Yo tenía once años, y mis padres un chalé en el pueblo de Navacerrada. Era una casa de dos plantas con garaje y jardín, en una urbanización de parcelas de mil ochocientos metros cuadrados, todas iguales, aunque algunas tenían piscina y otras no. Situada en la falda de un monte sembrado de pinos, ofrecía un escenario clásico para un veraneo de clase media tirando a alta. Sin recinto vallado ni vigilancia de ninguna clase, tenía calles de tierra, una explanada con espacio suficiente para jugar al fútbol y una docena de niños de mi edad.
—¿Rafa?
—Sí.
—Hola, soy Álvaro.
Cuatro años después, mi padre construyó en La Moraleja una casa para vivir todo el año, con un jardín tan grande que nunca llegamos a usarlo entero y una piscina en la que cabía varias veces la que teníamos en Navacerrada. Su familia había dejado de pertenecer a la clase media, y en consecuencia, aquel chalé se vendió. Aparte de mí, nadie pareció lamentarlo mucho. Mis hermanos mayores ya lo eran demasiado como para apreciar la monotonía de los veranos en la sierra, y Clara aún no había descubierto la libertad desde el manillar de una bicicleta, pero yo había sido muy feliz en aquel lugar, y siempre tendría una cicatriz en la pierna izquierda para recordarlo.
—Ya, me imaginaba que ibas a llamar.
—¿Estás en la oficina? Tengo que hablar contigo.
—Ahora no, Álvaro, son casi las dos y media…
Aquella tarde habíamos ido a la presa en bici. Lo teníamos expresamente prohibido y por eso lo hacíamos. Para llegar hasta allí, había que pedalear durante un buen trecho por una carretera peligrosa, con mucho tráfico, y cruzarla después para alcanzar la gloria, el puente que se elevaba sobre el dique del embalse. Los pescadores ni se molestaban en volver la cabeza para mirarnos, pero nosotros nos sentíamos muy orgullosos de aquella hazaña que se agotaba en sí misma, porque una vez arriba no había gran cosa que hacer, mirar el agua, dejar las bicis en un recodo para descansar en la hierba que recubría las lomas del otro lado del puente, advertirnos los unos a los otros en voz alta que aquello era ya Becerril, y no Navacerrada, y pensar en el camino de vuelta, una cuesta abajo mucho más temible que el repecho que habíamos tenido que coronar a la ida.
—Bueno, entonces podemos comer juntos.
—No, no puedo. He quedado con un asesor de la Consejería de Obras Públicas de Castilla-La Mancha.
—¿Y a qué hora vuelves a la oficina?
Hasta que a alguien se le ocurrió que existía más de una manera de hacer carreras. La culpa la tuvo el Tour, o la Vuelta a España, esas etapas que veíamos juntos todas las tardes en una casa o en otra, respetando siempre un turno establecido para que no se enfadara la madre de ninguno y frecuentando lo menos posible las que tenían piscina, para poder seguir bañándonos juntos todas las mañanas sin que ninguno recibiera quejas por los abusos de su pandilla. No teníamos cronómetro, pero sincronizábamos nuestros segunderos antes de empezar, como en las películas de espías, y corríamos contra el reloj en la calle donde terminaba la urbanización, aunque para celebrar las finales subíamos siempre hasta el puente de la presa.
—A las cinco, pero… No sé, Álvaro, tampoco hace falta que quedemos hoy, ¿no? Ya sé que has dejado a Mai, y sé que la has dejado por otra, y yo no digo nada, por cierto, prefiero suponer que sabes lo que haces y por qué lo haces. Ni Isabel ni yo tenemos la menor intención de intervenir en esto, así que…
—Ya, pero es que tengo que hablar contigo también de otras cosas.
—¿Sí? Bueno, pues entonces…
Aquella semana yo no me había clasificado, pero entré en el puente esprintando, de pie sobre los pedales, el cuerpo oscilando a un lado y a otro. Supongo que pretendía demostrarme a mí mismo, y a los demás de paso, que sólo había tenido un mal día, pero que seguía siendo de los mejores, de los más rápidos. Quizás nunca lo fui tanto como aquella tarde, porque bastó con que la rueda rozara con el bordillo para que la bicicleta saltara por los aires y yo con ella. Aterricé de perfil sobre uno de los pedales de la bici del chico que marchaba, y que cayó, detrás de mí. Era un modelo antiguo, de bordes dentados, y el filo metálico se me clavó en la pantorrilla izquierda como si fuera una esquirla de metralla.
—Voy a verte a las cinco, ¿vale?, y otra cosa… ¿Te importa que llame a Angélica para quedar con ella allí también?
—A mí no, pero te advierto que a ti sí debería importarte. Está hecha una fiera. No sé si sabes que quien habló con Mai fue ella.
—Sí, ya lo sé, me lo ha contado Julio. He estado tomando una cerveza con él, se acaba de ir. Pero tengo que hablar con Angélica igual, quiero hablar con todos vosotros.
La primera vez que intenté levantar la pierna del pedal, moví la bici entera. El metal estaba demasiado incrustado y mis amigos tuvieron que ayudarme. Cuando tiraron de mi pie para arriba, aullé de dolor, pero eso no me impresionó tanto como el chorro de sangre que brotó de la herida. Me había hecho un buen destrozo y estaba solo, con once años y entre otros chicos de once años, lejos de casa, lejos del pueblo, en el puente de la presa. Mi eterno competidor, el otro ciclista más veloz de la pandilla, había ido ya a avisar a mis padres, pero la sangre no paraba de brotar, y entonces me acordé de los tebeos de Hazañas Bélicas, y de esas películas sobre la guerra del Pacífico que solía ver con papá y con Julio los sábados por la noche. Lo había visto hacer muchas veces, sabía por qué, para qué se hacía, y no vacilé. Me quité la camiseta, la rasgué por la costura, me la lié justo encima de la herida y apreté muy fuerte con la ayuda de un palo que hizo las funciones de tornillo. Al ponerme de pie, la herida me dolía tanto que creí que iba a desmayarme, pero no me quejé, porque la expectativa de la bronca y el castigo me daba mucho más miedo que el aspecto de mi pierna. En aquella época, yo ya lloraba poco, muy poco, casi nunca, pero sabía que mis padres estaban en casa y que sería él quien vendría a buscarme, porque mamá nunca había aprendido a conducir.
—Muy bien, como tú quieras. Entonces nos vemos a las cinco… Cinco y media, mejor.
—Vale, a las cinco y media.
—Bueno, te tengo que dejar, que llego tarde…
Fue papá el que vino, y muy deprisa. Cuando su coche enfiló el puente, sentí que me quedaba sin aire, pero pude ver su cara antes de que aparcara, y en ella ni rastro de la furia que esperaba. Cerró la puerta sin echar la llave y vino hacia mí casi corriendo, con el ceño fruncido de preocupación y un gesto alarmado, pero también compasivo, que me pareció más digno de su mujer. Nunca había visto aquella expresión en su rostro, y tampoco había escuchado nunca el temblor de aquella voz. ¿Qué te ha pasado, hijo? Entonces llegó hasta mí, me cogió por los hombros, me miró con atención, me besó en la frente. Me he caído y me he hecho una herida en la pierna, le dije, y él ya estaba en cuclillas, mirándola. ¿Y esto?, preguntó señalando mi camiseta con un dedo. Estaba sangrando mucho y me he hecho un torniquete, le expliqué, y volvió a levantarse, me miró, sonrió. Eres muy valiente, Álvaro. Me abrazó, le abracé, y me sentí muy feliz de repente, muy orgulloso de llamarme Carrión, de ser su hijo.
—¿Sí?
—Hola, Angélica, soy Álvaro.
—¡Hombre! Contigo quería yo hablar. Estarás contento, ¿no?
Luego pasó su brazo derecho por debajo de los míos y me advirtió que no apoyara la pierna herida antes de ayudarme a llegar hasta el coche. Mis amigos nos abrieron paso, en sus ojos una luz unánime de simpatía, casi admiración por aquel hombre que era mayor y sin embargo sabía comportarse como un igual, un compañero. Aquel invierno, mi padre había cumplido cincuenta y cuatro años, no muchos menos de los que tenían los abuelos de algunos chicos de la urbanización, y aunque no los aparentaba, el dato de su edad bastaba para inspirar en ellos un respeto fronterizo con el temor. Todos, sin excepción, preferían tratar con mi madre, que era tan joven como las suyas, muy rubia y apacible en apariencia, pero aquella tarde aprendieron que Julio Carrión era un hombre extraordinario, y esa condición se reveló con una intensidad que nunca habían sospechado cuando me acomodó en el asiento trasero y, antes de coger el volante, se quedó de pie junto a la puerta, les miró, les sonrió y les dio las gracias por haber ayudado a su hijo. A partir de aquel momento, habrían hecho cualquier cosa por él.
—Mira, Angélica, lo que no estoy es dispuesto a discutir contigo.
—Pues me temo que no te va a quedar más remedio, porque lo que has hecho no tiene nombre, Álvaro, en serio. ¿Tú sabes cómo está tu mujer? ¿Sabes que la has destrozado? ¿Y tu hijo? ¿Es que no has pensado en él? No entiendo cómo has podido…
—Refréscame la memoria, Angélica. Tú te liaste con Adolfo antes de dejar a Nacho, ¿verdad?
Cuando salimos del puente, le pregunté adónde íbamos. Primero a casa, me contestó con voz serena, a avisar a mamá y a que te pongas otra camiseta, no puedes ir por ahí medio desnudo… Y luego a Madrid, a que te cosan esa pierna en un hospital. Pero podemos ir al médico del pueblo, ¿no?, propuse yo, dispuesto a minimizar mi responsabilidad, y él negó con la cabeza. No, dijo luego, no me fio. Prefiero llevarte a un hospital, sólo tienes dos piernas, que yo sepa, y no me cuesta ningún trabajo… Entonces llegamos a casa y mi madre vino corriendo hacia el coche, abrió la puerta, me cubrió de besos, me miró la herida, empezó a chillar. ¡Pero, bueno, Angélica!, y aquella tarde, su marido sólo la regañó a ella, si no ha sido nada, un simple accidente, ¿qué quieres, asustar al niño? Vete a por una camiseta, anda, y mete un pijama para cada uno en una bolsa, y los cepillos de dientes, por si nos tenemos que quedar a dormir en Madrid…
—Sí, pero Nacho ya me había dejado a mí una vez, acuérdate. Se largó con una enfermera y estuvo tres meses fuera de casa, y luego, cuando volvió… Bueno, da igual. Mi caso no tiene nada que ver con el tuyo, Álvaro.
—No poco.
—¡No! Nada en absoluto. Mi matrimonio era un desastre, hacía años que estaba muerto y tú lo sabes, lo sabe todo el mundo.
El era así, capaz de transmitir serenidad, confianza. Era muy difícil llevarle la contraria, y aquella tarde, su mujer ni siquiera lo intentó. Entonces dejé de sentirme culpable y empecé a vivir lo que estaba ocurriendo como una aventura, hasta un privilegio. Lo fue. Mientras conducía hacia Madrid, sólo me preguntó dos veces si me dolía la pierna, y le mentí. No mucho, dije, y él me contó una historia antigua y emocionante de la que nunca me había hablado antes y que nunca le escucharía repetir después, un episodio que parecía la secuencia de una película, Romualdo Sánchez Delgado, que había estado jugando al fútbol conmigo hacía sólo un par de domingos, inconsciente y con medio cuerpo congelado, y mi padre, su amigo Eugenio, cada uno con una pistola en la mano, advirtiendo en español a un médico alemán que le matarían allí mismo si se le ocurría amputarle la pierna. Así que ya ves, me dijo, cuando empezábamos a distinguir a lo lejos la torre de La Paz, soy un especialista en salvar piernas y esta vez ni siquiera voy a tener que sacar la pistola, ¿no? Y yo me eché a reír, y volví a asegurarle que no me dolía, y a sentirme feliz, orgulloso de él, de ser su hijo.
—Vale, Angélica, en eso llevas razón. Pero eso no cambia nada. Tú te enamoraste de otro hombre y yo me he enamorado de otra mujer. Entonces era tu vida y ahora es la mía. Cada uno toma sus propias decisiones, ¿no?
—No es lo mismo, Álvaro.
—Pues, mira, probablemente no, pero seguro que se parece bastante.
El torniquete se lo ha hecho él mismo, doctor, con su camiseta y un palo que ha encontrado tirado en el suelo, ¿qué le parece? Después de sonreír con mi padre, el médico, que era joven y simpático, examinó la herida, se me quedó mirando, me sonrió a mí. Eres muy valiente, Álvaro, escuché por segunda vez en una sola tarde, esto tiene que haberte dolido mucho. Yo no contesté, y él volvió a dirigirse a mi padre. Le vamos a poner anestesia local para coserle. Se va a quedar con un buen siete, pero si cicatriza bien, no va a tener ningún problema… Él asintió con la cabeza, sonriendo siempre. No tenía miedo, y eso bastaba para que yo tampoco lo tuviera. Cuando terminó con el vendaje, que era muy aparatoso, el médico se puso serio para advertirme que lo más importante de todo era que no apoyara el pie. Ya sé que es una faena hacer reposo en mitad del verano, pero no te va a quedar más remedio, y para eso también hace falta ser valiente… Luego, papá me enseñó a andar con muletas y aprendí bien, muy deprisa, tanto que, al llegar al coche, estuve seguro de que iba a llevarme de vuelta a Navacerrada. Pero me abrió la puerta del copiloto y condujo en dirección contraria, hacia una marisquería carísima que estaba en la calle Fuencarral, muy cerca de la glorieta de Bilbao. Yo sólo había ido allí una vez, en uno de sus aniversarios de boda, pero él debía frecuentarla bastante, porque los pocos camareros que no estaban de vacaciones le saludaron por su nombre, me alegro de verle, don Julio.
—Yo creo que no.
—Pues yo estoy seguro de que sí. Y además, yo no soy como Julio, Angélica, yo no le ponía los cuernos a Mai, no andaba detrás de todas las mujeres con las que me tropezaba. Estoy seguro de que tú lo sabes, porque ella lo sabe también.
—Claro que lo sabe. Por eso está dispuesta a perdonarte, está deseando que vuelvas a casa. Piénsalo, Álvaro. No puedes tirar tu vida entera por la borda por un simple capricho.
Ya sé que agosto no tiene erre, le dijo al maître cuando nos sentamos a la mesa, pero estoy seguro que podrá usted hacer algo por este héroe del ciclismo. Desde luego, aquel hombre sonrió antes de empezar a servirnos una cena maravillosa, pero ni las cigalas, ni los percebes, ni el centollo me gustaron tanto como estar allí, con mi padre, cenando juntos como dos compañeros, dos camaradas. Nunca había estado tantas horas a solas con él, y nunca había pensado que pudiera ser tan fácil, que encontraríamos tantas cosas de las que hablar, que nos reiríamos tanto. Aquella noche fue una de las más grandes de mi vida, tal vez la mejor que había vivido hasta entonces, o al menos así la recordaría después, y cuando salimos del restaurante era muy tarde, y no podía iluminarnos otra luz que la de las farolas, pero yo vi un resplandor amarillento y cálido acariciando el cuerpo de mi padre, rodeando su cabeza como un halo imposible, distinguiéndolo de los árboles y los edificios, de los coches y los transeúntes, y aquella luz me abrazó a mí también, me fundió con él en un lugar aparte, y nunca podré recordarlo de otra manera, mi padre y yo brillando juntos en la oscuridad compacta de una noche de agosto, en la ciudad desierta del verano de mis once años.
—No es un capricho. Y no voy a volver.
—Pues te equivocas. Te vas a equivocar y lo siento por ti. Porque tienes una mujer estupenda, y una vida buenísima, Álvaro. Mai y tú habéis sido siempre muy felices, daba envidia veros, y lo sabes, y de repente…
—Mira, Angélica, no quiero seguir discutiendo sobre esto. Tú no sabes nada de mí y no te lo voy a contar ahora. Pero tengo que hablar contigo. De papá. Por eso te he llamado.
Nunca he olvidado aquella luz que estaba en nosotros, que éramos nosotros, que nos acompañó hasta la calle Argensola, y me sostuvo en el portal mientras él aparcaba, e inundó el ascensor, el recibidor, el pasillo, y se hizo más fuerte mientras mi padre me ayudaba a ponerme el pijama, y me tapaba como a un niño pequeño, y me besaba antes de acostarse en la cama de al lado, por si los calmantes no hacían el efecto previsto y el dolor me despertaba en la mitad de la noche. Aquella luz no se extinguió ni siquiera cuando nos quedamos a oscuras y de repente sentí que no podía quedarme dormido sin hablar, sin contarle lo que me pasaba. Te quiero mucho, papá, le dije entonces. Y yo te quiero mucho a ti, hijo mío. Eso me dijo, y la felicidad me escoció en los ojos, mis ojos de niño valiente, que sólo tenía once años pero aquella tarde no había llorado, que ya lloraba poco, muy poco, casi nunca.
—¿De papá? ¿Y qué tienes que decirme tú de papá?
—Algunas cosas que no se pueden contar por teléfono. He quedado con Rafa en su despacho, a las cinco y media. ¿Puedes venir?
—Sí, pero iré solamente si me prometes que vas a pensar muy bien en lo que acabo de decirte.
Al día siguiente, los dos nos levantamos de muy buen humor. Bajamos a desayunar a la calle y hablamos poco. Ya no hacía falta. Fuimos oyendo la radio en el viaje de vuelta y también recuerdo el sol, el viento que entraba por la ventanilla, las canciones del verano que tarareamos a dos voces. Luego, mamá se hizo cargo de mí. Me abrazó, me sobó, me besó un millón de veces, y sacó una butaca de mimbre al porche, colocó delante un taburete para que apoyara el pie, me preguntó qué me apetecía leer, escuchar, comer, beber, se ofreció para jugar conmigo a todos los juegos de mesa que teníamos en casa y yo me dejé mimar, pero respondí con una sonrisa a todas las sonrisas con las que su marido glosó aquella escena, y con una mirada de inteligencia a todas las que me dirigió durante aquellos días. Dos semanas después, ella se empeñó en venir con nosotros a Madrid, y soltó un chillido al ver la cicatriz, que no era un siete sino más bien una zeta mayúscula en el centro de mi pantorrilla izquierda. ¡Angélica, por Dios, que no es una niña! Mi padre se echó a reír. Además, en cuanto empiecen a salirle pelos, ni se le nota… En eso también tuvo razón. Yo era el único de sus hijos que había salido a él, y mis piernas se cubrieron pronto de un vello oscuro y rizado, capaz de ocultarlo todo excepto que soy, que siempre seré, hijo de Julio Carrión González.
—Angélica, por favor… Tengo cuarenta años.
—Precisamente por eso. Es la mejor edad para hacer tonterías.
—Bueno, pues ya está. Yo te he avisado y no voy a prometerte nada, pero si quieres venir, allí nos vemos.
Cuando acabé de hablar con mi hermana Angélica, la pierna volvía a dolerme. Sentía la cicatriz, su forma exacta, el dibujo que trazaba sobre mi piel, el miedo, la valentía y aquel viejo dolor, calor y frío, los labios de la herida blandos, ensangrentados, quemando la carne, hundiéndola hacia dentro. Hacía muchos años que no lo recordaba. Aquel día no habría querido recordarlo, y sin embargo la pierna me dolía, la luz brillaba, me iluminaba con tanta fuerza como si nunca se hubiera apagado, como si nada pudiera extinguirla. Sentado a solas en una cafetería del Paseo de La Habana, ante una mesa de madera oscura que tendría cualquiera de esos misteriosos nombres africanos que Mai habría sabido adjudicarle sin vacilar, aún podía verle frente a mí, en otra mesa con un mantel rosado, una vela encendida y una imponente fuente de marisco entre los dos, su sonrisa grande, poderosa, su cabeza magnífica. Veía a mi padre aquella noche de verano, un resplandor amarillo y tierno nimbando su rostro, y me veía a mí mismo, tal y como era entonces, pequeño y valiente, orgulloso, feliz de estar con él, de ser el hijo de un hombre extraordinario. No había elegido aquel recuerdo, no habría querido recuperarlo, pero no pude arrancar sus ojos de los míos. Mi memoria había elegido por mí, y había querido devolverme aquel dolor, aquel amor, tan sólido y sincero, tan auténtico, que nada, nadie, podría acabar con él, herirlo, derrotarlo.
—Póngame otro whisky, por favor. Y algo para picar.
—Ahora mismo le traigo la carta.
—No, no quiero comer. Con unos panchitos tengo bastante.
Yo amaba a mi padre. Le quería, le admiraba, le necesitaba. Quizás no lo había olvidado pero me las había arreglado para no recordarlo mientras leía la carta de mi abuela, y después, cuando Raquel me habló de Julio Carrión González, joven y seductor en la derrota, en la victoria, en el desastre final, definitivo. Un mentiroso, un tramposo, un traidor, un ladrón, un estafador, un oportunista, un hombre sin moral, sin sentimientos, sin escrúpulos, una mala persona. Todo eso era fácil, había sido fácil escucharlo, aprenderlo, encajar cada dato, cada secreto, en el perfil de un personaje de ficción, un desconocido de nombre familiar que era mi padre, sí, y el de mis hermanos, el marido de mi madre, pero nada más. Mientras mi propio amor estuvo ausente, esas dos palabras, mi padre, no fueron más que una etiqueta, una expresión útil para clasificarle, un título sin demasiado contenido. Julio Carrión González había sido mi padre y yo su hijo, su heredero pero no su cómplice. Hasta que mi memoria me traicionó para serme fiel, y todas las palabras recobraron de golpe su sentido.
—¿Me trae la cuenta, por favor?
—Aquí tiene, señor.
—Gracias, quédese con la vuelta.
Había aprendido a amar a Raquel Fernández Perea por encima del amor de mi padre. Ahora tendría que aprender a amarla al margen de ese amor, y de todas sus mentiras. Entretanto, me había ido rompiendo por dentro, al principio suavemente, un pequeño crujido en la conciencia, la insidia de unos pocos objetos vergonzosos, las torpezas de mi imaginación y el furor con el que había decidido exterminarlas. No había sido sencillo pero tampoco demasiado complicado, hasta que la verdad se ató a mis brazos, a mis piernas, y empezó a galopar en cuatro direcciones distintas, y sentí la tensión, el desgarro de un desmembramiento que nunca podría reparar. Dispuesto a recomponerme como fuera, tuve que aceptar que las articulaciones no volverían a ser las mismas, que mis huesos no se soldarían en los ángulos que formaban antes y mi cuerpo arrastraría para siempre las secuelas de aquel proceso, miembros amputados, de longitud dispar, la huella de la sangre, una cojera leve, o no tan leve, un dolor sostenido, sordo y fatigoso, en el amanecer de los días nublados. El amor lo puede todo, y entre quedarse con algo y quedarse, sin nada, cualquiera escogería quedarse con algo. La nada no puede compararse excepto consigo misma, el amor tampoco.
—¿Me da una butaca para la sesión de las tres y media?
—¿Para qué sala?
—Pues… Para la que sea, no sé, la dos…
El amor no puede compararse excepto consigo mismo, y tampoco se puede deshacer, no se puede mentir, no se puede obviar mientras exista. Por muy inconveniente, por muy indeseable, por muy terrible que sea. En la calle hacía calor, en el cine frío, pero la sonrisa de mi padre llenaba la pantalla, y yo escuchaba su voz cálida, segura, eres muy valiente, Álvaro, y la mía, ronca de emoción, te quiero mucho, papá, y otra vez la suya, y yo te quiero mucho a ti, hijo mío. Nada de lo que había pasado ya, nada de lo que pudiera pasar en el futuro, borraría ese rostro, apagaría esas voces. La pierna me dolía tanto que tenía el cuerpo encogido, los ojos me picaban de ganas de llorar las lágrimas que tenía guardadas desde aquel verano, aquella noche blanca y luminosa en la que me sentí feliz, orgulloso de ser hijo de Julio Carrión González. Habían pasado casi treinta años y no había dejado de serlo, ésa era una de las pocas cosas que nunca podrían cambiar, pero en los últimos días, mientras el mundo entero se venía abajo, había logrado olvidar que le quería, que le admiraba, que le necesitaba. No lo había recordado hasta aquel momento, y sólo en aquel cine con aire acondicionado, donde se proyectaba una película de la que jamás me acordaría después, me di cuenta de lo que significaba aquel amor que había podido con todo, que lo había resistido todo, que no cedía a la razón, ni al corazón, porque era yo, como Raquel, como mi cuerpo, como mi nombre.
—Perdone, pero había quedado con mi hermano Rafa y no está en su despacho.
—Es que éste ya no es su despacho. Se ha trasladado al de don Julio, bueno, al de su padre.
—Ya… ¿Y Julio?
Había tenido que aprender a amar a Raquel por encima del amor de mi padre, y ahora tendría que aprender a seguir amando a mi padre al margen de mi amor por Raquel y de mi propia voluntad. Y nada sería tan duro, nada tan difícil ni tan raro como aceptar esa soledad nueva y más cruel, la conciencia de ese amor que no deseaba pero tampoco podía dejar de sentir, por más que despreciara a aquel hombre, por más que me avergonzara de él, por más que me humillaran su historia y su codicia. Yo no me merecía un padre así, pero nunca iba a tener otro. Él no se merecía el amor de un hijo como yo, pero yo nunca podría dejar de quererle. Era mi padre, y eso lo explicaba todo, lo estropeaba todo, era mucho más que una frase, tres palabras. Era mi padre. Lo comprendí entonces, cuando estaba a punto de apretar el gatillo, de encender la mecha, de activar el detonador que haría saltar por los aires a Julio Carrión González al menos para mí, al menos en mi vida, de una vez y para siempre. El hombre más simpático del mundo, el seductor congénito, el encantador de serpientes, el hechicero de su propio talento, el autodidacta brillantísimo, el triunfador sin derrotas, iba a desaparecer del horizonte de su familia al menos por unas horas, y ni siquiera la ceguera del más ciego de sus hijos lograría devolverlo entero, sano y salvo, sin mancha ni quebranto, a la cartulina dorada donde su mujer había pegado nuestras cabecitas recortadas.
—Julio se ha quedado en su despacho de siempre. Él…, bueno, ya sabe, no le da tanta importancia… En fin, ¿quiere que le acompañe?
—No hace falta, gracias.
—Hasta luego, entonces.
Julio me había advertido que no llamara a Rafa y sabía por qué me lo decía. Yo también. Por eso le había llamado. Si no hubiera quedado con él y con Angélica, no habría pasado nada. Julio se habría cuidado de mantener nuestra conversación en secreto hasta que hubiera logrado olvidarla, y tampoco habría tardado mucho, porque a él no le interesaban esta clase de asuntos. En eso se parecía a Clara, no era como yo, no era como Rafa. Pero yo sabía lo que iba a hacer, y sabía por qué lo hacía. Después, mis hermanos mayores se preguntarían por mis razones y nunca las entenderían del todo. Pensarían que había querido vengarme de mi padre en ellos, que me había vuelto loco de pronto, que me había dejado llevar por una ira incomprensible, que me movía un odio repentino o una extraña variedad de fanatismo ideológico, incentivado por una pasión sexual que no me convenía y que acabaría arruinando mi vida sin remedio. Todo eso llegarían a suponer, pero yo estaba muy tranquilo, muy seguro de mis actos y de los motivos que los impulsaban. Quería hablar. Quería escuchar. Sólo eso, nada más que eso. Quería contar en voz alta lo que nunca había contado nadie y quería escuchar en voz alta las palabras que nunca había escuchado. Quería que supieran lo que yo pensaba, lo que yo sentía, y averiguar qué pensaban, qué sentían ellos al saber del hombre que había sido su padre. Parecía muy poco pero era mucho, porque había pasado el tiempo, y el silencio pactado para encubrir la verdad había terminado por suplantarla. Ahora la verdad era aquel silencio sólido, duro, imperturbable, la verdadera inexistencia de datos, de palabras, de recuerdos, y los labios cerrados, y las conciencias mudas, y la exquisita indolencia de la riqueza. Había pasado mucho tiempo, pero no demasiado, porque nunca es demasiado. Había pasado mucho silencio, tanto que su duración parecía una garantía de eternidad, pero yo iba a romperlo. Aquello no iba a acabar bien, y eso también lo sabía.
—Buenas tardes, he quedado con mi hermano Rafa…
—Sí, pase, le está esperando.
—¿Y Angélica? Ha venido también, ¿verdad?
La secretaria me lo confirmó con un gesto, y al empujar la puerta recordé uno de mis cumpleaños, el séptimo debió de ser, el octavo quizás. Yo había pedido un futbolín de sobremesa que estaba agotado en todas las jugueterías, y por la tarde, cuando volví del colegio, me encontré con un premio de consolación, un juego de magia, el archisabido regalo que mis hermanos mayores ya habían recibido más de una vez. Mi decepción fue tan grande que empecé a protestar cuando el paquete todavía estaba a medio abrir, y mi madre se ofendió, se enfadó mucho conmigo. Mi padre no dijo nada, pero al día siguiente apareció con una caja enorme. Con un mago en la familia tenemos bastante, le escuché decir mientras lo abría, y luego, muchos años después, volvió a regalarme aquel mismo futbolín que yo ni siquiera sabía cuándo habían guardado en el trastero. Mi hijo Miguel acababa de nacer y entró con él en la habitación del hospital. Como ha sido niño…, murmuró mientras nos abrazábamos.
—Hola.
Rafa estaba sentado en la silla de papá y no hizo ademán de levantarse. Angélica ocupaba una de las dos butacas reservadas a las visitas, al otro lado de la mesa, y tampoco se movió, pero yo fui a saludarles a los dos, primero a él, luego a ella, y me devolvieron los besos de pie, con una frialdad que me convenció de que ya sabían para qué los había convocado aquella tarde.
—Mira, Álvaro… —Rafa me lo confirmó enseguida, mirándome a los ojos mientras jugueteaba con un portaminas de acero, fino, elegante, idéntico a los que solía usar mi padre, al que Raquel me dio como si hubiera sido suyo, quizás el último que usó en su vida—. Ya sé que te están pasando muchas cosas a la vez, y que son importantes, y por eso… Bueno, es lógico que estés nervioso, excitado, ¿no? Antes, cuando me has llamado por teléfono, me has contado que ya habías visto a Julio, y como me extrañaba mucho todo esto, yo también he hablado con él. Lo primero que me ha dicho es que te había pedido que no me llamaras, y tendrías que haberle hecho caso, ¿sabes?, porque…
Hizo una pausa para mirar a Angélica, pero ella no quiso intervenir. Entonces, volvió a mirarme y siguió hablando en el mismo tono, lento, precavido y aún amable, aunque ya impregnado de un elaborado efecto de superioridad.
—No nos vas a contar nada que nosotros no sepamos. Es una historia muy antigua, que a estas alturas carece por completo de importancia en cualquier sentido, y que además no debemos valorar, porque no podemos hacerlo. Ni tú, ni yo, ni nadie que no haya vivido aquella época, nadie que no haya tenido que tomar decisiones en unas circunstancias tan terribles que ni siquiera las podemos imaginar. Así que, antes de que empieces, te voy a decir dos cosas. La primera es que nada de lo que me cuentes va a hacer cambiar mi opinión sobre papá. Y la segunda es que… —me dedicó una sonrisa irónica—. En fin, Julio ya me ha contado esa historia del teléfono apuntado en una nota, dentro de una carpeta con papeles de la División Azul, pero la verdad es que no me he creído ni una palabra, Álvaro. Prefiero decírtelo desde el principio. Esa tía no es trigo limpio. Estoy seguro de que fue ella la que te encontró a ti, y más seguro todavía de que lo único que quiere es tu dinero.
Lo dijo con tanta seguridad, en un tono tan solemne, que me hizo sonreír.
—¿Y se puede saber de qué te ríes? —mi reacción le había picado—. A mí no me parece gracioso.
—A mí sí —contesté, pero no quise precipitar las cosas, así que me contenté con mirarle, y miré a Angélica antes de empezar a hacer mis propias preguntas—. Decidme una cosa, ya que lo sabéis todo… ¿Sabéis también que la abuela Teresa, la madre de papá, murió de una neumonía infecciosa el 14 de junio de 1941, cuando estaba presa en el penal de Ocaña?
—Eso no es verdad —Angélica abrió la boca por fin.
La abuela Teresa murió en plena guerra, en verano del 37, creo, y de tuberculosis, Álvaro, lo sabes de sobra, todos lo sabemos.
—No, Rafa —le miré, miré a mi hermana, y vi que los dos me miraban con la boca abierta, una expresión de asombro todavía pura, incontaminada de otras emociones—. Lo que sabemos es lo que papá nos contó, lo que quiso que creyéramos, pero no es la verdad. En junio de 1937, la abuela abandonó a su marido, pero estaba viva, muy viva. Le escribió a su hijo una carta de despedida, porque él no quiso marcharse con ella. La tengo yo. La encontré en su despacho de La Moraleja, en esa carpeta de cartón azul que tú no crees que exista. Pedí una copia de su partida de defunción, os la puedo enseñar cuando queráis. La abuela murió en Ocaña, presa, o penada, como dicen los papeles que me mandaron del registro. En 1939 la juzgaron y la condenaron a muerte por un delito de auxilio a la rebelión. Después, le conmutaron la pena por treinta años de prisión.
Mi hermano no reaccionó, pero su cara estaba tan blanca como si se hubiera quedado sin una gota de sangre en el cuerpo. Angélica, que era más inteligente pero carecía en absoluto de cultura política, se limitó a ponerse nerviosa.
—Pero, no lo entiendo… —dijo, revolviéndose en la butaca—. ¿Y eso qué es, qué significa? ¿Por qué estaba en la cárcel? ¿Qué es lo que había…?
—¿Hecho? —le pregunté, y ella asintió—. Nada. No había hecho nada. No la metieron en la cárcel por lo que había hecho, sino por lo que era. Era socialista. Y republicana, por descontado.
—¿Pero qué dices, Álvaro? —y dejó escapar una risita nerviosa de la que tal vez ni siquiera fue consciente—. Eso no puede ser… ¿Socialista, la abuela?
—Sí, socialista —yo también sonreí, al comprobar que el trabajoso izquierdismo que mi hermana parecía haber adquirido por vía seminal, era tan débil que no llegaba a traspasar la superficie, a arañar siquiera su antigua convicción de que las víctimas siempre se merecen la suerte que han corrido—. Militante del Partido Socialista Obrero Español. De la agrupación de Torrelodones, claro. Igual que el abuelo de tu marido, aquel al que tiraron vivo a un pozo, en Canarias, porque él también era socialista, estaba afiliado a la UGT, ¿verdad?
No quiso confirmarlo en voz alta pero me dio igual, porque yo lo sabía. Ella también, aunque se limitara a taparse la boca con una mano para mirarme con ojos de alucinada. En ese momento, me volví hacia mi hermano y comprobé que el color no sólo había regresado a su rostro, sino que se había incrementado sobre sus mejillas en una peligrosa proporción.
—Y tú ¿con qué derecho te llevas nada del despacho de papá? —me preguntó con el cuerpo inclinado sobre la mesa, los puños apretados contra el tablero como si pretendiera hundirlo en el suelo.
—Con el mismo que tú, Rafa —no me daba miedo, y se dio cuenta—. Cuando llegué, en la pared había varios huecos. Lisette me dijo que te habías llevado algunas fotos, y que Julio había cogido el retrato de mamá que papá tenía en un marco de plata. Pensé que había empezado la barra libre.
—No es lo mismo.
—No, en eso tienes razón. Pero vosotros no tuvisteis la curiosidad de buscar nada. Yo sí, y por eso encontré esa carpeta, aunque no la quiero para mí solo, ya lo ves. Os estoy contando lo que había dentro y puedo haceros copias de todo. Hay papeles muy interesantes, por cierto.
—Para mí no, desde luego —Rafa se relajó, volvió a reclinarse en el sillón, buscó de nuevo refugio en la arrogancia—. ¿Que la abuela era socialista? Pues muy bien. Eso pasa hasta en las mejores familias, ya se sabe. ¿Que la metieron en la cárcel después de la guerra? Normal, para eso la habían ganado, ¿o no? Si las cosas hubieran sido al revés, los rojos habrían hecho lo mismo. ¿Y qué más?
—Mucho más —sonreí—, pero prefiero ir por partes. De momento, reconoceréis que ya os he contado una cosa que no sabíais. Bueno, en realidad son dos. Primero quién era la abuela. Y segundo, quién era papá. Un hombre capaz de renegar de su madre, de enterrarla en vida, de mentir sobre ella a sus propios hijos…
—¡No! —Angélica me interrumpió con una súbita violencia—. Eso no es verdad, Álvaro, eso no es así, no puede ser así. Papá debió de tener motivos, razones para hacer lo que hizo. ¿Por qué te pones de parte de la abuela y en contra suya, vamos a ver? A papá lo conocíamos, a ella no. No sabemos nada de la abuela, no podemos saber qué clase de persona era, igual… —huyó de mis ojos para buscar consuelo en los de Rafa—. En aquella época, todos hicieron cosas horribles, ¿o no?, las mujeres también. Igual era… No sé. Si la condenaron a muerte, a lo mejor fue porque había matado a alguien, o lo había denunciado. Madrid estaba llena de checas, torturaban a la gente, la mataban por leer el Abc…
—La abuela era maestra —miré a mi hermana, a mi hermano, respiré hondo, me asombré de mi serenidad, la tranquilidad con la que hablaba—. Daba clase a los párvulos en la escuela de Torrelodones. Era una militante muy activa, con responsabilidades en el partido, sólo a nivel local, pero responsabilidades al fin y al cabo. Y era también una mujer libre, muy valiente, eso sí. Hablaba en los mítines, presidía comités, ayudaba a los refugiados… Los franquistas condenaban a muerte a las personas como ella, dirigentes de partidos de izquierdas que no habían cometido ningún delito, siempre por lo mismo, auxilio a la rebelión, aunque fueran ellos quienes se habían rebelado. Ellos empezaron, y después, ellos desencadenaron el terror de una forma ordenada, sistemática, nada que ver con los crímenes individuales y espontáneos de la zona republicana. Eso fue lo que pasó, nada más. Lo siento por ti, Angélica —sonreí, aunque no sé si mi hermana llegó a percibir la ironía—, pero tu abuela nunca mató a nadie, nunca torturó a nadie, nunca denunció a nadie. La gente de su pueblo la adoraba.
—Eso no lo sabes —Rafa estaba todavía menos dispuesto a digerir mis sonrisas—. Te estás montando una fantasía…
—No —le interrumpí—. Os estoy contando la verdad. En Torrelodones todavía hay gente que se acuerda de ella. Encarnita, la dueña de la farmacia, sin ir más lejos. ¿Sabéis quién es, verdad?, la vimos en el entierro de papá. Luego fui yo a verla un día, a su casa, y ella me contó quién era la abuela, cómo era… Roja perdida pero muy buena persona, me dijo, eso sí, sobre todo buena, que no se te olvide… La conocía muy bien, la quería mucho. Fue alumna de la escuela en la que trabajaba, pero antes, y desde siempre, muy amiga de Teresita. Tenían la misma edad.
—¿Teresita? —mi hermano había vuelto a perder de golpe el aplomo y el color.
—¡Ah, coño! Claro, que eso tampoco lo sabéis… Pues para saberlo todo, estáis aprendiendo un montón de cosas, ¿no? —hice una pausa para disfrutar de aquel momento y comprobé que, para mi asombro, casi me estaba divirtiendo—. Papá tampoco era hijo único. Tenía una hermana pequeña, Teresa Carrión González, que nació en 1925. Tengo su partida de nacimiento, me la dieron en el registro de Torrelodones, si os interesa, os la puedo fotocopiar. Tengo también una foto en la que aparecen ella, la abuela y todos los alumnos de la escuela del pueblo. Encarnita la ha conservado durante todos estos años, y su hija me regaló tres copias, una normal y dos ampliaciones, de la abuela y de Teresita, que entonces debía de tener… No sé, unos doce años. Pero no sé nada más de ella. En los papeles que guardaba papá, no aparece por ninguna parte, ni fotos, ni cartas, nada. No sé si murió durante la guerra, o después, o si sigue viva. Él no la buscó, desde luego, y su padre tampoco. En las cartas que le escribió a Rusia, ni la menciona.
—Pero… —Angélica estaba igual de perdida—. No puede ser, porque esa niña… Viviría con él, ¿no?, estaría…
—¿En su casa? —mi hermana me miró, asintió con la cabeza—. Claro. Vivieron juntos hasta que la abuela abandonó a su marido, en junio de 1937. Teresita se fue con ella, papá no. Encarnita me dijo que ella no lo entendió, no lo entendió nadie, por lo visto, porque Julio, o sea, papá, quería mucho al amante de la abuela, el hombre con el que se marchó, que se llamaba Manuel, y también era maestro, y socialista, y mago aficionado. Él fue quien le enseñó a hacer magia.
—Entonces, la abuela Teresa… —Rafa sonrió—, aparte de maestra, y socialista, y republicana, era un putón.
—Lo mismo que tu hermana —yo también sonreí—, aquí presente.
—¿Quieres dejar de hablar de eso, Álvaro? —a ella no le hizo gracia la comparación—. Te estás poniendo muy pesado, en serio.
—No —Rafa salió en su auxilio—, porque en aquella época todo era distinto. Aquello sería un escándalo descomunal, figúrate, una mujer casada, una adúltera, que dejó abandonado a su hijo, encima… Menuda humillación. No me extraña que papá no quisiera volver a saber nada de ella.
—A mí sí. Porque, en primer lugar, ella no le abandonó. Fue él quien no quiso marcharse con ella.
—¡Anda ya, Álvaro! —y se echó a reír—. No me vengas con retruécanos…
—No es un retruécano, porque en aquella época… —me obligué a parar, porque las sonrisitas de mi hermano estaban empezando a enfurecerme, y no quería perder los nervios antes de tiempo—, a Teresa no le convenía. Precisamente en aquella época, lo que hizo la abuela no era ni más ni menos grave que hoy mismo. En España había divorcio, Rafa, y matrimonio civil. Las mujeres divorciadas podían vivir solas o volver a casarse sin perder la custodia de sus hijos —entonces me dirigí a mi hermana—. Por eso he hablado de ti, Angélica, y no pretendía criticarte, al contrario, sobre todo ahora, que estoy en la misma situación que tú, pero además… —hice otra pausa para volverme hacia él y mirarle despacio—. Es cierto que la República no acabó con la caverna. Con eso no acabaremos nunca. Y el abuelo Benigno se alegraría mucho de que Franco ganara la guerra, desde luego, porque era un pedazo de facha y un meapilas, no hay más que leer las cartas que le escribió a papá a Rusia, así que todos los fusilamientos le parecerían pocos, y todas las procesiones también, en eso no voy a llevarte la contraria. Para él, su mujer no sería más que una puta roja, una desgracia y una desgraciada, pero para su hijo no era igual, no podía serlo, porque… —jódete, Rafa, pensé antes de soltarlo—. Papá se afilió a la JSU un mes y medio después de que su madre se fuera de casa.
—¡Eso es mentira! —él se levantó, dio un par de pasos hacia mí y los labios le temblaban, le temblaba la voz, las manos, el dedo índice con el que me señalaba, le temblaba el cuerpo entero mientras me miraba como un mal actor aficionado, que interpretara el papel de un noble castellano, rancio y deshonrado, en cualquier obra del Siglo de Oro—. ¡Estás mintiendo, Álvaro! No me lo creo, ¿me oyes?, no voy a consentir que sigas diciendo…
—Anda, Rafa, siéntate —y esta vez fui yo quien sonrió—. No es mentira, es verdad. Lo sé, porque también encontré su carné, una cartulina rectangular, doblada por la mitad. Eso sí que te lo voy a fotocopiar, pero en color, por un lado la cubierta, que es roja y tiene en la portada una estrella dorada de cinco puntas y tres letras mayúsculas, la ese más grande que las otras dos, y por otro, lo que hay dentro, una foto de papá a los quince años, su nombre completo, la fecha de nacimiento, en fin, lo típico…
Mi hermano no se movió. Cerró los ojos, volvió a abrirlos, se miró las manos, las metió en los bolsillos y levantó la cabeza antes de posar sus ojos en mí como si nunca me hubiera visto antes. Su rostro había cambiado de época, de género, y ahora parecía el de la estatua decapitada de cualquier emperador romano, digno, soberbio, patético, demasiado grande para ser contemplado desde el suelo. Me aguanté la risa, y volví a pedirle que se sentara con un movimiento de la mano. Nunca me había caído bien, pero en aquel momento, al verle hacer el ridículo de aquella manera, llegó a darme hasta un poco de lástima.
—¿Qué es la JSU? —Angélica salvó la situación con una vocecita de cachorro asustado.
—La Juventud Socialista Unificada —contesté, y al mirarla me di cuenta de que ya no tenía fuerzas ni para taparse la boca con una mano—. La fusión de las Juventudes Socialistas y las Juventudes Comunistas. Se unieron un poco antes de que empezara la guerra y siguieron juntas hasta el final.
—¿Y papá era de… eso? —volvió a preguntar, como si ya no estuviera segura de nada.
—Sí. Y de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, también. Hay otro carné, pero es del año 41, eso sí. De finales de junio, por cierto, se ve que le gustaba afiliarse en verano… —sonreí, pero ninguno de los dos quiso seguirme—. Papá se hizo falangista cuando se alistó en la División Azul. Allí no debían saber nada de su pasado, supongo que los de la JSU quemarían sus archivos antes de que los franquistas entraran en Madrid, para proteger a sus militantes. ¿Eso tampoco lo sabíais?
—Yo no —contestó ella,
—Yo tampoco —Rafa por fin volvió a su silla, andando despacio, y habló sin la seguridad, la convicción de antes—. Pero no me parece tan raro. Cambiaría de opinión.
—Desde luego, eso se le daba muy bien, podríamos decir que era su deporte favorito… Le gustaba tanto tener varias opiniones que nunca llegó a renunciar a ninguna, nunca cambió del todo. Iba y venía, pero sin destruir nunca las pruebas de su adhesión a la causa que más le conviniera en cada momento. Guardó sus dos carnés durante toda su vida. Estaban juntos, envueltos en la misma hoja de papel de seda, dentro de una cartera de piel alargada, pequeña, de esas que se usan para guardar los talonarios de cheques, con la carta de su madre y una foto hecha en París, en 1947, en la que le acompaña una mujer guapísima, espectacular, que se llamaba Paloma Fernández Muñoz y era pariente nuestra, por cierto, prima hermana de la abuela Mariana. Y tía abuela de mi novia, también, porque Julio os habrá contado que me he liado con una prima nuestra, ¿no? Seguro que eso sí que lo sabéis.
—Pero… —Rafa se había quedado enganchado bastante antes—, papá nunca estuvo…
—¿En París? —no se había atrevido a acabar la frase y tampoco quiso asentir a mi pregunta—. Sí, claro que estuvo allí. Vivió en París más de dos años, desde finales del 44 hasta abril del 47. Cuando comprendió que los alemanes iban a perder la guerra, desertó. En vez de volver a casa, se quedó en Francia. Creía que los aliados invadirían España para deponer a Franco y restaurar la democracia, todo el mundo lo creía en aquel entonces, era lo justo, lo lógico, lo que tendría que haber pasado. Por eso desempolvó su viejo carné de la JSU, para mezclarse entre los exiliados y volver como un vencedor, ¿comprendéis?
Me detuve para mirar a Rafa, para mirar a Angélica, otra vez pálidos, otra vez mudos, y seguí hablando.
—Así se encontró con los Fernández. Ellos eran de Madrid y veraneaban en Torrelodones. El único hombre superviviente de la familia era comunista, pero su hermano y su cuñado, los dos muertos, fusilados aquí al lado, en el cementerio del Este, eran socialistas, compañeros y amigos de la abuela Teresa. Ignacio Fernández también la había conocido, y reconoció a papá una tarde, en un café. Lo llevó a su casa, y su familia le acogió, le protegió, le dio de comer, le prestó dinero, le ayudó a buscar un trabajo… Llegaron a ser tan íntimos, a confiar tanto en él, que cuando decidió volver a España, le pidieron que arreglara la venta de las propiedades que tenían aquí, porque antes de la guerra eran muy ricos, pero se habían marchado sin nada y no vivían mucho mejor que al cruzar la frontera. Y él se comprometió a ayudarles como ellos le habían ayudado antes, volvió con poderes para actuar legalmente en su nombre, y se lo robó todo. Todo —miré a mi hermano, él me miraba—. Eran tiempos duros, desde luego, pero yo creo que sí podemos valorar, Rafa, creo que podemos opinar, y hasta juzgar, aunque no los hayamos vivido.
—Cállate —la primera vez lo dijo casi en voz baja, sin alterarse, la espalda erguida contra el respaldo del sillón, las manos sobre los brazos.
—No me da la gana —le contesté—. No me voy a callar. Tampoco os conviene, porque os quedan algunas cosas importantes por descubrir, y a mí también. Os he contado muchas cosas, y me merezco que me contéis algo a mí. Por ejemplo, cómo os explicó papá la visita de Ignacio Fernández, el día que apareció con su nieta Raquel en la casa de Argensola, en mayo del 77. Y cómo creéis que conoció a la abuela Mariana, y a mamá.
—Pues…
—Cállate, Angélica.
—No, Rafa —mi hermana afrontó con firmeza la tensión de un rostro que estaba a punto de cambiar, aunque ni ella ni yo supimos prever en qué dirección—. ¿Por qué? —y se volvió hacia mí—. No nos explicó mucho, en realidad. Nos dijo que conocía a la abuela de Torrelodones, que ella veraneaba allí, que la ayudó a vender las propiedades de su familia y que se repartieron los beneficios. Luego, cuando mamá se hizo mayor, fue a pedirle ayuda. La abuela pretendía tenerla encerrada en casa, pero ella quería trabajar, y él la contrató como secretaria, empezaron a salir juntos, y… Pero, bueno, todo eso ya lo sabes, ¿no? —asentí, lo sabía—. Eso fue lo que nos contó. Y que los de Francia se lo habían dejado todo a la abuela Mariana y ahora venían a reclamar, pero que no tenían ningún derecho. Con la ley en la mano, no.
—Claro —murmuré—, claro… Él ya se había ocupado de eso, pero…
Hice una pausa y de repente me pregunté si aquello valía la pena, si de verdad servía para algo, por qué, para qué hablaba. Estaba muy cansado, y asqueado de mí mismo, de mi padre, de su historia, de mis hermanos, de todo. Había pasado el tiempo, mucho tiempo, y yo ni siquiera los había conocido, no había conocido a mis abuelas, ni al abuelo de Raquel, a su hermano, a su cuñado, a Paloma. Y estuve a punto de arrepentirme, a punto de levantarme y de decir en voz alta que ya todo daba igual, y salir a la calle, de repente necesitaba salir a la calle, respirar un aire distinto del que había en aquel despacho, volver a Raquel, con Raquel. Tal vez lo hubiera hecho si no hubiera vuelto la cabeza, si no hubiera mirado a mi hermano, si no hubiera visto cómo me miraba él.
—Las cosas no fueron así —seguí hablando deprisa, sin ganas, sólo para acabar de una vez—. La abuela Mariana se había quedado con todo sólo porque era la única que no se había exiliado. Antes, en los primeros meses de la guerra, vivía en Argüelles, pero un bombardeo destruyó su casa. Entonces su tío le ofreció la suya, en la glorieta de Bilbao, y allí se quedó cuando los dueños se marcharon. Y se aseguró muy pronto de que nadie la molestara ni le expropiara nada. Unos pocos días después de que los franquistas entraran en Madrid, el marido de su prima Paloma apareció por allí a medianoche. Tenía veintiocho años y era teniente del ejército de la República. Estaba cojo y tenía el brazo derecho inútil, le habían herido de gravedad en el frente, a finales del 36. Sólo quería esconderse, pasar allí una noche, dormir en una cama y comer algo. Iba desarmado, no podía recurrir a nadie más, y eso fue lo único que le pidió a Mariana, que le dejara dormir una noche allí. Y a la mañana siguiente, ella le denunció. Los falangistas fueron a por él, le encontraron durmiendo, le sacaron de la cama en pijama, lo metieron en la cárcel, lo juzgaron por rebelión militar, lo condenaron a muerte y lo fusilaron enseguida, para que la abuela se convirtiera en toda una benefactora del régimen y pudiera vivir tranquila, sin problemas, disfrutando de lo que no era suyo. Así que, ya ves —me volví hacia mi hermana—, tu abuela Teresa no denunció a nadie, pero tu abuela Mariana sí. Y se creía muy lista, pero no contaba con papá. No podía imaginar que todo lo que había robado se lo iba a robar a su vez, de verdad y para siempre, otro más listo que ella, Julio Carrión González, el hombre que empezaba a hacerse a sí mismo.
—No digas eso, Álvaro —Angélica, impresionada a su pesar por lo que acababa de oír, chasqueó los labios en un gesto de desagrado y se hizo un lío consigo misma, con su memoria y con sus convicciones, con lo que quería y con lo que no podía creer—. Lo cuentas de una manera, que parece… A los republicanos les expropiaron sus bienes, sí, pero eso no era robar porque había leyes, tribunales, había… Era una consecuencia de la guerra, ¿no?, una situación excepcional, y ellos no estaban aquí, ellos… Lo habían abandonado todo, habían renunciado a todo, como si dijéramos…
—No. No podemos decir eso, Angélica. Ellos no renunciaron a nada, huyeron para salvar la vida, solamente. Y tenían razones para hacerlo. Los dos hombres de su familia que no lograron escapar acabaron fusilados.
—Bueno, pero de todas formas… No podemos hablar de lo que pasó como si hubiera sucedido ayer… —y entonces su expresión se serenó, como si por fin hubiera encontrado el argumento que estaba buscando—. Si lo que cuentas es verdad, lo que hizo la abuela fue horrible, desde luego, ese pobre hombre, no sé… Es imperdonable. Pero lo de papá es distinto. Él no fue un ladrón, Álvaro. Lo que hizo era legal.
—¿Legal?
Tendría que haberme marchado ya, pensé, justo después de hacer esa pregunta, tendría que marcharme ahora mismo. Llegué a pensarlo pero no pude hacerlo, porque toda la sangre que tenía en el cuerpo se concentró de golpe en mi cabeza, y mis orejas empezaron a arder, me ardía el cuello, la cara, sentía la sequedad del fuego en la garganta, la lengua quemada, áspera, y todo era anaranjado, todo rojizo, aquella habitación, los muebles, los cuadros, mis hermanos, el mundo ardía, todo estaba ardiendo, mis ojos sólo distinguían el color de las llamas cuando mis piernas se levantaron solas y mi voz dejó de serlo para convertirse en una máquina de gritar.
—¡Este puto país era ilegal, Angélica! ¡Todo, de arriba abajo, era una puta ilegalidad! ¿Me oyes? Las leyes eran ilegales, los jueces eran ilegales, los tribunales…
Entonces sentí un golpe en el hombro y me volví. Rafa estaba detrás de mí, y al mirarle, vi en sus ojos una sombra del fuego que me consumía.
—¡Cállate! —me agarró por la camiseta y empezó a escupir insultos mezclados con gotas de saliva, su rostro tan pegado al mío como si nos fuéramos a besar en la boca de un momento a otro—. ¡Cállate, cabrón, hijo de puta, cállate ya!
—Déjame, Rafa —tiré con mis manos de las suyas, le obligué a soltarme, y entonces, quizás sin ser todavía consciente de que lo estaba pensando, calculé que él era más alto pero yo el más fuerte de los dos—. No me toques.
Retrocedió dos pasos y se apoyó en la mesa, pero seguía estando demasiado cerca de mí, y aquella sensación de calor sin nombre preciso, las llamas anaranjadas que me deslumbraban y lo envolvían todo, se fue espesando y definiendo, ganando peso, volumen, hasta encajar en un grado supremo, ignorado para mí, de una sensación conocida, que era violencia y no me consentía moverme, andar, largarme de allí antes de que fuera tarde.
—Estoy harto de ti, ¿te enteras? —él siguió hablando, gritando, escupiendo algo más que insultos mezclados con saliva—. Estoy hasta los huevos del niño mimado, del genio de la familia, del científico de los cojones. ¿Qué sabes tú del mundo real, Alvarito, qué sabes tú del precio de las cosas? Yo te lo voy a decir… ¡Una mierda! Eso es lo que sabes, toda la vida comiendo la sopa boba, gastándote el dinero de papá, viviendo como Dios, para que vengas ahora con gilipolleces… —entonces se calló un momento, me miró, dejó escapar una risita amarga, seca, que transformó sus labios en una mueca—. Y lo peor es que él lo hizo por ti más que por nadie, por ti, que eras su favorito, su hijo preferido, Álvaro es el más listo, Álvaro es el mejor, es el único que se me parece, eso decía todo el tiempo, sin parar, y ahora… ¡Serás cabrón, desagradecido de mierda! Tu padre no quería que pasaras por lo que había pasado él, ¿te enteras? No quería que creciéramos en la miseria, él sabía muy bien lo que significa ser pobre, lo sabía, tú no, tú no tienes ni idea, Álvaro… ¿Te has preguntado alguna vez lo que le costaba a papá el alquiler de la casa que tenías en Boston? Yo sí lo sé. A mí me tocó ir al banco para poner en marcha la transferencia automática con la que te lo pagábamos cada primero de mes. Porque el niño no podía ponerse a trabajar al acabar la carrera, como los demás, el niño no, qué va, él tenía que hacer una tesis doctoral, y luego otra, porque le habían dado una beca en el Instituto Tecnológico de Noséquépollas, y eso era la hostia de importante, no veas, allí sólo van los sabios del mundo, pero él no podía vivir en una residencia, como los demás, el niño no, pobre Alvarito, a él había que buscarle un apartamento, y había que pagárselo, porque ya tenía bastante con ser tan inteligente…
—Eso no es verdad, Rafa —mi sangre circulaba a tanta velocidad que casi podía sentir el colapso, el atropello de mis propias venas, pero aún podía hablar con tranquilidad, aún podía parecer tranquilo—. Yo hice mi primera tesis con una beca de mi universidad, y ya era profesor de la facultad cuando me fui a Boston. Llevaba casi cuatro años cobrando un sueldo todos los meses.
—¡Claro, tu sueldo! Perdona, se me había olvidado… —y volvió a reírse—. El Estado invierte en ti, Alvarito, igual que en las carreteras… Eso te gusta más que pensar en el dinero de papá, ¿no? Así puedes seguir siendo puro, bueno, progresista, así puedes seguir dedicándote a las cosas importantes de verdad, como que todos los niños inmigrantes de San Sebastián de los Reyes puedan disfrutar de los placeres del capitalismo haciendo el gilipollas una vez al mes en tu museo de juguete, ¡hala!, ¿y por qué baja la rampa?, ¡hala!, ¿y por qué se apaga la luz?, ¡hala!, ¿y por qué ahora va más despacio…?
—¡Cállate, Rafa! —y yo fui hacia él, yo le cogí de las solapas, yo le escupí mi desprecio a la cara—. Si a ti no te da vergüenza hablar así, a mí sí me da vergüenza escucharte, ¿me oyes? No sabes lo que dices, no tienes ni idea…
—¡Oh, fíjate! —y sin abandonar el soniquete pretendidamente ingenuo, infantil, con el que subrayaba el asombro fingido de sus ojos muy abiertos, apresó mis manos con las suyas pero no consiguió que le soltara—, la Tierra se mueve…
—¡Cállate! —y de repente me encontré diciendo en voz alta lo que estaba pensando—. Eres de lo peor, lo peor, la escoria más miserable, lo más despreciable… Eres repugnante, Rafa, me das asco. Estás orgulloso de ser como eres, ¿no?, de ser un animal. Estás satisfecho de lo que no sabes, de no saber nada, eso es lo que te gusta y lo que te gustaría que hiciéramos los demás, hacer sin pensar, hacer y no saber, vivir sin preguntarnos jamás por qué suceden las cosas… Eres peor que papá…
—¡Suéltame, Álvaro!
—Mucho peor, eres más duro, más cínico… Y tú lo has elegido, has podido elegir… —aflojé la presión cuando mi propio pensamiento se hizo más fuerte que mis manos—. Eres lo que más odio en este mundo, tú y los que son como tú.
—¡Que me sueltes!
—Eres un hijo de puta, Rafa…
Le solté y me pegó. Me dio un puñetazo en el ojo derecho y no me dolió porque mi cuerpo era ya sólo violencia, sólo fuerza, rabia, movimiento, una energía nueva y potentísima. Por eso no pudo tirarme. Encajé el puñetazo de pie y embestí con la cabeza por delante, como un toro furioso, enloquecido, lo derribé de un cabezazo y me eché encima de él y empecé a pegarle yo, con los dos puños, tan abismado, tan concentrado en lo que estaba haciendo que él ni siquiera acertó a responderme, no pudo responderme, no supo, se tapaba la cara con las manos y yo le pegaba igual, una vez, y otra, y otra, su cabeza se movía al ritmo de mis golpes, caía hacia un lado, luego hacia el otro, para regalarme una emoción oscura, el tenebroso placer de mi fuerza, de su debilidad, y un deseo insaciable de no terminar nunca.
—¡Álvaro, Álvaro, por Dios!
Escuché la voz de mi hermana, la reconocí, y volví de la remota región de mí mismo a la que me había trasladado en el último minuto, quizás sólo segundos. No podía haber pasado mucho más tiempo, porque Angélica acababa de gritar, acababa de arrodillarse a mi lado. Ahora lloraba, y me tiraba de la manga, la estaba oyendo y sentía la presión de sus dedos, pero no la miraba. No podía mirarla porque tenía los ojos clavados en Rafa, que estaba debajo de mí, y tenía la cara llena de sangre, y gemía, se quejaba con los brazos muertos, tirados en el suelo, y en mis manos también había sangre, los nudillos me dolían pero no sentía nada más. Los nudillos me dolieron hasta que de repente la perplejidad se esfumó, se esfumaron la rabia y la emoción, y me quedé a solas conmigo mismo y con mi propia versión del horror. Hacía más de veinte años que no me metía en una pelea. Nunca había pegado tanto a nadie. Y nunca había pegado a nadie así.
—Lo sabía.
Entonces, alguien se acercó desde atrás, me cogió por las axilas, me levantó e inmovilizó mis brazos con los suyos, aunque todo hubiera terminado ya.
—Te lo dije, Álvaro, lo sabía, sabía que esto iba a acabar así, te conozco y le conozco a él, le conozco mucho mejor que tú…
Era mi hermano Julio. Cuando empezamos a discutir a gritos, una secretaria había abierto la puerta, nos había visto, y se había asustado tanto que había ido corriendo a buscarle. Ahora estaba conmigo, rodeándome con sus brazos todavía, y le miré, y no encontré nada que decirle, ninguna palabra que sirviera para explicar qué había pasado. Entonces, Rafa se incorporó con mucho trabajo, se llevó las manos a la cara, chilló de dolor.
—Me has roto la nariz, cabrón —hablaba con una voz pastosa, gutural, como si tuviera la garganta llena de flemas.
—Déjame ver… —Angélica se acercó a él y le tocó con cuidado, pero sin ceder a sus protestas—. No, no creo que esté rota, pero sí muy inflamada… Van a tener que ponerte algo ahí. Levántate, vamos, yo te ayudo —lo intentó, pero no pudo moverle—. Ven, Julio, échame una mano…
Le cogieron cada uno de un brazo y consiguieron ponerle de pie mientras yo contemplaba la escena como un figurante, un espectador neutral del dolor que otro hubiera provocado.
—Voy a llevarte ahora mismo a mi hospital, Rafa, para que te miren bien. Van a tener que darte unos puntos en el labio, seguramente también en una ceja, nada grave… Por lo demás, no tienes ningún hueso roto, así que no te pongas nervioso, por favor —por primera vez en mi vida, celebré el carácter de mi hermana Angélica, ese puntilloso autoritarismo de suma sacerdotisa de la salud que solía sacarme de quicio—. Pero antes de nada, tienes que lavarte la cara, vamos al baño, yo te acompaño, ven con nosotros, Julio… —entonces se volvió hacia mí—. No te vayas, Álvaro, por favor. Quiero hablar contigo.
Julio me miró como si se le hubiera olvidado que yo también estaba con ellos, y antes de seguirles se acercó a mí, me puso una mano en la cabeza, me besó en la mejilla. No dijo nada y se fue, me dejó solo, de pie, en aquel despacho inmenso donde todo había empezado, mi padre y Raquel, verdades y mentiras, la vida que no había vivido, la que me quedaba por vivir, Pero mi hermana no tardó en volver.
—Álvaro…
Estaba seguro de que iba a regañarme, y dispuesto a encajar la regañina sin protestar, porque era justa, lógica, porque me la merecía. Rafa me había pegado primero, pero yo no me había limitado a devolverle el golpe. Había perdido el control y era culpable. Estaba seguro de que era eso lo que Angélica quería decirme, lo que me iba a decir, pero cuando pronunció mi nombre, secándose todavía las manos en una toalla de papel blanco que sus dedos iban tiñendo de rosa, percibí en su voz la pequeña angustia de las confesiones difíciles.
—Álvaro, yo quería decirte… —empezó a estrujar la toalla, a retorcerla para estirarla después, mirándola como si aquel ejercicio absorbiera toda su atención, pero entonces se le ocurrió algo mejor que hacer—. A ver, déjame que te vea el ojo.
Se acercó a mí, lo miró durante unos segundos, lo limpió con un pico de la toalla que tenía en la mano, lo palpó sin hacerme daño.
—Nada —concluyó—, se te va a poner morado pero no tienes ningún corte, y… Bueno, yo quiero pedirte un favor, Álvaro… Ya sé que para ti todo esto que nos has contado de papá, y de la abuela, de las dos, en realidad, pues… Para ti es importante y yo lo comprendo, lo comprendo muy bien, no creas, pero, a pesar de todo… A lo mejor no lo entiendes, él tampoco lo entendería, lo sé, pero… La verdad es que prefiero que Adolfo no se entere de nada, quiero pedirte que no le cuentes nada, por favor, porque… —la toalla no era ya más que una pulpa informe entre sus dedos cuando la encerró en un puño y apretó muy fuerte—. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?, y él…, bueno, pues está siempre dándole vueltas a lo de su abuelo, está obsesionado con ese tema, y tampoco ganaría nada con saber…
Entonces por fin me miró, y lo que vio en mis ojos no la animó a seguir. Un instante antes, yo no habría creído estar más entero que la celulosa que ella acababa de destrozar, pero la temperatura de mi cuerpo volvió a elevarse mientras mi ánimo recobraba una súbita y misteriosa serenidad.
—Vete a la mierda, Angélica.
Lo dije sin alterarme, sin levantar la voz. Después, di media vuelta y me marché.