Las cartas empezaron a llegar durante la última semana de abril de 2004, pero Raquel Fernández Perea, que había aprovechado el puente de mayo para irse a Estambul con su amiga Berta, se enteró de todo antes de abrir la suya.
—¿Lo sabes ya? —Nati salió a su encuentro cuando todavía estaba buscando las llaves en el bolso, como si llevara toda la tarde acechando su regreso—. ¡Qué disgusto más grande, madre mía! Yo no sé lo que vamos a hacer…
Raquel no le dio importancia a este recibimiento. Aquel patetismo sistemático, casi deportivo, formaba parte del carácter de su vecina de enfrente, una mujer mayor que estaba muy bien de salud y mejor de la cabeza, pero padecía de un aburrimiento crónico.
Nati vivía sola. Había estado casada y se había quedado viuda antes de cumplir cuarenta años, había tenido dos hijos y el mayor se había matado en un accidente de moto cuando era casi un crío. Entonces, su hija ya vivía en Tenerife, donde había encontrado trabajo como camarera en un hotel. Después conoció a un chico, se casó y se quedó allí. Venía a ver a su madre cuando podía, y se había ofrecido muchas veces a llevarla con ella a Canarias, pero Nati se resistía a dejar su casa. Mientras pueda hacer la comida, limpiar y bañarme yo sola, no me muevo de aquí, decía. A cambio, la soledad la había desterrado de su propia vida para instalarla en la ficción perpetua de esos programas de televisión que pretenden reproducir en directo la realidad de las vidas ajenas.
—¿Qué ha pasado, Nati? —Raquel abrió la puerta, metió la maleta en el recibidor, se volvió para abrazarla, le dio dos besos—. Seguro que no es tan grave.
—¡Uy que no! —su vecina se llevó las manos a la cabeza, las colocó luego a ambos lados de su cara, cerró los ojos y cabeceó varias veces. Parecía a punto de echarse a llorar, pero Raquel sabía que se estaba limitando a ejecutar una versión razonablemente dramática de los gestos que había aprendido en la televisión—. ¡Que nos echan a la calle, eso pasa!
—¿Cómo nos van a echar, mujer?
—Ya verás, ya…
Cuando se mudaron allí, ocho años antes, Raquel llevaba casada sólo tres, y todavía estaba bien con su marido. Aquel piso fue el primer problema grave que tuvieron. Al principio, él se negó a comprar, porque aquello no era exactamente un chollo. Al final tuvo que reconocer que era una oferta demasiado interesante como para dejarla pasar, pero nunca le gustó vivir allí, por más que su mujer hubiera tenido la precaución de venderle el barrio con otro nombre. Ella estaba encantada, sin embargo, y se apresuró a apuntar su nueva casa en la larguísima lista de favores que le debía a Paco Molinero, su mejor amigo del trabajo, amigo a su vez de un director de sucursal que, antes de embargar a un cliente por impago, se había ofrecido a encontrarle un comprador que se hiciera cargo de su hipoteca. El edificio, viejo sin llegar a antiguo, era feo, ramplón, y no tenía ascensor. El piso, un segundo de setenta metros cuadrados, con los techos demasiado bajos, dos dormitorios pequeños, interiores, y poca luz, no era mucho mejor, pero Raquel se quedó con él por un precio tan barato que compensaba todos sus defectos. Nunca pensó en vivir allí mucho tiempo. Su idea era venderlo en tres o cuatro años para reinvertir la ganancia en algo que le gustara de verdad, pero cuando venció ese plazo, ya estaba mucho más cómoda. Desde el verano del 99, tenía la casa para ella sola. Aquel año, Josechu y ella decidieron irse de vacaciones por separado para aclararse las ideas, y los dos lograron a la vez ese objetivo. Él no volvió. Ella lo celebró.
Aquel verano, Raquel pensó mucho en su vida. Intentaba comprender lo que le estaba pasando y no lo logró del todo. Nunca lograría comprender cómo había sido posible que su matrimonio se disolviera con tanta naturalidad, una mansedumbre más cercana al cansancio que a la paz. Ella se había casado enamorada, o eso creía, y no era consciente de haber llegado a arrepentirse de haberlo hecho. Lo que había pasado era más fácil y más difícil de entender, más sencillo y mucho más complicado. En algún momento, Raquel se dio cuenta de que le apetecía más vivir sola que con Josechu, y en ese instante, todas las pequeñas manías de su marido, las discrepancias más tontas sobre el plan de los viernes por la noche o los programas de televisión favoritos de cada uno, se fueron agigantando para convertirse primero en un problema, y enseguida, en las sucesivas etapas de una crisis. No existía una razón concreta, no hizo falta. El estupor era recíproco, y pudo más que la inercia. Así se separaron, sin pasión, sin rencor, y casi sin darse cuenta. Tal y como habían vivido juntos durante mas de seis años.
Nati, la vecina de enfrente, fue una de las grandes beneficiarías de un divorcio en el que nadie salió perjudicado. Ella fue uno de los pocos elementos permanentes en la vida de Raquel, mientras todas sus tentativas sentimentales se frustraban sin remedio, más bien antes que después. Tras la separación, Paco Molinero volvió a la carga. Lo había hecho en otras ocasiones, tantas que ella había perdido ya la cuenta, antes de su boda y después, siempre que percibía el más sutil síntoma de desaliento en una mujer de la que se había enamorado casi en el instante en que la conoció. Raquel lo sabía, y le quería, nunca podría dejar de quererle, porque Paco era una de esas pocas personas que acaparan todos los campos semánticos del adjetivo «amable». Era simpático, generoso, divertido, buen compañero, solidario, comprensivo, encantador sin empachar y un hombre muy atractivo. Al mirarle de lejos, como si no le conociera, Raquel le encontraba incluso seductor. Lo era, las mujeres lo sabían y él sabía lo que sabían las mujeres. Alto, estilizado pero corpulento, castaño sin llegar a rubio, con los ojos claros y una barba cuidadosamente descuidada, ofrecía una aproximación bastante exacta al modelo de hombre deseable que mejor encajaba con sus propias aspiraciones, y por eso, cada vez que atacaba, Raquel pensaba que el error estaba en ella, que era ella quien se estaba equivocando, y trataba de encontrar en sí misma el fallo, la deficiencia, esa proteína que no sabía sintetizar y debía de ser el obstáculo para que su historia con aquel hombre fuera de una vez a alguna parte.
Entonces se cargaba de argumentos, de razones, se armaba por dentro, se decidía, decidía que esa vez sería distinta y pasaba lo mismo de siempre. Paco Molinero le gustaba mucho vestido. Paco Molinero le gustaba mucho desnudo. Y hasta ahí. Sólo hasta ahí, porque cuando él la tocaba, Raquel sentía algo mucho peor que nada. Sentía que él estaba tocando a otra, que no era ella la mujer que le besaba, que le abrazaba, que se dejaba arrastrar hasta la cama, tan lejos se encontraba de su propio cuerpo. Y luego era peor. Luego, después de desesperarse por haber sido incapaz de estar concentrada en lo que había hecho, le miraba, y le veía sonreír, y se dejaba besar, abrazar, y comprendía que él no se había dado cuenta de nada, que no se estaba dando cuenta de nada, y cada vez la frustración era mayor, eran mayores la culpa y la tristeza, y por encima de ellas crecía el enigma del sexo imposible, injusto, odioso y absurdo, pero sobre todo imposible. Al día siguiente, Raquel ya no sabía qué hacer con Paco, excepto prometerse a sí misma que nunca, nunca más, y aprovechar el primer momento libre de la mañana siguiente para volver sobre el fabuloso plan de la estafa hipermillonaria con la que se entretenían desde hacía años. Aquel proyecto, que había empezado siendo un simple juego, un pasatiempo inocente que los dos sabían que nunca llegaría a cumplirse, acabó funcionando como la contraseña de su mutuo fracaso. Cada vez que ella se acercaba a su despacho, y en lugar de susurrar con una sonrisa rendida que lo de anoche había estado muy bien, le anunciaba en voz alta que creía haber resuelto la transparencia informática de determinadas transferencias a un banco de las islas Caimán, Paco sabía que tenía que dejarla tranquila una temporada.
—¿Y ese chico? —Nati ponía el colofón a cada uno de sus encuentros.
—¿Qué chico? —aunque Raquel lo sabía de sobra.
—Pues ese que ha estado aquí el fin de semana y ha estado ya otras veces, Paco se llama, ¿no?
—Sí, se llama Paco.
—¿Y dónde está?
—Pues en su casa, Nati, ¿dónde va a estar?
—¡Qué pena!, ¿no?
—¿Qué pena qué?
—Pues eso, que parece muy majo, y yo creo que te conviene mucho, y… —cuando paraba, Raquel iba ya por el tercer resoplido—. ¡Ay, hija, no me mires así, que ya me callo!
En esas ocasiones, Raquel volvía a ver la cara de Josechu, y hasta sentía la tentación de darle la razón al recordar la insistencia con la que se quejaba de las visitas cotidianas de aquella anciana tenaz y solitaria, que vivía en el permanente acecho de las vidas de sus vecinos y era capaz de exagerar cualquier noticia, seleccionada al azar con independencia de su naturaleza, para procurarse la ocasión de salir de su casa y tocar el timbre de la puerta de las demás. Pero eso sólo ocurría cuando Nati hacía campaña a favor de Paco Molinero, y su enfado no solía sobrevivir a las disculpas. Al fin y al cabo, después de cada mejora teórica de su gran delito económico, Raquel alternaba ciertos instantes de anonadamiento con moderados arrebatos de promiscuidad que no arrojaban un balance mucho mejor. El teatro la aburría por exceso, la banca la aburría por defecto. Los conocidos de Berta eran incontables, divertidos y, con frecuencia, muy buenos en la cama, porque necesitaban desesperadamente gustar, pero sólo sabían hablar de sí mismos, de sus éxitos, de sus críticas y de cómo les encantaría que fuera a verlos ensayar. Sus clientes eran más aburridos, solían estar casados y follaban peor, porque siempre tenían prisa y eran demasiado ricos como para preocuparse por gustarle o no a alguien. El resultado de todo esto era que, antes o después, Raquel se encontraba mirando a Paco Molinero, comprendía con claridad que él era el único hombre que le convenía, y todo volvía a empezar, desde el principio.
Pero ésa no era la única razón de la perpetua indulgencia que derramaba sobre su vecina de enfrente. Ella estaba acostumbrada a cuidar de sus abuelas y había crecido en una familia marcada por la cultura del exilio, la permanente obsesión por crear redes de ayuda. Nati la necesitaba, y a ella le daba pena, pero sobre todo le caía bien. Era graciosa, simpática, estaba muy viva, y dispuesta a hacer cualquier cosa a cambio de un poco de compañía. Su marido nunca lo entendió, pero Raquel estaba segura de que se merecía el cuarto de hora que dedicaba a comentar con ella, o más bien a apostillar con monosílabos y exclamaciones, la versión de la actualidad, dramática hasta el disparate, que solía acontecer todas las tardes, a eso de las siete.
—¿Te has enterado ya?
Si un político había ingresado en un hospital, seguro que se había muerto, si había estallado una bombona de butano en un edificio de Leganés, seguro que había ardido el barrio entero, si una actriz se había separado de su marido, seguro que él le había puesto los cuernos con su mejor amiga, si había habido un atasco en la M—30, seguro que se había despeñado un autobús escolar con cien niños rubios y guapísimos. Siempre lo contaba así, y no porque fuera mentirosa, sino porque se aburría. Sus mentiras no eran más que eso, soledad y aburrimiento, la debilidad de poner un poco de emoción en su vida aunque fuera a costa de sembrar toda clase de muertes y destrucciones imaginarias. Nati había descubierto por su cuenta que la felicidad no da mucho de sí en el terreno de la ficción y cultivaba el recurso de la desgracia con entusiasmo, sin percibir la pequeña y constante humillación que se infligía a sí misma al hacerlo. Eso era lo que más conmovía a Raquel mientras la escuchaba, pero la compasión no bastó para que se la tomara en serio aquella tarde de abril de 2004, cuando la vio venir con una mala noticia que, excepcionalmente, no había conocido a través de la televisión.
—Mira, aquí está… —volvió corriendo desde su casa, con un papel en la mano izquierda y un molde de aluminio cobijado en el regazo—. ¡Ah!, y te he hecho un bizcocho.
—¡Qué bien! —Raquel sonrió y mantuvo abierta la puerta para ella—. Pasa, anda, déjalo en la mesa. Voy a hacer café.
—Si quieres, lo hago yo.
—Pues sí, mejor…
Acababa de llegar de Estambul y estaba muy cansada. Eran casi las ocho y todavía tenía que deshacer la maleta, poner una lavadora, tenderla, ducharse, lavarse la cabeza y programarse para volver a madrugar al día siguiente. No tenía ganas ni cuerpo para aguantar a su vecina, pero cuando se sentó con ella en la cocina y leyó aquella carta, se alegró de haber acatado, una vez más, la vieja y buena costumbre de la disciplina.
—Tú no te preocupes, Nati —dijo en voz alta, sin dejar de leer, cuando todavía iba por la mitad—. Eso lo primero…
—¡Pa chasco! —entonces Raquel la miró, y se dio cuenta de que harían falta algo más que dos frases hechas para tranquilizarla—. ¿Y cómo no voy a preocuparme, a ver?
La verdad es que era como para preocuparse. Raquel ya había oído rumores e incluso había leído una noticia en el periódico, aunque sus términos eran tan ambiguos que se limitó a clasificarla como un rumor más. Y sin embargo, antes o después tenía que pasar, porque su piso y el de Nati, el edificio del que formaban parte, la calle en la que se encontraban y el barrio al que pertenecían, estaban sujetos, en conjunto y sin remedio, a la implacable lógica de la especulación.
Cuando Paco Molinero, siempre interesado en ganar puntos, le ofreció aquel piso de la calle Ávila, Raquel le anunció a Josechu que iban a vivir en General Perón. Eso no era verdad, pero tampoco era mentira. General Perón, distinguida arteria de lo que se entiende por un barrio burgués, nacía justo donde terminaban las naves industriales abandonadas, las pequeñas fábricas decimonónicas, los antiguos chalés de veraneo y las casas baratas de la calle Ávila. Desde la frontera de Tetuán se veían las luces de la Castellana, las torres de Azca y el estadio Santiago Bernabéu, pero esas vistas nunca impedirían que Tetuán siguiera siendo Tetuán, el barrio popular, abigarrado y viejo, que a Raquel le gustaba y a su marido no. En los últimos meses, ella había pensado que tal vez sólo fuera una cuestión de tiempo. Si los derribos seguían produciéndose al mismo ritmo, muy pronto a Josechu empezaría a gustarle su calle más que a ella, pero nunca había calculado que su turno llegara tan pronto.
—¿Has hablado con el presidente de la comunidad, Nati?
—Sí, y va a haber una reunión, creo. Pero yo no sé… —entonces señaló la carta que Raquel tenía en la mano—. Ahí pone que nos van a echar, ¿no?
—No, no pone eso —y sin embargo, Raquel acercó su silla a la de su vecina, la cogió de la mano y empezó a hablar muy despacio, como si se dirigiera a una niña pequeña—. Lo que pone es que nuestro edificio ha entrado en un plan de renovación urbana. O sea, que el ayuntamiento —o la puta que lo parió, pensó, pero no lo dijo— ha decidido modernizar toda la zona, ¿entiendes? Tirar las casas viejas para edificar casas nuevas encima.
—Pero ésta no es una casa vieja —protestó Nati, con el hilo de voz que le quedaba después de comprobar que su vecina, que era joven, y manejaba ordenadores, y tenía carrera, había entendido lo mismo que ella.
—Mujer, nueva tampoco es.
—¡Pues para eso —y estaba menos indignada que a punto de echarse a llorar—, que tiren las de la Puerta del Sol, que son mucho más viejas! No te digo…
—Ya, pero ésas están protegidas, Nati, el centro no se puede tirar, porque… —Raquel decidió ahorrarse argumentos—. Mira, no vamos a ponernos a discutir eso ahora. El caso es que el ayuntamiento ha hecho una norma, o sea, una ley, como si dijéramos. Pero eso hay que verlo, hay que discutirlo, no se puede aplicar tan fácilmente. Seguro que nosotros podremos recurrir, y vamos a recurrir, y si resulta que no podemos, pues… Nos van a tener que comprar los pisos. Porque tu piso es tuyo, Nati, y no te lo va a quitar nadie, ¿comprendes? Si no nos queda más remedio que vender, venderemos, pero a cambio de un montón de dinero, o de un piso en el edificio que construyan encima de éste.
—Ya, pero entonces… ¿adónde me voy yo mientras me construyen el piso nuevo?
—Pues a Tenerife, por ejemplo —Raquel sonrió, pero la anciana no le devolvió el mismo gesto—. Tu hija está deseándolo, ya lo sabes.
—Ya, pero como me vaya a Tenerife, no vuelvo —y eso era lo que más miedo le daba—. Seguro que no vuelvo.
—Pero tú no te preocupes, mujer, en serio… Si estas cosas son larguísimas. Entre el recurso, que nos contesten, que volvamos a recurrir y eso, te van a entrar hasta ganas de irte a casa de tu hija, ya verás.
—¿Seguro?
—Seguro.
Aquel día Raquel consiguió que Nati durmiera de un tirón, pero su estrategia no sobrevivió al contacto con la realidad. Cuarenta y ocho horas más tarde, su vecina vino a buscarla para entrar de su brazo en una reunión de propietarios donde sus profecías se vinieron abajo, una tras otra, como un juego de fichas de dominó puestas en fila india. El presidente defendió la rendición sin condiciones con tanto ardor como si ya hubiera empezado a cobrar una comisión de una inmobiliaria, pero sus argumentos parecían sólidos. Lo eran. La casa presentaba una serie de deficiencias estructurales que la situaban al borde de la declaración de ruina, y aunque la comunidad podría estudiar su rehabilitación, ningún banco concedería un crédito a los propietarios de un edificio condenado por una normativa municipal de obligado cumplimiento. Sin embargo, y por fortuna, había una constructora interesada en comprar las viviendas para asegurarse la propiedad del solar y edificar encima. Él proponía que aprovecharan la oportunidad y vendieran cuanto antes, porque no tenían otra salida. Eso lo veremos, dijo Raquel, que había sido una de las más combativas, antes de despedirse. ¿Y qué es lo que vamos a ver?, le preguntó el presidente con una sonrisa que acabó de convencerla de que ya estaba untado. Pues todo, respondió ella, amenazándole con un gesto del dedo índice, todo… Pero a las diez de la mañana del día siguiente, ya había descubierto que esa totalidad era tan insignificante que se podía resolver con dos simples llamadas telefónicas.
—No podéis recurrir, Ra —su hermano Mateo, abogado en ejercicio, no tardó ni un cuarto de hora en devolverle la primera—. Lo siento.
—¿Y por qué? —ella no estaba dispuesta a desalentarse con facilidad—. Todas las leyes se pueden recurrir.
—No, todas no. Hay leyes, normas en este caso, que no admiten recurso, porque se entiende que trabajan a favor del interés general, y por lo tanto no pueden paralizarse al entrar en conflicto con intereses particulares.
—¿Interés general? —aquellas dos palabras la sublevaron tanto que notó que se ponía colorada al repetirlas—. Te voy a decir yo…
—No, Ra, a mí no me digas nada —su hermano la interrumpió a tiempo—. Yo no he hecho esa norma, ni tengo nada que ver con ella. Yo te digo lo que hay, simplemente.
Acababa de colgar cuando el teléfono sonó otra vez. Era una de sus conocidas del Departamento de Créditos.
—Nada que hacer, ¿verdad? —Raquel se contestó a sí misma antes de dar a su colega la oportunidad de hacerlo—. Estamos listos.
—Pues sí. Lo siento mucho, pero además te voy a decir una cosa. No os conviene nada arreglar el edificio. Sería tirar el dinero, porque…
—Esa norma no se puede recurrir, ¿no?
—Justo.
—Ya, me acabo de enterar. Bueno, gracias por contestar tan deprisa…
—De nada. Y suerte.
Eso es lo que nos haría falta, se dijo Raquel durante todo el día, un poco de suerte…
No pensaba en ella, que había comprado a tan buen precio que iba a ganar en cualquier caso, sino en Nati, en el pensionista del primero derecha, en Maruja, esa mujer que vivía sin marido y con tres hijos adolescentes dos pisos más arriba. Todos habían estado callados durante la reunión, ella los había visto, había estado pendiente de sus caras, de sus gestos, los había ido estudiando por turnos para encontrarlos cada vez más hundidos, más pálidos, más acobardados en sus sillas, con la mirada baja y los brazos muertos sobre las piernas. Su casa era lo más valioso que tenían, seguramente lo único, la habrían ido pagando poco a poco, y al llegar al final, habrían respirado hondo. Ya no puede pasar nada, habrían pensado, ya es nuestra para siempre, se acabó la incertidumbre, se acabó el agobio, se acabó la angustia, y todo para perderla ahora a manos de un cabrón de especulador adornado con los laureles del interés general, siempre igual, siempre lo mismo. Pues no.
Raquel Fernández Perea lo pensó una vez, y luego dos, tres veces, lo repitió hasta que empezó a sonarle bien, y entonces volvió a agarrarse al teléfono.
—No te pongas nerviosa, Raquel —Paco Molinero, que negociaba mejor que nadie y era el conspirador más aplicado que conocía, empezó por pedir calma—. A ver, cuéntamelo todo pero en orden y despacito, ¿eh?, desde el principio…
—¿Cómo lo ves? —le preguntó ella al final, después de acatar sus condiciones.
—Pues… —y procuró restar solemnidad a su diagnóstico—. Bien no, porque bien no está.
—Ya, pero tengo un plan.
En la cama no se entendían. Delante de una mesa y con un problema en medio, formaban un equipo casi insuperable, porque cada uno de los dos tenía la virtud de suplir con sus capacidades las deficiencias del otro. Raquel era más imaginativa y mucho más audaz, Paco más astuto y mucho más realista. Por eso les gustaba tanto trabajar juntos, y el equilibrio solía traer la solución de la mano. La de aquel día, resistir es vencer, no fue muy brillante, pero al menos tenía el aspecto de una solución.
—¿Qué tal? —aquella tarde, Nati se asomó a la puerta de su piso cuando Raquel todavía estaba en el ascensor—. Fatal, ¿a que sí? ¿A que nos echan a la calle?
—¡Qué dices! —pero de repente le dio tanta pena que la abrazó y la besó más de la cuenta, aun a costa de que aquel exceso restara eficacia a sus mentiras—. Que no, ni hablar. He estado haciendo gestiones y… Bueno, lo he consultado con mi hermano, que es abogado, y con Paco, ya sabes, y ahora mismo me voy a ir a ver al aparejador del ático, que ayer estuvo muy bien en la reunión, ¿verdad?
Hasta que no oyó su nombre repetido en la voz del presidente mientras le pedía calma en vano una y otra vez, Raquel ni siquiera sabía que se llamaba Sergio. Era un chico bajito, delgado, casi insignificante y más joven que ella, pero había tenido la impresión de que era también el único vecino con el que podía contar. Él se lo confirmó enseguida.
—No podemos recurrir —le dijo al encontrársela al otro lado de la puerta, y sólo después la saludó—. Hola.
—Lo sé —contestó ella, saltándose el saludo—. Pero algo habrá que hacer.
—Desde luego —y subrayó estas palabras con un movimiento de la cabeza—. Lo que sea.
Tardaron menos de dos horas y media docena de cervezas en elaborar un plan articulado en tres fases bien definidas, asalto al poder, trabas burocráticas, resistencia numantina.
Los dos se pusieron de acuerdo muy deprisa. Sergio también sospechaba de la indolencia del presidente, aquella incomprensible urgencia por negociar un precio global por todos los pisos. Seguro que lo han untado, dijo, y mientras sacaba un cuaderno del bolso, Raquel no sólo le dio la razón. También lo propuso como primer objetivo. Luego tomó muchas notas, informar a los vecinos, hacer una campaña electoral soterrada, promover una junta, impugnar al presidente, forzar una reelección, presentar nuestra candidatura, Sergio presidente y yo vice, no, al revés, él prefiere que yo sea presidenta y él vice, y después, no entregar ningún papel en plazo, no contestar a ningún requerimiento, no cogerle el teléfono a los de la inmobiliaria, seguir pagando la contribución y los suministros como si nada, fijar un precio actualizado por cada vivienda, subirlo en un diez por ciento, rebajar al final un veinte y ni un céntimo más, que no se nos note, hablar con los medios, salir en la tele, aguantar aunque nos corten la luz y el agua, prever la manera de seguir teniendo luz y agua enganchándonos a la red de los vecinos, no van a tirar la casa con nosotros dentro, no pueden tirar la casa con nosotros dentro, no pueden hacer nada si nosotros estamos dentro. Al final, subrayó esta última frase tres veces y se despidió de su compinche.
—Vamos a darnos veinticuatro horas para pensarlo —propuso él mientras la acompañaba hasta la puerta—. Quedamos mañana a la misma hora, ¿quieres?, por si se nos ha pasado algo…
—Vale —Raquel sonrió, le besó en las mejillas—. Hasta mañana, entonces. Y ya sabes, resistir es vencer.
—¿Qué? —él se la quedó mirando como si nunca hubiera escuchado esa frase.
—No, nada.
Resistir es vencer, volvió a repetir para sí misma. Resistir es vencer, por supuesto que sí, joder, alguna vez tiene que ser verdad…
Durante mucho tiempo, estuvo segura de que ésa iba a ser aquella vez, porque todo salió bien, muy bien, desde el principio. Consiguieron el apoyo de todos los vecinos con la única excepción del presidente anterior y de una señora que tenía su piso alquilado y nunca iba por allí, y a la semana siguiente de su elección, les llamó un señor de Promociones del Noroeste, S.A. para decirles que tenía mucho interés en conocerles y que para él sería un placer invitarlos a comer.
—Ni hablar —contestó Raquel—. Si quiere venir a vernos, quedamos en mi casa una tarde que le venga a usted bien. Esta semana no, porque no puedo yo, y la que viene tampoco, porque el vicepresidente está de vacaciones…
Le hicieron esperar más de un mes y acudieron a la reunión con dos abogados, Mateo Fernández Perea, al que le divertía mucho la indignación de su hermana mayor, y la novia de Sergio, que acababa de terminar la carrera y estaba muerta de miedo. El enviado de la inmobiliaria era un ejecutivo de estilo Armani y treinta y tantos años, abogado y economista, con gafas de montura Truman y la cabeza casi rapada para disimular una calvicie más que incipiente. Se llamaba Sebastián López Parra y les dio su tarjeta a todos antes de sentarse. Luego los miró despacio, uno por uno, y Raquel se dio cuenta de que era lo bastante listo como para apreciar las peculiaridades del panorama que estaba contemplando. Por eso empezó siendo cortés, casi untuoso, mientras enumeraba las ventajas que una colaboración mutua reportaría a todas las partes, y fue endureciendo el tono de su discurso poco a poco, para intentar convencerles de que carecían de cualquier posibilidad real de oposición. No se atrevió a ofrecerles dinero, pero se las arregló para que el dorado reflejo del soborno fuera embadurnando sus palabras y sus pausas. Al terminar, volvió a mirarles y se detuvo en Raquel, como si hubiera adivinado que aquél era el hueso en el que iba a pinchar.
—Muy bien, pues ahora voy a hablar yo —ella le dedicó su sonrisa más encantadora antes de pronunciar una cifra a la que su interlocutor respondió con otra aún más ancha.
—¡Por favor, señora! Yo creía que estábamos hablando en serio.
—Y estoy hablando en serio, se lo aseguro —Raquel hizo una pausa y se acabaron las sonrisas—. Soy asesora de inversiones y trabajo en la gestora de fondos de Caja Madrid, pero llevo muchos años en la empresa, conozco a mucha gente. He estado hablando con un par de peritos y, como usted sabe bien, sin duda, su valoración se aproxima muchísimo más a la cifra de nuestra demanda que a la de su oferta. Si usted insiste en tomarse nuestro precio a broma, podemos dejarlo aquí y empezar a negociar con otro comprador. Estoy segura de que ustedes no son los únicos interesados. Y el hecho de que sean ya los propietarios de los edificios colindantes es más relevante para ustedes que para nosotros. Una cosa es que tengamos que vender nuestras casas, y otra muy distinta que tengamos que vendérselas a Promociones del Noroeste. Nadie nos obliga, como comprenderá.
En ese momento, Sebastián López Parra volvió a sonreír, se quitó las gafas, limpió los cristales con mucha parsimonia y el extremo de la corbata, se las puso de nuevo y miró a Raquel, que había podido adivinar sin grandes esfuerzos la secuencia de sus pensamientos y calculaba ahora, con la misma exactitud, el grado de sorpresa de su interlocutor, la clase de pobre gente con la que había esperado encontrarse aquella tarde.
—Pero usted sabe —prosiguió él en un tono sereno, hasta respetuoso— que si no llegan a ningún acuerdo previo con nuestra empresa o con cualquier otra, cuando la norma entre en vigor les expropiarán por las buenas y entonces saldrán perdiendo.
—Sí —pero Raquel estuvo a su altura—, como usted sabe, sin duda, que esto no es Chicago durante la ley seca, así que ya me explicará qué procedimientos legales —y recalcó esa palabra— pueden aplicar para impedir que lleguemos a un acuerdo con otro comprador. Eso sin contar con que, si nosotros salimos perdiendo, hay muchas posibilidades de que ustedes salgan perdiendo lo mismo, o más.
—Muy bien —las gafas de Sebastián López Parra relucían, pero se las volvió a limpiar con el mismo esmero antes de levantarse—. Tenemos que valorar todo esto, como comprenderán…
—Desde luego —Raquel también se levantó.
—Sigo pensando que su precio es excesivo e incluso que no se ajusta a la realidad del mercado, pero les pediría que, mientras elaboramos una nueva oferta, no empiecen a negociar con otros posibles compradores. Todos estamos interesados en llegar a un acuerdo, creo yo.
Se despidió de Mateo, de Sergio y de su novia con sendos apretones de manos y siguió a Raquel hasta la puerta.
—Adiós —se limitó a decir allí, con una sonrisa ambigua, en la que el asombro se entremezclaba con la admiración y quizás, incluso, con un leve indicio de lo que, en otras circunstancias, ella habría podido interpretar como complicidad.
—Hasta pronto —correspondió la presidenta, mientras pensaba que, por lo menos, les habían mandado a un hombre inteligente.
—¡Qué bien has estado, tía! —chilló la novia de Sergio, mientras cruzaba el salón para ir a abrazarla.
—Pero ¿por qué has subido el precio? —le preguntó él, en cambio—. No es lo que habíamos hablado.
—Sí, ya —se disculpó ella—, pero es que, de repente… No sé. He tenido la impresión de que no nos van a tener que cortar la luz ni el agua, ¿sabes? Me apostaría cualquier cosa a que van a pasar por el aro bastante antes. Por eso he subido el precio, porque, si tengo razón, vamos a necesitar un buen margen para regatear, ¿no?
—Ojalá.
Eso mismo era lo que estaba pensando ella, ojalá, y que aquello no iba a ser fácil en ningún caso. No lo fue, y sin embargo, la resistencia siguió señalando con terquedad el camino de la victoria. Hubo otras reuniones, con abogados y sin abogados, con peritos y sin peritos, con órdagos y sin órdagos, y a veces los dos jugaban de farol y a veces uno llevaba juego y el otro no. Así terminó la primavera, pasó el verano, llegó el otoño y empezó a hacer frío.
Para aquel entonces, Sebastián López Parra, que había empezado a negociar con los propietarios por separado al día siguiente de conocer a la nueva presidenta, sólo había conseguido convencer a los pensionistas del primero, que tenían miedo de todo y una casa en un pueblo de Guadalajara a la que se mudaron para ahorrarse problemas. Los demás habían preferido creer a Raquel cuando les aseguraba que si se mantenían firmes y unidos, a la larga ganarían todos. Era un cálculo muy sencillo y ella estaba segura de que al final saldrían las cuentas. Tenían que salir, porque 2004 estaba a punto de terminar y la nueva normativa entraría en vigor en la primera mitad del año siguiente. Resistir, resistir y resistir. El 10 de enero de 2005, Sebastián López Parra hizo su última oferta. Representaba un cuatro por ciento menos de aquella cifra en la que Sergio y Raquel habían decidido juramentarse para no rebajar ni un céntimo casi un año antes, pero los dos la recibieron como una victoria. Era una victoria. Resistir es vencer, y habían vencido.
—Y esta tarde, ni se te ocurra hacer un bizcocho, Nati —tres días después, un mensajero fue entregando una propuesta de contrato de compraventa a cada uno de los propietarios, y cuando su vecina la llamó al trabajo para anunciarle que había recogido la suya, Raquel se dijo que había que celebrarlo—. Yo compro pasteles, y canapés de Mallorca, de esos que te gustan tanto. ¡Ah! Y una botella de Bailey's.
—¡Ole! —y Nati se las arregló para aplaudir por teléfono.
—Pues eso. Tú díselo a Maruja y yo aviso a Sergio, para que venga también.
La verdad es que no es para tanto, Raquel sonrió al colgar, anda que, cualquiera que nos viera… No era para tanto, pero era no quedarse en la calle, y eso ya era bastante. Con lo que iban a cobrar por cada piso, nunca podrían comprarse otro equivalente en el edificio que iban a construir sobre el suyo. Como mucho, les alcanzaría para dar una buena entrada y quedarse con una hipoteca no muy incómoda. Visto así, la suya era una victoria pírrica, y sin embargo, lo que habían conseguido era mucho más de lo que tenían otros vecinos de Tetuán, todos los que se habían rendido sin luchar.
Lo más curioso es que ninguno de ellos pensaba quedarse en aquel lugar que habían defendido con tanto afán. Nati había decidido que, con el dinero y la libertad de gastárselo en volver si no se aclimataba a la vida en las islas, ya se podía marchar a Tenerife. El saldo de su cuenta corriente representaba para ella una autonomía semejante a la que proclamaba al afirmar que aún podía limpiar su casa, y lavarse ella sola, y hacerse la comida, y ahora hablaba de la mudanza con ilusión, casi con alegría, porque ya no era una capitulación, sino un cambio de aires. Sergio, por su parte, se iba a vivir a Aluche, a casa de su novia, un piso que ya habían puesto en venta con la intención de reunir entre los dos dinero suficiente para comprarse algo en Madrid. Y Raquel estaba bastante segura de que su abuela accedería a venderle el piso de la plaza de los Guardias de Corps, que llevaba vacío más de un año, desde que Anita decidió que no le apetecía seguir viviendo allí sin su marido.
Entonces se había mudado a Canillejas, a casa de su hija Olga, que tampoco había querido quedarse en París después del accidente de tráfico que la dejó viuda, y todos, Raquel la primera, habían intentado convencerle de que alquilara su piso, pero ella decía siempre lo mismo, más adelante, si acaso más adelante. La verdad era que le daba pena meter allí a cualquiera, y por eso, Raquel confiaba en quedárselo al final, aunque de entrada, su abuela le hubiera dicho que no.
—Pero ¿cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía, cómo voy a venderte mi casa? —Anita se ponía muy nerviosa cada vez que salía el tema—. Yo te la regalaría si pudiera, pero…
—Pero no puedes —completaba Raquel—, porque sólo tienes una casa, y dos hijos, y otros cuatro nietos, y cinco bisnietos, y no es justo que me favorezcas a mí sobre ellos. Es eso, ¿no?
—Sí —y afirmaba con la cabeza y mucha convicción—, claro que es eso.
—Pues entonces, ¡véndemela, abuela! Yo te la compro, tú te quedas con el dinero, y ya es tuyo y lo repartes como quieras, ¿no lo entiendes?
—Pero ¿cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía? —repetía Anita, y todo volvía a empezar desde el principio, hasta el día en que Ignacio Fernández Salgado decidió que ya estaba aburrido de escuchar lo mismo todos los fines de semana.
—Pues haciéndolo, mamá, no seas pesada —y soportó, impertérrito, la mirada de escándalo de su madre—. ¿No te das cuenta de que es lo mejor para todos? Si ese piso no lo quiere nadie, sólo ella, y la van a echar de su casa… ¿Qué prefieres, que Ra se tenga que ir a vivir a un sitio que no le guste y a ti te la compre un extraño? ¿Es que eso sería mejor? Si el dinero es todo igual, mamá, no tiene nombre ni apellidos.
Desde el día en que su padre intervino a su favor, Raquel sabía que la aquiescencia de su abuela era sólo cuestión de tiempo, y aquella tarde, cuando llegó a su casa cargada de bandejas, la expectativa de mudarse al piso de los días mejores, el escenario de los sábados que había compartido con su abuelo Ignacio en la que seguía siendo la mejor historia de amor de su vida, elevaba su ánimo mucho más que el éxito de la negociación. Ése era el verdadero final feliz de su relación con las gafas y la corbata de Sebastián López Parra, y una prueba inmejorable de cómo opera el azar sobre el destino de las personas. No esperaba tropezarse con ninguna otra cuando besó a Nati, a Sergio, a su novia y a Maruja, la madre separada del tercero, que se había unido a la fiesta con su hijo pequeño, y dispuso las bandejas sobre la mesa del salón, y bebidas para todos, antes de sacar un documento de un sobre y empezar a leerlo, por fin, en voz alta.
—En Madrid, a 17 de enero de 2005, reunidos doña…
—Pero hoy es día 13 —objetó Nati.
—Pero vamos al notario el lunes que viene —le aclaró Sergio—. Déjala leer y luego preguntas.
—Doña Natividad Melero Domínguez —siguió Raquel—, en adelante la vendedora, y don Julio Carrión González, en adelante… —no puede ser, se dijo a sí misma, no puede ser, sería demasiada casualidad, es imposible.
—¿Y ahora, qué pasa? —preguntó Nati, cuando aquella pausa se convirtió en un silencio.
—Nada, es que… —Raquel volvió en sí muy despacio mientras se repetía que no, que no, que no podía ser, que el mundo estaba lleno de Julios, y de Carriones, que había hasta una bodega con ese nombre, y que era una coincidencia, tenía que ser una coincidencia—. No sé, éste nombre me suena, pero…, bueno, voy a seguir, don Julio Carrión González, en adelante el comprador, acuerdan…
Leyó el contrato hasta el final, y se sumó a las sonrisas y los aplausos de los demás, pero no firmó encima de su nombre, como hicieron Nati, y Sergio, y Maruja, después de comprobar que en todos los ejemplares constaba la misma cantidad, y era la pactada. Luego atendió a sus invitados durante más de dos horas, habló, rió, escuchó, y rellenó las bebidas de todos ellos, pero en ningún momento dejó de darle vueltas a aquel nombre, Julio Carrión González, ni de repetirse que no, porque no podía ser, era imposible.
Estaba casi segura de que nunca había conocido el segundo apellido del hombre que le había sacado dos chupa-chups de las orejas en una lejana tarde de mayo de 1977, porque apenas había vuelto a oír hablar de él desde aquel día. En casa de sus padres nunca se hablaba de la guerra, ni del exilio, ni del regreso. Era como si nada de todo aquello hubiera sucedido, como si la familia Fernández nunca se hubiera movido de Madrid, como si la familia Perea hubiera vivido siempre en Torre del Mar, como si su padre no hubiera nacido en Toulouse, como si su madre no hubiera nacido en Nimes, como si ninguno de los dos conservara la huella palidísima pero aún perceptible de un acento ajeno, que estiraba sus eses y aflautaba sus úes para imprimir a sus palabras una música extraña, que no acababa de sonar igual que la que brotaba de las voces de sus padres, de sus hijos, de los desconocidos que andaban por la calle.
A Ignacio Fernández y a Raquel Perea no les gustaba hablar de eso, no les gustaba que se hablara de eso delante de ellos, y cuando no les quedaba más remedio que mencionar aquella época delante de alguien, usaban términos tan ambiguos que cualquiera habría podido pensar que habían estado en Francia estudiando, o de vacaciones. Julio Carrión era el mejor ejemplo de aquella estrategia en la que Raquel tampoco había reparado mucho hasta que se encontró con su nombre en un contrato de compraventa. Cuando pasó lo de Carrión, decía a veces su padre, o antes, o después de lo de Carrión, y si alguno de sus hijos le preguntaba qué era lo que había pasado en realidad, él respondía que nada, un socio del abuelo que le había salido rana. Y sin embargo, ella sabía más que sus hermanos de aquel hombre. Sabía que su abuelo le había llamado hijo de puta, sabía que después había llorado, y sabía lo que Ignacio Fernández Muñoz había querido contarle muchos años después, una tarde de primavera en la que habían vuelto a recorrer de la mano Recoletos por el puro placer de pasear, sin ir ni volver de ninguna parte.
—¿Nos tomamos un helado? —ella ya había cumplido diecinueve años, pero seguía pasando con sus abuelos las tardes de casi todos los sábados y guardaba una memoria fiel de los ritos de su infancia—. Yo invito.
—No. Invito yo.
—Vale, pero… —y entonces se le ocurrió que aquella ocasión era tan buena como cualquier otra para volver a la carga y no sacar nada en claro—. Oye, abuelo… ¿Te acuerdas de aquel día que fuimos de visita a aquella casa donde había unos niños, y me regalaron una muñeca? —él asintió con la cabeza y una sonrisa cargada de ironía que ella interpretó como una respuesta—. No me lo vas a contar nunca, ¿verdad?
—¿Qué?
—Lo que pasó aquella tarde.
—¡Qué pesada eres, Raquel! —Ignacio Fernández Muñoz se paró en medio del bulevar para mirar a su nieta sin dejar de sonreír—. Me lo has debido preguntar…
—Cientos de veces, ya lo sé —aceptó ella—. Pero como nunca me contestas.
—Sí que te contesto —le dio a su nieta un helado, probó el otro y reemprendió la marcha muy despacio—. Te contesto siempre. Fui a ver a ese hombre porque tenía que hablar con él. Y eso hice, ni más ni menos, ya lo sabes.
—Sí, pero hablar, hablar… Eso no significa nada, abuelo, también estamos hablando tú y yo, ahora.
—¿Y eso no significa nada?
—¿Ves? —y Raquel sonrió a su pesar—. Ya me estás liando otra vez. Siempre igual, no sé ni para qué te pregunto, porque…
Él se echó a reír y siguieron andando, comiéndose el helado que cada uno sujetaba con la mano que no le daba al otro, y ella pensó que no iba a lograr arrancarle ni una sola palabra más, como de costumbre. Pero aquella vez fue diferente.
—Vamos a hacer un trato —propuso él cuando estaban llegando a Cibeles—. Yo te cuento lo importante y tú no me preguntas nada, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué?
—Esa pregunta ya no entra en el trato.
—¡Jo, abuelo, qué pesado eres!
—Pues anda que tú…
Los dos se echaron a reír a la vez, pero ella habló primero.
—Vale —se resignó—. Sin preguntas.
Entonces se abrió el semáforo. Cruzaron la calle Alcalá en silencio, pasaron por delante de la fachada de Correos, y él volvió a pararse delante de una luz roja.
—Vamos por el bulevar, que es más bonito, ¿no? —Raquel asintió con la cabeza—. Aquella tarde fui a ver a un hombre que se llama Julio Carrión. En París, hace muchos años, éramos amigos, o por lo menos, yo creía que era mi amigo. Por eso, cuando nos dijo que iba a volver, le pedimos que vendiera las propiedades de la familia para mandarnos el dinero que sacara, porque mis padres aquí eran ricos, pero allí éramos pobres, no teníamos nada. Él nos prometió que lo haría y se quedó con todo.
—¿Os lo robó? —preguntó Raquel, y su abuelo asintió con la cabeza—. ¿Todo? —y su abuelo volvió a asentir—. ¿Y cómo pudo…?
—Hemos hecho un trato, señorita.
—Sí, pero…
—Sí pero nada ——Ignacio Fernández pasó un brazo por los hombros de su nieta, la atrajo hacia sí, la besó en la cabeza—. Los tratos se cumplen.
Eso era todo lo que Raquel Fernández Perea sabía de Julio Carrión cuando se encontró con ese mismo nombre junto al suyo, en un documento legal.
Habían pasado dieciséis años desde la tarde en la que logró arrancarle a su abuelo aquella confidencia y casi el mismo tiempo desde que no pensaba en ella, porque al llegar a Neptuno, él le había hecho prometer que nunca hablaría de aquello con nadie. ¿Otra vez?, le había preguntado ella, otra vez, había respondido él con una sonrisa. Sin embargo, Raquel se dio cuenta de que el motivo de su silencio ya no era su abuela, sino su padre, y no le costó trabajo aceptar una cláusula que por otra parte le resultaba muy familiar. A Ignacio Fernández Salgado no le gustaba que su hija supiera tantas cosas de las que él prefería no hablar, y como no se atrevía a reprochárselo a su padre en voz alta, era Raquel la que se llevaba una bronca cada vez que se le escapaba un dato, un nombre, una fecha que debería haberse guardado para ella sola. En 1988, cuando se enteró por fin del significado de aquella expresión enigmática, «lo de Carrión», que no habría llegado a escuchar ni una docena de veces, el pasado no estaba de moda. Recordarlo parecía de mal gusto, y su vida estaba repleta, llena de cosas que hacer y en las que pensar.
A los diecinueve años, Raquel Fernández Perea estaba contenta con casi todo, y España también. A los treinta y cinco, en cambio, aquel nombre la desasosegó tanto que, cuando se marcharon sus vecinos, antes de recoger los vasos sucios y de vaciar los ceniceros, se sentó delante del ordenador y cruzó los dedos después de escribir el nombre de la inmobiliaria a la que iba a vender su piso en la barra del navegador.
Promociones del Noroeste, S.A., tenía una buena página web, moderna, vistosa y con animaciones bastante sofisticadas. Estaba diseñada para animar a la gente a comprarse una casa, con planos on-line y diversos simuladores de plantas y modelos, pero en una barra lateral, a la izquierda, aparecía el consabido quiénes somos, que remitía a otra web, la del Grupo Carrión, del que formaban parte aquella y otras cinco inmobiliarias. En un epígrafe titulado recursos humanos, Raquel encontró un acceso al equipo directivo, presidente, don Julio Carrión González, consejero delegado, don Rafael Carrión Otero, director gerente, don Julio Carrión Otero. Al lado de cada nombre, una frasecita en rojo, ver más. Apretó la tecla del ratón y vio más, allí estaban, una foto tras otra, el mago de los chupa-chups y sus dos hijos mayores, casi tan rubios como cuando eran niños pero con mucho menos pelo. Raquel Fernández Perea comprobó que lo imposible dejaba de serlo y no le quedó más remedio que creer en lo increíble cuando empezó a leer «Don Julio Carrión González nació en Torrelodones (Madrid) en 1922. De formación autodidacta, fundó su primera empresa, Construcciones Carrión, a finales de 1947…».
Miró las fotos durante mucho tiempo, leyó las biografías varias veces, echó de menos a aquel niño moreno que, seguramente por ser el más joven, aún no tenía un cargo en la cúpula del emporio familiar, y después se quedó quieta, sentada ante la pantalla sin saber muy bien qué hacer, adónde ir después de aquello. Pensaba en su abuelo, que había muerto de un infarto cerebral en la primavera de 2003, cuando estaba a punto de cumplir ochenta y cinco años de una vida buena y terrible al mismo tiempo, buena porque él la había hecho así, terrible porque así la habían hecho otros para él. La muerte de Ignacio Fernández Muñoz había sido el golpe más duro que su nieta había recibido en su vida, porque le había querido más que nadie, más que a nadie, y le seguía necesitando, siempre le necesitaría. En aquel momento, sola ante el ordenador, le hacía más falta que nunca, porque no sabía qué hacer, adónde ir, cómo resolver aquella broma del azar, cómo clasificar lo que tal vez fuera una oportunidad, una tontería o la humillación póstuma, definitiva.
—¿Qué hago, abuelo?
Lo preguntó en voz alta y nadie le contestó, así que recogió los vasos, vació los ceniceros, lo fregó todo y se fue a la cama, pero no pudo dormir.
También podía no hacer nada, firmar el contrato, vender el piso, mudarse a la plaza de los Guardias de Corps y seguir viviendo como si nunca hubiera leído el nombre de Julio Carrión en un documento. En los vaivenes de aquella noche larga, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, sospechó que eso le habría dicho él, no hagas nada, Raquel, ¿por qué?, ¿para qué?, si ya no se puede hacer nada. Ésa era la traducción aproximada del consejo con el que la había abrigado cuando tenía ocho años, ya hemos vuelto, ¿no?, y lo más lógico es que tú ya vivas aquí siempre, y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. También podía no hacer nada, siempre se puede no hacer, no saber, no querer, pero ella ya no tenía ocho años. Gracias también a su abuelo, se había convertido en una mujer fuerte, inteligente, capaz de defenderse sola, sin la protección de nadie. No hagas nada, Raquel, no se puede hacer nada, ¿por qué?, ¿para qué? Las sábanas estaban arrugadas y ella agotada, incómoda en su cuerpo, en su memoria y sus apellidos. Pero tengo que saber, abuelo, aunque sea para no hacer, aunque luego no haga nada, tengo que saber, tengo que entenderlo, ¿es que no te das cuenta? En algún momento de aquel diálogo imaginario se quedó dormida y soñó que el despertador empezaba a sonar. Entonces se despertó, y el despertador estaba sonando.
—¿Qué hago, abuelo?
Mientras se preparaba el desayuno, volvió a escucharle, a imaginarle, no hagas nada, Raquel, ¿por qué?, ¿para qué?, ya no se puede hacer nada… Pero a la luz del sol su descubrimiento de la noche anterior le pareció feo, y duro, era tan duro, el mismo nombre, el mismo hombre, una historia parecida, tantos años después, la ley siempre de su parte y que no cambie nada, nunca. Estaba exagerando, lo sabía, pero sabía también que no era culpa suya. Para no exagerar, tendría que haber sabido. Para juzgar con serenidad y no hacer nada, antes tenía que saber.
—¿Qué vas a hacer esta noche, abuela? —ya eran las once de la mañana y lo había pensado mucho, pero no había encontrado ningún argumento que la impulsara a cambiar de opinión.
—¡Ay, Raquel, qué alegría que me llames! Porque te iba a llamar yo, ¿sabes? —Anita Salgado se echó a reír, y su nieta sintió que aquella risa la calentaba por dentro—. Ya te imaginarás para qué…
—¿Sí? ¡Qué bien! —pero en aquel momento, el piso de la plaza de los Guardias de Corps le interesaba muy poco—. Pues yo tengo que hablar contigo, abuela. ¿Te viene bien que quedemos esta tarde, a última hora? Podemos…
—No. Esta tarde voy a ir al teatro con Olga y con tu madre.
—Bueno, pues entonces podemos comer juntas mañana. Te invito a un restaurante chino, ¿te apetece?
Le apetecía, siempre le apetecía. La debilidad de sus dos abuelas por la comida china había sido uno de los grandes hallazgos de Raquel, y su éxito le divertía tanto que nunca se cansaba de fomentarlo. Anita había sido la primera y seguía siendo la más incondicional. Es que es todo tan mono, decía, ¿a que sí? Las bandejitas, y los cuencos, estas cucharas de porcelana a juego, y los colores, el rosa anaranjado de la salsa, que hasta dan ganas de hacerse un vestido con él, ¿verdad? Y comer como los pajaritos, un poco de esto, un poco de lo otro, sin abusar de nada y tan a gusto… Su nieta sonreía y le daba la razón aunque no la tuviera, porque Anita se ponía tan morada que, al terminar, se la quedaba mirando y le decía, lo de hoy, a tu hermano no se lo contamos, ¿vale?
Ignacio, el médico de la familia, estaba muy preocupado por el sobrepeso de su abuela, que era hipertensa y se saltaba a la torera todos los regímenes que él iba fijando, con cuatro imanes y una paciencia infinita, en la puerta de su nevera. Raquel no dudaba de que tuviera razón, pero le daba más miedo que Anita, al borde ya de los ochenta años, volviera a tirar la toalla, como hizo cuando se quedó viuda y dejó de teñirse el pelo, y de pintarse las uñas, y de salir a la calle, hasta que le dio por pasarse el día entero en la cama y les asustó tanto que empezaron a repartirse su tiempo entre todos. Desde entonces, su hija, su nuera, o las dos juntas, la llevaban al teatro todas las semanas, su hijo a los toros cuando había corridas, y sus nietos iban a verla los sábados o los domingos, Mateo con sus hijos e Ignacio con la suya y el tensiómetro escondido para pillarla a traición. Pero Raquel, que no tenía niños ni trabajaba por las tardes, era quien más se ocupaba de ella. Todas las semanas quedaban un par de veces para ir al cine, a la peluquería, y de vez en cuando, sin que se enterara nadie, a comer en un buen restaurante chino.
Aquel sábado reservó mesa en uno de los mejores antes de ir a recogerla con el coche. Ella la estaba esperando en el portal, y al verla, le dedicó una sonrisa tan radiante que Raquel se arrepintió antes de tiempo de ir a echarla a perder.
—A ver que te bese, eso lo primero.
Y le estampó a su nieta en las mejillas dos largas series de besos sonoros, breves y rápidos, tan repetidos como ráfagas de ametralladora e imposibles de devolver, antes de aceptar el brazo que le ofrecía para acompañarla hasta el coche, que estaba a dos pasos. El sobrepeso, que tanto preocupaba al tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, no había restado agilidad a su cuerpo hasta hacía algunos meses, cuando sus piernas acusaron de golpe todos los años que aún no lograba reflejar su rostro, redondo y vivo gracias a los enormes ojos oscuros, siempre brillantes, que aún sabían reflejar a la sonrosada manzanita de antaño.
—¡Ay, hija mía, qué contenta estoy! —y después de proclamarlo, inició una compleja maniobra que le permitió acomodarse sola en el asiento del copiloto, mientras Raquel mantenía la puerta abierta sin hacer el menor ademán de prestarle una ayuda que la habría ofendido.
—¿Ya? —le preguntó entonces.
—¡Pues claro! —su abuela la miró como si no entendiera qué estaba haciendo ahí fuera, de pie, mirándola—. ¿A qué esperas? —y sólo cuando la tuvo sentada a su lado, el motor en marcha, se animó a explicarle los motivos de su alegría—. He estado hablando con todos de lo de la casa, ¿sabes? Primero con Jacques, que estaba en Babia, como siempre, y ni siquiera sabía de lo que le estaba hablando. ¡Pero si yo ahora vivo en Milán, abuela!, me dijo, ¿para qué quiero yo una casa en Madrid? Total, que por ese lado… Y Annette se puso contentísima, fíjate, porque como a ella le gusta mucho venir, no como al descastado de su hermano, y estar siempre en medio del follón, pues me dijo, ¡qué bien, abuela! Así cuando vaya, en vez de quedarme en vuestra casa, que está en el quinto pino, pues me quedo en la de Ra, que está en un sitio buenísimo, y le sobra sitio y no creo que le importe. Y yo le dije que seguro que no, porque como os lleváis tan bien… ¿No habré metido la pata, verdad?
—Claro que no, abuela. Yo quiero mucho a Annette, ya lo sabes, somos muy amigas, y me va a sobrar sitio, desde luego.
—Pues eso. Total, que luego hablé con tus hermanos, que eran los que más me preocupaban, porque como Mateo siempre dice que tú has sido la niña bonita y la nieta preferida, y que por eso te regalé la pulsera de la abuela María, y que a él no nos lo llevábamos a dormir los sábados cuando era pequeño…
—Pero lo dice en broma, abuela —Raquel aparcó, salió del coche, abrió la puerta y esperó a que Anita bajara tan sola como había subido—. Ya sabes lo miedoso que era. Nunca se atrevía a dormir fuera de casa.
—Bueno, bueno, pero por si acaso hablé con él, me puse muy seria, le dije, Mateo, por favor, si te molesta que le venda la casa a tu hermana, si la quieres para ti, lo que sea, dímelo… Y me mandó a paseo. Lo de Ignacio fue mucho mejor, no te lo pierdas. Mira, abuela, tú lo que tienes que hacer es venderle el piso a Ra de una vez y luego darme a mí el dinero sin que se entere nadie, eso sí, y nos vamos tú y yo juntos a Las Vegas y nos lo fundimos todo en cuatro días… Eso me dijo, ¿qué te parece? ¡Es tan gracioso! Mira que se pone pesado con lo de que estoy gorda, pero por lo demás, me parto de risa con él, la verdad. Y sin embargo no le gusta vivir en el centro, a nadie le gusta, sólo a ti. Tú eres igual que tu abuelo, y por eso… Por eso, creo que es bueno que te quedes tú con la casa, porque… A él le encantaba, y él te quería tanto, tanto… Te adoraba, ya lo sabes, para él tú siempre fuiste su niña, la única que… Bueno, qué te voy a contar.
Raquel creyó que había sido capaz de pasar por encima de todos aquellos puntos suspensivos, pero cuando miró a su abuela, la vio borrosa.
—No vamos a llorar, ¿verdad? —dijo entonces, mientras movía los párpados muy deprisa.
—No —Anita no llegó a tiempo para eso, pero se secó dos lágrimas con los dedos y sonrió—. Claro que no. Oye, por cierto, y qué bien que hayamos venido aquí, ¿no? ¿No es aquí donde hacen ese arroz que está como pegado y que me gusta a mí tanto? ¿Y el pato ese que se come en unas tortitas?
—Sí, ése también lo hacen.
—Uy… —y sonrió todo lo que sus labios daban de sí—. ¡Cómo nos vamos a poner!
Luego, mientras el camarero las acompañaba a su mesa, apretó el brazo de su nieta con los dedos de pura excitación, y antes de mirar la carta, anunció que no sabía si empezar con una sopa o con un rollito, sólo para que ella le dijera que, si quería, podía tomar las dos cosas. Raquel le consultó el menú antes de pedir la comida y escogió un vino bueno, tinto, que su abuela no quiso probar sin brindar primero.
—Por tu casa —dijo.
—Por la tuya —y las dos se echaron a reír.
—Bueno, ¿y de qué querías hablar conmigo? —preguntó Anita después.
—Verás, es que… —te voy a estropear la comida, abuela, pensó Raquel, y no quiero—. Mira, mejor hablamos luego de eso, ¿vale? Ahora cuéntame qué obra fuiste a ver ayer, quién la hacía, si el protagonista era guapo, si te gustó el argumento…
Así salvaron las entradas, las gambas, los fideos, el arroz y el pato con sus tortitas, pero antes de pedir el postre, Anita Salgado se quedó mirando a su nieta como cuando era niña y estaban las dos solas en la cocina de su casa de París.
—Muchas gracias, estaba todo muy bueno. Y ahora, ¿me vas a decir por qué estás tan nerviosa?
—No estoy nerviosa, abuela.
—Claro que lo estás —y entonces sonrió—. Yo soy vieja, no ando bien, me estoy quedando sorda y de vez en cuando me falla la memoria, ya lo sabes, pero no soy tonta, nunca lo he sido.
—No, eso no.
—¿Y entonces?
Raquel hizo una pausa, la miró, rellenó su copa de vino y la vació de un trago.
—La inmobiliaria que quiere comprarme la casa se llama Promociones del Noroeste, Sociedad Anónima. ¿Te suena? —ella negó con un gesto y su nieta tomó aire antes de seguir—. Su dueño se llama Julio Carrión González.
—No puede ser —Anita Salgado volvió a decir que no con la cabeza varias veces, como si así pudiera eliminar aquel nombre de todas las conversaciones presentes y futuras——. Será otro, seguro, es una coincidencia, hay hasta unas bodegas…
—Ya, ya lo sé —la interrumpió su nieta—. Yo también pensé en las bodegas. Pero luego entré en Internet y…
—¡Ja, Internet! —y enfatizó su escepticismo con grandes aspavientos—. Como para fiarse, ya te digo, vete tú a saber las tonterías que saldrán por ahí…
—Abuela —Raquel se puso seria y consiguió que Anita se callara, que la mirara, y comprobar que de pronto se había convertido en la más nerviosa de las dos—. Es él. Lo vi en la página de su propia inmobiliaria, Julio Carrión González, nacido en Torrelodones, en 1922, que fundó su primera constructora en 1947. Es él, ¿lo entiendes?, el mismo.
—1922… —Anita dejó de mirarla y su voz descendió hasta rozar los límites de un susurro mientras se dedicaba a perseguir una miga imaginaria sobre el mantel con la punta de los dedos—. Sí, porque estaba entre Ignacio y yo. Yo soy del 24, así que…
—Es él, abuela —Raquel la cogió de la mano y se la apretó hasta que logró que volviera a mirarla—. En la página también había una foto y le reconocí. Se conserva muy bien.
—Pero tú… —y el estupor agrandó un poco más sus ojos negros y enormes—. ¿Cómo vas a haberle reconocido tú, criatura, si no le has visto nunca? Bueno, a lo mejor en alguna foto de París, eso sí puede ser, pero entonces era casi un niño, no puedes estar segura…
—Sí, abuela. Estoy segura porque yo le vi, le conocí. Muchos años después, en 1977. El abuelo me llevó a su casa un sábado por la tarde. Me dijo que íbamos de visita a casa de un amigo, y el amigo era él.
—¿El abuelo…? —Anita Salgado, a dos meses de cumplir ochenta años, se abismó en su propio asombro, y miró a su nieta como una niña pequeña miraría un colador, sin comprender por qué no puede retener el agua que acaba de echarle encima—. ¿Mi marido? ¿Ignacio fue a ver a Carrión…? ¿En 1977? ¿El año que volvimos…?
Raquel asintió con un gesto, y eso bastó para que su abuela se viniera abajo. El silencio se hizo largo, y tan espeso como si el ruido de los cubiertos, los gritos de los niños, las palabras y las risas de las personas que las rodeaban, no tuvieran otro objeto que subrayar la desolación de una anciana que se había tapado la cara con las manos y apretaba fuerte, como si pretendiera hundir su rostro en sí misma o desaparecer del todo. Pero a su alrededor, el mundo seguía existiendo, y en él, su nieta la miraba sin saber qué hacer, qué decir, cómo consolarla.
Me lo prometió —antes de hablar se destapó la cara para permitir que Raquel viera sus ojos encendidos, las mejillas más tersas de repente—. Me lo prometió muchas veces, yo le obligué, le dije que no volvería si no me lo prometía y me lo prometió. Me juró que no iría a verle, que no le buscaría, que no… Por tus hijos, le dije, por mis hijos te lo juro, y luego, ya ves… Y encima, te llevó a ti, tuvo que llevarte, porque… ¡Qué hombre más cabezón! El más terco, el más imprudente, el más chulo y el que más narices tenía que tener, siempre, siempre igual…
La rabia desembocó en la pena muy deprisa y Anita empezó a llorar, pero esta vez ya no quiso taparse la cara, y a Raquel le dolió tanto verla así, tan pequeña, tan sola, tan mayor y tan triste, que fue su propio dolor el que la levantó, el que la sentó en la silla contigua a la de su abuela y la impulsó a abrazarla, a mantenerla pegada contra sí hasta que colocó en sus labios algo que decir.
—Perdóname, abuela, por favor… Perdóname. Lo siento, lo siento mucho, de verdad.
—¿Y por qué vas a pedirme tú perdón? —aquellas palabras por fin la hicieron reaccionar—. Si tú no tienes la culpa de nada, hija mía… —entonces volvió a sentarse derecha en su silla, se secó la cara con el pico de la servilleta, miró a Raquel, la cogió de la mano y tomó aire, como si quisiera darse fuerzas a sí misma—. ¿Y qué pasó? No iría armado, ¿verdad?
—¿Armado? —y Raquel, estremecida todavía por el llanto de su abuela, la estrepitosa consecuencia de su revelación, no supo si asustarse más de esa palabra o de la naturalidad con la que la había sugerido—. Pues no, por supuesto que no, pero ¿qué dices? ¿Cómo iba a ir armado, abuela?
—No, claro, en el 77 ya… —y volvió a parecerle increíble el tono pacífico, casi dulce, de aquella reflexión—. ¿Y entonces? ¿Para qué fue allí?
—Pues… —y Raquel tuvo que pararse a pensar en una pregunta que incomprensiblemente nunca se había hecho antes a sí misma—. No lo sé. La verdad es que no lo sé, abuela. Llevaba una carpeta de piel castaña, muy vieja, con papeles, me dijo, y… No sé nada más. La mujer de Carrión me llevó a la cocina a merendar con sus hijos y estuve jugando con ellos todo el rato. A él sólo lo vi una vez, cuando volvió de la calle, porque vino primero a ver a los niños, y me pareció un hombre muy simpático. Me hizo un truco de magia, me sacó…
—Caramelos de detrás de las orejas.
—Sí, más o menos —confirmó Raquel, mientras Anita asentía con un gesto sabio y amargo a la vez—. Eran chupa-chups. Luego su mujer vino a buscarle, se fue, y debió de estar hablando con el abuelo un buen rato, pero no le volví a ver. Cuando nos fuimos, él… —Raquel la miró, y pensó que ya había llorado bastante—. Él me pidió que no te contara nada, abuela. Me obligó a prometérselo, y después, cuando le pregunté qué había pasado, me dijo que era una historia muy larga y muy antigua, que no la iba a entender y que no me convenía saberla porque yo ya iba a vivir siempre aquí, y para vivir aquí, había cosas que era mejor no saber.
—Menos mal —y la viuda de Ignacio Fernández Muñoz sonrió por fin.
—Ya —Raquel no esperaba otra cosa, y sin embargo no estaba dispuesta a rendirse—. Pero yo tengo que saberlo, abuela. Necesito que me cuentes esa historia, aunque sea larga y antigua. Ahora me conviene saberla, y ya no tengo ocho años.
—¿Y por qué? —ella le dedicó una mirada de asombro limpia y sin dobleces—. ¿De qué te va a servir saber eso?
Pero su nieta ya tenía preparadas sus propias preguntas.
—¿Y de qué me sirve saber cómo me llamo, abuela? ¿De qué me sirve saber cómo te llamas tú, y cómo se llamaban tus padres, y por qué no comes nunca albaricoques? ¿De qué me sirve no haberte escuchado decir nunca en mi vida, ni una sola vez, el nombre de tu pueblo? ¿De qué me sirve eso, abuela? De nada, ¿no? No me sirve de nada, para nada, excepto para saber quién soy yo, y por qué me llamo como me llamo. ¿Te parece poco?
Anita Salgado Pérez la miró, guardó silencio, y no encontró palabras para responder a esas preguntas, pero llevó una mano temblorosa hasta su cara, la acarició, la atrajo después hacia sí, y colocó la cabeza de su nieta sobre su pecho, como cuando era niña, para besarla muchas veces.
—Vámonos de aquí —dijo después—. Éste no es un buen sitio para hablar.
Raquel pidió la cuenta, pagó y no esperó a que le trajeran la vuelta.
—¿Adónde quieres que vayamos?
—Llévame a casa —y justificó su elección antes de que su nieta tuviera tiempo para protestar—. Olga no está. Ha quedado con tu madre para ir a las rebajas.
Caminaron en silencio hasta el coche y ninguna de las dos habló hasta que completaron la mitad del trayecto en el Madrid desierto de la sobremesa de los sábados.
—Te lo voy a contar —dijo Anita entonces—. No sé si hago bien, seguramente no, pero te lo voy a contar sólo si me prometes dos cosas.
—No decirle nada a nadie —propuso Raquel con una sonrisa.
—Sí, ésa es la primera. ¿Y de qué te ríes, si puede saberse?
—¡Pues de qué me voy a reír, abuela, de que siempre es igual! Cada vez que aparece Julio Carrión en mi vida, alguien me pide que no se lo cuente a nadie, primero el abuelo, y ahora tú…
—Bueno, pero ¿me lo prometes?
—Sí, te lo prometo. ¿Y la segunda?
—La segunda es que no hagas nada raro con lo que voy a contarte, Raquel. ¿Que Carrión quiere comprarte el piso? Pues muy bien, el mundo es un pañuelo, una casualidad como otra cualquiera, ¿qué le vamos a hacer? Tú se lo vendes, te mudas al mío, y aquí paz y después gloria, ¿estamos? —Raquel se limitó a asentir con la cabeza, pero su abuela se dio por satisfecha—. La verdad es que es increíble, a quien se lo cuentes… Y te voy a decir una cosa. Menos mal que tu abuelo está muerto. Nunca creí que pudiera decir algo así, pero llevo un buen rato pensándolo, porque si viviera, y con lo que te quería, no quiero ni figurarme…
Raquel Fernández Perea tampoco hubiera podido creer que algún día iba a escuchar esas palabras de aquellos labios, y la impresionaron tanto que empezó a dudar de sus propias razones. Pero no podía echarse atrás, y al llegar a Canillejas, miró a su abuela y sospechó en la firmeza de su gesto que ella ya no se lo habría consentido. Entonces pensó que el silencio pesa tal vez en quien calla más que la incertidumbre en quien no sabe, y si era así, las dos mujeres que más habían querido a Ignacio Fernández Muñoz tenían algo que ganar en aquella conversación.
—¿Quieres que haga café? —le preguntó al entrar en su casa.
—No, ¿para qué?, ya hemos tomado. Trae el frasco del aguardiente de guindas, mejor, ¿sabes dónde está?
Escogió una butaca que estaba al lado del balcón, y sólo volvió a hablar cuando su nieta sirvió las copas, sentada en la misma banqueta que le gustaba cuando era niña y se quedaban las dos solas para ver una película en la televisión mientras Ignacio se iba a dormir la siesta.
—Lo que pasó, lo sabes, ¿no? Carrión nos lo robó todo. Bueno, a mí no, porque yo no tenía nada. Se lo robó a mis suegros, que eran muy ricos.
—Sí, eso lo sé —admitió Raquel—. Pero no sé nada más. Ni cómo lo hizo, ni quién era, ni de qué le conocíais…
Anita Salgado levantó una mano en el aire, como si quisiera pedirle a su nieta tiempo, o que no fuera tan deprisa.
—El caso es que tu abuelo lo pasó muy mal, ¿sabes? Se sentía culpable de todo lo que había pasado, siempre pensó que la culpa era suya, y mira que se lo dijimos, ¿eh? Todos se lo dijimos, sus padres, sus hermanas, y yo, yo se lo dije un millón de veces, que no era culpa suya, no era culpa de nadie, sólo del canalla aquel, que nos había estafado, que nos había robado porque era un ladrón, ni más ni menos, ésa era la verdad, pero él… A él, el dinero le daba lo mismo, bueno, a lo mejor lo mismo no, pero no era lo que más le importaba. Lo que no podía soportar era que Julio nos hubiera engañado, que nos hubiera mentido para robarnos, eso era lo que más le dolía, no el dinero. Si hubiera sido… Qué sé yo, un desconocido, un abogado que hubiéramos contratado desde París o un amigo de algún amigo, pues le habría parecido una faena, una putada, como decía él, sí, pero que Julio fuera capaz de hacernos algo así a nosotros, que le habíamos tratado siempre tan bien, que éramos como su familia, porque estaba siempre metido en casa…
—¡Claro! —y de repente, Raquel se dio cuenta de quién era el hombre del que estaban hablando—. Por eso has dicho antes lo de las fotos de París, ¿no? Carrión es ese chico que lleva una camisa blanca, arremangada, en unas fotos en las que estáis todos juntos, detrás de una mesa con una tarta, un cumpleaños de papá, ¿no?, o de Olga.
—Bueno, el cumpleaños era de Aída, la hija de María, pero sí, ése es Carrión.
—Claro. Como nunca nos habéis contado nada…
—Pues no, ¿para qué? Y de él, menos, porque… Eso es lo que te estaba diciendo, que tu abuelo con eso no pudo nunca, nunca… Y llegó un momento en el que dejamos de hablar de él, y luego hicimos como que se nos había olvidado, y al final, afortunadamente se nos olvidó de verdad, pero da igual. Yo estoy segura de que Ignacio se murió con esa pena, con esa angustia… Todavía me acuerdo de los primeros días, las primeras noches. Delante de su familia disimulaba porque tenía que ser fuerte. Sus padres, que eran los que más habían perdido, porque eran los dueños de todo, se lo tomaron con mucha calma. Hace un año no teníamos nada, ¿no?, y ahora tampoco lo tenemos, ¿qué más da quién nos lo haya quitado? Podría haber sido Franco, en el 39, y estaríamos igual, decían.
—Ya —objetó Raquel, muy seria—, pero no es lo mismo.
—Pues no, pero ¿qué quieres? —su abuela respondió con una sonrisa triste—. A ellos les habían matado a un hijo, y luego a un yerno, tenían un nieto en Madrid al que ni siquiera conocían, ¿qué más les daba el dinero? Ignacio lo entendía, les daba la razón, pero por las noches, en la cama… Otra traición, decía, otro traidor, y yo no puedo más, Anita, no puedo. ¿Para qué vivo yo? Vivo para que me traicionen una vez, y otra, y otra, y ya no puedo, no quiero, para eso prefiero morirme… Eso me decía, el pobre, y yo le decía, no te mueras, Ignacio, no te mueras, ya ves, qué tontería, y luego me quedaba callada porque no sabía por dónde seguir, cómo animarle, y él volvía a hablar con aquella pena, aquella amargura negra, negra, ¿por qué tiene que pasarnos siempre lo mismo?, ¿por qué todo tiene que ser siempre igual? Somos los parias de la Tierra, Anita, los parias de la Tierra, maldita sea… Siempre decía eso, y tenía razón, porque todos nos dejaron solos, todos nos abandonaron y nada nos salió bien, nunca nos salió nada bien, y cada vez estábamos más solos, cada vez éramos menos, y Franco más poderoso, y todo más difícil, y entonces, Julio, que era uno más, uno de los nuestros, de los buenos, nos traicionó también, y eso fue lo que más le dolió a tu abuelo.
Anita se quedó callada para contemplar su tristeza en los ojos de su nieta, y Raquel le devolvió la mirada en silencio. Intuía que le haría falta mucho tiempo para procesar lo que acababa de oír, pero aquello era apenas el principio, y preguntó en voz baja, casi con miedo.
—¿Julio Carrión era del partido, abuela? —pero ella la miró como si de repente no entendiera nada—. ¿Era socialista, anarquista, militaba en alguna…?
—¡Y yo qué sé! —Anita interrumpió a su nieta, la miró con un gesto de desamparo casi infantil y por fin sacudió la cabeza en un movimiento brusco, casi violento—. Sí, claro que sí. Vamos, él decía que sí y yo creía que sí, todos lo creíamos. Tenía un carné de la JSU, desde luego, eso lo vi yo con mis propios ojos, y era un carné antiguo, además, hecho en Madrid, cuando la guerra. Lo que no sé… Lo que no sé es qué era Julio Carrión en realidad, o no, sí que lo sé. Era un oportunista, un sinvergüenza, un cínico. Y una mala persona.
—Pero… —su nieta no encontró una buena manera de expresar su perplejidad—. No lo entiendo. ¿Cómo es posible…? ¿Es que nunca os disteis cuenta de nada?
—Pues no —Anita sonrió—. ¿Qué quieres que te diga? Nunca encontramos nada raro en él, y tampoco lo buscamos, eso desde luego. Es que no era lógico pensar… La madre de Julio era socialista, ¿sabes?, una de esas maestras republicanas a las que admiraba todo el mundo. Tu abuelo la había conocido, y decía siempre que era una mujer encantadora, muy roja, muy valiente. Ella era de Torrelodones y mis suegros tenían una casa allí, iban todos los veranos, se conocían bastante, así que, cuando Ignacio encontró a su hijo, solo, perdido, exiliado y rodeado de exiliados, en un café de París, pues lo trajo a casa. Era el hijo de su madre, ¿no?, que había sido amiga de Mateo, que había sido amiga de Carlos, que había muerto en la cárcel mando estaba condenada a treinta años. En aquella época, las cosas eran así, eso nos bastaba. ¿Cómo íbamos a sospechar de él?
Unos meses después, sólo unos meses después, Raquel Fernández Perea aprendería que aquella mujer se había llamado Teresa González Puerto, y escucharía su voz en la voz de su nieto, un hombre moreno cuyos rasgos encajaban casi como un duplicado en el rostro del traidor que guardaba en su memoria. Cuando eso ocurriera, Raquel descubriría que la capacidad para traicionar de Julio Carrión era infinita, pero el amor que obraba el milagro de devolver a la vida a una mujer muerta tanto tiempo atrás, la afectaría mucho más. Teresa González Puerto volvería a vivir en el cuerpo que Raquel amaba, en la pasión de los labios que la nombraban, en el relieve de las manos que la acariciaban, y aquella vida nueva sería buena, justa, sería hermosa y emocionante, y tan terrible como el negro presagio de una tormenta devastadora. Cuando eso ocurriera, Raquel comprendería por qué se había enamorado del nieto de aquella mujer, por qué no había amado nunca a otro hombre como lo amaba a él, aquella imprescindible determinación de disolverse en su cuerpo que le resultaba tan necesaria como el impulso de respirar, de beber cuando tenía sed, de dormir cuando tenía sueño. Cuando eso ocurriera, se daría cuenta también de que su sueño estaba sentenciado, de que nunca habría mañanas de sábado con sol para que ella llegara de la calle con la compra y un gran ramo de flores frescas que repartir entre varios jarrones de cristal transparente. Pero aquella tarde de enero de 2005, mientras su abuela intentaba enseñarle que nunca hay que fiarse de las historias españolas, porque siempre lo acaban echando todo a perder, Raquel Fernández Perea no sabía nada de esto todavía.
Anita Salgado le había prometido a su nieta que iba a contarle lo que pasó y cumplió su promesa. Estuvo hablando casi tres horas, a ratos en orden, a ratos en desorden. Reconoció que había olvidado algunas fechas, algunos nombres, y pasó muy deprisa por algunos detalles para detenerse en otros que le gustaban más, pero su memoria sostuvo sin grandes dificultades una versión precisa, coherente y completa de un episodio que nunca había podido olvidar. Así, Raquel pudo ver a Julio Carrión tal y como era a los veinticinco años, el hombre más simpático del mundo y un seductor nato, brillante, ingenioso, tan atractivo como para romper el freno de Paloma Fernández Muñoz, una parte de la historia que ella ignoraba por completo. Su abuela reconoció que Julio le caía bien a todo el mundo, pero, aunque se ganaba a los hombres con la misma facilidad y los niños le adoraban, gustaba sobre todo a las mujeres. Por eso creía que su cuñada jamás habría hecho con otro lo que hizo con el, y aún más, que la posibilidad de vengar a su marido a través de Carrión no había sido un motivo, sino el pretexto de un deseo que tal vez ni siquiera creía tener, y que desde luego nunca se habría atrevido a expresar en voz alta. Pero Anita estaba segura de que aquel deseo había existido, y al llegar al final, permitió que Raquel descubriera que no había compadecido a nadie tanto como a Paloma.
—Ella fue la que más sufrió, lo pasó mucho peor que tu abuelo, en aquella época y también unos años más tarde, cuando nos enteramos de que Julio se había casado con la hija de su prima Mariana, la que había entregado a su marido, ¿comprendes? A nosotros eso ya nos dio igual, pero para ella fue el colmo, algo mucho peor que una traición, como el doble, o el triple, yo qué sé… Total, que después de todo, resultó que el dinero fue lo de menos pero de verdad, porque Paloma se sentía tan humillada, tan avergonzada de sí misma, tan arrepentida de lo que había hecho, que dejó de hablar, y de comer, y se pasaba los días callada, sin mirar a nadie, sin decir nada. Yo intenté hablar con ella muchas veces porque la quería mucho, siempre la quise mucho.
—Trabajabais juntas, ¿verdad? —Raquel había visto otra foto, las dos detrás de un mostrador, con delantales blancos, Anita embarazada y muy sonriente, Paloma no.
—Sí, al principio, en Toulouse… Ella fue la única que me ayudó cuando lo de mi madre y la que más me animó cuando Ignacio tuvo que marcharse de casa para que no le denunciaran, así que iba a verla con cualquier excusa, y cuando estábamos a solas, le decía, pero vamos a ver, Paloma, si tú estás viuda, si eras libre, ¿que pasaste una noche con él?, pues ya está, ¿qué significa eso?, nada, no significa nada, anda que no hay noches en la vida, y tú no podías saber por dónde iba a salir ese cabrón, no lo sabía nadie, ninguno de nosotros… Déjame, Anita, me decía siempre, no tengo ganas de hablar de eso. Pero yo insistía, por ella, por su bien, es que tú no estuviste con el Julio Carrión que está ahora en Madrid, Paloma, le decía yo, tú estuviste con otro hombre al que todos queríamos, en quien todos confiábamos… ¡Ya está bien!, me decía entonces. Y se levantaba, y se iba a su cuarto, y echaba el pestillo, y nadie volvía a verla hasta el día siguiente. ¿Tú sabes que se intentó suicidar?
—No —Raquel negó con la cabeza y un gesto triste—. Yo no sé nada, ¿qué voy a saber? Si nunca me habéis contado nada, abuela.
—Pues se cortó las venas con una cuchilla de afeitar, cuando se enteró de que Julio… En fin, ¡pobre Paloma! —y Anita parecía dolerse todavía de cada palabra que pronunciaba—. Tu abuelo me tenía a mí, tenía a los niños, pero ella… Ella estaba sola, siempre sola. Y eso que era tan guapa, pero tanto tanto, una mujer tan imponente, que siempre tenía a medio París detrás, muchos españoles, desde luego, pero también franceses, muchos… Al tío Francisco le conocimos por eso, ¿sabes? Estábamos todavía en Toulouse y él esperaba todas las tardes en la puerta de la panadería hasta que la veía salir, y luego la seguía hasta nuestra casa sin decir nada, y se quedaba en el portal mucho rato, por si se animaba a asomarse o volvía a salir. Le tomábamos mucho el pelo, María la que más, porque era muy gamberra, y fíjate, lo que es la vida, así empezaron a salir juntos. Un buen día, el pobre Francisco se dio cuenta de que se lo pasaba mucho mejor con las bromas de la pequeña que con los desplantes de la mayor y cambió de objetivo. Dejó de seguir a Paloma, empezó a seguir a María, ella le dijo que sí y hasta hoy. Pero su hermana no, nunca, ella no le hacía caso a ninguno, ni siquiera los miraba, y por eso, yo creo… Debió de sentirse tan mal cuando se dio cuenta de que, con tantos hombres al retortero, había ido a elegir al peor…
—¡Vaya! —Raquel, tan pendiente de los labios de su abuela que no había oído el ruido de la puerta, reconoció al instante aquella voz—. ¿Y esta tertulia?
Su madre, con varias bolsas y una sonrisa elocuente del éxito de su expedición, entró en el salón delante de su cuñada Olga.
—Ya ves —su hija se levantó para saludar a las recién llegadas—. La abuela me vende el piso. Hemos comido en un chino y luego nos hemos venido a celebrarlo.
—¡Qué bien, mamá! —Olga besó primero a su sobrina y después a su madre—. Ya era hora de que te decidieras.
—Desde luego —su cuñada estaba de acuerdo—. A ver si ya podemos volver a hablar de otra cosa en las comidas…
Entonces preguntó si había café hecho, su hija le dijo que no, Olga se ofreció a poner la cafetera, sonó el teléfono y aquella tarde se convirtió en otra cualquiera mientras Raquel Perea les enseñaba lo que había comprado en las rebajas para sí misma, para su marido, para sus nietos.
—Y he estado a punto, pero a punto de comprarte una falda, hija mía, de esas vaqueras largas y deshilachadas, con tules y lentejuelas, que se llevan tanto. A mí me parecía muy mona, pero como contigo nunca estoy segura, he pensado que no, que me ibas a decir que era una horterada, y… —entonces, mientras volvía a llenar las bolsas, miró el reloj—. ¡Uy, las ocho menos veinte! Me tengo que ir. ¿Has traído el coche? —su hija asintió con la cabeza—. Podrías acercarme, y de paso subes y le das un beso a tu padre.
—No, sí que te acerco, pero no subo. Mejor veo a papá mañana, pensaba ir a comer con vosotros, y además… ¿Me puedes dar unas llaves de Guardias de Corps, abuela? —Anita levantó las cejas—. Ahora que sé que por fin va a ser mi casa, me haría ilusión ir a verla, empezar a pensar en cómo la voy a poner, y… Por cierto, ¿qué pasa con los muebles que siguen allí? ¿Puedo quedármelos?
—No hay gran cosa, no te hagas ilusiones —le advirtió su madre.
—No —confirmó su tía—. Pero lo que queda no lo quiso nadie, ¿verdad, mamá? Están las camas pequeñas, el sofá grande del salón, que aquí no entraba, un par de veladores y el escritorio de papá. Ése dijiste que te lo querías quedar tú, ¿no, Raquel?
—Sí, pero en Tetuán no me cabía —y siguió hablando con mucha precaución, sin mirar a su abuela—. Por eso me gustaría darme una vuelta por allí, para ir haciéndome una idea.
—¿Ahora? —pero Anita se decidió entonces a entrar en la conversación—. Si es de noche.
—Bueno, pero habrá luz —Raquel contestó como si no hubiera apreciado en su tono ninguna suspicacia—. ¿O te la han cortado?
—No, no… Como Jacques dijo que iba a venir en Navidad y aquí no cabíamos… —su abuela la miró al fondo de los ojos, y ella le devolvió una mirada igual de intensa—. Las llaves de tu abuelo están en el cajón de su mesilla, bueno, en el de la mesilla que está a la derecha —pero cuando Raquel ya estaba de pie, la detuvo—. Un momento —y esperó a que su nieta se volviera para mirarla—. Acuérdate de lo que me has prometido.
—Sí.
—¿Sí qué?
—Que me acuerdo.
—¿De qué? —preguntó Olga, pero ninguna de las dos quiso responder a esa pregunta.
Ocho meses después, cuando su nieta Raquel le contó la última historia que habría querido escuchar en lo que le quedaba de vida, antes de pedirle cobijo, Anita Salgado asintió con la cabeza un par de veces. Luego la abrazó, le aseguró que podía quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera, y por último, le dijo que aquella tarde de enero, cuando la vio salir por la puerta con las llaves de su marido en la mano, ya estaba segura de que no iba a cumplir su promesa. Quizás ella también lo intuía, porque el relato de su abuela pesaba demasiado, pesaban sus palabras y pesaban sus silencios, pesaba sobre todo la desesperación de un hombre amado que estaba muerto, otra traición, otro traidor, y yo no puedo más, Anita, no puedo vivir así y para esto prefiero morirme.
Raquel Fernández Perea nunca podría olvidar esas palabras, pero quizás no habrían llegado a ser más que eso, palabras inolvidables, si su abuela le hubiera dado sus propias llaves, si no hubiera identificado a la primera la que abría un cajón que ella sólo había visto abierto una vez en su vida, si no hubiera encontrado allí una pistola antigua, una caja de balas y una vieja cartera de piel castaña que contenía algo más que papeles.
—Lo habrías encontrado igual —le dijo ella ocho meses después—. Habrías destrozado el cajón, habrías llamado a un cerrajero… La culpa es mía porque tendría que haberlo tirado todo, la cartera, la pistola, eso es lo que tendría que haber hecho. A tu padre no se lo quería dar, a Olga tampoco. Me habría costado un disgusto, ya sabes cómo odian ellos esas historias, así que tendría que haberlo tirado y lo pensé, pero me dio pena, me dio una pena horrible porque esas cosas eran de Ignacio, eran Ignacio, y no me decidí, lo dejé todo igual que estaba y ya ves, qué desastre.
Raquel no le llevó la contraria, pero en aquel momento volvió a pensar que si le hubiera hecho caso a su abuelo, si hubiera cumplido la promesa que le hizo a su abuela, nunca habría conocido a Álvaro Carrión Otero.
Y sin embargo, Álvaro no existía cuando Raquel sacó aquella cartera del cajón sin tocar el arma, las manos temblando de una emoción confusa en la que se entremezclaban demasiadas cosas, tantas que prefirió irse al salón para leer todo aquello, escrituras de propiedad a nombre de Mateo Fernández Gómez de la Riva, escrituras de propiedad a nombre de María Muñoz Palacios, copias legalizadas de los testamentos de los padres de ambos, una copia de un poder notarial emitido en París, el 27 de marzo de 1947, por Mateo Fernández Gómez de la Riva a favor de Julio Carrión González, una copia de un poder notarial emitido también en París, en la misma fecha y en el mismo despacho, por María Muñoz Palacios a favor de Julio Carrión González, media docena de cartas con sus correspondientes sobres, todas fechadas y mataselladas en Madrid, en las que Julio, a secas, mandaba muchos besos para todos después de dar cuenta de sus gestiones y las infinitas dificultades que estaba encontrando para llevarlas a cabo, el resguardo de una transferencia de cinco mil pesetas efectuada en febrero de 1948 desde una sucursal del Banco Español de Crédito a una cuenta corriente abierta en una oficina del BNP, en París, a nombre de Mateo Fernández Gómez de la Riva, otra media docena de cartas distintas, con membrete de una asesoría jurídica de Madrid, fechadas en el otoño de 1948 y en las que un tal Manuel Rubio Martínez, que era abogado y se despedía deseando salud a sus corresponsales, informaba progresivamente a don Mateo Fernández Gómez de la Riva y a doña María Muñoz Palacios de que, en aquella fecha, no constaba en ningún registro que siguieran siendo propietarios de ninguno de los bienes por los que se habían interesado, tierras e inmuebles que habían sido objeto de sucesivas incautaciones extraordinarias amparadas por la Ley de Responsabilidades Políticas para después ser vendidos a terceros por su propietario anterior, don Julio Carrión González.
—¿Sebastián? —eran las ocho y media de la mañana del lunes, pero se dijo que no tenía sentido esperar más—. Hola, soy Raquel Fernández Perea, la presidenta de…
—Sí, sí —él estaba despierto, su voz risueña—, ya sé quién eres. ¿Cómo estás?
—Bien. Pero te llamo para que sepas que esta tarde yo no voy a ir al notario.
Lo anunció en un tono neutro, sereno, y percibió al otro lado de la línea un silencio tan compacto como si López Parra se estuviera limpiando las gafas con la punta de la corbata.
—Bueno, si te ha surgido cualquier inconveniente —dijo por fin, esforzándose por ponerse en lo mejor—, podemos quedar otro día de esta semana, por la mañana o por la tarde, cuando te venga bien. Los demás podrán venir, ¿verdad?
—Sí, todos los demás estarán allí, pero mi caso es distinto. Yo no sabía que Promociones del Noroeste es una empresa de Julio Carrión. Mi familia tiene una relación muy larga y complicada con ese señor, y necesito hablar con él antes de decidirme a venderos mi casa.
—¡Raquel, por favor! —en ese punto, Sebastián López Parra empezó a perder la paciencia—. Llevamos casi un año con este tema. Yo creía que ya habíamos pasado por la fase de las triquiñuelas, ¿sabes?, y no me parece serio…
—No es una triquiñuela, Sebastián, te lo aseguro —estaba diciendo la verdad y él se dio cuenta—. Y no tiene nada que ver contigo. Quiero ver a Julio Carrión, necesito hablar con él, y antes de eso no voy a firmar nada.
—Bueno, si te pones así, puedo intentar arreglarlo. Acabo de verle, está en su despacho, él también es abogado, así que no creo que le importe…
—Creo que no estamos hablando del mismo hombre, Sebastián. Yo no quiero ver a Julio Carrión hijo. Con quien quiero hablar es con su padre.
—¡Pero eso no puede ser! —y se dio cuenta de que su interlocutor se había puesto muy nervioso—. Eso no, por Dios, de ninguna manera, don Julio es un hombre muy mayor, tiene más de ochenta años, no se le puede molestar… Mira, Raquel, me he portado muy bien contigo, creo yo, así que no me busques problemas, por favor. Don Julio es el dueño de la empresa, sí, y viene todos los días a la oficina un par de horas, para no aburrirse, pero ya no pinta nada aquí. Mis jefes son sus hijos, ¿comprendes? Y no puedo hacer eso, porque no me lo perdonarían. Me costaría el empleo, en serio.
—No creo que él tenga ningún interés en que sus hijos estén al tanto de este asunto —Raquel Fernández Perea se asombró de su propia frialdad, la tranquilidad que ella misma detectaba en sus palabras—. Estoy casi segura de eso, así que te voy a proponer una cosa. Habla con él, o déjale una nota a su secretaria. Dile solamente que la nieta de Ignacio Fernández quiere verle, sólo eso. Y que si él no quiere recibirme, tendré que hablar con sus hijos. Y ahora tengo que dejarte, Sebastián, estoy muy liada.
Cuando colgó el teléfono, apenas tuvo tiempo para preguntarse si sus cálculos serían correctos antes de que los nervios, la ansiedad y el miedo que había logrado aplazar durante aquella conversación la estrujaran por dentro como un corsé de hierro. Eso fue lo que sintió, una presión insoportable en el estómago, el cuello ardiendo, las manos empapadas de sudor, y un deseo súbito de estar equivocada. Ella había calculado que la familia Carrión no sería muy distinta de la familia Fernández, y si las víctimas habían mantenido su expolio en secreto durante tantos años, el verdugo habría observado las mismas reglas con más motivo. Unos segundos antes, estaba segura de eso, y sin embargo ahora no sólo comprendía que sus sospechas carecían de cualquier fundamento, sino que esperaba además que la realidad le llevara la contraria, que Julio Carrión no le diera importancia a su llamada, que no contestara, que no la recibiera, que nunca tuviera que mirar a ese hombre a la cara.
Pero ¿dónde me he metido?, se preguntó muchas veces durante aquella mañana, ¿cómo se me habrá ocurrido a mí hacer esta locura? Lo que el sábado por la noche estaba tan claro, lo que el domingo la deslumbró desde las fotos enmarcadas que había mirado con más atención que nunca en casa de sus padres, ahora le parecía una barbaridad, una insensatez descomunal. La foto de la boda de Carlos y Paloma, Mateo cobijando a Casilda dentro de su capote mientras los dos miraban de frente a la cámara, Ignacio vestido con el uniforme del ejército francés y Anita con su hijo en brazos, abrazados en un parque de Toulouse, cinco hombres sonrientes exhibiendo un tanque alemán como un trofeo, Ignacio Fernández Salgado y su hermana Olga con trajes regionales, él vestido de baturro y ella de chulapa, los dos con la cara llena de churretes y un helado en la mano, Raquel Perea con minifalda y flequillo en Córdoba, delante del Cristo de los Faroles, y más fotos de sus bisabuelos, y de sus abuelos, de sus tíos, de sus primos, de sus padres, fotos que hablaban, que la miraban, que la hacían sonreír y le llenaban los ojos de lágrimas. Entonces, mientras las veía, mientras conversaba con los rostros de las fotografías, todo estaba muy claro, tanto que el lunes por la mañana le pareció mentira. ¿Pero es que me he vuelto loca o qué? Y luego, cuando se cansó de regañarse a sí misma, sintió lástima del pobre Sebastián, que se había portado muy bien con ella y aprovechaba cualquier ocasión propicia para insinuar que estaba dispuesto a portarse todavía mejor en cuanto ella le dejara.
Pero Raquel Fernández Perea, que había hablado tantas veces y de tantas cosas con su abuelo Ignacio, no sabía que los hombres y las mujeres valientes nunca temen nada, ni a nadie, en el instante de la batalla. El miedo llega después, justo cuando empiezan a preguntarse cómo han podido estar tan locos. Por eso, aquella noche, cuando salió de la ducha y vio que tenía un mensaje en el móvil, reconoció el número desde el que la habían llamado y volvió a sentir una tranquilidad casi absoluta, de la que no llegó a ser consciente mientras activaba el buzón. Hola, Raquel, soy Sebastián. He hablado con la secretaria de don Julio y después me ha llamado él. Si te parece bien, podéis encontraros en su despacho pasado mañana, miércoles, a las once y media. Confírmamelo cuanto antes porque me ha pedido que le avise, por favor. Ella apreció el tono neutro, cauteloso, de aquella voz, y contestó con un SMS, muy bien, allí estaré. Y cuando terminó, las manos le temblaban tanto que se le cayó el teléfono al suelo.
Lo demás fue mucho más fácil. Ya no había vuelta atrás, y la necesidad le devolvió el coraje. El miércoles por la mañana, Raquel Fernández Perea se levantó, desayunó, se vistió de ejecutiva y se fue a trabajar con las venas rellenas de plomo. Con la misma frialdad, a las once cogió un taxi, le dio la dirección de un imponente edificio de oficinas que se asomaba a la Castellana a la altura de Azca, y procuró no pensar en nada. No pudo impedir que sus piernas temblaran como alambres huecos al acercarse a la recepcionista, pero logró anunciarse con voz serena. La secretaria de Julio Carrión González la estaba esperando en la puerta del ascensor de la tercera planta, y después de saludarla con la fórmula más escueta de las posibles, la guió en silencio por un pasillo alfombrado hasta una sala de espera decorada con muebles bonitos, caros, clásicos, de madera.
—Don Julio la recibirá enseguida —le dijo mientras le ofrecía asiento con una mano—. Espere aquí un momento, por favor.
Raquel se dio cuenta de que aquel ambiente tenía muy poco que ver con el resto del edificio, una construcción moderna y elegante de desnudas fachadas de cristal, pero no tuvo tiempo de pensar mucho más.
—Don Julio la está esperando.
Un instante después, Raquel se encontró en una sala tan inmensa que tuvo que acercarse al hombre que la miraba desde la mesa del fondo para estar segura de que era él. En aquel momento, no sentía nada distinto de lo que experimentaba cada mañana al enfrentarse a un cliente desconocido, y su anfitrión no hizo nada que modificara su estado de ánimo. Julio Carrión González no se levantó de la silla para saludarla, y ella correspondió a su descortesía quedándose parada ante él para estudiarle desde arriba. Recordó entonces la descripción de su abuela y confirmó la impresión que le había producido la foto de la página web. Julio Carrión era un anciano atractivo. Seguía teniendo el mismo pelo que cuando era joven, ahora blanco, y la misma fuerza en la cara, los ojos como chispas.
—Te pareces mucho a tu tía Paloma —él fue quien empezó a hablar, y la cogió por sorpresa—. Te lo habrán dicho ya, ¿no? Ella tenía el pelo más oscuro y los ojos más claros que tú, muy azules, pero la forma de la cara, la barbilla y el cuello, esas mandíbulas tan limpias, tan… bonitas… En eso eres igual que ella.
Raquel no contestó. Siguió mirándole desde arriba, con un sabor metálico en la boca y la sangre muy pesada de repente.
—Siéntate, por favor —Julio Carrión se resignó a ser educado—. Y dime, ¿qué es lo que quieres?
—De momento, que no me tutee —Raquel escuchó el sonido de aquella voz como si no fuera la suya, pero sacó fuerzas de sus propias palabras—. Yo no tengo ganas de tutearle a usted.
Al escucharla, el anciano se echó a reír y su cara se convirtió en un sol radiante, como esos que pintan los niños pequeños, lleno de rayos y coloreado hasta romper el papel. Raquel logró definir aquel gesto, pero no interpretarlo. Ignoraba que a Julio Carrión siempre le habían gustado las mujeres valientes, y que aún no sabía que ella iba a ser la última, y la excepción.
—Bueno, no quería molestarla… —añadió al rato—. Pero usted es mucho más joven que yo.
—Desde luego —dijo ella, y él volvió a reírse.
—Muy bien, entonces, ¿podría decirme qué es lo que quiere? —con ochenta y tres años recién cumplidos, seguía siendo un hombre muy simpático y parecía disfrutar de esa condición—. Supongo que advertirme que su piso ha subido mucho de precio, ¿no?
—Pues no —en ese momento se puso serio, y Raquel sospechó que no volvería a verle reír—. No exactamente. No sé si usted se acordará de mí, pero yo era la niña que iba con Ignacio Fernández cuando él fue a verle a su casa, un sábado por la tarde, en el mes de mayo de 1977 —hizo una pausa para estudiar el efecto de sus palabras y le vio asentir con la cabeza—. Aquella tarde, él llevaba la misma cartera que he traído yo hoy —la sacó de su maletín y se la enseñó despacio, por dentro y por fuera, antes de volver a guardarla—. La ha visto, ¿no? Es la misma, y contiene los mismos documentos. Lo que quiero saber es de qué habló mi abuelo con usted aquella tarde. Para eso he venido.
—¿Y por qué tendría yo que contarle eso?
Hizo esa pregunta en un tono de voz completamente distinto al que había empleado hasta entonces, y Raquel se dio cuenta. Le miró con atención y vio que se había puesto rígido. Ahora estaba muy estirado en la silla, la cabeza recta, un gesto duro en los ojos, en los labios, pero ella sintió que todo esto, lejos de aplacarla, la espoleaba.
—Porque, de entrada, si no me lo cuenta, no voy a venderle mi casa.
—Mire usted, señorita —y sus labios compusieron una sonrisa sarcástica que subrayó el desprecio de sus palabras—, su casa me importa un bledo, ¿se entera? Tengo dinero de sobra para comprar cien inmuebles como el suyo. Así que no me amenace, por su bien se lo digo.
—Ya —y Raquel Fernández Perea se sintió mucho mejor, porque su sangre volvió a ser sangre, líquida, caliente, y a circular deprisa por sus venas—. Muy bien, pues en ese caso, yo misma hablaré con el señor López Parra para informarle de que mi piso ha dejado de estar en venta. Se va a llevar un disgusto tremendo, eso por descontado, porque ha trabajado mucho en esta operación, pero donde hay patrón, no manda marinero, y usted es el dueño de esta empresa, ¿no? No le explicaré nada, no se preocupe. Así se lo podrá contar todo usted mismo. Eso será lo mejor, ¿no le parece?
Dejó aquella pregunta en el aire, le miró y vio que el desprecio, el sarcasmo, sin llegar a disolverse, se integraban poco a poco en una expresión más compleja.
—No sé adónde quiere usted ir a parar, pero si piensa que me va a dar miedo, está muy equivocada —y sin embargo, Raquel se dio cuenta de que ya había empezado a temerla—. No quiero echar a perder el trabajo de uno de mis mejores empleados, ni correr el riesgo de paralizar un proyecto tan ambicioso como el de Tetuán por una tontería, pero tampoco puedo perder todo el día con usted, así que dígame un precio y se lo pagaré.
—Quiero saber de qué hablaron mi abuelo y usted aquella tarde. Ése es mi precio.
Julio Carrión González chasqueó los labios y apretó los puños a la vez, sin molestarse en disimular su impaciencia. Después se frotó la frente, apoyó la cabeza en una mano, se quedó pensando.
—Su abuelo está muerto —dijo por fin—. ¿Cómo sabrá que le estoy contando la verdad, que no la engaño?
—Inténtelo —le animó ella, y él no quiso añadir nada—. No creo que pueda engañarme, señor Carrión. Yo conocía muy bien a mi abuelo. Le conocía tanto que después de haber hablado este rato con usted, estoy casi segura de lo que ocurrió aquella tarde.
—¿Sí? —hizo una pausa para volver a mirarla con la altanería de antes—. Dígamelo usted, entonces.
—Le ofreció dinero, ¿verdad? Y él no lo quiso aceptar.
Supo que había acertado cuando los ojos de Julio Carrión huyeron de los suyos para recorrer la habitación tan despacio como si la estuviera mirando por primera vez.
—Le voy a decir una cosa que le va a sorprender —dijo por fin—, señorita…
—Raquel.
—Muy bien, pues… Le voy a decir una cosa que le va a sorprender, Raquel. Yo admiraba mucho a su abuelo. Ignacio era un hombre de una pieza, un hombre valiente, honrado, generoso —miró a su interlocutora y comprobó que su expresión no había cambiado, pero insistió de todas formas—. He conocido a pocas personas como él, y siempre le admiré, se lo digo en serio. El hecho de que no nos pareciéramos, de que yo no pensara, ni creyera, ni sintiera lo mismo que él, nunca me impidió apreciarle. No se lo digo por cinismo, créame. De hecho, no tengo ninguna necesidad de decírselo, pero es la verdad.
—Yo no le he pedido su opinión sobre mi abuelo —y no voy a perder los nervios antes de tiempo, cabrón—. No tengo ningún interés en conocerla.
—Ya, pero… —Julio Carrión esbozó una sonrisa que se estrelló antes de llegar a nacer con la dureza de los ojos de la mujer que le miraba—. Quería que lo supiera.
—¿Y aquella tarde?
—Aquella tarde… —hizo una pausa, volvió a frotarse las cejas, rompió a hablar por fin—, Ignacio vino a verme para que supiera que había vuelto a vivir en España, en Madrid, y que conservaba las escrituras de los bienes de sus padres y…, bueno, toda la documentación. Eso era lo único que quería, que yo lo supiera. Y le ofrecí dinero, tiene usted razón, mucho dinero, pero él no quiso venderme la cartera que está ahora en su maletín. Prefiero quitarte el sueño, me dijo. Prefiero que vivas a partir de ahora con la angustia de no saber qué hago, qué estoy haciendo, qué voy a hacer. Voy a acabar contigo, Julio, pero nunca sabrás cómo, ni cuándo, ni de dónde te llegará el primer golpe. Quiero que lo sepas, para eso he venido… Y eso fue todo. Después se levantó y se marchó sin despedirse. Me he saltado los insultos y he resumido mucho, pero le aseguro que no me dijo otra cosa.
Entonces fue Raquel la que se quedó callada. Estaba sobrecogida por lo que acababa de oír, y aún más por la certeza de que aquel hombre no la había engañado. Lo que le había contado era la verdad, tenía que ser verdad porque era la única versión que encajaba con lo que ella sabía de su abuelo, pero necesitaba tiempo para asumirlo, para analizarlo y poder empezar a creerlo.
Mientras tanto, Julio Carrión la miraba.
Un instante después, se equivocó.
—¿No me va a preguntar qué hice yo? —y su acento volvió a ser sarcástico, casi risueño—. ¿No quiere saber cómo reaccioné?
Si él no hubiera hecho esas dos preguntas, Raquel Fernández Perea habría estado a tiempo de recordar las advertencias de su abuelo Ignacio, esa pacífica recomendación que él mismo había observado al reducir su venganza al escueto armazón de una amenaza que nunca iba a cumplir. Su nieta había abierto el cajón de su escritorio y había visto una pistola, una caja de balas. Al menos una de ellas llevaría escrito el nombre de Julio Carrión González desde treinta años antes, pero su propietario nunca había querido darle el destino que le reservaba. Raquel lo comprendió, aceptó sus actos y sus razones, sintió mucha pena, mucho orgullo, mucho amor. Para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. Y quizás tenía razón, seguramente tenía razón, ella estaba a punto de aceptar que tenía razón cuando escuchó esas dos preguntas, y miró a Julio Carrión para estrellarse con la humillante condición de su sonrisa.
—Yo nunca me tomé en serio a Ignacio —prosiguió él—, nunca le tuve ni pizca de miedo, no crea. Le ofrecí dinero, sí, porque en aquellos tiempos todo estaba muy revuelto, y no sabía quién podía llegar a asesorarle, a dirigirle contra mí. Además, en aquella época, todavía no estaba claro si estos asuntos no acabarían por resolverse en un juzgado. Eso era lo que me preocupaba, él no. Porque le conocía. Quizás no tan bien como usted, pero le conocía, y sabía que era demasiado bueno, demasiado serio, sensato y responsable como para echar a perder su vida sólo por arruinar la mía. En 1947 me habría matado, desde luego, pero en el 77… Hasta los hombres más valientes se ablandan con la edad, y los comunistas, que eran los más valientes de todos, las cosas como son, no paraban de hablar de la reconciliación nacional, así que, ya ve… Su abuelo está muerto, y yo aquí, charlando con usted. Como en la vida misma. Por eso lo mejor es que se deje de fantasías y empecemos a hablar de negocios de una vez, porque los buenos sólo ganan en las películas, señorita.
Hijo de puta. Hijo de la gran puta. Hijo de la grandísima puta.
Eso fue lo que pensó, y en este orden, Raquel Fernández Perea mientras se levantaba, y cogía su bolso, y el maletín, antes de dar la espalda a su anfitrión para empezar a andar hacia la puerta con pasos firmes, decididos.
—Pero… ¿adónde va?
A mitad de camino se detuvo y giró sobre sus talones. Julio Carrión González por fin se había levantado, y la miraba con las manos apoyadas en la mesa, ni rastro de la superioridad que había exhibido unos segundos antes en su gesto, ni en su voz.
—Tengo que valorar todo esto —le dijo en el tono profesional, sereno y cortés, que usaba con sus clientes—. Todavía no puedo tomar una decisión, como comprenderá, pero no se preocupe. Ya tendrá noticias mías.
Aceleró el paso y cerró la puerta del despacho a sus espaldas. La secretaria levantó la vista de la pantalla del ordenador al verla.
—Por favor —Raquel sonrió y ella no llegó a corresponder—, necesito ir al baño.
Después de vomitar el desayuno, se sintió un poco mejor. Cuando salió a la calle, recibió la cuchillada del viento helado de la sierra como una caricia, y volvió a respirar. Ya no tenía miedo. Sus piernas la sostenían sin dificultad, pero la escena que acababa de vivir la había sumergido en un estado de insensibilidad peculiar, una especie de anestesia espontánea que le permitió volver al trabajo, sentarse en su mesa, hablar por teléfono y resolver los asuntos que tenía pendientes con la eficiencia de una máquina bien programada. No se sentía del todo dentro de su cuerpo, pero su cabeza funcionaba sin problemas en cualquier dirección excepto en la que conducía al despacho donde había estado aquella mañana. Quizás por eso, al salir del banco no fue a su casa, sino a la de sus abuelos. Allí, sentada en el sofá, el único mueble del salón que había sobrevivido a la mudanza, fue recuperando lentamente el control sobre sus terminaciones nerviosas, y por fin pudo pensar como si no fuera nieta de Ignacio Fernández Muñoz.
No era la primera vez que se veía obligada a tomar una decisión en condiciones difíciles. Las negociaciones, con la tensión que implican hasta las más sencillas, formaban parte de su trabajo. No sabía jugar al póquer, pero había aprendido a aguantar, a disimular sus verdaderos intereses, a apostar sin otra base que sus propias intuiciones, puras especulaciones teóricas. A veces conseguía hacer ganar mucho dinero a sus clientes y a veces no, pero no solía equivocarse. Por eso decidió esperar. Analizó su situación como si se la hubiera encontrado aquella mañana dentro de una carpeta, encima de su mesa, y llegó a la conclusión de que el próximo movimiento no le correspondía. Lo hizo Carrión, y muy deprisa.
—Hombre, Sebastián —y le saludó como si encontrárselo al otro lado del teléfono, cuarenta y ocho horas después de haberse entrevistado con su jefe, representara una sorpresa extraordinaria—, me alegro de hablar contigo. ¿Cómo estás?
—Bien —pero el tono risueño que él intentó imprimir a su voz no resultó tan logrado—, verás, es que… ¿Estás trabajando?
—Pues claro —aquella pregunta la desconcertó—. ¿Tú no? Todavía es viernes, que yo sepa.
—Sí, no, me refiero… Quería saber si estabas en tu despacho, porque… Estoy aquí abajo. ¿Puedo subir a verte un momento?
—¿Aquí abajo? —y entonces su sorpresa fue extraordinaria de verdad—. ¿En la plaza de las Descalzas?
—Sí, claro… Por eso, te decía… Si tienes un hueco…
Raquel consultó su agenda, luego el reloj, y repitió esa acción dos y hasta tres veces, antes de lograr comprender lo que veía.
—Tengo una entrevista a la una —logró decir por fin—, pero si no vas a tardar mucho…
—No, no. Va a ser sólo un momento.
Pasaron algunos más, hasta seis minutos, antes de que Sebastián López Parra se anunciara con los nudillos en la puerta de su despacho. Cuando lo tuvo delante, Raquel todavía no había logrado explicarse su visita, pero ya intuía que aquella novedad jugaba a su favor.
—Pasa, pasa —se levantó de la mesa para saludarle y lo encontró nervioso, como incómodo dentro de su traje—. Siéntate, por favor —él aceptó la sugerencia sin decir nada—. Bueno, pues… No sé —le sonrió—, me parece tan raro verte aquí…
—Ya. Ya me lo imagino, pero… La verdad es que soy un mandado, y nunca mejor dicho.
Al entrar, traía en la mano un sobre blanco que colocó encima de la mesa junto con una llave que se sacó en aquel momento de un bolsillo. Luego la miró y frunció el ceño, como si no estuviera muy seguro del significado de lo que iba a decir, ni de la reacción que provocaría en la mujer que tenía delante.
—Don Julio Carrión me ha pedido que venga a verte para traerte esto. Ha insistido en que viniera yo en persona y me ha dicho que no quería esperar. Por lo visto, ha decidido encargarse en solitario de la compra de tu casa. No me ha dado explicaciones y yo tampoco me he atrevido a pedírselas, pero, la verdad… —entonces se quitó las gafas, las miró, y renunció a limpiárselas—. Mira, Raquel, yo no sé quién eres tú, ni qué asunto hay por debajo de esto, ni por qué de repente corre todo tanta prisa, pero…
Volvió a atascarse por segunda vez en el mismo lugar y negó con la cabeza, como si nunca fuera a atreverse a decir en voz alta lo que estaba pensando.
—En este sobre hay una propuesta de intercambio —se limitó a decir en un tono informativo, neutro—, un trueque, como si dijéramos. Don Julio Carrión se queda con tu piso semiexterior de setenta metros sin ascensor en la calle Ávila, y tú recibes a cambio un ático de ciento ochenta metros habitables, más sesenta de terraza haciendo esquina, en un edificio de lujo que está en la calle Jorge Juan a la altura de Núñez de Balboa, a dos pasos del Retiro y en una de las zonas más caras del barrio de Salamanca. Y por si eso fuera poco, él se hace cargo además de todos los impuestos, los tuyos y los suyos. Además de los papeles, te he traído una llave —la señaló— porque don Julio supone que querrás ir a verlo, aunque, si mi opinión te sirve para algo, puedes firmar con los ojos cerrados.
—¿Sí? —Raquel le miró, le sonrió—. ¿Tú lo has visto ya?
—¿El ático? Claro que lo he visto, pero no es sólo eso…
Y por fin, como si fuera un alumno que se relaja después de haber bordado un examen oral, se reclinó en la butaca, se desabrochó la chaqueta, cruzó las piernas y le devolvió la sonrisa.
—Mira, Raquel, esto es lo más extraño, lo más inaudito que ha sucedido nunca en Promociones del Noroeste, Sociedad Anónima, te lo digo en serio. Yo trabajo allí desde hace más de diez años, y jamás he visto nada parecido. Don Julio Carrión no es una dama de la caridad, como te puedes figurar, y su hijo Rafa es todavía peor, lo que se dice un tiburón, claro que él no sabe nada de esto, y su hermano tampoco, eso es lo primero que me ha dicho su padre, que lo más importante es que no se entere nadie, en eso llevabas razón. Fíjate hasta qué punto la llevabas que lo que vamos a hacer no es una permuta, sino una operación muchísimo más complicada. Él te dona el ático a ti, tú le donas tu piso a él, y después él se lo vende a la inmobiliaria por el mismo precio que van a recibir los demás vecinos. ¿Y eso para qué? Pues para que no quede ningún rastro, por supuesto, para que nadie pueda probar que te ha cambiado una mierda de piso por un superático de lujo, y no tenga que preguntarse por qué. El caso es que…, bueno, mira, te lo voy a decir, porque me caes muy bien, ya lo sabes, y… —la miró con atención y se echó a reír—. Vas a pegar un pelotazo de puta madre, Raquel. Pero de puta madre para arriba, en serio.
Raquel rió con él sólo para ganar tiempo, pero ya había empezado a notar el hormigueo de la euforia, como un chisporroteo eléctrico justo debajo de la piel.
—Qué bien —dijo por fin, y cogió el sobre, la llave, para guardarlos juntos en un cajón—. Bueno, pues… iré a ver la casa, por supuesto, cuando tenga un momento libre, dentro de unos días tendrá que ser, porque quiero aprovechar el fin de semana para empezar la mudanza. Me voy a instalar en el piso de mis abuelos, que lleva mucho tiempo vacío, y tengo que arreglar muchas cosas, así que… Te llamo el lunes, ¿de acuerdo?, el martes como muy tarde.
Sebastián López Parra asintió con la cabeza, pero no hizo ademán de marcharse.
—¿Y no vas a contarme nada? —se atrevió a preguntar por fin—. Te lo agradecería mucho, porque…
—¡Uy! —ella le interrumpió a tiempo—. Es una historia muy larga, Sebastián, muy larga y muy antigua. No la entenderías y, además, creo que no te conviene nada saberla.
Se levantó para dar por concluida la conversación y le acompañó hasta la puerta. Aún faltaba un cuarto de hora para la una, pero el cliente al que había citado para esa hora se presentó enseguida. Mientras hablaba con él y repasaban juntos el historial y las estadísticas de sus inversiones, ya no logró comportarse como si el sobre que no había tenido tiempo de abrir y la llave que lo acompañaba no estuvieran guardados en su cajón. Había mentido a Sebastián, porque no podría mudarse al piso de la plaza de los Guardias de Corps hasta que pasaran, como mínimo, quince días. Su abuela había decidido pintar la casa antes de vendérsela, y ése era el plazo que habían impuesto los pintores, pero ya había descubierto que a Julio Carrión no le sentaba bien esperar, y después de comprobar que el contrato que le había traído Sebastián se ajustaba escrupulosamente a sus palabras, se propuso perseverar en la misma estrategia. Eso no impidió que, al salir de trabajar, pidiera un pincho de tortilla en el bar más cercano, y después de engullirlo de pie, en la barra, se fuera derecha a tomar posesión de su flamante propiedad.
El portal bastaba para catalogar aquella casa, que estaba en efecto a dos pasos del Retiro y en una de las zonas más caras del barrio de Salamanca, como un edificio de lujo, pero eso no la impresionó tanto como el ático en sí. El recibidor era tan grande que al principio lo tomó por el salón, y cuando atravesó el dintel que lo comunicaba con el resto, se encontró en un espacio tan descomunal que ni siquiera supo cómo llamarlo. Separado en dos ambientes por tres escalones, en el primero navegaba una mesa de comedor con ocho sillas que parecía de juguete, y en el tramo que la separaba de tres enormes sofás blancos y colocados en U, habría cabido el salón—comedor de cualquier piso de tres dormitorios. Allí sólo había uno, la pared del fondo curvada como el ábside de una iglesia y ella las había visto más pequeñas, aunque quizás lo más sorprendente era el tamaño del cuarto de baño, que en realidad eran dos, uno enorme y otro ocupado por un jacuzzi que parecía una piscina, al borde, eso sí, de una maravillosa pared de cristal con unas vistas tan espectaculares como las que se veían desde la terraza, que fue lo que más le gustó. En comparación, la cocina era tan ridícula que le costó trabajo encontrarla más allá de lo que al principio interpretó como una doble hilera de armarios empotrados en un pasillo. Eso no lo entendió muy bien. Lo demás, perfectamente.
—Conque no me tienes miedo, ¿eh, cabrón?
Recorrió el ático otra vez, ahora más despacio, fijándose en los detalles, una chimenea de mármoles rosa y gris, bonita, antigua, que habrían encontrado en el derribo de algún viejo palacio, dos inmensos televisores de plasma, uno en el salón y otro en el dormitorio, tan estilizados y elegantes, tan caros, que parecían formar parte de la decoración, los suelos de tarima, que tal vez provinieran de la construcción original, como las molduras del techo, y más mármol, más madera noble, más tecnología sofisticada hasta en el baño, donde la ducha de masaje, protegida por una resplandeciente mampara de cristal curvo, se activaba en un panel digital con más teclas que el salpicadero de un coche de lujo. Al principio, Raquel se sentía como una niña pequeña que acaba de llegar a un parque de atracciones, pero estuvo allí toda la tarde, viendo, mirando, tocando, encendiendo y apagándolo todo, hasta que se acostumbró a habitar aquel espacio. Entonces se sentó en un sofá, miró hacia delante como si Julio Carrión González pudiera verla desde alguna parte, y se echó a reír.
—Te vas a cagar, hijo de puta —y lo repitió más despacio, recalcando cada sílaba, recreándose en su sonido—. Te vas a cagar…
En aquel momento ya había logrado dejar de escuchar. No había sido fácil, porque desde el principio, desde el instante en el que entendió lo que estaba pasando, supo que iba a traicionar a su abuelo y a su abuela al mismo tiempo. A ella le había prometido que no iba a hacer nada raro, y ésa era la misma promesa que le habría arrancado él si estuviera vivo. Ignacio Fernández Muñoz había renunciado a la venganza, la había reducido a las mínimas proporciones de una amenaza que nunca iba a cumplir, había elegido el futuro de sus hijos, de sus nietos, de su propia vejez apacible, y su mujer se había puesto de su parte muchos años después con una sonrisa rotunda. Pero esto es distinto, se dijo a sí misma la nieta de ambos, esto es un negocio, sólo un negocio. Y no llegó a pensar que el dueño de aquel ático se habría armado con un razonamiento idéntico en la primavera de 1947, porque dejó de escuchar a tiempo.
No le resultó fácil hasta que logró convencerse de que, en realidad, aquella situación no tenía tanto que ver con su familia como con su talento. Al fin y al cabo, llevaba más de diez años perfeccionando un proyecto de enriquecimiento súbito que nunca le permitiría coger un avión con Paco Molinero para disfrutar a medias de los tres o cuatro millones de euros que jamás llegarían a depositar en una cuenta corriente cifrada de un banco de las islas Caimán. Aquello era sólo un juego, pero era su juego favorito. Raquel Fernández Perea calculó por encima el valor de aquel ático que sería suyo en el instante en el que quisiera poner su firma en un papel, y sonrió. Mira por dónde, pensó después, ahora tengo la oportunidad de llevarme casi lo mismo sin infringir la ley, sin huir de España y casi sin despeinarme, como quien dice. Y recordó una vez más a Julio Carrión, el último fragmento de su discurso, para hablar con él por última vez como si lo tuviera delante.
—Como en la vida misma, macho.
A partir de aquel momento, todo fue brillante, fácil, sencillo.
—¿Qué te pasa, Raquel? Estás muy rara —le dijo Nati el lunes por la tarde.
—¿Yo? —preguntó ella—. ¡Qué va! Si no me pasa nada.
—¡Uy, que no! Desde que no viniste con nosotros al notario, tienes una cara… Estás como alunada, en serio.
—No digas tonterías, Nati —y Raquel se esforzó por sonreír—, de verdad que no me pasa nada.
En efecto, no había pasado nada todavía. No pasó hasta que Sebastián López Parra, un poco cansado ya de esperar siempre en vano sus llamadas, la llamó el miércoles a última hora. Ella estuvo muy simpática. Le dijo que había visto el ático, que le había encantado, que las vistas eran maravillosas, que nunca se habría atrevido ni a soñar con una casa así, y que el siguiente viernes iría a verle, a media mañana, para firmar el contrato.
—Pero no hace falta que te molestes —objetó él—. Como habrás visto, yo ya firmé las dos copias por poderes, en nombre de don Julio. Sólo necesito que me devuelvas una firmada, por mensajero, y lo demás lo arreglamos en el notario.
—Ya, pero es que me hace ilusión —le explicó, con la misma vocecita de adolescente entusiasmada en la que había mantenido toda la conversación—, y el viernes tengo la mañana muy despejada.
—Bueno, como quieras. Para mí, siempre es un placer verte, ya lo sabes.
Pobre Sebastián, pensó Raquel al colgar el teléfono, y el viernes, en su despacho, volvió a pensar lo mismo al despedirse de él.
—Muy bien, pues entonces, ya, nos vemos en la notaría, y entonces… —la miró y se puso colorado—. No sé, ahora que ya se ha acabado todo esto, a lo mejor podríamos quedar algún día, a cenar o algo…
Luego se hizo un lío al besarla en las mejillas y, más colorado todavía, la precedió hasta la puerta.
—Vale, pues ya me llamarás, ¿no? —dijo Raquel entonces y se dio la vuelta al darse cuenta de que él tenía la intención de salir con ella—. No hace falta que me acompañes, Sebastián, en serio. Conozco el camino, línea recta desde los ascensores del vestíbulo, no tiene pérdida…
Movió la mano en el aire para decirle adiós y pulsó el botón de la planta baja, pero una vez allí, después de que las puertas se abrieran y volvieran a cerrarse, subió hasta la tercera.
Aquella vez ya no había nadie esperándola, pero recordaba el camino y el dibujo de la alfombra. Pasó de largo por la sala de espera, y encontró abierta la puerta del despacho donde en aquel momento no estaba la secretaria a la que había conocido la semana anterior. Entonces pensó que a lo mejor se había equivocado, que tal vez, aquella mañana, Julio Carrión González hubiera preferido no ir a trabajar. No perdió ni un minuto en aquel misterio, tan insignificante que su solución estaba al alcance de la mano con la que empuñó el picaporte. Al fondo, en aquel despacho que ya no le pareció tan grande, estaba él, hablando por teléfono.
—La tengo delante en este mismo momento —le oyó decir mientras iba a su encuentro—. Ya, ya, pues está aquí. Te digo que la estoy viendo…
—Sebastián no tiene nada que ver con esto.
Un instante después de advertírselo en el mismo tono que había usado diez días antes para pedirle que no la tuteara, se sentó en una butaca sin que nadie le ofreciera asiento, cruzó las piernas y le miró.
—Sebastián creía que yo me iba —insistió—. Eso es lo que le he dicho.
—Bueno, bueno… —Carrión intentó tranquilizar a su empleado—. No, no pasa nada. Ya, luego te llamo.
Colgó el teléfono, se enderezó en la silla y la miró de frente. Raquel le devolvió una mirada serena y ligeramente insolente.
—Creía que ya no teníamos nada más que discutir —de nuevo fue él quien habló primero.
—Respecto al piso de Tetuán —y sonrió—, desde luego que no. Como sin duda le habrá comunicado ya el señor López Parra, he aceptado su oferta, muy generosa, por cierto, muy ventajosa para mí, en ese sentido no puedo reprocharle nada.
—Me alegro de saberlo, porque no estoy dispuesto a seguir perdiendo el tiempo con sus preguntas.
—¡Ah! No, pero no se preocupe —y la sonrisa de Raquel se ensanchó hasta rozar los dominios de la risa—. Hoy voy a hablar yo. Usted no va a tener que hacer otra cosa que escucharme. Y no va a ser una pérdida de tiempo, se lo aseguro. De hecho, creo que no se va a arrepentir del tiempo que invierta en esta conversación.
—Perdóneme, señorita —y volvió a mirarla desde muy arriba, con la altanería que ella ya conocía y que en esta ocasión no llegó a producir ningún efecto—, pero no creo que usted tenga nada interesante que decirme.
—Pues se equivoca, señor Carrión —se acomodó en la butaca, cruzó primero las piernas, luego las manos que colocó sobre su regazo, pretendía parecer cómoda y se dio cuenta de que lo había conseguido—. La verdad es que, en los últimos días, se ha equivocado usted bastante, incluso demasiado, diría yo. Hasta los hombres más valientes se ablandan con la edad, dijo usted el otro día, y seguramente tendrá razón, pero voy a decirle otra cosa. Los hombres más astutos, los más listos, también se vuelven tontos al llegar a viejos —sonrió sin esperar respuesta, y no la obtuvo—. Yo ni siquiera lo sospechaba, pero usted me ha dado elementos de sobra para comprenderlo. El más importante es, por descontado, el ático que me acaba de cambiar por mi humilde piso de setenta metros en Tetuán. Es una oferta muy generosa, ya se lo he dicho, pero tan desproporcionada que me ha hecho pensar. He pensado mucho, y a fuerza de hacerlo, he llegado a varias conclusiones. La primera es que usted es el más mentiroso de los dos. El otro día me advirtió que no me tenía miedo, y al principio me engañó, lo reconozco. Pero ahora, después de valorar el interés que se ha tomado por cerrar esta operación en persona, ya no le creo. Usted sí me tiene miedo, señor Carrión, me tiene mucho miedo. Y ha sido tan torpe como para demostrármelo.
Hizo una pausa medida, calculada, la primera de una larga serie de interrupciones estratégicas, y la remató con una sonrisa franca, sincera en apariencia.
—¡Oh!, no crea que no comprendo sus argumentos, sus razones… Para alguien tan rico como usted, unos cuantos cientos de miles de euros más o menos no tienen importancia, ¿verdad? Usted calcularía que con el ático me iba a quedar satisfecha, y se ha equivocado —entonces improvisó una mirada de asombro, amable todavía—. ¿Qué creía, que los nietos de mi abuelo no hemos estudiado? —y volvió a sonreír—. ¿No le ha contado Sebastián a qué me dedico? ¡No, señor Carrión! Una persona inteligente habría sabido ponerse en mi lugar, anticiparse a mi reacción, y a usted no se le ha ocurrido. Por eso le he dicho al principio que ha hecho usted muchas tonterías para ser un hombre tan brillante, tan astuto. Y yo, modestamente, sí he procurado ponerme en su lugar, analizar esta situación desde su posición, desde sus intereses. Lograrlo no me ha resultado muy difícil y me ha permitido llegar a nuevas conclusiones. Por eso estoy segura de que, después de hablar conmigo, lo que usted pensaría es que la paz y la tranquilidad no tienen precio.
Se detuvo de nuevo, para darle la oportunidad de intervenir, pero él siguió callado, tranquilo, mirándola con la misma expresión, curiosa pero no demasiado atenta, que dedicaría a un objeto exótico encerrado en una vitrina. Eres duro de pelar, se dijo Raquel, pero no se arrugó. Por una parte, ya contaba con eso, y por otra, no tenía nada que perder.
—En eso se volvió a equivocar, pero no dejo de comprenderle, se lo digo en serio. Le comprendo tan bien que quiero proponerle un trato. He venido a ofrecerle su paz, su tranquilidad, las que no quiso venderle mi abuelo. Cómpremelas a mí. Yo soy peor que él, lo reconozco. No soy tan digna, ni tan valiente, pero eso a usted le dará igual, supongo, incluso le reconfortará, porque la admiración no ayuda a hacer negocios… —volvió a mirarle y de nuevo fue incapaz de descifrar su expresión—. Para alguien como yo, una humilde vecina de Tetuán, no va a ser fácil mudarse a la calle Jorge Juan, ¿sabe? En los próximos tiempos, voy a tener muchos gastos. Se lo puede imaginar, muebles, ropa, complementos… Ponerme a la altura de mi casa me va a costar una fortuna, y espero que usted lo comprenda, como yo le he comprendido a usted.
Él escogió aquel momento para empezar a actuar, pero limitó al mínimo su intervención. Antes de abrir los labios, movió una mano en el aire, como si quisiera borrar lo que acababa de oír, y sonrió.
—¿Pretende usted chantajearme, señorita Fernández? —dijo solamente.
—¿Chantajearle? —Raquel abrió mucho los ojos, en sus labios una expresión de inocencia absoluta—. ¡Qué palabra tan fea! —negó con la cabeza y sonrió—. No, por Dios, esto no es un chantaje. Es una transacción comercial de lo más común. Yo poseo algo que usted desea y estoy dispuesta a vendérselo, nada más. He escaneado todos los documentos de los que estuvimos hablando el otro día para que pueda comprobar que no le engaño… —sacó de su maletín un sobre blanco, bastante abultado, y lo dejó encima de la mesa—. La impresora ha ido registrando en todas las hojas la fecha y la hora en la que se realizó cada copia, y las he colocado por orden cronológico —como él no hacía el menor ademán de tocarlo, ella abrió el sobre y fue enseñándole su contenido—. Aquí está todo, ¿ve?, las escrituras de propiedad de los bienes de mis bisabuelos, los poderes que hicieron a su nombre, sus cartas, con todos los besos que fue mandando para los niños, el resguardo de la transferencia que les hizo para despistarles, las cartas del abogado al que contrataron y los documentos que les fue adjuntando… —él le echó un vistazo distraído a cada uno de aquellos papeles, como si no le importaran mucho en realidad—. Todo. Su paz y su tranquilidad. Un millón de euros y serán suyos.
—¿Un millón de euros? —Julio Carrión se echó a reír—. ¿Pero usted se ha vuelto loca? ¿Qué se cree, que seguimos en 1977?
Raquel guardó la calma. Había previsto minuciosamente esa reacción, y se limitó a sonreír.
—Ya sé que antes le he dicho que no le iba a hacer preguntas, pero… Dígame una cosa, señor Carrión, ¿a usted le gusta leer? —le miró con atención, pero él no quiso contestar ni siquiera con un gesto—. Supongo que no, y eso significa que no frecuentará las librerías, ¿verdad? Pues es una pena. Debería hacerlo porque resulta muy interesante, mirar los escaparates, fijarse en las portadas, hojear las novedades a medida que van apareciendo, en fin… A usted, especialmente, le convendría mucho estar al tanto del mercado editorial, porque, además…, no se puede ni imaginar la cantidad de libros que se están publicando ahora mismo en España sobre personas como usted y vidas como la suya. Es increíble, pero no hay más que mirar las portadas, venga brigadistas, venga milicianos, y vengan milicianas también, eso por supuesto. Es un fenómeno muy interesante, y en cierta medida todavía inexplicable, incluso para mí, que soy nieta de rojos, bueno, qué le voy a contar a usted, si conoce de sobra la historia de mi familia… Y no estamos en 1977, desde luego, no hay más que mirar las contraportadas para darse cuenta. En 1977, todo el mundo estaba muerto de miedo. Ahora no.
—Desde luego —asintió él—. Eso es lo que estoy intentando que entienda.
—Ya, pero es usted el que no me entiende a mí. Me temo que estamos hablando de miedos distintos. Por eso le conviene dejarme terminar… ¿Le molesta que fume?
Le apetecía fumar, pero eso era lo de menos. Sacar el tabaco del bolso, escoger un cigarrillo, encenderlo y acercar el cenicero que estaba sobre la mesa, no fueron más que etapas de un pretexto, la condición de una nueva pausa estratégica, cuidadosamente medida y calculada.
—No son sólo los libros, ni las películas, aunque ésa es otra, la cantidad de documentales que se hacen sin parar sobre la guerra, la posguerra, las cárceles, los campos españoles, los franceses, los niños robados a las presas republicanas, los desaparecidos… —y entonces improvisó un amable tono de sorpresa—. De estos últimos temas, nadie se atrevía a hablar en 1977, ¿verdad? A eso me refería, pero es lo de menos, ya se lo he dicho —al llegar a ese punto endureció a la vez su voz y su mirada—. Los jueces están autorizando las exhumaciones de toda la gente a la que los fachas pasearon durante la guerra, y después. Los están desenterrando de las cunetas de las carreteras, los sacan de los pozos, del fondo de los barrancos… ¿Está siguiendo usted ese tema por la prensa? Puede hacerlo incluso por la televisión, porque en los informativos aparecen noticias relacionadas con todo esto de vez en cuando. Figúrese, cómo se sentirán los asesinos, ¿no?, porque muchos están vivos todavía, falangistas, caciques, guardias civiles… Tendrán más o menos su edad, y los habrá hasta más jóvenes, porque en algunas zonas la guerrilla duró casi tanto como la dictadura. Imagíneselos. Estarían en sus casas, jubilados, tan tranquilos, viendo la televisión, y de repente, llega una orden de un juez y, ¡zas!, todo sale a la luz…
Raquel Fernández Perea se lo estaba jugando todo a una carta, y acababa de sacarse de la manga el primer pico. Nada por aquí, nada por allá, y de repente la luz de los focos, los motores en marcha, los micrófonos abiertos, prensa, radio, televisión. Ésa era su única jugada e iba de farol, pero confiaba en que el miedo, un miedo antiguo, cuajado, que había ido fermentando lentamente desde una cálida tarde del mes de mayo de 1977, hiciera su trabajo. La impasibilidad de su contrincante no le permitió adivinar el grado de su acierto, pero al menos no se había echado a reír, no se estaba burlando de ella. Eso la animó a seguir, en el tono blando, compasivo, casi tierno, que más le convenía.
—Y bueno, ya sé que saben que nadie va a ir más allá, que no los van a juzgar ni los van a meter en la cárcel, por supuesto, pero sus hijos, sus amigos, sus vecinos, los compañeros de colegio de sus nietos… —cerró los ojos y movió la cabeza con un gesto de disgusto improvisado—. Menudo panorama, ¿verdad? No es que yo crea que se merezcan otra cosa, pero tampoco debe ser muy agradable. Así que, ya ve, todo cambia y nada permanece, sobre todo en este país. Desde 1977 ha llovido mucho, pero cuando parecía que la historia ya había logrado consolidar el cambio climático, ahora resulta que las borrascas se han vuelto locas —entonces volvió a animarse, a sonreír—. No le voy a engañar, yo estoy encantada. Me parece lo justo, pero sé muy bien que lo justo rara vez sucede en España. Por eso le he dicho desde el principio que le entiendo, entiendo la costumbre de la impunidad. Es razonable que usted no encuentre razones para cambiar de hábitos, pero yo creo que se equivoca, señor Carrión, se lo digo sinceramente. Se equivoca, como se equivocaron todos esos señores que ahora no pueden evitar que sus nietos sepan lo que fueron, criminales, torturadores, secuestradores y asesinos.
Raquel Fernández Perea apagó el cigarrillo en el cenicero y comprobó que su corazón latía a una velocidad frenética. La carta había salido de su manga. Estaba sobre la mesa y no tenía otra. Desde la butaca en la que se encontraba parecía un as, pero no sabía qué aspecto tendría desde el otro lado. Y sin embargo, al mirar a Julio Carrión, creyó encontrarle más pálido.
—Por otro lado, he meditado mucho sobre todo esto, ya se lo he dicho, y un millón de euros me parece un precio razonable, porque… Ya sé que nadie le va a procesar, señor Carrión, por lo menos de momento —volvió a mirarle, volvió a sonreír—. Espero que a estas alturas ya se haya dado cuenta de que no soy tonta. Sé que nadie le va a arrebatar lo que no es suyo, porque una cosa son los partidos políticos y los sindicatos, que como usted sabe sin duda —y recalcó mucho aquella frase— sí están recuperando lo que les robaron, y otra muy distinta los ciudadanos particulares. No crea que no lo sé, eso está claro. Pero si usted no llega a un acuerdo conmigo, se expone a que le ocurran otras cosas, no tan graves como un procesamiento, desde luego, pero muy desagradables en todo caso. Porque yo no soy tan buena como mi abuelo, ya se lo he dicho.
Julio Carrión se aflojó la corbata para poder desabrocharse los dos primeros botones de la camisa. Empezaba a tener mal aspecto, y no podía haber escogido un momento peor para demostrarlo. Eso pensó Raquel mientras sentía que su cuerpo se aflojaba, que su sonrisa se ensanchaba, que su pie se acoplaba con naturalidad al pedal de un acelerador que hacía cada vez más ruido. Entonces, él se desabrochó también el cinturón y ella pisó hasta el fondo.
—Si no llegamos a un acuerdo, es posible que publique estos documentos, ¿sabe? No se figura lo bien que quedarían como apéndice documental en cualquiera de los libros que he mencionado antes, un libro que contaría su historia, señor Carrión, y la historia de su suegra, que entregó al marido de Paloma a los falangistas, en fin…
Se obligó a hacer una pausa con la que no contaba para sujetar sus nervios, y lo consiguió a duras penas. Tenía unas ganas locas de volver a fumar, pero las sujetó a la vez.
—Mi familia conserva fotos bastante buenas de su suegra y de su mujer, Angélica, cuando era niña. Podríamos publicar incluso esa carta tan bonita que Carlos le mandó a Paloma desde la cárcel de Porlier, unos días antes de que lo fusilaran. Y quizás no llegaría a ser un best-seller, pero seguramente se vendería bien, este tema ahora tiene muchísimo éxito, ya se lo he dicho. Yo no ganaría mucho, porque tendría que ir a medias con alguien que supiera contarlo, un escritor o un periodista que figuraría como autor del libro, pero eso sería lo de menos. Ya he ganado bastante con mi piso de Tetuán, así que… Piense un momento en esa posibilidad, señor Carrión. Yo no me haría famosa, pero usted sí —soltó una risita, como si su última frase le hubiera hecho mucha gracia—. Y ya sé que los escándalos son mucho menos graves en las ciudades que en los pueblos pequeños, porque aquí todo se atomiza, todo se diluye, y es probable que sus hijos ya sepan que es usted un delincuente, porque para eso trabajan todos juntos, pero yo me encargaría de que también se hicieran famosas sus empresas.
Al entrar en aquel despacho, no estaba muy segura de que le conviniera llegar tan lejos. Había preparado aquella parte del discurso con tanto cuidado como las demás, pero era consciente de su condición, mucho más frágil, más precaria y arriesgada que las amenazas personales. Estaba dispuesta a aplazarla, a esperar un momento mejor, a reservarla para cuando él estallara, pero Julio Carrión ya tenía muy mala cara, una palidez enfermiza en la piel, y su respiración se había convertido en un jadeo. Raquel no sabía jugar al póquer, pero estaba acostumbrada a tomar decisiones en condiciones difíciles, y a apostar.
—No creo que eso le convenga, sinceramente, porque usted, como todos los grandes constructores, dependerá en gran medida de las inversiones públicas, encargos, créditos, subvenciones, en fin… Si la gente se entera de quién es usted, de cómo se ha hecho rico, se acabaron las autopistas, señor Carrión, se acabaron los ambulatorios y los hospitales, se acabaron los colegios, los institutos, y las licencias para construir viviendas de precio libre a cambio de destinar un porcentaje a vivienda protegida —él no movió un músculo, no dijo nada, no se rió de ella, no recobró la calma, ni siquiera sonrió—. Eso funciona así, ¿verdad? Ningún partido político va a afrontar el desprestigio de seguir haciéndole rico, y si le soy sincera, no creo que ninguna empresa privada se atreva tampoco. ¿Y le parece mucho un millón de euros? He meditado sobre este tema y creo que soy bastante razonable. No pretendo hundirle, ni arruinarle, ni siquiera empobrecerle. Podría haber multiplicado mi precio por cualquier cifra, pero eso le obligaría a dar explicaciones, a desprenderse de algunas propiedades, a hacer un agujero en sus cuentas corrientes que después no le sería posible justificar. Como venganza no estaría mal, desde luego, pero yo no quiero vengarme. Lo único que pretendo es hacer un buen negocio. Y en el fondo, todo es culpa suya, porque nunca habría llegado tan lejos si usted no me hubiera regalado un ático que vale otro tanto antes de saber por dónde respiraba. No creo que reunir un millón en dinero negro le resulte difícil. De lo contrario, yo misma se lo fabrico, no hay problema. Lo hago con mucha frecuencia. Sebastián le habrá contado que soy asesora de inversiones, ¿verdad? Y usted ya es cliente de la entidad para la que trabajo, lo he comprobado en los archivos que utilizo todos los días. Así que bastaría con liquidar sus fondos de una manera adecuada.
Entonces, Julio Carrión volvió a moverse. Las manos le temblaban cuando llevó la derecha al bolsillo de su camisa para sacar un pastillero de plata, cuadrado y con la tapa rayada, que tuvo que volcar sobre la mesa para coger una pastilla blanca, diminuta, que no había sido capaz de seleccionar con la agitada pinza de sus dedos. Se la metió en la boca y no recurrió al agua para tragarla, aunque a su lado había un carrito con una botella grande y varios vasos. Raquel se asustó. Le vio cerrar los ojos, dejar caer la cabeza sobre el respaldo del sillón, descansar, y comprendió que aquella escena había terminado.
Recogió las fotocopias de los documentos, volvió a meterlas en el sobre, éste en el maletín, y se levantó. Estaba segura de que no iba a pasar nada más, pero entonces Julio Carrión González, recuperado en apariencia de la crisis que parecía haber sufrido, abrió los ojos, se inclinó hacia delante, se aferró a los brazos del sillón, y habló por fin.
—Eres una hija de puta.
—Pues sí —Raquel sonrió—, pero ya va siendo hora de que alguna vez el hijo de puta se apellide Fernández, ¿no le parece?
Luego empezó a andar hacia la puerta en un estado de ánimo muy diferente del que tenía la primera vez que había salido de aquel despacho. Estaba tan excitada que le habría gustado gritar, pero al llegar a la puerta se dirigió a él con la misma serenidad de antes.
—Sebastián conoce todos mis datos, dirección, teléfonos, correo electrónico. Espero que no tarde mucho en responderme. Soy una mujer muy impaciente.
Pero Julio Carrión González nunca pudo responder a Raquel Fernández Perea. Ése fue el único detalle que se le escapó, la única posibilidad que no llegó a medir, a sopesar, a analizar, mientras preparaba aquella entrevista, ni después, mientras elaboraba con la misma meticulosidad sus planes para el futuro.
En su empresa no encontraron ningún inconveniente en darle un crédito hipotecario sobre el ático de Jorge Juan para que pudiera pagar la casa de su abuela al contado. Después, cuando todo hubiera terminado, Raquel ya había decidido vender el ático, liquidar el crédito y disfrutar de la diferencia. El resto del dinero, ese millón de euros que cobraría en cualquier momento, iría a parar a manos de Anita, para que ella, en su momento, heredara sólo la parte que le correspondiera. Robar a un ladrón tiene cien años de perdón, pero Raquel aún creía que podía elegir, y no estaba dispuesta a compartir la condición de su víctima. La forma de lograrlo era el único punto débil de sus planes. No sabía cómo conseguir que una parte de la fortuna de los Fernández Muñoz volviera a manos de su familia sin que su abuela se enfadara con ella por haber incumplido sus promesas, pero tenía mucho tiempo para pensarlo. La tardanza de la respuesta de Carrión tampoco le inquietaba. Reunir dinero negro sin levantar sospechas no es fácil, ella lo sabía, y suponía además que el dueño de Promociones del Noroeste recurriría de nuevo a Sebastián López Parra para arreglarlo todo. Por eso, cuando llegó a la notaría donde había quedado con él, estaba segura de que las escrituras que les habían reunido allí sólo representaban una parte de la operación.
—Supongo que ya lo sabes, ¿no?
Y sin embargo, cuando Sebastián le hizo esa pregunta, justo después de saludarla, comprendió al mismo tiempo que había sucedido algo importante y que era algo que escapaba a su control.
—¿Qué? —procuró parecer risueña, pero él no la siguió esta vez.
—Don Julio tuvo un infarto hace diez días, el viernes pasado no, el anterior, cuando viniste a la oficina.
—¡No me digas! —y su expresión de alarma era tan intensa que su interlocutor no dudó un momento de su autenticidad—. Pero… ¡qué barbaridad! La verdad es que lo encontré muy pálido, con mala cara…
—Sí —Sebastián asintió varias veces—. Yo también. Cuando fui a verle a su despacho, estaba ya en el pasillo. Me dijo que se iba a casa, que no se sentía bien… Me dijo también que no me enfadara contigo, que habías ido a consultarle una tontería.
—Pues sí, pero cuando me acordé ya estaba casi en la puerta, y…, bueno, son historias de familia, largas y complicadas, ya te lo dije el otro día —hizo una pausa para mirar a Sebastián, y dedujo que carecía de cualquier indicio para sospechar la verdad—. Pero eso es lo de menos, porque… Pobre hombre, ¿cómo está?
—Muy mal. Tuvo otro infarto grave hace unos seis meses y se recuperó bien, pero antes ya había tenido amagos y su corazón está muy cascado, por lo visto… No sé, parece que los médicos no creen que vaya a salir de ésta.
No salió. Dos semanas más tarde la familia Carrión publicó la noticia de su muerte en tres periódicos de Madrid. La esquela era discreta, elegante, y no informaba de la hora ni del lugar del entierro, pero Raquel Fernández Perea tuvo una corazonada. No estaba segura de que en los cementerios de Madrid le hubiesen dado esa información si la familia del difunto hubiera dispuesto lo contrario, pero en Torrelodones ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba.
El primer día de marzo de 2005 amaneció un sol radiante en un cielo azul cobalto, tan puro, tan vivo, tan intenso como si fuera la ilustración de un cuento infantil. Raquel llegó al pueblo antes que el cortejo y lo dejó pasar. Cuando el coche fúnebre embocó la carretera del cementerio, cerró el suyo y se fue a un bar a tomar un café, pero hacía tanto frío que no logró entrar en calor.
Un cuarto de hora después, volvió a coger el coche y se marchó al cementerio. Allí, apartado de todos, a medio camino entre la puerta y la fosa, un hombre moreno se volvió hacia ella y la miró a los ojos.