—Yo nunca me he acostado con tu padre, Álvaro.

Entonces tuve muchas ganas de reírme y muchas ganas de llorar al mismo tiempo, pero no hice una cosa, ni la otra, ni ninguna. Me quedé quieto, callado, incapaz de pensar, de decir, de sentir nada. Estaba allí y había escuchado. Raquel estaba conmigo y había hablado. Eso era todo lo que sabía, lo que alcanzaba a saber cuando ella se volvió hacia mí, con los ojos todavía cerrados, y los abrió para mirarme, y vio en mi cara esa nada o algo que le dolió más, tanto que no pudo seguir mirándolo, y sus párpados volvieron a caer mientras su cuerpo invertía su último movimiento en alejarse de mí mucho más de lo que se había acercado antes. Entonces, al verla encogida sobre sí misma, dándome la espalda desde el borde de la cama, como una niña pequeña, perdida y desamparada, comprendí que tenía que hacer algo, y no era pensar. La reflexión es enemiga de la acción y yo necesitaba abrazar a Raquel. Necesitaba hacerlo, no explicármelo.

Fui hacia ella, le di la vuelta y se dejó hacer, sin ayudarme pero sin oponer resistencia, como si su cuerpo se hubiera desvinculado de su voluntad, como si su voluntad se hubiera extinguido en la pesada blandura de un cuerpo inerte, un cadáver, un bulto, una muñeca de trapo, Raquel Fernández Perea, el amor de mi vida, que era mía y sólo mía, mía y no de mi padre, más mía que antes, más mía que nunca cuando la abracé, desmadejada y tibia su piel perfecta, luminosa, exacta como un recuerdo limpio y recién nacido. La estreché con fuerza para pegarla a mí hasta reconocer en el mío el relieve de su cuerpo, y mantuve el abrazo durante mucho tiempo sin lograr animarla, rescatarla de una inmovilidad tan completa como la que sólo otorgan el sueño o la muerte. Pero estaba viva, despierta. Yo vigilaba su respiración, sentía su vaivén sobre mi cuello y apreciaba su calor, la pacífica imagen de aquel abrazo que aún podía contemplar con los ojos del hombre que lo había perseguido por todas las aceras, y todos los portales, y todos los teléfonos, como si persiguiera su propia vida. El hombre que ahora debería estar besando a aquella mujer, que quería besarla y no podía hacerlo.

Tenía que hacer algo y seguramente no era pensar, pero acudieron a mi memoria sin pedir permiso, imágenes antiguas y recientes, estáticas y en movimiento, escenas completas y fragmentos de escenas, frases, palabras sueltas, silencios que ahora sabían hablar, que hablaban y sin embargo no me ayudaban a comprender lo que había escuchado, perdóneme, pero esperaba a su madre, siéntese, por favor, ¿quiere tomar algo?, no te habrá molestado que te tutee, ¿verdad?, eres muy novelero, Álvaro, tienes mucha imaginación, para ser físico, ¿y no te da miedo?, ¿qué?, poder creértelo todo, cuando sonreía, tu padre parecía un sol de esos que pintan los niños pequeños, lleno de rayos y coloreado hasta romper el papel, ¿tú le querías?, no, no es tan fácil, ¿quieres que compartamos algo?, sí, una locura, me pregunto qué pensarás de mí, a ti te pega mucho, pero tú no te pareces a tu padre, Álvaro, y al que no le pega nada es a él, no me digas que no te has dado cuenta…

En algún lugar remoto de mi conciencia, más allá del estupor, de la tentación de embestir, la rabia ciega del novillo que acaba de comprender el mecanismo de la muleta y ya codicia sólo la venganza, el color de la sangre del tramposo, latía una punta de orgullo satisfecho, una reliquia inservible, aunque tenaz, de mi antigua integridad de hombre corriente. No me había propuesto pensar, pero recordaba muy bien la secuencia de mis intuiciones, y sobre todas, esa que me reveló antes de tiempo que lo peor que me podía pasar era que yo descubriera algún día la verdadera relación que había unido a Raquel con mi padre. Ahora, al borde de ese abismo presentido, celebraba no haber compartido a aquella mujer con Julio Carrión González, y esa satisfacción me dolía, me asustaba, amenazaba el futuro que había estado dispuesto a vivir bajo la insoportable, tranquilizadora sombra de una pasión odiosa.

Pensaba en todo esto sin querer hacerlo, y abrazaba a Raquel, y no me atrevía a hablar y ella tampoco hablaba, ni siquiera se movía, pero estaba viva, despierta. Yo vigilaba su respiración, sentía su vaivén contra mi cuello, percibía su miedo y que era mayor que el mío, porque ella sabía, lo sabía todo, siempre lo había sabido todo, desde el principio, todo excepto, quizás, que iba a enamorarse de mí, todo excepto, quizás, que yo iba a enamorarme de ella. Entonces comprendí la verdadera condición de mi desgracia, aquella enormidad sin límites, la implacable crueldad de una derrota que aún no había comenzado a sufrir, porque el amor, mi amor, no bastaba para matar al dragón, porque tanto amor nunca serviría para rellenar con palabras corrientes, vulgares, pacíficas, el silencio en el que había nacido, en el que había crecido y se había hecho fuerte como un árbol robusto, pero jamás expuesto a los hielos del invierno. Eso, una planta mimada, protegida, débil por dentro, más allá del leñoso escudo de su corteza, era mi amor, y yo culpable, por no haber querido saber, por no haberme atrevido a preguntar, por haber querido vivirlo al margen de algunas preguntas que sólo tenían una respuesta. Habría sido muy fácil, ¿cuándo conociste a mi padre, Raquel?, ¿dónde?, ¿cómo ligaste con él?, ¿cuánto tiempo duró? Habría sido muy fácil, pero yo elegí otra facilidad, no me apetece hablar de tu padre, a mí tampoco, y eso fue todo, eso y levantar las paredes de un invernadero de cristales limpios para encerrar en él el aire tibio, el calor del sol entre ventanas, un placentero simulacro de la realidad donde la Tierra sabía girar alrededor de las caderas de Raquel para fabricar alegría, como yo sabía fabricar un tornado en miniatura dentro de una urna transparente. Y sin embargo, todo eso había sucedido, todo había sido verdad, y yo lo sabía, lo sabían mi cuerpo y mi memoria, mis ojos y mis manos, los brazos que mantenían a aquella mujer pegada a mí como si fuéramos las dos únicas partes de un todo que no se deja dividir por ningún número.

Por eso, durante un instante, pensé que también podía no hacer nada. Llegué a imaginarlo, a elaborar los elementos del discurso, no pasa nada, no importa nada, no quiero saber nada, sólo te quiero a ti, Raquel, y estoy dispuesto a ignorarlo todo, porque tú no eras aquella mujer, eres esta otra, la que yo conozco, y yo te conozco, así que ahora nos levantamos, nos vestimos, nos vamos a dormir a la plaza de los Guardias de Corps, a tu casa verdadera, que me gusta mucho más que ésta, y no volvemos a hablar del tema nunca más… No es fácil enterrar a los muertos, contemplar el gesto indiferente de los sepultureros que adoptan una expresión de condolencia artificial y previsible, tan humana, cuando su mirada se tropieza con la de los deudos, escuchar el ruido de las palas, la brutalidad del ataúd rozando las paredes de la fosa, la silenciosa docilidad de las sogas al deslizarse. No es fácil enterrar a los muertos, pero sí hundirlos del todo y para siempre en una sepultura más profunda que la tierra de los cementerios. Tu abuela era maestra, muy buena, quería mucho a su marido, tocaba el piano, muy mal, pero le gustaba tocarlo, pobrecilla. Y yo podía hacer lo mismo, nada, separar mi cabeza de la de Raquel, mirarla, sonreír, besarla en la boca con el cuidado que su boca merecía y regresarla sin preguntas al invernadero cálido y seguro que mi amor había fabricado para ella.

También podía no hacer nada, hacer como que no hacía nada, fingir que olvidaba su engaño, simular que nunca me había sentido estafado, aparentar que ella nunca me había mentido, convencerme de que yo nunca me había beneficiado de sus mentiras, y vivir, hacer como si viviera en el silencio sonrosado y habitable de los que prefieren no hacer, no saber, no preguntar, y viven, o creen hacerlo. Pero yo amaba a esa mujer. La amaba tanto que, a veces, el amor que sentía por ella me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. La amaba tanto que en aquel momento, mientras sentía que me quedaba sin suelo debajo de los pies y el vacío se cobraba en el centro de mi estómago un precio mucho más alto que el placer de todos los vértigos, la certeza de que nunca volvería a sentir asco ni vergüenza al recordar la luminosa desproporción de su cuerpo desnudo, lograba mantener una hebra de calor en mi corazón entumecido de frío. La amaba tanto que no podía despreciar su silencio, las razones de su huida, su secreto, ni condenarla a la existencia a medias de una ficción satisfecha de su pobreza.

—Háblame, Raquel —entonces separé mi cabeza de la suya, la miré, la besé en la boca, y habría podido no hacer otra cosa en toda mi vida, pero ella no se lo merecía, y yo tampoco—. Dime algo, por favor.

—Te quiero, Álvaro.

—Y yo te quiero a ti.

Después se desligó de mi abrazo y apartó su cuerpo del mío, pero se quedó cerca, tumbada de costado, mirándome de frente.

—No sé por dónde empezar…

Yo me recosté contra las almohadas, encendí un cigarrillo y esperé.

Raquel está sufriendo más que tú, me había dicho Berta y no la había creído, no había sido capaz de imaginar una angustia mayor que mi incertidumbre, pero ahora la estaba viendo sufrir, cerrar los ojos, apretar los párpados, abrirlos otra vez, mirarme, mirar al techo, luego a la sábana y volver a cerrarlos, cada vez más pálida, más incómoda, tan inquieta como un ratón de laboratorio encerrado en una jaula, un animal indefenso, torturado por la pasiva indiferencia de su propietario, y aquel papel era el mío, pero no me gustaba.

—Empieza por cualquier sitio —me volví hacia ella y deslicé mi mano derecha debajo de su cabeza—. Yo estoy de tu parte.

—Eso no lo sabes, Álvaro.

—Sí, lo sé —ella tenía razón, yo no lo sabía, pero podía compensar esa mentira con una verdad más importante—. Porque no quiero que te marches otra vez.

Entonces volvió a cerrar los ojos, asintió varias veces con la cabeza como una niña pequeña que acepta su castigo, se sentó en la cama y me miró.

—Lo primero que hizo mi abuelo Ignacio con mi abuela Anita después de acostarse con ella, fue enseñarla a leer y a escribir —hablaba en un tono sereno, tranquilo, sin titubeos, lejos aún de la vergüenza y de las lágrimas—. Ella ya tenía dieciocho años, pero era analfabeta porque se había criado en el monte, a más de tres kilómetros del pueblo más cercano. Su padre era guardia forestal, y no tenía manera de mandarla a la escuela. Ignacio era seis años mayor que ella, y había dejado Derecho en tercero, para alistarse. Cuando se conocieron, estaban en Toulouse, en plena guerra mundial, mi abuela refugiada sin papeles en la casa de mis bisabuelos, y él escondido allí también, porque acababa de fugarse de un campo. Se fugó muchas veces, de muchos sitios. Y como no tenían cartillas en español, mi abuelo la mandó a comprar dos cuadernos y se las hizo él. Había enseñado a leer a muchos milicianos, y a fuerza de usarlas, se había aprendido las cartillas de memoria. La primera frase que mi abuela logró leer entera fue «Anita es una manzanita». Él le escribía esas cosas, para hacerla reír.

Se detuvo en la risa de su abuela para estudiar mi reacción y no observó en mis ojos ningún signo de impaciencia o desaliento. Yo no tenía prisa, y ella volvió a asentir con la cabeza al comprobarlo.

—Eso es lo primero que debería haberte contado. Y estuve a punto de hacerlo aquella tarde en la que me llevaste a tu museo, cuando se nos acercó aquella niña tan fea a la que le parecía que algo era raro, pero no sabía qué, y…

—¿Era fea? —la interrumpí, y la vi sonreír por primera vez después de mucho tiempo.

—Sí, muy fea. ¿No te acuerdas?

—De la niña sí, pero no me pareció fea.

—Pues lo era. Tenía cara de pez, los ojos muy separados, y era gorda, pesada…

—Era muy lista —recordé.

—Sí —y volvió a sonreír—. Eso es lo que dijiste tú, una chica lista, ¿ves?, sólo por eso, ya merece la pena trabajar aquí. Te acuerdas, ¿no? —asentí con la cabeza, me acordaba—. Y estabas tan contento, tan satisfecho, que estuve a punto de contarte…, bueno, lo de las cartillas, y lo de mi abuela, porque… No sé, de repente te parecías tanto a ellos, a la gente de la que me habían hablado siempre, a mi familia, a sus amigos… Fue como si aquella escena la hubiera visto ya, como si la hubiera vivido antes, o no, como si no la hubiera vivido yo pero me la hubieran contado muchas veces. Cuando era pequeña, me contaron muchas veces historias parecidas. A lo mejor no lo entiendes, es difícil de explicar, pero eso era lo único que les quedaba, la cultura. Educación, educación y educación, decían, era como un lema, una consigna repetida muchas veces, la fórmula mágica para arreglar el mundo, para cambiar las cosas, para hacer feliz a la gente. Lo habían perdido todo, habían salido adelante trabajando en puestos que estaban muy por debajo de sus capacidades, academias, panaderías, centralitas telefónicas, pero les quedaba eso. Siempre les quedó eso. Y nunca lo olvidaron, ni siquiera después, cuando mi abuelo acabó la carrera, cuando encontró trabajo en un bufete, y luego montó otro con un amigo francés y empezó a ganar dinero. Lo de ella fue todavía más notable, porque se sacó un título de profesora de guardería, ¿sabes? Tiene gracia, pero se dedicó a eso un montón de años, prelectura y preescritura, ella fue la que me enseñó las letras, bueno, a mí, a mis hermanos y a todos mis primos.

—A Annette —sonreí.

—Sí, también a Annette —ella me devolvió la sonrisa—. Le gustaste mucho, por cierto, a Annette. Cuando vino a despedirse y me dio tu nota, estaba completamente de tu parte. Le habías parecido encantador, educadísimo, atractivo y a un paso del suicidio. Me preguntó cómo podía tratarte tan mal, qué habías hecho para que te castigara tanto. Y yo le dije que tú no habías hecho nada… —su voz se apagó y sus ojos huyeron de los míos—, que todo lo había hecho yo… Tendría que haberte contado la historia de mis abuelos aquella tarde, Álvaro, pero no me atreví. Me dio miedo que siguieras preguntando, que acabaras comprendiendo… Por eso te dije que no tenía ganas de hablar de tu padre. Me gustabas mucho, hacía mucho tiempo que un hombre no me gustaba tanto, y no quería estropearlo, echarlo todo a perder antes de que empezara, y como me dijiste que tú tampoco tenías ganas de hablar de él, pues… Ya está, me dije, ya está. Qué idiota. Tendría que haber pensado que todo lo que pasara después sería culpa mía, que antes o después acabarías enterándote de que te había engañado. Tendría que haber pensado eso, haber hablado contigo, haberte contado la verdad antes de empezar. Pero me dio miedo, y ahora… Todo ha sido culpa mía.

Hasta aquel momento, las sonrisas que viajaban en la voz de Raquel habían logrado acariciar mi alma magullada, limpiar mis heridas con la promesa de un hilo limpio y sabio, presentir las sonrosadas cicatrices que no dolerían siempre, y estábamos en Jorge Juan, en aquel ático que mi padre le había regalado aún no sabía cómo ni por qué, una ratonera a mi medida, velas a medio consumir alrededor del jacuzzi y un consolador de goma en el cajón de la mesilla que estaba a mi lado. No lo había olvidado, no podría olvidarlo nunca, pero tampoco quería perder a Raquel, renunciar tan pronto a aquella historia que era demasiado larga, demasiado antigua para desembocar en un lugar tan cercano, tan pequeño como la distancia que nos separaba, pero que hablaba de mí, y hablaba de ella, y nos dejaba sonreír todavía. Por eso me incorporé del todo, la abracé, la arrastré conmigo hasta lograr que se aferrara a mi cuerpo como un náufrago a la única tabla que flota en el océano, y la besé antes de ofrecerle una salida que no me había pedido.

—¿Estabas en casa de tu abuela?

—Sí.

—Lo sabía —la miré hasta que volvió a sonreírme—. Te juro que lo sabía. Estaba seguro de que te habías ido allí.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero lo sabía. Y estuve en Canillejas muchas veces, no creas. Dando tumbos, claro, porque no conozco ese barrio, pero conducía por allí mirando por la ventanilla todo el tiempo, por si te veía. ¿Tú me viste?

—No.

—Pero no me habrías saludado.

—No lo sé.

—Bueno, si hubieras ido con tu abuela, seguro que sí, porque ella también estaría de mi parte, supongo.

—No creas, ella… ¡Uf!

Entonces repitió la misma secuencia de movimientos que había iniciado antes, cuando le había pedido por favor que me dijera algo, como si no pudiera hablar y abrazarme al mismo tiempo, y se incorporó de golpe, se sentó en la cama, se tapó la cara con las manos, las dejó resbalar despacio hasta apoyarlas en sus muslos y me sorprendió mucho más que la primera vez.

—Dime una cosa, Álvaro —y su voz se había vuelto adulta, seria, casi solemne—. ¿Tú no sabes quién soy yo?

—Pues… —estaba tan desconcertado que no acerté a ofrecerle la respuesta más obvia, pero ella supo interpretar mi silencio.

—No, si ya sé que sabes quién soy, Raquel Fernández Perea, que vive en la plaza de los Guardias de Corps, y trabaja en Caja Madrid, y todo eso. Me refiero a… Antes de conocerme como me conoces ahora. ¿Tú nunca has oído hablar de los Fernández Muñoz? En tu casa, a tus padres… ¿No te suena?

—No sé… —me paré un instante a pensar porque tuve la sensación de que aquella pregunta era muy importante y quería estar seguro de mi respuesta—. No, creo que no. Son apellidos muy corrientes, pero… No. No recuerdo habérselos oído mencionar a mis padres.

—No hablabais de nosotros —recapituló ella, con aquella sonrisa triste que latía con modestia, pero también con orgullo, como esos dolores a los que los enfermos crónicos ya no saben ni quieren renunciar—. Eso es mejor para mí, y peor para ti.

—¿Por qué?

Todavía estaba tranquilo y mi curiosidad era inocente, pero no me contestó enseguida, como si tuviera que esforzarse en encontrar una respuesta.

—Porque lo que te voy a contar te va a pillar desprevenido, y no te va a gustar —dijo, hablando muy despacio—, pero para mí sería peor lo contrario. Llevo mucho tiempo pensándolo, y ya sabía que no podía ser, porque si lo hubieras sabido y te hubieras liado conmigo sin decirme nada… Tú no serías… No. Yo sabía que no podía ser, pero me daba mucho miedo preguntártelo. Y sin embargo, era posible, porque… —yo la miraba, la escuchaba y no me atrevía a interrumpirla, porque se había marchado lejos, a un lugar donde apenas podía hacer otra cosa que mirarla, oír su voz sin comprender el sentido de las palabras que pronunciaba, hasta que levantó la cabeza de repente para mirarme a los ojos—. ¿Tú no te acuerdas de mí, Álvaro?

—No hago otra cosa desde hace más de un mes —le dije, y me di cuenta de que no era la respuesta que esperaba, pero no tenía otra que ofrecerle—, ya lo sabes.

—No… Hace mucho más tiempo —hizo una pausa y volvió a mirar en todas direcciones, como un animal acorralado, antes de regresar a mí—. En mayo de 1977.

—¿En mayo de 1977? —y me eché a reír ante aquel disparate, una fecha absurda, tan remota que ni siquiera parecía real—. ¡Por favor, Raquel, en 1977 yo tenía…!

—Doce años —me interrumpió ella—. Y yo tenía ocho. Y tú vivías en la calle Argensola, en un piso muy grande y muy bonito, que tenía un pasillo enorme con una alfombra que se acababa al doblar una esquina, y luego, al fondo, estaba la cocina, que tenía unas puertas abatibles de madera, pintadas de blanco, con una ventana redonda, como las de los barcos, en cada hoja.

Hizo una pausa para mirarme y entonces fueron mis ojos los que buscaron el consuelo de las paredes, de los muebles, del techo, antes de regresar a su rostro, una expresión neutral a la que no supe responder.

—Aquel día era sábado —Raquel siguió hablando, pronunciando ahora las palabras justas, con una voz clara, limpia, que excluía las dudas, los titubeos de antes—, y yo fui de visita a tu casa, con mi abuelo Ignacio. No os conocía. Nunca había oído hablar de vosotros. Los sábados por la tarde mi abuelo siempre me llevaba de paseo, y aquel día me dijo que tenía que ir a ver a un amigo. Pero no va a ser divertido, protesté, y él me dijo que sí, porque su amigo tenía hijos de mi edad. Al llegar, tu madre me preguntó si me apetecía ir a la cocina, a merendar contigo y con tu hermana Clara, y a mí no me apetecía, pero mi abuelo me animó y yo no me atreví a protestar porque todo era muy raro. Tu madre se había asustado mucho al vernos, estaba muy nerviosa, y se frotaba las manos todo el tiempo —entonces se detuvo, volvió a mirarme, y percibí una sombra de angustia en su voz—. ¿No te acuerdas?

—No.

—En el centro de la cocina había una mesa de madera, también blanca, y tu hermana y tú estabais sentados ya. Lo primero que pensé es que no os parecíais nada, y luego que ella era muy guapa, una niña como las que salían en los anuncios, tan rubia, con la piel tan blanca y los ojos enormes, preciosos, las pestañas largas y rizadas como si fueran postizas. Y entonces, la cocinera, que se llamaba Fuensanta, nos sirvió chocolate, y puso encima de la mesa una fuente con bollos y otra con picatostes, y nos dijo que no nos lo comiéramos todo porque luego iban a llegar tus hermanos del fútbol y vendrían muertos de hambre. Pero comimos mucho, porque el chocolate estaba muy rico, y tú me preguntaste si yo era tu sobrina.

—¿Yo? ¿Pero cómo iba yo a preguntarte eso?

Aquella barbaridad me hizo reaccionar, pero ella no pareció advertirlo, y se limitó a asentir mientras yo empezaba a tropezarme con mi lengua, con mis dientes, con un oscuro instinto que me impulsaba a rechazar aquella historia absurda, falsa, que no podía ser cierta por más que ella se empeñara en seguir defendiéndola con la cabeza, una secuencia de movimientos mansos, repetidos, que sólo sirvieron para incrementar mi impaciencia, para conducirla hasta el límite de la cólera.

—¿A qué estamos jugando, Raquel? ¿A qué te crees que estás jugando tú? No digas tonterías, de verdad, es que no entiendo… No sé adónde quieres ir a parar, ni de dónde has sacado todo esto, en serio, no sé quién te lo ha contado, cómo te has enterado del nombre de Fuensanta, de cómo era mi casa, pero no me creo ni una palabra, ¿sabes?, y te voy a decir una cosa, ya está bien…

—¡No te acuerdas de nada! —su insistencia había logrado enfurecerme y Raquel se había dado cuenta, pero mi supuesta desmemoria la afectó mucho más de lo que su memoria había llegado a irritarme a mí, y el asombro volvió a dejarme con la boca abierta mientras ella empezaba a escupir datos con la vehemencia de una ametralladora—. No puede ser, Álvaro, tienes que acordarte, estuve allí mucho tiempo, después de merendar fuimos a una habitación donde había un tren eléctrico montado sobre un tablero, entre dos balcones, a la izquierda estaba tu dormitorio, a la derecha el de Clara, ella quería jugar conmigo a las muñecas, tenía dos mellizas que le habían traído los Reyes, una rubia, vestida de azul, y una pelirroja, vestida de verde, pero tú no la dejaste jugar conmigo, tú querías enseñarme el tren, lo pusiste en marcha, estabas muy orgulloso de él, tenías dos locomotoras funcionando a la vez y me señalabas los túneles, los semáforos, entonces llegó tu padre y me sacó dos chupa-chups de detrás de las orejas, el primero de naranja, el segundo de fresa, y tu madre vino a buscarle, tienes una visita, Julio, dijo, está aquí mi primo Ignacio Fernández, esta niña es su nieta… Tienes que acordarte, Álvaro, cuando me fui todavía llevaba la muñeca pelirroja en la mano, Clara me pidió que se la devolviera pero tu madre se empeñó en regalármela, y yo no la quería, pero ni siquiera la dejó acercarse, y tu hermana lloraba, si son mellizas, mamá, ¿cómo voy a regalarle una?, decía, y entonces… —en ese instante, la expresión de mi cara cambió, tuvo que cambiar y ella lo descubrió a tiempo—. ¿Te acuerdas ahora?

—Eras tú… —dije y apenas pude creer en el sonido de mi propia voz—. La niña de la muñeca eras tú…

—Sí —y cerró los ojos mientras su cuerpo se aflojaba de repente, como si acabara de culminar un gran esfuerzo—. Era yo.

—Pero no me acuerdo de ti, Raquel —negué con la cabeza, sonreí, y ni siquiera pensé que nunca había estado tan aturdido como en aquel momento, porque mi propio aturdimiento me impidió reconocerlo—, de ti no. No me acuerdo de ti, es como para fiarse del destino, desde luego… De lo que me acuerdo es de la muñeca, o mejor dicho, de la bronca que montó mi hermana al ver que la tenía Mariloli, la hija del portero. Me acuerdo de que fue a pedírsela y ella le dijo que no, que se la había encontrado tirada en la calle y que era suya.

—Yo no la tiré. La dejé encima de un banco, con un chupa-chups a cada lado.

—Da igual. El caso es que Clara se ofendió muchísimo, y vino a hablar conmigo, con mi hermano Julio, se puso tan pesada que al final tuvimos que bajar nosotros a pedirle la muñeca a Mariloli, pero tampoco nos la quiso dar. Y Clara, que era la pequeña y estaba muy mimada, se lo contó a mi padre, y mi madre estaba delante y no la dejó terminar. Le pegó un bofetón tremendo. Yo nunca había visto a mi madre pegarnos así a ninguno, y nunca volví a verla después, desde luego. De eso sí me acuerdo, y mi hermana se acuerda también, a ella nunca se le ha olvidado. Todavía lo cuenta en voz alta de vez en cuando, fue una injusticia, dice, mamá no tendría que habérsela regalado a aquella niña y menos consentir que se la quedara Mariloli. Ahora todos nos reímos, pero ella estuvo un montón de tiempo llorando.

—Lo siento —y de repente, sin ningún motivo, se le llenaron los ojos de lágrimas—. Lo siento mucho. Clara tenía razón. Yo se lo dije a tu madre, pero no me hizo caso.

—Pero entonces… —porque sólo después de confirmar la autenticidad de aquella historia me atreví a pensar en sus consecuencias—, entonces, tú y yo…

—Somos primos —lo dijo con una tranquilidad que me pareció casi ofensiva, de puro inconcebible—. Terceros, o cuartos, no lo sé. El padre de mi abuelo Ignacio, Mateo, era hermano del padre de tu abuela Mariana, que se llamaba Lucas. Nuestra tatarabuela era muy religiosa, por lo visto, y les puso a sus hijos nombres de evangelistas… —entonces volvió a quebrarse, y una angustia concreta, más definida, medró a costa de su voz, y se hizo más fuerte que ella—. Pero tú no lo sabías, ¿verdad, Álvaro? Tú no podías saberlo, dime que no lo sabías. Cuando me preguntaste si podía ser que fuéramos parientes, la primera vez que comimos juntos, no tenías ni idea…

—No —contesté, estremecido todavía por esas dos palabras, nuestra tatarabuela, aquel adjetivo que nos había reunido en un lugar donde jamás había imaginado que pudiéramos estar juntos—. No lo sabía.

—Y sin embargo, aquella tarde, cuando nos conocimos de verdad, por primera vez, te gustó mucho la idea, a los dos os gustó. Nosotros no tenemos primos, dijo Clara. Y yo os conté que tenía muchos, que algunos vivían en París, mencioné a Annette, os dije que yo había nacido allí, y tú dudaste de que fuera española. Los que nacen en Francia son franceses, dijiste. ¿Tampoco te acuerdas de eso?

—No, pero no hace falta —sonreí, sin saber muy bien por qué lo hacía—. Por lo que veo, ya te acuerdas tú por los dos.

—Sí, yo me acuerdo de todo —y me devolvió la versión más intensa de aquel gesto que le pertenecía más que ningún otro—. Me acuerdo de todo, porque… Para ti, sería un sábado normal, una niña que viene de visita, que merienda, que se va… Lo he pensado muchas veces. Si yo fuera tú, tampoco me acordaría. De hecho, no me acuerdo de los niños que venían a mi casa cuando era pequeña, ni siquiera recuerdo bien a los hijos de algunos amigos franceses de mis padres que venían de vez en cuando a pasar fines de semana. Pero yo me acuerdo de todo porque, para mí, aquel día fue muy importante. Aquella tarde, al salir de tu casa, vi llorar a mi abuelo… Y mi abuelo no lloraba nunca, ¿sabes? Nunca… No lloró el día de la muerte de Franco, ni el día que volvió a España después de treinta y siete años de exilio, ni siquiera cuando volvió a probar el vermú de grifo, en una terraza de las Vistillas, y para él, eso fue como comprobar que estaba de verdad en Madrid, otra vez, después de tanto tiempo, pero ni siquiera aquella mañana se le escapó una lágrima. Y sin embargo, al salir de tu casa, aquel sábado de mayo de 1977, se sentó en un banco, en la plaza de las Salesas, y lloró…

Entonces fue ella quien empezó a llorar, pero el llanto no la obligó a detenerse. Las lágrimas que caían de sus ojos con suavidad, marcando un ritmo lento, casi armonioso, parecían subrayar cada palabra, y ella no las atajaba, no las secaba, las aceptaba como un destino justo y seguía hablando.

—Yo le pregunté qué había pasado, se lo pregunté… Él me había invitado a un helado y ya estaba bien, estaba tranquilo. Los dos íbamos andando por Recoletos, hacia Cibeles, comiéndonos el helado, y le pregunté, ¿qué ha pasado, abuelo?, y creía que no iba a contestarme…

Yo la veía llorar y no hacía nada, no la acariciaba, no la consolaba, no me atrevía a hablar, ni siquiera a tocarla, porque aquel llanto aún era incomprensible para mí más allá de su condición ajena, extraña, y no me pertenecía, no me correspondía, no tenía ningún derecho a intervenir en él.

—Sólo tenía ocho años, pero a él le gustaba hablar conmigo… Hablábamos mucho, mucho, pero creí que no iba… Y sí me contestó. Eso es lo peor, que me contestó… Es una historia muy larga, y muy antigua, me dijo… No la entenderías y tampoco te conviene saberla. Y yo le pregunté por qué, y creí que tampoco iba a contestar a eso, pero me lo dijo… Él me lo dijo…

Y de repente, su llanto explotó, se expandió con la catastrófica necesidad de una presa que revienta, de un dique que se rompe, un río que se desborda para inundarlo todo. Así la inundó el llanto y yo lo vi, vi sus ojos líquidos, su piel coloreada, las mejillas mojadas y los labios tensos, crispados en una mueca tan forzada como la boca de una máscara, lo vi, la vi, pero ella siguió hablando, atropellando a la tristeza con palabras, y yo la escuché, seguí escuchándola.

—Bueno, ya hemos vuelto, eso me dijo… Me dijo que lo lógico sería que yo siempre viviera aquí… Y que para vivir aquí… Para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender… Eso me dijo mi abuelo, y él sabía por qué me lo decía, lo sabía, y es… Es lo más importante… Nadie me ha dicho nunca nada tan importante, pero pasó el tiempo, mucho tiempo, él murió y yo lo olvidé… No le hice caso, tenía razón y no le hice caso, y sin embargo…

Entonces marcó una pausa consciente, distinta de todas las que habían abierto antes sus lágrimas, su congestión, la intermitencia de los jadeos que habían ido anunciando o rematando sus sollozos. Aquella pausa fue distinta y fue mía, porque la abrió sólo para mí, para mirarme.

—Y sin embargo, si le hubiera hecho caso, si no hubiera olvidado sus palabras y lo que significaban, nunca te habría conocido a ti, Álvaro, nunca te habría conocido a ti, Álvaro, nunca te habría conocido a ti…

Cuando Raquel se quedó dormida, era casi de día. A mí me costó más trabajo dormirme, y me desperté antes que ella.

Era muy tarde. El sol calentaba la habitación más allá de las persianas cerradas, de las cortinas corridas, y se escuchaba el murmullo intermitente, débil pero sostenido, de una calle de tráfico difícil en las horas de más actividad, bocinas, frenazos, camiones. Yo recibía aquellos sonidos con extrañeza, sin decidirme a celebrar su compañía, aquel indicio de realidad que certificaba mi existencia en curso, o lamentar su irrupción en la absoluta soledad que me rodeaba. Estaba solo. Raquel dormía a mi lado y a mí me gustaba verla dormir, porque me gustaba mirarla, y en la quietud del sueño se afirmaban sus rasgos, se acentuaba la irresistible proporción de sus caderas y su piel descansaba en su propia perfección. Raquel seguía durmiendo, yo la miraba dormir, y estaba solo. Absoluta, rotunda, pavorosamente solo. Solo en medio de un desierto, una infinita extensión de tierra quemada, un campo de batalla devastado hasta sus raíces, donde los buitres se habían cansado de picotear los cadáveres y las hogueras habían dejado de humear. Allí, en el centro de la nada, estaba yo. Solo.

—¿Por qué me has traído aquí? —le había preguntado a Raquel cerca del final, mientras la verdad adquiría la forma de un gigantesco grumo de polvo gris, una pelota informe de porquería salpicada con algunas gotas de sangre seca, sangre vieja, valiosa o inservible, pero sangre—. No me gusta este sitio.

Entonces ya había empezado a calibrar la asquerosa naturaleza de la verdad congelada, sucia, y fea, y triste, que colonizaba mi paladar, y descendía por mi garganta para infectar mi esófago, mi estómago, mis pulmones. Respiraba polvo, masticaba polvo, tragaba polvo, y el polvo pesaba sobre mis pestañas, se expandía entre mis dientes, podía verlo bajo el borde de mis uñas, sentir cómo rellenaba poco a poco todas las cavidades de mi cuerpo, percibir su crujido en mi cerebro, y sin embargo le pregunté por qué me había llevado allí, yo lo pensé, yo lo dije, era mi voz, fueron mis ojos los que la miraron, los que sintieron el escozor de las lágrimas al contemplar sus ojos, hinchados, blandos, tan tiernos como su culpa. Yo lloro muy poco. Tómate esto, Álvaro, me había dicho mi hermana Angélica el día del entierro de mi padre, tú no has llorado y te vendrá bien. Yo lloro poco, muy poco, casi nunca, aquella noche no llegué a llorar, pero sentí el agotamiento de los ojos de Raquel en los míos cuando me contestó con la costumbre del llanto, el gesto seco de quien no llora sólo porque ya no tiene más lágrimas que derramar.

—A mí tampoco me gusta —me contestó—, pero pensé que, si algún día salimos de ésta… Si algún día se te olvida qué clase de mujer soy yo, qué clase de cosas soy capaz de hacer, si puedes llegar a mirarme, y a escucharme, sin pensar que te estoy engañando, que he seguido engañándote desde el principio, pues… No sé. Pensé que entonces estaría bien que hubiéramos hablado aquí, porque a ninguno de los dos nos gusta esta casa, porque aquí no vamos a volver nunca.

Aquí no vamos a volver nunca. Cuando me desperté, era muy tarde, pero Raquel seguía durmiendo, y yo la miraba dormir, y estaba solo. Tanto que ni siquiera soportaba mi propia compañía, la presencia de mi memoria, su forzosa, insoportable actividad, ahora que no sabía quién era yo, y el todo había crecido hasta desbordar los límites del caos, una magnitud pequeña, doméstica, frente a la incomparable vastedad del orden. Yo soy físico, y necesito predecir. Aquella definición se había estrellado contra sí misma como todos los cálculos, todos los principios, todos los axiomas que había adquirido, y valorado, y aprendido a manejar durante la primera mitad de mi vida. Lo único que podía saber era que, en aquel momento, mientras Raquel dormía, y el sol calentaba la habitación a través de las persianas bajadas, las cortinas corridas, y el eco débil pero sostenido de una calle de tráfico difícil llegaba de tanto en tanto a mis oídos, estaba comenzando la segunda parte de mi propia historia, un horizonte vacío, desnudo, de contornos gigantescos y difusos, que sólo podía contemplar con la imprecisión de un recién nacido, una mirada que ni siquiera ha empezado a ser consciente de su función, de su naturaleza.

Mi vida había cambiado tanto, tan deprisa, como si mi pasado perteneciera a la memoria de otro hombre. Y sin embargo era mi memoria quien me acompañaba, mi memoria la que me bombardeaba sin cesar con imágenes, con gestos, con palabras viejas y recientes, todas antiguas ya, todas inútiles, y sobre todo, sobre todas, la alegría y la duda, la emoción y el cansancio del hombre que había llegado a aquella casa sólo unas horas antes. Aquel hombre solía ser yo, había sido yo, pero ya no lo era. Y ya no sabía quién era, qué podía esperar, qué esperaba, qué tendría que hacer, qué iba a hacer cuando la mujer que dormía a mi lado se despertara. Perdóname, Álvaro, por favor, perdóname, perdóname… Yo no había contestado, no había podido contestar, pero la había abrazado, la había besado, la había apretado contra mí y había mantenido la presión durante mucho tiempo. Yo amaba a esa mujer, eso lo sabía, lo sabía mi cuerpo, lo sabían mis ojos, lo sabían mis manos, y la única parcela de esa memoria misteriosa, ajena, que aún podía reconocer como propia. Lo único que sabía era que yo amaba a esa mujer, y sin embargo, no sabía qué hacer, qué decir, qué decisión tomar cuando se despertara. Entonces era casi de día y Raquel se quedó dormida, pero a mí me costó más trabajo dormirme.

—No te equivoques, Álvaro —me dijo cuando parecía que todo había pasado y no había hecho más que empezar—, no fue una venganza. Yo no quería, no podía vengarme. Había pasado demasiado tiempo, yo estaba demasiado lejos de París, de la derrota, de la victoria, de 1946, de 1947… No lo digo para defenderme, no es eso, al contrario. La venganza es noble, porque es una pasión. Una pasión torpe, débil, inútil siempre, porque jamás devuelve lo que se ha invertido en ella, pero una pasión, y yo… Yo lo hice todo sin pasión, Álvaro, por puro cálculo. Soy economista, ya lo sabes.

Y siguió cortando todos los atajos, despojándome de todos los consuelos, señalándome, uno por uno, cada bache, cada zarza, cada pantano que accidentaba la única salida del laberinto. Abrumada ya por el agotamiento físico que sucede al cansancio moral, hablaba con serenidad, sin compasión por mí ni por sí misma.

—Cuando leí el nombre de tu padre en aquel contrato, yo no tenía ni idea de la historia de Paloma. Sabía lo de su marido, sí, sabía que una prima suya lo había entregado, y que lo habían fusilado, y que le había escrito desde la cárcel una carta de mucho amor, eso sí lo sabía, lo había oído contar muchas veces. Mi abuelo siempre decía que no había visto nunca a un hombre tan enamorado de una mujer como su cuñado de su hermana. Y la conocía a ella, una mujer muy rara, que parecía mucho más vieja que sus hermanos y casi no hablaba. Siempre la había visto sentada en un sillón, en casa de su hermana María, que era estupenda, simpática, divertida y muy buena cocinera, y tenía una casa con jardín, llena de hijos, y de nietos, y un marido que me caía tan bien como ella, el tío Francisco, que era de un pueblo de Toledo y…

Entonces me miró, negó con la cabeza como si quisiera morderse la lengua y se calló de repente.

—¿Y qué? —pregunté yo.

—Nada. Es que iba a decir una tontería.

—¿Cuál?

—Pues… —volvió a negar con la cabeza, me miró y respondió a mi pregunta—, pues iba a decirte que el tío Francisco hacía mazapanes para todos en Navidad. Y que a mí no me gusta el mazapán, pero siempre me comía una figurita delante de él, cuando íbamos a su casa, a recogerlas, para no darle un disgusto. Y que eso era lo que sabía, nada más. Cuando mi abuela me contó lo que había pasado, pues… Entendí mejor la vida de Paloma, aquella muerte en vida, pero sólo en la teoría, ¿sabes?, porque yo estaba ya demasiado lejos de París, de la victoria, de la derrota, de todo. Y de las viudas trágicas, esa exageración, tanto dramatismo, la vida negra de los lutos perpetuos… En la teoría lo entendí mejor, en la práctica, sólo me sirvió para confirmar que la venganza es un mal negocio. Estoy hasta los cojones de la guerra civil, cantaba mi padre todos los domingos, cuando volvíamos a casa después de comer. Mi abuela Anita siempre hacía paella los domingos para invitarnos a todos, ¿sabes?

—Mi madre también hace paella los domingos —sonreí, y a pesar de todo ella me siguió—. Y también nos invita a todos.

—Sí, en fin, ya se sabe que la paella está por encima de cualquier cosa… —entonces fue ella quien sonrió primero, y yo después—. Pero cuando nosotros salíamos a la calle, mi padre cantaba eso, estoy hasta los cojones de la guerra civil, y mi madre y mi tía Olga hacían de coro, chimpún, chimpún, y los niños nos reíamos, porque aquello era como blasfemar para los católicos, una barbaridad, algo que no se podía decir, que no se podía pensar siquiera… Estoy hasta los cojones del Quinto Regimiento, chimpún, chimpún… Nos partíamos de risa, y mi tío Hervé, el marido de Olga, que era francés y no entendía nada, nos miraba como si estuviéramos locos. Quizás estábamos locos, pero esa locura me impidió entender la historia de Paloma, las palabras de mi abuelo, para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber, incluso no entender… —y de pronto se extinguieron todas las sonrisas—. Yo no quería vengarme, Álvaro. Eso habría sido mejor, más noble, más honrado. Pero yo soy peor que mis abuelos, soy peor que Paloma, o lo era, al menos, cuando empezó todo esto. Todos somos peores, ¿no?, los españoles de ahora, peores que los de antes. Este país no ha hecho más que degenerar, ¿te acuerdas? Eso estabais diciendo Berta y tú aquella noche, cuando dije que me estaba mareando porque no podía seguir escuchándote, Álvaro, porque me estaba poniendo enferma de pena, y de vergüenza. Tú hablabas de tu abuela y yo me despreciaba tanto a mí misma que no podía soportarlo más. Yo no quería vengarme, yo soy una española peor, de las de ahora, y sólo quería hacer un buen negocio, ganar mucho dinero, pegar el pelotazo de mi vida, ni más ni menos, con las espaldas cubiertas, eso sí, por la memoria de unas pasiones tan viejas que ni siquiera las entendía. Pero tu padre murió antes de tiempo, y todo se fastidió. Eso fue lo que pasó, Álvaro, no te equivoques.

Entonces se paró, me miró, soltó la sábana que había estado torturando con la punta de los dedos mientras hablaba y estudié sus pliegues, uno por uno, sin encontrar nada que decir. De todo lo que había aprendido aquella noche, lo que menos daño me hacía era la actuación de Raquel, fría, sí, y más que eso, astuta, despiadada, pero no como la de mi padre, como la de mi madre, como la de mi abuela Mariana, y a ellos no los podía rechazar, no podía abandonarles. Mis padres siempre serían mis padres, no podía tomar la decisión de apartarlos de mi vida, pero ella no había contado con eso, no se estaba dando cuenta de lo que yo pensaba, de lo que yo sentía en ese momento.

—Todo esto no iba contigo, Álvaro, no iba contra ti. Yo no podía saber que vendrías tú a verme, ni siquiera estuve segura de quién eras cuando llegué al cementerio, el día del entierro, y te encontré solo, lejos de los demás. Te pareces mucho a tu padre, eso es verdad, eres idéntico a él, como una copia del Julio Carrión que yo había visto en fotos, fiestas de cumpleaños y comidas de Navidad, posando con los demás como si fuera de la familia, pero pensé que igual eras un sobrino o algo así, porque no era lógico que no estuvieras con tu madre. Tuve que contar a tus hermanos, a tus cuñados, para darme cuenta de que faltaba uno, y hasta que no te vi abrazar a los demás, al final, no me quedé tranquila. Buscaba al único niño moreno que vivía en aquella casa a la que había ido a merendar cuando tenía ocho años, y eras tú, pero no quería que me vieras. No quería que me viera nadie, quería miraros a vosotros, solamente. Para eso fui al entierro de tu padre, para veros la cara, para saber cómo era tu madre, para prepararme mejor. Pero todo salió al revés.

Hizo otra pausa y cuando la miré, vi que me estaba mirando, que alargaba los dedos de la mano derecha con cautela hacia los míos, y los acariciaba, los posaba sobre ellos, muy despacio, los avanzaba hasta rodear mi mano y recibía su presión con un gesto de alivio.

—Todo esto no iba contigo, sino con tu madre. Yo iba contra tu madre… —entonces fue ella la que apretó mi mano, y cerró los ojos, y negó con la cabeza varias veces—. ¡Qué horror!, ¿no? —intentó sonreír y no le salió bien—. Qué manera tan horrorosa de defenderme, no iba contra ti, sólo quería hundir a tu madre… Y sin embargo… Sin embargo, tú lo has cambiado todo, Álvaro. Y eso es lo más ridículo, lo más absurdo, porque yo tenía un plan para ganar mucho dinero, y tu madre no se habría enterado si tu padre no se hubiera muerto antes de tiempo, pero de alguna manera, ella le heredó. Cuando él desapareció, yo me volví contra ella y nunca va a saberlo, no se va a enterar de nada porque apareciste tú y todo salió al revés, y eso es bueno para todos menos para ti, que eres el único bueno… Tú has salvado a tu madre, que no se merece vivir tranquila, y me has salvado a mí, porque si no lo hubieras estropeado todo sin querer, yo me habría estropeado también…

Hizo una pausa, volvió a intentar sonreír y esta vez lo logró. Yo no pude acompañarla, sin embargo. La firmeza con la que aplicaba su método, esa manera tan meticulosa, tan perfeccionista, de despreciarse a sí misma, había empezado a hacerme daño, aunque me dolía más por ella que por mí.

—Al principio, no me daba cuenta. Al principio estaba tan segura de quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos, de quién era yo, de cuál era mi historia, no sé… Yo no quería vengarme, no podía pensar que quería vengarme, no me tocaba, no me correspondía, ¿comprendes?, pero, de paso… De paso, mientras hacía un buen negocio, le amargaba la vejez a tu padre, pues mira qué bien, estaba muy segura de lo que hacía, estaba tan segura de todo y de que él no se merecía otra cosa… Yo no quería vengarme, no podía, pero la venganza me tranquilizaba, me cubría las espaldas, me servía para ser indulgente conmigo misma. Hasta que te vi aquella tarde en el museo, Álvaro, hablando con una niña muy fea, pero tan lista que ni siquiera te acuerdas de lo fea que era. Yo conocía esa escena, ya la había visto, me la habían contado tantas veces que me parecía haberla vivido ya, y entonces, sin querer, como si un interruptor automático hubiera saltado por su cuenta, te vi con los ojos de mi abuelo, Álvaro, me encontré mirándote con los ojos de mi abuelo y comprendí que le habrías gustado mucho, mucho, y luego ya no pude parar, porque yo también estaba allí, contigo, y mi abuelo con nosotros, así que me miré a mí, me vi con sus ojos y comprendí que yo no le estaría gustando nada, en cambio. Ya sé que es difícil de creer, que te va a sonar a excusa barata, pero hasta aquel momento yo no me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Hasta aquel momento, no había entendido lo que significaban mis planes, lo que iba a tener que perder para poder ganar tanto dinero. Y él ya estaba muerto, sí, pero daba igual. Yo seguía siendo su nieta, siempre seré su nieta, y le estaba tratando peor que nadie, le estaba maltratando más que nunca, le estaba destrozando, eso era lo que estaba haciendo yo, que le quería tanto, que le quería más que nadie, más que a nadie, al convertirme en alguien igual que tu padre…

—No.

Llevaba mucho tiempo callado, procesando con dificultad lo que escuchaba, pero aquella respuesta brotó de mis labios sin reflexión alguna.

—Sí —ella necesitó más tiempo para llevarme la contraria.

—No.

—Sí.

—No, Raquel —entonces volví a abrazarla, la apreté muy fuerte, recordé las velas a medio consumir alrededor del jacuzzi, el consolador de goma morada que parecía relleno de una especie de gel, las pastillas azules en aquella cajita de plata con la tapa rayada—. No.

—Perdóname, Álvaro, por favor, perdóname, perdóname…

Entonces ya era casi de día, y se quedó dormida, y yo seguí despierto, envidiando su culpa, envidiando su sueño. Eso es bueno para todos menos para ti, me había dicho, y tenía razón, porque yo la había abrazado, la había besado, la había apretado contra mí y la mantenía así todavía. Ella se había quedado dormida sabiendo que me tenía a su lado, pero yo estaba solo. Absoluta, rotunda, pavorosamente solo. Lejos del sueño, lejos de la culpa, lejos de mí, cerca de Raquel pero solo, el único habitante de una realidad congelada, y sucia, y fea, y triste, tan vasta como el mundo, que no tenía nada que ver conmigo y sin embargo estaba en el origen de mi propia existencia. Allí, en el centro de la nada, estaba yo. Solo.

Ahora que por fin conocía todos los datos del problema, su solución era más difícil que nunca. Tanto, que lo primero que logré establecer con certeza fue que, hasta en contra de mis propios instintos, para mí habría sido mejor que Raquel hubiera seguido siendo la amante de mi padre. Aquella hipótesis tradicional, hasta bíblica, que había logrado olvidar en los buenos momentos y, más allá de la inverosimilitud que mi amigo Fernando había formulado en los términos de un acertijo —lo raro es que no sea rara—, me daba asco y vergüenza en los malos, me había situado en un lugar mucho más cómodo, más habitable y civilizado, que el estricto desierto en el que acababa de depositarme la verdad.

La soledad absoluta es un mal sitio para pensar, y el polvo que seguía tragando, masticando, digiriendo mientras Raquel dormía, enturbiaba mis ojos y ensuciaba mi pensamiento con una pátina espesa, confusa. Podía imaginarla hablando con mi padre, planteándole sus exigencias con el mismo tono que había empleado conmigo el día que nos entrevistamos en su despacho, ese acento seguro, confiado, sólido y aséptico a la vez, que había adquirido en muchas entrevistas con tantos clientes como él, tantos herederos como yo. Podía imaginar sin dificultad esa escena tensa e inmoral, la más grave, la más dura de recordar para ella, pero me costaba mucho más trabajo verla en la casa donde estábamos juntos, sembrando de minas un campo diseñado, concebido, artillado para mi madre, pero que sólo estallaría debajo de mis pies. Esa astucia pequeña del hachís y de las velas, de los albornoces usados y la alarma del despertador, me dolía, me inquietaba, me desesperaba mucho más que el gran proyecto de su chantaje. Porque no tenía que ver con el pasado, sino con el futuro.

Esa conclusión, tan pobre en apariencia, significaba que ya había elegido, pero no me di cuenta antes de quedarme dormido de puro agotamiento. Lo comprendí después, por la mañana, y comprendí también que ni siquiera era una decisión completa, sino su cáscara, apenas un simulacro de voluntad. Entre quedarse con algo y quedarse sin nada, todo el mundo prefiere quedarse con algo. Eso no es elegir, es más bien no elegir, porque la nada no puede compararse excepto consigo misma.

—¿Cómo estás?

Raquel se despertó mucho antes de atreverse a abrir los ojos. Detecté el cambio de ritmo de su respiración, contemplé un giro característico, percibí el roce de sus pies contra los míos, y ninguna de estas señales, cuya ausencia había definido todos mis despertares de los dos últimos meses, me conmovió tanto como la terquedad de sus párpados cerrados. Raquel se despertó mucho antes de atreverse a abrir los ojos, pero se atrevió a acercarse a mí, me abrazó antes de preguntarme cómo estaba, y sólo entonces me miró.

—Bien —contesté, pero no era verdad.

—No, no estás bien —me dijo—. No puedes estar bien. Yo lo sé, lo sabía, por eso me marché. Y no pensaba volver, ¿sabes? No habría vuelto si tú no me hubieras buscado tanto.

—Porque te despediste de mí —la peiné con los dedos, le acaricié la cara, me asombré de lo guapa que era por las mañanas—. Si no querías que te buscara, no deberías haberlo hecho.

—Pero yo te quiero, Álvaro. Necesitaba que lo supieras.

—Yo necesitaba saberlo.

—Sí, pero ahora ya no vale para nada, ¿no? —tenía los ojos secos, el rostro tranquilo, y sin embargo, desde que habíamos vuelto a estar juntos, no le había escuchado pronunciar ninguna frase más triste que aquélla—. Nada sirve para nada. Eso también lo he pensado, he tenido mucho tiempo para pensar. Tú ya nunca te fiarás de mí, nadie lo haría, y no será culpa tuya, desde luego, todo es culpa mía, ya te lo dije anoche, todo. Pero no hay manera de arreglar esto. Lo he pensado mucho, le he dado muchas vueltas, lo sé. Me he equivocado demasiadas veces, demasiadas. Y tú no te lo merecías, tú no te mereces…

—Vámonos de aquí.

Ella, abismada todavía en el implacable escrutinio de sus errores, el único discurso en el que parecía hallar algún consuelo, me miró con los ojos muy abiertos.

—Vámonos de aquí ahora mismo —repetí—. Vámonos ya. Vístete y vámonos.

La última vez que le pedí que nos fuéramos juntos, se había quedado paralizada, petrificada por aquel verbo. Ahora, en cambio, obedeció muy deprisa, con la diligencia de una niña dócil, contenta de poder ser útil.

No coincidimos con nadie en los pasillos ni en el ascensor. El portero tampoco estaba en su puesto, eran las dos y media. Cuando salimos a la calle, el aire caliente nos sumergió de golpe en la realidad vaporosa, sofocante, de la que habíamos permanecido ausentes en aquel pulido limbo de aire acondicionado.

—¡Qué calor hace!, ¿no? —me miró y asentí con la cabeza, porque estaba de acuerdo con ella pero, sobre todo, porque la trivialidad de aquel comentario me sentaba bien.

Era verdad que, tarde y a destiempo, hacía calor. El sol caía sobre nosotros como si pretendiera aplastarnos contra las aceras, y no era sólo el sol, también el ruido, el humo, los tubos de escape de los coches, los niños incómodos con sus mochilas, arrastrando los pies de vuelta al colegio, una pareja de cincuentones que se besaba con furia en una esquina, acordes de la sintonía electrónica de una máquina tragaperras al pasar por un bar, tres ejecutivos muertos de risa en la puerta, una madre que regañaba a su hijo, otra que paseaba a dos mellizas en un cochecito, más gente que chillaba o se reía, dos conductores disputándose a gritos una plaza de aparcamiento, fragmentos de conversaciones, ecos de bocinas, la calle, la vida, las virtudes del caos, su efecto analgésico.

—Sí —sonreí, y le pasé un brazo por los hombros, y advertí que los encogía un instante al percibir el peso de mi brazo—. Hace mucho calor.

Raquel había acertado al citarme en aquella casa ajena, que ahora, en la calle, parecía tan falsa, tan ficticia como un decorado. Los dos sabíamos que todo sería más fácil al otro lado, más allá de las paredes de cristal, del oasis del aire acondicionado, una atmósfera sin más olor que el de los lugares deshabitados. Se había equivocado muchas veces, había cometido demasiados errores, pero en eso había acertado. Bajamos por Jorge Juan en línea recta, sin hablar, percibiendo el calor, el ruido, los olores de la calle, y no íbamos a ninguna parte excepto a la otra mitad de Madrid, que era la nuestra. Cuando empezamos a verla al otro lado de Recoletos, la realidad se impuso un poco más sobre el silencio.

—Tengo hambre.

Sólo después de decirlo me miró, y yo volví a sonreír.

—Siempre tienes hambre, Raquel.

—Pues sí, pero… —me miró como si tuviera que arrepentirse también de eso—. ¿Tú no tienes? Ayer no cené, hoy no hemos desayunado, y ya son las tres.

—La gente en España come a esta hora —recordé, y la vi sonreír—. La verdad es que me vendría bien tomarme un café.

—¿Nada más que un café?

Nos sentamos en una terraza y ella retuvo con un gesto de la mano al camarero que vino a dejar las cartas.

—No se vaya, que vamos a pedir ya. Dos cafés con leche, una botella de agua sin gas y para mí, una tosta de jamón ibérico pero de las grandes, de las de hogaza, y un pincho de tortilla.

—¿Sólo o con pan?

—No, no, con pan… —entonces se volvió hacia mí—. ¿Y tú, qué quieres de comer?

—Pues… No sé. Otro pincho de tortilla.

Pero la realidad no iba a ser tan clemente con nosotros como parecía. Cuando el camarero nos dejó solos, miré a Raquel y ella me devolvió una mirada expectante que había contemplado muchas veces, como la había tenido muchas veces sentada enfrente, al otro lado de las mesas de muchos bares, de muchos restaurantes, y había percibido muchas veces la presión del hambre sobre su voz, esa ilimitada solvencia con la que daba órdenes a los camareros para agradecerles después su atención con tanto énfasis como si tuviera algo que hacerse perdonar, pero todo era distinto, y no era sólo eso. Veinticuatro horas antes, y cuarenta y ocho, y setenta y dos, y noventa y seis, y ciento veinte horas antes, y así hasta una cifra difícil de manejar, yo habría dado cualquier cosa por estar allí, por estar con ella. Su desaparición había reducido mi vida a esa frase, cualquier cosa por Raquel, cualquier cosa a cambio de Raquel, cualquier cosa para llegar a Raquel, por llegar con ella a una cama, una noche, una mañana, las tres en punto y tengo hambre, cualquier cosa por volver a escuchar que tenía hambre, por sentarme frente a ella en una mesa, por verla comer. Yo habría dado cualquier cosa por todas esas cosas, que eran la alegría, y ahora las había recuperado, pero la alegría ya no estaba allí, y no sabía qué hacer con ellas.

—Te lo dije —cuando se cansó de esperar, su mirada se apagó, se volvió inquieta y rebotó en el cielo, en la mesa, en los coches, en los árboles, antes de volver a mí—. Te dije que era muy difícil, que va a ser muy difícil…

—No es eso, Raquel —no era sólo eso, pero decidí ahorrarme, ahorrarle el adverbio—. Tú estás viva, puedo hablar contigo, hacerte preguntas, escuchar tus respuestas, quedarme contigo o marcharme. Tú estás viva y eres un problema pequeño —las velas a medio consumir alrededor del jacuzzi, el consolador de goma morada que parecía relleno de una especie de gel, las pastillas azules en aquella cajita de plata con la tapa rayada—, un problema relativamente fácil de resolver. Pero hay más, mucho más. Tanto que ni siquiera he podido hacerme a la idea. Y eso sí que es difícil.

Decirlo en voz alta me ayudó a comprenderlo, pero no me señaló ningún camino por donde seguir, y me quedé callado, calculando en qué medida era verdad lo que acababa de decir, lo que quería creer, lo que me salvaría o no, lo que salvaría, o no, a Raquel conmigo. Mi padre había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser ninguno de sus hijos, recordé, y yo quien mejor lo sabía, porque era también el hijo que más se había alejado de él, el único que no se había esforzado en parecérsele. Ambas cosas seguían siendo verdad, nunca lo habían sido tanto cuando el camarero vino corriendo con los cafés y los pinchos de tortilla, ahora mismo le traigo el jamón, dijo, y Raquel ni siquiera le miró, me miraba a mí, volcaba sus ojos sobre los míos con una expresión radical, que era entrega, y era miedo, y era amor, también amor, y que yo conocía bien. Muy bien. Antes sentía que con aquella mirada quería decirme que su vida estaba en mis manos, e intuía que era eso exactamente lo que sucedía. Ahora ya lo sabía todo, a un lado y al otro de aquellos ojos que me quemaban, que me dolían, y que deberían ser capaces de curarme.

—¿No vas a comer? —el camarero acababa de ponerle delante una rebanada de pan tan grande como la mitad de la mesa, pero ella ni siquiera había cogido los cubiertos.

—No tengo hambre.

—No me lo creo —sonreí.

—En serio… —pero parecía a punto de llorar otra vez—. Se me ha pasado.

Hice una pausa para mirarla, y miré el paseo, los coches, el cielo, a un par de amigas que hablaban como cotorras en la mesa de al lado, vi al camarero y enseguida dejé de verle, tan deprisa se movía, y volví a mirar a Raquel, la línea de su mandíbula, su barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello, sus ojos grandes y de un color extraño, oscuros pero verdosos, una chica lista, una belleza secreta, una mujer tan guapa que había que mirarla dos veces, y mirarla con atención, para llegar a verla, porque la impecable armonía de sus rasgos se negaba a los ojos que no la merecían. Estaba viendo a Raquel, la estaba mirando, y era todo tan triste, todo tan oscuro, todo tan seco, tan gris, tan sucio, tan temible, y nosotros nos reíamos tanto, solíamos reírnos tanto, nos habíamos reído tanto, que ningún otro momento llegaría a ser nunca peor que aquél, más áspero que aquel temor, más negro que aquella luz, más ruidoso que aquel silencio.

—Come, Raquel —escuché el sonido de mi voz y me asombré de que me hubiera obedecido, de que mi lengua y mi garganta hubieran generado el sonido que yo les había ordenado producir—. Come, por favor.

—Si es que no tengo hambre…

—Come —yo lloro muy poco, la noche anterior no había llorado, pero presentía la aparición de mis propias lágrimas y no estaba dispuesto a dejarlas escapar, no con Raquel, no a su lado, no todavía, aunque tuviera que cargar también con ella, aunque mis hombros estuvieran gritando que ya no podían soportar el peso de tantos cadáveres—. Empieza a comer ahora mismo. Vamos.

—Qué mandón te has vuelto, Álvaro… —cortó una tercera parte de la tostada, amontonó encima el jamón que se había desparramado al separarla del resto, se la acercó a la boca, la mordió, e insinuó una mueca cercana a la risa, una risa amarga, triste, con la boca llena, como si acabara de darse cuenta de lo que acababa de decir—. ¡Qué tontería!, ¿no?

—Sí —yo tampoco tenía hambre pero me obligué a comer, y mientras empezaba a masticar, me alegré de haberlo hecho—. Me gustan las tonterías. Cuéntame alguna más.

—¿Como… cuál?

—No lo sé, me da igual —estaba desconcertada, preocupada, tenía miedo, y no me gustaba que me tuviera miedo—. Habla, Raquel, cuéntame algo, cualquier cosa, lo que sea.

—Pero es que no sé…

—Habla —se quedó congelada, pensando, con la comida en la mano, pero yo no podía pararme, no podía esperarla, no podía soportar otra vez el ruido del silencio en los oídos—. Cuéntame qué le pedías a los Reyes de pequeña, cuáles eran tus juguetes favoritos, qué profesores te caían mal, lo que sea, me da lo mismo.

—A mi casa sí venían los Reyes de pequeña —sonrió, cerró los ojos, negó con la cabeza, volvió a abrirlos—. Quiero decir que cuando yo era pequeña, sí que venían los Reyes a mi casa. O sea, que aunque viviéramos en Francia, mis padres celebraban los Reyes y no Papá Noel, ¿comprendes? —asentí con la cabeza—. Es que estoy muy nerviosa, Álvaro.

—No importa —me había terminado sin ganas la mitad de la tortilla y sin ganas, pero con pan, empecé con la segunda—. Sigue hablando.

—Eso era muy típico de ellos, ¿sabes? Lo de mantener las costumbres de aquí, como las uvas, por ejemplo. En Nochevieja comíamos uvas, y mi abuela Anita siempre se quejaba, con lo carísimas que están, decía, y el trabajo que cuesta encontrarlas —entonces se le cayó una lágrima del ojo izquierdo, una sola, pero se la secó enseguida, y siguió comiendo, y hablando para mí—. En casa de mis abuelos había un reloj con carillón, de esos que dan las campanadas. Estaba en el salón y, claro, después de cenar, todos teníamos que levantarnos para irnos al salón, cada uno con sus uvas. Un año, mi abuelo Ignacio llamó a mi otro abuelo, Aurelio, que vivía aquí, en Torre del Mar, y escuchó las campanadas de la Puerta del Sol por teléfono, pero acabó cuando nosotros íbamos por la cuarta o la quinta, y todos protestamos mucho y ya no lo volvió a hacer… ¡Uy! —se tapó la boca con los dedos de la mano izquierda, apretó los párpados, se mordió el labio inferior y me miró como si acabara de cometer un pecado imperdonable—. Qué tonta soy, a lo mejor te sienta mal que te cuente eso… Puedo contarte cosas del instituto, mejor…

—No —la naturaleza de su miedo y aquella repentina adicción a la culpa me hicieron sonreír de verdad, sin proponérmelo de antemano—. Eso me gusta.

—¿Sí? Pues eso, que, claro, a mis amigas del colegio lo de las uvas les sonaba muy raro, y lo de los Reyes también…

Cuando pedí la cuenta, ya habíamos llegado a un supermercado de plástico con ruedas, toldo a rayas y registradora con billetes y monedas, que había sido su juguete favorito a los siete años y habría podido serlo durante muchos años más si no se lo hubieran destrozado en la mudanza.

—Fue lo único que rompieron, ¿te lo puedes creer? Bueno, eso y una lamparita horrorosa con una pantalla como de ganchillo, que mi abuela Rafaela le había mandado a mi madre un poco antes. La había tejido una amiga suya, pero a ella no le gustaba nada, así que… Pero yo me llevé un disgusto enorme, y lo peor es que no me lo explico, porque era de plástico, ¿sabes?, no sé cómo pudo rajarse entero, de punta a punta… ¿Nos vamos?

—Sí —yo había pagado la cuenta y me levanté primero—. ¿Cogemos un taxi?

—Vale.

Le di al taxista la dirección de su casa y ella no dijo nada. La radio del coche estaba encendida en una emisora que emitía un especial de música de los ochenta y nos liberó de la obligación de seguir hablando. Raquel se dejó caer sobre mí, me cogió de la mano, y empezó a canturrear que me buscaría en Groenlandia, en Hawai, en el Tíbet, en Japón y en la isla de Pascua. Podría haber sonado cualquier otra canción, pero estaba sonando precisamente ésa, y cuando terminó, pusieron un éxito de otro grupo pero de la misma época, horror en el hipermercado, terror en el ultramarinos, mi chica ha desaparecido y nadie sabe cómo ha sido… Al terminar el estribillo, mi chica me miró y los dos nos echamos a reír al mismo tiempo. Era la primera vez que nos reíamos desde que nos habíamos vuelto a encontrar, pero los dos nos dimos cuenta a la vez, y aquella risa nos dejó, me dejó a mí, al menos, un poso de melancolía en el paladar. Entonces el taxista enfiló la calle Conde-Duque, ella sacó el monedero del bolso y no me dejó pagar. Tengo mucho suelto, dijo.

—Bueno, pues… —los dos nos quedamos quietos, de pie, en la acera, y vi que los labios le temblaban, pero ya no los movía la inminencia del llanto, sino un nerviosismo tan abrumador que la impulsaba a dar saltitos sobre la acera, como una niña pequeña que hace cola para recoger las notas de fin de curso—. Yo… Me quedo aquí, claro, y tú, pues… No sé…

—Yo me quedo contigo —no reparé en el doble sentido de aquella frase hasta que terminé de decirla, y me pareció tan grave, tan solemne, que me apresuré a soltar lastre—. Si no te importa, vamos.

—No, no —me cogió de la mano y empezó a tirar de mí hacia su portal—. Por supuesto que no me importa, al revés… Pero pensaba que igual te apetecía estar solo.

—Ya estoy solo, Raquel.

—Estás conmigo —pero no se atrevió a mirarme.

—Estoy contigo y solo.

—Vale —me dijo al llegar a la puerta—, entonces soy yo la que está contigo.

No era mucho, nada más que un juego de palabras, pero me gustó escucharlo, y me gustó entrar con ella en aquel pasillo fresco y sombrío que había acechado tantas veces desde la calle, y pulsar el botón del ascensor, y oírlo llegar, y sin embargo, percibí allí mejor que en ningún sitio la cualidad ensordecedora del silencio en el que escuchamos el ruido del motor que se ponía en marcha, el disciplinado roce de los engranajes, el silbido de la cabina al posarse en el suelo. Era un ascensor largo y muy estrecho. No cabíamos juntos en él salvo cuando nos aplastábamos el uno contra el otro, y no lo hicimos. Nos colocamos en fila india, Raquel delante, yo detrás, el aire en medio, y la cautela de sus movimientos, el cuidado que ponía en no tocarme, esa repentina dificultad de sus brazos, de sus piernas, los ojos que el temor había abierto en su nuca, me sumieron en una pena instantánea, devastadora.

Nosotros solíamos hacer otras cosas, sabíamos hacer otras cosas. Yo no las había olvidado, ella tampoco, pero llegamos hasta el cuarto piso tiesos, mudos, tan separados como suelen estar los hombres y las mujeres en la frontera de su primera vez. Y no era la primera vez. Por eso, cuando abrió la puerta, y entró delante de mí, y se movió para dejarme pasar, y me miró, pensé que debería besarla. Deberías besarla, Álvaro, fui capaz de decirme, pero no de hacerlo. Entré en el recibidor, pasé a su lado, di un par de pasos, me volví, y Raquel seguía mirándome, me miraba como si su vida estuviera en mis manos y yo sabía que eso era exactamente lo que sucedía, y entonces, con torpeza, mal, a destiempo, di un paso hacia ella, que ya venía hacia mí, y nuestros hombros chocaron.

Su cabeza se acercó a la mía cuando yo iniciaba un movimiento idéntico y volvimos a chocarnos. Luego, mi nariz se tropezó con su pómulo pero su boca me encontró, y nos besamos de pie, abrazados, durante mucho tiempo, todo el que hizo falta para que mi cuerpo decidiera por mí. Antes yo sabía perderme en él, confiarme sin límites ni precauciones a su instinto, disolver mi autoridad en la suya, anularme hasta quedar reducido a su estricta dimensión orgánica, carne, piel y huesos, yo. Pero ahora no era antes, y antes existía, había vuelto a existir en aquella casa donde siempre era ahora, y ya no supe hacerlo, no pude hacerlo, y sin embargo, mientras yo lo miraba como si estuviera en otra parte, como si no fuéramos la misma cosa, mi cuerpo se emancipó de mí, mis manos empezaron a desnudar a aquella mujer, mis piernas la empujaron por el pasillo, mis pasos recordaron la manera de esquivar los muebles sin rozarlos siquiera, y todo eso lo hice yo, pero no era yo, porque podía verlo con los ojos cerrados, toda mi atención absorta en la boca, en la piel, en la cremallera de Raquel, en el esplendor del cuerpo desnudo, dorado y sinuoso, que se desparramó sobre la colcha en el último instante de mi extrañeza.

Ya nada era igual, nada inocente, y nosotros más viejos, más y menos sabios, pero la Tierra guardaba la memoria de su órbita y aún acataba el mandato de las caderas de Raquel, y lo acaté yo, en el torrente enloquecido de un río que se desborda de todos sus cauces previos, un caudal más poderoso que su rutina, aquella apacible costumbre del agua que corre que yo echaba y no echaba de menos, mientras intuía que quizás podría quedarme enganchado a aquella brillante desesperación como me había enganchado a la sonrosada fluidez en la que una vez había perdido la libertad.

Mi cuerpo reconocía el de Raquel, me reconocía en el cuerpo de Raquel, obraba el milagro de anular el tiempo, pero el sexo se había convertido en una trampa, un arma afilada, peligrosa, un ejercicio agotador, aunque capaz también de tranquilizarme y hasta de transportarme, más allá del placer, a algún lugar vagamente emparentado con la felicidad. No la sentía, pero la recordaba, cuando me quedé dormido. Me hundí en un sueño absoluto, hondo y pesado, durante dos o tres horas, y tuve que preguntarme dónde estaba cuando abrí los ojos y vi los de Raquel, mirándome.

—He hecho café —me dijo, mientras me peinaba con los dedos—. ¿Quieres?

Asentí con la cabeza y se levantó enseguida. La vi salir desnuda de la habitación y no pude contar cuántas veces la había visto salir igual. Pero antes la televisión no estaba nunca encendida, y ahora proyectaba un resplandor grisáceo sobre la pared. Mientras yo dormía, Raquel había estado viendo una película antigua, en blanco y negro, con el volumen tan bajo que apenas se escuchaban los diálogos. Entonces me acordé de Mai, de que ella también estaba viendo una película desde la cama cuando entré en el dormitorio para ponerme una camisa limpia. Eso había sucedido menos de veinticuatro horas antes, y parecía una escena tan antigua como la que estaba viendo ahora, James Cagney disparando con una metralleta desde el estribo de un coche en marcha. Pero también estaba Miguelito.

Me incorporé sobre un codo para mirar la hora en el despertador. Eran las siete menos diez. Ahora estaría él también viendo la televisión, sentado en el suelo, pendiente de los dibujos animados. Yo me había preparado para eso. Había imaginado muchas veces ciertas escenas, despachos, abogados, borradores, documentos, estilográficas, porcentajes, desconocidos yendo y viniendo por un pasillo como sombras ajenas de sus propios personajes, palabras de ánimo, miradas heladoras, silencio. La alegría me había hecho fuerte, porque Raquel me había enseñado que no existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es la alegría. Yo estaba preparado para todo eso, para acordarme de mi hijo en un momento como aquél, en aquella misma cama, con la televisión encendida, palabras que sonaban con el ronroneo monótono y tranquilo de una mascota bien educada, y había llegado hasta allí, hasta aquella casa, hasta aquella tarde, hasta aquella hora, y era todo tan duro, tan injusto, tan cruel para mí, para todos, que sentí la tentación de abandonar, de desaparecer yo y para siempre, de marcharme lejos, pero solo, y no volver jamás, como si así pudiera dejar de ser el hijo de mi padre, de mi madre, el amante de Raquel, el marido de Mai, el padre de Miguel. Como si no fuera el nieto de mi abuela, y sí un hombre cobarde.

Raquel volvió con una bandeja entre las manos y me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no pensaba en Teresa. Su presencia tenaz y benéfica, como el vuelo de un hada joven sobre mi cabeza, había permanecido ausente de las negociaciones en las que me había enzarzado conmigo mismo desde la noche anterior. Y todo lo que me había pasado desde el día del entierro de mi padre era el resultado de una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos, pero mi abuela había sido una etapa más de aquel proceso y hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente…

—Te he traído galletas —y me dejó la caja encima de las piernas—. De chocolate, éstas te gustan, ¿no?

Asentí con la cabeza y la miré. Sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, pero no pude seguir porque en aquel momento vi encogerse a Raquel sobre sí misma mientras su voz adelgazaba hasta la frontera del susurro.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Álvaro?

—No hables con esa vocecita, Raquel. Parece que me tienes miedo.

—Es que te tengo miedo, vale, a ti no, pero… —se puso derecha, me miró—. ¿Puedo preguntarte una cosa sí o no?

—Sí.

—¿Cuándo vas a irte a casa?

—No voy a irme a casa.

Me comí una galleta en dos tiempos, muy despacio, mientras la miraba. Ella me devolvió la mirada con los ojos muy abiertos, tanto como los labios, los puños cerrados en cambio, el cuerpo en tensión, pero no quiso hablar, no dijo nada.

—No puedo —le expliqué, y mordí otra galleta—. Anoche, Mai me dijo que si me iba, que no se me ocurriera volver. Luego me esperó al lado de la puerta. Me preguntó si la había oído, si la había entendido, si me iba a marchar, y yo le dije a todo que sí. Y me fui.

—Bueno… —ella intentó recomponerse y no fue capaz de superar el impacto, pero adoptó un tono de niña sabihonda casi divertido, más agradable que los murmullos de antes—, eso son cosas que se dicen, ya sabes. Ella te lo dijo para que no te fueras, para intentar retenerte, nada más. Estoy segura de que te dejaría volver, seguramente te estará esperando.

—No voy a volver, Raquel, no puedo —la miré y la encontré tan triste de repente, otra vez, que no lo entendí . Ahora menos que antes. Ahora no puedo volver a ninguna parte, ya no hay ninguna parte, no hay nada, estoy solo, ya te lo he dicho. Todo ha saltado por los aires, se ha hecho pedazos, y son tan pequeños que nadie podría pegarlos… No puedo volver a casa y decirle a Mai que vuelvo porque mi padre era un hijo de puta, un ladrón, un estafador, que arruinó a una viuda que era tan hija de puta como él, o más, porque entregó al marido de su prima para que lo fusilaran y quedarse sin testigos de que se lo estaba robando todo a una familia que se había exiliado con lo puesto, y que esa mujer con el tiempo se convirtió en mi abuela, porque su hija la traicionó para casarse con su peor enemigo y acabar siendo mi madre, ¿no lo entiendes? Si no puedo ni decirlo en voz alta, si no me lo puedo creer ni yo, ¿cómo voy a contárselo a nadie? Y sobre todo… Sobre todo, no quiero volver, Raquel. Anoche me fui de casa para no volver, y no sabía nada excepto por qué me iba. Eso lo sabía muy bien… —volví a mirarla y ya no la vi, porque se había tapado la cara con las manos—. Ahora, que si te estorbo, me puedo ir a un hotel.

—No es eso, Álvaro, yo no quiero que te vayas, al revés… Pero es que todo esto es una putada, una putada tan grande…

Se inclinó sobre mí, cogió la caja de las galletas, la dejó en la mesilla, me abrazó, y ya no pude verle la cara, sólo la cabeza, el pelo esparcido sobre mi hombro derecho, pero sentía mi propia derrota en su voz.

—Yo ya sabía que esto iba a ser así, que tendría que ser así, no había otro remedio, lo sabía, y es todo culpa mía, pero yo te quiero, Álvaro, nunca he querido a un hombre como te quiero a ti, nunca he estado tan enamorada de nadie, y a veces se me iba la olla y pensaba… No sé, pensaba que todos se morían, tu madre, tu mujer, yo qué sé, que nos quedábamos solos, de repente, que tenías un accidente, un ataque de amnesia… Parece una tontería, ¿no? Es una tontería, pero a veces lo pensaba, pensaba en nosotros como si fuéramos de otro país, como si no tuviéramos nada en común, como si nos hubiéramos conocido en una cena, en una fiesta, en esos sitios donde se conoce la gente, porque sabía que iba a ser así, que tendría que ser así, y yo tenía la culpa, pero no quería, no quería imaginarme esto, esta tristeza… Entonces me imaginaba que todos se morían, que ni siquiera habían nacido, y que tú y yo vivíamos aquí, y los sábados por la mañana hacía sol, y yo volvía de la compra con ramos de flores, y los ponía en jarrones de cristal transparente, y nos reíamos, porque éramos felices, porque yo no me había vuelto loca, porque no había metido nada en ningún cajón, porque no había llegado una mañana con una maleta llena de cosas usadas a un piso donde nadie había usado nunca nada, porque no se me había ocurrido comprar dos docenas de velas en el chino de al lado de mi casa, y no las había colocado, ni las había encendido, ni las había ido soplando una por una cuando estaban a medio consumir, como si fuera mi cumpleaños…

Aquella tristeza, que me pertenecía tanto como a ella, me inundó muy suavemente, como una droga dañina y piadosa de la que no sabía defenderme. Y sin embargo, me sentía tan cerca, tan unido a Raquel, que estreché su cabeza contra mi pecho, y la besé en el pelo, y volví a besarla, y la besé otra vez, y una más, muchas veces. No sabía muy bien por qué lo hacía, pero ella siguió hablando como si lo supiera todo por los dos.

—Y pensaba que éramos felices porque tú confiabas en mí, Álvaro, porque yo nunca te había engañado, porque tú me querías, y yo te quería, y nos reíamos mucho, y te gustaba verme entrar por la puerta los sábados por la mañana, con bolsas de la compra y ramos de flores que ponía en jarrones de cristal transparente, y siempre hacía sol… Eso me imaginaba, eso me gustaba pensar, y no esto, esta mierda, aunque ya supiera que iba a ser así, que tendría que ser así, que nunca seríamos tú y yo solos, Álvaro, que nunca podríamos vivir tú y yo solos. Nunca podremos, ahora ya lo sabes. Siempre habrá demasiada gente alrededor, vivos o muertos, contigo y conmigo, acostándose con nosotros, levantándose con nosotros, comiendo, bebiendo, andando con nosotros, y jodiéndolo todo, siempre… Yo sabía que esto iba a ser así, que tendría que ser así, pero es tan triste, es tan injusto, es tan horrible…

Entonces se incorporó, apoyó un codo en la cama, se dio la vuelta, me miró.

Yo, que lloro tan poco, que no lloro nunca, casi nunca, estaba llorando.

Ella me limpió la cara con los dedos, volvió a abrazarme, a esconderse en mi hombro.

—¿Vas a poder con esto, Álvaro?

—No lo sé, Raquel —mi llanto, manso y silencioso, breve, había terminado—. De verdad que no lo sé.