—¿Sí?

—Hola, soy yo.

—¿Perdón? —y no era su voz.

—¿Raquel?

—No, Raquel no está aquí —y no era su voz, no era su voz, no era su voz.

—Ah, pues…

—Lo siento —era una mujer joven, y hablaba con acento francés—. Adiós.

Cuando vi la luz encendida al otro lado del balcón, me puse tan nervioso que no supe qué hacer, y di tres vueltas completas a la plaza, la primera muy deprisa, las últimas andando cada vez más despacio, la mente en blanco, el corazón en la boca. Luego entré en el bar de la esquina, me coloqué en el primer tramo de la barra, pedí una copa y me la bebí en un par de tragos, sin apartar los ojos del portal. Llevaba más de quince días montando guardia en el mismo lugar, pero hasta aquella noche no había obtenido ningún resultado.

Buscaba a Raquel. La estaba buscando porque ella quería que la buscara. Eso era lo único de lo que estaba seguro desde que volví a Madrid, solo, el 26 de agosto, justo una semana después de recibir su último mensaje, Adiós, Álvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra. No lo había borrado y seguía entrando de vez en cuando en el archivo del móvil para leerlo, para asegurarme de que decía eso y de que estaba allí, de que ella me lo había mandado y yo lo había recibido de verdad. De verdad. Ya no sabía lo que era verdad y lo que era mentira, pero cada vez que pulsaba una tecla, aparecían esas siete palabras, y su compañía me tranquilizaba. Raquel había escrito eso y me lo había mandado, como los suicidas que no quieren morir descuelgan el teléfono justo después de tragarse todas las pastillas que caben en un tubo de somníferos. Aquel mensaje no era un aviso pero sí una pista, un reclamo, uno de esos regueros de migas de pan a los que recurren los niños aventureros que se van a correr mundo pero no quieren olvidar el camino de su casa. Raquel se había ido a correr mundo, había desconectado el contestador de su teléfono fijo, había dado de baja el móvil que yo conocía, había cambiado de oficina y se había mudado, pero antes de todo eso, el 19 de agosto de 2005, a las once horas y treinta y nueve minutos de la mañana, me había mandado aquel mensaje.

—La señora Fernández Perea ya no trabaja aquí.

El primer día de septiembre, a las nueve y cinco de la mañana, volví a salir del ascensor que me depositó en el lugar donde la vi por primera vez, pero esta vez la recepcionista del Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, no esperó a que me dirigiera a ella.

—Ha pedido el traslado a otra oficina —Mariví, tan pintada como en abril y más gorda todavía, se anticipó a mi primera pregunta, pero no pudo esquivar la segunda.

—¿Y no podría decirme dónde trabaja ahora? —ella me miró, movió la cabeza de un lado a otro y detecté una sorprendente luz de compasión en sus ojos—. Por favor.

—No, lo siento —bajó la vista hasta el suelo—. Yo sólo soy una secretaria, así que…

—Pero yo no le diría nunca a ella que me lo ha dicho usted, nunca se lo diría a nadie.

—Ya, pero déjeme acabar… —en ese momento sonrió y supe que estaba perdido—. No se lo puedo decir porque no lo sé. No sé dónde trabaja ahora. Nadie me lo ha dicho y yo no lo he preguntado. Esta empresa es muy grande, y estas situaciones bastante frecuentes. Lo siento mucho, de verdad, pero no puedo ayudarle.

No me estaba diciendo la verdad. En aquel momento, aturdido como estaba, inmerso en una vergüenza íntima y sin nombre conocido, me di cuenta de que Mariví no me estaba diciendo la verdad, pero también de que me miraba con una repentina y misteriosa simpatía. No me extrañó. Al recordar mis propias ilusiones, los cálculos del hombre que había ensayado por última vez todo un discurso colmado de pasión, de magnanimidad y de una comprensión que no sentía, en un breve viaje de ascensor, pensé que cualquiera se habría compadecido de mi estupidez.

—Sin embargo… —y como si quisiera demostrarme que estaba de mi parte, bajó la voz, retrocedió unos pasos, se apoyó en su mesa—, la primera vez que vino por aquí, usted estuvo haciendo una gestión, ¿no? —asentí con la cabeza y ella volvió a sentarse en su silla, encendió un cigarrillo, me miró—. Pues ya se sabe, hay gestiones que no se terminan nunca.

Cuando tenía poco más de veinte años, pesaba unos treinta kilos menos, y sólo fumaba después de las comidas, su novio de toda la vida la había dejado por un muchacho mientras su vestido de novia colgaba de la lámpara del comedor, en la casa de sus padres. Raquel me lo había contado una vez, y ella misma había vuelto a contármelo aquella mañana. Al volver al ascensor, después de darle las gracias, sentí el crujido de mi propio vestido de novia sobre las baldosas, y el cansancio de un peregrino que al final de la última etapa no encuentra una meta, sino un nuevo cruce de caminos.

Volví a mi casa andando, arrastrando por las aceras mis pies y mis tentaciones, el deseo de abandonar, de dar mi fe por perdida, y la necesidad de seguir deseando, de recobrar la esperanza en el hilo delgadísimo que aún sostenía entre los dedos. Las dos opciones eran malas y difíciles, nada era fácil para mí desde que los números habían dejado de existir, y sin embargo yo quería creer, quería seguir creyendo. El verbo creer es el más ancho y el más estrecho de todos los verbos, y hasta los condenados a muerte aguzan el oído mientras caminan hacia el patíbulo para dejarse matar esperando el indulto. Cuando me resigné a comprender lo incomprensible, que Raquel quería desaparecer, que había desaparecido sin explicarme por qué, distinguí un punto de luz en la boca del pozo por el que caía a toda velocidad, y no dejé de verlo ni siquiera cuando conté uno por uno todos mis huesos para comprobar que todos estaban rotos. Fueron días negros, horribles, días pesados y torpes hechos de torpes y pesados segundos de arena oscura, húmeda y sucia, siempre iguales, idénticos en su pesadez, en su torpeza, segundos como eternidades breves, repetidas, el último grano de un tormento insoportable, y de nuevo el último, y un grano más, y todavía el último grano, siempre el último y aún otro grano de arena cayendo sobre mi cabeza.

—¿Qué te pasa, papá? —me preguntaba Miguelito—. ¿Estás malo?

—Sí, estoy malo —le contestaba, y se iba a la playa con su madre, con sus tíos, sus primos.

El tiempo había mejorado mucho para todos menos para mí. Por eso me metía en la cama antes de que volvieran para comer y, cuando salían otra vez, volvía a sentarme en el sofá y la arena a caer sobre mi cabeza.

Así pasé un día, dos, tres, así amanecí el cuarto, hasta que, de repente, la enésima vez que me encontré pensando que cualquier cosa habría sido mejor que aquella incertidumbre, comprendí lo que significaba el destello de luz pálida, débil pero luz, que no había dejado de ver en ningún momento. El verbo creer es el más ancho y el más estrecho de todos los verbos, el más generoso, el más traidor. Cualquier cosa habría sido mejor que esta incertidumbre, estaba pensando, habría preferido cualquier cosa, que me dijera que estaba comprometida con otro, que me dijera que no me quería, que me dijera que me dejaba, eso pensé, habría preferido que me dejara y ni siquiera ha querido hacer eso por mí… Ahí me detuve, y me obligué a mí mismo a repetirlo más de dos veces hasta que lo entendí bien.

Raquel había desaparecido pero no me había dejado. Al principio me pareció una hipótesis ridícula, un consuelo tonto para un tonto aún mayor. Sin embargo, al analizarla más despacio, me pareció que cobraba sentido, una estructura tambaleante, insuficiente desde luego, pero capaz de sostenerse mejor que cualquier otra. Si Raquel hubiera querido dejarme, lo habría hecho. Lo tenía fácil. Habría sido tan sencillo como no retenerme al final de aquella noche tormentosa en la que el orden engendró el caos para abandonarme ante lo impredecible. Mira a tu alrededor, me había dicho Fernando, tendría que estar dando saltos mortales de alegría… Pero él también era físico, él también necesitaba predecir, él también habría sucumbido a Raquel crucificada en la puerta de su casa, pidiéndome a gritos que no me marchara, aquella escena que significaba y no significaba, que quería decir y no decía, que parecía una cosa y no podía ser otra distinta. Le habría bastado con dejarme marchar, y me había retenido.

¿Por qué?, me pregunté, y me levanté del sofá, me lavé la cara, los dientes, me vestí, me calcé, salí a la calle. ¿Por qué? Raquel había desaparecido pero no me había dejado. Había desaparecido, pero antes había tomado la paradójica precaución de despedirse de mí, de decirme adiós, y que me quería. Si lo repetía muchas veces seguidas, casi podía escuchar la música, una melodía antigua y lánguida, como una copla cursi, caducada. Adiós, te quiero. ¿Por qué? El día era cálido, soleado, y recorrí despacio el paseo marítimo. Disfruté de la luz y de la luminosa estampa de los bañistas como un convaleciente afortunado que acaba de salir del hospital, pero no encontré ninguna respuesta buena para esa pregunta.

Raquel no se estaba muriendo, no estaba casada, no tenía un novio que estuviera volviendo de la otra punta del mundo, no proyectaba ningún largo viaje, no estaba embarazada, no padecía ninguna enfermedad incurable, no iba a ir a la cárcel, no se jugaba el sueldo a la ruleta, no era drogadicta, no era alcohólica, no estaba loca, no tenía ningún hijo escondido en ninguna parte, no pertenecía a ninguna secta religiosa, no era monja, no era espía, no era miembro de una banda terrorista. Todas esas posibilidades barajé y todas esas posibilidades deseché con más voluntad que fundamentos. Eres muy novelero, Álvaro, tienes mucha imaginación, para ser físico. Tal vez fuera verdad, pero estrujé mi imaginación, la forcé, la torturé, la retorcí, y no me sirvió de nada. No podía excluir la posibilidad de un amor secreto, un vínculo clandestino que la comprometiera hasta el punto de impedir que compartiera su vida conmigo o con cualquier otro hombre, pero si hubiera existido me lo habría contado, no podría haber dispuesto de un argumento mejor para decirme que no, o para imponerme sus propias condiciones. Por lo demás, Raquel Fernández Perea era una mujer normal, si por normal entendía lo que yo era. Llevaba muchos años trabajando en la misma empresa, viviendo en la misma casa, los vecinos de su barrio la conocían, la saludaban, llamaba a los tenderos por su nombre de pila y recibía de ellos con naturalidad el mismo tratamiento. No había nada raro en ella, y sin embargo, su desaparición confirmaba el diagnóstico de Fernando Cisneros, aquel juicio que parecía un acertijo, lo raro es que no sea rara, que haga cosas tan raras sin serlo. Cuando me resigné a abandonar el análisis de aquel viejo problema, me concentré en otro que parecía más simple y resultó serlo enseguida. Si Raquel hubiera querido desaparecer de verdad, no habría descolgado el teléfono de los suicidas mentirosos, ni habría desmigado el pan de los aventureros prudentes. Si no hubiera querido que yo la buscara, que acabara encontrándola, Raquel no se habría despedido de mí.

Aquella conclusión me devolvió la agilidad, la decisión que había perdido en la estéril estación del anonadamiento. Si quería que la buscara, yo la iba a buscar, porque ninguna mujer me había hecho tanto daño pero ninguna me había hecho tanto bien. La incertidumbre es una casa inhóspita, fría, llena de goteras, de parásitos, de amenazas invisibles y dañinas. Era mejor el dolor, mejor la humillación, la cólera o el hielo, cualquier fruto amargo o ácido, el sabor de la sangre en las encías, antes que esa cámara aséptica de aire viciado y flores sutiles pero espinosas, pálidas pero carnívoras, sombras de la fe inservible de quien espera sin querer saber. Yo quería saber, estaba dispuesto a pagar el precio del conocimiento, y quería a Raquel, quería vivir con Raquel, quería tenerla cerca, respirar la felicidad del aire que la rodeaba o al menos recordarla sin angustia, sin tristeza. A veces, ella me miraba como si su vida estuviera en mis manos y yo sentía que lo que pasaba era exactamente eso. Ahora mis manos sostenían mi vida con la suya, y en el archivo de mi móvil ondeaba un pañuelo blanco, la prenda del caballero puesto a prueba por su dama y conjurado con su suerte para matar al dragón. Yo estaba dispuesto a matar al dragón, pero antes tenía que encontrarlo, identificarlo, saber quién era, dónde vivía, por qué echaba fuego por la boca. Aquella noche salí a cenar con mi mujer y con mi hijo, me senté en una terraza, que miraba al mar, uní mi voz a las voces que me despedazaban, y en el camino de vuelta, anuncié que me volvía a Madrid. Bueno, Mai ni siquiera me miró, pero yo me quedo con el coche.

El 26 de agosto volví a Madrid en tren, cogí un taxi en la puerta de la estación y le pedí que me llevara a la plaza de los Guardias de Corps. En casa de Raquel no había nadie, o al menos, nadie respondió a mi llamada. El portero automático estaba mudo, el físico de vacaciones, todas las tiendas cerradas y sitio de sobra para aparcar en la calle Conde-Duque, pero me senté en una mesa del único bar abierto y esperé a que se hiciera de noche. Ninguna luz iluminó desde dentro la selva doméstica de sus balcones, pero seguí esperando un buen rato antes de irme a una casa que me recibió con la indiferencia ajena de sus nuevos olores, pintura, plástico, silicona, agentes pasivos de mi propia convicción. Aquel lugar flamante ya no era mi casa y me empujaba hacia fuera, en pos de los colores, los olores, el calor del hogar que había perdido. Eso fue lo que hice, perseguirlo, pero sólo conseguí deshacerme poco a poco en las estaciones de un peregrinaje vano, interminable.

Había vuelto a Madrid para buscar a Raquel y la busqué en todas partes, pero no la encontré en ninguna. Dos días después de mi llegada, el portero de su casa, moreno y relajado, me dijo que no sabía nada, vamos, que suponía que estaba a punto de volver. El día 31 le vi otra vez, apoyado en el portal, y me dedicó ya una mirada recelosa, casi alarmada por mi insistencia. Seguía sin saber nada, pero eso no me importó tanto, porque contaba con encontrar a Raquel en su oficina, al día siguiente. Cuando Mariví trazó fronteras nuevas, a una distancia más que considerable, para su desaparición, estuve a punto de venirme abajo, pero resistí. Me había propuesto resistir hasta el final y por eso, antes de subir a casa, me senté en un banco y llamé a mi hermano Rafa.

—No, todo salió bien —me dijo—. Le expliqué que queríamos venderlo todo y ella no puso ninguna pega. Eso me sorprendió, y se lo agradecí, la verdad, porque esperaba que contraatacara, pero cuando llegué, ya tenía los papeles preparados, los firmamos y me fui. No estaría en su despacho ni diez minutos, por eso no me acuerdo muy bien, una chica castaña, amable, lo típico, pero… ¿Para qué quieres hablar con ella?

—Para que me dé la dirección de una librería que mencionó el día que yo fui a verla —había preparado muy bien esa respuesta—. Nada, una tontería, pero estuvimos hablando un momento, le dije que era profesor de Física, y ella me contó que conocía a un librero de viejo que solía tener cosas interesantes, monografías y manuales antiguos. Apunté la dirección en un papel, lo perdí, y me he acordado ahora, de repente, porque la semana que viene es el cumpleaños de un amigo, y…

—Ya —mi hermano, consciente siempre de su condición de hombre rico, poderoso y muy ocupado, prefirió ahorrarse los detalles anecdóticos o sentimentales—. Pues llámala, sí, no creo que esté enfadada ni molesta con nosotros, al contrario. Lo que no te puedo decir es cómo se llama. No me acuerdo, pero si quieres, lo busco.

—No, no hace falta. He encontrado la carta que le mandó a mamá —hice una pausa para dedicarle una sonrisa que nunca podría ver—. Yo sé cómo se llama.

Esperaba que me diera alguna pista, algún dato concreto por el que preguntar, pero no me atreví a pedírsela. Se me ocurrió que podría llamar a Julio para que me ilustrara sobre la clase de problemas fiscales que suelen generar las herencias, pero consideré que una vaga alusión sería suficiente. Acerté, y sin embargo, la señorita que me atendió en el número de información de Caja Madrid, no me pasó con Raquel.

—Lo siento, pero… La estoy buscando y no me figura. Ya no debe trabajar aquí.

—No es posible —lo dije para mí, pero ella no se ofendió al escucharlo.

—Bueno —parecía joven, animosa y muy paciente—, lo que quiero decir es que seguramente ya no trabaja en este departamento, ni en ningún otro que tenga su sede en este edificio. El banco es muy grande, tiene muchas sedes. Pueden haberla trasladado a un centenar de sitios diferentes. El caso es que yo, aquí, no la encuentro.

—Pues entonces… —no me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto—. La verdad es que no sé qué voy a hacer.

—No se preocupe. Yo ahora le tomo los datos y le paso la información a una secretaria del Departamento Comercial. Aunque ustedes liquidaran los fondos, alguien tiene que estar a cargo de ese expediente. Si me da un teléfono, yo me encargo de que la persona responsable le llame lo antes posible.

Le di las gracias con un énfasis fingido y la sospecha de que aquello tampoco iba a servir para nada, y el tercer día laborable a partir de nuestra conversación, un chico llamado Francisco José Regueiro me telefoneó para ponerse a mi disposición. Había acabado la carrera unos meses antes, el banco le había contratado el primero de septiembre y seis días después todavía no tenía ni idea de nada. Por eso, de momento, le habían encargado que revisara los expedientes resueltos, para ir cogiéndole el tranquillo al tema de los fondos, me dijo, muy parlanchín, y tan simpático como todos los interlocutores inútiles con los que hablé durante aquellos días. Por supuesto, no había conocido a Raquel, por supuesto, no sabía adónde habría ido a parar, y por supuesto, tampoco sabía quién podría saberlo con la única excepción de la secretaria del departamento, que se llamaba Mariví y lo sabía todo.

—¿Y Paco? —me atreví a preguntar después.

—¿Paco? —repitió él.

—Sí —aquello ya era más que embarazoso pero seguí adelante de todas formas—. Raquel trabajaba con un colega que se llamaba Paco, y a lo mejor él…

—¿Paco qué? —y de repente Regueiro dejó de parecerme simpático—. En este departamento hay varios Pacos. A mí también me llaman así.

—Claro, pero el caso es que no me acuerdo del apellido… —nunca lo había sabido, como no sabía el apellido de Berta, ni de Marga, ella no llamaba a sus amigos por el apellido, nadie lo hace, y tampoco podía pedirle a Regueiro que me recitara el nombre completo de todos los Pacos que conocía—. Da igual, muchas gracias.

Luego volví a llamar a Información, una, dos, tres veces, y sólo logré que una telefonista más piadosa que sus compañeras me diera el mismo número de teléfono al que, desde el 19 de agosto, llamaba para nada y a todas horas.

No me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto? A veces sentía que estaba atrapado en un laberinto espeso, perverso, cuyos muros, dotados de inteligencia, un asombroso instinto de malignidad, se abrían y se cerraban a mis espaldas para obligarme a retroceder dos pasos cada vez que creía avanzar uno. Y sin embargo, en algún lugar de aquella ciudad que antes era mía y ahora me desconocía como una madre amnésica y sin corazón, me esperaba un dragón, una fiera cruel pero mortal, mi destino y mi víctima. Mientras le oía resoplar en mi propio aliento, le busqué con una determinación que cada vez merecía menos ese nombre. Yo mismo me daba cuenta de que se parecía más a una enfermedad, una obsesión morbosa sin otro horizonte que un compasivo o implacable diagnóstico de locura transitoria.

Eso era lo que debían pensar de mí todas las personas a las que abordé sin pausa y sin descanso durante los primeros días de septiembre, el portero de la casa de Raquel, el del edificio de la calle Jorge Juan, Mariví, a la que volví a visitar en vano un par de veces, Regueiro, al que llamé con el mismo nulo resultado, y otros personajes secundarios, a veces insignificantes, de su vida anterior. Pregunté por ella a la florista que le había vendido un sistema de riego automático a finales de julio, a la dependienta de la tahona donde le gustaba comprar el pan, al quiosquero que se pasaba los días apostado frente a su portal, y a los camareros de los dos o tres bares que habíamos frecuentado juntos en verano, cuando iba a buscarla a la salida del trabajo. Todos ellos se acordaban de Raquel, algunos también de mí, pero negaban con la cabeza a la altura de mi segunda frase y no esperaban mucho más para confirmar su negativa con palabras. Después adoptaban un gesto que, en el mejor de los casos, progresaba paulatinamente hacia el fastidio mientras yo insistía en lo importante que era para mí encontrar a esa mujer que para ellos no era más que un elemento del paisaje, un accidente trivial, una de tantas. Algunos se mostraban más amables, otros más impacientes, pero al final, todos me miraban como a una molestia, un contratiempo inmerecido en su horario laboral. ¿Y por qué no contrata a un detective?, me dijo el del quiosco cuando le di una tarjeta con mi teléfono y el ruego de que me llamara si volvía a verla, y uno de los camareros lamentó por mí que ya no existiera aquel programa de televisión que se dedicaba a buscar a desaparecidos. Claro que, matizó enseguida, ellos tenían una lista donde se apuntaban los que no querían que los encontraran, y su novia, pues… No acabó la frase, no hacía falta, pero su escepticismo no me hizo tanto daño como el terror que oscureció la mirada de la florista cuando se despidió de mí, y me di cuenta de que estaba convencida de que yo no podía buscar a Raquel para nada bueno.

Y sin embargo, ella quería que la encontrara, si no hubiera querido que la buscara, nunca se habría despedido de mí. No podía compartir esa certeza con nadie, pero de vez en cuando encendía el móvil, buscaba su mensaje y volvía a leerlo. Aparte de eso, desperdicié los últimos días de mis vacaciones paseando por su barrio, perdiendo el tiempo en los puestos de baratijas que a ella le gustaba mirar y circulando sin rumbo por Canillejas, hasta que encontraba cualquier cartel con una flecha que indicaba la dirección por la que se volvía al centro de la ciudad. Mientras tanto, septiembre avanzaba con su indolencia de mes intermedio, dividido entre el verano y el otoño, entre las vacaciones y el trabajo, el último calor y el primer frío, y yo me acomodé lentamente a su condición, la ambigua impaciencia de quien quiere creer que algo va a pasar y sólo descubre que nunca pasa nada.

Ya no me atrevía a hablar con nadie, ni con el portero, ni con el vendedor de periódicos, ni con la florista, ni con los camareros, pero seguía viéndolos y ellos me veían. Ahí está otra vez ese zumbado, pensarían al verme aparecer, mientras desviaban los ojos hacia otro lado. Solía darme un paseo por la plaza de los Guardias de Corps al atardecer y siempre hacía lo mismo, nada. Llegaba hasta el portal, apretaba un botón y recordaba su voz, ¿sí?, pero nadie hablaba. Entonces recordaba mi propia voz, hola, soy yo, y su respuesta, sube. Raquel Fernández Perea ya no estaba allí para invitarme a subir, y el silencio enrarecía la memoria de su voz, la de la mía, y por un instante me hacía dudar de todo, de ella, de mí, de aquel edificio pintado con los colores del acero y la nata montada, de la puerta, del ascensor, de la escalera, y hasta de la órbita de la Tierra, que había aprendido a girar alrededor de sus caderas en una cama que había sido mi casa y mi ciudad, yo mismo, un mundo, el planeta entero.

El verbo creer es el más ancho, el más estrecho de todos los verbos, y su imprecisión me apresaba cada tarde en una coraza gris y polvorienta que me cubría con las cenizas de la alegría que había perdido y tal vez nunca hubiera poseído en realidad. Eso sentía, y cansancio, pena de mí mismo, más cansancio de compadecerme, aún más pena de estar tan cansado y un gris presentimiento. Tal vez todo termine así, pensaba, tal vez todo se quede en esto, porque algún día tendrá que empezar el curso, algún día empezaré a faltar a mi cita diaria con este altavoz mudo, algún día empezaré a olvidar a Raquel y volveré a mirar a otras mujeres, a reírme, a ser el hombre que era, a pasármelo bien.

Ahora era Mai la que siempre estaba en casa, esperándome, y no nos hablábamos más allá de las preguntas esenciales y las respuestas imprescindibles, pero ella sabía que algo había cambiado y yo me daba cuenta. No era difícil adivinarlo porque ahora estaba mucho más tiempo en casa. No me apetecía salir por las noches, no tenía ganas de trabajar, no hacía nada, sólo pasear por las tardes hasta una casa vacía y vigilarla durante una hora o dos desde la mesa de una terraza mientras leía un libro o un periódico, para no aburrirme. Mai ya no lloraba, no se quejaba, no me hacía reproches, y cada noche me preguntaba qué me apetecía cenar con más serenidad, con más dulzura. A veces me abrazaba en medio de la noche, y ella no tenía la culpa de nada, no se merecía lo que le estaba pasando. Yo tampoco, pero no quería volver a mi vida de antes, y sin embargo, ése era el paisaje que empezaba a dibujarse en el horizonte mientras las montañas se hundían, mientras los valles se ensanchaban, mientras el tiempo recobraba su antigua y rutinaria precisión para ordenar la estéril monotonía de mi búsqueda en una secuencia implacable de adverbios sucesivos, antes, ahora, después. Quizás todo acabaría así, y acabaría septiembre, quizás octubre, y noviembre, terminaría el año, la Tierra volvería a encajar en su tradicional, mediocre órbita, y yo ni siquiera sabría qué había sido verdad y qué seguía siendo mentira.

—Mejor así, ¿no? —Fernando Cisneros me ofreció con una sonrisa el hediondo consuelo de la capitulación el primer día que coincidimos en la facultad.

—No —contesté yo, aún dispuesto a resistir hasta el final—. No sólo no es mejor. Es lo peor que me ha pasado en mi vida.

—Bueno, pero mejor ahora que más tarde —insistió, y me armé de paciencia por dentro para no ceder a la relativa injusticia de pensar que celebraba en mi desesperación sus propios errores.

—No, Fernando —no me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto?—. Mejor nunca.

Él me miró con lástima, tiró de mí hacia delante y no dijo nada.

—¿Y lo de tu amiga? —le pregunté entonces.

—¿Qué amiga?

—Esa chica que trabaja en extensión universitaria, la que iba a mirar lo del teatro…

—¡Ah! —y resopló, como si mi memoria le escandalizara—. Pues nada, no me ha llamado. Ya te dije que era muy difícil…

Cuando volvió de Comillas, un par días antes que mi mujer, había elegido un camino muy distinto para tranquilizarme.

Tienes muy mala cara, Álvaro, me dijo nada más verme, y le conté mi primera y desesperante conversación con Mariví. Pero no puede desaparecer, me aseguró entre dos sonrisas, es imposible. Aunque quisiera, no podría hacerlo, siempre quedaría un cabo suelto, ¿entiendes? Ya se puede ir a vivir a la otra punta del mundo, que antes o después te encontrarías con alguien que sabría dónde está, qué hace… Eso es lo que pasa siempre, ¿no? Yo le dije que no lo sabía y él, que naturalmente estaba pensando en Elena Galván, aquella tarde de compras y luces navideñas en la que me tropecé con ella en la plaza de Callao, me preguntó por su familia, por sus amigos. Entonces me acordé de Berta, de aquella obra que estaba ensayando y que en realidad eran tres seguidas, un montaje que iba a durar seis horas.

¿Ves?, Fernando sonrió, ahí lo tienes. Pero es que no me acuerdo del nombre de la obra, le advertí, ni del autor, aunque era español y muy famoso, famosísimo, eso sí. Raquel lo mencionó de pasada, y yo lo conocía, le conocía a él y conocía el título, pero ya no me acuerdo… Da igual, Fernando volvió a sonreír. Tengo una amiga en el vicerrectorado de extensión universitaria que lo sabe todo. Se llama Pilar y es profesora de Literatura, igual la conoces, una chica muy joven, muy eficaz, de esas que todavía no han perdido la fe en lo que hacen…

Aquella tarde todo le parecía fácil, pero quince días más tarde ya no se acordaba. Mis plazos serán más largos, pensé aquella noche, mientras miraba una puerta cerrada, un balcón a oscuras, pero antes o después me pasará lo mismo que a él, y quizás Fernando tuviera razón, quizás pasara el tiempo, mucho más tiempo, y en cualquier momento, en cualquier lugar, volvería a ver a Raquel por casualidad, pero ya sería demasiado tarde para las preguntas, para las respuestas, para cualquier camino que no desembocara sin remedio en el rencor, o en el desván polvoriento y más cruel del olvido.

La plaza de los Guardias de Corps me estaba haciendo daño. Me hacía daño su nombre, me hacía daño su aspecto, me hacía daño la obstinada soberbia de aquella casa cerrada a mi memoria. No se puede matar a un dragón que se esconde, que no da la cara, que tal vez ni siquiera exista en realidad, y yo estaba cansado, cada vez más cansado. También dispuesto, en teoría, a resistir hasta el final, pero ya no sabía qué significaba eso en la práctica. Mejor, ¿no?, me había sugerido Fernando aquella mañana, y sin embargo, al día siguiente, 17 de septiembre, sábado, pude distinguir al fin los colores de toda una próspera plantación de geranios.

Cuando vi la luz encendida al otro lado de los balcones, me puse tan nervioso que no supe qué hacer, aparte de recorrer la plaza una y otra vez como una bestia enganchada a una noria. Sin embargo, mientras mi legendaria inteligencia y mi no menos legendaria imaginación se quedaban atascadas en la preparación de un discurso imposible, mi humilde cuerpo me demostró que era capaz de resucitar sin mí. Podía percibir su humedad, la velocidad de la sangre circulando, el estado de alerta que desentumecía mi piel, la codicia hormigueante de mis dedos y la boca llena de saliva, un reflejo primario, condicionado, como los que permiten adiestrar a los leones de los circos o a los caballos de carreras. La luz que mis ojos habían visto encendida al otro lado de un balcón había desatado en mí una metamorfosis tan esencial que ni siquiera necesitaba de mi aquiescencia.

Si alguna vez he creído en el destino, fue aquella tarde, y si alguna vez he comprendido que necesitaba tomarme una copa con la fabulosa urgencia que sólo sienten los detectives de las novelas policiacas no muy buenas, fue justo después. La intersección de la fe con el alcohol demostró una eficacia tan rotunda que, a su amparo, ni siquiera valoré la posibilidad de que no fuera Raquel quien estaba en su casa, ¿Sí?, imaginé, hola, soy yo, sube. Al apretar el botón del portero automático, podía saborear esas palabras, podía morderlas, masticarlas, tragármelas y sentir su calor en el centro de mi estómago.

—¿Sí?

—Hola, soy yo.

—¿Perdón?

Cuando el desconocido acento francés de aquella mujer joven cortó las velas de mi esperanza como un cuchillo recién afilado, la decepción estuvo a punto de paralizarme, pero el destino recompensó mi flamante conversión en la persona de la vecina del segundo, una mujer mayor y muy simpática, que apareció en aquel mismo momento para tomar decisiones por mí.

—Buenas tardes —me dijo, mientras me tendía un paquete rectangular asegurado con una cuerda—. ¿Le importaría sujetarme los pasteles un momentito?

—Claro que no —y extendí las manos en un movimiento automático, sin comprender bien lo que hacía.

—Gracias —me sonrió antes de concentrarse en el interior de su bolso—. Es que son bocaditos de nata, y se chafan con mirarlos…

Volvió a sonreírme cuando encontró las llaves y entró en el portal sin pararse a mirar si la seguía, como las hadas buenas de los cuentos determinan la fortuna de sus protegidos. Cuando entramos en el ascensor, recuperó los pasteles y pulsó el segundo botón sin vacilar.

—Usted va al cuarto, ¿verdad? —supuso en voz alta.

—Sí —y sonreí.

Ella lo sabe, ése era el significado de mi sonrisa, al menos ella lo sabe. Aquella desconocida lo sabía, me reconocía, acababa de testificar a mi favor, a favor de una historia que existía, que había existido en la realidad de los testimonios objetivos, más allá del portero de su casa, de la mujer que vendía flores dos esquinas más abajo, del dueño del quiosco que se veía desde sus balcones, del camarero del bar de la plaza. Ella sabía, lo sabía, me conocía, reconocía el lugar que ocupaba en el mundo, no dudaba de mi cordura ni de mis intenciones. Ahora se evaporará, temí, contento ya con tan poco, ahora la envolverá una nube de humo y se esfumará, y tampoco habrá existido nunca. Pero lo único que hizo fue despedirse de mí, bueno, joven, pues hasta otro día, y salir del ascensor con sus pasteles, corpórea, material, auténtica. Cuando llegué al cuarto, su sombra afirmó mis pasos, tensó mis músculos, dirigió mi dedo sin vacilaciones hacia el timbre de una casa cuya puerta estaba antes siempre abierta para mí.

—Hola…

Sólo pude decir eso, hola, y volví a quedarme atascado, atrapado en la visión del espacio, de la luz, de los objetos, la mesa, el perchero, los cuadros, la lámpara que seguía allí, con los mismos brazos, las mismas bombillas y una fundida, en el mismo lugar donde estaba antes.

—Hola —me contestó ella, una mujer joven, más o menos de la edad de Raquel, más o menos de su estatura, que estaba embarazada y llevaba gafas, el pelo recogido en una coleta.

La miré con atención y vi una piel corriente, dos ojos azules, la mandíbula cuadrada y una barbilla fea, nada que ver con el armonioso esplendor de la línea que unía el cuello con el rostro de mi amante, pero descubrí también que se le parecía en algunos detalles que no acerté a definir con exactitud, quizás la proporción de los rasgos, simple geometría o ni siquiera tanto, apenas la medida de esa similitud vaga y poderosa que identifica a los miembros de la misma familia por muy diferentes que sean entre sí.

—Soy el que ha llamado hace un momento —continué, después de una pausa demasiado larga que ella encajó sin dar signos de impaciencia pero llamó la atención del vecino de enfrente, que salía a pasear al perro—. Me llamo Álvaro, Álvaro Carrión, y estoy buscando a Raquel Fernández Perea, la dueña de este piso.

—Sí —ella asintió con la cabeza—, pero ya te he dicho que no está aquí.

—Ya, claro…

El vecino hacía como que no encontraba las llaves o tal vez las hubiera perdido de verdad, pero sus manejos me estaban poniendo todavía más nervioso. Mi interlocutora también le miraba y me di cuenta de que compartía mis sospechas, la intuición de que estaba disimulando sólo para poder escuchar nuestra conversación. Me di la vuelta para mirarle y él me sostuvo la mirada mientras seguía rebuscando en sus bolsillos.

—¿Puedo pasar?

—Por supuesto.

Abrió la puerta del todo, se apartó del umbral, volvió a cerrarla a mis espaldas, y lo hizo todo con demasiada naturalidad, una hospitalidad excesiva para con un extraño.

—Tú ya sabías que yo iba a venir, ¿verdad? —me arriesgué a preguntar entonces.

—Bueno… —hablaba con mucho acento, arrastrando las eses, afilando las úes, y se paraba de vez en cuando para buscar las palabras que necesitaba—. Mi madre me dijo que Raquel… había tenido una… ¿relación? —me miró, asentí— con un hombre, y que había terminado y…

—¡Pero no hemos terminado! —protesté, ella abrió mucho los ojos al escucharme y comprendí que me convenía moderar el tono, el volumen de mis palabras—. Bueno, lo que quiero decir es que yo no lo contaría así, yo creo que lo que ha pasado no ha sido eso. Ella ha desaparecido sin decirme por qué, pero antes se despidió de mí, no, no es eso, es que me mandó un mensaje…

—Mira —me cortó—, yo no sé nada. No he visto a mi prima. Y no la voy a ver. Mañana vuelvo a París. Se terminan las vacaciones.

—Ya… Estás aquí de paso, ¿no? —ella asintió con la cabeza y yo busqué algo que decir, cualquier cosa que me permitiera estirar el tiempo—. Y eres prima de Raquel…

—Sí. Mi madre es hermana de su padre. Me llamo Annette.

—Como tu abuela —y sonreí.

—Oui… Como mi abuela —entonces, por primera vez, ella también sonrió, y comprendí que había entendido aquel comentario, tan insignificante en apariencia, como una contraseña, una prueba espontánea de la intimidad que yo había compartido con su prima, una garantía de que le estaba contando la verdad.

—¿Sabes una cosa? Te pareces mucho más a Raquel cuando sonríes.

En aquel momento, un hombre de mi edad, que llevaba en brazos a una niña de unos dos años con un babero manchado de restos de papilla, asomó por la puerta que daba al salón y elevó las cejas en un gesto de interrogación universal al que ella respondió enseguida en un tono tranquilizador, más que tranquilo.

—C'est… un ami de ma cousine —le dijo, señalándome, y luego se volvió hacia mí—. Él es Claude, mi marido. No habla español.

Aquella aclaración sonó como una advertencia, casi un timbre destinado a señalar el final de mi visita, pero los dos estábamos tan bien educados que él dio unos pasos en mi dirección mientras yo acortaba la distancia en la dirección inversa, y después de darnos la mano, le seguí hasta el salón aunque su mujer ya no me hubiera invitado a pasar.

—Mira, Annette, yo… —estoy desesperado, iba a decirle, pero aquel adjetivo me sonó demasiado hueco, demasiado teatral para resultar verosímil—. ¿Podrías hacerme un favor? A ti no te cuesta nada y para mí sería importantísimo, de verdad. Aunque no vayas a ver a Raquel, supongo que tendrás que dejarle las llaves en alguna parte, ¿no?

—En casa de mi madre, bueno, y de mi abuela… —volvió a sonreír, y su sonrisa era tan parecida a la de su prima que mis ojos se dolieron y se regocijaron al mismo tiempo mientras la miraba—. De mi abuela Anita.

—¿Y te importaría dejarle también una nota? La escribo en un momento, no tardo nada, no quiero molestarte, en serio, pero es que estoy… Muy mal. Yo necesito…

—Pero… —bajó la vista y empezó a mover las manos en el aire, como si pretendiera desanimarme o rogarme quizás que no siguiera hablando—. No tengo papel. No sé dónde hay.

—Yo sí —confié en que mi aplomo despejara sus dudas—. Yo sí lo sé.

—Alors… —y accedió a mi petición encogiendo los hombros.

Eché a andar por el pasillo y me siguió mientras su hija empezaba a llorar, su marido a intentar consolarla emitiendo chasquidos sonoros, repetidos y rítmicos como el traqueteo de una locomotora. Aquella música ajena, extraña, me acompañó hasta el dormitorio de Raquel como la banda sonora de una pesadilla o un certificado de la actualidad trivial que ahora imperaba sobre el escenario más brillante de mi vida pasada. Y sin embargo, al abrir la puerta, vi algo más que una maleta abierta sobre la cama, ropa desconocida esparcida en la colcha, tarros y frascos de colonia para niños en lo que antes era mi mesilla. Vi también que la de Raquel estaba vacía, y un hueco donde antes estaba mi foto con el premio escolar de cálculo mental. Si hubiera dejado el tanque en su sitio, habría pensado que la había roto antes de tirarla a la basura, pero sus abuelos habían desaparecido, como el péndulo que jugaba con ellos. Se los ha llevado, pensé entonces, se ha llevado su foto y la mía, se ha llevado el orden y el caos allí donde esté ahora, y casi pude verla, pero su prima me miraba con inquietud, como si de repente dudara de mí, de los verdaderos propósitos del desconocido que se había quedado quieto, inmóvil en el centro de la habitación. A lo mejor se ha llevado también el bloc, temí, al abrir el cajón central de su escritorio, pero seguía estando allí.

Me senté en la butaca de cuero, saqué mi propia pluma y escribí, «Llámame, Raquel, por favor, por favor, llámame, cuéntame lo que ha pasado. No me importa lo que sea, no me importa nada, nada me da miedo. Yo te quiero, Raquel, te quiero, te quiero, y todo lo demás me da igual. Llámame. No me dejes así, por favor, por favor. Te quiero tanto, tanto, que ni te lo imaginas, te quiero tanto que me estoy volviendo loco, te quiero más que a nada, más que a nadie en este mundo, te quiero, Álvaro».

Cuando terminé, leí lo que acababa de escribir y me pareció espantoso. Era espantoso, horriblemente torpe, y cursi, y tonto. Estaba lleno de repeticiones, de frases hechas, y yo sabía hacerlo mejor, habría podido hacerlo mejor si lo hubiera corregido, si me hubiera parado un instante a escoger, a medir, a pesar cada palabra. Pero arranqué esa hoja del bloc, la doblé por la mitad, y se la di a Annette sin meterla en ninguno de los sobres que había visto al abrir el cajón. Mejor así, había decidido, mejor torpe, y cursi, y tonto, mejor espantoso y lleno de repeticiones, de frases hechas. Mejor que lo lea su prima, que lo lean su tía y su abuela, que lo lean todas antes que ella, mejor tenerlas a todas de mi parte. Aquella nota sólo tenía una virtud, la sinceridad brutal, irreflexiva pero conmovedora, de la desesperación. Y sin embargo, al meditar sobre ella, yo había dejado ya de ser un hombre desesperado.

Quizás fue una premonición, un presentimiento. Quizás era sólo que había llegado a hundirme tanto, que la simple noticia de que Raquel seguía existiendo, la posibilidad, casi la certeza de que antes o después tendría que leer el texto más torpe que había escrito en mi vida, bastó para sacudirme, para despertarme del sueño letárgico de la autocompasión donde me mecía, para excitar mi imaginación novelera con imágenes nuevas, fabulosas pero también de algún modo precisas. No sabía dónde estaba y sin embargo podía verla leyendo mi nota, podía imaginar su asombro, el sobresalto que sentiría al recibirla, la cara que pondría y qué le pasaría, qué pensaría de mí y de ella misma cuando hubiera comprobado lo tontas, lo cursis, lo torpes que podían llegar a ser las únicas palabras que había sido capaz de dirigirle.

Quizás era sólo que estaba tan hundido que cualquier cosa habría servido para levantarme, pero unos días después, cuando estaba vigilando el examen de mis alumnos de primero, esos pobres incautos que a mitad de curso me habían oído afirmar, con el acento rotundo de las verdades absolutas, que el todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, Fernando Cisneros entró en el aula, se sentó a mi lado, me preguntó en un susurro cómo estaba, y le contesté que mejor.

—Entonces no sé si debería darte esto… —añadió, malinterpretando mi respuesta, y puso sobre la mesa la impresión de una página web con los horarios y los precios de un teatro de Salamanca.

Eran las once y diez y ya tenía puesto el pijama. Aquella noche, 28 de septiembre, miércoles, una cadena de televisión reponía un programa que nunca me cansaba de ver, la muy fantasiosa pero también emocionante reconstrucción de lo que habría sido la vida en la Tierra en la era de los dinosaurios, toda una hazaña de la divulgación científica.

Me lo sabía casi de memoria, y estaba esperando a que el malvado Tiranosaurus atacara por la espalda al pobre y pacífico Triceratops que pastaba mansamente en una pradera, cuando escuché el silbidito de los SMS. El móvil estaba en una mesa auxiliar, a mi lado. Lo cogí sin apartar la vista de la pantalla, pero no lo miré hasta que se consumó el crimen prehumano del abusón musculoso sobre el gordito simpático, y entonces, durante un instante, todo se detuvo, mi corazón, la corriente de la sangre que circulaba por mis venas, el tiempo, la historia, el aire, aquella despiadada crónica de una crueldad extinguida. Tardé sólo un instante en leer aquel mensaje enviado desde lo que mi teléfono consideraba un número desconocido, cinco palabras justas, Estoy en Jorge Juan. Ven. Eran sólo cinco palabras, diecinueve letras, veinticinco caracteres en total, contando los puntos y los espacios. Estoy en Jorge Juan. Ven. Cinco palabras sin encabezamiento ni firma, diecinueve letras para trazar la frontera entre lo bueno y lo malo, entre la felicidad y la desgracia, entre la paz y la angustia. Estoy en Jorge Juan. Ven. Cuando pulsé la tecla de la respuesta, los dedos me temblaban, me temblaban los labios, y los párpados, todo mi cuerpo temblaba de calor y de frío, de inquietud, de ansiedad, de placer, de terror. Ahora mismo voy, escribí, espérame, Al levantarme, me asombre de que mis piernas me sostuvieran.

Mai estaba tumbada en la cama, viendo un película de espías. ¿Otra vez dinosaurios?, me había preguntado cuando el niño se quedó dormido, y yo asentí con la cabeza. ¿Y son nuevos o los mismos?, insistió, y yo sonreí. Me temo que los mismos, dije, pero me voy a verlos al dormitorio, no te preocupes. No, no, ella rechazó mi ofrecimiento con la misma discreta solicitud con la que me trataba desde que comprendió que la situación había cambiado a su favor, mejor me voy yo, porque esas películas me gustan, ya sabes, pero me acaban dando sueño… Era verdad. Cuando me vio aparecer estaba medio dormida y tenía las fuerzas justas para mirarme con los ojos entornados y la expresión bondadosa de una enfermera que vela por un soldado convaleciente de una herida gravísima. Así me miraba últimamente, pero mis pasos se desviaron muy pronto de la trayectoria que ella calculaba. Pasé por delante de la cama para ir al armario, lo abrí, cogí una camisa limpia, lo volví a cerrar, y al darme la vuelta, me encontré a mi mujer sentada ya sobre la colcha y muy despierta.

—¿Vas a salir?

—Sí.

Me encerré en el baño para vestirme y al mirarme en el espejo comprendí que las luces de alarma habrían saltado igual si no hubiera tenido que cambiarme de ropa para acudir a aquella cita. Tenía la piel muy pálida, las mejillas coloreadas y un cerco rojizo debajo de los ojos. No tenía tiempo que perder, y sin embargo aquel rostro imprevisto, que era mío, atrajo mi atención como si perteneciera a alguien distinto, un hombre diferente al que yo me sentía por dentro. Lo peor ha pasado, pensé, ya he dejado de sufrir, pero mi cara no quería darse cuenta. Había algo doloroso, una sabiduría escondida y casi trágica en la expresión que estaba contemplando. No llegué a descifrarla, porque el final de mi análisis fue tan abrupto como su principio.

—Álvaro —Mai golpeaba la puerta con los nudillos—. Álvaro…

Me abroché los botones a toda prisa, descorrí el pestillo, la miré.

—Dime —se había envuelto en aquel chal de terciopelo que le traje una vez de La Coruña, y tenía los brazos cruzados, los hombros encogidos, una mirada furiosa, dolida, extrañada de su arrogancia, el mismo y paradójico envoltorio que abrigó su voz cuando me habló.

—Si te vas, no vuelvas.

Muy bien, estuve a punto de decir, pero me pareció una respuesta tan trivial, tan absurda, tan cruel en su nimiedad al mismo tiempo, que preferí no decir nada, y sin embargo, eso fue lo único que se me ocurrió, la única frase que pude construir, muy bien, pues me voy y no vuelvo. Mai me miró, se marchó, y yo me concentré en vestirme deprisa. No quería pensar, no quería analizar la advertencia que acababa de oír, no podía permitírmelo. Raquel ha vuelto, me ha llamado, me está esperando, me dije, y lo repetí mientras me ponía los zapatos, la chaqueta, y revisaba todos mis bolsillos.

Me iba de casa, por fin me iba de casa, y no sabía muy bien adónde iba, por qué, ni para qué. Me iba simplemente, sin ninguna garantía, sólo una dirección, una cita expresada en cinco palabras, pero no quería pensar en eso, no quería reconocer que lo mejor, lo más razonable, lo que habría hecho cualquier hombre sensato, sería marcar aquel número que ya no era desconocido, hablar con ella, posponer unas horas el encuentro que me ofrecía, guardarme las espaldas y una carta en la manga. Yo ya no tenía mangas, no tenía espaldas, porque Raquel había vuelto, porque me había llamado, porque me estaba esperando y eso era lo único que me importaba. Por eso me iba, sin saber adónde, por qué, ni para qué, me iba, simplemente, como un hombre insensato que no quiere pensar, que no puede, que no sabe, que reniega de su pensamiento. El espejo ya no me tentaba. Ya no me miraba, no quería mirarme, sólo hacerlo todo muy deprisa, ni siquiera bien, sólo deprisa. Sabía que las palabras de Mai eran sólo palabras, que estaban muy lejos de representar lo que significaban, que podría volver una y diez veces, si quería, pero sabía también que no iba a querer, que no iba a hacerlo, y que si mi mujer me hubiera amenazado con un rifle, me marcharía igual, porque Raquel había vuelto, me había llamado, me estaba esperando, y nada podría impedir que yo fuera a su encuentro.

—¿Me has oído antes, Álvaro? —Mai estaba apoyada en una pared del recibidor, cerca de la puerta.

—Sí.

—¿Y me has entendido?

—Sí.

—¿Y te vas a ir?

—Sí.

Al salir a la calle, intenté olfatear la alegría, percibirla, reclamarla, dejarme atrapar por ella, pero no la encontré. Y sin embargo tenía que estar por allí, en alguna parte, yo lo sabía, como sabía que el dragón se acostaría mansamente a mis pies, renunciando de antemano al inservible desafío de mi espada. Lo había aprendido en palabras cautelosas, diferentes.

—Raquel volverá, aparecerá el día menos pensado —me había dicho Berta el sábado anterior—. Volverá porque no le conviene, porque está en un estado en el que nadie hace nunca lo que le conviene.

Cuando quise preguntarle qué quería decir exactamente, levantó una mano en el aire, cerró los ojos, me sonrió elevando apenas las comisuras de los labios. No hagas más preguntas, Álvaro, ya te he dicho más de lo que debería decirte…

—¿Para qué eres tú mujer, Pichona?

El actor que interpretaba a Cara de Plata tenía ya la mano dentro del escote de Berta. Ella estiró los hombros hacia atrás para favorecer los manejos del seductor de la comarca, mientras se le quedaba mirando con la barbilla levantada, una expresión de complacencia más poderosa que sus quejas.

—¡No comience! —y sin embargo, sus brazos, abandonados a ambos lados de su cuerpo, no hicieron nada para atajar la codicia de la mano que le estrujaba los pechos.

—Están duros.

—Déjelos.

—¿Para qué eres tú mujer?

—Puede comprenderlo.

—Pues no lo comprendo.

—Soy mujer, habiendo interés, para que me visite un día, y un año, si le dura tanto. Para gastarme contigo una onza, si la tengo. Pero que lo publiques, no lo apruebo.

Al asegurarse de que el deseo de Cara de Plata lo va a arrastrar hasta su cama esa misma noche, Pichona la Bisbisera cambia el usted por el tú sin transición ni aviso previo. No te habrá molestado que te tutee, ¿verdad?

Cuando Fernando Cisneros se marchó, sólo quedaban tres alumnos en el aula. Uno abandonó antes del último plazo, pero los otros apuraron la media hora de gracia que yo había añadido a las dos con las que oficialmente contaban para hacer el examen. La última, una chica alta, rubia, con las piernas largas, los pechos grandes, la cintura estrecha, me dirigió una sonrisa maliciosa, elocuente, mientras murmuraba que confiaba en que le hubiera salido bien. Esperó unos segundos, por si yo me animaba a decir algo interesante, pero me limité a comentar que el examen no era muy difícil y que no tardaría más de diez días en saber cómo le había salido.

Luego me encerré en mi despacho, busqué una web de la compañía cuya representación de las Comedias bárbaras de Valle-Inclán se anunciaba en la que me había dado Fernando, la encontré, y me encontré con Berta, el pelo castaño y más largo, los hombros desnudos, en los repartos de Cara de plata y Águila de blasón. En Romance de lobos no aparecía. Por lo visto no se han atrevido a montar las tres juntas, me había contado Fernando, pero las representan en orden y en días seguidos. Habían estado haciendo bolos durante el verano por media España pero a principios de septiembre se habían tomado unas vacaciones. Por eso, aunque su amiga había identificado en el acto los nombres de la obra y el autor que me interesaban —parece mentira, había comentado con una sorna bastante justificada en esta ocasión, os pasáis la vida quejándoos de que los de letras no sepamos leer una fórmula, y luego hay que ver lo burros que sois—, había tardado tanto en encontrarles.

Aquella misma mañana compré una butaca en el centro de la quinta fila para la primera representación de Cara de plata, y después, en la librería de Filología, las tres obras en una edición crítica que me leí de cabo a rabo durante los dos días siguientes. Mai no hizo ningún comentario sobre mi repentino interés por Valle, ni movió un músculo cuando le dije que tenía que ir a Salamanca, el sábado, para participar en unas jornadas cuyo tema no especifiqué. Me pregunté si habría pasado lo mismo en el caso de que Berta debutara aquel fin de semana en cualquier ciudad que no tuviera una universidad tan importante y me contesté que esa respuesta me traía sin cuidado. La obra, que no había previsto ver cuando compré la entrada, me interesó tanto, en cambio, como si su autor la hubiera escrito sólo para que yo la leyera.

—¡Abre, Pichona!

—Estoy desnuda en la cama.

—Trabajo adelantado.

—¡Ay, rey moro! ¿Di quién eres?

—Harto lo sabes.

—De verdad te desconozco.

—¡Abre!

—Espera que me eche un refajo. ¡No me hundas la puerta, tesorín!

Pero Berta, que en efecto estaba desnuda en la cama, se limitó a meter los brazos en las mangas de una especie de torera de encaje blanco que no hizo ni siquiera el ademán de abrocharse para cruzar el escenario e ir hacia la puerta. Todos los directores la desnudan, me había dicho Raquel, y que desnuda era espectacular, y ambas cosas eran verdad. También me había dicho que era muy buena actriz, y lo era tanto que al caminar por el escenario daba la impresión de ir vestida con su propio talento y el del autor del texto, que decía con tanto aplomo y naturalidad como si nunca hubiera tenido que aprendérselo. El efecto era moderadamente excitante y mucho más conmovedor, hasta el punto de que su interpretación convertía en un problema la del actor que interpretaba a su amante.

Me dio la impresión de que aquel chico no estaba entendiendo del todo la luminosa oscuridad de las pasiones de su personaje, la impotencia del hijo segundón que se alza contra su padre por la mujer que ambos desean, el despecho que le empuja hacia la Pichona, la indolente traición de su amada, esa doncella menos frágil que pusilánime a la que Montenegro seducirá, y perderá, en un despiadado e indiferente ejercicio de soberbia que vulnera todas las leyes humanas y divinas. Cara de Plata es hermoso, fuerte, joven, ambicioso y capaz de inspirar en Sabelita el mismo amor que siente por ella, un amor que está dispuesto a jurar delante de un altar, en el que aspira a comprometerse de por vida, pero su padre manda, y quiere a la muchacha para él. En su deseo empieza y se termina todo. Cuando compré la entrada no estaba muy seguro de que me apeteciera sentarme a ver la obra antes de hablar con Berta, pero aún faltaban dos días para aquella función, terminé de corregir los exámenes muy pronto y tenía que hacer algo más, encontrar otra fórmula para salvar ese plazo. Así descubrí aquel texto feroz, brillante y mugriento, salvaje y conmovedor a la vez, y también sabio, hondo, impío, exacto, abrumador. Las historias españolas lo echan todo a perder, me había dicho Raquel. Aquella historia española parecía escrita en el brutal presentimiento del estado de ánimo con el que yo acudiría a su representación, y sin embargo, nada de lo que había visto o escuchado sobre el escenario me emocionó tanto como ver salir a Berta, vestida y sin maquillar, por la puerta donde la esperaba desde hacía poco más de un cuarto de hora.

—Álvaro —pronunció mi nombre sin entonarlo casi—. ¿Cómo estás?

Tenía el aspecto de una mujer cansada pero contenta. Había tenido mucho éxito, si el éxito de una actriz se puede medir por el número de bravos que se suman a los aplausos en el saludo final, y ya me había reconocido, o al menos yo había tenido esa impresión mientras la aplaudía de pie, con todas las luces del teatro encendidas. La había visto mirar hacia el patio de butacas, muy sonriente, y detenerse un instante en mí, ponerse seria y hacer un breve gesto de afirmación con la cabeza. Eso era lo que había creído ver, y cuando salió antes que los demás para venir derecha hacia mí, me di cuenta de que había visto bien. Luego me besó en las mejillas con tanta naturalidad, que después de devolverle los besos, ofrecí una respuesta sincera a una pregunta que no había sonado como una vana fórmula de cortesía.

—Muy mal —ella asintió con la cabeza—. Fatal, por eso he venido.

—No me extraña… —echó a andar y yo la seguí—. Vamos a tomar algo, ¿quieres? Estoy muerta de hambre. ¿Has visto la obra? —asentí con la cabeza—. ¿Te ha gustado?

—Mucho —no mentía, y ella me premió con una sonrisa—. Tiene bastante que ver conmigo, además.

—¿Sí? —se paró a mirarme y me di cuenta de que no me había entendido, pero se corrigió enseguida—. ¡Ah! Lo dices por lo del padre…

—Y el hijo —completé—, sí. Pero yo no puedo irme a las guerras carlistas.

—O sea, que las conoces… —parecía asombrada.

—Sí. Empecé a leerme ésta, para ver de qué iba, y no resistí la tentación de averiguar cómo acaba la historia.

—No acaba muy bien.

—Pues no. Acaba fatal, pero tú, por lo menos, haces de buena.

—Sí, eso es verdad —sonrió, y me cogió del brazo para dirigirme a un café que parecía muy animado—. La pobre Pichona, vagabunda y medio puta, es generosa y buena, sí, la única capaz de enamorarse de verdad… Ésa es la grandeza de Valle, ¿sabes? Siempre hay una puta, un mendigo, un niño, un loco al que trata con tanta ternura que compensa la crueldad con la que destroza a los demás. Pero, de todas formas, Álvaro… No te fíes de las apariencias. Cara de Plata también es bueno a su manera, mejor que su padre, desde luego, y un ángel en comparación con cualquiera de sus hermanos. Por eso Valle lo manda a la guerra, para salvarle, para que no intervenga en la rapiña de la herencia de su madre, para que Montenegro no tenga que maldecirlo, como a los otros. Pero, con todo y eso, Cara de Plata no tiene nada que ver contigo. ¿Nos sentamos aquí?

El café parecía lleno, pero ella encontró una mesa libre al fondo, llamó a un camarero, le pidió un sandwich de tres pisos y una cerveza, me preguntó qué quería yo, le dije que me daba igual y pidió lo mismo para mí.

—¿Dónde está Raquel, Berta? —le pregunté en cuanto el camarero nos dejó solos.

—Está… —se paró un segundo a pensarlo—. En Madrid.

—En Madrid, ¿dónde?

—Eso no te lo puedo decir —sonrió, me miró—. Ya lo sabes. Raquel es mi amiga, y no se traiciona a los amigos.

—Pero…

—No insistas, Álvaro. Si sigues preguntándome, voy a tener que soltarte un rollo. Se me da muy bien, soy actriz, ya lo has visto. Todo esto es… Ha sido una locura, una barbaridad, yo… Lo que sí te puedo decir es que yo no sabía nada, que no supe nada hasta después de aquella cena, cuando viniste con nosotras a la pizzería y ella se puso mala, ¿te acuerdas? —asentí, me acordaba, y la creía, intuía que me estaba diciendo la verdad, que para ella era importante que lo supiera—. Cuando me enteré, me quedé de piedra. No tenía ni idea y me pareció increíble, imposible. Si lo hubiera sabido, no la habría dejado… —dejó la frase a medias y yo no fui capaz de completarla—. No sé. Y eso que Raquel es la sensata del equipo, ¿eh?, hasta ahora siempre lo había sido. Yo soy la que mete la pata, la que me lío con hombres que no me convienen, hombres casados, con hijos enfermos, con mujeres deprimidas, con problemas para dar y regalar.

—Pero yo estoy dispuesto a divorciarme, a casarme con ella si quiere, y Raquel lo sabe, yo se lo dije, no me importa nada, yo…

—¡Álvaro! —pronunció mi nombre como si le doliera, cerró los ojos, alargó los brazos, me cogió la cara con las manos y una intención confusa, como si quisiera sujetarme y acariciarme al mismo tiempo—. ¡Dios mío, Álvaro!

—Entonces no es eso.

—No —sus manos me soltaron, pero en sus ojos sobrevivía una compasión culpable—, no es eso.

La llegada de la comida marcó una pausa forzosa entre su palidez y la mía. Berta tenía mala cara y no estaba disfrutando de la conversación. Su aspecto, su gesto, la piedad mansa, casi humilde, con la que me trataba, me herían, pero también me curaban, como a un perro abandonado le alimenta la caricia cariñosa de una mano que no le da de comer.

—¿Qué es lo que ha pasado, Berta?

Ella había cogido los tres pisos de su sandwich con las dos manos, y me miró antes de cerrar los ojos para morder un pedazo tan grande como su boca.

—Eso no te lo puedo decir, Álvaro, de verdad… —había empezado a hablar con la boca llena y movió la mano en el aire para pedirme tiempo—. Es que ni siquiera sería bueno que te lo contara yo, no te gustaría enterarte por mí. Eso tiene que contártelo ella. Lo que sí te puedo decir…

Volvió a comer, y me di cuenta de que no estaba tan hambrienta como angustiada por la necesidad de escoger las palabras, la urgencia de decidir sobre la marcha qué podría y qué no debería contarme.

—Raquel está sufriendo mucho, Álvaro. Tanto como tú, o más que tú, porque ha sido culpa suya. Todo esto es una… salvajada, y ella lo sabe. Y se ha ido porque no quiere hacerte daño, pero no puede, ella tampoco puede soportar esto. Yo… No sé. A veces pienso que ha sido peor el remedio que la enfermedad, porque al principio parecía que lo mejor era quitarse de en medio, sí, yo también lo creía, pero ahora… No podía suponer… Los hombres de los que yo me enamoro nunca me persiguen tanto —sonrió, y a pesar de todo, le devolví la sonrisa—. Yo no podía suponer que tú fueras tan tenaz, pero el otro día quedé con ella y me enseñó una nota que le habías escrito, y… Estaba destrozada, y quería llamarte, y yo… Bueno, igual ahora me pegas una hostia, pero la verdad es que yo le quité la idea de la cabeza, porque tiene que pensarlo bien, no puede llamarte así como así, sin saber qué te va a decir, cómo te va a explicar… Pero no te enfades conmigo, Álvaro, por favor, porque yo… Yo sólo quiero que esto salga bien, y además no estoy siempre con ella, ando de gira, ya lo has visto, así que… En fin, lo que quiero decirte es que Raquel volverá, que aparecerá el día menos pensado. Porque no le conviene, pero está en un estado en el que nadie hace nunca lo que le conviene.

—¿Qué quieres…?

—No me hagas más preguntas, Álvaro —levantó una mano en el aire, cerró los ojos, y me sonrió elevando apenas las comisuras de los labios antes de interrumpirme—. Ya te he dicho más de lo que debería decirte.

Y sin embargo, todavía me dijo algo más cuando ya nos habíamos despedido, después de forcejear conmigo para empeñarse en pagar y darme un abrazo de propina junto con los dos besos protocolarios, al escuchar por última vez que de verdad, de verdad, no estaba enfadado con ella. Yo no me había marchado. La miraba desde la puerta del café mientras apostaba conmigo mismo a que sacaría el teléfono del bolso para llamar a Raquel antes de alcanzar el centro de la plaza, cuando de pronto se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.

—Otra cosa, Álvaro —comprendí por el tono de su voz, la serenidad con la que me miraba a los ojos, que lo que iba a decirme no le parecía grave, comprometedor o importante—. No ha habido otro hombre, ni ahora ni antes del verano. En todo el tiempo que estuvo contigo no hubo nadie más. Te lo digo porque… En fin, somos todos muy mayores, y muy maduros, y muy cojonudos, pero… Si yo estuviera en tu lugar, me gustaría saberlo.

—Gracias, Berta —me había gustado saberlo.

—De nada.

Volvimos a besarnos, se marchó, y mucho antes de llegar al punto desde el que antes había retrocedido, sacó algo del bolso. No necesité apostar nada conmigo mismo, porque un instante después se dio la vuelta para mirarme y me dejó ver que tenía el teléfono en la oreja. Movió una mano en el aire para despedirse definitivamente de mí y durante un momento acaricié la idea de salir corriendo, asaltarla por la espalda, quitarle el teléfono, hablar con Raquel. Pero los dos sabíamos que yo nunca haría algo así. Por eso me limité a mirarla hasta que se perdió por uno de los arcos de la plaza, fui a recoger mi coche y me volví a Madrid.

Durante el viaje, intenté ordenar lo que había aprendido aquella noche. No parecía mucho, y sin embargo, era más de lo que había averiguado en un mes. Los silencios de Berta, la irregular secuencia de indecisiones que se habían ido acumulando en los puntos suspensivos de todas las frases que había dejado a medias, me habían parecido más relevantes que sus palabras, y en éstas brillaba más la oscuridad que la luz, con la única excepción de su última advertencia. Para ella no era importante, para mí sí, no tanto por la integridad de mi orgullo sino porque desarbolaba una hipótesis que había ido creciendo en mi imaginación por simple exclusión de todas las demás. Pero la certeza de que Raquel no se sentía atada a ningún hombre lejano en la distancia ni en el tiempo, no me ayudaba a entenderla. Me resultaba más útil la vaga profecía en la que Berta había envuelto la promesa de su retorno, aquella alambicada y pudorosa manera de decirme que estaba enamorada de mí, y sobre todo el relato de la llamada telefónica que ella misma había impedido, la prueba de que mis palabras más tontas, más cursis, más torpes, habían resultado también las más eficaces. Y sin embargo, ninguno de estos datos merecía tal nombre, ninguno me ayudaba a trazar un camino, ni me llevaba a un lugar distinto del que ocupaba desde que descubrí que Raquel había desaparecido. Tenía que seguir esperando, ésa era la única conclusión, el verdadero saldo de aquel viaje. Tenía que esperar y esperé. No imaginaba que sería tan poco tiempo.

En el taxi que me devolvía al origen de todo, aquel suntuoso edificio de la calle Jorge Juan en el que nunca habíamos estado juntos y el último lugar donde se me habría ocurrido que volvería a verla, sentí una misteriosa nostalgia de la espera, el incomprensible deseo de detener aquel coche en el rojo infinito de un semáforo averiado para no llegar nunca y seguir estando a punto de tenerlo todo durante unas horas más. Nada me da miedo, había escrito en aquella nota torpe y tonta, precipitada, nada me da miedo, pero no era verdad. El taxista, que no podía saberlo, tampoco tardó más de diez minutos en detenerse ante aquel portal marmóreo, frío y aséptico como un mausoleo. La puerta estaba cerrada, pero tuve la precaución de empujarla antes de acariciar la tecla del Ático E con la yema temblorosa de un dedo encogido, más asustado que yo, y en ese instante, como en ningún otro momento de mi búsqueda, percibí una sensación de irrealidad que era física pero también aérea, una bruma blanquecina, espumosa, que lo envolvía todo, y a mí en el centro, como la luz incierta de los sueños.

Esto no está pasando, me dije, y no va a pasar nada, no puede pasar. Pero apoyé el dedo en el botón metálico y alguien abrió desde arriba sin preguntas ni condiciones. Mis zapatos hirieron la pureza del mármol recién encerado con un estrépito sordo, doble, regular, y el ascensor hizo mucho más ruido que mis pasos al detenerse en el portal desierto. En el trayecto hacia el séptimo, me miré en el espejo y me apiadé de un rostro que ahora entendía bien, mucho mejor que unos minutos antes. Era la cara de un hombre aterrado, consumido, solo y exhausto, era mi cara. Pero al llegar arriba me encontré con una puerta abierta, y tras ella, Raquel, vestida igual que el día que la conocí, una camiseta negra con dibujos blancos y unos vaqueros del mismo color que apenas traicionaban ya la luminosa desproporción de sus caderas. Estaba mucho más delgada, más pálida, tenía los ojos hinchados y la piel de los párpados fina y tensa como un pergamino. Al mirarla, vi el rostro de una mujer aterrada, consumida, sola y exhausta, tan parecido al mío, tan diferente, pero también vi a Raquel, una chica lista, tan guapa que había que mirarla bien, y mirarla dos veces, antes de verla del todo, y el amor de mi vida.

—Álvaro —dio unos pasos hacia mí, tan cortos, tan lentos como si tuviera todo el cuerpo magullado, y yo aún no podía hacer nada, no podía hablar, ni moverme, sólo mirarla—, Álvaro, tengo que contarte…

—No vuelvas a hacerme esto, Raquel.

Mis brazos tomaron por su cuenta la iniciativa de abrazarla y la estrecharon fuerte, mis manos recorrían su espalda, la reconocían, me reconocían a mí, que entonces pude volver a ser algo, a ser alguien, que volví a ser yo mientras la olía, mientras la veía, mientras la tocaba, y me conmoví al pensar que iba a besarla, fui consciente de que iba a besarla, y la besé, y todo volvió a fluir con una sonrosada facilidad, la apacible costumbre del agua que corre.

—No vuelvas a hacerme esto nunca más…

Ella, colgada de mi cuello con la determinación de un náufrago que se aferra a la única tabla que flota en el océano, se apretaba contra mí, me devolvía los besos, me miraba como si su vida estuviera en mis manos.

—Si pudiera, ahora mismo te comería entera, te tragaría de una vez para tenerte siempre dentro, para saber siempre dónde estás, porque me he muerto, Raquel, ha sido igual que morirse, me he estado muriendo todo este tiempo, y no lo soporto, no podría soportar… No vuelvas a hacerme esto, nunca, por lo que más quieras…

Entonces, sin dejar de abrazarme, separó su cabeza de la mía, me miró a los ojos y me dijo lo único que yo necesitaba oír.

—Lo que más quiero eres tú, Álvaro.

—Y yo te quiero —la emoción me dolía como una herida, un corte limpio, la sangre alegre, roja, caliente—, te quiero, te quiero tanto…

—Tengo que contarte una cosa.

—Ahora no —volví a abrazarla, volví a besarla, volví a ser yo, y a ser algo—. Ahora no, por favor, ahora no quiero saber nada, no me importa nada, ahora no, Raquel, no…

Al llegar había sido consciente de que iba a besarla y mi propia consciencia me había conmovido. Después, cuando estábamos desnudos en una cama ajena que sabía latir con el corazón del planeta, porque la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor de las caderas de Raquel entre sus cuatro esquinas, fui más consciente que nunca del valor de la belleza, del placer, de la alegría, la condición de todo lo que vive, porque todo quedó suspendido en el aire, pendiente del hilo transparente y fragilísimo de los labios de Raquel.

En esos labios me lo estaba jugando todo.

También fui consciente de eso cuando ella se alejó de mí, se tumbó muy derecha en el otro lado de la cama, colocó sus manos juntas debajo del pecho, cerró los ojos y, como un cadáver, habló por fin.

—Yo nunca me he acostado con tu padre, Álvaro.

Eso dijo.

Me dijo que nunca se había acostado con mi padre, y de repente tuve muchas ganas de reírme, y muchas ganas de llorar al mismo tiempo.