El 5 de mayo de 1956, don Julio Carrión González, de treinta y cuatro años de edad, contrajo matrimonio con la señorita Angélica Otero Fernández, de veintiuno, en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid. La novia, bisnieta del conde de la Riva, lucía un vestido de seda salvaje firmado por Cristóbal Balenciaga y un velo de encaje de Malinas de herencia familiar. Actuaron como padrinos el padre del novio, don Benigno Carrión Moreno, y la madre de la novia, doña Mariana Fernández Viu. A continuación, los novios celebraron su felicidad con una cena para más de doscientos invitados en los salones del hotel Palace.
—Mira, Julio, tú eres rico, pero no eres respetable —Angélica había volcado en él aquellos ojos acuáticos, azulísimos, magnéticos, que le atraían y le inquietaban a la vez—. Hasta ahora, eso no tenía mucha importancia, porque eras joven y en España siempre se ha creído que a los hombres les conviene hartarse de golfería en su juventud y vacunarse para el resto de su vida, pero ya tienes más de treinta años y los señores respetables no siguen solteros a esa edad. En este país no. ¿Cuánto tiempo te crees que vas a durar, siempre solo, pálido y con ojeras, en todas esas recepciones llenas de obispos y de mujeres gordas de generales que sospechan que te llevas de putas a sus maridos? Eso se va a acabar, Julio, y tú lo sabes. A no ser que te cases pronto con una virgen de buena familia y le hagas dos o tres niños muy deprisa. Eso es lo que te conviene, pero no es fácil de encontrar, para ti no, por mucho dinero que tengas. Para ti sólo hay una mujer conveniente en el mundo, y esa mujer soy yo. De entrada, porque mi segundo apellido es Fernández, y a lo peor, algún día te sirve para contestar a algunas preguntas. Franco no va a vivir siempre, ya lo sabes. Y además, y sobre todo, porque yo sé muy bien quién eres, y sé lo que eres, Julio, un ladrón, un estafador, un impostor, un mentiroso, un golfo y un putero. Lo sé, pero te quiero. Siempre te he querido, desde la primera vez que te vi —lo dijo sin cambiar de tono, con un acento tan sereno, tan frío que no podía ser natural, un recurso artificioso y bien ensayado—. Piénsatelo, Julio.
Él sonrió casi con timidez, y no dijo nada. Estaban sentados en una terraza de Rosales, disfrutando de un tibio atardecer de septiembre, un sol languideciente, pero aún capaz de brillar, engañando a los árboles que aún no habían empezado a perder sus primeras hojas. No hacía frío, y sin embargo, cuando Angélica comprobó que el silencio de su jefe se alargaba, sostuvo un cigarrillo con dedos temblorosos y tuvo que frotar varias veces una cerilla antes de lograr que se encendiera, igual que si estuviera tiritando. Al verla, Julio volvió a sonreír con más decisión que antes, y sintió un calor difuso, inconcreto, que nacía de su vanidad, pero también de la admiración que le inspiraba aquella mujer.
—Estás nerviosa —supuso en voz alta.
—Sí —y Angélica le demostró una vez más que existían muchas maneras de ser valiente—. Muy nerviosa.
A Julio Carrión González siempre le había gustado Angélica Otero Fernández. Cuando la conoció y después, a pesar de su descaro, esa arrogancia casi suicida que cristalizaba en los desplantes cotidianos de la más insufrible de sus empleadas. En esos momentos, mientras le sostenía la mirada con la barbilla exageradamente alta y las aletas de la nariz hinchadas por el simple esfuerzo de respirar, Angélica le parecía insoportable, irritante y estúpida, pero ni siquiera entonces dejaba de gustarle. Había jugado mucho con ella cuando era una niña, y a veces tenía la sensación de que había vuelto desde Galicia sólo para eso, para seguir jugando con él aunque se hubiera convertido ya en una mujer.
—Hazme lo de Rusia, Julio…
Al escucharla, él percibía un eco perturbador en su voz, la promesa equívoca y procaz que flotaba alrededor de esas palabras que eran inocentes, que tenían que serlo aunque sugirieran a distancia una oferta sexual encubierta. Tal vez, incluso, pensaba a veces, hasta consciente, aunque lo fuera de alguna manera incompleta, vaga y brumosa. Por eso le gustaba hacerse de rogar, le gustaba mirarla mientras ella, doce, trece, catorce años, un cuerpo siempre demasiado desarrollado para su edad, aquellas imposibles poses de vampiresa que dejaban al aire las costras de sus rodillas y confirmaban sus mejillas tersas, sonrosadas, infantiles, con la aspereza de unas piernas desnudas y aún sin depilar, hacía un mohín enfurruñado, un gesto brusco con la cabeza, y su melena rizada, dorada, rubísima, ocultaba de pronto la mitad de su cara con la facilidad engañosa de un animalillo bien amaestrado.
—Házmelo, por favor, Julio… —y lo decía con voz mimosa, fingiendo una timidez que no conocía—. Hazme eso, anda.
Él no podía reprimir una sonrisa al recordar lo que otras mujeres le pedían con las mismas palabras, un acento parecido, sincero o profesional, lo mismo le daba. Después, se levantaba, la miraba, y pensaba que no era más que una niña, pero no acababa de creérselo.
—Bueno, espérame aquí. Voy a la cocina, a buscar una copa y una taza.
En aquella época, entre los veranos de 1947 y 1949, aquél se había convertido en uno de sus trucos preferidos. Tenía tanto éxito, sobre todo entre las mujeres, que siempre llevaba un trocito de esponja en el bolsillo. Al llegar a la cocina, lo hundía en el fondo de cualquier taza de paredes opacas, y después golpeaba con un punzón una de las barras de hielo que se usaban para conservar la carne y el pescado, hasta desprender un pedacito que colocaba justo encima de la esponja. Así volvía al salón, con la taza en una mano y una copa de las más pequeñas, de licor, con un poco de agua, en la otra.
—Yo tuve una novia en Rusia —decía, mirando a Angélica, que aplaudía, y sonreía, y se inclinaba hacia delante para sentarse por fin como una niña normal, derecha y con los codos apoyados en las rodillas—. Se llamaba Nadia y la quería mucho, muchísimo. La quería tanto que, cuando nos separamos, estuve mucho tiempo llorando. Recogí en esta copa mis últimas lágrimas y se las mandé por correo —entonces, con los ademanes floridos, teatrales, que había aprendido de Manuel Castro, volcaba la copa dentro de la taza, donde la esponja absorbía inmediatamente el agua—. Ella me contestó, y me mandó sus propias lágrimas, pero como en Rusia hace tanto frío, se congelaron por el camino.
Entonces inclinaba la taza hasta volcarla sobre la palma de su mano, y de su interior no salía agua, sino un pedacito de hielo que depositaba enseguida en la mano de Angélica. Luego, en el instante que la niña invertía en quedarse mirándolo con la boca abierta, recuperaba la esponja con un rápido gesto del pulgar, la escurría un momento sobre la alfombra, se la volvía a meter en el bolsillo y dejaba la taza sobre una mesa, junto con la copa vacía, para que ella, en el momento en que volviera a mirarle, se lo encontrara con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¡Es increíble! —le decía entonces, cogiendo la taza, la copa, examinándolas por dentro y por fuera una y otra vez, hasta rendirse—. ¿Cómo lo haces?
—Eso no te lo puedo decir —y sonreía al rescatar en aquellos ojos acuáticos una chispa antigua de su propio entusiasmo—. Los magos nunca revelamos nuestros trucos.
Pero, aunque él llegó a estar seguro de que lo haría antes o después, Angélica no se ofreció a convertirse en su aprendiz. Ella no quería ser como él, sino estar con él, ante él, a su lado, mirándole, halagándole, admirándole siempre.
—Yo nunca te haré llorar, como la rusa esa —le decía cuando su madre no estaba cerca.
—Vete a tu cuarto, Angélica —porque cuando Mariana aparecía, la magia terminaba.
A veces, Julio pensaba que la hija no le haría tanta gracia si no fuera tan distinta de su madre, con la que sólo compartía la condición, atractiva en la menor, desafortunada en la mayor, de aparentar más edad de la que tenían. Mariana había nacido dos años antes que su prima Paloma, quien, a su vez, le sacaba a Julio casi seis, pero su cuerpo, su aspecto, esa severidad rígida y rasposa que cultivaba como una garantía de su decencia, desmentía las virtudes de la cronología. Cuando se conocieron, la madre de Angélica acababa de cumplir treinta y tres años. Apenas había rebasado el límite de la edad de las mujeres que Julio prefería, pero nadie lo diría. Y sin embargo, intentó seducirle.
Durante los primeros tiempos, mientras aún ignoraba las verdaderas intenciones de aquel chico tan simpático, Mariana llegó a pensar que, fueran cuales fueran los problemas que su repentina aparición pudiera llegar a causarle, nunca encontraría una solución mejor que casarse con él. Julio la llamaba un par de veces al mes para anunciar que quería ir a comer o a cenar a su casa, y lo hacía con tanta habilidad que, al colgar, ella nunca sabía si había llegado a invitarle o se había invitado él solo, pero al principio sus visitas no la incomodaban, al contrario. Su invitado siempre era puntual y no solía acudir a aquellas citas con las manos vacías. A veces mandaba flores por anticipado, a veces las traía él mismo o llevaba el postre, pasteles, tartas, bombones y, cuando la anterior estaba a punto de agotarse, una botella de Pedro Ximénez para su anfitriona, que era muy golosa y aún más aficionada al vino dulce.
—¡Pero Julio, por Dios! —Mariana le recibía con una invariable cara de satisfacción y la misma queja blanda, protocolaria—, ¿por qué te has molestado?
—No es ninguna molestia —él también formulaba una respuesta idéntica y envuelta en su sonrisa más encantadora.
—En fin, tú siempre tan espléndido, y yo… —entonces desviaba la mirada hacia el suelo para adoptar un gesto pudoroso, humilde y tan estrictamente calculado como ineficaz, casi ridículo, para los ojos a los que iba destinado—. Yo no tengo nada que ofrecerte, nada con lo que corresponder a tantas atenciones. Sólo soy una pobre mujer…
Gorda, completaba él, reconociendo a distancia las mollas de carne fofa que sobresalían de una faja dura como una coraza, a la altura de los omóplatos y más abajo. Torpe, añadía para sí mismo, al comprobar que ni siquiera sabía pintarse los labios sin mancharse los dientes de carmín, ni ponerse colorete sin teñirse con él los pelos que le nacían al borde de las sienes. Idiota, se decía después, y que sólo una tonta de remate podría conservar aún las esperanzas de conquistarle, y puta, reputa, más que puta, porque con tantas novenas a cuestas, tantos años de misa diaria, estaría dispuesta a abrirse de piernas sin rechistar en el mismo momento en que él se lo pidiera. Eso era lo que Julio Carrión González pensaba de Mariana Fernández Viu, pero se guardó mucho de decírselo antes de tiempo.
—Por favor, Mariana —respondía a cambio—, soy yo el que tiene muchas cosas que agradecer.
—Qué tontería, si eres ya como de la familia. Pasa, anda, siéntate, yo voy a llevar esto a la cocina en un momento, no tardo nada…
Entonces, mientras la veía desaparecer por el pasillo con su sonrojo fingido y la mano que tuviera libre empeñada en eliminar las arrugas de su vestido sin conseguirlo, Julio se daba la vuelta, y allí, apoyada en la pared o en el quicio de la puerta, con las caderas ladeadas, el cuerpo en tensión y el uniforme del colegio, estaba Angélica.
—¿Y a mí qué? —fingía un enfado tan falso como la vergüenza de su madre con una gracia instintiva, el encanto que Mariana jamás tendría, y en los ojos, el azul profundísimo de un mar de aguas limpias—. ¿A mí no me has traído nada?
—A ver, a ver… —él se acercaba despacio, con el sigilo de un gato, pasos lentos, silenciosos, que desataban una excitación gozosa, instantánea, en su inminente víctima—. No sé, la verdad, aunque… Espera, ¿qué tienes aquí? —y acercaba a su cara una mano abierta para cerrarla al borde de una de sus orejas—. ¡Pero, bueno, qué es esto! Si te crecen chocolatinas en la cabeza…
La alegría desordenaba a Angélica, la devolvía a su verdadera condición, la de una niña que no controlaba sus movimientos al colgarse del cuello de un adulto, para besarle y abrazarle mientras sus pies botaban sobre el suelo. Julio se dejaba estrujar, aspiraba el aroma de su colonia infantil, y pensaba que era una suerte que fuera tan pequeña, porque si tuviera la edad suficiente para elaborar un discurso parecido al de Mariana, tal vez acabaría cediendo algún día a la debilidad de aceptar las compensaciones que su madre le ofrecía en vano una y otra vez. Luego, la dueña de la casa regresaba con un aperitivo para dos primorosamente dispuesto en una bandeja de plata repleta de platitos, servilletitas, tapetitos y galletitas, y mientras servía el vermú como si su hija no existiera, multiplicaba sus pobres recursos de seductora inepta. En aquellos trances, Julio se divertía de verdad, gracias a la reacción de Angélica, que hinchaba los carrillos, fruncía las cejas, meneaba la cabeza o cerraba los ojos un instante para completar, entre el escándalo y la burla, un catálogo completo de gestos de desaprobación, cada vez que su madre se inclinaba sobre su invitado más de la cuenta o le acariciaba un brazo sin motivo aparente. Después, comían los tres juntos, pero Mariana no se dirigía a su hija en ningún momento hasta que Matilde llegaba con los cafés.
—Vete a tu cuarto, Angélica.
La sobremesa era el momento que el invitado elegía para asestar sus sucesivos golpes, pero su estrategia era astuta, calmosa. Siempre esperaba a que Mariana se hubiera recuperado por completo del disgusto anterior para hacerla avanzar un paso más hacia su ruina. En general, Julio pensaba que la primera y más torpe usurpadora del patrimonio de los Fernández Muñoz no era una mujer muy inteligente y que carecía de agudeza visual, porque parecía incapaz de distinguir los auténticos propósitos de su invitado, a quien agradecía de vez en cuando en voz alta los esfuerzos que estaba haciendo para mejorar la situación de su familia exiliada. Sin embargo, en algunos momentos percibía en los ojos de su víctima un destello de lucidez que le hacía dudar de sus juicios previos. Entonces recordaba que, en el fondo, aquello no tenía ninguna importancia. Lista o tonta, Mariana no tenía nada que hacer, y él la sartén por el mango.
—¿Y nunca te sientes solo, Julio? Tan joven, sin nadie que te cuide, nadie que se preocupe por ti, por hacerte feliz… No sé, algunas noches me quedo pensando que yo misma…
—No te preocupes por mí Mariana —anda, que lo que es conmigo vas dada, rica—. Soy un solitario, ya te lo he dicho otras veces. No echo nada de menos.
La mayoría de aquellas comidas se quedaban en eso, visita, regalos y un poco de conversación, al principio sólo infructuosa, aunque se fue cargando de angustia poco a poco para llegar a bordear la desesperación al final. Julio se dejaba querer, mantenía una distancia risueña, cortés, y procuraba no desalentar en exceso a Mariana porque su actitud le convenía mucho más que una hostilidad declarada antes de tiempo. De hecho, mientras ella calculaba que una boda acabaría con todos sus problemas, él sopesó por su parte la posibilidad de llevársela a la cama. Lo habría hecho muy tranquilamente si le hubiera gustado, pero Mariana Fernández Viu, por debajo del carmín y los vestidos ceñidos, seguía raspando, y su Verdugo no teñía prisa, ni motivos para tenerla.
—Mi marido era un buen hombre, serio, trabajador, pero estaba muy delicado de salud, enfermó siendo aún muy joven, ¿sabes?, y nunca se recuperó. Yo no sé lo que es un hombre de verdad, fuerte, con empuje, con ambición, capaz de protegerme, de ofrecerme cobijo, y daría cualquier cosa…
—Eres muy joven todavía, Mariana —pues por ahí tampoco va a ser, ya ves—. Estoy seguro de que antes o después encontrarás un hombre a tu medida, no un crío como yo, sino todo un señor, como el que tú te mereces.
El año 1948 fue el primero bueno de verdad para don Julio Carrión González desde que, en 1933, su madre decidió meterse en política. En primavera terminó de liquidar los olivares de María Muñoz, y al final del verano, copas, putas y reservados también en algunas grandes fincas de recreo de Toledo y Salamanca, vendió el cortijo por un precio superior al que esperaba. Para aquel entonces, ya había empezado a reinvertir sus ganancias al mismo ritmo en que había ido obteniendo, más copas, más putas, más reservados, licencias de construcción en un Madrid arrasado por los bombardeos y habitado por una masa oscura de seres encogidos cuya principal preocupación era encontrar un lugar donde vivir. Las empresas inmobiliarias florecían de la mano de una especulación salvaje para hacer ricos a hombres como él, atractivos, simpáticos, inteligentes y con talento. Él tenía el suficiente para saber que no le interesaba correr, llamar la atención, enriquecerse demasiado aprisa para sembrar envidias o suspicacias en el delicado tejido de las élites corruptas, la dorada podredumbre en la que aún no le quedaba más remedio que moverse como un doble advenedizo, social y económico. Julio Carrión González no había olvidado que hasta los más listos se vuelven tontos cuando tienen delante a alguien más listo que ellos, pero recordaba aún mejor que no debía fiarse ni siquiera de sí mismo. Por eso actuaba con una extremada precaución, asegurando cada paso que daba, sin ostentar su repentina riqueza ni pronunciar una sola palabra más de las imprescindibles. Sus frecuentes visitas a la casa de Mariana Fernández Viu no eran más que otro tornillo en un engranaje diseñado con la paciencia y la meticulosidad de un constructor de relojes.
—Me preocupa Angélica, ¿sabes, Julio? Es tan impulsiva, tan caprichosa… Me trae de cabeza, un día de éstos va a acabar conmigo. Claro, viviendo las dos solas, sin la autoridad de un hombre, pues, qué puedo hacer… Pero, con ese carácter que tiene, también me da miedo meter aquí a alguien, porque… Yo creo que tú eres la única persona con la que se lleva bien.
—Yo no creo que debas preocuparte por eso —es que vas de mal en peor, ricura—. Angélica es muy despierta. Inteligente, rápida, fuerte, capaz de protegerse a sí misma. Y guapa.
—¿Tú crees? —y fruncía el ceño, para que su invitado leyera en esa arruga cuánto le molestaba aquella afirmación.
—Pues claro que lo creo —pero él la confirmaba con vehemencia—. Tu hija es muy guapa, y lo va a ser todavía más. Dentro de nada, será ella la que cuide de ti, ya lo verás.
Mariana Fernández Viu nunca pudo probar que Julio Carrión González era un ladrón. Jamás vio, escuchó ni averiguó nada que le permitiera demostrar lo que sabía, lo que fue intuyendo y sólo acabó de adivinar al final, sin lograr arrancarle una confesión completa ni siquiera entonces. Julio la llamaba, acudía a sus citas, le llevaba flores o bombones, se sentaba a su mesa, hablaba con ella, le daba las gracias al despedirse y se comportaba como un caballero en todos los sentidos, pero no soltaba prenda. Mariana no sabía con precisión a qué se dedicaba —bueno, tengo algunos negocios, aquí y allá—, ni cuánto dinero tenía —ahora las cosas empiezan a irme bien, no me puedo quejar, pero todo va despacio—, ni cuáles eran sus ideas políticas —vivimos un momento muy delicado, ¿no crees?, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero lo importante no es eso, sino trabajar por España, cada uno en su sitio—, ni qué pretendía de ella en realidad, muchísimas gracias por todo, Mariana, por la comida y por la compañía, no podría decirte cuál de las dos cosas me ha gustado más…
Él la desorientaba a conciencia, y a veces optaba por una timidez fingida, a veces por una melancolía igual de imaginaria, o escogía maneras diferentes de ser encantador, más o menos alegres, más o menos achuladas, más o menos seductoras, pero nunca se apartaba del rasgo esencial de su personaje. Había decidido que, en aquella casa, Julio Carrión González debía de ser más que un conocido pero menos que un amigo, un contacto agradable pero tan precario como todos los acontecimientos fortuitos, un hombre con la apariencia de estar bien situado en el régimen pero, al mismo tiempo, la sombra de los Fernández Muñoz, y eso era. No dejaba pasar la ocasión de dar a Mariana noticias de Ignacio y de sus padres, pero tampoco descuidaba la obligación de contarle anécdotas en las que estuvieran envueltos los hermanos Sánchez Delgado o sus amistades. Con el tiempo descubrió que lo más eficaz era conectar ambos mundos.
—Fíjate qué curioso —comentaba como de pasada, después de que Mariana hubiera mandado a Angélica a su cuarto, mientras la veía servir el café—, el otro día me presentaron a un general… Ahora no me acuerdo de cómo se llama, bueno, da igual, me lo presentó Romualdo Sánchez Delgado, ese subsecretario del Ministerio de Agricultura que es tan amigo mío, ya te he hablado de él, ¿no? —ella asentía con un gesto cauto y se obligaba a sonreír—. Pues el caso es que este general era muy amigo de tu tío Mateo antes de la guerra, y me habló muy bien de él. Un español de una pieza, dijo, honorable, capaz, valioso en todos los sentidos. Y añadió que estaba dispuesto a mover todos los papeles que hicieran falta para animarle a volver. No podemos prescindir de gente así, Carrión, eso me dijo. El otro día, escribí a Ignacio para contárselo…
Mariana nunca respondía a estas noticias, pero Julio la veía palidecer, revolverse en el asiento, frotarse las manos con una insistencia frenética, y aquel espectáculo le tranquilizaba tanto que hacía florecer su sonrisa más encantadora de una manera casi automática, para mantenerla imperturbable sobre sus labios en las dos o tres visitas siguientes. A aquella mujer le daba miedo todo, que su familia volviera y que siguiera viviendo en Francia, que Julio estuviera contento y que le dijera que las cosas no iban bien, que la llamara con regularidad y que, de pronto, desapareciera un par de meses sin explicar por qué, ni antes ni después. Mientras tanto, él descubría que seguía careciendo de asideros, ninguna protección más eficaz que su amistad con un par de párrocos y ciertas damas beatas de su barrio, una garantía que no había sabido aprovechar ocho o nueve años antes para intentar legalizar su usurpación, y que ahora ya no servía para nada que no fuera arriesgar unos avances progresivamente histéricos, tan lamentables que llegaban incluso a sonrojar a su invitado.
—Hace calor hoy, ¿no te parece? Es como si la primavera se insinuara en el aire, no sé, noto… Estoy notando una especie de hormigueo en todo el cuerpo, un picor, o no, pero algo parecido, como la sensación que se tiene después de tomar dos copas de champán, o tres, cuando a una le entran ganas de hacer locuras, y… Si tú quisieras, podríamos abrir una botella y brindar por…
—No, Mariana, no vamos a brindar —porque ella se había quitado ya la chaqueta, se había inclinado sobre la mesa, fruncía los labios en un mohín caprichoso, y Julio no podía soportarla ni un minuto más—. Tenemos que hablar. Del piso de la calle Hartzenbusch.
—¿Del piso de Hartzenbusch…? —y hasta la última hebra de esa sensualidad falsa y mal aprendida que pretendía lucir como un vestido prestado, demasiado grande, se evaporó en aquellos puntos suspensivos—. ¿Y por qué? ¿Es que hay algún problema con el piso de Hartzenbusch?
—Ninguno —y su invitado ya no sonreía—. Al contrario, el otro día estuve allí. Hablé con tus inquilinos, que fueron muy amables y me enseñaron la casa. Muy bonita, por cierto, un cuarto piso, exterior, con mucha luz, la cocina bastante grande, dos salones y tres dormitorios, ¿no?
Mariana asintió con la cabeza mientras se cerraba la chaqueta con los puños cruzados sobre el pecho y Julio volvió a sonreír, como si pretendiera celebrar su retorno a la decencia, antes de seguir hablando.
—Luego estuvimos… Cambiando impresiones. Tuve que explicarles la situación, claro, que tú no eres la dueña del piso, que no tenías ningún derecho a alquilárselo cuando lo hiciste, que llevas diez años cobrando una renta que no te corresponde… No se pusieron muy contentos, desde luego, pero cerré un trato con ellos. Se han comprometido a dejar el piso libre a primeros de junio, a cambio de una pequeña indemnización que no pienso cobrarte, se la pagaré yo, no te preocupes… Van a instalarse en un piso nuevo, de un edificio que estoy terminando más allá de la plaza de toros, en un barrio peor que éste, eso sí, más lejos, menos metros y el mismo alquiler, porque todo está subiendo una barbaridad, y los alquileres lo que más, como la espuma… Al principio, la idea tampoco les gustó mucho, pero acabaron por entenderlo y tendrán que marcharse, ya lo saben. Y ahora ya lo sabes tú también.
—Pero yo… ¿Por qué tengo yo que saber…?
Mariana había logrado conservar la compostura a duras penas, pero no podía controlar el color de su cara, ni el pequeño temblor que sacudía a un tiempo sus manos, sus labios, sus párpados. Julio nunca la había visto tan alterada pero no se sorprendió, porque hasta aquella noche de febrero de 1949, sus sucesivas gestiones la habían ido despojando de bienes considerables pero muy lejanos, los que producían unos olivares que ni siquiera conocía antes de la guerra. El piso que Mateo Fernández Gómez de la Riva había comprado para su hija Paloma en la calle Hartzenbusch era una propiedad mucho menos valiosa, pero representaba el desembarco de Julio Carrión en su territorio, Madrid, su barrio, una intervención directa en las coordenadas inmediatas de su vida, el círculo cercano, íntimo, que hasta entonces había permanecido al margen de cualquier cambio. Él lo sabía, y sabía también que Mariana había tenido que reajustar su economía alrededor de aquella renta que era ya su único ingreso regular aparte de su pensión, pero adoptó el acento más tranquilizador entre los que disponía para explicarle sus planes, como si ella tuviera la menor opción de oponerse a ellos.
—Este piso —señaló el espacio que les rodeaba con un movimiento de la mano— es enorme, Mariana, y muy valioso. Tú lo sabes. Además, es demasiado grande para vosotras y la pobre Matilde, que se mata trabajando y no da de sí para limpiarlo ella sola. ¿Cuántas habitaciones os sobran, cinco, seis? Y eso sin contar con el despacho, que no lo usas para nada… Si lo piensas un poco, te darás cuenta de que el piso de Hartzenbusch os conviene mucho más. Es más pequeño, más recogido, más fácil de limpiar. Si os organizáis bien, ni siquiera necesitaríais a Matilde, y tendríais sitio de sobra. Era la casa de Paloma, ya lo sabes, y ella estaba casada, y tendría una criada, supongo, o sea, más o menos igual que tú, que por aquel entonces vivías en Blasco de Garay, en un piso que, por lo que se ve del edificio por fuera, debía de ser más pequeño y más feo que el suyo. Por eso he pensado que lo mejor es que os mudéis allí después del verano. Angélica no tendría que cambiar de colegio, ni tú de costumbres, está aquí al lado.
—Ya, no, si en eso tienes razón, pero… —Mariana volvió a retorcerse las manos mientras buscaba, sin conseguirlo, la mejor manera de explicarse.
—Y para este piso puedo encontrar enseguida un buen comprador —Julio siguió como si ella no hubiera dejado nada pendiente—, porque sirve para vivienda de una familia numerosa, y ya sabes que ahora eso se lleva mucho, pero también como despacho. Es ideal para una notaría, o un bufete de abogados importante, y…
—Ya —Mariana levantó una mano en el aire, tomó aire, se impuso a su invitado—. Pero es que yo vivo del alquiler de Hartzenbusch.
—¡Mariana! —Julio la miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar, y los cerró un momento después, mientras negaba con la cabeza, en su rostro una expresión irónica donde el escándalo se mezclaba con el pudor—. Mariana, por Dios, no me obligues a recordarte…
—No, no, si lo sé —ella, los hombros hundidos, los ojos húmedos, no le obligó a nada, pero insistió con un hilo de voz aterrada—. Lo único que digo es que… Bueno, que yo vivo de ese alquiler.
—Pero tienes tu pensión. Tengo entendido que los amigos de tu marido te la arreglaron para que cobres el máximo, lo mismo que si los rojos le hubieran paseado.
—Ya, pero con la pensión sólo tengo para ir tirando.
—¿Y qué más quieres? —Julio endureció su voz en la misma medida en la que ensanchó su sonrisa—. Ya les hubiera gustado a tus tíos tener algo para ir tirando cuando cruzaron la frontera, ¿no? —Mariana se tapó la cara con las manos y él se mudó a un tono más suave—. Además, con eso es con lo que nos conformamos todos, con ir tirando. Y tu situación no es tan mala. Aparte de que vas a seguir teniendo casa gratis, te sobra sitio, ya te lo he dicho. Puedes alquilar una habitación, o hasta dos, si duermes en el mismo cuarto que tu hija.
—¿Huéspedes? —y la desolación se extinguió en un póstumo destello de rabia—. ¿Me estás pidiendo que coja huéspedes?
—No te estoy pidiendo nada, Mariana, nunca lo haría. No tengo derecho a meterme en tu vida, ya lo sabes. Te estoy dando un consejo, nada más. Tú verás si lo aceptas o no, pero te advierto que, en los tiempos que corren, tener huéspedes no es ningún desdoro. Muchas viudas respetables lo hacen y no pasa nada, porque escogen entre personas de reputación intachable, estudiantes de buena familia, seminaristas, funcionarios, señoritas… Por eso creo que te conviene pensarlo, sólo eso, y tampoco corre prisa. No tendríais que mudaros a Hartzenbusch hasta septiembre. Podéis pasar el verano en Torrelodones, como todos los años. Y luego ya veremos…
Pero no hubo nada que ver. Mariana nunca llegaría a mudarse ni a elegir a sus huéspedes con cuidado, porque cuando a Angélica le dieron las vacaciones, el piso de Hartzenbusch ya estaba vendido. Julio quería alejar a Mariana de Madrid para hacer el menor ruido posible, camuflar su ausencia entre la de todos los vecinos que descansaban fuera de la ciudad, limitar el número de conocidos a los que pudiera recurrir en busca de amparo. Sus relaciones no le inquietaban, pero tampoco le interesaba hacerse famoso, dar que hablar, convertirse en tema de conversación en algunos círculos, inofensivos en sí mismos, que pudieran llegar a cruzarse con otros, más peligrosos. Prefería seguir resultando simpático, un hombre encantador hasta el final, y por eso, a primeros de julio, un par de días antes de vender el piso de la glorieta de Bilbao, hizo empaquetar todas las propiedades personales de la señora Fernández Viu, y las guardó, en uno de sus almacenes hasta la última semana de agosto. Durante el verano, sus visitas a Torrelodones fueron menos numerosas que las de los dos años anteriores, y su frecuencia repercutió en la exasperación de Mariana en una proporción más que inversa.
—Julio, si tú quisieras…
—Vístete, Mariana, por favor. No quiero abusar de ti, nunca me lo perdonaría.
Hasta el 12 de septiembre. Ese día, a las diez de la mañana, Julio cruzó la verja de la Casa Rosa en un taxi abarrotado de bultos, cajas, maletas y paquetes de todos los tamaños que su propietaria reconoció antes de que el conductor tuviera tiempo de dejarlos en el suelo.
—¿Qué significa esto? —y su propia sangre ya parecía haber huido de su cuerpo despavorida y en desorden, como las tropas de un ejército derrotado.
—Son tus cosas, Mariana —Julio sonrió—. Espero no haberme equivocado al seleccionarlas. He vendido la casa de la glorieta de Bilbao.
—¿Ya? Pero, entonces… —se quedó callada, tragó saliva, logró recomponerse, no del todo—. Bueno, ya me habías dicho que tendríamos que mudarnos a Hartzenbusch, y me parece bien, no creas, tienes razón en lo que dices, pero no esperaba que todo fuera tan rápido, me habría gustado recoger la casa, llevarme algunos muebles, y…
—Los muebles no son tuyos, Mariana —Julio seguía sonriendo—. Los he vendido también. Son muy buenos, ahora ya no se hacen muebles así.
—Entonces, en la casa de Hartzenbusch… Claro, estarán los muebles de Paloma, porque, si no…
—Pues no, tampoco —y Julio aún sonreía—. La casa de Hartzenbusch está vacía. Los compradores no la han ocupado todavía, creo. La vendí el mes pasado.
—Pero…, pero… —Mariana Fernández Viu se tambaleó, retrocedió unos pasos, se sentó en una silla, le miró con los ojos muy abiertos—. Me has dejado en la calle, Julio.
—Sí —y por fin su sonrisa cesó, pero su ausencia no se reflejó en el tono de su voz, siempre suave—. Justo donde te mereces estar.
¿Esto era lo que querías, no, Palomita? Julio Carrión, de pie en el porche de la casa más bonita de su pueblo, encendió un cigarrillo, miró a su alrededor, y sintió palpitar la muesca endurecida y seca que ocupaba en su pecho el mismo lugar donde otros hombres tienen el corazón. No dirás que no cumplo mis promesas, Paloma. Y había crecido mucho desde aquella noche de París, había crecido tanto que ya sabía que no le convenía escribir otra nota que luego no se atrevería a enviar, pero tampoco pudo morderse la lengua.
—¿Sabes por qué no me he acostado contigo, Mariana? —ella, los ojos clavados en la falda, no levantó la cabeza para mirarle—. En París me acostaba con tu prima Paloma.
—¡Hijo de puta!
Mariana Fernández Viu se levantó de repente para abalanzarse sobre Julio Carrión González como un animal enfurecido, los puños por delante, golpes, arañazos, patadas que no llegaron a impactar en el cuerpo del hombre que logró sujetarla pero no impedir que siguiera hablando, escupiendo insultos con el instinto desesperado, impotente, de una serpiente inmovilizada que cascabelea, y enseña los dientes, y mueve la lengua, aunque sepa que acaban de extirparle todo su veneno.
—¡Hijo de puta, cabrón, miserable! ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Cómo has podido…? Paleto de mierda, ¡te voy a hundir! ¿Me oyes? Te voy a hundir, voy a acabar contigo, hijo de la gran puta, cabrón, cerdo, que no eres más que un cerdo desagradecido, y un monstruo, eres un monstruo hijo de puta…
—No, Mariana —Julio estaba muy tranquilo, y procuró que esa condición se reflejara en su rostro mientras sentía cómo se iba aflojando el cuerpo que sostenía—. No vas a hundirme porque no puedes. Y tienes razón en una cosa, soy un paleto pero, aparte de eso, lo que dices de mí te lo puedes aplicar a ti misma. Con una diferencia. Yo soy el más listo de los dos, Mariana, y tengo todo lo que tú no tienes. Para empezar, a la ley de mi parte.
—¿Quién eres tú, Julio? ¿Qué eres tú? —se desprendió de sus brazos con un repentino gesto de repugnancia, volvió a sentarse, le miró a los ojos—. ¿Eres comunista, como mi primo? ¿Eres un espía, eres un ladrón? ¿A qué te dedicas en realidad, qué haces con el dinero? ¿Te lo quedas tú, se lo mandas a mi tío, se lo das al partido? ¿O eres masón? Y si no lo estás robando, ¿cómo es que te van tan bien las cosas? ¿Y por qué…? —hizo una pausa, bajó los ojos, volvió a levantarlos, le miró con toda la inmensa lástima que en aquel momento se inspiraba a sí misma—. ¿Por qué me has hundido, Julio Carrión? ¿Qué te he hecho yo para que me hundas?
—Nada —él encendió otro cigarrillo, aspiró el humo, miró a su víctima con benevolencia, una promesa de sonrisa en los labios y el encanto pacífico del hombre más simpático del mundo—. No me has hecho nada, Mariana, pero estabas donde no tenías que estar. No es más que eso, no tengo ninguna otra cuenta pendiente contigo. Es más, quiero ayudarte. Aquí… —metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó un sobre blanco y lo abrió para revisar su contenido, como si no lo conociera, antes de dejarlo en la mesa—, aquí hay dos billetes de tren, en primera clase, para el expreso de Galicia que sale mañana a las ocho y media. Os he reservado una habitación doble en el Carlton, por si os apetece pasar esta noche en Madrid para no madrugar tanto. Y he añadido un poco de dinero, para que no os falte de nada durante el viaje. Así, al llegar a Pontevedra, podéis coger un taxi y viajar cómodamente hasta la casa de tus padres. Supongo que les hará mucha ilusión veros. Y, por cierto —miró el reloj y levantó las cejas para simular que se le estaba haciendo tarde—, yo voy a bajar al pueblo, a ver al mío, que ya habrá salido de misa. Luego le invitaré a comer en el mesón de la plaza, cordero asado, que le gusta mucho, al pobre. Volveré por la tarde, para despedirme… ¡Ah! Y otra cosa —se dio la vuelta para mirarla cuando ya había empezado a andar hacia las escaleras—. No tengas prisa, no hace falta. He contratado el taxi para todo el día. Aquel señor estará esperándote aquí hasta que lo tengas todo preparado.
—¿Y si no acepto?
Ya había empezado a bajar cuando escuchó esa pregunta y se volvió para encontrar a Mariana de pie, muy tiesa, colorada de indignación y aferrando el sobre con las dos manos.
—Puedes hacerlo, por supuesto —respondió con la misma serenidad con la que se había dirigido a ella en todos los momentos de aquella mañana—, pero no te lo aconsejo. Créeme, Mariana, no va a servir de nada. No tienes nada que hacer, en serio. Y yo no voy a ser siempre igual de generoso. Por supuesto, puedes insistir en quedarte aquí hasta que consiga una orden de desahucio. Yo sería incapaz de sacarte por los pelos, ya lo sabes, y ganarías algunos días. Sólo unos días, porque yo sigo siendo el representante legal del dueño de esta casa y tú una inquilina indeseable que no paga el alquiler. No me llevaría mucho tiempo convencer a un juez, y luego tendrías que pasar por la vergüenza de que venga la policía a echarte por la fuerza y a tirar tus cosas en la calle. ¿Tú crees que te compensa? También podrías instalarte en Madrid, en una fonda, porque no creo que tus ingresos te permitan pagar otra cosa, sí, pero ¿para qué? ¿Qué ganarías con eso? Con lo caro que está todo y sin ningún gasto cubierto, Angélica y tú tendríais que pasar apuros para que te alcanzara a pagar la cuenta y comprar dos billetes mucho peores que los que te acabo de regalar. Sin embargo, si aceptas y vuelves ahora a casa de tus padres, con tu pensión de viudedad tendrás de sobra para tus gastos y los de tu hija. Ya sé que te gusta más vivir en Madrid, pero a veces hay que elegir entre lo que uno quiere y lo que uno puede, y tú no puedes hacer otra cosa, Mariana. Hazme caso, porque sé muy bien lo que te estoy diciendo. Ya lo has consultado con un abogado, ¿no? Un chico joven que se apellida Tejerina y tiene un despacho en la calle Velarde, no sé quién me lo contó, pero lo sé, y sé que él te dijo lo mismo que te estoy diciendo yo. Si no nos crees, ni a ese abogado ni a mí, puedes buscar otro, no te llevará mucho tiempo, pero lo mismo te da ir a ver a uno de Pontevedra que a cualquiera de aquí. Todos habrán estudiado la misma carrera, conocerán las mismas leyes y te darán la misma respuesta. Por eso creo que te conviene aceptar mi oferta. Por eso, y porque no pienso volver a repetirla.
Mariana todavía le sostuvo la mirada unos instantes, pero no abrió la boca. Cuando comprobó que no le quedaba nada que añadir, Julio terminó de bajar las escaleras, recorrió el camino sin mirar hacia atrás, cruzó la verja, le dio instrucciones al taxista, que había aparcado fuera, y bajó hasta el pueblo dando un paseo para cumplir con la rutina de todas sus visitas. Pagó a Evangelina, saludó a los conocidos, reservó la mejor mesa del mesón, la ocupó a las dos en punto, sonrió al ver cómo disfrutaba su padre de la pierna de cordero que había pedido para él, invitó a un café, y luego a una copa, al cabo de la Guardia Civil, y pagó un par de rondas para los amigos de Benigno, con los que estuvo un buen rato jugando al dominó. Después, cerca ya de las siete, se despidió de todos, deslizó un par de billetes en el bolsillo de una americana nueva, flamante, que él mismo había comprado quince días antes —tome, padre, para usted, y si necesita algo más, si le hace falta algo, lo que sea, llámeme, por favor, o dígale a Evangelina que me llame, que ella también tiene mi número— y volvió a subir andando la cuesta que había bajado por la mañana.
No encontró el taxi aparcado fuera de la verja. Estaba dentro, delante del porche, con el maletero abierto y lleno de bultos. Mariana, con el sombrero puesto y un rostro tan carente de expresión como el de una estatua, supervisaba los afanes del taxista y de Matilde, que estaba tan campante como si no la acabaran de despedir, aunque había puesto mucho cuidado en no decirle a nadie que don Julio había hablado con ella cuando todavía estaban en Madrid, por si le interesaba servir en su casa después de las vacaciones, que desde luego que le interesaba, porque había empezado subiéndole el sueldo con la única condición de que no abriera la boca para no darle un disgusto a su señora, que estaba arruinada y aún no quería darse cuenta, pobrecilla.
—Me alegra mucho comprobar que has decidido ser sensata, Mariana.
—Ésta no es la última vez que nos vemos, Julio —pero no se atrevió a mirarle—. Acuérdate bien de lo que te digo.
Él sonrió. No lo creo, respondió para sí mismo, pero no quiso proseguir aquella conversación. Después, sus cálculos se fueron cumpliendo con exactitud y sin contratiempos. Pasó el tiempo, terminó 1949, empezó 1950, vendió también a buen precio la casa de Torrelodones, comprobó que nada ni nadie conectaba su nombre con el de la familia Fernández Muñoz, se relajó por dentro, después por fuera, fue abandonando poco a poco sus antiguas precauciones, se sintió más seguro, más audaz, se acostumbró a frecuentar a la buena sociedad, se hizo popular entre los hombres y aún más entre las mujeres, su nombre empezó a aparecer en las crónicas de los periódicos entre el de otros invitados a las fiestas y banquetes más selectos de cada temporada, y se acostumbró a que nadie se dirigiera a él sin el don por delante. Hasta que una mañana de marzo de 1954, cuando ya casi se había olvidado de quién había sido una vez Julio Carrión González, su secretaria golpeó la puerta de su despacho con los nudillos.
—Tiene usted una visita, don Julio.
—¿Tan pronto? —y frunció las cejas antes de mirar la agenda que estaba abierta sobre la mesa.
—No, no es don Alejandro —Amparo, que era una monada, le sacó del error con una sonrisa—. Es una chica muy joven, que no ha llamado antes. Yo no la conozco, pero me ha dicho que está segura de que la recibirá, porque es como de la familia. Se llama Ángela… —miró un momento el cuaderno que llevaba en la mano—, no, Ángela no, Angélica. Angélica Otero Fernández.
—¡Angélica! —Julio se quedó mirando a su secretaria con la boca abierta por el estupor y no fue capaz de añadir nada más.
—Bueno… —su secretaria insistió con timidez, después de unos segundos—. ¿Qué hago? ¿La invito a pasar o le digo que venga otro día?
—No, no —miró el reloj para ganar tiempo, se preguntó qué podría esperar de aquella visita y no fue capaz de responderse—. Que pase ahora, mejor.
Un instante después la tenía delante, con la misma melena rizada, dorada, rubísima, las caderas ladeadas, el cuerpo en tensión, un gesto arrogante en la barbilla y los ojos del color de un mar de aguas limpias. No había cambiado mucho, porque la mujer en la que se había convertido era un desarrollo impecable de la niña que Julio recordaba, y los detalles que veía por primera vez, los tacones, el bolso, las medias, la rotundidad consciente de los pechos, de las caderas, le sorprendieron mucho menos de lo que contribuían a consolidar aquel recuerdo. Le conmovió más su ropa, un traje de chaqueta que cumplía con dos preceptos fundamentales, realzar su cuerpo y obedecer el mandato de la moda de aquella temporada, pero traicionaba sin remedio el trabajo de una modista barata, chapucera, que tampoco había podido contar con una buena tela.
—¡Qué sorpresa, Angélica! —Julio la saludó desde su silla, pero se levantó al verla avanzar en su dirección, muy decidida.
—Sí, ya me imagino que no me esperabas —y sonrió con cierta ironía malévola, muy suya—. ¿No me vas a dar un beso?
—Claro —al acercarse, él comprobó que seguía usando la misma colonia de antes, un rasgo póstumo, nostálgico, de aquella infancia en la que nunca había parecido sentirse muy a gusto—. Siéntate, por favor. ¿Cómo estás?
—Pues no muy bien, la verdad… —se sentó derecha, como una señora, y cruzó las piernas de la manera más convencional antes de encender un cigarrillo para exhalar el humo con un suspiro tan profundo que les hizo sonreír a los dos a la vez—. Por eso he venido. No me gusta nada vivir en Galicia, bueno, no hablo de las ciudades. Santiago es muy bonita y está siempre muy animada, y La Coruña también, pero yo no tengo la suerte de vivir allí, sino en una aldea perdida de la provincia de Pontevedra donde llueve todo el rato, hay más vacas que personas, y me aburro como una ostra. Y no conozco a nadie ni en Santiago, ni en La Coruña, ni siquiera en Vigo, así que… He venido a Madrid a verte a ti.
—Estupendo —Julio sonrió—. Y yo me alegro mucho de verte. Pero no sé si he acabado de entenderte bien.
—Me has entendido perfectamente, Julio, eres muy listo, siempre lo has sido —entonces fue ella la que sonrió mientras él se echaba a reír—. Quiero vivir en Madrid, soy de aquí. Aquí sí conozco gente, mis amigas del colegio, las del barrio. Ellas me echan de menos y yo a ellas mucho más, hemos seguido escribiéndonos todo este tiempo…
—Eso es muy bonito.
—¿A que sí? Pero para poder venirme aquí, necesito un trabajo. Soy pobre, tú lo sabes mejor que nadie. A ti, en cambio, te van muy bien las cosas, no hay más que ver esta oficina. Estoy segura de que, si te esfuerzas un poco, encontrarás algo para mí. Cumplí diecinueve años en diciembre del año pasado, y la chica que me ha acompañado hasta aquí no puede ser mucho mayor que yo. Soy más alta que ella, y lista, ya lo sabes, tengo el bachiller terminado, hablo francés, y antes de que me lo preguntes, te diré que también tengo un título de taquigrafía y mecanografía. Me lo saqué, por correspondencia, hace dos meses, y el director de la academia me escribió para felicitarme porque nunca había tenido una alumna tan aprovechada. Tengo la carta en el bolso. Si quieres, te la enseño.
—No, no hace falta…
Julio hizo una pausa para mirarla, para reconocerla en su audacia, aquella arrogancia arisca, peligrosa, que antes, cuando era niña, le divertía, y ahora le parecía mucho más interesante que la disponibilidad mansa e inexperta de todas esas muchachas en edad de merecer que le azuzaban sus madres de vez en cuando, siempre con su correspondiente letrero invisible, no tocar, tatuado en la frente. Angélica le sostuvo la mirada como si pudiera leer a través de ella que la debilidad de Julio Carrión González eran las mujeres valientes, pero él estaba pensando, además, algo distinto. Intuía que contratar a Angélica podría traerle problemas. Y que no contratarla implicaría más o menos el mismo riesgo.
—¿Y tu madre? —le preguntó, antes de tomar una decisión—. ¿Qué opina tu madre de esto?
—Mi madre, como te puedes figurar, no sabe nada. Ella cree que he venido a pedirle trabajo al padre de mi amiga Maruchi. Te sigue odiando, Julio, eso por supuesto, y reza todos los días para que te arruines. Pero mi madre es mi madre, y yo soy yo. Ella ha vivido su vida, y yo voy a vivir la mía.
—Trabajando conmigo.
—Por ejemplo.
—Muy bien —Julio Carrión miró el reloj, frunció el ceño, cogió una tarjeta, se la tendió—. Llámame pasado mañana. ¿Dónde te alojas, en casa de alguna amiga? —ella asintió—. ¿Necesitas algo?
—Trabajo, sólo eso —leyó la tarjeta, la guardó en su monedero, le miró—. Te llamaré mañana, mejor, si no te importa…
Julio sonrió, volvió a besarla para despedirse, y al día siguiente respondió a su llamada invitándola a comer. Había decidido reservar su oferta para los postres, pero ella no se lo consintió. Cuando le ofreció un puesto de recepcionista con un sueldo ligeramente superior al que cobraban sus secretarias, la vio resplandecer.
—¿Y la recepcionista que tienes ahora? —preguntó luego—. ¿Qué vas a hacer con ella?
—La voy a colocar en el almacén. Es mucho más fea que tú.
Ambas cosas eran verdad, y que la recepción de Construcciones Carrión mejoró mucho con Angélica Otero Fernández detrás del mostrador. ¿De dónde has sacado a esa preciosidad?, le preguntó Romualdo Sánchez Delgado un día en que tuvo que ir él en persona a buscarlo, porque después de que Angélica se lo anunciara, se había quedado tonteando con ella desde el otro lado del mostrador. Para ti, de ninguna parte, le respondió él con una sonrisa, y su amigo soltó una risotada mientras le palmeaba la espalda, ¡qué cabrón…! Y cuando se fue, después de salir a despedirle a la puerta, le hizo un gesto a su recepcionista para que le siguiera hasta su despacho.
—Ya te he dicho que no me gusta que coquetees con las visitas, Angélica —dijo, después de cerrar la puerta—. No es serio.
—¡Pero si yo no coqueteo, Julio! —ella protestó con las manos y con la mirada al mismo tiempo—. Son ellos, de verdad, siempre son ellos. Te juro que yo no tengo ningún interés…
—Y llámame de usted. Te lo he dicho muchas veces.
—Sí, don Julio.
—Sin recochineo, por favor.
—Claro.
Durante los primeros meses, todo quedó en eso. Angélica se comportó como una buena trabajadora, puntual, responsable, paciente y amable con todo el mundo. Julio la observó a distancia durante algunas semanas y enseguida se despreocupó de ella. Su recepcionista le gustaba, siempre le había gustado, pero no pensaba cometer el error de pagar sus pequeñas provocaciones con otra cosa que sonrisas, y los besos castos, inofensivos, con los que correspondía, en el centro geográfico de sus mejillas, a los que ella le daba en las comisuras de los labios para saludarle, o despedirse de él, cuando no había nadie delante. No consiguió nunca que le tratara con tanto respeto como le habría gustado, pero se mostraba tan agradecida que la entregada languidez de sus miradas compensaba el tuteo.
A Angélica Otero Fernández le había sentado muy bien volver a Madrid. Se había instalado en la casa de una vieja conocida de su madre, la viuda de un comandante de la Guardia Civil que alquilaba un par de habitaciones en una buena casa de la calle Mejía Lequerica, lo más cerca de la glorieta de Bilbao que había podido encontrar, y no debía de enviar ni un céntimo a Galicia pero, incluso así, era difícil aceptar una transformación semejante a la que su primer sueldo empezó a inyectar en su aspecto. Entonces, y a pesar de que su nivel de ingresos la obligaba a mantenerse dentro del límite de los sucedáneos, todos esos vestidos de confección, baratos, que copiaban con mucho descaro y más o menos acierto los modelos de alta costura, y dos pares de zapatos del mismo modelo, clásicos, sin ningún adorno, unos negros, otros marrones, Julio tuvo que reconocer que era una mujer elegante. A su antiguo encanto, esa gracia innata que no había heredado ni aprendido de su madre, Angélica sumaba ahora la poderosa manera de andar, de machacar las aceras como si pretendiera perforarlas con sus tacones, que surge por sí sola en las mujeres que ni siquiera se molestan en volver la cabeza para comprobar que, a su alrededor, todos los hombres las están mirando. Y le gustaba gustar, sabía decirle a cada uno lo que más le convenía, sonreír sin comprometerse a los admiradores que no le interesaban y dejar caer alguna palabra de más, siempre estudiada y calculadamente ambigua, ante los que le parecían mejor, sin llegar a alentar ni a desalentar a ninguno. Julio la miraba, la analizaba, sonreía y no se preocupaba, aunque a veces pensaba que Angélica estaba jugando con él, como antes había jugado él con ella.
—Tienes una visita, Julio…
El día que descubrió que en efecto así era, ella se había anunciado discretamente con los nudillos, pero en vez de mantener la puerta entornada, entró en su despacho y la cerró a sus espaldas.
—Es esa chica tan gorda, Rosi se llama, ¿no? —y mientras él la miraba con los ojos muy abiertos y una indisimulada expresión de pasmo, ella arrugó la cara y se tocó la nariz—. Deberías decirle que no se perfumara tanto, aunque le compres perfume bueno, porque…, ¡buah!, apesta. Parece que se ha lavado la cabeza con él. Y dile que se compre ropa de su talla, eso también, porque no sé ni cómo puede respirar, de lo ceñida que va…
—¿Qué estás diciendo, Angélica? —el tono de su recepcionista ya había acabado de enfurecerle y tampoco hizo nada por disimularlo—. Repítelo si te atreves, por favor.
—Que tiene usted una visita, don Julio —ladeó todavía un poco más las caderas, se retiró el pelo de la cara y sonrió, pero en ningún momento dejó de sostenerle la mirada—. La señorita Rosi. ¿La hago pasar?
—Sí, por favor. Y si sabes lo que te conviene, procura que esta escena no vuelva a repetirse.
Rosi era su querida oficial de aquella temporada, una corista del Fontoria que acababa de cumplir veintiocho años y estaba estupenda, maciza, rolliza y muy aparatosa, como a él le gustaban las mujeres, una belleza basta, con la cara demasiado redonda y carne de sobra en las mejillas, que se dejaba querer sin dar problemas y nunca iba más allá de donde no debía. Un buen negocio, lo único que buscaba en sus amantes desde que Mari Carmen Ortega se le escapó por última vez.
—Mira, Julio —él apreció enseguida en su voz el tono arisco, rabioso, de otras épocas, al encontrársela al otro lado del teléfono un día de junio de 1950, a las once menos cinco de la mañana—, esto se ha acabado, y esta vez de verdad. Te llamo para que lo sepas. Mi marido sale de la cárcel la semana que viene. Como llegue a oír una sola palabra de lo que ha pasado entre tú y yo, pero una sola palabra, ¿comprendes?, media… Te mato. Si no te mata él, te mato yo. ¿Está claro? Tú sabes muy bien de lo que soy capaz, así que no quiero volver a verte en mi vida, ¿te enteras?, ni por la calle quiero volver a verte.
—Joder, Mari Carmen, me la estás poniendo dura.
—¡Vete a tomar por culo, hijo de puta!
Al colgar, Julio Carrión seguía sonriendo y sin embargo estaba casi seguro de que aquélla era la última vez que hablaba por teléfono con la hija del Peluca, al menos en mucho tiempo. No era la primera que Mari Carmen le dejaba, pero hasta entonces él siempre había sabido que iba a volver, y ahora sabía que no volvería.
Su posesión de las piernas más bonitas de Madrid había durado tres años muy accidentados, llenos de baches, de conflictos, de interrupciones. Ella nunca lo había llevado bien, y cuando se le olvidaba, cuando consentía que Julio la llevara al cine, o a cenar, o a comprarle juguetes a los niños, cuando estaba tan triste o tan preocupada que se dejaba llevar, y se divertía, y se emborrachaba hasta el borde de la insconsciencia, el único territorio en el que accedía a devolverle algún beso, al día siguiente lo llevaba todavía peor. Entonces le dejaba, pero él insistía, iba a buscarla, la encontraba, la seguía por la calle, le hacía regalos, le contaba chistes, la hacía reír. Y antes o después, ella aparecía, enfurruñada y brusca, furiosa consigo misma, colorada de vergüenza y más deseable que nunca mientras movía una mano en el aire y decía, tú ya te has callado, ¿estamos?, no digas ni mu si no quieres que me abra ahora mismo… Él no hablaba pero la desnudaba despacio, recorría su cuerpo con las yemas de los dedos, la cubría de besos sin acercarse a su boca. Así se tranquilizaba, se iba ablandando poco a poco, y en la segunda cita ya hablaba con él, y en la tercera volvía a sonreír, y en la cuarta, o en la quinta, se las arreglaba para consentir, desde la pasividad más absoluta y sin conceder ninguna clase de aquiescencia expresa, que él la acariciara hasta alcanzar el placer que no se permitía a sí misma disfrutar de ninguna otra manera, ¡desde luego, Julio, eres un cabrón!, por alguna norma íntima que él no entendía pero tampoco perdía el tiempo en discutir, ¡hay que ver, qué hijo de puta eres!, porque le gustaba mirarla hasta que su cuerpo se relajaba por completo y los insultos que brotaban de su boca no lograban enmascarar del todo una sonrisa amplia, satisfecha, ¡cómo puedes ser tan mala persona!, y entonces él se echaba a reír, y ella le seguía, y así preparaban el terreno para la siguiente ruptura.
La cicatería sexual de Mari Carmen Ortega le excitaba tanto como la ilimitada generosidad de Paloma Fernández Muñoz, y mucho más que cualquier actitud de las que, entre ambas, se habían sucedido y seguían sucediéndose en su cama. A Julio Carrión le gustaban las mujeres valientes, y de alguna oscura manera sentía que la posesión de la hija del Peluca le compensaba por la pérdida de la hermana de Ignacio. Pero, desde un punto de vista riguroso, egoísta hasta el impudor, se daba cuenta de que la mayor virtud de Mari Carmen era también su principal debilidad.
—Pero, bueno, ¿y a ti qué te ha dado conmigo? —le preguntaba ella de vez en cuando—. Con la cantidad de tías que hay por ahí, deseando abrirse de piernas por dos duros…
Él sonreía y no contestaba, porque no estaba muy seguro de que a su amante le gustara saber la verdad, que apreciaba sobre todo su indefinición, su ambigüedad, la violencia que ejercía sobre sí misma cada vez que se quedaba desnuda delante de él, pero que no impedía que después de un rato le tratara como a quien en realidad era, un viejo amigo, traidor, y sin embargo lo bastante íntimo como para que los mecanismos de la confianza fluyeran por sí solos, al margen de la situación y de los principios de ambos. Mari Carmen, insensata, y descarada, y terca, era también una buena chica, demasiado como para encontrarse cómoda en la fría displicencia o la mecánica euforia de las profesionales. Por eso, incluso en contra de su voluntad, acababa comportándose como no debía, y le contaba sus problemas de todos los días, los encargos que recibía y entregaba, lo poco que cobraba por ellos, lo mal que se llevaba con su madre, que se estaba convirtiendo en una vieja gruñona. Julio se lo agradecía porque Mari Carmen Ortega le gustaba mucho, le gustaba tanto que siempre aspiró a tener con ella algo más que una simple relación comercial, aunque supiera que el saldo inminente de su ambición consistiría en asustarla tanto como para obligarla a salir corriendo. Cuando se marchó del todo, la certeza de que él quizás nunca hubiera bastado para ahuyentarla representó un consuelo tan dudoso que no lo quiso aceptar.
Le había advertido que le mataría si volvía a verle, aunque fuera andando por la calle, pero él sabía que nunca lo haría. Al menos mientras mantuviera la boca cerrada, y no ganaba nada con abrirla. Tampoco quería perderla, romper definitivamente con ella, y comprendía que Mari Carmen llevaba razón, que Madrid, España, el mundo estaba lleno de mujeres más guapas, más jóvenes, más complacientes, más fáciles, más baratas, pero sólo se acordaba de eso mientras paseaba por las inmediaciones de la plaza Mayor con los ademanes pausados de un turista aburrido de ver monumentos, acechándola con disimulo en todos los escaparates, en los bares, en las tiendas, en los puestos del mercado de San Miguel y en las callejuelas de los alrededores. Una vez la vio desde muy lejos. Poco después se cruzó con ella y no se atrevió a decirle nada porque iba flanqueada por otras dos mujeres. Ella puso mucho cuidado en aparentar que no le había visto, y sin embargo él siguió buscándola, hasta que un sábado, al anochecer, cuando estaba a punto de sentarse en una terraza, la vio detrás de los cristales del bar, apoyada en la barra.
Hay que ver… Cuando empujó la puerta y descubrió que no estaba sola, se acordó de las bromas que Isidro solía gastarle en otra vida, otra ciudad, un país distinto, hay que ver, que nos dé más miedo Vicálvaro que la Unión Soviética… Pues sí, respondía él, ya ves, y también se acordó de eso.
Antonio, aquel sargento que no era tan alto como el aviador ruso, pero abultaba el doble, tenía el pelo casi blanco. Lo llevaba muy corto todavía, pero las canas se le notaban mucho, demasiado en un hombre de poco más de treinta años, la edad de las mujeres que Julio prefería, la que nunca llegaría a tener entre sus brazos Mari Carmen Ortega, que esta vez sí quiso verle, y mirarle, abrazada a su marido, parapetada tras unos hombros que seguían siendo poderosos a pesar de su novedosa delgadez. Estaba muy guapa. Se había lavado el pelo y se había rizado las puntas, que caían como bucles de raso oscuro sobre su espalda desnuda, entre los tirantes de un vestido amarillo, nuevo, ceñido, escotado, como los que se ponía antes, a veces, para salir con él, como los que ya no se volvería a poner nunca para Julio Carrión González. Él se puso nervioso, todavía, después de tantos años, ante aquel hombre al que no llegó a ver de frente, sólo en el perfil forzado por su mujer, que tomó su cara entre las manos para besarle en la boca con una urgencia desaforada, una pasión repentina que él nunca sabría, nunca podría interpretar tan bien como el destinatario de una mirada que hablaba, los ojos de Mari Carmen Ortega muy abiertos y clavados en los suyos mientras su boca se confundía con la de Antonio Rodríguez Méndez, rojo, ex presidiario, con todas las papeletas para volver a serlo muchas veces más, un perdedor, un desgraciado.
—¡Imbécil!
Detrás del camarero, que arqueó las cejas durante un instante antes de decidir que aquel insulto no le correspondía, había un espejo, pero Julio no se miró en él mientras dejaba sobre la barra el doble del precio de la copa que no se iba a beber. Si hubiera levantado la vista de los zapatos donde la refugiaba, habría encontrado una imagen interesante de su propio rostro, encendido por un confuso acceso de rabia mezclado con las sombras detestables de una humillación antigua, insoportable para quien no toleraba la compasión de nadie, ni siquiera de sí mismo. Y cuando salió a la calle dando un portazo, se sintió tan pequeño, tan desvalido, tan impotente como la primera vez que cruzó aquella plaza, cargado como una mula y con la jaula del periquito de su padre enganchada en el meñique.
—Imbécil, mema, ya volverás, ya vendrás a arrastrarte, a pedirme perdón, ¿qué te crees?, esto no se ha acabado, Mari Carmen, no se acabará nunca, tonta, que eres tonta, y entonces te vas a enterar, entonces vas a saber quién soy yo, gilipollas, cuando vengas de rodillas, de rodillas…
Al darse cuenta de que la gente con la que se cruzaba se le quedaba mirando con asombro, comprendió que estaba hablando en voz alta y aquel descuido le dio más rabia todavía. Luego salió a la calle Mayor, cogió un taxi, se fue a casa, se tomó dos copas seguidas y recuperó la calma, la capacidad de razonar. Aquella noche, Eugenio y Blanca le habían invitado a cenar «con unos amigos», y él sabía bien lo que significaba esa expresión, cualquier otra pareja tan ejemplar como la que ellos formaban y un par de conocidas de la dueña de la casa, solteras y todavía más sosas que ella. Cuando Blanca se las presentó, estuvo tan simpático como con todas, las que había conocido antes, las que aún le quedaban por conocer, pero la pérdida de Mari Carmen Ortega le había inspirado una idea muy precisa sobre la clase de mujeres que le convenían, al margen del absoluto desinterés que sentía por las señoritas con las que Eugenio aspiraba a emparejarle. A partir de aquel día, Julio Carrión González abdicó del instinto que le empujaba hacia las mujeres valientes a favor de una cualidad mucho más simple. Desde entontes, lo único que le pedía a una mujer que le gustaba era que no le diera problemas.
Rosi, la corista del Fontoria con la que estaba liado desde poco antes del regreso de Angélica, no sólo era rolliza, maciza y aparatosa, sino que además cumplía con esa condición de una manera admirable. Tanto, que su inesperada visita de aquella mañana no tenía otro propósito que consultar con su protector el rumbo de su futuro. El director del teatro donde trabajaba había decidido cambiar de programa y ella no había conseguido un papel en la nueva revista. Aquella misma tarde tenía que decidir si salía de gira con la compañía en la que estaba ahora o se quedaba en Madrid a esperar algo mejor.
—Tú verás, Julio… —y no se atrevió a ir más allá—. Yo no sé bien qué decir.
Él la miró, se quedó pensando y decidió que estaba un poco cansado de ella. Rosi estaba buena, sí, era complaciente, cómoda, pero no tenía ningún atractivo especial. Podía encontrar docenas de chicas parecidas sin esforzarse mucho, y a ella tampoco le costaría trabajo encontrar un hombre con el que reemplazarle.
—Es complicado, Rosi, porque… —contestó al fin, con su sonrisa más encantadora—. Yo no puedo interponerme en tu carrera. Sé que para ti no hay nada más importante, y por eso… Creo que no debes desperdiciar ninguna oportunidad. Vete de gira —ella no dijo nada, pero frunció los labios en un gesto de fastidio que él se propuso deshacer en un instante—. ¿Dónde debutáis?
—En Zaragoza, el 20 de diciembre.
—¡Ah! Es muy buena fecha, tan cerca de Navidad, y Zaragoza no está tan lejos… Iré a verte.
Cuando una sonrisa desprevenida y satisfecha iluminó el rostro de su interlocutora, Julio ya había escrito en su agenda, en la entrada del día correspondiente, dos palabras, Rosi, flores. Con un buen ramo, vas que chutas, guapa. Y sin embargo la acompañó hasta la puerta y estuvo muy atento, mucho más cariñoso que de costumbre, sólo para molestar a Angélica.
—Lo siento —ella fue a verle enseguida, con una expresión melodramática no muy conseguida y un hilillo de voz que no tenía ni a los doce años—. Lo siento de verdad, Julio. No quería molestarte, pero es que… Esa chica no te conviene, no es bueno que venga por aquí, que te vean con ella. Es tan basta, tan ordinaria. ¡Si ni siquiera sabe hablar! Yo sólo…
—Angélica —y el acento con el que él pronunció su nombre bastó para pararla en seco—. Tus opiniones me importan una mierda. Y si quieres seguir trabajando aquí, no se te ocurra, pero ni por asomo, volver a propasarte conmigo. Aquí mando yo y mi vida no es asunto tuyo. ¿Está claro?
Ella no le contestó enseguida, pero cuando lo hizo, aquella jovencita arrepentida que había esgrimido su desvalimiento desde la puerta menos de un minuto antes, se había esfumado por completo de su rostro, de su cuerpo, de su voz.
—¿Me vas a despedir? —y la Angélica de siempre ladeó las caderas mientras sonreía con arrogancia—. No creo que te atrevas.
—¿Me estás amenazando? —aquella respuesta le había enfurecido tanto que se levantó, y al hacerlo, golpeó la mesa con los puños.
—¿Yo? —entonces volvió a piar como un pájaro asustado—. ¡Pobre de mí!
Salió del despacho sin hacer ruido y durante algunos días procuró hacerse invisible. Le salió tan bien que el 19 de diciembre, al mirar sus compromisos del día siguiente, Julio decidió recurrir a ella y no a su secretaria. Cuando empezó a trabajar allí, Angélica le había preguntado, muy extrañada, por qué en aquella oficina no había plantas, ni flores en ningún despacho. Él se encogió de hombros y le contestó que por ninguna razón en especial. No se le ha ocurrido a nadie, le dijo, y ella levantó las cejas con asombro, pues alguien debería haber pensado en eso… En muy poco tiempo, Julio comprobó la cantidad de cosas que se le ocurrían casi a diario a su nueva empleada, que, además de una nevera, y bebidas, y galletitas, y aceitunas, y analgésicos, y servilletitas pequeñas de hilo, porque las de papel resultaban demasiado vulgares, compraba flores frescas todas las semanas y las repartía con mucha gracia en dos o tres jarrones situados en lugares estratégicos, los más frecuentados por las miradas de sus clientes. Era una experta y en la floristería le hacían descuento, pero, sobre todo, Julio quería ver qué cara ponía mientras anotaba su encargo, y aquel día Angélica no le defraudó. No puso ninguna.
—¿Gladiolos? —preguntó solamente, al final—. Lo digo porque abultan mucho, son muy vistosos, pero salen más baratos que las rosas.
—No —él decidió ser generoso—. Rosas, mejor.
—¿Una docena? —no levantó la vista del bloc donde tomaba notas—. ¿Dos?
—Mejor dos.
—¿Rojas? —y curvó los labios en algo parecido a una sonrisa.
—No —él también sonrió—. Rojas no.
—Rosas, entonces —supuso ella, mirándole por fin—. Las amarillas son muy bonitas, pero no resultan apropiadas para que las regale un hombre, en mi opinión. Y las blancas son más indicadas para una señora mayor, o para una jovencita. Bueno, todo esto si a usted le parece bien, claro.
—Sí, me lo parece. Dos docenas de rosas rosas, entonces.
—Muy bien, las encargo ahora mismo… —y cuando ya se había dado la vuelta para salir, se volvió, le miró—. Yo estoy de tu parte, Julio. Siempre estoy de tu parte. Parece mentira que no te des cuenta.
Salió del despacho sin esperar una respuesta y, un par de horas después, cuando volvió a entrar para informarle de lo que había previsto comprar para invitar a los empleados el día 23 —¡ah!, ¿pero es que aquí no dais una copa por Navidad?, pues no, no lo hemos hecho nunca, ¿y por qué?, pues yo qué sé, porque nunca se le ha ocurrido a nadie, pues se os debería haber ocurrido porque hace muy mal efecto, desde luego—, ninguno de los dos volvió a mencionar a Rosi ni a sus flores.
El aperitivo navideño, menos selecto que abundante, al que Angélica le obligó a asistir —piensa un poco, Julio, ¿cómo no vas a estar tú?, entonces ya me dirás para qué sirve todo esto—, no habría tenido tanto éxito si ella misma no le hubiera persuadido de darle la tarde libre a toda la plantilla —¿y qué quieres, que se pongan a trabajar ahora, con la torrija que se están cogiendo?—, y aseguró la popularidad perpetua de la recepcionista que había llegado hacía menos de un año y ya gozaba de más influencia sobre don Julio de la que nunca había tenido ningún empleado, pero en lugar de pavonearse por los pasillos, la utilizaba siempre en beneficio de las causas justas.
—Y te voy a decir otra cosa, ahora que ya estoy un poco borracha —Angélica se le acercó sólo una vez, cuando ya estaba harto de escuchar chistes malos e incluso buenos, y se lo llevó a un rincón desde el que podía otear cualquier compañía indeseable—. Si fueras listo, Julio, sólo si fueras listo… Deberías regalarle un juguete a cada uno de los hijos de todos éstos, por Reyes.
—¡Sí, hombre! —él la miró, alarmado—. ¿Y qué más?
—Y nada más. De eso se trata, de que no puedas hacer nada más, a ver si te enteras… ¿Sabes cuánto te ha costado esta fiesta? —hizo un gesto con la mano para abarcar las mesas donde todavía quedaban sandwiches, y botellas de vino y cerveza sin abrir, y platos llenos a medias de patatas fritas, y él negó con la cabeza—. Menos que invitar a comer a dos personas en un restaurante bueno, y no de los más caros. Y los juguetes te saldrían todavía más baratos, pero quedarías como Dios, con los que tienen hijos y con los que no los tienen. Podríamos hacer una merienda para los niños, nada, dos roscones y un jarra de chocolate, el 7 de enero, por la tarde. Imagínatelo. ¡Qué empresario!, ¿no?, que está pendiente hasta de escribir cartas a los Reyes para los hijos de sus empleados. Una cosa como las que sólo se ven en el cine, y hay que ver lo que le gustan a la gente las películas con niños…
Aquel día, Julio Carrión no estaba borracho. Por eso se quedó mirando a Angélica, que sí había bebido más de la cuenta, y la vio venir por primera vez, pero no dejó de valorar sus argumentos.
—Dime una cosa, Angélica —y sonrió, más para sí mismo que para ella—. ¿Qué piensas tú de mí? Que soy un patán, ¿no?
—No, no eres un patán —ella se acercó un poco más, le rozó en un movimiento que a él le pareció consciente, le acercó la boca para seguir hablándole a una distancia casi inconveniente—. Ya no. Pero todavía te queda mucho por aprender.
—Para ser un señor —y no apartó la cara de la caricia de aquellos rizos tan rubios.
—Para ser un señor —ella tampoco lo hizo.
—Muy bien —entonces, Julio dio un paso hacia la izquierda, se volvió para mirarla de frente, y si hubieran estado solos, tal vez la hubiera besado, pero por fortuna, se dijo, no estaban solos—. ¿Y quién va a comprar esos juguetes?
—Yo —ella también retrocedió un paso—. En cuanto vuelva de Galicia, el mismo día 27, si quieres. Ya lo tengo pensado. Camiones con volquete para los niños y muñecas para las niñas, todas del mismo modelo, unas rubias, otras morenas, todo en cajas grandes, aparatosas, y con mucho espacio alrededor, para que abulten lo más posible.
El 23 de diciembre de 1954, Julio Carrión González vio venir a Angélica Otero Fernández por primera vez, y el espectáculo no le disgustó, pero tampoco le concedió demasiada importancia. Sin embargo, las cosas no salieron como él esperaba, desde que aquella misma tarde se le ocurrió que tal vez podría aprovechar la borrachera de su recepcionista para convencerla de que se quedara un rato con él, en su despacho, mientras la señora de la limpieza restablecía el orden en la oficina.
—No te equivoques conmigo, Julio —ella rechazó su oferta sin dejar de sonreír, mientras terminaba de abrocharse el abrigo, y todavía añadió algo más—. En tu situación, un paso en falso puede ser fatal.
Eso le dijo, pero se marchó tan deprisa, sólo después de besarle en la comisura de los labios y desearle feliz Navidad, que él no tuvo tiempo de enfurecerse ni de analizar despacio lo que acababa de oír, una advertencia que cobraría más sentido en la primera noche del año siguiente.
Cuando la vio entrar en aquel salón, se quedó tan atónito que ni siquiera se fijó en el hombre que estaba a su lado. Angélica llevaba un vestido negro, estrecho, corto y sin mangas, tan clásico que podía ser muy caro o muy barato, tan sencillo que en la mayoría de las mujeres de aquella fiesta resultaría soso, pero en ella producía un efecto extremadamente elegante. Lo mismo ocurría con la simple cinta de terciopelo que mantenía su melena, suelta, apartada de la cara, con el chal de tul tieso y crujiente, sin ningún adorno, que enmarcaba su escote, y con el broche de pedrería que llevaba prendido debajo del hombro izquierdo, como si pretendiera proclamar que desde luego era falso, pero lo había escogido porque le gustaba y no porque no tuviera otro. Detenida en el más alto de los tres peldaños que daban acceso al salón, parecía una porcelana exquisita, carísima, digna de todas las miradas. Eso sintió Julio al verla, antes de volver la vista sin remedio hacia su acompañante, una aspirante a actriz de veintimuchos años, que iba teñida de rubio platino para subrayar su parecido con Lana Turner y que ni siquiera le cobraba por acostarse con él. Era espectacular, y hasta aquel instante él creía que le gustaba mucho, pero la simple aparición de Angélica la había convertido en una jamona vulgar y ordinaria, indeseable. Entonces, Gustavo Aguirre, en el que ni siquiera se había fijado, insinuó el ademán de empujarla con mucha delicadeza para invitarla a avanzar, y sólo en aquel momento Julio comprendió que era su pareja, y la presencia de su recepcionista en aquella fiesta que Romualdo Sánchez Delgado daba todos los años.
El acompañante de Angélica, un chico alto, joven, delgado y no demasiado atractivo hasta aquella noche, era un arquitecto mediocre de buenísima familia a quien su nombre, y no su talento, había abierto las puertas de Construcciones Carrión un par de años antes, con la carrera recién terminada. Gustavo Aguirre era el reverso de su moneda, pensó Julio mientras le veía circular entre la gente con un aplomo que nunca le habría atribuido, todo lo contrario del hombre brillante sin ninguna ventaja, ningún apellido al que recurrir, que había llegado a ser lo que él era. Tal vez por eso, aquel alfeñique torpe y sin gracia había visto en Angélica lo que él no había podido o no había sabido descubrir todavía. No le gustaba, aquella sensación no le gustaba, pero no fue capaz de definirla con exactitud porque cuando todavía estaba empezando a darle vueltas, Angélica vino derecha hacia él.
—Buenas noches, don Julio —le dijo, en un tono zumbón seguramente imperceptible para cualquiera que no fuera él—. ¿Qué, se divierte?
No había encontrado una buena respuesta para esa pregunta cuando Gustavo, que no la perdía de vista, se unió a ellos.
—¿Cómo estás, Julio? Me alegro de verte —y le tendió la mano sin mirarle, sus ojos fijos en Angélica—. Vamos a tomar algo, ¿no? —la cogió del brazo, y ella le sonrió—. Estoy seco.
Estoy seco, repitió él en un murmullo, mientras los veía alejarse hacia la barra, y repitió entre dientes aquella frase ridícula, de hombre de mundo a la moda, que parecía copiada de los diálogos de cualquier novela barata, estoy seco, serás gilipollas… Pues no voy a sacarte a bailar, Angélica, se prometió a continuación, y no lo hizo. Ella tampoco lo echó de menos.
1955 fue el gran año de Angélica Otero Fernández, y no tanto por el éxito arrollador que empezó a cosechar entre los hombres que la rodeaban, como por la habilidad con la que los utilizó para alzarse con el premio gordo de su vida, el objetivo principal que había guiado sus pasos desde que una tarde de primavera de 1947 se entretuvo en calcular los años que tendría Julio Carrión González cuando ella cumpliera veinte. Gustavo Aguirre, que no le gustaba mucho, fue sólo el primero y no llegó más allá de marzo. Su sucesor, que se llamaba Emilio Alvar y, además de las sienes plateadas de un seductor maduro, tenía un cargo importante en el Ministerio de Obras Públicas, resultó mucho más eficaz.
—¿Te vas a casar con él? —le preguntó Julio una tarde de mayo, después de liquidar en un momento el asunto por el que la había convocado a su despacho.
—¿Por qué? —ella sonrió—. ¿Te importaría?
—No, no —y se dedicó a cambiar de sitio los papeles que tenía encima de la mesa—. Pero me gustaría saberlo con tiempo, para buscarte una sustituta. Y además… —la miró, hizo una pausa, cambió de tono—. Eres muy joven, Angélica, y te conozco desde que eras una niña. Por eso me parece que un viudo cuarentón, con dos hijos, no es el mejor partido para ti.
—Acaba de cumplir treinta y nueve —le interrumpió ella—. Y a mí siempre me han gustado los hombres mayores. Ya lo sabes.
Julio, que tenía sólo seis años menos que Alvar, se calló, la miró y sintió la tentación de proponerle que se liara con él, que estaba más cerca, más a mano. Pero no lo hizo, porque pensó, y no era la primera vez que sucedía, que ella nunca aceptaría una oferta así. Angélica le gustaba, siempre le había gustado, pero no pertenecía a la clase de mujeres que él buscaba, las que no dan problemas, y él aún no tenía demasiado interés en explorar otras variedades de la conducta femenina. Y sin embargo, Angélica le gustaba. Desde que se la podía imaginar entre los brazos de otros hombres conocidos, más que antes.
—Él quiere que nos casemos —añadió ella entonces, como si supiera lo que su jefe estaba pensando—, pero yo no lo veo claro, porque… No sé, me hace demasiadas preguntas,
—¿Sobre qué?
—Sobre ti.
Le miró con una expresión amable, tranquila, giró sobre sus talones y salió del despacho, donde su jefe se coció en su propia incertidumbre durante el resto de la tarde.
—¿Qué has querido decir antes? —le preguntó, aparentando una curiosidad más simple que la que sentía, cuando se hizo el encontradizo con ella, a la salida.
—¿Antes? —Angélica se le quedó mirando con toda la inocencia que eran capaces de fingir sus ojos azulísimos—. ¿Cuándo?
Julio la miró, apretó los puños, respiró profundamente un par de veces, controló con éxito un precoz ataque de furia, pero no logró impedir que su rostro transparentara cierta inconveniente rigidez.
—No juegues conmigo, Angélica —dijo por fin—. No te conviene.
Pero ella se echó a reír.
—¡Ah! —exclamó, a caballo de la risa—. Ya te entiendo. Me hablas de Emilio, claro…
—No. Te hablo de las preguntas de Emilio.
—Sí, bueno, pues… No es grave, creo yo —habían llegado al portal y Angélica miró hacia fuera, sonrió, levantó la mano derecha en el aire, la agitó varias veces para saludar a alguien—. Mira, ahí está, en ese coche rojo, ¿lo ves? —Julio miró en aquella dirección, le vio, le saludó con una sonrisa forzada—. Y él, en fin, pues me pregunta, es normal, ¿no? Como quiere que nos casemos… Sabe que te conozco desde que era pequeña, y le interesa, por supuesto, todo lo mío le interesa, de qué nos conocemos, cuándo, por qué, cómo se me ocurrió venir a pedirte trabajo… —el propietario del coche rojo ya había tocado la bocina una vez cuando volvió a hacerlo, con más insistencia—. Me tengo que ir, Julio, lo siento. Tenemos entradas para el teatro y no podemos llegar tarde. Hasta mañana.
Aquel día no le besó para despedirse. Se marchó sin más, cruzó la calle corriendo y se deslizó a toda prisa dentro de aquel coche rojo, que se confundió de pronto con otros muchos coches hasta perderse de la vista del hombre que estaba solo, inmóvil, de pie, en la acera. Él necesitó el tiempo que invirtieron en pasar muchos más coches para reaccionar, pero reconoció enseguida el sabor metálico que le llenaba la boca, la particular sensación de oquedad de sus huesos, una blancura antigua y deslumbrante hiriéndole los ojos. De pronto, a destiempo, casi a traición, Julio Carrión González volvía a tener miedo. Después de tantos años, tantos éxitos, parecía mentira, pero era verdad.
Aquella noche había quedado con una chica, pero ni siquiera se tomó la molestia de anular la cita. Perdió mucho tiempo por las calles, andando y desandando el camino de su casa, intentando pensar, haciéndolo mal. Dinero, se dijo, puedo ofrecerle dinero, o no, puedo echarla, anticiparme a sus movimientos, hablar yo con Emilio, contarle que es una puta, que tiene otro amante, yo qué sé, inventarme algo, buscar testigos falsos, amenazarla, puedo decir que me ha robado, meterle un fajo de billetes en el bolso, armar un escándalo en la oficina, dejar que otro la descubra, amenazarla con la cárcel, puedo darle un susto, contratar a alguien…
Cuatro meses después, mientras caminaba a su lado por la acera derecha de Marqués de Urquijo y comprendía que iba a casarse con ella, Julio Carrión González recordó todo esto, y lo que pasó al día siguiente de aquella noche negra de miedo y torpezas, aquella noche larga e insomne de la que salió con los nervios tan afilados que cuando la vio entrar en su despacho, con más de una hora de retraso sobre el instante en el que le había ordenado que fuera a verle de inmediato y una sonrisa desafiante, olvidó todo lo que había planeado, las palabras que pensaba decir, el orden en el que iba a pronunciarlas, el acento duro y seco al que había previsto confiarse.
—¿Qué? —Angélica ladeó las caderas, levantó la barbilla, le miró desde muy arriba—. Querías hablar conmigo, ¿no?
—Sí.
Eso fue todo lo que logró decir antes de levantarse para ir hacia ella, antes de inmovilizar sus dos manos con la mano izquierda, antes de acercar mucho su cabeza a la de aquella mujer mientras la mantenía sujeta por la mandíbula, apretando sus mejillas con los dedos hasta que la obligó a fruncir los labios en la mueca de un beso ridículo.
—¡Tú eres una mierda, Angélica! ¿Me oyes? Una mierda, nada más que eso —ella le miraba con los ojos abiertos y no intentaba zafarse de sus manos, como si le interesara lo que él estaba diciendo—. Eres un insecto, una oruga, una mosca de mierda, y puedo acabar contigo cuando quiera, ¿comprendes?, como quiera, puedo deshacerte entre mis dedos como a una miga de pan, en un momento. Tú te crees muy lista, Angélica, pero no sabes quién soy yo, ni quiénes son mis amigos, no tienes ni puta idea de la que se te puede venir encima en el instante en que a mí me salga de los cojones descolgar ese teléfono, ¿está claro? —esperaba que afirmara con la cabeza, que murmurara un sí pálido, exangüe, y ver el brillo del miedo en sus ojos, pero ella no se movió ni siquiera cuando él la zarandeó antes de soltar su cara sin aflojar la presión de su otra mano—. ¿Está claro?
Y en ese instante, Angélica Otero Fernández, cerró los ojos, entreabrió los labios, acercó su boca a la boca que la insultaba, y sin saber cómo, sin saber por qué, Julio Carrión González la besó, y siguió besándola, la besó mucho, durante mucho tiempo, y liberó sus brazos porque necesitaba los suyos para abrazarla, necesitaba sus manos para tocarla, y las empleó para recorrer su cuerpo con una extraña emoción en la punta de los dedos, como si reconocieran la piel y la carne que probaban por primera vez, con una codicia creciente que ella supo frustrar en el momento justo, cuando ya ni sus dedos, ni sus manos, ni sus brazos, ni sus labios, ni él mismo, podrían menospreciar el deseo que aquella mujer les inspiraba.
—Basta —Angélica guió fuera de su sujetador la mano que se había introducido en él sin su permiso, retrocedió un paso, se abrochó dos botones, se colocó bien la falda, miró a Julio Carrión a los ojos, avanzó el paso que había retrocedido, se apoderó de los brazos que antes la apresaban, los colocó alrededor de su cintura, levantó los suyos hasta rodear el cuello de su jefe, y le besó en la boca hasta que percibió las señales que anunciaban un nuevo desorden—. Bueno, me tengo que ir. Tengo muchas cosas que hacer.
—Angélica… —y ya no logró pronunciar su nombre con toda la voz.
—¿Sí? —pero ella respondió a aquella hebra ronca y oscura con un acento cantarín, incólume.
Él no encontró nada más que decir y ella abrió la puerta para salir, pero antes le miró con la misma expresión de triunfo que incendiaba sus ojos cuando él accedía a levantarse para ir a la cocina en busca de una taza y una copa. Después, se las arregló para no volver a estar a solas con él en todo el día.
—He roto con Emilio —le anunció una semana después—. Es lo que querías, ¿no?
Julio se limitó a sonreír, pero al rato fue a buscarla para invitarla a cenar. Ella le contestó que no podía. Ya estoy comprometida, le dijo, sin especificar con quién, pero contraatacó a tiempo, proponiendo otra fecha a la velocidad precisa para que su jefe no se desanimara. En aquella cena, Julio Carrión descubrió lo que ya intuía, que Angélica estaba dispuesta a no dar ningún problema siempre que él estuviera dispuesto a solucionar el problema principal.
—A ver si te he entendido bien, Julio… —ella, que había encajado su discurso con una sonrisa imperturbable que le estaba poniendo cada vez más nervioso, interrumpió sus circunloquios sin alterarse—. ¿Me estás ofreciendo que me convierta en Rosi y que encargue de vez en cuando dos docenas de rosas, rojas, eso sí, para mí misma?
—No es eso, Angélica —él conservó la serenidad a duras penas y recurrió al alivio de las frases hechas para encubrir sin éxito sus verdaderas intenciones—. Tú lo sabes de sobra. Sabes qué clase de mujer eres tú y qué clase de hombre soy yo.
—Pues por eso. Precisamente por eso —y mientras hablaba, negó con la cabeza varias veces seguidas, como si se resignara a dejarlo por imposible—. Parece mentira, de verdad. Con lo listo que eres, y que no comprendas nunca cómo son las cosas… ¡Qué bruto eres, Julio!
—Muy bien —el ofendido optó por fingir que no lo estaba y cosechó un éxito discreto en su objetivo, los ojos clavados en el mantel—, pues no he dicho nada.
Pero no era verdad. Él sabía muy bien lo que había dicho, y ella, que al salir del restaurante se colgó ele su cuello para besarle con la entrega que hasta entonces había reservado para la intimidad de su despacho, lo sabía también. El tira y afloja, sucesivos episodios de pasión, de indiferencia, y más pasión, y audacia, y más audacia, y de nuevo indiferencia, y pasión, las maldiciones que él mascullaba entre dientes y el ángulo de los escotes que ella abría o cerraba según las circunstancias, duró todo el verano para alcanzar a mediados de septiembre su punto óptimo y más delicado, el grado de saturación que conduce a la ebullición un instante antes de resolverse en puro cansancio. Angélica supo escoger aquel momento para invitarle a tomar algo al salir del trabajo, para llevarle a una terraza de Rosales y soltarle aquel discurso que empezaba con la advertencia de que Julio Carrión González era un hombre rico, sí, pero no un señor respetable.
—¿Pedimos la cuenta? —le preguntó ella, cuando se cansó de mirarse en el sonriente espejo de su silencio.
—Pídela tú —contestó él—. Ibas a invitar, ¿no?
—Claro.
Lo había dicho sólo para ver cómo se ponía colorada. Cuando obtuvo esa mínima satisfacción, se levantó, fue a buscar al camarero, le pagó la cuenta con una buena propina, se reunió con ella y la cogió del brazo.
—¿Vas a volver a casa andando? —por primera vez en muchos meses, tenía el control absoluto de la situación, y se propuso disfrutar un poco más de su dominio—. Hace muy buena tarde.
—¿Por qué me preguntas eso? —al verla, todavía ruborizada, rígida, se dio cuenta de que no sabía qué pensar.
—Por acompañarte —la miró, sonrió—. Si no te importa, claro.
—No —pero Angélica no se atrevió a devolverle la sonrisa todavía—. Claro que no me importa.
Mientras caminaban por la acera derecha de Marqués de Urquijo, Julio ya sabía que se iba a casar con ella. No se trataba sólo de la impecable calidad de los argumentos de Angélica. Él ya contaba con que tendría que casarse antes o después, mejor antes. Aquéllas eran las reglas del juego y ya había desairado a demasiadas madres poderosas, a demasiadas niñas de papá. Romualdo, que sin dejar de ser un golfo se había convertido ya en padre de tres hijos, había llegado a advertirle de aquel riesgo, las habladurías que habían empezado a florecer. Las víboras se preguntaban en voz alta si no sería invertido, si no tendría una enfermedad inconfesable, si no cedería a inclinaciones perversas, y sólo existía una manera de atajar la situación, de resolver el problema. Bodas sellan paces, solía decir su padre. Angélica se quería casar con él, siempre, desde siempre, y el coraje que había desplegado al decírselo de frente no sólo le parecía admirable en sí mismo, sino que además eliminaba un número considerable de engorros. Si elegía a Angélica, no tendría que desdeñar a nadie. Si elegía a Angélica, se ahorraría los estorbos del cortejo. Si elegía a Angélica, emparentaría con la aristocracia, una familia arruinada, deshecha, plagada de elementos indeseables, pero aristocrática al fin y al cabo. Nadie encontraría la menor objeción que poner a su boda, y Angélica le gustaba, siempre le había gustado, siempre había intuido, además, que se le parecía. Ahora lo sabía.
Al llegar a la calle Princesa, ya había decidido que se casaría con ella, pero no le dijo nada hasta que alcanzaron la glorieta de San Bernardo. Entonces, mientras esperaban a que cambiara un semáforo, la cogió por un hombro con suavidad, la obligó a volverse para mirarla a la cara, y en lugar de darle una respuesta, formuló una pregunta.
—¿Y qué va a decir tu madre?
Angélica le dirigió una mirada todavía insegura, cautelosa, pero mucho más dulce que cualquiera de las que le había dedicado aquella tarde.
—¿Qué va a decir mi madre…, de qué?
—¿Qué va a decir cuando sepa que te vas a casar conmigo?
Ella sonrió muy despacio, dejó que su sonrisa cuajara lentamente, como si estuviera probando un dulce delicioso, tan exquisito que rebasara las capacidades de su paladar, incapaz de apreciar su sabor antes de que su pensamiento fuera capaz de elaborarlo sobre su propia dulzura.
—¡Ah! —dijo sólo después—. ¿Nos vamos a casar?
—Claro —Julio sonrió—. ¿No te has dado cuenta?
—No. Porque no me lo has pedido.
—Angélica —los peatones que les rodeaban empezaron a cruzar, pero ninguno de los dos se movió—. ¿Te quieres casar conmigo?
—Sí —el semáforo se puso amarillo, y rojo, y verde otra vez, antes de que ella terminara de besarle—. Y mi madre hará como que se pone muy contenta, supongo. Eres un buen partido, ya lo sabes, y una buena madre sólo busca la felicidad de su hija…
El 5 de mayo de 1956, don Julio Carrión González se casó con la señorita Angélica Otero Fernández en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, y doña Mariana Fernández Viu actuó como madrina de la ceremonia. Ni entonces, ni antes, ni después, se atrevió a decir una palabra sobre aquella boda, programada, diseñada y controlada en todo momento por la novia, que no sólo eligió un modelo de seda salvaje firmado por Cristóbal Balenciaga, sino también la fecha, las flores, la música, a los invitados, a los testigos, el menú del banquete, el traje del novio, el del padrino, su propia sortija de pedida y, desde luego, las condiciones del contrato matrimonial.
—Podríamos irnos un rato a mi casa, ¿no?, a dormir la siesta —le preguntaba Julio de vez en cuando, después de llevarla a comer a casa de Eugenio o a Torrelodones con su padre, cuando ya se la había presentado a las señoras de dos o tres ministros y en Construcciones Carrión todo el mundo sabía que estaban comprometidos, mientras miraba el brillante que relampagueaba desde el dedo anular de su mano derecha.
—¡Por supuesto que no, Julio! —ella le miraba, meneaba la cabeza, sonreía—. ¿Cómo vamos a hacer eso? Vete tú a dormir la siesta a tu casa y yo me iré a la mía. Te lo he dicho muchas veces, y ya sabes que es por tu bien. ¿Es que no puedes esperar cuatro meses?
—Pues no —y dentro del taxi, la sobaba, la estrujaba, la tocaba por encima de la ropa, y ella se dejaba hacer hasta que dejaba de dejarse, calculando siempre a la perfección los tiempos, los riesgos y los beneficios—, no puedo…
No podía, pero lo hizo. Esperó cuatro meses, y luego tres, y luego dos, y por fin uno, y cuatro semanas, y tres, y dos, y todavía siete días. Le convenía casarse con una virgen de buena familia y eso fue lo que se encontró delante del altar. También le convenía hacerle dos o tres hijos muy deprisa, pero Angélica sabía muy bien lo que le convenía a ella, y tardó un año entero en quedarse embarazada. Cuando le dio la noticia, era toda una experta en los usos contraceptivos de ciertos pecados de los que jamás se confesaba, y su marido, que llevaba doce meses razonablemente alejado de los placeres subterráneos, sonreía cuando ella le preguntaba si no había merecido la pena esperar. Durante aquella época, lo único que escapó al control de Angélica fue la razón de aquella sonrisa, porque nunca imaginó que lo que julio apreciaba más de ella en la cama fuera lo mismo que más le ataba a ella en cualquier otro lugar de su casa. A lo largo de su escarpado, peligroso y triunfante ascenso hacia la gloria, Julio Carrión González se había ocupado de todo menos de que alguien le quisiera. Sólo se dio cuenta de eso cuando comprobó hasta qué punto le amaba su mujer, sólo entonces comprendió que, desde que su madre se había ido de casa, no le había querido nadie. Y se acostumbró al amor de Angélica, un fervor incondicional, religioso, completo. Su devoción se le fue haciendo necesaria, luego imprescindible, hasta que empezó a echarla de menos en todas las mujeres con las que le fue infiel mientras aprendía a amarla a su manera.
En 1958 nació Rafael, su primer hijo, rubio y blanco, con los ojos tan azules como su madre. Un año después, llegó Angélica, ojos verdes y una piel de porcelana luminosa, sonrosada, ajena al color, a la textura de la de su padre. En 1961 por fin le nació un hijo que prometía parecérsele, y por eso le bautizó con su propio nombre, pero Julio, que tenía su expresión, sus gestos, su carácter, se fue aclarando con el tiempo, y aunque sus ojos fueron siempre castaños, su pelo y su piel se fueron haciendo cada vez más claros, más semejantes a los de sus hermanos, casi idénticos ya cuando, a principios de 1965, Angélica se quedó embarazada por cuarta vez.
En noviembre parió a otro varón. Tenía el pelo negro, los ojos negros, la piel morena y, sobre esa imprecisión natural de los recién nacidos, algo que hacía exclamar lo mismo a todas las personas que le vieron en la cuna del hospital. Es clavado a ti, Julio, pero escupido, en serio, nunca he visto a un bebé que se parezca tanto a su padre…
Él se limitaba a sonreír, pero sentía una satisfacción especial al coger en brazos a aquel niño, que se llamaba Álvaro Carrión Otero y con el tiempo se convertiría en su hijo predilecto.