeos y seguía jugando tan tranquila, en cualquier rincón de un piso enorme. Para Angélica, que había nacido en el verano de 1935, aquel sonido era vulgar, corriente, la banda sonora de todos los días, nada por lo que hubiera que preocuparse. Eso era todo lo que Raquel sabía de ella, eso y que le sentaba mal comer bien. Su organismo estaba tan habituado a digerir sólo pan negro y lentejas, que cuando conseguían algo más nutritivo, tenían que acostarla enseguida con dolor de estómago.
Su abuela Anita no había podido contarle cómo había conseguido casarse con Carrión, o cómo había logrado él casarse con ella. No lo sabía. Mariana Fernández Viu no se había puesto en contacto con sus tíos ni antes ni después del regreso de Julio, pero en septiembre de 1949, la noche antes de coger el tren que la devolvería a Galicia y a la casa de sus padres, había ido a ver a Casilda García Guerrero, la viuda de su primo Mateo. Ella sí había mantenido una relación epistolar constante con los Fernández Muñoz desde el final de la guerra, incluso después de casarse otra vez, y en los años peores, cuando estaba sola con su hijo en una buhardilla miserable de la calle Ventura de la Vega, había recurrido a Mariana en las ocasiones desesperadas, cuando no tenía trabajo o el niño enfermaba. En aquellas visitas, el Sapo siempre la había ayudado lo justo y ella nunca le había pedido más. Nunca tampoco habían llegado a hablar de otras cosas, por más que una supiera que su suegro había enviado a aquella dirección decenas de cartas que nunca habían obtenido respuesta, y por más que la otra sospechara que lo sabía.
Por Casilda supieron los Fernández en Toulouse, y después en París, cómo estaban las cosas en Madrid, y fue también Casilda quien les escribió para contarles lo que Mariana le había contado a ella, después de localizarla con mucha urgencia a través de uno de sus hermanos pequeños, que trabajaba en una taberna de Embajadores. Por aquel entonces, Mateo Fernández Gómez de la Riva, su mujer y sus hijos sabían ya, a través del abogado al que habían contratado ante la falta de noticias, que Julio Carrión se lo había robado todo con la única excepción de la casa de Torrelodones. La madre del mayor de sus nietos les contó que acababa de echar a su sobrina de allí, que ella parecía ahora muy interesada en representar los intereses de su familia en España para recuperar lo que se pudiera, y que la había mandado a tomar por culo con todas las letras. Claro que a lo mejor no he hecho bien, añadía antes de despedirse. Yo creo que ese cabrón ya se habrá encargado de que no podáis recuperar nada, pero si queréis que escriba al Sapo, por si se puede hacer algo, tengo su dirección… Ellos sabían que no había nada que hacer, y que si hubiera, sería a favor de Mariana. No se fiaban de ella más que de Carrión y casi preferían aquel final a cualquier otro que implicara un reparto de beneficios. Cuando éste se produjo, les pilló desprevenidos.
El día que encontraron, siempre en una carta de Casilda, un recorte de la sección de notas de sociedad de un periódico de Madrid, ya estaban en 1956 y habían alcanzado un nivel de vida lo bastante confortable como para no recordar a Julio Carrión a todas horas, pero eso no les ayudó a entender aquella noticia, «el pasado sábado, día 5 de mayo, don Julio Carrión González, de treinta y cuatro años de edad, contrajo matrimonio con la señorita Angélica Otero Fernández, de veintiuno, en la iglesia de Santa Bárbara». ¿Qué os parece?, había escrito Casilda a lápiz, en el margen, yo me quedé de piedra cuando lo vi… A ellos les pasó algo semejante, pero lo olvidaron enseguida con la única excepción de Paloma, que volvió a venirse abajo cuando parecía que ya no podía hundirse más.
Historias como ésta, la única que Anita le pudo contar sobre Angélica aquella tarde en la que le prometió contárselo todo, le enseñaron a Raquel la lección del miedo, que ella ya no aprendería de ninguna otra manera. No le resultó fácil comprenderla. Nadie de su edad, de su generación, lo habría logrado sin resistencia.
—Pero, vamos a ver, abuela —se había empeñado una y otra vez—, eso no puede ser, no me lo creo. Si Casilda estaba aquí, si os escribía y le escribíais todo el tiempo…, ¿cómo pudo quedarse Mariana con todo? ¿Por qué no buscó ella un abogado, por qué no puso una denuncia, yo qué sé…?
—¿Quién, Casilda? —Raquel asentía con la cabeza, y ella sonreía—. ¡Pobrecita mía! Como para ir a un juzgado, estaría…
—Bueno, pero podría haber buscado a alguien que la representara. Seguramente, alguien habría podido hacer algo.
—Sí, meterla en la cárcel, de momento.
—¿Por qué? Si ella ya había estado presa al final de la guerra, ¿no? Y la habían soltado. Y yo no digo que fuera derecha a una comisaría, pero… No sé, estaba fatal, viviendo en la miseria, trabajando como una burra, con un crío pequeño, y la otra con todo, sin ningún derecho, y… Cuando Carrión volvió, hacía ocho años que se había acabado la guerra, ocho años —y cuanto más lo repetía, menos lo entendía—. ¿Y antes, ni siquiera se os ocurrió? ¿No se os pasó por la cabeza intentar nada? A tu marido, que era abogado, y a su padre, que era ingeniero y trabajaba en un ministerio… Ellos eran de aquí, conocerían a mucha gente, tendrían amigos, compañeros de trabajo. No eran unos pobres ignorantes, no estaban desamparados, sabrían a quién recurrir, digo yo. Por eso no lo entiendo, la verdad es que no entiendo. ¿Cómo pudo pasar todo eso, abuela?
—Porque teníamos miedo, Raquel —Anita miró a su nieta, volvió a sonreír—. Todos teníamos miedo, los ricos y los pobres, los cultos y los incultos, todos, mucho miedo. Casilda tenía miedo, y tu abuelo y sus padres, también. Temían por ella, por el niño, tú… Tú no sabes de lo que estás hablando, Raquel, no puedes imaginártelo siquiera.
Quizás por eso se quedó callada. Buscaba argumentos nuevos, pero no los encontró.
—Mira —su abuela se los proporcionó enseguida—, cuando los fascistas entraron en Madrid, Carlos, el marido de Paloma, fue a ver a un íntimo amigo suyo, profesor de su misma facultad, que se había hecho comunista en plena guerra y pasaba por ser el más revolucionario de todos. Ya no me acuerdo de cómo se llamaba, pero sé que era de una familia de militares fachas. Por eso se había salvado, y por eso Carlos pensó que podría salvarle a él. Tuvo que ir andando hasta Aranjuez para buscarle, y cuando lo encontró, su amigo le escuchó, le prometió ayuda, le pidió que le esperara. Y se fue a denunciarle. Eso es lo que le dijo a Carlos su hermana pequeña, y que se marchara corriendo de allí. Le dio dinero para volver a Madrid en tren y le salvó la vida, aunque sólo fuera para que Mariana pudiera entregarlo al día siguiente. ¿Comprendes?
—Y esa chica era de derechas —supuso Raquel.
—Claro. De derechas pero, por lo que se ve, muy buena persona, mucho mejor que su hermano —Anita sonrió—. Por eso teníamos miedo, porque no podíamos confiar en nadie. Del único que nos fiamos fue de Julio, porque era como de la familia, y ya ves…
Raquel conocía a Casilda desde que tenía memoria. Todos los años, al volver de sus vacaciones en Torre del Mar, sus padres hacían una parada para llamarla, y comer o cenar con ella. Casilda era la tía de Madrid, una mujer mayor, cariñosa, que le daba muchos besos antes de asustarse de cuánto había crecido, y le traía siempre una caja de caramelos de violeta, que le gustaban mucho y en París no se encontraban. Después, cuando se volvieron, los encuentros se hicieron más frecuentes. Casilda casi siempre les acompañaba cuando iban a comer fuera de Madrid, y alguna noche, hasta vino a quedarse con ella y con Mateo para que sus padres pudieran salir. Por eso, Raquel no entendió bien lo que pasó el día que volvieron los abuelos, aquel que había empezado con un vermú de grifo en las Vistillas. A las seis de la tarde sonó el timbre de la puerta, ella fue a abrir y se la encontró hecha un mar de lágrimas. ¿Qué ha pasado, tía, te has hecho daño? Ella contestó que no con la cabeza y luego le preguntó si había llegado el abuelo. Sí, respondió Raquel, está en el salón. Pero no estaba en el salón, sino justo detrás de ella, y cuando se dio cuenta, tuvo que quitarse de en medio para que no la aplastaran, porque el abuelo abrazó a Casilda, y Casilda abrazó al abuelo, y estuvieron así, abrazados en mitad del recibidor, durante mucho, muchísimo tiempo, ella llorando y diciendo en voz baja, ¡ay, Ignacio, Ignacio!, como si se quejara, y él con los ojos cerrados, acariciándole la cabeza como si fuera un bebé.
Cuando su abuela le contó lo que sabía de Julio Carrión, Raquel recordó esta escena entre otras que habían convertido su infancia en la edad más emocionante, la más agitada, intensa e imprevisible de toda su vida, pero ya fue capaz de analizarla desde otra perspectiva, y no necesitó hacer más preguntas. Después de la guerra, Casilda no habría podido salir de España, pero años más tarde ni siquiera se le ocurrió intentarlo, como sus suegros, sus cuñados, tampoco pensaron jamás en tomar una iniciativa tan peligrosa como mandarle un simple billete de avión. Ya nunca podría preguntarle a la viuda de Mateo si había tenido pasaporte antes de 1976, porque sólo había sobrevivido unos meses a su cuñado Ignacio, pero Raquel estaba casi segura de que jamás habría corrido el riesgo de presentarse en una comisaría donde iban a exigirle un certificado de penales. Parecía mentira, pero era verdad, y era absurdo, pero así era.
Para todos ellos, el tiempo había pasado pero el miedo permanecía, tan poderoso, tan desafiante, tan infranqueable como una montaña de cumbres nevadas que los lugareños se acostumbran a mirar desde el llano durante años y años, sin atreverse siquiera a imaginar que alguien pueda escalarla, y coronarla, y contemplar qué es lo que hay al otro lado. Eso había sido el miedo para ellos, un paisaje, una patria, una costumbre, una condición invariable que no se cuestiona, la misma vida. Y eso, pensó Raquel Fernández Perea algún tiempo después, tenía que ser el miedo para Angélica Otero Fernández.
—Pero ¿la viuda lo sabe todo? —le preguntó Paco Molinero el día que decretó que había llegado la hora de ponerse a trabajar en serio.
—Tiene que saberlo —contestó ella sin vacilar—. Ya sé lo que estás pensando, yo lo he pensado antes, pero no me importa. Cuando le diga cómo me llamo, va a saber en el acto quién soy y qué es lo que quiero, pero lo lógico es que se ponga tan nerviosa como él, que me cite de un día para otro, que no le diga nada a nadie antes de verme. Sus hijos, que son los que me preocupan, no conocen mi nombre, eso lo sé, Sebastián me lo dijo. Me contó que Carrión le había dicho que lo más importante era que nadie se enterara de nada, y además yo me apellido Fernández, alguna ventaja tenía que tener. Ella tampoco conoce a la familia de mi madre, el Perea no le puede sonar, así que…
Dejó la frase a medias al comprobar que su interlocutor no movía la cabeza de un lado a otro por un impulso casual.
—No —él se lo confirmó muy pronto—. No estaba pensando en eso, sino en lo contrario. ¿Cómo puedes estar tan segura de que lo sabe todo?
No encontró una respuesta sólida para esa pregunta. Sólo contaba con sus propias sensaciones y el recuerdo de una tarde remota, la intuición de una niña de ocho años, aquella mujer rubia, elegante, que se retorcía las manos como si pretendiera desollárselas mientras se preguntaba dónde habría podido dejar el tabaco. La visita de Ignacio Fernández la había puesto más que nerviosa, casi histérica, como enferma de ansiedad, pero eso era lo único de lo que estaba segura.
—Cuando mi abuelo me llevó a casa de Carrión, aquel sábado del 77 —prosiguió en un tono más cauteloso, como si pretendiera convencerse a sí misma antes que a su interlocutor—, ella nos recibió. Iba muy arreglada, con un vestido negro y muchos collares de perlas, parecía a punto de salir, y estaba tan tranquila como lo estarías tú, en tu casa, si una tarde de sábado llamaran a la puerta y te encontraras con un hombre mayor, bien vestido, con buena pinta, que lleva a una niña de la mano. Nos sonrió, nos preguntó qué queríamos, y cuando mi abuelo le dijo su nombre… Bueno, se descompuso, no te lo puedes ni figurar. Estuvo a punto de caerse redonda al suelo.
—Ya —su amigo sonrió, sirvió vino en las copas y se echó hacia atrás con la suya en la mano—. Eso quiere decir que sabía algo, Raquel. A la fuerza tenía que saberlo, ¿no? Cuando ese tío volvió a España, ella era una niña, viviría con su madre, lo conocería de vista como mínimo, eso sí. Pero no podemos saber cómo se encontraron siete años después, no sabemos cómo se hicieron novios, si volvieron a tratarse por casualidad o él fue a verlas a Galicia, o… Vete a saber. Quizás lo sabe todo, pero quizás sepa sólo una parte, y tú no puedes saber cuál.
—¿Y eso te parece tan importante?
—Sí —él se puso serio—. Porque es el punto débil de toda esta historia.
Julio Carrión González ya llevaba ocho días enterrado cuando Raquel invitó a Paco Molinero a cenar por correo electrónico. Pero, bueno, él fue a verla un par de minutos después, ¿y esta novedad? ¿Tanto trabajo te cuesta andar veinte pasos hasta mi despacho? No, no es eso, Raquel sonrió, pero la ocasión requiere cierta formalidad, y para asegurarse de que su invitado no cometiera errores de interpretación, añadió que no se trataba de estrenar su casa nueva, que también, sino sobre todo de hablar de negocios. Dame alguna pista, le pidió él, y ella le contestó que no podía, voy a necesitar un par de horas sólo para ponerte en antecedentes, así que…
La realidad acortó bastante sus previsiones. Raquel logró resumir mucho porque Paco no era nieto de Ignacio Fernández y no necesitaba hacer preguntas a cada paso. Aun así, se quedó tan impresionado con lo que acababa de oír que no fue capaz de opinar.
—Es muy fuerte, tía, tengo que pensármelo.
Ella asintió con la cabeza y envolvió su decepción en una sonrisa que él logró desarbolar a tiempo.
—¡Eh! —se acercó y la cogió por un hombro para zarandearla con suavidad—, ¿pero qué te has creído? Lo que tengo que pensarme es qué hay que hacer para que la viuda afloje un millón, no si venderle los papeles está bien o no.
—Entonces, ¿te parece bien?
—¿A mí? —se señaló con su propio índice y se echó a reír—. Me parece de puta madre, vamos…
Durante una semana entera, Paco la llamó o le escribió a diario, casi siempre más de una vez, para pedirle datos, nombres, fechas, cantidades que Raquel conocía o no. Ella le había advertido que ninguno de los dos se iba a llevar ni un céntimo de lo que sacaran, que lo ideal sería que se lo tomara como un juego, o mejor aún, como una versión pequeña, doméstica, del gran proyecto de ingeniería financiera que habían diseñado a medias, y él había aceptado sin vacilar. Raquel sabía que aquello le gustaba, que le parecía divertido, estimulante, pero sabía también que Paco no podía trabajar sin tomárselo todo, incluso el desarrollo de su fortuna ficticia, muy en serio. Ya habría llenado medio cuaderno con diagramas repletos de cifras, de fechas y nombres, y habría abierto como mínimo una carpeta en su ordenador, cuando decidió que había llegado el momento de trabajar en serio, y aquel mismo día quedaron a comer después del trabajo.
—Ése es el punto débil, Raquel, piénsalo —insistió—. Con la información que tenemos, tú no puedes aparecer por las buenas en casa de la viuda diciendo que eres sobrina suya y que habías llegado a un acuerdo con su marido para venderle unos documentos que demuestran que era un delincuente. Imagínate que ella no sabe nada.
—Eso no puede ser —pero ya no estaba tan segura.
—Claro que puede ser —Paco, en cambio, sí lo estaba—. Imagínate que su madre le ocultara la clase de tratos que tuvo con Carrión. Motivos le sobraban, ¿no? Y si después se encontraron por casualidad cuando él ya era un hombre rico… Ella no tiene por qué saber de dónde salió su dinero. Que sospechara algo no significa que se haya atrevido a preguntar.
—Que no. Eso es imposible.
—¿Sí? ¿En aquella época? ¿En este país? —ella le miró, apreció su sonrisa, volvió a dudar—. No, Raquel. La mayoría de la gente elige vivir tranquila, ya lo sabes, y el día que tu abuelo apareció por su casa… pues se asustó, claro, porque era como un fantasma del pasado, porque de repente todo se había acabado, porque Franco se había muerto, porque los exiliados estaban volviendo, porque los presos políticos salían de las cárceles… Y porque tu abuelo era la última persona a quien esperaba encontrarse en su puerta. Pero que se asustara sólo quiere decir que aquella visita le dio mala espina, no que supiera exactamente qué papel había jugado su marido en todo esto. Y no estoy diciendo que no lo sepa, ojo, que a lo mejor lo sabe. Estoy diciendo que no podemos estar seguros.
—¿Y él? —Raquel se estaba empezando a poner nerviosa—. Él estaría histérico, asustado, su mujer se daría cuenta, vamos, no sé…
—Sí, pero, igual, aquella noche, en la cama, Carrión la abrazó, le dio muchos besos, le echó un polvo, y le prometió que él se encargaría siempre de que nadie le hiciera daño a su familia. Ésa sería una actitud típica de lo que entendían por virilidad los hombres de su generación. Y lo que las mujeres de entonces entendían por feminidad consistía en estar calladas y confiar ciegamente en ellos. Piénsalo, Raquel… A lo mejor la viuda cree que la verdadera delincuente fue su madre y que la única culpa de Carrión fue ayudarla. Eso también puede ser, y existen un montón de posibilidades más —Paco, que no era nieto de Ignacio Fernández, sólo sabía trabajar en serio, y había llegado a vislumbrar zonas a las que ella ni siquiera se había asomado—. Si es verdad que lo sabía todo, al casarse con él, la tía Angélica traicionó a su madre, ¿no? Y eso también es posible, pero es muy fuerte. Tanto que a lo mejor fue todo al revés. A lo mejor, a Carrión le dio un infarto sólo de pensar que su mujer pudiera enterarse de lo que le había hecho a su suegra, después de tantos años. Y todavía hay otra hipótesis, que es por la que yo apostaría si esto fuera una porra. Es muy probable que Angélica sepa lo que pasó en los años cuarenta, y en los setenta, pero que no tenga ni idea de que tú fuiste a ver a su marido hace un mes y medio. Él no quería que se enterara nadie, y nadie significa precisamente eso, nadie. Por eso te digo que no sabemos nada. Y que si vas a verla por las buenas, puede que te eche de su casa, que llame a sus hijos, que avise a la policía, que le dé un desmayo, que se ponga histérica… En fin, nada bueno.
Raquel Fernández Perea escuchó todos estos argumentos con mucho interés, y se reprochó una vez más su descuido, esa debilidad que había brotado en su espíritu a traición y a destiempo, y que la mantenía distraída, ausente, incapaz de pensar bien.
El día que fue al entierro de Julio Carrión, no tenía un plan concreto. Estaba dispuesta a cobrarse su deuda en los herederos, pero todavía no había decidido cómo, ni cuándo. Tampoco tenía prisa. Las herencias de los ricos son largas, complicadas, requieren un inventario minucioso, un reparto difícil, una estrategia fiscal considerable, y aquélla no terminaría de resolverse en muchos meses, quizás ni siquiera en un año. Sin embargo, no sería fácil hallar otra ocasión de ver juntos a todos los miembros de la familia Carrión. Ésa, y no la urgencia, fue la razón que la empujó al cementerio de Torrelodones en una mañana de marzo luminosa y helada. No estaba muy segura de que la información que pudiera reunir le sirviera de mucho, pero tenía una oportunidad de estudiar el aspecto, los gestos, el estilo, la forma de vestir y de comportarse de aquellos parientes lejanos a los que sólo había visto una vez en su vida, casi treinta años antes, y era una tontería desaprovecharla. No esperaba encontrar nada más que eso, un duelo clásico, abrigos negros y gafas oscuras, pañuelos estrujados en puños temblorosos, amor, dolor, y una familia desprevenida, abismada en su sufrimiento, expuesta a la curiosidad de cualquiera, pero no podía descartar que hubiera hermanos enfrentados entre sí o que alguno de ellos no se hablara con los demás, y a la larga, esa clase de datos podrían resultarle útiles.
Cuando vio a aquel hombre solo, apartado de los demás, a medio camino entre la puerta y la tumba, creyó que sería un simple conocido de los Carrión, un empleado quizás, nadie muy vinculado con el difunto. Pero él la había oído llegar y volvió la cabeza para mirarla, y en ese instante, Raquel Fernández Perea sintió que se quedaba sin suelo debajo de los pies. Los tacones de sus botas se hundieron en la tierra oscura y húmeda del camino sin que ella pudiera hacer nada por rescatarlas mientras afrontaba la mirada de un desconocido al que ya conocía, al que había visto muchas veces en unas pocas fotos antiguas. Aunque el hombre que tenía delante era mayor que aquel muchacho que sabía sonreír de una manera encantadora al posar en las fotos de grupo, era también mucho más joven que el anciano que no había perdido la memoria de esa misma sonrisa. Si los hubiera conocido a ambos con la misma edad, habría podido apreciar ciertas diferencias, pero en la distancia del tiempo y del espacio que la alejaban por igual de uno y de otro, su pelo negro, fuerte, apenas ondulado en las puntas, le pareció igual, e igual su cabeza, su rostro de piel cetrina y mandíbulas cuadradas, la nariz grande y fina, la boca en cambio muy bien dibujada y los labios gruesos, sorprendentemente blandos. Tenía los ojos oscuros y unas cejas importantes, como dos trazos negros y exactos que se volverían blancos con la edad, sin perjudicar a la condición centelleante de su mirada. Porque aquel hombre, que no podía ser Julio Carrión, era Julio Carrión, una copia casi exacta de la cara, del cuerpo que estaba a punto de fundirse con la tierra, de desaparecer para siempre y quedarse al mismo tiempo aquí, en los ojos que la estaban mirando.
Se puso tan nerviosa que no pudo sostenerlos mucho tiempo. Se obligó a apartar la vista de él, encendió un cigarrillo, intentó avanzar, se dio cuenta de que el barro había inmovilizado sus tacones, los liberó, dio un par de pasos y miró hacia delante. No puede ser hijo suyo, se dijo, no, porque entonces estaría al lado de la fosa, con los demás. Identificó enseguida a Angélica, que llevaba el pelo teñido del mismo color que tenía antes pero se había convertido en una anciana frágil, delicada en su delgadez. La flanqueaban sus dos hijos mayores, los mismos a quienes había reconocido en la web, ambos altos, rubios, pálidos, medio calvos, tan semejantes entre sí como cuando eran niños. Su aspecto se ajustaba de una forma admirable al que Raquel había previsto que ofrecieran, y les distanciaba de los otros dos hombres que integraban el grupo. Uno de ellos, castaño, con barba y pinta de progre clásico, rodeaba con sus brazos a una mujer guapa, rubia, de ojos claros, que se parecía mucho a su madre. El otro, más bajo, el pelo muy corto y corbata negra, era el marido de Clara. Raquel la reconoció enseguida, porque conservaba aquella belleza dulce y candorosa que la había cautivado cuando las dos eran niñas. Cerca de ella, había dos mujeres más, pero ningún hombre moreno, el desarrollo de aquel niño de doce años que ya en 1977 era el único de los hijos de Julio Carrión que se parecía a su padre.
Apagó el cigarrillo y volvió a mirarle, y ahora él fumaba, y seguía mirándola con una expresión confusa, curiosidad, sorpresa y algo más, una cualidad serena, equilibrada, impropia de quien está viendo a una persona. Era la mirada de quien contempla un cuadro, una puesta de sol, o escucha una canción que le gusta mucho. Raquel comprendió que era Álvaro, tenía que ser Álvaro, aunque estuviera solo, aunque estuviera lejos, aunque diera la impresión de no querer mezclarse con los demás. Si hubiera podido pensar con frialdad, habría celebrado su aislamiento, que era más de lo que esperaba encontrar al llegar a aquel cementerio, pero ya no podía pensar con frialdad, ni siquiera se atrevía a pensar.
Aquel hombre no era Julio Carrión, aunque lo pareciera no podía serlo, y había pasado el tiempo, mucho tiempo. Ella no era Paloma y sin embargo no podía dejar de mirarle. Aquello no era razonable, no era lógico ni natural, no era normal, no era bueno, pero Raquel Fernández Perea, su razón y sus propósitos, sucumbieron a una atracción súbita por un hombre que ni siquiera era él, sino la sombra de otro, y que la sumió en una confusión semejante a la que sentiría una novicia cándida, inexperta, la primera vez que se ve tentada, luego cercada por el demonio. Y entonces, antes de que tuviera tiempo de procesar, de digerir todo esto, la ceremonia terminó. Los sollozos se hicieron más intensos mientras el ataúd bajaba hasta el fondo de la fosa, las flores volaron sobre él, la viuda se vino abajo, sus hijos la sostuvieron, y el hombre solitario corrió hacia ellos, los abrazó, los besó, recuperó su lugar en aquel duelo. En aquel instante, ella se marchó, andando muy deprisa, sin volver la cabeza, repentinamente consciente de los riesgos que implicaba su condición de intrusa.
Después, se había obligado a sí misma a situarse al margen de aquella fantasía ridícula, morbosa, peligrosa, pero desde aquel día no había adelantado mucho. Le había dado muchas vueltas a lo que sabía y a lo que ignoraba, había pensado sin descanso en Angélica, en sus hijos, había preparado múltiples variantes de un discurso semejante al que le había permitido triunfar sobre un anciano desprevenido, y ninguna le había salido bien del todo— El recuerdo de aquellos ojos que eran y no eran los de Julio Carrión González interfería sin remedio en sus razonamientos y en sus conclusiones, le mostraba su propia indefensión, la debilitaba.
Raquel Fernández Perea, que había nacido, que había crecido entre fantasmas, ya era demasiado mayor para creer en ellos, y sabía que todo era un error, un espejismo, la consecuencia inevitable de su empeño por trasladarse a una época, un país ajeno, para sumergirse en unas pasiones que tampoco le pertenecían. Pero lo que sabía no le impedía presentir que aquellos ojos oscuros eran un aviso, una advertencia. Entonces volvía la rabia, y su dominio tampoco le consentía avanzar. Por eso había recurrido a Paco Molinero, una inteligencia neutral, leal, libre de prejuicios, de instintos inexplicables. Y cuando escuchó aquel discurso que le ponía las cosas más difíciles sólo para lograr resolverlas al fin, comprendió que sin él no habría llegado muy lejos.
—Tienes razón —concedió después de meditar unos instantes, y lo vio tan claro que volvió a decirlo—. La verdad es que tienes razón —y eso bastó para despejarla—. Pero hay una posibilidad…
—Los fondos —dijo él, y sonrió.
—Claro.
—Ahora mismo te lo iba a decir.
—Por supuesto —y negó varias veces con la cabeza antes de mirarle—. No sé cómo he podido ser tan tonta…
Ésa era la única verdad incontrovertible que Raquel Fernández Perea le había contado a Julio Carrión González en su segunda visita. Antes de acudir a aquella entrevista, había entrado en los archivos del Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, y había encontrado allí su nombre y el de algunas de sus empresas. No le sorprendió, porque el perfil del presidente del Grupo Carrión encajaba casi al milímetro con la tipología de sus clientes más clásicos, empresarios madrileños que recurrían de forma habitual a la Caja para llevar adelante sus proyectos e invertían a cambio una parte de su fortuna personal, con el evidente propósito de llevarse bien con sus interlocutores financieros si algún día las cosas se torcían. En el caso de Carrión, como en el de la mayoría, las cuentas personales representaban un volumen de negocio muy inferior al de las transacciones que efectuaban sus empresas, no porque la cantidad en sí misma fuera despreciable, sino porque los movimientos, y en consecuencia los intereses, las comisiones, las ganancias netas, prácticamente no existían. Raquel no había necesitado más que unos minutos para comprobarlo, y había llegado a calcular que, por tanto, no resultaría muy complicado hacerse con su gestión, pero la muerte de Carrión, que sería quien habría tenido que solicitar el cambio de interlocutor, la había inducido a abandonar antes de tiempo el camino que Paco acababa de señalar para ella.
Al día siguiente, a primera hora, se fue derecha a por Miguel Aguado, un chico más joven que ella, feo, tímido, de aspecto simpático, con el que no habría llegado a hablar más de una docena de veces en diez años. No sabía nada de su trabajo, pero le resultó fácil averiguar que no era un gestor especialmente brillante, aunque tenía buena fama y había logrado algunos éxitos notables. Era además un hombre muy educado, y por eso la recibió con una sonrisa, la invitó a un café y la escuchó sin interrumpirla.
—En esas condiciones, no tengo ningún inconveniente en pasártelos —le dijo al final—, pero te advierto que no vas a sacar nada. Yo conozco de vista a un par de hijos, ya te lo he dicho, y no son clientes míos, porque siempre traté directamente con don Julio, pero estoy seguro de que van a liquidar los fondos. Ya no me acuerdo de cuántos son, pero sé que son muchos, y muy ricos. Estas historias siempre acaban igual, ya lo sabes. Las familias numerosas son una ruina.
—Lo sé —Raquel sonrió—. Por eso me ha llamado Clara, estoy segura. Hasta ahora nunca se había acordado de que trabajo aquí, y lo sabe, porque nos hemos encontrado varias veces, en cenas de antiguas alumnas del colegio y cosas así. Éramos muy amigas de pequeñas, pero si no estuvieran pensando en liquidar, no me habría llamado, ¿para qué?, si con quien ha ganado dinero su padre es contigo… De todas formas, ya te he dicho que se trata sólo de hacer la gestión personal, de una forma oficiosa, dejándolo todo como está. Lo único que quieren es que les explique cómo está el tema. Y si consigo convencerlos, que lo intentaré, aunque sólo sea por deformación profesional, te los vuelvo a pasar a ti, eso por supuesto. Son tuyos.
—Lo de la deformación profesional tiene gracia —Aguado sonrió.
—Pues sí —Raquel le devolvió la sonrisa—, pero no te hagas ilusiones…
No era la primera vez que hacía un trato parecido con un compañero, y no sería la última. Escribir a Angélica le resultó todavía menos extraño. Podría haberle encargado la carta a una secretaria, pero tenía un modelo archivado en el ordenador, y no tardó ni cinco minutos en completarlo con los datos adecuados. Tomó la mínima precaución de firmar con la inicial de su nombre, la envió por mensajero aquel mismo día y cruzó los dedos. Si Angélica sospechaba su identidad al leer la carta, la llamaría enseguida. De lo contrario, y a aquellas alturas, ella también apostaría por esa opción si su propia vida fuera una porra, le tocaría esperar. Sabía por experiencia que el plazo de reacción de los herederos rondaba el mes. Rara vez respondían antes y con mucha frecuencia lo hacían después, así que decidió no ponerse nerviosa hasta mediados de abril. Pero Julio Carrión González había muerto el 1 de marzo de 2005, y aún faltaba un día para que aquel mes terminara cuando Mariví le anunció la visita de su viuda.
No estoy preparada. Eso fue lo primero que pensó. No estaba preparada, y sin embargo se sabía de memoria lo que tenía que decir, en qué orden, con qué entonación, y de qué manera tenía que hacerlo. Si las cosas iban bien, y no tenían por qué ir mal, aquella cita sólo sería una toma de contacto, apenas un pretexto para concretar otra más importante, definitiva, a la que acudiría con una cartera de piel castaña que pondría encima de la mesa en el momento oportuno.
Estaba muy acostumbrada a recibir a herederos y a soltarles un discurso idéntico al que iba a encajar Angélica Otero Fernández aquella mañana, pero había previsto un encuentro muy diferente, una llamada de teléfono, una conversación breve, suficiente sin embargo para hacerse una idea de la clase de mujer con la que iba a tratar, y una considerable serie de ofertas y contraofertas rebozadas de pura cortesía. Prefería ver a la viuda de Julio Carrión en su despacho porque allí se sentía más fuerte, más segura, pero había previsto incluso la eventualidad de que ella alegara motivos de salud, o de desánimo, para trasladarse hasta el banco, y estaba decidida a responder de inmediato que, en ese caso, no le costaría ningún trabajo acercarse hasta su domicilio, porque estos asuntos, ya sabe usted, son delicados, y nuestra experiencia nos ha enseñado que es mucho mejor tratarlos directamente con la familia, sin intermediarios que puedan hacerse con una información que no les interesa, y que a ustedes tampoco les conviene que tengan.
Eso era lo que iba a decirle, y se lo sabía. Había escogido minuciosamente los verbos, los pronombres, el número de la primera y de la segunda persona, pero por supuesto que esto no corre prisa, añadiría si era preciso, yo puedo esperar todo el tiempo que usted necesite para recuperarse, estas situaciones son terribles, lo sé, y aunque es mucho dinero, desde luego, y no conviene aplazar demasiado cualquier decisión, tenemos un margen de semanas, hasta un mes si fuera imprescindible, fije usted la fecha, lo importante, doña Angélica, es que recobre el ánimo… Así iban a ser las cosas, así las había previsto, y en esas condiciones, con esos tiempos, todo habría salido bien, pero había enviado la carta el 20 de marzo, su destinataria no habría podido recibirla hasta el día siguiente, y nueve días después ya estaba allí, llamando a su puerta sin haberse tomado la molestia de telefonear antes. No lo entendía, pero tampoco podía hacerla esperar. Al fin y al cabo, era una dienta.
—Adelante —dijo por fin, con un acento animoso, casi musical, y el doble de Julio Carrión entró en su despacho.
Cuando lo vio, se levantó sin ser consciente de haberle dado a su cuerpo la orden de hacerlo, y al sentir que se tambaleaba, apoyó las manos en la mesa. No puede ser, no puede ser, no puede ser él, esto no está pasando. Pero cerró los ojos un instante, y volvió a abrirlos, y Álvaro Carrión seguía estando allí, tan asombrado, tan atónito como ella misma.
—Perdone —logró decir por fin—, pero es que… Esperaba a su madre.
—Sí, ya, he venido yo en su lugar —el sonido de su voz la tranquilizó, porque no se parecía a la de su padre—. Como esa recepcionista tan simpática que tienen ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo…
—Sí —consiguió sonreír y fijó la sonrisa un momento, como si pretendiera disfrutar de aquella hazaña—. Mariví es muy especial —se preguntó qué debería hacer a continuación y lo recordó enseguida—. Siéntese, por favor.
Luego, cuando él se marchó, volvió a su asiento andando muy despacio, giró la silla para colocarse de cara a la ventana, echó de menos la luz, y sólo entonces se dio cuenta de que estaba lloviendo. Se sentía muy mal, pero ni siquiera tenía fuerzas para preguntarse por qué, y el teléfono sonó antes de que se propusiera buscarlas.
—¿Estás sola? —Paco empezó por el principio.
—Sí.
—¿Y qué, cómo ha ido?
—Fatal… —hizo una pausa, tomó aire, ni siquiera tenía ganas de hablar—. No ha venido ella, sino su hijo, el pequeño, aquel que conocí el día que fui a su casa con mi abuelo.
—Bueno, no es tan raro —y lo dijo con una serenidad que la desconcertó por un momento—. ¿Y qué, cómo habéis quedado?
—No hemos quedado, Paco, no ha pasado nada. Le he soltado el rollo, le he dado los papeles, le he dicho que se los mire en casa, con calma, y se ha marchado —al llegar al final, volvió a tomar aire y se sintió mejor—. Se acabó.
—¿Cómo que se acabó? —y lo dijo como si esas palabras le hubieran ofendido.
—Pues sí, porque ya te dije que con los hijos no había nada que hacer, y yo… No sé, me he puesto muy nerviosa, no sabía qué contarle, qué decir… Si me hubiera llamado antes, habría podido pensar en algo, buscar alguna alternativa, pero como ha aparecido de esta manera, le he tratado como a un cliente normal, ¿comprendes?, y ahora yo no sé, yo…
—Pero ¿qué te pasa, Raquel? —y Paco cambió de tono—. Estás atacada. Cálmate, por favor. Pareces una principiante, en serio.
Aquella palabra, principiante, una amable descalificación que en su oficio sonaba peor que los insultos tradicionales, le hizo reaccionar.
—Es verdad —lo dijo una vez, y lo repitió para terminar de creérselo—. Es verdad, tienes razón. No ha pasado nada grave, excepto que me he puesto muy nerviosa, eso sí… Pero no creo que él se haya dado cuenta.
—Mejor —y sonrió al otro lado del teléfono—. Ya encontraremos la manera de llegar a la viuda, no te preocupes. Luego hablamos. ¿Tienes algún plan para comer?
Respondió que no y él se ofreció a reservar una mesa en el restaurante de la calle Escalinata al que solían ir cuando comían juntos.
Luego se fue al baño, se mojó la cara con agua fría y se encontró mejor, más tranquila. Al fin y al cabo, ella había nacido, había crecido entre fantasmas. Estaba acostumbrada a su compañía y sabía que tenían forma, peso, mucha más corpulencia que algunas personas vivas. Sabía también que nunca debería contarle a nadie lo que había pasado aquella mañana. Que se había sentado al lado de Álvaro Carrión y no había podido mirarle a los ojos. Que mientras hablaba, se había dado cuenta de que estaba más pendiente de los centímetros que separaban su brazo del suyo que de las palabras que iba diciendo. Que cuando había entrado el camarero con los cafés, y él había comentado que menos mal que no los había traído Mariví porque ya estaba muerto de miedo, se había echado a reír, y al fin le había mirado, y al comprobar que él también la estaba mirando, había sentido algo parecido a un crujido. Que no se podía permitir que su cuerpo siguiera crujiendo, no con él, con un hombre que ni siquiera era él, sino la sombra de otro hombre, una advertencia, un fantasma, un producto enfermizo de su imaginación o no, y si era que no, mucho peor.
Nunca podría contarle esto a nadie, y mucho menos a Paco Molinero. No podía contarle que un cuarto de hora de conversación inocente con Álvaro Carrión la había desordenado más que una noche entera con él en la cama, pero no tuvo tiempo de preparar una versión más compasiva, porque la directora del Departamento Comercial escogió aquel mismo momento para revisar con ella las cuentas de un cliente problemático. Tuvo que dejarla colgada cuando Álvaro volvió a su despacho para preguntarle por qué había ido al entierro de su padre pero, por fortuna, su superjefa no estaba acostumbrada a que sus subordinados la hicieran esperar. El teléfono volvió a sonar unos minutos después, y a pesar del tono áspero, impaciente, de su interlocutora, Raquel Fernández Perea sintió la misma felicidad que inunda los oídos de un boxeador que escucha una campana cuando está a punto de perder la consciencia. A la hora de comer, no se había recuperado ni de una cosa ni de la otra.
—Pero ¿por qué fuiste al entierro? —Paco acogió la noticia con un sombrío gesto de preocupación—. Eso no me lo habías contado.
—Pues no, porque hasta hace un rato no tenía importancia. Fui al entierro para verles, para saber qué aspecto tenían, en qué condiciones estaba Angélica, si se había muerto alguno… No sé, no es lo mismo negociar con una mujer que está en una silla de ruedas que con una viuda alegre, ¿no? Me pareció interesante, pensé que podría averiguar muchas cosas.
—Sí, en eso tienes razón, pero podrías haber ido al funeral. Eso habría sido menos arriesgado.
—Y mucho más inútil, Paco, no creas que no lo pensé. En el funeral habría mucha más gente, y estaría Aguado, incluso… —hizo una pausa para ordenar su pensamiento, y afrontó la dificultad de explicar lo más obvio con las palabras justas—. Bueno, entonces yo no sabía que el gestor de Carrión era Aguado, pero alguien del banco tendría que ir, eso estaba claro, y no sólo del nuestro, habría gente de varios bancos, ¿no?, y yo no quería que me vieran, no quería que me reconociera nadie. Además, no podía acercarme a dar el pésame y la iglesia estaría llena, abarrotada de empleados, de socios, de amigos de los hijos, vecinos y demás. Los Carrión son muchos, y su padre era empresario, y rico. En esas condiciones, ni siquiera podía estar segura de reconocerles sin dejarme ver más de lo que me convenía. Pensé en el entierro de mi abuelo, ¿te acuerdas? Por supuesto, todo el mundo sabía que para él no iba a haber funeral, pero tú viniste, y viste cómo estaba el cementerio, no hace falta que te lo cuente yo. La gente llegaba hasta la puerta. Si alguien hubiera ido hasta allí a mirarnos a nosotros, no habría visto una mierda.
—No —él negó con la cabeza—. Eso es verdad, tienes razón.
—Pues eso. Ninguna iglesia es tan grande como el Cementerio Civil, pero de todas formas… Yo estaba segura de que los Carrión son católicos, o al menos, de que iban a enterrar a su padre según el rito católico, una ceremonia privada y otra pública. Y si el entierro hubiera sido en la Almudena, que siempre que voy, me pierdo, habría sido otra cosa, pero… ¿Para qué iba a ir a una ceremonia pública, pudiendo ir a la privada, que encima se celebraba en un cementerio de pueblo, accesible, pequeñito, que no tiene pérdida posible? —y mientras hablaba, sus argumentos le parecían tan justos, tan exactos, que no entendía cómo todo había podido salir tan mal—. Estaba claro, yo creía que estaba claro. En la esquela no aparecía ninguna noticia del entierro, sólo del funeral, y eso significaba que no pensaban avisar a nadie, pero para eso llegué tarde, ¿no?, para encontrarles ocupados, concentrados en el discurso del cura. No podía imaginarme que uno de sus hijos iba a estar solo, apartado de los demás, que iba a verme, y que después iba a ser él, precisamente él, quien viniera a visitarme en lugar de su madre. Ha sido todo una casualidad… No sé, increíble, monstruosa. Si mi vida fuera una porra, jamás habrías apostado por ella, reconócelo.
—Eso también es verdad —Paco la miró con benevolencia—. Nunca me habría jugado un céntimo en esa apuesta.
Después, los dos atacaron en silencio el primer plato, que se había enfriado, y los dos lo dejaron a medias mientras empezaban con la segunda botella de vino.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —él se atrevió primero.
—Pues no lo sé —pero ella llevaba varias horas rumiando esa respuesta—. No puedo decirle la verdad, eso por descontado, así que… No sé, tendré que inventarme algo.
—Pues que sea algo que explique que estuvieras en el entierro, Raquel.
—Ya, ya lo sé… —miró a Paco, y a pesar de que su mirada era tan amable como siempre, se sintió atrapada, acorralada—. No creas que no lo sé. Tiene que ser algo que explique lo del entierro, que no implique a Aguado, que pase por encima de la historia de mi familia, y que me permita seguir adelante con el millón de la viuda… Todo eso, ¿no?
—Todo eso —él le dirigió una mirada compasiva.
—¡Joder! —y de repente, le entraron unas ganas enormes de echarse a llorar.
—Pues sí, no lo tienes nada fácil, la verdad…
—Y eso sin contar con que me juego el trabajo, claro.
—Claro.
¿Pero yo me he vuelto loca o qué?, volvió a pensar Raquel Fernández Perea en aquel momento. ¿Cómo he podido meterme yo sola en una cosa así? El peligro le había devuelto la lucidez, la brillantez que había perdido al mirarse en unos ojos que ahora le parecían más que nunca una advertencia. La gente no va a los entierros de los desconocidos. Parecía una tontería, era una tontería, no había sido otra cosa antes de convertirse en la soga que ahora llevaba alrededor del cuello, la espada cuya punta le acariciaba el cráneo. La gente no va a los entierros de los desconocidos. Lo más sencillo habría sido decir la verdad, contar al menos que Julio Carrión era un viejo conocido de su familia. Pero no podía erigirse en la vengadora de sus abuelos, de sus bisabuelos, explicar que había ido al entierro por simple odio, por pura crueldad, para regodearse en la ruina de su enemigo, porque eso no sólo excitaría la hostilidad de Álvaro Carrión. También le animaría a hacerse preguntas.
Ella se había presentado como la asesora de inversiones de su padre y no lo era. Le había dicho a Aguado que Clara y ella habían sido compañeras en el colegio y eso también era mentira. Cualquiera de esos dos detalles, que en el momento de escogerlos le habían parecido tan triviales, tan insignificantes como darse una vuelta por el cementerio de Torrelodones, bastarían para hundirla, para dejarla sin trabajo, para que su despido fuera procedente y hasta para que ingresara en una lista negra de asesores financieros en quienes no se puede confiar y a quienes, por tanto, ninguna empresa estará jamás interesada en contratar. Si sus mentiras llegaban a salir a la luz, su propia empresa estaría muy interesada en saber por qué había mentido, y ella sólo podría contestar que un cliente tan importante para Caja Madrid como don Julio Carrión González era en realidad un ladrón, un estafador y un hijo de puta, es decir, la clase de persona a cuyo entierro nadie tiene interés en ir. No podía escoger una parte de la verdad sin contarla entera, y eso era lo mismo que confesar algo que tal vez no fuera un delito, pero se le parecía bastante. Aparte de eso, llevaba más de cuatro horas dándole vueltas a su situación y hasta entonces sólo había visto las dificultades, ¿pero yo me he vuelto loca o qué?, y ningún agujero por donde escapar.
—¡Qué horror! —resumió entonces, en voz alta—. No sé cómo voy a salir de ésta.
No esperaba una respuesta, pero Paco se la ofreció con tanta rotundidad como si fuera evidente.
—Hacia delante —le dijo—. Siempre hacia delante. No puedes retroceder ni un milímetro, Raquel. No pienses en defenderte, sino en atacar. Eso es lo que has hecho hasta ahora y lo has hecho muy bien. Tienes que seguir así.
—¿Sí? —y por lo menos pudo volver a sonreír—. ¿Y cómo?
—No lo sé —reconoció él, pero enseguida levantó en el aire el índice de las puntualizaciones—. Todavía no lo sé, pero ya se nos ocurrirá algo. Tenemos tres días, cuatro en realidad, medio hoy, y otro medio el lunes. Ahí has estado brillante, ¿ves? No quiero ni pensar en cómo estaríamos si le hubieras dejado volver mañana…
Después, Paco quiso pagar la cuenta y ella no le dejó, pero le agradeció que la llevara a casa en taxi.
Cuando se quedó sola, se preguntó por dónde empezar y no supo qué contestarse. Por eso, aunque ella nunca trabajaba así, decidió adoptar el método de su amigo, y se sentó delante del escritorio con un paquete de folios y una pluma, pero después de llenar media docena de hojas muy deprisa, comprendió al mismo tiempo que no se le ocurría por dónde seguir y que no lograba mantener los ojos abiertos. Había bebido mucho vino y se quedó dormida un instante después de acostarse. Se despertó tres cuartos de hora más tarde con la cabeza embotada y la lengua seca, pero no estaba en condiciones de concederse una tregua. Se lavó la cara con agua fría, bebió agua, cogió los folios que había escrito antes y se los llevó a la cama.
Siempre había pensado mejor tumbada, y volvió a comprobarlo al leer lo que había escrito antes, un montón de tonterías que habría podido recitar de memoria sin tomarse la molestia de apuntarlas primero. Era obvio que un entierro es una ceremonia íntima, obvio que le interesaba fijar la atención de los hijos de Carrión lo más lejos de su trabajo que pudiera, obvio que no le convenía revelar su parentesco hasta el momento oportuno, y obvio que lo mejor sería inventarse alguna clase de relación personal con el difunto o, mejor aún, con alguno de sus deudos, pero no había encontrado la manera de integrar esas obviedades en otra ficticia y ventajosa, de rango superior. Había pensado en sus abuelos, en sus padres, en los hijos de Carrión, en sus parejas, en viejas encomiendas, en encargos difíciles de explicar, en amores platónicos, en celos insostenibles, y el resultado daba vergüenza. Yo siempre he estado enamorada de su cuñado y pretendía verle, sólo eso, y él no me conoce, claro, pero es que yo me enamoré de él sólo de vista, ni siquiera sé cómo se llama… Mi abuelo conocía a su padre de toda la vida, ¿sabe?, mi familia es de Madrid pero veraneaba en Torrelodones, y en una ocasión su padre le prestó dinero a mi abuelo, fui a devolvérselo y… A mí me caía muy bien su padre, aunque le vi pocas veces, siempre me sacaba caramelos de las orejas y le cogí mucho cariño, por eso fui al entierro, y me hubiera gustado acercarme a saludarles, pero se me hizo tarde y tuve que volverme a Madrid corriendo… Me equivoqué de entierro, ¿sabe?, yo iba a otro, en Guadarrama, pero me hice un lío con los nombres y, ¡fíjese qué casualidad!, resultó que a quien enterraban allí era a su padre, cliente mío, por cierto…
Podría haber seguido inventando excusas nefastas toda la noche, pero la sobriedad le devolvió un dato que la borrachera le había arrebatado. Las anécdotas triviales no servían, porque el hijo de Carrión había conseguido acorralarla, empujarla contra las cuerdas de su propio despacho. Ella no había podido ofrecerle otra respuesta que un silencio impregnado de nerviosismo y un sonrojo impropio de una profesional experta, y él lo recordaría. Tenía que pensar en otra dirección, aplicar toda la contundencia del verbo atacar y concentrarse en Álvaro, elaborar una invención que desbordara sus expectativas. Sólo cuando se esforzó por desprenderse de su propia memoria para contemplar lo que había sucedido a través de los ojos de aquel hombre, logró recuperar la calma y componer una escena diferente, mucho más audaz, más arriesgada y digna de ella.
Parecía tan cinematográfica que ni siquiera descartaba haberla visto en una película, pero era lo mejor que se le había ocurrido en toda la tarde, y estaba a la altura de su talento. Al fin y al cabo, he sido actriz, se dijo, al imaginar que él la estaría esperando en la puerta del banco, que ella le arrastraría hasta un bar, que se sentaría al otro lado de una mesa pequeña y le miraría a los ojos. No me haga preguntas, le diría entonces, hágame caso. Yo no puedo hablar y a usted no le conviene saber. Su padre estaba metido en un buen lío, y aparte de él, sólo lo sabíamos dos personas. Una era yo, y temía que la otra fuera a su entierro, que hablara con ustedes, que armara un escándalo. Por eso fui a Torrelodones, pero al ver que él no aparecía, me marché sin decir nada, porque no quería preocuparles sin necesidad. Y es mejor que todo siga igual, por lo menos de momento, y que no hable con nadie de esto, se lo digo por su bien. Si en los próximos meses, algún inspector de Hacienda con un apellido compuesto se pone en contacto con ustedes a propósito de las operaciones financieras que su padre haya realizado con nuestra entidad, llámeme. De lo contrario, y ojalá que sea así, olvídese de esta entrevista. Yo no puedo decirle nada más, estoy obligada a ser discreta en su propio interés, y en el de otros clientes que también están involucrados. Adiós, señor Carrión, ha sido un placer…
—Suena bien —dijo en voz alta, y volvió a pensarlo, suena bien.
Entonces sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Creo que lo tengo —era Paco Molinero.
—Yo también —y sentía un alivio tan grande, tan cercano a la euforia, que se echó a reír—. Bueno, hay que perfeccionarlo un poco, pero…
—A ver, cuéntamelo.
Ella recitó el parlamento que se acababa de inventar y al hacerlo fue detectando, uno por uno, todos los defectos que no le había encontrado antes, pero él silbó al final.
—No está nada mal —reconoció—. Lo del apellido compuesto del inspector de Hacienda suena de lo más real.
—¿Tú crees? —pero ella ya no estaba segura de nada—. No sé, me ha parecido que era mejor complicar las cosas, dar información de más y retorcerla. Parece más verdadero, y además despista.
—Claro —Paco estaba de acuerdo—. Lo que se me ha ocurrido a mí es muy parecido.
—¿Sí? Pues… —y la euforia se había desvanecido ya como un globo pinchado—. El caso es que al contártelo no me lo he creído, ¿sabes? Porque para salir del paso no está mal, pero es una historia que tiene continuación, ¿no? Quiero decir, que él puede darse por satisfecho o no, y si es que no…
—Seguirá haciendo preguntas.
—Claro.
—Bueno, mira, de momento es mejor que nada, ¿no? —Paco seguía estando animado, o al menos empeñado en parecerlo—. Piensa en las pegas que veas y mañana lo vemos juntos…
Al colgar el teléfono, volvió a la cama y se tumbó boca arriba, muy estirada, con las manos cruzadas y encima del pecho igual que un cadáver. Era su postura de pensar, y no le defraudó. La dama misteriosa estaba muy bien, sí, eso desde luego, pero el hombre dócil y prudente… Raquel recordó a Álvaro Carrión, sus ojos, sus cejas, el perfil que había heredado de un tipo duro de pelar y su propia dureza, el tono primero ambiguo, hasta meloso, y luego áspero, progresivamente terminante, en el que se había dirigido a ella después de volver a su despacho. Eso era lo único que sabía de él, y era demasiado poco para prever su actuación en una escena como la que acababa de plantear. Había dado por sentado que el hijo de Carrión iba a entrar en su juego, que no iba a hacer preguntas, que se iba a asustar, pero eso era mucho suponer. No hable de esto con nadie, se lo digo por su bien… Si su parlamento no le impresionaba y se liaba a hacer preguntas, antes o después tendría que inventarse un escándalo financiero. Para ella, eso no era muy difícil, pero fabricar las pruebas ya era otra cosa. No tenía ni idea de dónde iba a sacar el dinero, y eso sin contar con que Aguado seguía estando por medio. Si había aprendido algo en todos los años que llevaba trabajando, era que en los escándalos financieros siempre hay demasiada gente implicada.
Y fue entonces, ni un segundo antes, ni un segundo después, cuando sintió que se iluminaba un foco en el centro de su cerebro y de repente vio todo el tablero, sus piezas y las del adversario, colocadas con una asombrosa precisión sobre la cuadrícula blanca y negra.
—No —dijo en voz alta mientras se incorporaba, y después de sentarse en el borde de la cama, volvió a repetirlo—. No, no…
La asociación de ideas había sido impecable. Los escándalos financieros son multitudinarios casi por definición, y a ella le interesaba una relación más íntima. No hay una relación más íntima que la que sucede en una cama. La cama eliminaba a Aguado, y por cierto, en su despacho, antes de que llegara él, trabajaba aquella chica tan sosa que se llamaba Regla y parecía una mosquita muerta. Regla ya no trabajaba en ningún sitio, porque tuvo una relación íntima en una cama con un superaccionista de Unión Fenosa que tenía edad para ser su abuelo, y se casó con él.
—Ni hablar.
Se levantó de un salto, se fue al baño, se mojó la cara con agua fría y se volvió a la cama dispuesta a pensar con más sensatez, pero su cerebro había empezado a funcionar y ya no encontró la manera de pararlo.
Las ideas se ordenaban solas para avanzar con tanta armonía como los peones del campeón del mundo en una simultánea contra los alumnos de un colegio de primaria. Acostarse con los clientes puede no ser elegante, pero no es un delito. Todo el mundo lo hace, sobre todo las mujeres, porque disponen de más oportunidades, pero también los hombres cuando tienen ocasión. La relación de un millonario con la persona que gestiona su fortuna es lo suficientemente íntima como para desembocar con naturalidad en un colchón de un metro y medio por dos. A nadie le echan del trabajo por acostarse con un cliente, sobre todo porque nadie se entera a tiempo. La clandestinidad forma parte de la tradición tanto como el sexo en sí mismo. Con tantos ceros de por medio, los profesionales del dinero saben que no les conviene andarse con tonterías. Y si los vivos no hablan, los muertos mucho menos. Si nadie se entera nunca de que una asesora de inversiones se ha acostado con un cliente vivo, menos se va a enterar de que se ha acostado con uno muerto. Sería su palabra contra la de nadie, pero no solamente su palabra. Álvaro Carrión no iba a tener ni tiempo ni oportunidad para sospechar que le estaba mintiendo, si ella sacaba a tiempo la llave que abría la puerta de un ático situado en un edificio de la calle Jorge Juan.
—Que no, que no, que no puede ser.
Volvió a levantarse, se fue otra vez al baño, se mojó la cara, y al mirarse en el espejo, se dio cuenta de que no iba a obtener un resultado distinto del que había cosechado unos minutos antes.
—Total, que como se entere mi abuela, la mato a ella también, de otro disgusto… —concluyó, porque cada vez lo veía más claro, y lo veía mejor.
Parecía demasiado arriesgado, demasiado complejo, y barroco, y elaborado, en comparación con el hecho que pretendía justificar, su simple asistencia a un entierro donde no pintaba nada, pero acababa con todos sus problemas de una vez. Seguramente, a Álvaro Carrión no le gustaría que su padre tuviera una amante, era incluso probable que le extrañara mucho, pero nunca podría descartar esa posibilidad. Todos los seres humanos se parecen porque son criaturas vulgares, muy sencillas al fin y al cabo. Y entre las cosas que tienen en común, no está solamente el sexo. También, desde la estricta antigüedad de la Biblia hasta las portadas de las revistas del corazón de aquella misma semana, la ambición de burlar a la decrepitud, de despistar a la muerte. Julio Carrión tenía ochenta y tres años, pero no los aparentaba. Era un anciano fuerte, vigoroso y hasta atractivo, el desarrollo natural de un muchacho encantador que siempre había tenido mucho éxito con las mujeres. Álvaro tenía que saber todo eso, y quizás no le gustaría encontrarse con que su padre había tenido una amante que podría haber sido su hija, incluso su nieta, pero él también era un hombre, ya no tan joven y, si los instintos de una asesora de inversiones acostumbrada a catalogar a los desconocidos de un vistazo, y a no equivocarse, servían para algo, con una indiscutible inclinación por las mujeres. Por lo tanto era razonable calcular que, aparte de disgustado, pudiera sentirse cómplice de la última aventura de su padre.
—Es una locura… —Raquel volvió a regañarse a sí misma, pero ya no consiguió prestarse mucha atención—. Un disparate es, todo esto…
Y sin embargo, se fue a la cocina, hizo un huevo de mayonesa, que era el alimento que más la consolaba, abrió una lata de espárragos buenos, otra de atún aún mejor, sacó de la nevera un paquete de pan de molde, lo puso todo en una bandeja y se la llevó a la mesa que estaba delante de la televisión. Hizo trabajar el mando a distancia hasta que encontró una vieja y buena película en blanco y negro. Era española y ella habría preferido que fuera americana, de gánsters, pero se rió mucho con Pepe Isbert vestido de esquimal en pleno verano, con la manifestación que organiza el alcalde de aquel pueblo donde había un niño enfermo, un maestro sabio y un cura estupendo, José Luis Ozores desmayándose todo el rato, y cuando los dos gordos de la pensión, obedientes siempre a las indicaciones de la pareja de locutores que hacen cada mañana un programa de gimnasia, se abrazan y, estupefactos, escuchan que lo que tienen que hacer ahora es besarse, ya estaba de mucho mejor humor.
Era arriesgado, era complejo, y barroco, y elaborado, pero también, y sobre todo, era perfecto. Raquel recordó su propia intuición —es mejor complicar las cosas, dar información de más y retorcerla, porque parece más verdadero y además despista—, aquel juicio que había formulado para Paco Molinero sin comprender todavía su verdadera calidad, y comprendió que no iba a encontrar una solución mejor. Ella había ido al entierro de Julio Carrión para observar a su familia y sacar conclusiones, y a pesar de todo, había hecho bien su trabajo. Aquella mañana luminosa y fría se había fijado en que el hijo que estaba aparte no llevaba un traje azul o gris, ni siquiera una corbata. Y al verlo en su despacho, había vuelto a fijarse en sus vaqueros y en su chaqueta de ante, tan impropios del estilo que unifica en la teoría a los herederos de los millonarios. Pero incluso si existiera una secta católica ultrarreaccionaria que se caracterizara por el estilo progresista en el vestir, e incluso si Álvaro Carrión perteneciera a ella, ninguna dosis de cólera, ningún acceso de rabia o de indignación, le permitirían hacerle daño a la última amante de su padre. Le gustara o no, tendría que tragárselo todo sin masticar, porque detrás de la llave de aquel ático sólo encontraría las escrituras de una donación tal vez demasiado generosa, pero al mismo tiempo escrupulosamente legal. Los motivos que hubieran llevado a un anciano con todas sus facultades mentales intactas a firmarlas poco antes de morir nunca podrían invalidarlas. Los muertos no hablan, no hablan, no hablan. No era muy probable que la familia Carrión optara por el escándalo, porque el valor del ático representaría muy poco en comparación con lo que iban a recibir, pero hasta en ese caso, los jefes de Raquel Fernández Perea jamás podrían desmentir su versión. Y ella estaba segura de que Julio Carrión había hecho las cosas bien y de que, siguiendo sus instrucciones, Sebastián habría borrado todas las huellas del camino que la había llevado desde la calle Ávila a la calle Jorge Juan.
Cuando se acostó, pensó que no lograría dormirse, y sin embargo, dio pocas vueltas en la cama, las justas. Después de repasar sus argumentos con atención, comprendió que la mayor virtud de su plan consistía en su capacidad para resolver sus problemas a corto plazo, sin eliminar sus expectativas de futuro. Ahora, todo dependía de la reacción de Álvaro. Si sus revelaciones le indignaban o le ponían furioso, sería complicado llegar hasta su madre, pero si su espíritu entonaba con la ropa que le gustaba llevar, lo más probable era que se guardara el secreto para sí mismo, y entonces Angélica volvería a ocupar sin complicaciones el lugar que ella misma le había asignado hasta que su hijo irrumpió por sorpresa en su despacho. Tendría que encontrar alguna manera de estar al tanto de los movimientos de su interlocutor y esperar algún tiempo antes de dar el siguiente paso, pero el lunes no iba a suceder nada más grave. Por eso durmió bien, de un tirón, y a la mañana siguiente se levantó con sus fuerzas intactas.
Eso fue todo. Después, cuando aquella mentira echó a rodar, cuando creció para hacerse más, y más, todavía más grande, y acertó a cambiar de forma para enredarse en todo, para infiltrarlo todo y suspenderlo de un hilo tan fino como su propia y quebradiza naturaleza, a Raquel llegaría a parecerle increíble que su impostura hubiera surgido de aquellos sucesivos viajes al cuarto de baño, en los que no creía haber hecho nada más grave que mojarse la cara para seguir pensando. Después, cuando empezó a sentirse presa de aquella mentira, se preguntó adónde habrían ido a parar sus reservas, sus temores, cuándo empezaría a gustarle aquella locura, o mejor dicho, cuándo dejó de disgustarla, y cómo logró desarmarse con tanta facilidad a sí misma del instinto que había hecho saltar todas las alarmas ante la perspectiva de convertirse en la amante de Julio Carrión incluso en una ficción inofensiva, estratégica. Después, nunca llegaría a explicárselo del todo, pero tampoco llegaría a ser completamente injusta, y siempre recordaría a tiempo que no la había movido sólo la ambición, la avaricia. Sobre todo, la había empujado el miedo, una pasión española, tan familiar. Quizás también el tiempo, que corría deprisa y no le permitió detenerse, estudiar sus movimientos, planificarlos bien, pensar dos veces en lo que iba a hacer.
Su plan no sólo era arriesgado, complejo, barroco, elaborado y perfecto. Mientras desayunaba, comprendió que además iba a ser trabajoso. El ático de Jorge Juan era la clave de la partida, la pieza que iba a lograr el jaque mate en el tablero imaginario sobre el que jugaba contra los Carrión desde la tarde anterior, pero sólo sería eficaz si conseguía convertir aquel piso piloto en un escenario convincente. Tenía que llenarlo de cosas, sembrarlo de minas, pistas falsas y auténticas como cebos vivos ensartados en un anzuelo. Quizás lo único que pasó fue eso, que no tuvo tiempo para pensar dos veces en lo que iba a hacer, pero se entregó con entusiasmo a aquella tarea y la verdad, aunque eso tampoco podría creerlo después, fue que se divirtió.
—¿Qué tal?
Aquel día, Paco llegó tarde a trabajar, pero lo primero que hizo al sentarse en su mesa fue llamarla.
—Mucho mejor, porque lo he perfeccionado todo.
—¿Sí? —había logrado sorprenderle—. ¿Todo qué?
—Pues todo —y se echó a reír—. Se acabó el escándalo financiero.
—¿Y entonces?
—¡Uf! Es largo de contar. ¿Tienes algo que hacer esta tarde? Si te parece, comemos algo rápido y te lo explico. Es que después me gustaría que me acompañaras a un sitio…
—¿A un sitio? —ya parecía más que sorprendido—. No entiendo nada. Me estás asustando, Raquel.
—Pues no te asustes porque no es precisamente de miedo —y volvió a reírse—. Tampoco es peligroso. Quiero que me acompañes a un sex-shop. Podría ir yo sola, pero…
—¿A un sex-shop?
—Sí. Ya me imagino que no entiendes nada, pero todavía no sabes lo mejor. Estás hablando con la última amante de Julio Carrión González —esperó una respuesta, cualquier comentario, pero su amigo se había quedado mudo—. ¿No me dijiste tú que lo que tenía que hacer era atacar? Pues más que esto…
Y sin embargo, cuando se reunió con él estaba más nerviosa de lo que había calculado, y le miró un buen rato a los ojos antes de empezar a hablar. Le conocía muy bien, y sabía que si formaban un buen equipo era porque cada uno de los dos tenía la virtud de suplir con sus capacidades las deficiencias del otro. Raquel era más imaginativa, más valiente y mucho más audaz. Paco era peor pensado, más astuto y mucho más realista. Por eso, la autora del plan esperaba dudas, preguntas e incluso críticas, la respuesta habitual a los saltos mortales que sólo ella era capaz de concebir. Pero cuando llegó al final, Paco no se contentó con echarse a reír. También aplaudió.
—¡De puta madre, tía! —y siguió riéndose—. Pero de puta madre, es que es buenísimo, en serio…
Raquel celebró tanto su entusiasmo que cuando entraron juntos en un sex-shop inmenso de la calle Atocha sintió una efervescencia rejuvenecedora, la clase de impaciencia mezclada con temeridad, mezclada con emoción, mezclada con una risa intermitente, tonta y desbocada, que había sido siempre el preámbulo de sus travesuras infantiles, sus gamberradas adolescentes. Quizás el dependiente se dio cuenta, porque se acercó a ella enseguida, y sonrió antes de preguntarle qué deseaba.
—Pues, mira, quiero como… —y se paró a pensarlo—. No sé, unas doce o quince películas, pornográficas, desde luego, pero normalitas. O sea, hombres y mujeres follando, y ya. Sin travestís, sin animales, sin menores, sin sadomaso… Todo legal, ya sabes.
—Puedes elegirlas tú misma —le dijo él—. Están justo detrás de ti, en esos dos pasillos.
—Ya, pero es que yo no controlo mucho, e igual meto la pata. Si fuera una sola, sí, pero tantas… Me puedo tirar la tarde entera. Por eso he pensado que, si no te importa, me las podrías escoger tú.
—Bueno —parecía perplejo—, eso suele ser muy personal, pero si lo prefieres…
Salió de detrás del mostrador y ella le siguió con una cesta de plástico en la mano y la misma actitud con la que se habría prestado a probar un queso nuevo en un supermercado. Estaba sola, porque Paco le había dicho que iba a darse una vuelta, a ver qué encontraba, pero no le necesitó para responder a las preguntas de su nuevo mentor.
—Lesbianas sí, ¿no? ¿Y tríos? ¿Sexo en grupo?
—Claro, eso es muy clásico. Lo único es que sean tranquilas, porque son para un señor muy mayor, y… No sé, no quiero que se me asuste.
—También tenemos ofertas. Son más antiguas, pero igual te interesan.
—No, es mejor que sean caras. Normalitas, pero de calidad, digamos. Quiero decir, nada casposo, gente elegante, jóvenes, guapos, en fin…
—Ya, ya, te había entendido. Aunque te advierto que las raritas cuestan más o menos lo mismo.
—Sí, pero… Yo sé lo que me digo.
Tenía su cesta casi llena cuando vio entrar a Paco por el pasillo con otra por el estilo.
—Escoge uno —le enseñó lo que traía y a ella le dio la risa—. Yo creo que los metálicos son más serios, a don Julio le pegan más —entonces se rió él también—. Pero los de colorines son mucho más bonitos y te pegan más a ti.
—Pero, Paco, de verdad… —estudió un momento los consoladores, uno plateado, otro de plástico blanco, el tercero de una especie de goma de color morado, el cuarto igual, pero verde pistacho—. ¿Tú crees que esto hace falta?
—Hombre, con un novio de ochenta y tres años… —y aquello ya eran carcajadas—, tú me dirás… Yo creo que lo que se dice sobrar, no sobra, eso desde luego.
—Entonces, el morado, que es más republicano.
—Estaba pensando… —pero el dependiente, que había abierto mucho los ojos al escuchar la edad del novio de su clienta, no quiso revelar aún su pensamiento.
—¿Qué? —le preguntó Raquel, que había anotado aquel gesto, mientras pasaba el consolador a su cesta.
—No, nada —el chico negó con la cabeza—. Se me había olvidado lo que me habías dicho antes —Raquel frunció las cejas y él bajó la voz—. Todo legal, ¿no?
—Bueno, en un momento dado… —se acercó a él y susurró cerca de su oído—, eso es sólo una manera de hablar, ya sabes.
Él asintió con la cabeza, avanzó hasta el fondo del pasillo, se colocó detrás de la estantería, y ellos le siguieron.
—Tengo un colega aquí al lado —dijo, dirigiéndose sólo a Raquel—, que pasa viagra. En las farmacias sólo la venden con receta, ya sabes. Yo tengo aquí otras cosas, pero no hay color, la verdad. Y por eso he pensado que, a lo mejor…
—Me interesa muchísimo. Pero muchísimo, en serio.
—¿Cuántas quieres? —preguntó él, marcando un número en el móvil.
—De momento, dos… —se paró a pensarlo y no cambió de opinión—. Con eso tengo bastante.
En aquel instante, Raquel Fernández Perea comprendió que todo iba a salir bien, porque la suerte estaba de su parte. Al salir a la calle, cargada con dos bolsas de plástico verde oscuro, opaco y sin marcas de ninguna clase, volvió a pensarlo. Paco la acompañó al bar donde les estaba esperando el camello, pero se despidió enseguida.
—He quedado con una tía y se me ha hecho tarde… —y miró al suelo, como si estuviera avergonzado de no haberlo dicho antes—. Seguramente pasaré el fin de semana fuera de Madrid, pero si pasa algo, lo que sea, me puedes localizar en el móvil, ¿vale?
—Vale —ella le dio un abrazo—. No sabes cómo te agradezco todo esto, en serio, no puedo decirte…
Pero él distinguió en aquel momento una luz verde, la soltó deprisa, levantó la mano para detener un taxi.
—Lo siento, Raquel, me tengo que ir, de verdad, me van a matar, el lunes hablamos… —y se marchó justo en el momento en el que ella había calculado que tendría que ceder, dejarse invitar a cenar, luego a tomar una copa en su casa, por fin acabar en la cama con él.
Estaba tan segura de que eso era lo que iba a pasar que hasta le apetecía, no mucho, desde luego, pero lo suficiente como para dejarse hacer con alegría. Mientras pagaba, la presión del ambiente la había animado a hacer cálculos, y acababa de darse cuenta de que no se acostaba con nadie desde Nochevieja, cuando Berta la arrastró a una fiesta donde se encontraron con un actor que le gustó mucho de repente, pero sólo de repente. Su particular campaña de resistencia, la negociación con Sebastián López Parra, el reencuentro con Julio Carrión González, los secretos de su abuela, sus visitas a la sede del Grupo Carrión, el entierro y sus consecuencias, la habían mantenido demasiado ocupada como para pensar en el sexo. Y sin embargo, el sorprendente desinterés de Paco también era un signo de la complicidad del azar, porque si hubiera pasado la noche con él, ya no habría podido quitárselo de encima hasta el lunes por la mañana, y prefería trabajar sola. A partir de aquel momento, ya no necesitaba a nadie y, extinguidos el miedo y el peligro, confiaba más en sus propias capacidades que en las ventajas de cualquier asociación.
Lo hizo todo sola y lo hizo muy bien. No tuvo que recurrir a nadie más con la única excepción de su hermano Ignacio, que el día siguiente, a la hora de comer, le explicó que las pastillas blancas muy pequeñitas que se ponen debajo de la lengua se llaman cafinitrina y previenen los infartos, y otras un poco más grandes y también blancas podrían ser estatinas, para combatir el colesterol.
—¿Quieres verlas? —le dijo su abuela, sacando un pastillero del bolso, y añadió que naturalmente podía quedárselas—. En casa tengo un arsenal, pues sí, bueno es tu hermano, ahora, que lo que no sé es para qué las quieres…
—Pues sí, para nada, tienes razón —concedió ella—. Era sólo curiosidad… —y volvió a meter el pastillero en el bolso de su abuela con tres unidades menos, una pequeña y dos grandes que guardó enseguida en su paquete de tabaco.
Aquella mañana había comprado una cajita cuadrada de plata con la tapa rayada, muy parecida a la que Julio Carrión había volcado sobre la mesa en su última entrevista, y un portaminas de acero semejante al que había visto enganchado, siempre el mismo y en el mismo sitio, en el bolsillo de su chaqueta. También había hecho la compra más caprichosa de su vida, queso, foie-gras, frutos secos, galletas saladas y dulces, bombones, una botella de whisky y otra de ginebra, cocacolas, tónicas, servilletas de papel… Todo eso estaba ya en Jorge Juan, pero había llevado a su casa lo que había comprado para el baño porque el efecto sería mejor si se quedaba con los envases nuevos y llevaba al ático los que tenía a medio usar. La única concesión que se hizo a sí misma fue un viaje al chino de la esquina, donde encontró vasos, cuencos y cubiertos mucho más baratos que los que podría ofrecerle el barrio de Salamanca. Para escoger un DVD había seguido la misma filosofía, porque la operación picadero le estaba costando una pasta, por más que supiera que todo lo que fuera a parar a Jorge Juan volvería a sus manos antes o después, pero el azar recompensó su vocación de virgen sabia al ponerle delante dos docenas de velas pequeñas metidas en fanales de plástico transparente, que parecían fabricadas a propósito para decorar el borde del jacuzzi.
Dejó las fantasías para el final, y el domingo por la tarde, cuando todos los electrodomésticos funcionaban, la nevera había empezado a fabricar hielo, la cama estaba hecha y los ceniceros sucios, se puso una copa, se desnudó, abrió el grifo de la bañera y dejó caer encima un chorro de gel. Después colocó las velas, las encendió, sacó el consolador de su envase y se metió en el agua con él. Si no te apetece estrenarlo, que sería lo suyo, le había aconsejado Paco, lávalo bien, varias veces, para que no huela a nuevo. No lo estrenó, pero lo tuvo en remojo media hora, el tiempo que tardó en consumirse más o menos la mitad de la cera. Después, sopló las velas una por una, como si fuera su cumpleaños, contempló su obra y se felicitó a sí misma. Estaba segura de no haber cometido ningún error, pero antes de marcharse, volvió a comprobarlo todo.
El día siguiente, a primera hora, Paco Molinero pasó por su despacho de camino hacia el suyo.
—¿Cómo estás?
—Bien —le aseguró ella, pero se corrigió sobre la marcha después de mirarle con más atención—. No tan bien como tú, pero muy bien. Un poco nerviosa.
—Ya —él no quiso hacer comentarios sobre su fin de semana—. ¿Quieres que comamos juntos?
—No puedo. Voy a comer con Álvaro Carrión.
—¡Ah! —él se quedó muy sorprendido—. No sabía que hubierais quedado para comer.
—Él tampoco lo sabe, pero he pensado que es lo mejor, ¿no? —se rió—. No puedo decirle que soy la amante de su padre así como así, y además, si comemos juntos puedo sacarle información.
—Puede ser —aceptó él—. Bueno, llámame luego para contármelo, ¿vale?
Aquella mañana se había levantado antes de que se activara la alarma que encendía la radio del despertador, se había probado la mitad del armario antes de escoger el vestido que llevaba puesto y había ido a trabajar sin pintarse. Lo hizo antes de salir y no quiso analizar por qué, como se había negado a analizar por qué no le cogía el teléfono a Sebastián, que volvió a llamarla el sábado, y se disponía a comer dos días después con un hijo de Carrión, a pesar de que su compañía resultara infinitamente más peligrosa. Cuando le distinguió, de nuevo con vaqueros y sin corbata, al otro lado de las puertas de cristal, sus labios sonrieron solos y todo lo demás ocurrió de una manera parecida. No había previsto tutearle, pero al acercarse a él, comprendió que no podía seguir llamándole de usted. Y ésa fue la última decisión consciente que tomó hasta que sacó la llave del ático de su bolso para ponerla encima de la mesa.
Al salir del restaurante, podría haber concluido que hacía muchísimos años que un hombre no le gustaba tanto, pero la cabeza no le daba ni para eso. Creía que sus piernas tampoco podrían llevarla a casa, y al darse cuenta, estaba ya a la altura del metro de Noviciado. Después, se encerró en el dormitorio, bajó las persianas, se tiró en la cama y se rió. Tenía muchas ganas de reírse y ninguna de pensar en lo que le estaba pasando. Y hasta que sonó el teléfono no hizo nada más.
—¿Qué ha pasado? —Paco parecía asustado, eran las seis y cuarto—. No me has llamado.
—No, porque… Bueno, se me ha olvidado.
—¿Y qué tal?
—Muy mal —hizo una pausa, sonrió—. Y muy bien.
—¿Muy mal? —no entendía nada, y la perplejidad se asomó a su voz—. ¿Por qué?
Raquel se sentó en la cama, tomó aire, procuró ponerse seria.
—Álvaro Carrión es físico, Paco.
—¿Físico? —ahora entendía todavía menos—. ¿Por qué dices eso? ¿Tiene un gimnasio?
—No —y a pesar de sus buenos propósitos, volvió a echarse a reír—. Es físico, de la Física y Química, ¿te acuerdas de aquella asignatura del colegio? Es científico.
—¿Pero cómo va a ser…? —la sorpresa le impidió acabar la frase—. Con un padre empresario, millonario… ¿Es científico?
—Sí.
—Es lo más raro que he oído en mi vida.
—Pues sí —Raquel comprendía muy bien la reacción de su colega—, es muy raro pero es lo que hay —hizo una pausa que la estupefacción de Paco no acertó a llenar—. Sus hermanos mayores sí trabajaban con su padre, la típica dinastía empresarial, ya sabes, pero él no. Él es físico y da clase en la universidad. No tiene nada que ver con los negocios de su familia y no ha podido contarme nada de eso, claro. Tampoco ha reaccionado mal cuando le he dicho que su padre y yo éramos amantes, más bien no ha reaccionado en absoluto, y eso es una buena reacción, ¿no? Además parece progre, ¿sabes? Yo creo que por ese lado ha habido suerte.
—¿Y por el otro?
—¿Cuál es el otro? —ahora era ella la que no entendía.
—¿Pues cuál va a ser? El de la pasta.
—¡Ah! De eso no sé nada todavía. Tendré que esperar, ver por dónde respira… De momento no se ha indignado, no se ha ofendido, no me ha insultado ni me ha dicho que estaba mintiendo. Se ha quedado con la llave, eso sí. Me imagino que ahora irá por allí, y… No sé, tendrá que masticar todo esto.
—Ya, eso es lo normal, con eso ya contábamos, pero lo que no entiendo es por qué me has dicho que también ha ido todo muy bien.
—Pues… porque me he divertido mucho, la verdad.
—Pero, Raquel… —el asombro de Paco evolucionaba deprisa hacia la impaciencia—. Tú no has ido a comer con ese tío para divertirte.
—Pues no, tienes razón. ¿Pero qué quieres? Me he divertido.
No fue capaz de explicarlo mejor y dedicó el resto de la tarde a imaginar a Álvaro Carrión cayendo en todas sus trampas, un entretenimiento que la excitaba y la conmovía a partes iguales. Creía tenerlo todo bajo control, pero cuarenta y ocho horas después, ya lo había perdido. Eso no le preocupó. Lo más notable de todo fue que le trajo sin cuidado.
Rafael Carrión Otero la llamó el 6 de abril, miércoles, para informarla de que se había convertido en el presidente de las empresas de su familia. Antes de que ella tuviera tiempo de darse por enterada, le anunció que se había hecho cargo de la situación, que estaba ocupadísimo, que le gustaría ir a verla al día siguiente, por la mañana, eso sí, porque por la tarde todos los herederos estaban convocados a una reunión muy importante, que le agradecería mucho que tuviese la documentación preparada y que iba a liquidar los fondos porque ésa era la voluntad expresa de su madre. Nada de lo que me cuente me va a hacer cambiar de opinión, añadió al final, y ella ni siquiera lo intentó. Adiós a los fondos, se dijo, pues muy bien, y Paco Molinero no opinó nada distinto. A aquellas alturas, eso ya les daba lo mismo.
El hermano mayor de Álvaro no le gustó nada. Se le parecía tan poco que ni siquiera la deformación profesional la animó a retenerle. Alto y delgado, pero con barriga, tenía los hombros encorvados, la piel muy blanca y un pelo pobre, fino y ralo, al que quizás le sentaría mejor renunciar. Por lo demás, era arrogante, prepotente y tan áspero como si pretendiera resultar antipático a propósito.
—Creía que las inversiones de mi padre las llevaba un chico, Aguado, ¿no? —dijo antes de firmar.
—En efecto —contestó Raquel—, pero hace poco se hizo cargo de una operación muy delicada, muy complicada. Tiene mucho trabajo y me ha pedido que me encargue…
—Da lo mismo —firmó antes de que su interlocutora tuviera tiempo para terminar la frase que tenía preparada, miró el reloj, seleccionó los documentos—. Esto es para usted, ¿verdad?
Al despedirse de él, Raquel se dio cuenta de que la miraba igual que si fuera un mueble. En aquel momento, no le dio importancia, pero se encontró recordando la expresión de su rostro sin querer una semana más tarde, al compararla con la mirada concentrada, risueña pero más que levemente ansiosa, que le dirigió su hermano desde la barra de un restaurante japonés.
Ella ya había calculado que probablemente Álvaro la llamaría para devolverle la llave, pero, aparte de comprarse un vestido tan corto y escotado que parecía una combinación de las que se usaban en 1950, y una chaqueta de punto rosa que subrayaba en un grado admirable lo que aparentaba disimular, no planeó ninguna estrategia, ninguna otra ofensiva para aquella cita. Y aquella noche, todo empezó a venirse abajo.
Si quince días antes alguien le hubiera enseñado esa escena, si hubiera podido verse y mirarse, escuchar sus palabras y leer los pensamientos que las inspiraban, se hubiera echado a reír. Es imposible, habría dicho, ridículo, éste es el último hombre en el mundo con el que yo querría tener algo que ver en mi vida, el último, si naufragáramos juntos y fuéramos a parar a una isla desierta, construiría mi cabaña en el punto más alejado del que él escogiera para levantar la suya… Pero Álvaro Carrión sabía mirarla, y le pareció tan gracioso mientras señalaba en la carta los nombres del sushi con un dedo, y tan conmovedor al buscar las palabras justas para expresarse sin herirla, y tan encantador cuando confesó que había recogido todo lo que había en el ático para que su madre y sus hermanos no tuvieran que enterarse de nada, y tan inquietante en el momento que escogió para bajar la voz y mirarla a los ojos antes de preguntarle si había querido a su padre, y hacía tantos años que su cuerpo no crujía, y él lo lograba con tanta facilidad, que a la hora del postre se encontró pensando en el más inconveniente de todos los planes que el mundo era capaz de ofrecerle.
Él estaba pensando en lo mismo y ella se dio cuenta. Por eso pudo reaccionar, aquella noche sí, pero mientras miraba el reloj, fingía asustarse de lo tarde que era, y se recordaba en voz alta que tenía que madrugar al día siguiente, ya no estaba segura de nada, no sabía si iba a acertar o a equivocarse. Aquella noche, Álvaro Carrión ya era él, no la sombra de su padre, y Raquel Fernández Perea no podía seguir recurriendo a la debilidad de su tía Paloma para enmascarar su propia debilidad. Y sin embargo, se lo quitó de encima. Con suavidad y sin palabras, sin cerrar ninguna puerta ni despedirse hasta nunca, se lo quitó de encima y se dijo que había hecho bien, lo correcto, lo mejor, lo más sabio, lo más sensato, lo único que podía hacer. No quiso pensar que quizás nunca en su vida había tenido tantas ganas de acostarse con alguien, pero lo supo igual, hasta sin querer pensarlo. Y cuando entró en su casa estaba tan desmoralizada que ni siquiera tuvo fuerzas para pegarse a sí misma. Por imbécil.
Da lo mismo, mientras se metía sola en la cama se absolvió de sus pecados, se me pasará, y al levantarse por la mañana se consoló con el mismo pronóstico. Pero no dio lo mismo, porque no se le pasó. Pasaron los días, sí, uno, dos, tres, cuatro días, y el supuesto acierto de su renuncia empezó a diluirse en el ácido de los deseos insatisfechos, una sustancia tan irritante que es capaz de fabricar su propio antídoto.
¿Y qué?, ésa fue la primera dosis, ¿y si lo hiciera, qué?, yo no le voy a contar nada y en mi familia tampoco se va a enterar nadie… Aquella gota le sentó tan bien que empezó a tomar la misma medicina a cucharadas, y va a ser sólo una vez, ¿para qué más?, con un par de polvos lo arreglo todo, él está casado, así que, total, por una simple aventura sin importancia… Al final, comprobó que lo más eficaz era beber directamente de la botella, ¿y por qué me voy a enganchar, a ver?, si yo no me engancho nunca, si hace siglos que no me engancho con nadie, y además, lo más fácil es que no salga bien, ¿por qué va a salir bien?, lo normal es…, pues eso, que sea una cosa normal, agradable y punto, sobre todo la primera vez, y como no va a haber más, es que no sé ni para qué me preocupo… Lo preocupante sería no hacerlo, eso sí, porque si no me acuesto con él, me moriré pensando que era el hombre de mi vida, y eso no puede ser, pero, vamos, seguro que no, ¿por qué iba a ser el hombre de mi vida un hijo de Carrión, precisamente un hijo de Carrión?, no, es imposible… Y lo de los instintos, otra tontería, porque el instinto funciona, seguro que funciona, pero luego entran tantas cosas en juego, y no sé nada de él, no sé nada de su vida, yo me lo puedo permitir, sí, ¿pero él…? Igual está en plena luna de miel, igual se acaba de enamorar de otra, igual le van a despedir, o le van a ascender, o se va a ir a vivir al extranjero y no tiene el cuerpo para complicaciones, yo qué sé, lo más fácil es que me diga que no y con eso se acaba el problema… Yo le llamo, le digo que quiero devolverle un par de cosas de su padre, y a lo mejor hasta me pide que se las mande con un mensajero, que para eso están, y con eso, cumplo de sobra conmigo misma, ¿que no?, pues sí, claro que sí…
Raquel Fernández Perea nunca sabría que el 4 de abril de 1947, al bajarse de un tren en la estación del Norte, Julio Carrión González había celebrado consigo mismo una negociación similar, con un resultado muy diferente. Y sin embargo, se dio cuenta de que, al margen de lo que pudiera ocurrir después, Álvaro la había salvado, porque sólo después de aquella cena en la que empezó a ser él mismo, Raquel comprendió que estaba tratando con un hombre, un ser vivo, delicado, indefenso, tan inocente de las culpas de un fantasma como la propia Paloma en el instante en que Julio la traicionó. A pesar de todo, aunque Carrión ya estuviera muerto y la historia demasiado lejos de la derrota, de la victoria, ella nunca podría cambiar de bando, seguir con alegría los pasos del traidor. Y eso era lo que había hecho hasta que las palabras, las sonrisas, las miradas de Álvaro la convencieron de que estaba tratando con él, no con su padre. Al pensarlo, sintió un escalofrío, y entonces todo se esfumó, sus planes, su ambición, su proyecto de venganza. En el hueco que dejó libre la sombra de un número de seis cifras, no halló sólo el resplandor rojizo y denso de su deseo, sino también el eco de las palabras de su abuelo, lo que es mejor para vivir aquí, y la memoria de todas las promesas que no había querido cumplir.
—No le he dicho nada —en la mañana que sucedió a aquella cena, Paco Molinero recibió sus noticias con una mirada estupefacta en la que ella no quiso detenerse—. No encontré el momento, ni la manera, y además… Da igual, ésa es la verdad, que ya me da igual. Creo que esto ha llegado demasiado lejos. He perdido el impulso, las ganas que tenía al principio, y ahora me parece que ha sido una locura. Me acuerdo mucho de mi abuelo, ¿sabes? Estoy segura de que es lo que habría preferido él, y de repente lo entiendo, entiendo muy bien sus razones…
Se las explicó y no logró convencerle, pero tampoco se dejó arrastrar por la vehemencia con la que él defendió los criterios opuestos.
—¿Pero cómo te va a dar igual un millón de euros, Raquel? Eso no puede ser, es imposible, a nadie le da igual un millón de euros…
En aquel momento, Raquel se dio cuenta de que los dos habían dejado ya de ser un equipo, como dos emisoras de radio que han empezado a transmitir en frecuencias distintas. La culpa era suya, porque no le había contado la verdad. Por eso Paco no la entendía, no podía entenderla, pero desde entonces, la miraba con tanta atención como si la estuviera vigilando, o eso sentía ella, al menos.
—A ti te pasa algo —le advirtió unos días después—. Estás rarísima, tía. A ver, ¿qué es lo que te acabo de contar?
—Pues… —si es que se me nota, se decía entonces a sí misma, se me nota y es fatal, claro, es horroroso, porque así, ni se puede trabajar, ni se puede hablar con nadie, ni nada—. No sé, algo de las cuentas de esa cementera, ¿no?
—¿Lo ves?
—Sí, pero no me pasa nada —esto no puede seguir así, yo no puedo seguir así, de verdad, tengo que hacer algo, aunque sea para descalabrarme, pero algo—. Que estaba distraída, sólo…
Así entró un péndulo caótico en su vida.
Una semana después de haber cenado sushi con él, Raquel Fernández Perea llamó a Álvaro Carrión Otero y le propuso una cita para el día siguiente. Él no le dijo que no, y a ella se le olvidó hasta que aquella tarde había quedado con Berta.
—Creía que Jaime era un engreído insufrible que sólo sabía hablar de sí mismo y que en la cama daba juego pero tampoco era tan buen actor aunque estuviera ganando tantos premios.
Lo dijo de un tirón, sin pararse a saludar, y Raquel, por no entender, ni siquiera entendió qué hacía su amiga en la puerta de su casa a las seis menos diez de aquella tarde.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, como te has puesto tu vestido de la suerte…
Raquel bajó la cabeza y vio exactamente lo que esperaba, la falda de un vestido estampado con florecitas amarillas y hojas verdes en el que confiaba más que en ningún otro modelo de su vestuario. Por eso lo llamaba su vestido de la suerte, porque era el que mejor le sentaba, el que más la favorecía, pero eso no explicaba la irrupción de Berta, ni su alusión al actor con el que se había acostado después de encontrárselo en una fiesta a la que habían ido juntas, la última Nochevieja.
—Sí, me lo he puesto —admitió—, pero eso no tiene nada que… —entonces se acordó—. ¡Ay, claro! Que habíamos quedado para ir al teatro, a ver a Jaime, y eso… —y se sujetó la cabeza con las dos manos, como si quisiera asegurarse de que la llevaba puesta—. ¡Ay, Berta!
—Se te había olvidado —supuso ella.
—Sí, es que… No sé, últimamente no doy una, de verdad…
—Has quedado con un tío.
—Sí… —la miró y se echó a reír—. ¡Sí! Y no sabes cómo es, no lo sabes, es… Bueno, he quedado con él a las seis y cuarto. Baja conmigo y te lo enseño. Vamos a ir a ver una exposición sobre agujeros negros.
—¿Qué?
—Agujeros negros —se quedó mirándola y se echó a reír—. El espacio estelar, ya sabes… Es físico, de la Física y Química, las palancas, las potencias y todo eso. La ha montado él.
Entonces fue Berta la que se rió.
—¿Y eso te apetece?
—Muchísimo.
—Mira que estás tonta, ¿eh?
—Perdida —y por fin se rieron las dos juntas—. Ya te lo he dicho…
Después, el azar le dio una oportunidad bajo la forma de una niña fea y gorda que no sabía qué era lo que le parecía raro en un aparato con dos chorritos de agua y una manivela. Mientras Álvaro desentrañaba su confusión en voz alta, Raquel sintió dos tentaciones simultáneas y contradictorias. O le beso en la boca o salgo corriendo. Había una tercera, contárselo todo, pero no quiso considerarla siquiera. Tampoco le apetecía correr, y por eso se limitó a consagrar como certeza una intuición que la había deslumbrado la última vez que estuvieron juntos. A Álvaro no le molestó escuchar que no parecía hijo de su padre, y estuvo de acuerdo en que lo mejor era no volver a acordarse de él, y aquél habría sido el momento de hablar, de consentir que la verdad aflorara al menos a una esquina de alguna palabra. Lo primero que hizo mi abuelo con mi abuela, después de acostarse con ella, fue enseñarle a leer y a escribir. Llegó a componer esa frase en la cabeza, pero pensó que Álvaro también era español, que estaría acostumbrado a los misterios, a los silencios, y que no le estaba mintiendo, ya no, no volvería a mentirle nunca más. Era verdad que le habían hecho un test de inteligencia en el instituto, y verdad que una de las pruebas tenía que ver con dos amas de casa que sujetaban una aspiradora a distintas alturas, y verdad que se había pasado de lista, que había metido la pata, que aquel error le había bajado la media de ciencias una barbaridad. El conocía la respuesta correcta, y era muy buen profesor, y le gustaba mucho, le gustaba tanto que estaba deseando meterse en la cama con él, y total, sólo iba a ser un polvo, como mucho dos, una simple aventura sin importancia. Pero dentro de la caja envuelta en papel de regalo que él puso encima de su plato antes de cenar, había dos péndulos, uno normal, estable, regular, encadenado a su propia previsible naturaleza, y otro caótico, caprichoso, loco, impredecible, y los dos juntos, funcionando a la vez durante toda la eternidad, no habrían servido para formular, ni siquiera con decimales, lo que le pasó aquella noche a Raquel Fernández Perea mientras todo empezaba a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre.
—¿Pero tú te has vuelto loca o qué? —Berta se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y ya era tarde.
Cuando le contó a ella, y sólo a ella, la verdad completa, ya estaba tan enganchada que ni siquiera podía explicar muy bien lo que significaba ese adjetivo.
Hasta entonces no se lo había contado a nadie porque no quería ni pensarlo, no quería medir las dimensiones de la ratonera en la que estaba siendo tan feliz, más que antes, más que nunca, no quería saber nada y por eso no lo comentaba ni consigo misma. Cuando estaba sola, prefería imaginar otra escena, un sábado por la mañana y el sol entrando a raudales por los balcones, Álvaro en casa, en pijama, ella volviendo de la compra con un ramo de flores que repartía entre varios jarrones de cristal transparente. Eso era lo único que quería saber, pero la noche anterior habían cenado los tres juntos, y había tenido que improvisar un mareo fingido para que Álvaro y Berta se callaran de una vez, y en aquella pizzería no hacía tanto calor. No había logrado engañar a su amiga y las dos se habían dado cuenta al mismo tiempo. Por eso la había llamado, y después habría podido soltarle cualquier otro rollo, llegó a imaginarlo, podría haberle dicho que habían discutido antes de ir a cenar y que se había quedado tan blandita que luego se había echado a llorar, podría haberle contado eso o cualquier otra cosa, pero había pasado el tiempo, apenas tres meses para los demás largos para ella como una vida entera, había llegado el verano y las flores de colores, los jarrones de cristal, estaban tan cerca como si fueran reales, como si pudiera tocarlos con las yemas de los dedos. La noche anterior, al hablar de sí mismo, Álvaro había hablado también de ella, porque alguna vez tendría que ser, alguna vez tendría que hablar, alguna vez tendría que contarle la verdad a alguien. Decidió empezar por su mejor amiga, y Berta la inestable, Berta la loca, la impulsiva, la caprichosa, la desequilibrada, Berta la inepta, la que jamás se liaba con un hombre que le conviniera, se llevó las manos a la cabeza y la miró con los ojos muy abiertos, la cara tan pálida como si fuera de cera.
—¿Pero qué me estás contando, Ra? —le dijo entonces—. No me lo puedo creer, en serio, es que no me lo creo. ¿Pero qué locura es ésta? ¿Cómo se te ha ocurrido meterte en una historia así?
—No me he metido, Berta —al principio intentó defenderse—. Yo no me he metido, me ha pasado… Ha pasado, solamente, y no he podido… Ha sido una casualidad, todo, una casualidad, yo… Yo no sabía que me iba a pasar esto, ¿cómo iba a imaginarme que me iba a enamorar de él? No sé, la verdad es que no lo sé, es que todavía no lo entiendo, era todo tan fácil, ha sido todo tan fácil, que no me he dado ni cuenta…
No lo estaba haciendo bien. Se dio cuenta de que no lo estaba haciendo bien, de que así no lograría convencer a nadie, pero su amiga no le pidió más explicaciones. Se acercó a ella, la abrazó, y procuró parecer animada.
—Bueno, no pasa nada —pero Raquel se dio cuenta de que no se lo creía ni ella—. No creo que sea tan grave, porque… Tiene que haber alguna manera de arreglar esto, ¿no?
—Eso espero.
—Seguro que sí —su amiga volvió a abrazarla—. Y de momento, ¿qué vas a hacer? Seguir como si tal cosa, supongo…
—Claro —Raquel se sintió mejor—. Él está casado, tiene un hijo, no va a dejarlo todo por mí, ¿no?, los hombres casados nunca hacen eso. Y ahora nos vemos mucho, porque ya no da clase, está de vacaciones, pero luego… Pues, no sé, las cosas volverán a ser como antes y, mientras todo siga así… No voy a contarle nada, Berta, no puedo. No puedo contarle qué clase de hombre era su padre, qué clase de cosas hacía, podría odiarme sólo por eso. Y además, si se enterara, nunca más volvería a confiar en mí. Pensaría que soy una tramposa, una mentirosa, una estafadora… Yo no soy así, tú lo sabes, pero él… Si se enterara, no podría volver a mirarle a la cara, me moriría de vergüenza, ¿entiendes? Yo le quiero, Berta, le quiero tanto que no podría soportar que pensara eso de mí, ni siquiera podría vivir con él sabiendo que lo piensa, aunque no me lo diga. Yo le quiero, Berta, le quiero… Bueno, eso ya lo he dicho, ¿no?
Acababa de darse cuenta de que si seguía por ese camino iba a ponerse a llorar, y no se lo podía permitir, porque eso sería aceptar que todo iba a acabar mal, que su historia con Álvaro se desmoronaría más tarde o más temprano, pero sin remedio, así que sacudió la cabeza y procuró ser optimista.
—Sin embargo, si sigue pasando el tiempo, si estamos liados una temporada larga, si me conoce más y se olvida de su padre, a lo mejor… A lo mejor puedo no contarle nunca nada, o… A lo mejor, llega un momento en el que ya no sea tan importante. Y si se tiene que acabar, que se acabe, pero que dure lo más posible, ¿o no? Yo ya no sé nada, Berta, no sé qué pensar, ni qué creer… Nada.
—Total —concluyó Berta con un acento casi filosófico—, que debes de ser la única mujer en la historia de la Humanidad que se lía con un hombre casado y está deseando que no se vaya de casa —y las dos se echaron a reír.
Pero aquella noche, cuando se quedó sola, Raquel pensó en ella, pensó en Álvaro, repasó sus cálculos y sintió que se vaciaba, que su cuerpo se convertía en un hueco, un espacio vacío, un hoyo hambriento, capaz de devorarlo todo. Porque ella amaba a aquel hombre, le amaba más que nadie, más que a nadie, pero su amor no iba a servir de nada. No existía una pobreza comparable a la suya, una amargura semejante a la que estaba probando, un destino tan cruel como el suyo. Porque tanto amor no iba a servir de nada. Hacía tiempo que pensaba en sábados soleados, flores de colores, jarrones de cristal transparente, pero hasta aquella noche no comprendió que la escena en la que se acunaba a sí misma antes de dormir era mucho más que una fantasía, una elección trivial o un residuo de romanticismo adolescente. Las flores inexistentes que ponía en unos jarrones que tampoco existían eran su seguro de vida, una garantía de supervivencia.
Aquella noche, cuando su amiga Berta se marchó, Raquel Fernández Perea se murió un poco. Se murió de pena, se murió de rabia, se murió de miedo. De amor no, porque el amor la mantenía viva, su amor la preservó viva e intacta, alegre y confiada, entera, hasta el instante del golpe definitivo. Y cuando la vida que deseaba se extendió ante ella, cuando Álvaro Carrión la desplegó a sus pies como una alfombra mágica, y le ofreció todo lo que tenía, y ella lo rechazó, Raquel sintió que se moría del todo y no quiso morirse, aquella noche no, en aquel momento no, con él delante no.
Berta le había dicho que tenía que haber una manera de arreglarlo y ella quiso creerlo. Tengo que encontrar una manera de arreglarlo, le dijo a Álvaro al día siguiente, mientras desayunaban juntos, y luego lo repitió para sí misma, una, diez, cien, mil, un millón de veces.
Tenía que encontrar una manera de arreglarlo, y una, diez, cien, mil, un millón de veces se tumbó en la cama, boca arriba, muy estirada, con las manos cruzadas y encima del pecho, igual que un cadáver. Era su postura de pensar, pero tampoco le sirvió de nada. El verbo desaparecer la acechaba desde todas las esquinas, la esperaba en todos los caminos, se asomaba detrás de cada una de las puertas por las que intentó escapar de su brutalidad, el despiadado designio que le imponía la renuncia de lo único que le importaba.
No puede ser, pensó, no puede ser. Una, diez, cien, mil, un millón de veces. Y se levantó de la cama, se fue al baño, se mojó la cara con agua fría, se miró en el espejo y volvió a tumbarse. Pero ya no volvió a tener una buena idea.