Mai había dejado la casa recogida antes de marcharse, pero al entrar en el dormitorio me tropecé con una hormigonera en miniatura, de metal amarillo y ruedas de plástico, que estaba escondida en el quicio de la puerta. La recogí y la puse en su sitio, entre un camión de bomberos y un Ferrari rojo, en el estante donde mi hijo tenía desplegada su escudería, y los dedos me dolieron, me dolió el olor de aquella habitación, los dibujos del edredón a juego con los de las cortinas, la telaraña por la que yo mismo había condenado a Spiderman a trepar eternamente sin llegar nunca a alcanzar el techo. Salí de allí deprisa, sin hacer ruido, como si fuera de noche, en otro tiempo, pero Miguelito no estaba durmiendo en su cama y yo tampoco me sentí mejor. Mientras avanzaba por el pasillo hacia lo que ya era el dormitorio de mi ex mujer, casi pude verle, ver a su madre, escuchar su voz, recuperar ruidos, risas, timbres, pisadas, ecos aún despiertos de mi primera vida. Recordé también cada palabra y cada pausa de la conversación que habíamos mantenido la noche anterior.
—¿Sí?
—Hola, Mai, soy Álvaro.
—Ya… Todavía reconozco tu voz.
Aquel diálogo había rematado uno de los días más crueles, más violentos y desagradables de mi vida, un día que podría haber sido el peor si no hubiera perdido ya la cuenta de los candidatos a aquel título. Creía que no ibas a volver, me dijo Raquel cuando me abrió la puerta, a las ocho de la tarde de aquel día nefasto, 30 de septiembre, viernes, que había empezado cuando la radio de su despertador se encendió sola, a las siete de la mañana.
—Tengo que irme a trabajar —me anunció, y estaba tan despierta como yo—. Ayer me pedí el día, porque me imaginaba que lo iba a necesitar, pero hoy… No tengo más remedio.
—Claro —esperó un momento por si yo quería añadir algo, pero no encontré nada más que decir.
Mientras la veía levantarse y salir por la puerta sin volverse a mirarme, recordé sus palabras, aquel brillante y aterrador diagnóstico de lo que me esperaba, yo sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, pero no quería, y me imaginaba que los sábados por la mañana siempre hacía sol, y yo volvía de la calle con bolsas de la compra y ramos de flores que ponía en jarrones de cristal transparente… No me levanté para desayunar con ella. Debería haberlo hecho, pero estaba muy cansado. En la plaza de los Guardias de Corps no había dormido mucho mejor que en la calle Jorge Juan.
A las ocho y cinco volvió a entrar vestida de ejecutiva, con uno de sus trajes de chaqueta, y sus zapatos de medio tacón, y su maletín de piel marrón, pero aquella vez ya no la arrastré conmigo para arrugarle la ropa haciéndola rodar sobre las sábanas. Ella tampoco lo esperaba. Vino con un trozo de tostada en la mano, y se lo metió en la boca antes de sentarse a mi lado.
—¿Qué vas a hacer tú?
—¿Hoy? —era una pregunta estúpida, pero ella asintió con la cabeza igual—. Pues no sé… Debería ir a casa a ducharme y a cambiarme de ropa, pero no me apetece. Y luego… No lo sé, la verdad.
—Bueno, pues… —se inclinó sobre mí y me besó en los labios muy levemente, como si le diera miedo apretar su boca contra la mía—. Yo, cuando salga de trabajar, voy a estar aquí.
Me limité a mover la cabeza y se marchó sin decir nada más. Entonces me quedé solo, y en la quietud de los objetos, el silencio de una casa vacía, comprendí que mis sentidos habían vuelto a engañarme.
La segunda parte de mi vida no había empezado con la confesión de Raquel en un dormitorio ajeno y deshabitado, aquella extrañeza áspera pero también de algún modo consoladora por su propia y excepcional naturaleza. La segunda parte de mi vida no había comenzado aún, no comenzaría hasta que me levantara de aquella cama conocida, en la que había dormido muchas otras noches, para afrontar la rutina de los días laborables, esa cadena de preceptos fastidiosos y reconfortantes al mismo tiempo que Raquel había tenido la suerte de recuperar ya.
Habíamos dormido muy juntos, abrazados a ratos, y habíamos echado un polvo furioso, sin hablar, a las cuatro o las cinco de la mañana, en un momento en el que nuestros insomnios coincidieron, pero eso no nos puso las cosas más fáciles cuando sonó el despertador. Volví a mirarlo y comprobé que ya eran las diez menos veinte. No podía quedarme el día entero en la cama, y me dije que lo más sensato sería empezar por el principio.
Debería haber llamado a Mai. Eso es lo primero que tendría que haber hecho aquel día, y fue lo último que hice. No me arrepentí. Tú eres el único bueno, Álvaro, me había dicho Raquel, pero eso no era verdad del todo. Para mi mujer, para mi hijo, yo era el malo, siempre lo sería. Por eso tendría que haberla llamado, tendría que haber ido a la que en teoría seguía siendo mi casa, pero me duché en la que todavía era la casa de Raquel, registré los cajones de su armario y acabé encontrando una camiseta azul marino lo bastante grande para mí. Luego me senté a desayunar en la mesa de la cocina y sucumbí al encanto de un espejismo retrospectivo, la dulzura de una escena que nunca había visto, la felicidad del aire que rodeaba el cuerpo de Raquel mientras yo lo imaginaba sin ser todavía capaz de recordarlo con precisión, apenas unas horas después de haberlo abandonado por primera vez, cuando creía que nada estaba en juego, casi nada, mi libertad y su piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común.
Debería llamar a Mai, pero no me apetecía. Necesitaba llamar a Fernando, pero no podía. Si no puedo ni decirlo en voz alta, si no me lo puedo creer ni yo, ¿cómo voy a contárselo a nadie? Mis propias palabras flotaban como un eco amargo sobre las flores que Raquel no había colocado en ningún jarrón de cristal transparente y no era sábado por la mañana, aunque el sol entrara por la ventana con una vocación de alegría irritante, casi cruel. Terminé con la que solía ser mi única taza de café del desayuno y empecé con la que aquel día sería la segunda. Habría una tercera.
Yo era un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, sin otra extravagancia que una aversión morbosa a los entierros, y mi vida una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Es una historia muy larga, muy antigua, y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. También podía no hacer nada. Siempre se puede no hacer nada, aprender a vivir sin preguntas, sin respuestas, sin furia y sin piedad. Siempre se puede no vivir y hacer como que se vive, al menos aquí, en España, un territorio inmune a la ley de la gravedad, la excepción a la ley de la causa y el efecto, el país donde nadie ve nunca una manzana que se cae de un árbol, porque todas las manzanas están ya en el suelo desde el principio y eso es lo más práctico, lo más sabio, lo más cómodo, lo mejor para todos, mientras las manos sean más rápidas que la vista, mientras las paradojas más elementales de la óptica jueguen a favor de quien maneja las lentes, mientras el prestigio moderno de la gente pequeña que hace lo que sea por sobrevivir oponga su transparente actualidad al caduco prestigio de los hombres y las mujeres admirables, tan anticuados por otra parte, tan inservibles en realidad, tan fastidiosos en su abnegación, en su terquedad, en la esterilidad de su sacrificio, porque si se hubieran estado quietos, si se hubieran dado por vencidos, si no se hubieran jugado la vida en vano tantas veces, tampoco habría pasado nada. Que no serían admirables, sólo eso, pero los habríamos comprendido igual. ¿Cómo no íbamos a comprenderlos, si a nosotros la ley de la gravedad no nos afecta?
Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Porque, para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender. Pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, tan valiente como para perdonar a tu madre, que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo. Yo te habría querido, abuela, yo habría sido un hombre mejor si hubiera podido quererte a tiempo, si hubiera podido leer esta carta sin haber tenido que robarla antes. A lo mejor estoy equivocada, pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor. Yo te quiero, abuela, y nunca te he visto, pero te quiero, y tú nunca me has conocido, pero te quiero, y jamás me has tocado, jamás me has abrazado, jamás me has besado, pero te quiero, te quiero, de verdad y de repente, te quiero.
Españolita que vienes al mundo, te guarde Dios. Ni Dios ni amo. Ni siquiera el derecho a saber quién eres tú, porque para vivir aquí, lo mejor es no saber nada, incluso no entenderlo, dejarlo todo como está y las ramas del manzano perpetuamente desnudas, los frutos en el suelo, dispuestos con cuidado, esa astucia ventajosa y mezquina que complace al escenógrafo acostumbrado a trabajar sin testigos, porque los que aún no son cadáveres, ya están muertos de miedo. Ni siquiera el derecho a saber quién soy yo, porque en aquella época ser hijo de según quién era difícil, de alguien como tu abuela, hasta peligroso. Por amor o por cálculo, para proteger a una niña especial o las propias espaldas, lo mejor es no saber, o aún mejor, que nadie sepa, y en eso se resumen tantos años, dos, tres generaciones enteras, casi un siglo de dolor y de soberbia. En ese punto confluyen las estrategias de la preocupación y del prestigio, la memoria de los vencedores y la de los vencidos, intereses distintos y un solo resultado para los hijos, para los nietos de todos.
Españolito que vienes al mundo, vengas de donde vengas, nunca confíes en que te guarde Dios. Guárdate tú solo de las preguntas, de las respuestas y de sus razones, o una de las dos Españas te helará el corazón.
Mi corazón estaba helado, y ardía.
También podía no hacer nada, pero no me salía de los cojones.
Hubo una tercera taza de café, y hubo una cuarta. Después llamé a mi hermano Julio. Cuando salí a la calle, me sentí extraño dentro de mi cuerpo, como si no estuviera muy seguro de ser yo, de ser el hombre que dejaba de andar al llegar a la esquina, y miraba a su izquierda, y levantaba la mano para parar un taxi, y pronunciaba una dirección con la voz alta, clara, que reconocía sin dificultades como su propia voz. Ese hombre era yo, más y menos que antes, el mismo y distinto, pero ya no volvería a ser otro. Eso era lo único que sabía con certeza.
Julio me había citado en una cafetería que estaba en el primer tramo del Paseo de La Habana, muy cerca de su oficina. Al llegar hasta allí, estaba convencido de que ya no podía pasarme nada demasiado grave, pero unas horas más tarde, cuando crucé otra vez la Castellana, estaba tan furioso, tan triste, tan destrozado, que decidí volver andando. La caminata me sentó bien, pero los nudillos de los dedos y la mitad derecha de la cara empezaron a dolerme en la misma proporción en la que fui recuperando la calma, y a mitad de camino, el dolor me obligó a detenerme. Entré en un bar, me tomé una copa y ya no encontré ningún taxi libre. Estaba demasiado cansado para seguir andando y me metí en el metro, pero era ya muy tarde, tanto que Raquel no tuvo tiempo de recuperarse en los minutos que transcurrieron desde que llamé al portero automático hasta que la encontré esperándome con la puerta abierta y los ojos húmedos, una expresión indescifrable al fondo, mucho más allá de lo que yo lograba ver en ellos.
—Creía que no ibas a volver —me dijo, y pensé que me hablaba como si fuera un soldado que volvía de la guerra.
—Pero he vuelto —dije yo, y había vuelto de la guerra.
Ella me abrazó y yo la abracé, ella me besó y yo la besé, y percibí el calor, el placer, el eco pálido de una antigua alegría. Yo amaba a Raquel Fernández Perea, y eso, que había llegado a serlo todo, era ahora muy poco, pero era también lo único que tenía.
—¿Qué te ha pasado, Álvaro? —sin dejar de abrazarme, Raquel separó su cabeza de la mía, me miró, frunció el ceño—. Te has dado un golpe en el ojo, ¿no? —acercó un dedo tembloroso a mi cara y me tocó el párpado sin apretar—. Lo tienes hinchado y un poco rojo.
—No es nada, es que… He estado hablando con mis hermanos, con los mayores —hice una pausa, y empecé a reírme sin saber muy bien de qué me reía—. Me he pegado con Rafa. Tiene gracia, ¿sabes?, porque hace veinte años que no me pego con nadie y creía que él iba a hacerlo mejor que yo, pero no, ya ves, al final él ha sido el que ha cobrado más, deben de haberle dado un montón de puntos… —volví a reírme y Raquel no me siguió—. Por lo demás, he bebido bastante, pero… Me tomaría otra copa. ¿Tú quieres?
—Pero, esto… —se separó de mí, me cogió de las manos, protesté y se fijó en mis nudillos hinchados, despellejados—. Madre mía… Pero, háblame, dime, ¿qué es lo que has hecho? —estaba muy asustada, y mi sonrisa no la tranquilizó—. ¿Estás borracho, Álvaro?
—Un poco, sí, pero…, bien, nada grave.
—¿Cómo que un poco?
—Estoy bien, Raquel, de verdad… Voy a tomarme otra copa, porque tengo que llamar a Mai. Ahora mismo vuelvo.
Me fui a la cocina con el móvil en la mano, y allí, con movimientos lentos, parsimoniosos de puro inseguros, puse sobre la encimera un vaso, una bandeja de hielo, una botella de whisky. No me va a sentar bien, pronostiqué, no me iba a sentar bien, no había comido. Y sin embargo, el primer sorbo me calentó por dentro, me asentó dentro de mi cuerpo, gobernó la audacia de mis dedos mientras se movían con una seguridad ficticia sobre el teclado del teléfono.
—¿Sí?
—Hola, Mai, soy Álvaro.
—Ya… Todavía reconozco tu voz.
—¿Cómo está el niño?
—Bien. Pregunta por ti.
—Me gustaría verle.
—Bueno, sí, de eso ya hablaremos.
—Claro, pero yo había pensado…
Hasta ahí, todo fue bien. Hasta ahí había logrado cumplir mis objetivos, encajar la dureza de su voz con serenidad, replicar con frases cortas, desprovistas de agresividad pero también de cualquier complicidad que pudiera resultar equívoca. Hasta ahí todo había ido bien, pero estaba más borracho de lo que creía, me atasqué en los puntos suspensivos y Mai aprovechó mi vacilación.
—Tú no tienes nada que pensar, Álvaro. No pensaste en él cuando te fuiste de casa, así que ahora no me vengas con rollos. Verás al niño cuando lo diga el juez.
—No creo que tengamos que llegar a eso, Mai… —percibí la condición pastosa, confusa, de mi voz, y procuré hablar más claro, más despacio—. Deberíamos ser capaces de arreglarlo…
—¿Como personas civilizadas? ¡Vete a la mierda, Álvaro!
Creí que había colgado, pero podía escuchar su respiración al otro lado de la línea, agitada al principio, como un jadeo, entrecortada después, progresivamente sorda, el eco de su furia, su amargura, y estuve a punto de decirle que lo sentía, y habría sido verdad, era verdad que lamentaba su dolor, un sufrimiento más, otro cadáver que cargar sobre mis hombros en la desolación de aquel desierto donde nada crecía. Estuve a punto de decirle que lo sentía, pero ella estalló a tiempo para ahorrarme los insultos que mi compasión habría merecido.
—¡No me da la gana de ser una persona civilizada! ¿Me oyes? ¡No me da la gana! Porque me has destrozado, me has hecho polvo, ¿te enteras? Eres un cabrón, un hijo de puta falso y mentiroso, y yo no me merecía esto, no me lo merezco. Yo te quería, Álvaro, te quería, y ahora sólo quiero que te mueras, que te pudras con esa… —escuché el principio de los sollozos, su final, el silencio de una calma aparente—. Lo siento. No debería haberte hablado así. Me he pasado la vida criticando a las mujeres que… Lo siento, de verdad. Estoy muy mal.
—No pasa nada —prefería la mínima apariencia de superioridad moral que me daban sus gritos, sus insultos, y sin embargo no aproveché las ventajas estratégicas de aquella tregua, no pude hacerlo, estaba demasiado borracho, demasiado dolido, y magullado, demasiado cansado—. Me gustaría ir a casa, Mai. Tengo que recoger algunas cosas.
—Claro. Pero preferiría no verte, así que… Mañana por la mañana, temprano, cuando Miguel se levante, nos vamos a la sierra, a pasar el fin de semana. Puedes venir a casa a partir de las once. Cuanto antes te lo lleves todo, mejor.
—Te llamo el lunes, entonces, para ver cómo está el niño y…
—Vale.
La conversación no había durado más de dos o tres minutos, pero al interrumpirla estaba tan agotado como si acabara de realizar un ejercicio físico desmesurado, destinado a salvar mi propia vida. Me acabé la copa sin medir las consecuencias, y todo el alcohol que había bebido inundó de golpe la cámara de paredes acolchadas en la que se había convertido mi cabeza. Fui al baño a mojármela y, al salir, tropecé con el hombro en una de las paredes del pasillo, pero ese golpe no me dolió tanto como la mirada de Raquel, que me esperaba sentada en el borde de una butaca, inclinada hacia delante, los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos.
El amor de mi vida me miraba como miraría al director de la cárcel un preso que espera noticias de su indulto. Eso me dolió, y me dolió su angustia, me dolió su miedo, pero nada tanto como la discrepancia entre la escena que estaba viviendo y la que Mai estaría imaginando, música de violines y niños rubios, regordetes, tan graciosos con sus alas postizas de plumas pegadas sobre un cartón, flores cayendo del techo y una luz tenue, matizada, envolviendo a una pareja que baila, que gira, que sonríe, y se besa, y vuelve a sonreír, un anuncio de colonia ni muy cara ni muy barata, de esos que acaparan las pausas publicitarias de la televisión cada año, en Navidad. Eso era lo que estaba imaginando Mai y eso era lo que tendría que estar viviendo yo, la versión más edulcorada y más cursi, la más ñoña y primeriza, de una buena historia de amor, la mejor que había tenido en mi vida. Eso era lo que me tendría que estar pasando y yo también era capaz de imaginarlo, porque lo recordaba, recordaba los tiempos de la alegría, aquellos días en los que el suelo se resquebrajaba de puro placer con la risa de Raquel, y esas sonrisas hondas, luminosas, que eran la expresión de un júbilo pequeño e íntimo, su manera de decirme que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que celebraba mi presencia en su vida, que le gustaba, que me quería. Aquella mujer era esta mujer, pero su compañía ya no era suficiente para que aquel hombre siguiera siendo yo.
—¿Te duele? —me preguntó ella entonces, señalando hacia su propio ojo, y yo hice un gesto ambiguo con los labios, como si hasta eso me diera igual—. ¿Quieres tomarte algo? Debo de tener ibuprofeno por ahí. Es bueno.
—No… —y estuve a punto de confesarle que agradecía el dolor, porque me mantenía despierto, me hacía compañía—. No merece la pena.
Me desplomé en el sofá e intenté calcular cuánto tiempo duraría la resaca, el pantano de silencio en el que nos habíamos quedado atrapados, la espesura de los muros que asfixiaban la espontaneidad de todos los gestos, todas las palabras, y el sigilo de Raquel, su cautela, esa forma de andar de puntillas sobre las sílabas, sobre las miradas, sobre las caricias. Ella sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, lo sabía todo, desde el principio, quizás también lo que yo estaba pensando cuando la miré, y vi que me miraba.
—Ven aquí —le pedí—, ven conmigo.
No sonaban los violines. No caían flores del techo ni una pareja de niños rubios y regordetes, tan graciosos con sus alas postizas de plumas pegadas sobre un cartón, revoloteaban sobre nuestras cabezas. La luz, directa y amarilla, la ponían tres bombillas de sesenta vatios, pero Raquel se sentó a mi lado, me abrazó, aplastó la cabeza contra mi hombro y la besé como solía besar a mi hijo. Estaba borracho y no sabía cuánto tiempo iba a durar la resaca.
—¿No me vas a contar lo que ha pasado?
—No —respondí—. Ahora no… Es que no me apetece, Raquel, no quiero hablar de eso… Prefiero esperar y contártelo todo junto, cuando se acabe todo esto.
—¿Qué es todo esto, Álvaro? —su voz temblaba, y yo no quería que empezara otra vez, no quería que llorara otra vez, no iba a poder soportarlo.
—No eres tú —le dije, y quizás no me había explicado bien pero me aburrió la simple idea de intentar hacerlo mejor—. Lo que quiero decir es que… Estoy aquí contigo, Raquel, he bebido mucho, y quiero estar bien, tranquilo. Estoy hasta los huevos de conversaciones transcendentales, ¿sabes? Estoy harto de secretos, y de culpas, y de llantos. No puedo más, en serio, no me apetece seguir…
—Vale, vale —lo dijo en un murmullo, pero enseguida elevó la voz hasta un tono de solicitud bastante conseguido—. Estoy pensando que es mejor que no tomes nada ahora, ¿sabes?, porque ya son las ocho y media, y te va a venir mejor un analgésico cuando te metas en la cama, ¿no te parece?
Asentí con la cabeza y no se me ocurrió nada más que decir, aunque su última frase, tan vulgar, tan rutinaria, tan cargada de sentido común como la decisión de una madre experta y responsable, había logrado conmoverme.
—¿Quieres que salgamos? —me propuso después de un silencio demasiado largo, como eran de repente todos los silencios—. Podríamos ir al cine. Eso igual te entretiene.
—Ya he ido hoy al cine —le contesté.
—¿Sí? —se separó de mí y se me quedó mirando, muy asombrada—. ¿Cuándo?
—A las tres, o a las tres y media, no estoy muy seguro… Había estado hablando con Julio y no tenía ganas de comer, y en la calle hacía calor, y faltaban más de dos horas para mi cita con Rafa, y… No sabía adónde ir. He visto un cine y he entrado.
—¿Y qué has visto?
—No lo sé —y era verdad—. No me acuerdo. Me he salido antes del final, y… Tampoco miraba a la pantalla.
—¿No has comido? —negué con la cabeza—. Pues entonces voy a hacer algo para cenar.
Casi pude escuchar la campana, medir su alivio, y el mío, cuando uno de los dos encontró algo que hacer. Raquel cocinaba muy bien y siempre hacía demasiada comida, pero aquella noche agradecí el exceso. Necesitaba comer, y aún más la doméstica mansedumbre de aquella escena, sus opiniones sobre las espinacas, y el pescado, y las patatas hervidas.
—¿A que no parece que sea congelada? La lubina, digo… —negué con la cabeza y seguí comiendo—. Es por la mayonesa, también, porque la mayonesa de bote lo estropea todo, le da un sabor falso a cualquier plato, es como si le contagiara los conservantes al pescado, a la verdura, bueno, y los espárragos, ya, no digamos. Comer espárragos buenos con mayonesa de bote es un crimen, y una tontería, además, porque no se tarda nada en hacerla, y no hay color, la verdad. Lo del puré de patatas instantáneo lo entiendo mejor, porque… —se calló, me miró, se mordió el labio inferior como si pretendiera partirlo por la mitad—. Ya estoy diciendo tonterías otra vez, ¿no?
—No. ¿Qué pasa con el puré de patatas instantáneo?
—¿Te interesa de verdad?
—No. Pero me gusta oírte hablar.
—Como si lloviera…
—Sí. Pero también me gusta oír llover.
Y siguió lloviendo, llovió mucho, durante mucho tiempo, toda la noche llovió sobre los purés de patatas y las alcachofas, sobre las tortillas de patatas duras, blandas, con cebolla y sin cebolla, sobre las virtudes y los inconvenientes de los recetarios antiguos y modernos, sobre la milagrosa condición del chocolate, y el fracaso del primer postre difícil que una Raquel Fernández Perea de diecisiete años intentó en la cocina de la casa de sus padres, y las Sachertorte que ahora le salían mejor, pero de verdad, de verdad, sin exagerar ni un pelo, que las que se compran en Viena. Sobre todo esto llovió y siguió lloviendo, por dentro y por fuera, sobre sus palabras y sobre las mías.
La voz de Raquel hilaba una lluvia templada y mansa que resbalaba sobre las verdades, sobre las incertidumbres, pero era capaz de cabalgar el tiempo, de empujar hacia delante los minutos, de aligerar su peso y dar al plomo una consistencia ligera, espumosa, casi aérea, como la del almíbar del que me hablaba mientras caía la lluvia de sus labios, esa lluvia que a veces la hacía sonreír a ella, y a veces me hacía sonreír a mí, y hasta obraba el prodigio de devolver a algunos instantes la corteza crujiente y dulce de aquellos días en los que siempre era ahora porque sólo existía un adverbio de tiempo, o a lo mejor era sólo que yo estaba borracho y llovía, y siguió lloviendo.
Llovió toda la noche, aquella noche rara en la que ya se habían agotado todos los secretos, todas las culpas, todas las lágrimas, y sólo quedaba el silencio, su ferocidad, la hostilidad discreta pero implacable de una espada sin filo y sin aristas. Yo estaba borracho y no sabía cuánto tiempo iba a durar la resaca, pero Raquel hablaba, su voz llovía sobre mí, sobre la cápsula de ibuprofeno que me llevó a la cama antes de tumbarse a mi lado, sobre mis párpados, sobre mi cuerpo y sobre el suyo, y siguió lloviendo, llovió toda la noche, sobre nuestro sueño, largo y profundo al fin, llovió, y amaneció tarde un sábado radiante, una mañana que parecía hecha para el sexo y la pereza. Las sábanas estaban tibias, las persianas entornadas, y Raquel desnuda, su piel dorada, suave, sin la menor imperfección, ningún accidente en la superficie mullida y tersa de su vientre, un escote inmaculado y las caderas que tenían el poder de sacar al planeta de su órbita. Raquel Fernández Perea estaba desnuda y me miraba con sus ojos grandes de un color extraño, verdosos pero oscuros. Raquel, pensé, Raquel, y me gustaba pensarlo, Raquel.
—Me tengo que ir —dije al final, y habíamos logrado follar como si ninguno de los dos sintiera la obligación de estar callado, pero ninguno de los dos había pronunciado tampoco una sola palabra.
—¿Adónde?
—A ver a mi madre.
—No vayas, Álvaro.
Antes, al decir que me iba, la había asustado sin querer, pero ahora estaba mucho más asustada, tanto que me cogió de una mano y la apretó muy fuerte, como si no estuviera dispuesta a dejarme marchar.
—No vayas —repitió, sin aflojar la presión—. ¿Por qué? ¿Para qué? Si ya lo sabes todo, y todo es verdad, eso sí que te lo juro por lo que tú quieras, que todo lo que te he contado es verdad. Déjalo, Álvaro, por favor, no vayas. Si no va a servir de nada, nada sirve de nada y yo ya me he equivocado bastante, ya me he equivocado yo por los dos, en serio, si llego a saber… No vayas, Álvaro, hazme caso, que sé de lo que hablo. No vayas, no vayas…
Me acerqué a ella, la besé en los labios, liberé mi mano de la suya, me levanté, empecé a vestirme despacio.
—No vayas, Álvaro.
—Te quiero, Raquel.
Le había dicho muchas veces que la quería, pero esas palabras nunca habían significado tanto como aquella mañana, cuando me fui a ver a mi madre por mí, pero también por ella, para comprarle el sol de otros sábados por la mañana, para llegar a verla entrando por la puerta con bolsas de la compra y ramos de flores, para regalarle jarrones de cristal transparente donde colocarlas. Para poder vivir conmigo, para poder vivir con ella, para poder vivir, y no hacer como que vivía, le dije que la quería, y me marché.
Fui hasta la calle Hortaleza andando para hacer tiempo, y llegué a las once menos veinte, pero llamé por teléfono desde el portal para asegurarme de que no había nadie arriba. Mai había dejado la casa recogida antes de marcharse, pero al entrar en el dormitorio me tropecé con una hormigonera en miniatura, de metal amarillo y ruedas de plástico. Cuando la dejé en su sitio y volví a entrar, vi la maleta de los viajes largos encima de la cama y sentí otra vez un espejismo de humedad, el clima de la tristeza, como si al otro lado de las cremalleras y de las hebillas hubiera algo más que ropa, memoria inerte de mi cuerpo, un paisaje ajeno que mis ojos pudieran contemplar desde un lugar distinto al que ahora ocupaban en mi rostro.
Una maleta cerrada puede llegar a ser un objeto tan triste como un sueño cumplido, desprovisto de las ilimitadas esperanzas que caben en ella cuando aún permanece abierta sobre una cama. La expectativa de la felicidad es más intensa que la propia felicidad, pero el dolor de una derrota consumada supera siempre la intensidad prevista en sus peores cálculos. Eso pensé yo, eso sentí mientras abría aquella maleta para enfrentarme a la impecable geometría de mis camisas dobladas, una perfección atroz en su ambivalencia, las manos de Mai doblándolas cientos de veces por los mismos sitios, diez, cinco, un año antes, las manos de Mai doblándolas la noche anterior, quizás esa misma mañana, una sola imagen y dos significados antagónicos. Yo me había preparado para eso, lo había imaginado muchas veces, me había hecho fuerte para soportarlo, porque la alegría no tiene precio. La tristeza tampoco lo tiene, pero mientras buscaba con cuidado, levantando los picos de la ropa para no desafiar al orden antes de tiempo, adiviné que allí dentro no iba a encontrar lo que necesitaba.
Mi único traje gris, el de las tesis y las oposiciones, seguía colgado en un extremo de la barra vacía, con su correspondiente camisa blanca de vestir, y la corbata que usaba siempre guardada aún en el bolsillo izquierdo de la americana. Hacía más de un año que no me lo ponía. Álvaro, hijo, podías haberte puesto una corbata, el día del entierro de mi padre, el día de su funeral, el día que quedamos en la notaría para repartirnos su herencia y muchos otros días, banquetes, aniversarios, cumpleaños. Álvaro, hijo, podías haberte puesto una corbata, sí, pero no me he dado cuenta, sí, pero se me ha olvidado, sí, tienes razón, lo siento mucho, mamá.
Hoy voy a ponerme una corbata, mamá. Al salir de la ducha, me pregunté si merecía la pena, pero eso ya no tenía importancia. Me vestí por orden y sin ganas, como cuando tenía nueve, diez, once años, y subía al escenario del salón de actos del colegio en todas las fiestas de fin de curso, para recoger el premio de cálculo mental, hecho un hombrecito. Yo no soy como mis hermanos, ni siquiera me parezco a ellos. Aquella mañana de sábado, con sol y sin Raquel, al mirarme en el espejo con su ropa, con su aspecto y mi ojo derecho morado ya del todo, pensé en ellos tal y como nos habíamos encontrado el día anterior, Julio, Rafa, Angélica, y me di cuenta de que jamás nos habíamos parecido menos.
—¡Coño, Álvaro, podías haber avisado! No te puedes imaginar la que se ha liado, y claro, todo el mundo cree que yo sabía que…
Mi hermano Julio había venido hacia mí sonriendo, pero antes de acabar la frase se paró en seco, entornó los ojos, y con los labios todavía entreabiertos, sosteniendo las palabras que ya no iba a pronunciar, me cogió por los hombros y me miró.
—No tienes buena cara —murmuró—. ¿Qué te pasa?
Cuando Raquel me contó que nunca se había acostado con mi padre, no había pensado en ellos. La verdad no era sólo demasiado fea, demasiado brutal, y sucia, y amarga. También era demasiado mía. Era mi amor lo que estaba en juego, era mi vida, el amor de mi vida, el futuro que iba a comenzar cuando el pasado lo hizo saltar por los aires. No había sido un estallido limpio, furioso, alegre como el olor de la pólvora en las fiestas de los pueblos, en las pasiones que fulminan con justicia la pobreza de una existencia inútil, en las batallas de las guerras justas. No. Había sido más bien una implosión, una detonación sorda, silenciosa, controlada a distancia por la rígida voluntad de algunas mujeres, algunos hombres muertos. Así se había venido todo abajo, mi amor, mi vida, el amor de mi vida, como un gran edificio que desaparece en un instante y hace mucho ruido, y levanta mucho polvo, y fabrica en el suelo un agujero tan grande como su perímetro, pero nada más, ni un solo cascote fuera del terreno previsto, delimitado por las vallas. Así había sido, así había creído yo, había sentido yo que había sido, y todo era asunto mío, sólo mío, desde el principio, desde que mi madre envió al hijo equivocado a aquella entrevista en la que todo pareció acabarse, aquel despacho donde todo empezó sólo para poder acabar después. Eso había sido todo, una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos. Raquel era asunto mío, era mía y nada más que mía, mía y de ningún otro hombre que hubiera tenido el mismo apellido, mía siempre, para siempre y todavía.
Cuando me contó que nunca se había acostado con mi padre, no había pensado en ellos. La verdad había quemado la tierra, la había arrasado como una helada en primavera para dejarme solo, nadie detrás, nadie a un lado, nadie al otro, la silueta borrosa y encogida de Raquel en un punto aún lejano, lateral, del horizonte. Y sin embargo, al margen de esa sombra, estaban allí, mi madre, mis hermanos, cabecitas recortadas en el árbol genealógico que seguía colgado en una esquina del salón de La Moraleja, un indicio, y ni siquiera el más ridículo, del fervor por las manualidades en el que la señora de la casa había entretenido sus ocios durante una temporada. Antes había sido la restauración de muebles antiguos, después fue el punto de cruz, cuadritos y más cuadritos, y tapetes, y toallas, y sábanas de cuna con las iniciales de los nombres de todos sus nietos, letras mayúsculas, cursivas o no, cabalgando animales, viajando en barco, sirviendo de mascota o escondite a niños vestidos de azul o niñas vestidas de rosa. El cuarto de mi hijo estaba repleto de los frutos del tiempo libre de su abuela, pero antes le había dado por los árboles genealógicos y había hecho docenas, para sus hijos, para sus yernos y nueras, para sus amigos. El más grande se lo había quedado ella, y había pintado las ramas, las hojas, con tintas especiales de brillos metálicos y el pulso impecable de un miniaturista. Allí estábamos todos, nuestras cabecitas recortadas formando un extraño dibujo, un árbol de copa moderadamente frondosa que se estrangula en el centro para desparramarse en la abundancia de las ramas inferiores, nada por aquí, nada por allá, y de repente, la familia Carrión Otero, mis padres y mis hermanos, ¿para qué más?, siete, y luego catorce, y luego veintiuno, bajas y altas conyugales, nacimientos y más nacimientos y por fin una muerte, que nunca arrancaría una sonrisa humillante de puro completa de la cartulina dorada que servía de fondo.
Aquella mañana, Raquel se había ido a trabajar para dejarme a solas en el umbral del resto de mi vida. Yo me senté en la mesa de la cocina y me tomé un café, y luego otro, y otro más, y fumé mucho, fumé de una manera obsesiva, incesante, mientras pensaba en mi padre y pensaba en mí, en asuntos graves y en detalles triviales, hasta que aquel marco tan historiado se instaló en mi memoria con su cargamento de hojas verdes y caras sonrientes, los espacios vacíos que mi madre había previsto a su pesar para futuros matrimonios de sus hijos, y aquellos comentarios que sonaban a advertencia y no dirigía a nadie en particular, aunque los hacía siempre con los ojos clavados en los de Julio, su hijo predilecto a pesar de todo. A mí, dejadme de líos porque no pienso volver a hacerlo, así que el que no quepa, se queda fuera…
Mi padre ya estaba fuera de nuestra vida, pero mi madre jamás quitaría su foto de aquel árbol. Raquel ya estaba dentro de mi vida, pero nadie recortaría jamás su cara de una foto para pegarla en el lugar que le correspondía. Yo nunca me he parecido a mi padre, soy el único de sus hijos que nunca se ha esforzado en parecérsele. Tampoco me parezco a mis hermanos, pero quizás ellos no han conocido nunca el significado exacto de ese verbo. El que no quepa, se queda fuera. Yo ya estaba fuera, pero seguía estando dentro, siempre lo estaría, igual que Teresa González Puerto, que era maestra, muy buena, y quería mucho a su marido, y tocaba el piano mal, muy mal, pero le gustaba tocarlo, pobrecilla. Para su hijo, mi abuela había muerto el 2 de junio de 1937, cuando más viva estaba. Para mis hermanos, tal vez también para mi madre, yo empezaría a morir en el instante en el que lograra levantarme de aquella mesa en la que fumaba y bebía café de una manera incesante, obsesiva, para intentar volver a estar vivo otra vez.
Había pasado el tiempo, mucho tiempo. Es una historia larga, muy larga y muy antigua, no la entenderías y, además, creo que no te conviene saberla. Cuando Raquel me la contó, los grandes episodios me abrumaron tanto que no advertí los cabos sueltos. Mi abuelo se encontró con tu padre un día, en un café de París, y lo invitó a su casa, empezó a ir por allí, y como era tan simpático y todo el mundo le cogió cariño, pues enseguida se hizo como de la familia… Entre el tercer y el cuarto café, volví a pensar que tendría que llamar a Mai, que eso era lo primero que debería haber hecho aquella mañana, pero marqué el número de Raquel para escuchar el espectro de su antigua voz, un hilo angustiado, quebradizo.
—Hola, Álvaro —pero adiviné que iba a seguir hablando—. ¿Te…? —hizo otra pausa—. ¿Ha pasado algo?
En los resquicios de sus palabras pude presentir dos respuestas, las dos temidas, una indeseable y la otra no, me voy o no me voy, te dejo o no te dejo, vuelvo a casa o no vuelvo, adiós o hasta luego, Raquel.
—No pasa nada —opté por una fórmula abreviada—, pero me gustaría saber una cosa. Acabo de darme cuenta… Cuando tu abuelo se encontró con mi padre en París, ¿de qué se conocían?
—De Torrelodones, claro —y estaba mucho más tranquila—. Mi familia veraneaba allí antes de la guerra. Tenían una casa…
—Ya, ya, eso lo sé. Pero en Torrelodones, aun siendo un pueblo, habría muchos niños, ¿no? Y mi padre, antes de la guerra, era pequeño, porque nació en el 22. Por eso, he estado pensando que es raro que tu padre lo reconociera, después de tantos años.
—Sí, pero su madre, o sea, tu abuela Teresa, era amiga de todos ellos. De mi abuelo no tanto, porque también era el más joven, pero había sido amiga de su hermano Mateo, y de su cuñado, de los dos que fusilaron. Ellos eran socialistas, del mismo partido que ella, iban a las reuniones de la Casa del Pueblo en verano, y luego, no sé… El caso es que mi abuelo conocía a tu abuela, y no reconoció a tu padre por ser él, sino por ser su hijo. No sé si me entiendes…
—Sí, claro que te entiendo.
Mi abuela Teresa, su cabecita recortada, sonriente, estaba dentro pero estaba fuera, estaba dentro y fuera a la vez, y yo era el único que lo sabía. O no. Tampoco pude extraer ningún estímulo del último café, apenas dos dedos de un líquido ya tibio y demasiado denso, un poso áspero, terroso, en mi paladar saturado. Mi abuela Teresa, su cabecita recortada, sonriente, tal vez yo era el único que lo sabía, tal vez no, quizás Rafa y Angélica lo habían sabido siempre, desde siempre, quizás mi madre no se había enterado nunca del destino de su suegra, pero sabía lo demás, tenía que saberlo.
Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. ¿Y por qué? ¿Para qué? Veinticuatro horas antes de que Raquel me hiciera esas mismas preguntas y se las contestara a sí misma, si no sirve de nada, nada sirve de nada, para intentar disuadirme de emprender la visita que cerraría el círculo, yo me las hice también. ¿Y por qué? ¿Para qué? No eran muy originales. Estaban respaldadas por un clamor multitudinario, tan cerrado que se diría unánime, millones de voces callándolas a la vez durante décadas enteras, un silencio más estruendoso que cualquier grito. ¿Por qué? ¿Para qué? En las preguntas, la estrategia de los vencedores confluía con la de los vencidos. En las respuestas, si no sirve de nada, nada sirve de nada, también.
¿Por qué? ¿Para qué? Por mí, para mí, un mal hijo que presta oídos a la versión del enemigo, Álvaro el ingrato, el traidor, un buen profesor, un buen padre, un buen hijo, un buen ciudadano. Quizás no tuviera derecho a pensar sólo en mí, pero aquello ya no tenía que ver con la figura, con la memoria de mi padre. Era mi propia identidad, mi propia memoria la que me empujaba, y ellos también estaban allí, sus cabecitas sonrientes, recortadas y pegadas en la misma cartulina. Quizás no tuviera derecho a pensar sólo en mí, pero pensar en mí era pensar en ellos, en todos nosotros, recién lavados, peinados y vestidos para posar ante una cámara, en la foto de los sucesivos carnés de familia numerosa que mamá guardaba en el mismo altillo donde estaban también las carpetas con las notas y el libro escolar de cada uno. Fotos individuales, fotos de grupo, una familia, mi familia. Todavía estaba a tiempo de salvarla, de consagrar su imagen ejemplar y risueña, de ahorrarles el disgusto de saber quiénes eran. O no. Quizás ya lo sabían, y ni siquiera les importaba. El verbo creer es un verbo especial, el más ancho y el más estrecho de todos los verbos.
Ya no quedaba café, pero seguí fumando, pensando, en el verbo creer, en el verbo saber, en el verbo querer, solo y en la compañía de los otros dos. Pensé en la palabra generosidad, en la palabra responsabilidad, en la palabra egoísmo. Pensé en el orden y en el caos, en el pasado y en el futuro, pensé en Teresa, pensé en Raquel. Qué mala suerte, abuela, qué mala suerte, Álvaro, qué mala suerte, amor mío, que mala suerte hemos tenido, qué mala suerte seguimos teniendo, qué mala la que tendremos. Cómo empezar a vivir así, cómo poder con todo esto. Nunca estaremos solos, tú y yo nunca podremos vivir juntos y solos, porque siempre habrá demasiada gente alrededor, vivos o muertos, contigo y conmigo, acostándose con nosotros, levantándose con nosotros, comiendo, bebiendo, andando con nosotros. Aquella película en la que cuatro memos fabricaban un cañón que mataba a los fantasmas. Y tanto amor, y que no sirva de nada.
¿Por qué, para qué? Por mí, porque sí. Porque la reflexión es enemiga de la acción y ya no podía pensar más. Porque estaba atrapado en un laberinto perverso que tenía muchas salidas y ninguna buena. Generosidad, responsabilidad, egoísmo. Julio cogió el teléfono enseguida, y me saludó con un tono jocoso y preocupado a la vez que no fui capaz de explicarme en aquel momento. Luego, mientras salía a la calle, y cruzaba la plaza, y levantaba una mano en el aire para parar un taxi sin estar muy seguro de que el hombre que hacía todas esas cosas fuera yo, comprendí que Mai había hablado. Entonces me di cuenta de que había pasado por alto una cuestión muy importante, y la necesidad de proteger a Raquel, de buscarle una coartada, cualquier excusa que minimizara su intervención en aquella historia fea, sucia, triste, me prestó la clase de serenidad que puede llegar a reunir un bombero dispuesto a salvar la vida cuando advierte que está cercado por las llamas. Y sin embargo, no fui capaz de contestar deprisa a la pregunta con la que me recibió mi hermano.
—Vamos a sentarnos a una mesa —propuse a cambio—. Tengo que hablar contigo.
Ya se lo había advertido antes, por teléfono, pero él me siguió sin decir nada.
—En primer lugar, me he ido de casa, pero eso ya lo sabes, ¿no?
—Claro que lo sé —y sonrió, como si no hubiera escuchado el preámbulo de mi frase anterior—. Mai llamó ayer a Angélica y, como te puedes figurar, a la media hora ya lo sabía hasta mamá. A mí me cayó una bronca tremenda, encima. Tú tenías que saberlo, Julio, seguro que lo sabías, él siempre te ha tapado a ti y tú, ahora, le habrás tapado a él, porque todos los hombres sois iguales, todos unos cerdos, etcétera… Por eso te he dicho antes que podías haber avisado, macho.
—Ya —sonreí—. Lo siento. ¿Y qué es lo que ha contado Mai exactamente?
—A Angélica, no lo sé. A mí me cayó un chorreo de la hostia porque tú habías dejado a tu mujer por otra más joven.
—No es más joven. Mai no le lleva ni un año.
—Pues para tu hermana, como si estuviera acabando el bachiller. Y eso es lo único que sé.
—Ya, bueno… —miré el reloj, era casi la una, pedí una cerveza—. Raquel tiene treinta y seis años, pero… Es una mujer especial.
—Me lo imagino —y se echó a reír.
—No, no es sólo eso —volví a sonreír—. No sé cómo contártelo… ¿Te acuerdas del entierro de papá, Julio?
—¿El entierro de papá? —levantó mucho las cejas—. Sí, claro que me acuerdo, pero no sé qué tiene que ver…
—¿Te acuerdas de que después fuimos a comer, y yo os pregunté por una chica que había llegado al final, y todos me contestasteis que no la habíais visto, y estuvimos hablando de quién podría ser?
—Pues… —me dirigió una mirada perpleja, se quedó pensando, negó con la cabeza—. Me suena, pero… No sé. ¿Es importante?
—Sí.
—¿Es ella?
—Sí.
—¿Y qué hacía en el entierro de papá?
—Es prima nuestra.
—¿Prima nuestra? —aquella revelación logró impresionarle por fin.
—Sí, prima tercera. Su bisabuelo y el nuestro, el padre de la abuela Mariana, eran hermanos.
—¡Joder! —clavó los codos en la mesa, se sujetó la cabeza con las manos, se frotó la cara un par de veces y me miró—. ¿Y por qué no la conocemos?
—Ése es el tema —le dije—. Por qué no la conocemos…
Hice una pausa para tomar aire. Me animé a mí mismo y lo solté de un tirón.
—Cuando encontré aquel pastillero con la viagra, ¿te acuerdas?, estuve mucho tiempo pensando en papá, en qué clase de hombre habría podido ser, qué vida habría podido vivir sin que nosotros lo supiéramos. Entonces, tú estabas muy liado con los impuestos de la herencia, y mamá me pidió que fuera a La Moraleja en tu lugar. Ya había ido una vez, pero no me había llevado nada, ni fotos, ni cosas, y como cuando llegué estaba solo, porque aquella tarde Lisette tenía clase de no sé qué, me dediqué a curiosear un rato en el despacho. Estuve mirando en los armarios y encontré una carpeta de cartón con los papeles de la División Azul. Encima de todo había unas notas muy recientes, con nombres, fechas, frases que no entendí y un teléfono apuntado. Así conocí a Raquel, el teléfono era suyo. Hablé con ella, le pregunté quién era y me dijo que prefería quedar conmigo —me pregunté si estaría mintiendo bien y no hallé en el rostro de mi hermano nada que me sugiriera lo contrario—. Me pareció todo muy misterioso, pero al final quedamos, y me contó que había conocido a papá por casualidad, porque tenía un piso en un edificio de Tetuán que os interesaba comprar, para unirlo a otro que ya teníais y edificar algo más grande y más alto, supongo que sabes de lo que te hablo…
—Pues… Espérate, porque eso también me suena, pero compramos varios edificios en Tetuán, y ahora no sé…
—Da igual. Seguro que al final te acuerdas, porque ella se resistió mucho tiempo a vender. Trabaja en un banco y es muy lista. Supuso que cuanto más tiempo aguantara, más dinero le daríais, y así fue. Al final, papá le cambió su piso por un ático de esos que Rafa nos quiso vender a nosotros, bueno, por lo menos a mí, en la calle Jorge Juan. Estaba preocupada, porque la operación se había cerrado un par de días antes de que papá entrara en el hospital y no estaba segura de que la compraventa fuera efectiva. Por eso había venido al entierro. Antes o después, tendría que hablar con alguno de nosotros, y quería conocernos, ver qué pinta teníamos… En fin, eso fue lo que me contó y a mí me pareció muy raro, no creas que no. Por supuesto que era raro, era mentira, pero en aquel momento a mí me dio igual, porque era una rareza inofensiva, y además, y sobre todo, porque ella me gustaba. Empezamos a coquetear a los diez minutos de vernos y, claro, pues, entonces… A partir de ahí, lo demás daba lo mismo. El día de la notaría comprobé que aquel ático no estaba entre las propiedades que íbamos a heredar y tuve una bronca con Angélica, ¿te acuerdas?
—Sí —sonrió—, eso no se me ha olvidado.
—Pues aquella noche volví a llamar a Raquel, volvimos a quedar y me gustó todavía más. Me gustaba tanto que nos enrollamos enseguida y me siguió gustando, hasta que me volví loco por ella, ya lo sabes, y le acabé pidiendo que nos fuéramos juntos. Entonces desapareció y me volví loco pero de verdad, lo pasé muy mal, fatal, en serio. Fue todo una casualidad, ¿comprendes?, todo. Podría haberle pasado a Rafa, podría haberte pasado a ti, podría haber sido otra la inmobiliaria que hubiera estado interesada en comprar el edificio donde ella vivía, y no habría reconocido el nombre de papá, y ni siquiera nos habríamos conocido. Pero pasó así, y me pasó a mí, y me enganché, me quedé colgado como un adolescente. Y ahora me acabo de enterar de que sólo me había contado una parte de la verdad.
No era una buena historia. Tenía lagunas, imprecisiones, zonas de sombra, y cuando ya la había lanzado, más allá del último punto que me habría permitido retroceder, me di cuenta de que antes o después Rafa tendría que conocer a Raquel, y si la reconocía como la asesora de inversiones a la que había visitado una vez, aunque no hubiera estado en su despacho ni diez minutos, mis explicaciones se vendrían abajo como una fila de fichas de dominó. Pero en aquel momento, ése era el menor de mis problemas y, si mi relación con mi familia sobrevivía a aquel fin de semana, sería también el menor de los suyos. Además, Rafa no solía fijarse mucho en las mujeres, y Julio, que siempre le reprochaba que le gustaran lo justo, o sea, poquísimo, estaba tan atónito que encajó mi historia de una vez, y se la tragó sin masticarla.
—Creo que sí sé quién es —dijo luego—. Bueno, yo nunca llegué a verla, no llevaba aquel asunto personalmente, pero me acuerdo de que en una de las casas de Tetuán hubo una tía que nos trajo de cabeza una temporada. Lo que no entiendo es… ¿Cómo pudo cambiarle papá un piso tan barato por otro tan caro? Era viejo, pero no era tonto. ¿Y por qué tienes esa cara, Álvaro? Al fin y al cabo, la tía ha vuelto, estás con ella. Deberías estar encantado, ¿no?
Le miré, me froté los ojos, pedí otra cerveza.
—¿Te acuerdas de Mariloli, Julio?
—¿Mariloli? —y negó con la cabeza, como si temiera por un instante que su hermano se hubiera vuelto loco—. ¿La hija del portero de Argensola?
—Sí, esa misma. ¿Te acuerdas de una muñeca que se había encontrado tirada en la calle, y resultó que era de Clara, y ella le pidió que se la devolviera, y no quiso?
La muñeca pelirroja vestida de verde era tan poderosa, tan inmune a los efectos del paso del tiempo, que también hizo cambiar la expresión de mi hermano. En ese instante, comprendí que él sabía, que probablemente lo había sabido desde siempre, quizás desde aquel mismo día, pero se lo conté todo, quién era nuestro padre, aquel hombre admirable, y cómo había logrado hacerse a sí mismo, desde los dos carnés que había guardado como trofeo hasta que la visita de Raquel le enfrentó con su propia vida al borde de la muerte. No le di más explicaciones y él no me las pidió.
—Pues es una putada, sí —y sin embargo sonreía—. Ahora, que lo que no entiendo son los problemas de esa tía, sus remordimientos, que se sintiera culpable por haberse liado contigo sin haberte dicho la verdad. Al fin y al cabo, todo fue una casualidad, tú lo has dicho. Debe de ser tan rara como tú, Alvarito, porque con haberse estado callada… ¿Que sabía que tu padre era un hijo de puta? Pues muy bien, yo también lo sé, ya te lo conté una vez. Llevo muchos años viviendo con eso, y aquí estoy. ¿Que de repente se le presentó la ocasión de darle un disgusto, y la aprovechó? Pues mira, quien más y quien menos… ¿Que papá se murió porque una desconocida apareció un buen día en su despacho cargada con unos papeles que no habría querido volver a ver por nada del mundo? Eso da igual, Álvaro. Ella no le mató, ni mucho menos. Tenía ochenta y tres años, antes o después tenía que morirse. Y se murió. Él está muerto y tú estás vivo. Eso es lo único importante.
—El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
—Pues sí —levantó su vaso en el aire y volvió a sonreír—. Nunca mejor dicho.
—Pero… No lo entiendo —hice una pausa para mirar a mi hermano y vi cómo se deshacía su sonrisa en una mueca melancólica—. ¿A ti no te importa?
—Yo ya lo sabía, Álvaro. Lo sé desde hace muchos años. Desde aquella misma tarde en la que tu chica, Raquel se llama, ¿no?, vino a casa con su abuelo —acabó su cerveza, se quedó mirando el vaso y levantó la mano—. Creo que me voy a pedir algo más fuerte… ¿Quieres un gintonic?
—No —eso no significaba que no quisiera beber y mi hermano se dio cuenta.
—¿Un whisky? —asentí, y él se ocupó de pedirlo—. Aquella tarde… Teníamos un partido de fútbol y yo marqué tres goles, me acuerdo perfectamente. Jugué de puta madre, y papá estaba muy contento, muy orgulloso de mí. En aquella época, eso era lo que más me importaba. Yo quería mucho a papá, le admiraba mucho, jugaba para él, para que me viera, para que me abrazara al final de los partidos. La semana siguiente iba a hacer una prueba para los juveniles del Madrid, ¿te acuerdas tú de eso?
—Claro —sonreí—. Me tiré meses presumiendo de ti en el colegio. Aposté con todos mis amigos a que te iban a fichar.
—En fin… —él también sonrió—. Lo siento. El caso es que mamá estaba horrorizada, pero a él le hacía mucha ilusión tener un hijo futbolista. Fuimos hablando de eso al salir del campo, papá y yo solos, porque Rafa estuvo todo el camino callado, enfurruñado. En aquella época tenía muchos celos de mí, porque llevaba toda la temporada chupando banquillo. Y entonces llegamos a casa, y había una niña con Clara, y… Pues nada. Yo no me di cuenta de nada, la verdad. Antes de cenar, mamá vino a buscar a Rafa y se lo llevó. Papá quería hablar con él y, lo que son las cosas, yo estaba seguro de que iba a hablarle de mí, a pedirle que no fuera tan celoso, que me ayudara, que me apoyara, que se resignara a ser peor futbolista que yo. Eso creía, y me alegré, porque Rafa estaba insoportable, todo el día picado, metiéndose conmigo, haciéndome burlas… Pero no era eso. En la cena estuvieron todos muy serios, papá, mamá, Rafa y Angélica.
—¿Y yo? —la parte de la historia en la que ahora coincidían Julio y Raquel me había devuelto a unos días tan insignificantes para mí que no podía recordarlos con precisión—. ¿Dónde estaba yo?
—Pues supongo que en la cocina. Clara y tú debíais cenar allí todavía. Desde luego, en aquella cena no estuvisteis. Me acuerdo muy bien de todo porque… Luego, por la noche, Angélica vino a nuestro cuarto.
—Y yo ya estaba dormido —supuse por mi parte, y volví a pensar que el destino era un mal aliado al medir mi asombrosa, sistemática ausencia, en un episodio que acabaría siendo más importante para mí que para cualquiera de mis hermanos.
—Sí. Tú estabas durmiendo y yo a punto de dormirme, pero me espabilaron muy deprisa. Lo tenían todo planeado. Me dijeron que tenían que hablar conmigo, que era muy importante. Me fui con ellos al cuarto de jugar y no me dejaron encender la luz. Nos sentamos en el suelo, casi no nos veíamos. Era muy emocionante. La puerta del dormitorio estaba abierta, y llegaba el resplandor de tu lamparita, aquella azul que mamá te trajo de París, ¿te acuerdas? La encendieron ellos antes de salir y… No sé, parecía muy emocionante, ya te lo he dicho, pero Rafa empezó a hablar, a contarme una historia muy rara, y yo al principio no entendía nada…
Llevaba un rato jugando con los hielos de su copa. La dejó en la mesa para mirarme y yo le miré, y me asombré de la calidad de su memoria, la seguridad con la que iba reconstruyendo para mí sin la menor duda, ningún titubeo, los detalles de aquella noche remota, palabras, gestos, sensaciones, él, mi hermano Julio, al que nada le importaba mucho, al que nunca le importaba nada, al que todo le daba igual porque no sabía tomarse la vida en serio.
—La situación es muy grave, me dijo, el muy gilipollas —se echó a reír, pero ni siquiera pretendía parecer contento—. Tienes que saberlo porque estamos todos en peligro, sobre todo papá, pero él lo hizo por nosotros… Eso decía, y a mí estuvo a punto de darme la risa, porque hablaba como si se lo hubiera aprendido todo en una película. A eso sonaba, ¿sabes?, parecía un actor en una película, y bastante mala, por cierto. Papá lo hizo todo por nosotros, porque era muy pobre y no quería que nosotros lo fuéramos… —entonces fue él quien empezó a gesticular, y abrió mucho los ojos, y habló en un susurro, y movió las manos como si estuviera representando un papel, imitando al imaginario actor al que Rafa hubiera imitado aquella noche—. Él quería que viviéramos bien, y los otros eran malos, mataban a la gente, ¿comprendes? Quemaban las iglesias, las casas, lo quemaban todo, y además se habían marchado, habían huido porque eran unos criminales, así que lo suyo no era de nadie… —por fin recuperó su propia voz, sonrió, me miró—. No te entiendo, Rafa, le dije. ¿Qué hizo papá? ¿Y quiénes eran los otros? Déjame a mí, le pidió Angélica entonces. Ella ya era mucho más fría que él, más lista, y estaba menos nerviosa. Se levantó, abrió la puerta sin hacer ruido, salió al pasillo y volvió al rato, andando de puntillas, con un libro muy grande entre las manos. Toma, me dijo, míralo. El libro se titulaba España en llamas. ¿Tú lo has visto alguna vez?
—No. Ni siquiera me suena. ¿Estaba en casa?
—Claro que estaba en casa. Pero por mucho que os quejéis, ser de los pequeños también tiene sus ventajas, ¿sabes?, porque aquello era… ¡Buah!, el catálogo de una carnicería. Cadáveres y más cadáveres, niños degollados, hombres fusilados, mujeres llorando… Y muchos incendios, eso sí, crucifijos quemados, vírgenes tiradas por el suelo… En fin, te lo puedes imaginar. Rafa quería seguir hablando, pero Angélica, que es mucho más lista, no le dejó. Ella quería que viera todas aquellas fotos y yo no pude llegar hasta el final. ¿Qué es esto?, pregunté, y ella me lo explicó mucho mejor, mucho más claro que Rafa. Esto es lo que hicieron los rojos en la guerra, me dijo. Y hoy ha venido un señor, que es tío de mamá y era rojo, a decirle a papá que ha vuelto a vivir aquí, y que sabe que él se quedó con todo. ¿Cómo que se quedó con todo?, le pregunté, porque aquello sonaba mal, muy mal. Es lo que te ha dicho Rafa, antes, me contestó ella, muy tranquila. Los rojos se marcharon, lo dejaron todo, sus casas, sus cosas. Y papá se lo quedó, dije. Bueno, no es eso exactamente, me explicó ella, todo eso se subastó, se repartió, como si dijéramos, entre algunas personas, entre muchas, y papá, pues… Aquélla era también la familia de mamá, ¿no? ¡Ah, bueno!, me tranquilicé, si era de mamá…
—Creo que me voy a pedir otra copa —anuncié en aquel momento.
—Te vas a emborrachar, Álvaro.
—Pues sí, igual… Pero eso es lo de menos, porque…
—Ya —alargó una mano por encima de la mesa, la posó en mi brazo derecho, lo apretó un momento—. Me lo imagino. Total, que aunque parezca mentira, me dijeron que todo era de mamá, pero yo no me lo creí. Enseguida me di cuenta de que no podía ser verdad, porque, entonces, ¿para qué había venido ese señor? ¿Y por qué se habían puesto todos tan nerviosos? Lo pregunté, pero ya no quisieron contestarme. No podían, claro, pero eso lo comprendí después. Lo importante, me dijo Rafa entonces, con ese tono de hermano mayor y responsable que me ha sacado siempre de quicio, es que estés pendiente de todo, que no hables de esto con nadie, y mucho menos con los pequeños, pero que me digas si alguien te sigue o te pregunta algo, porque ahora papá puede tener problemas, como se ha muerto Franco y los rojos están envalentonados… Yo les dije a todo que sí, que no se preocuparan.
El camarero me sirvió la primera copa de más que bebería aquel día, y Julio, que se contentó con una tónica, esperó a que se marchara para seguir hablando.
—Yo estaba cagado de miedo, Álvaro —me dijo entonces, como si necesitara justificarse por aquella vieja respuesta—, no había cumplido todavía dieciséis años. Cuando me fui a la cama, las fotos que había visto no paraban de darme vueltas en la cabeza, no me dejaban dormir. En aquella época… todo era política. Las calles estaban llenas de carteles de unos y de otros, la gente hablaba todo el día de lo mismo, los curas nos hablaban también, en el colegio, era imposible no saber, no ver todo aquello. Y los nuestros… Yo qué sé, papá, mamá, los padres de mis amigos, el padre Aizpuru, pues estaban todos muy preocupados, muertos de miedo ellos también. No les gustaba nada lo que estaba pasando, parecía que se nos venía encima un desastre, una catástrofe, acababan de legalizar al Partido Comunista y aquello era el fin del mundo. Yo lo sabía, me daba cuenta, pero a pesar de todo… A pesar de todo, no me podía dormir. ¿Y sabes por qué? —negué con la cabeza—. Por la niña.
—¿Qué niña?
—Tu novia —y mi hermano sonrió—, esa chica, Raquel se llama, ¿no?
—Sí, pero no te entiendo, Julio.
—Pues es muy fácil. Yo había visto las fotos, toda esa sangre, esos muertos, pero antes la había visto a ella. Tiene gracia que tú no te acuerdes, porque yo me acuerdo perfectamente. Llevaba un vestido blanco con florecitas de color granate, una chaqueta del mismo color que las flores, y dos trenzas con lazos en las puntas. Era igual que Clara, iba vestida igual, hablaba igual… Sólo la vi un momento y no me fijé mucho, ni siquiera habló conmigo, pero luego, en la cama, mientras le daba vueltas a todo, me acordé de ella, una niña pequeña, corriente, que jugaba a las muñecas con mi hermana, y esa niña… No sé cómo explicarlo, pero no pude relacionar con ella la historia que me habían contado Rafa y Angélica, las fotos que había visto. A su abuelo no le vi, pero ella… Era tan corriente, tan pequeña, tan inocente, tan de aquí… ¿Me entiendes?
—Sí —le entendía, pero no encontré más palabras para agradecerle que se hubiera puesto de parte de aquella niña pequeña, a la que yo no lograba recordar ni siquiera después de escuchar la descripción de la ropa que llevaba puesta aquella tarde.
—Pues eso. Pensé que, en realidad, lo que nosotros teníamos, tendría que ser suyo. Y ella no parecía pobre, desde luego, no era pobre, tenía la misma pinta que Clara, que sus amigas, ya te lo he dicho, y sin embargo… Eso daba lo mismo, porque ella era de nuestra edad, de nuestra generación, y parece que el tiempo lo borra todo, pero… Yo pensé que sus abuelos se habían quedado sin nada, que sus padres habrían crecido sin nada, ¿no?, en un país extranjero, solos, y nosotros, papá, y mamá, y la gente como papá y mamá, aquí, viviendo de puta madre… No sé, no puedo explicarlo bien, pero aquella niña de pronto me dio mucha pena y mucha vergüenza, aunque yo no tuviera la culpa, porque eso no debería haber sido así, porque no era justo. Me pareció que no era justo. Entonces le pregunté a Rafa si estaba dormido y me dijo que no. ¿Papá es un ladrón, Rafa?, le pregunté luego, y él se enfadó conmigo, ¿cómo va a ser papá un ladrón?, gilipollas, que eres gilipollas… Eso me contestó y no quise volver a hablar con él, ¿para qué? Ya le conoces. Ni yo ni nadie iba a conseguir que cambiara de opinión.
—¿Y qué hiciste?
—¿Cuándo?
—Pues yo qué sé, al día siguiente, más tarde…
—Nada —sonrió—. ¿Qué iba a hacer, si no se podía hacer nada? Al día siguiente era domingo. Fuimos a comer a Torrelodones en el coche, y mientras dábamos un paseo por el pueblo, la gente se paraba a saludarnos, y yo miraba a papá, le veía sonreír a todo el mundo, y pensaba que ellos lo sabían, que tenían que saberlo, que lo sabía mamá, y la señora del estanco, y el dueño del mesón, los que nos saludaban, los que nos besaban y nos tocaban la cabeza, todos tenían que saberlo, pero nadie había dicho nunca nada, no pasaba nada, era como si nadie supiera una palabra de nada… Durante algunos días seguí teniendo la misma sensación. Por un lado, si notaba que me miraba alguien por la calle, en el metro o en cualquier tienda, tenía la impresión de que lo sabían, de que todos estaban enterados de que mi padre era un ladrón, pero luego me daba cuenta de que los conocidos, los que tenían que saberlo, los amigos de papá, las amigas de mamá, los de Torrelodones, hacían como que no sabían nada.
—¿Y Rafa? No sé, Angélica, mamá… ¿No volvieron a hablar contigo? ¿No te explicaron nada más?
—No. Yo nunca, en mi vida, he vuelto a oír una palabra sobre este tema —hizo una pausa, me miró, le miré—. Hasta que no me lo has dicho tú, no me lo había dicho nadie. Y entonces… —volvió a sonreír, como si, en el fondo, lo que me había contado no tuviera tanta importancia—. Pues bueno, no es que se me olvidara, porque nunca se me ha olvidado, pero… Me acostumbré a vivir como los demás, a vivir como si no supiera, como si no me importara nada. Hice fatal la prueba para los juveniles del Madrid, eso sí.
—Eso sí —y la naturaleza inesperada, abrupta, de aquella conclusión, me hizo sonreír—. Hice un ridículo espantoso y perdí todas mis apuestas.
—Ya, bueno… Estaba muy nervioso pero, además, la verdad es que no quería que me contrataran. No sabía exactamente qué era lo que había hecho papá, pero eso daba igual, porque yo sabía que no era bueno. Y nunca he sido un meapilas, ni un santo, ni mucho menos, ni siquiera estoy seguro de ser una buena persona, pero… La verdad es que ya no le admiraba, ni me importaba que estuviera orgulloso de mí. Tenía sólo quince años, pero nunca volvió a importarme.
—Y sin embargo… —no me atreví a seguir, pero él me entendió igual.
—Y sin embargo, aquí estoy, ¿no? —asentí con la cabeza y él sonrió—. Hasta aquí he llegado, sin sufrir, sin hablar, y tan contento. Pues sí, es verdad. Yo no soy como tú, Álvaro, ya lo sabes. También es cierto que no me acuesto con aquella niña del vestido blanco con flores granates, que, por cierto, a ver si me la presentas, porque tengo mucha curiosidad por ver en qué se ha convertido, pero de todas formas, a mí todo esto me interesa más bien poco, mucho menos que a ti, y mucho menos que a Rafa. No es mi vida y no es la tuya, Álvaro, hazme caso. Papá no era bueno, ya te lo dije una vez, pero eso no tiene nada que ver contigo, ni conmigo, y además… No se puede hacer nada. ¿Para qué?, a estas alturas…
Mi hermano Julio fue el primero que me dijo que nada servía de nada. Entonces pensé en Teresa González Puerto, en su vida y en su muerte, su cabecita recortada sobre una cartulina de color dorado y sus palabras, esa herencia que debería compartir con el hombre rubio y sonriente que miraba el reloj, y pedía la cuenta, y volvía a sonreírme.
Julio también era su nieto, aunque aquella carta nunca cambiaría nada para él, no le haría un hombre mejor, ni distinto. Quizás, después de todo, lo mejor sea que sigamos estando solos tú y yo, abuela, pensé. Mejor guardarte para mí, ahorrarte la indiferencia o la hostilidad de mis hermanos, llevarte conmigo en las mañanas soleadas y en las lluviosas, entre las flores que no llenan ningún jarrón de cristal transparente. Pero él también era nieto. Y, tal vez, el mejor de los que le quedaban.
—Hay algo más, Julio —ya había cerrado la tapa de su teléfono móvil, se lo había guardado en un bolsillo, se estaba palpando la americana para asegurarse de que no se dejaba nada—. Aquel día que encontré la carpeta azul, descubrí también una carta de la abuela Teresa, la madre de papá. La escribió para despedirse de él cuando se marchó de casa, porque ella no murió en junio del 37, eso es sólo lo que papá nos dijo. La verdad es que murió en la cárcel de Ocaña, cuatro años después, en el 41 —mi hermano me miró con los ojos muy abiertos, se cogió otra vez la cabeza con las manos, se removió en la silla.
—¡Joder!
—Pues sí, joder… Pero eso no es todo, ¿sabes? —y entonces, cuando estaba a punto de seguir hablando sin esperar respuesta, él levantó la mano en el aire para pedir tiempo.
—Otro día, Álvaro —volvió a echarle un vistazo el reloj y se asustó—. No te enfades conmigo, pero… Es que ahora no puedo quedarme, de verdad. Tengo una cita para comer, y es muy importante, es… —hizo una pausa, me vio sonreír, sonrió—. Vale, es una tía. No me voy a acostar con ella ni nada, en serio, sólo estamos tonteando, pero no me gustaría quedar mal. Yo te llamo luego, esta tarde, mañana, cuando pueda, y nos vemos, y me lo cuentas todo, porque de verdad que me interesa mucho, pero… Es que ahora me tengo que ir, ya llego tarde.
—Bueno —le dije, y sonreí—, como tú quieras.
—¿Seguro que no te enfadas conmigo?
—Seguro que no me enfado.
—Vale, pero antes de irme, voy a darte un consejo, dos, en realidad… —y ésas eran las últimas palabras que habría esperado escuchar de él en aquel momento—. El primero es el mejor, y el más importante. Hazme caso, Álvaro, y lárgate de aquí. Vete ya, esta noche, mañana, coge a esa tía y lárgate. Vete a un sitio bonito, divertido, enciérrate con ella en un hotel de lujo y hártate de follar. Fóllatela hasta que no puedas más, hasta que te duela la polla de tanto usarla, y después, sigue follando hasta que ya no la sientas. Fóllatela como si no fuera la nieta de su abuelo, como si nunca hubiera conocido a papá, como si te la acabaras de encontrar, como si no fuera prima nuestra. Y cuando consigas sentirte como si no tuvieras polla, decide qué es lo que quieres hacer, quedarte con esa chica o volver a casa, arrodillarte en el suelo, apoyar la cabeza en las rodillas de tu mujer y pedirle perdón. Yo he hecho ambas cosas, y las dos funcionan. Hazme caso, Álvaro, que sé de lo que hablo. Dedícate a vivir, y piensa en ti, joder. Olvídate para siempre de papá. Eso también funciona, y también lo sé por experiencia. Y ahora me voy, pero ya…
Entonces se levantó, me abrazó, me besó en una mejilla.
—¿Y el otro? —le pregunté—. ¿El segundo consejo?
—El segundo consejo es que no se te ocurra hablar con Rafa de esto —y se puso serio, muy serio de repente—. Que ni se te ocurra, Álvaro, te lo digo en serio.
Pero yo no soy como tú, Julio, pensé mientras le veía salir del bar a toda prisa, no soy como tú, ya lo sabes.