Cuando Ignacio Fernández Muñoz comprendió que Julio Carrión González le había robado a sus padres todo lo que tenían, se vino abajo. No era la primera vez que le ocurría, pero sí fue la más cruel, porque ninguna de las derrotas que había sufrido antes de aquélla había sido responsabilidad suya. Él no podía haber luchado más de lo que luchó, no podía haber empeñado más de lo que empeñó, no podía haber dado nada más de lo que dio, de lo que estaba dispuesto a volver a dar, y que era todo, en esa segunda oportunidad que no iba a llegar nunca. Otros podrían haber hecho más, haberlo hecho mejor, él no, y esa seguridad le tenía de pie, alimentaba su orgullo y su entereza, le consentía seguir viviendo. Eso, la conciencia de que no tenía que arrepentirse de nada, fue lo que Julio Carrión le robó a él, al robarle a sus padres todo lo que tenían.
En la primavera de 1964, cuando su primogénito se disponía a ser el primer miembro de su familia que volvía a España, que volvía a Madrid desde 1939, aquella herida aún no se había cerrado. Nunca se cerraría del todo, y por eso, el anuncio de su hijo Ignacio, que no podía calcular los efectos de sus palabras mientras comentaba en la mesa de la cena, con el acento de las cosas sin importancia, el resultado de la asamblea en la que España había ganado a Grecia por goleada como destino de su viaje de estudios, le precipitó en un silencio hermético, impenetrable hasta para sí mismo.
—No te hace gracia, ¿verdad? —le preguntó aquella noche Anita, mientras se metían en la cama.
—No lo sé —respondió, y fue sincero—. ¿Por qué lo dices?
—Pues… —su mujer se acercó a él, le abrazó, escondió la cabeza en su cuello—. Yo tampoco lo sé, pero a mí no me hace ni pizca de gracia.
Aquella noche, Ignacio Fernández Muñoz no pudo dormir. Mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, su vida entera desfiló por su memoria en ráfagas breves y ordenadas, como si fuera el anuncio de una película o el involuntario pasatiempo cerebral de un condenado a muerte. Y no eran sólo recuerdos. Entre las imágenes y los colores, los sonidos y los aromas, las sensaciones concretas o inefables que aún poseía y a las que siempre pertenecería, se filtraban hebras de luz, zonas de sombra que se entremezclaban en intersecciones turbias, desconcertantes. Ignacio Fernández Muñoz envidiaba a su hijo, temía por él, y experimentaba ambos sentimientos con la misma intensidad, aunque comprendía mucho mejor el primero que el segundo.
Aquella noche, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, habría pagado cualquier precio por deslizarse bajo la piel de su hijo en el día que comenzara su viaje, por mirar con sus ojos, escuchar con sus oídos, respirar con su nariz, tocar con sus dedos, sin renunciar a su propia memoria, la tierra de aquel país al que deseaba volver con tanta desesperación como la que invertía en prohibírselo a sí mismo. Y sabía que él no iba a volver, tal vez nunca, no todavía, pero su hijo lo llevaría consigo en aquel viaje aunque no lo supiera, porque nada ni nadie podría impedir que él volviera a España en la memoria y en la experiencia de un muchacho de veintiún años que creería estar pisándola por primera vez en su vida. Era emocionante y era triste, era amargo, alegre a la vez, y sobre todo extraño, muy extraño. Por eso había sido sincero al decirle a su mujer que no sabía cuánta gracia le hacía aquel viaje que le inspiraba tanta envidia como miedo. También miedo, aunque no fuera capaz de explicárselo a sí mismo.
No se trataba solamente de un temor físico, pero tampoco podía descartar del todo éste, el más elemental, un miedo puro, primario. Su hijo había nacido en Francia y pasaría la frontera con un pasaporte francés no sólo en vigor, sino también auténtico, no como las minuciosas, primorosas falsificaciones que él había admirado algunas veces al despedir a ciertos camaradas destinados a trabajar en el interior. Sin embargo, la autenticidad del papel, de las firmas y los sellos, no iban a impedir que cualquier policía leyera los datos, Ignacio Fernández Salgado, hijo de Ignacio y de Ana, nacido en Toulouse el 17 de enero de 1943, y que sacara sus conclusiones.
En 1964, Francia estaba repleta de emigrantes españoles con hijos de la edad del suyo, pero ninguno de ellos había nacido allí. Ignacio Fernández Muñoz sabía que aquel pasaporte era sagrado, que la policía de Franco no iba a tomar ninguna clase de represalias sobre su portador, no porque no les gustara la idea, sino porque no se la podían permitir, pero no descartaba los pequeños incidentes, los comentarios despectivos, las provocaciones con forma de pregunta, hijo de rojos, ¿no? Debería decirle que se esté quieto, pensaba, que se calle, que no conteste, y la secuencia de la amargura volvía a arrancar para reproducirse desde el principio, su vida entera en una sucesión de ráfagas breves, ordenadas, incesantes. Debería decirle que se esté quieto, pero no va a hacer falta porque se lo va a decir su madre. Esa certeza le tranquilizó, le liberó de la carga de esas pocas recomendaciones paternales, simples consejos útiles para la vida, que para él habrían representado mucho más que eso, una nueva derrota, aplazada y hasta apacible, pero completa en sí misma. Cuando la precaución de rogar a su hijo que se negara a sí mismo y que renegara también, en ese trance, de su padre y de su madre, de sus cuatro abuelos y de todos sus tíos, desapareció del horizonte inmediato, el miedo físico no cedió, pero afloraron otra clase de miedos.
Ignacio Fernández Muñoz daba vueltas y más vueltas en la cama, e intentaba escoger entre lo malo y lo peor, pero no se decidía. Tal vez a su hijo no le gustara España, y eso era malo. Tal vez le gustara demasiado, y eso era peor. Quizás volviera contando que sus verdugos, los de su patria, los de su familia, los de su futuro, eran simpáticos y bienintencionados, y que la gente estaba contenta, satisfecha de vivir, de prosperar bajo el peso de sus botas. Él sabía que no era así, no en todas partes, no en núcleos muy importantes de la población. Los comunistas de París mantenían un contacto muy estrecho con los del interior, tenían a mucha gente trabajando dentro y la información fluía con facilidad en ambas direcciones. La guerrilla, que había seguido activa hasta hacía muy poco tiempo, había dispuesto de redes de apoyo masivas y bien organizadas, impresionantes en algunas regiones incluso en los periodos más atroces de la represión, y luego estaban los mineros, haciendo eternamente la guerra por su cuenta, y los estudiantes, que habían puesto Madrid boca abajo en el 56, mientras los tranviarios hacían huelga en Barcelona. Ocho años después, con los sindicatos oficiales infiltrados en todos los niveles y las principales universidades del país convertidas en auténticos feudos de la resistencia clandestina, la situación era mucho mejor, pero quizás esos progresos, que se veían tan bien desde París, no se apreciaran tanto a ras del suelo. Ignacio Fernández Muñoz daba vueltas y más vueltas en la cama, y no podía dormir mientras pensaba qué haría, cómo reaccionaría si su hijo volvía de España contando lo que él no quería oír, lo que nunca habría querido escuchar, muy bien, muy bonito, los monumentos y el vino y el flamenco, todo estupendo, y la gente encantadora, tan alegre, tan contenta, con un nivel de vida parecido al de aquí, se ve que el desarrollismo económico ha tenido éxito y los españoles viven bien, no parece que echen nada de menos…
Qué barbaridad, Ignacio miró el despertador, vio que eran las cuatro y veinte de la mañana, se levantó, fue al salón, se sentó en un sillón, qué salvajada, cómo puedo estar yo pensando esto, como puedo atreverme a pensar así. Cuánto peor, mejor. Eso era lo que solía decir, lo que solía escuchar, pero nunca se había parado a analizarlo con atención hasta aquella noche. Qué destino tan injusto, se dijo entonces, y qué absurdo. Y sin embargo era el suyo porque él lo había escogido, porque lo había defendido con todo lo que tenía, lo había perdido, y había reconstruido su vida desde los cimientos sólo para volver a empeñarla una vez, y otra, y otra más, en la causa de aquellos para quienes ahora se encontraba deseando no solamente la pobreza, sino también la infelicidad, esa miseria indiscriminada, brutal, profunda, que es capaz de crear por sí misma condiciones revolucionarias.
Qué barbaridad, Ignacio Fernández Muñoz se sintió muy solo, muy triste, muy desamparado. Qué salvajada, qué horror el exilio, y esta derrota horrible que no se acaba nunca, y destruye por fuera y hacia dentro, y borra los planos de las ciudades interiores, y pervierte las reglas del amor, y desborda los límites del odio para convertir lo bueno y lo malo en una sola cosa, fea, y fría, y ardiente, inmóvil, qué horror esta vida inmóvil, este río que no desemboca, que jamás encuentra un mar donde perderse. Y en ese momento, en el segundo más negro de la noche, Ignacio recordó a Julio Carrión tal y como lo vio por última vez en el recibidor del primer piso que tuvieron en París, cuando todavía vivían todos juntos y Paloma lo detuvo con una pregunta que no parecía inocente, y resultó serlo mucho más de lo que ninguno de ellos se habría atrevido a esperar.
Ella fue la que más sufrió, ella, que era ya la que más había sufrido, Paloma delicada, violeta y melancólica, con sus ojos azules tan grandes y tan frágiles, ella fue la que más sufrió, la que más perdió al perderlo todo. En el otoño de 1949, cuando lo irremediable afloró a la superficie con la triste tenacidad de una marea de petróleo que arruina un mar de aguas limpias, su padre conservó la calma de una manera admirable, su madre le quitó importancia a un asunto ajeno a su nuevo concepto de las cosas importantes, Anita se preocupó mucho más por consolarle que por haber perdido una fortuna que nunca había tenido, y Paloma intentó suicidarse en el cuarto de baño de aquella casa que él había abandonado ya, para vivir la vida normal de un hombre normal que convive sólo con su mujer y con sus hijos.
Ignacio nunca podría olvidar los gritos de Anita, los sollozos de su madre en el teléfono, la desesperación de sus propias piernas corriendo por la acera, la mirada perdida de su hermana, su rostro palidísimo cuando la encontró, sentada en el borde de la bañera, las muñecas vendadas con dos trapos blancos, lunares de sangre seca ensuciando la tela. La ambulancia viene ya, le dijo a su madre, me he cruzado con ella por la calle. La ambulancia viene ya, repitió en voz más baja, delante de Paloma. Se había puesto en cuclillas para estar a su altura pero ella no le miró, no dijo nada. Perdóname, le rogó después, perdóname, Paloma, ha sido culpa mía, todo es culpa mía, y ella negó con la cabeza muy despacio, varias veces. Sí, insistió él, yo tengo la culpa, la idea fue mía, todo ha sido culpa mía y por eso tienes que perdonarme, Paloma, por favor, perdóname…
No ha sido culpa tuya, Ignacio. Eso fue lo primero que dijo su hermana al volver del hospital, y que estaba muy cansada, que la dejaran en paz. Después, ya no volvió a hablar, no volvió a pronunciar ni una sola palabra que no estuviera relacionada con sus pocas necesidades básicas, el armazón de una existencia elemental que no era exactamente humana, ni era la vida. Y no lo volvió a intentar, pero a partir de aquel día, se limitó a comer, a beber, a dormir, a levantarse de la cama por las mañanas, y besar a sus padres, y acariciar a sus sobrinos, con la frecuencia rítmica, mecánica, que mejor convenía a su morbosa vocación de moribunda. Dejadme en paz, decía luego, en paz, en paz, por favor, dejadme en paz. Todos la estudiaban, la vigilaban, estaban pendientes de ella, pero Ignacio no sólo la miraba, también la reconocía, reconocía la naturaleza inferior y distinta de la mujer que había perdido la capacidad de desear al mirar su cuerpo descarnado y seco, la desolación que había obrado el milagro que se había resistido a la esperanza, la amargura que hizo de la bella Paloma una mujer desagradable, fea.
Carrión había sido muy hábil, tanto que, cuando Ignacio empezó a darse cuenta de que aquello no iba bien, ya era tarde. Al principio, hasta finales de 1947, Julio escribió hasta con más frecuencia de la imprescindible, advirtiendo de la lentitud del proceso, una montaña de trabas burocráticas que no dejaban de ser previsibles. A lo largo de 1948, sus cartas empezaron a espaciarse, pero Ignacio recordó su propia boda, la angustia de Anita ante el silencio del párroco y el alcalde de su pueblo, aquella simple partida de nacimiento que aún no había llegado, que nunca llegaría a las manos de su solicitante, y tampoco se alarmó por eso. Además, en primavera, Julio les envió un poco de dinero, una cantidad pequeña, hasta insignificante en sí misma, y sin embargo importante, porque era producto de la venta del primer olivar que había conseguido recuperar para venderlo después. Pero no recibieron nada más, y antes de que empezara 1949, dejó de escribir.
Ignacio dejó pasar un par de meses, necesitó otros dos para preocuparse, tardó algún tiempo más en localizar en Madrid a un abogado de confianza y el resto sucedió muy deprisa. Cuando el nuevo representante de sus antiguos dueños se interesó por ellas, todas las propiedades de la familia Fernández Muñoz habían dejado de pertenecerles. Paloma fue la que más sufrió, pero su hermano no lo habría pasado mucho mejor si su padre no hubiera intervenido a tiempo.
—Escúchame bien, Ignacio —era domingo por la mañana, las mujeres estaban haciendo la comida, y ellos habían llegado paseando despacio hasta aquel café donde el padre escogió una mesa tranquila y soleada, junto a una ventana—. No ha pasado nada, ¿me oyes? No teníamos nada y no tenemos nada. Estamos igual que si nos lo hubieran expropiado todo hace diez años, igual que si nos lo hubiera robado tu prima en vez de ese cabrón. Y no es culpa tuya.
—Sí lo es, papá —él nunca dudaría de eso.
—No —y su padre levantó la voz para repetirlo—. No. Da igual que fueras tú quien se lo encontró, da igual que fueras tú quien lo invitó a casa, da igual que la idea de venderlo todo fuera tuya, porque era una buena idea y se le podría haber ocurrido a cualquiera. Nos ha robado, pues bueno, qué le vamos a hacer, la culpa es del ladrón, que nos engañó a todos. Todos nos dejamos engañar a la vez, y no porque seamos tontos, sino porque las buenas personas son fáciles de engañar. Y eso es lo que hay, no hay más vueltas que darle.
En ese punto, Mateo Fernández Gómez de la Riva hizo una pausa para mirar a su hijo con toda la sabiduría que había acumulado en sus sesenta y dos años de vida, y un destello de su autoridad de antaño. Meditaba sobre el mejor camino a seguir y escogió la sinceridad.
—Yo te necesito, Ignacio, y tal y como estás ahora, no me sirves para nada, hijo —sonrió y recibió a cambio una mirada de asombro—. Te necesito y necesito que seas fuerte, que tengas ánimo, que tires de los demás. Tú eres ahora el cabeza de esta familia, ¿comprendes? Tú, no yo, sobre todo desde que María se quedó en Toulouse. Ella también es fuerte, pero está lejos, y yo soy viejo, Ignacio. Soy viejo, estoy cansado y ya no puedo más, así que se acabó. No quiero volver a oír hablar de Julio Carrión en mi vida. ¿Está claro?
—Sí, papá.
—Prométemelo.
—Te lo prometo, papá.
Tú también me salvaste la vida, pensó Ignacio aquella noche, me ha salvado la vida tanta gente, tantas veces, que tendría que haber hecho algo grande con ella, algo más importante que sobrevivir, y acabar la carrera, y casarme por amor, y criar a mis hijos. Tú has ayudado a mucha gente, Ignacio, le decía Anita cuando le encontraba así, y tal vez fuera verdad, pero eso no era grande, ni importante, ni valía el precio de una vida en la que tanta gente había invertido tanto esfuerzo. Y ahora, cuando la benevolencia o la crueldad del tiempo le había consentido salir del trabajo al mismo tiempo que todos sus socios, cuando en la sala de espera ya no aguardaba turno ningún hombre oscuro y desorientado, ninguna mujer con los ojos perdidos en el color pardo de su falda y la mano de un crío apretada en cada mano, ahora que casi se le habían olvidado sus gestos, sus problemas, las palabras siempre parecidas que empleaban para contar historias siempre enormes y siempre distintas, ahora, precisamente ahora, se encontraba deseando lo peor para ellos, para los primos, los hermanos, los parientes de esos españoles a los que había aconsejado, asesorado y defendido gratis durante tantos años. Y todo porque al niño se le había antojado volver a España camuflado en una alegre expedición de estudiantes franceses.
—Pues que no vaya.
Cuando sonó el despertador, un par de horas después de que su memoria se rindiera para consentirle dormir al fin, se encontró a Anita sentada en la cama con los brazos cruzados, muy seria, muy resuelta. Ella era así, los disgustos le daban sueño, pero los encontraba intactos cuando se despertaba.
—¿Qué? —a él le costó mucho más trabajo conectar.
—Ignacio —le explicó—. Que no vaya al viaje. Se lo cambiamos por otra cosa y ya está, o que se vaya a Grecia con un amigo.
—No, mujer —miró a Anita, y ella le devolvió una mirada más preocupada que perpleja—. No podemos hacer eso.
—¿Por qué?
—Pues no lo sé, pero no podemos.
—Anda que… —Anita se levantó, se le quedó mirando un momento y se fue rezongando hacia el baño—. Menuda ayuda tengo yo contigo, Ignacio, no lo sé, no lo sé, no lo sé. Lo que parece que no sabes es decir otra cosa.
Ninguno de los dos podía imaginar entonces que a su hijo tampoco le hacía maldita la gracia aquel viaje. Ignacio Fernández Salgado habría preferido ir a Grecia, o a Italia, o a Holanda, o a Marruecos, cualquiera de los destinos por los que había votado hasta quedarse sin opciones.
Para él, España no era un país, sino un contratiempo, una anomalía que cambiaba de forma, de naturaleza, según las fechas y las circunstancias, como una enfermedad congénita, capaz de brotar y de desaparecer ella sola, o un grano rebelde que, sin picar mucho, tampoco deja nunca de resultar molesto. Ignacio Fernández Salgado, que nunca había estado en España, ya estaba harto de España, harto de la tortilla de patatas y de las sevillanas, de los villancicos y de los refranes, de Cervantes y de García Lorca, de los mantones y de las guitarras, de Fuenteovejuna y del Tenorio, del cerco de Madrid y del Quinto Regimiento, de comer uvas en Nochevieja y de levantar en el aire una copa de champán para escuchar siempre las mismas palabras, el año que viene en casa.
No se trataba de que sus padres fueran extranjeros. París estaba lleno de extranjeros y eso era soportable. Lo insoportable era ser hijo de exiliados españoles, haber nacido, haber crecido, haberse hecho un hombre en un exilio como aquél, denso, espeso, concentrado, estimulado a perpetuidad y perpetuamente torturado por la cercanía, la conciencia de esa frontera tan próxima y tan inalcanzable a la vez como un tarro de caramelos de colores situado un centímetro, sólo un centímetro, por encima de los dedos de un niño hambriento. Qué horror el exilio, aquel exilio ajeno que le habían obligado a vivir como propio, a él, que era francés, que no era francés, que no sabía de dónde era pero tampoco podía permitirse el lujo de que no le importara ser de ninguna parte, porque no había nacido en un país, sino en una tribu, un clan envalentonado de su propia desgracia, un campamento de nómadas inválidos y satisfechos de su invalidez, una sociedad de ingratos incapacitados para apreciar lo que tenían, una aldea de idiotas que no sabían leer los mapas ni vivir en el tiempo de los calendarios, los eternos y voluntariosos inadaptados que hallaban un placer malsano, intenso y difícil, en sus placenteras carencias, porque siempre les faltaba algo y sólo sabían disfrutar de la mitad de las cosas, siempre infelices, siempre a medias, siempre encerrados en las minúsculas dimensiones de una patria portátil, una presencia póstuma y fantasmal a la que llamaban España y que no existía, no existía, no existía.
Para los que se fueron a América sería distinto, porque ellos supieron poner el mar por medio, mucho mar, muchos kilómetros, otros acentos y la misma lengua. Ignacio Fernández Salgado habría preferido que sus padres se hubieran conocido allí, en cualquiera de aquellos países calientes, cercanos pese a la distancia, donde la Navidad ocurre en verano y levantar una copa en el aire, el año que viene en casa, sería a la fuerza una promesa liviana, risueña, desprovista de la gravedad que la proximidad y el frío hacían flotar sobre la mesa del comedor de su casa cada año, todos los años, y el que viene, en casa. Seréis gilipollas, pensaba él, qué casa tendréis, que no sea ésta… Luego miraba a su padre, a su madre, a sus abuelos, al espectro insensible de su tía Paloma, y se arrepentía de haberlo pensado, pero sabía que un año después pensaría lo mismo al escuchar las mismas palabras y que volvería a sentirse culpable sin tener la culpa de nada, porque él no era responsable de su nacimiento, porque no había podido escoger otra fecha, otro lugar donde nacer, porque no podía dejar de pensar, dejar de sentir de esa manera.
Aunque su padre, su madre, no se dieran cuenta, Ignacio Fernández Salgado era muy consciente de que él no volvía a España. No podía volver, porque nunca había estado allí. Por eso no comprendió el gesto, los dos con mala cara, el idéntico cansancio de las noches en vela, con el que le recibieron cuando se sentó a desayunar con ellos al día siguiente.
—Dime una cosa, hijo —su madre tomó la iniciativa antes de que tuviera tiempo de probar el café—. ¿A ti te apetece ir?
—¿Adónde?
—Pues a España, adónde va a ser.
—Hombre… —y sonrió—. Me habría gustado más ir a Grecia, pero, en fin, el viaje sí que me apetece, porque van todos mis amigos y supongo que nos divertiremos. Lo que pasa… —hizo una pausa para escoger palabras que no les ofendieran, ni les disgustaran—. Bueno, creo que habría preferido ir a otro sitio porque tengo la impresión de que ya conozco España, aunque nunca haya estado allí.
—Pero no la conoces —su padre intervino en un tono misterioso, casi hermético—. No tienes ni idea de cómo es, de cómo son las cosas ahí dentro.
—Y no hace ninguna falta que vayas —Anita habló más claro—. Puedes hacer otro viaje, por tu cuenta, nosotros te lo pagaríamos.
—Pero… —su hijo les miró despacio, primero a ella, luego a él, mientras dudaba de la aptitud de sus propios oídos—. No lo entiendo. Os pasáis la vida hablando de España, comparando todo lo que veis, lo que escucháis, lo que coméis, con lo que hay allí, que si esto, que si lo otro, que si las berenjenas, mamá, reconócelo. Es como una enfermedad, estáis enfermos de España, y ahora… ¿No queréis que vaya yo? ¿Y por qué? —los dos le miraron a la vez, pero ninguno quiso responderle—. Si ni siquiera nos dejáis hablar en francés, si lo tenemos prohibido desde que entramos por esa puerta… ¿Queréis decirme por qué preferís que no vaya? Es que no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo.
—No es que yo no quiera que vayas, no es eso. Pero tampoco me gusta —su padre perseveró en el misterio—. En fin, es difícil de explicar.
—Es peligroso —su madre fue más sincera, y afrontó con serenidad el estupor que agrandó los ojos de su hijo—. Sí, no me mires así, Ignacio, es peligroso. Para tus compañeros no, pero para ti sí, y yo no digo que te vaya a pasar nada, ¿eh?, no es eso, pero sí digo que te puede pasar. Tu padre tiene razón. Tú no sabes nada, hijo, nada. Tú te has criado en un país democrático, en un país donde los policías son funcionarios y están controlados por el gobierno, donde hay leyes y se cumplen, pero España no es así, ahora no, ya no…
—Hazme un favor, mamá. —Olga, que tenía cuatro años menos que su hermano y se había dedicado hasta entonces a mojar galletas en el café, resopló igual que una ballena cansada—. No empieces, anda.
—¡Pues sí empiezo! —Anita se levantó, y levantó la voz—. Empiezo porque me da la gana, porque sé de lo que hablo y vosotros no tenéis ni idea, ninguno de los dos.
—No me voy a meter en líos, mamá, te lo prometo —Ignacio optó por un tono más sereno, apaciguador—. No me va a pasar nada porque no he hecho nada, ni lo pienso hacer. Nada.
—Eso mismo dijo mi padre cuando se lo llevaron.
—¡Ya está bien, mamá! —y su hijo también se levantó, apartó la silla de un manotazo, empezó a andar hacia la puerta—. Siempre igual…
—¡Pues sí, siempre igual! —y ella también gritó, porque todavía podía gritar—. Porque eso mismo fue lo que dijo mi padre, que todavía lo estoy oyendo, no me va a pasar nada porque no he hecho nada. Y lo fusilaron, ¿te enteras?, lo fusilaron, con treinta y siete años, y cuatro hijos, y, y… —se estaba poniendo tan nerviosa que le temblaban los labios, las manos, todo el cuerpo, pero todavía logró añadir algo más—. Y yo soy la única que queda, la única, de todos, yo, y ahora, te vas tú, allí…
Ignacio Fernández Muñoz fue hacia su mujer, la abrazó, pronunció su nombre en voz baja.
—Anita.
—¿Qué? —preguntó sin mirarle.
—Déjalo, anda —ella se revolvió entre sus brazos para dirigirle una mirada furiosa, pero él la aplacó sin dificultades—. Déjalo, por favor, piensa un poco. No va a hacer la guerra, va a hacer turismo, sólo turismo…
Aquella tarde, cuando volvió de trabajar, Anita Salgado le pidió perdón a su hijo Ignacio, que la estaba esperando en el salón para pedirle perdón. Para ninguno de los dos fue fácil. Ella seguía sintiendo el mismo espeluzno helado y seco que la paralizó mientras su padre le ponía en la mano el albaricoque recién lavado que se iba a comer cuando aquellos hombres llamaron a la puerta. No llores, tonta, dijo, y le dio la fruta, y le acarició la cara, si no me va a pasar nada, yo no he hecho nada, ya lo sabes… Se inclinó para besarla pero ya no pudo hacerlo, porque el guardia civil que lo llevaba agarrado del brazo derecho tiró de él y le obligó a salir de su casa muy deprisa.
Habían pasado veintiocho años desde que Anita Salgado se comió aquel albaricoque, pero todavía no lo había digerido, no lograría digerirlo jamás. No había vuelto a probar los albaricoques y aún conservaba el sabor de aquél. Le habría gustado conservar también el hueso, que mordió y chupó para dejarlo limpio hasta de la última hebra de pulpa para guardarlo después en el bolsillo de su delantal, sin querer saber por qué lo hacía. No lo necesitaba para recordar a su padre, y por eso, y para acompañarle siempre, lo metió en uno de los bolsillos de su camisa cuando volvió a verlo, rígido y tieso, sucio de sangre, con los ojos cerrados, el día del entierro. Luego, como si fuera una adulta y no una niña de doce años, se acercó a una fuente y mojó su pañuelo para limpiar la cara y el cuello ensangrentado del cadáver. Entonces se desmayó, una vecina la llevó a su casa, la sentó en un sillón, le dio agua, aire con un abanico, y toda la conversación que hizo falta para entretenerla, sin otro fin que mantenerla alejada del entierro. No haber asistido a aquella ceremonia breve y triste le dolió, pero más le dolía ahora no haber conservado aquel hueso para metérselo a su hijo en un bolsillo.
Él conocía de sobra la historia de aquel hueso, del último albaricoque que se comió su madre, ese albaricoque que su abuelo nunca llegó a morder, pero sabía también que habían pasado casi treinta años desde aquel día. Habían pasado casi treinta años para los relojes, para los historiadores, para las hemerotecas, para su madre no. Para su madre no, eso era lo insoportable, lo angustioso, lo aburrido, lo grotesco de su situación. Y ahora se iba a España con sus amigos, a ejercer una autoridad que habría dado cualquier cosa por no ostentar, a hacer de experto, de intérprete, de especialista en aquel país absurdo que no entendían ni los propios españoles, sus padres, desde luego, no.
Laurent había ido ya dos veces a España, en verano, una a Mallorca, la otra a Torremolinos, y lo que había contado a la vuelta no tenía nada que ver con lo que se contaba en su casa. Para Laurent, uno de sus mejores amigos, España era un país agradable, barato y divertido, de gente simpática, un poco rara, pero amable con los extranjeros. Había mucha policía en la calle, sí, las mujeres de los pueblos iban siempre vestidas de negro, todo el mundo iba a misa los domingos, y ligar era muy difícil, dificilísimo, no porque a las españolas no les gustara, sino porque estaban muy atadas. A las chicas normales no las dejaban salir de noche, ni pararse a hablar con desconocidos por la calle. En la playa, de día, era distinto, pero siempre se empeñaban en presentar a cualquier chico a su madre a toda prisa, para no tener problemas después. Total, que entre unas cosas y otras, a pesar de las beatas enlutadas y de las muchachas acorazadas, a Laurent le gustaba España, la música, la comida, el marisco, los bares y la insaciable adicción de los españoles a la vida nocturna. Y su hermana estaba de acuerdo con él. Tanto, que se había apuntado a un viaje en el que ya casi no quedaban plazas libres.
—Reserva una más —le pidió su padre a principios de marzo, cuando parecía que ya se habían hecho a la idea y se habían acabado para siempre las escenas, las tonterías.
—¿Para qué? —Ignacio miró a Olga, que estaba sentada a su lado en el sofá, viendo la tele—. ¿Tú quieres venir?
—¿Yo? —su hermana se señaló a sí misma mientras ponía los ojos en blanco, sin advertir contradicción alguna en las palabras que pronunciaría a continuación, una de las expresiones favoritas de su madre—. Ni harta de vino, vamos.
—¿Entonces?
—Es para Raquel, ¿no? —intervino Anita con una sonrisa a la que su marido asintió sin decir nada, antes de volverse hacia su hijo—. La hija de Aurelio y de Rafaela, ya la conoces…
—¿Qué? —y mientras desafiaba con la mirada a su padre, a su madre, Ignacio Fernández Salgado se reprochó a sí mismo su ingenuidad, la estupidez de no haber previsto que sucedería algo así, cualquiera de esas cosas que le pasaban a él y a nadie más—. Ni hablar. Yo no voy a hacerme cargo ahora de ninguna niña…
—¿Pero qué niña? —su madre le cortó enseguida—. Si es mayor que tu hermana. Debe tener ya… Diecinueve años, ¿no? —volvió a mirar a su marido, pero esta vez él no acudió en su ayuda—. Porque, vamos a ver, cuando yo conocí a Rafaela, estaba embarazada, y eso sería… Pues cuando nos vinimos a París, a principios del 45, así que…
—¡Que me da igual, mamá! Si tiene diecinueve como si tiene veinte. El caso es que no, que no me la llevo, no me pienso llevar a nadie…
—Claro que no te la vas a llevar, Ignacio —su padre le interrumpió con la tranquilidad a la que recurría cuando no estaba dispuesto a que se discutiera su autoridad—. Va a ir ella sola. Tiene dos piernas y es muy mayor, ya te lo ha dicho tu madre.
—¡Que no, papá, por favor, no me hagáis esto! Siempre igual, joder, siempre lo mismo. ¿Es que no puedo ser nunca como los demás?
—Pues la hermana de Laurent se va con vosotros —recordó Anita, mientras veía a su hijo negar con la cabeza y un espléndido gesto de desesperación.
—¡Pero es su hermana! ¿Es que no lo entendéis? ¡Es su hermana, es distinto! No puede decir que no, y además… —sabía que estaba perdido, pero todavía intentó resistir—. Yo a esa chica ni siquiera la conozco, mamá.
—¡Claro que la conoces! —su madre se echó a reír—. De toda la vida. Acuérdate, en las fiestas de L'Humanité, cuando erais pequeños. Ella iba siempre vestida de flamenca, con una flor en el pelo, tan graciosa, creo que sigue bailando muy bien…
—Las fiestas de L'Humanité, me cago en… —a galopar, a galopar, Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, olé, olé, y no tiene novio, y viva la madre que nos parió—. No me lo recuerdes, por favor, mamá.
—Pues bien que te gustaba ir antes.
—¿Que me gustaba? —hasta ahí podíamos llegar, se dijo—. No me gustaba nada, lo sabes de sobra. Nunca me gustó. Me obligabais a ir, que no es lo mismo…
—Bueno, se acabó —Ignacio Fernández Muñoz puso punto final a la discusión—. Raquel va contigo a España, o no vais ninguno de los dos. Así de claro. Es muy sencillo. Tú no tienes un duro. El viaje lo pago yo y éstas son mis condiciones.
—¿Ves? —la madre miró al hijo y sonrió—. Eso es el marxismo.
—Anita, por favor… —su marido subrayó la petición con una mirada estupefacta.
—Bueno —se defendió ella—, aproximadamente.
—Además, Ignacio… —él no quiso insistir y volvió a mirar a su hijo—. Esa chica no es tu hermana, pero sí es de tu familia. Hace muchos años que su padre es un hermano para mí. Puedes pensar eso, si te vas a sentir mejor.
—No, papá, no… —Ignacio Fernández Salgado volvió a negar con la cabeza, se volvió hacia su padre y estalló—. Esa chica no es de mi familia porque nosotros no somos una familia, ¿entiendes? Lo que somos nosotros es una tribu. ¡Somos una puta tribu!
—Muy bien —e Ignacio Fernández Muñoz sonrió en honor al ingenioso fruto de la cólera de su primogénito—, pues seremos una tribu, pero somos tu tribu. Tú eres un salvaje más, lo siento, pero es así… Y otra cosa. Quiero que vayas a ver a tu tía Casilda, y esto es todavía más innegociable que lo de Raquel. ¿Cuántos días libres tienes en Madrid?
—No me hagas esto, papá… Por favor te lo pido, no me hagas esto, por favor, papá…
El día que Anita llamaba Viernes de Dolores de 1964, Ignacio Fernández Salgado cogió un taxi para ir al aeropuerto. Sus padres se habían ofrecido a llevarle en coche, juntos y por separado, pero él rechazó sus diversos ofrecimientos con la excusa del horario laboral de ambos. Por fortuna, su avión salía a las once y media de la mañana, y mientras su padre estuviera en su despacho y su madre en la guardería, no correría el riesgo de afrontar una despedida bochornosa, más escenas, más lágrimas, más tonterías, a galopar, a galopar, Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, y la madre que os parió a todos juntos, olé. Así que se fue solo, y encontró a sus amigos muy contentos, excitados por el viaje y por la perspectiva de la chica nueva.
No os hagáis ilusiones, les había dicho y no había querido ser más explícito. No habría servido de nada, porque ninguno de sus compañeros de carrera había ido con sus padres, de pequeño, a la fiesta de L'Humanité con la delegación del Partido Comunista de España. Él creía que ya se le había olvidado, pero la última bronca le había devuelto intactos el sabor de los churros y las letras de los fandangos, el ruido de un hilo de sidra al estallar contra el cristal y el aspecto inquietante, casi terrorífico, de esas empanadas monstruosas que se llamaban bollos preñaos y estaban llenas de bultos. La fiesta de L'Humanité, tantas paellas grasientas, tantas mujeres de luto, tantos hombres con boina, las mismas eternas canciones y la vergüenza de andar por la calle disfrazado de mañico, con aquel pañuelo de cuadros torcido y atado alrededor de la cabeza que su madre no le perdonaba ningún año, sobre todo después de que Olga se hubiera decantado por el traje regional paterno.
—¡Qué tramposo eres, Ignacio! —le había dicho Anita Salgado a su marido el día en que apareció con un mantón negro de flecos muy largos, bordado con flores de colores, que su cuñada Casilda le había mandado desde Madrid.
Sin el mantón, su hermana ya prefería con mucho aquel vestido blanco con lunares rojos, largo y ceñido, que encima se llevaba con tacones, como los andaluces. Con el mantón, ya no hubo vuelta atrás, y su madre se vengó con saña, en la pobre cabeza de su hijo, de la humillación sufrida por la falda, el corpiño y la pañoleta que ella misma había cortado y cosido para acabar guardándolo todo en un maletero.
—¡Ay, mírale, qué gracioso está con el cachirulo!
Horror, porque es que, por si lo demás fuera poco, aquel pañuelo se llamaba cachirulo. Horror y más horror, ¡cántate una jotica, maño! Horror, horror, horror de los horrores.
A Olga le gustaba, al principio, porque mamá le hacía un moño, y le pintaba rabillos en los ojos, y le ponía claveles en el pelo, debajo de un pañuelo blanco, muy tieso, atado como los pañuelos normales, derecho y debajo de la barbilla. La verdad era que estaba guapa, aquel vestido le hacía buen tipo, pero a él, lo que le ponía su madre era una faja que le daba un montón de vueltas al cuerpo, y el cachirulo aquel, encajado justo encima de sus orejas de soplillo, para que se vieran todavía mejor, y un bastón de madera que no servía para nada, todos los años igual. Y todos los años, Olga salía a la calle sonriendo, con los brazos en jarras, y él detrás, con los ojos clavados en el suelo y el vano propósito de esconderse tras el cuerpo de su padre, de su madre, para que no le viera nadie. Pero siempre le veía alguien, algún vecino que preguntaba, ¿y tú de qué vas vestido?, en el mismo tono en el que debería haber preguntado, ¿y tú de qué tribu eres? La fiesta de L'Humanité, maldita sea, a galopar, a galopar, Antonio Vargas Heredia, flor de la raza calé, si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, y una niña flaca con hierros en los dientes que siempre estaba esperando la menor oportunidad para subirse encima de una mesa y ponerse a dar zapatazos como una loca, olé, olé, y no tiene novio, mientras se levantaba la falda con una mano y crispaba los labios como si le doliera algo, olé, olé… Todavía se acordaba de lo que tenía en las pantorrillas, melenas, más que pelos, y de la pose final, una pierna adelantada y al aire, la otra recta y tapada, un brazo estirado, las puntas de los dedos tiesas y retorcidas, igual que si acabara de darle una hemiplejia, una sonrisa enorme y el flequillo pegado a la frente, la cara empapada de sudor. ¡Olé, olé, y no tiene novio! ¿Y qué novio va a tener?, pensaba él. Pues ninguno, nunca en su vida…
—¿Tú eres Ignacio?
Por eso le había dicho a Laurent, y a Philippe, que era el que estaba más salido de todos, que no se hicieran ilusiones. Por eso tampoco fue capaz de entender a la primera la pregunta de aquella chica francesa, tan mona, que llevaba un vestido blanco, tan moderno, las caderas marcadas por un cinturón de la misma tela con una hebilla plateada, tan grande, y apenas un palmo más abajo, las piernas lisas, limpias, desnudas, tan bonitas.
—¿Tú te llamas Ignacio Fernández? —repitió, en un español que habría sido impecable si dos acentos antagónicos, el andaluz y el francés, no se cruzaran en el centro de gravedad de cada palabra.
—Sí, soy yo —contestó al fin.
—Hola —y le tendió la mano—. Yo soy Raquel Perea. ¿Tú tienes mi billete, no?
—Sí —se había quedado tan mudo que no fue capaz de añadir nada más.
—Pues quédate también con mi maleta, si no te importa, y vas facturando… —la virreina de la India no se habría dirigido a un sirviente con un ápice menos de superioridad—. Yo vuelvo ahora mismo, tengo que despedirme.
—¡Ah! —él cogió la maleta, la dejó enseguida en el suelo al comprobar que pesaba el doble que la suya, y la detuvo cuando ya le había dado la espalda—. Espera, voy contigo. Me gustaría saludar a tus padres.
—¿Qué padres? —se volvió, le dirigió una mirada perpleja y siguió andando hasta llegar a la altura de un chico alto y corpulento, con esa pinta odiosa de los que han sido campeones de algo en el colegio.
Y es que Raquel Perea, olé, olé, ya tenía novio. Ignacio Fernández Salgado dispuso de más de veinte minutos para comprobarlo, y lo comprobó Laurent, y lo comprobó Philippe, lo comprobaron los demás, un limpiabotas que no le quitaba el ojo de encima y varios de los pasajeros que se cruzaron en ambas direcciones con el monstruo de dos cabezas que resultó de aquel beso interminable.
—¿Quién era, tu novio? —se atrevió a preguntarle cuando ella condescendió a recuperar sus propiedades.
—¡Pues claro! —y le miró como si fuera tonto—. ¿Quién iba a ser? Se va a la Dordoña mañana, a casa de su abuela, a comer foie. Yo pensaba irme con él pero, ya ves, mi padre se ha empeñado en que me vaya a España contigo —hizo una pausa y levantó la barbilla en un ángulo casi desafiante—. A comer ajos.
—Oye —aquel comentario, muy parecido a los que él mismo solía hacer, le molestó tanto como la picadura de un insecto en pleno invierno—, que yo no he tenido nunca ningún interés en que vengas conmigo.
—Mejor —y se paró un momento para mirarle—. Te he reconocido por las orejas, aunque ahora, con el pelo largo, la verdad es que no se te notan tanto.
Qué simpática, pensó Ignacio, y estuvo a punto de contestarle que él, en cambio, no la había reconocido porque ya no tenía melenas en las piernas, pero se calló, porque se dio cuenta de que a ella seguramente le gustaría aquel comentario. No se le ocurrió nada más que decir y no volvieron a cruzar una palabra hasta que se la encontró sentada a su lado, en el avión.
—Y ni siquiera vamos a Málaga —ya no parecía una emperatriz airada, sino una niña pequeña a la que acaban de robarle un caramelo.
—Bueno, pero vamos a Sevilla —comentó él, sin preguntarse por qué pretendía animarla—. Y a Córdoba, y a Granada… Todo es Andalucía, ¿no?
—Ya, pero no es lo mismo —y le miró—. Oye, siento haberte dicho antes lo de las orejas. Igual te ha sentado mal, pero es que… Yo no quería venir, no me apetecía nada. Mi padre se negó a que me fuera de viaje con mi novio, ya sabes cómo son de antiguos y de mal pensados. Pero, vamos a ver, papá, le dije, o sea, que te niegas a que viaje con Jean-Pierre, que es mi novio y le conoces de sobra, y te empeñas en que me vaya con un chico al que no conoces de nada, porque hace siglos que no le ves. ¿Y sabes lo que me dijo? Que no era lo mismo, porque tú eres hijo de tu padre y además eres español. ¿Tú has oído alguna vez algo más absurdo? Es que son insoportables, la verdad, no hay quien los entienda… Toda la vida hablando de la libertad, y luego, ¡toma!
—Eso no es nada —Ignacio sonrió—. Mi madre me dijo que no quería que viniera porque podía ser peligroso para mí, y cuando le dije que no me iba a pasar nada porque no había hecho nada, me soltó que eso mismo había dicho su padre cuando se lo llevaron para fusilarlo.
—¿Sí? —ella le miró con los ojos muy abiertos—. Joder, es increíble que sigan así, a estas alturas. Parece que disfrutan ¿verdad?
Sólo cuando la azafata anunció que estaban empezando a descender, dejaron de criticar a sus padres, a sus madres, a otros miembros de su tribu común, para quedarse callados a la vez, como si se hubieran puesto de acuerdo. Al aterrizar, Ignacio miró por la ventanilla y se fijó en la pista, asfalto gris y pintura blanca, idéntica a la que había visto antes de despegar, en París. Aquella pista no tenía nada de particular, y sin embargo, al mirarla, en contra de lo que había previsto, y hasta de lo que deseaba, Ignacio Fernández Salgado se encontró con un agujero en el lugar donde antes tenía el estómago, y todas sus vísceras apretadas, retorcidas, anudadas justo debajo de la garganta. Percibió también una presión sobre su brazo izquierdo, pero estaba tan absorto en la imprevista rebelión de su cuerpo, que tardó algún tiempo en preguntarse por su origen. Cuando lo hizo, descubrió que Raquel Perea se había inclinado sobre él para poder ver, a través de la ventanilla, el mismo insulso y monótono trozo de la pista de aterrizaje del aeropuerto de Sevilla.
—Suelo español —murmuró entonces en un tono humilde, preocupado, casi dulce.
—Sí —contestó él, también en un susurro.
—No sé si me va a gustar.
—Yo tampoco lo sé, pero había que venir antes o después, ¿no?
—Sí —y Raquel le sonrió por primera vez—, eso es verdad. ¿Tú tampoco habías venido nunca?
—No.
—Bueno… —y volvió a sonreír—. Así lo pasamos juntos.
—Igual que la varicela —Ignacio le devolvió la sonrisa y ella se echó a reír.
Y como si fueran dos niños a los que han encerrado en la misma habitación para que se contagien, Raquel salió del avión a su lado y no se separó de él hasta que recogieron el equipaje. Los dos andaban al mismo ritmo, serios y callados, sin mirarse, como si no se conocieran pero tampoco tuvieran nada que ver con el bullicioso grupo de estudiantes franceses que, a su alrededor, reían, y chillaban, y se perseguían por los pasillos. Al principio, Ignacio sólo podía pensar en que le sabía la boca a albaricoque. Luego, cuando ya había empezado a preguntarse a qué sabría la boca de Raquel, una voz femenina empezó a hablarles por la megafonía del aeropuerto.
——¡Hala! dijo ella entonces, parándose de pronto mientras le apretaba un brazo con las dos manos——. Fíjate cómo habla…
—Habla bien, ¿no? —comentó él después de escuchar un rato.
—Sí, pero lo decía por el acento, porque habla igual que mi madre, en español pero también en francés, pronuncia el francés igual de mal. Es increíble, ¿no? Me impresiona mucho, es como si estuviera oyendo hablar a mi madre por ese aparato.
Después ya no le soltó el brazo, y volvió a apretarlo, mucho más fuerte, cuando se colocaron en la cola del control de pasaportes.
—La Guardia Civil.
—Sí —Ignacio había leído los carteles al mismo tiempo.
—Joder…
En aquel momento, Ignacio Fernández Salgado agradeció la despótica arbitrariedad de su padre, y hasta el castigo de haber tenido que cargar con Raquel Perea en aquel viaje, porque hasta aquel momento sólo había estado nervioso. Tal vez también emocionado, estremecido e incluso arrepentido, sin conocer muy bien el motivo, de haberse subido al avión en París, pero sobre todo nervioso, tanto que en aquel adjetivo cabían todos los demás. Sin embargo, mientras se iba acercando a aquella ventanilla, todos los albaricoques que había comido en su vida se pudrían un poco más en su boca, el agujero de su estómago se agrandaba y sus vísceras se atoraban en el centro de su garganta como el hueso imposible de un fruto seco. En cada paso que daba, Ignacio Fernández Salgado sentía que le sudaban las manos, y golpes alternativos de frío y de calor a lo largo de la espalda, las piernas cada vez un poco más huecas, la sangre huyendo de su rostro helado, pero en cada paso, también, escuchaba el jadeo de Raquel, que respiraba con la boca abierta, y notaba la presión de sus dedos, que se hundían en su brazo derecho como si pretendieran perforarlo, y sabía que estaba temblando, lo sabía, y eso bastaba para sostenerle. Si estaba bien, tranquilo, ella estaría bien, tranquila. Cuando llegó su turno, los dos avanzaron juntos hasta la ventanilla. Él puso su pasaporte sobre el mostrador, miró a los ojos al hombre uniformado de verde oliva que le miraba con la misma fijeza, y le saludó en español.
—Buenos días.
—Buenas… —el guardia abrió el pasaporte, miró la foto, después a Ignacio, empezó a escribir en un papel—. Fernández Salgado. Español, ¿no?
—No —y recitó de cabo a rabo la respuesta que le había sugerido su padre—. Francés hijo de españoles.
—Ya… —el guardia pasó algunas páginas adelante y atrás, se fijó en los sellos. Es la primera vez que viene, ¿verdad?
—Sí.
—Muy bien —y le devolvió el pasaporte con una sonrisa—. Bienvenido.
Serás gilipollas, Ignacio, se dijo a sí mismo cuando contempló una versión femenina —Perea Millán, ¿no?, sí, yo también soy francesa hija de españoles— pero idéntica de la misma escena, y como le supo a poco, la reforzó con la pregunta retórica a la que su padre solía recurrir en casos extremos, ¿se podrá ser más gilipollas, Ignacio?, y se contestó a sí mismo que no, con la misma saña, la misma extremada dureza con la que interpelaba en silencio a sus abuelos, a sus padres, a sus tíos, en los brindis de todas las Nocheviejas. Muy bien, bienvenido, muy bien, bienvenida, eso había sido todo, tan poco, tan fácil, que al otro lado del control, Raquel se apartó de él como si estuviera avergonzada de haber temblado.
—Bueno, pues ya está —y frunció los labios en un gesto escéptico—. La verdad es que no ha sido para tanto…
Ignacio se encogió de hombros, asintió con la cabeza y sonrió. Era verdad que no había sido para tanto, y ni eso, no había pasado nada en realidad. Durante los primeros días de su viaje, en eso parecía ir a quedarse todo, en nada, Sevilla preciosa, eso sí, Córdoba también, y Granada resplandeciente como una novia que extiende su velo de casitas blancas entre los montes nevados y la vega verde. Ésa fue la foto que le salió mejor, aunque hizo algunas muy bonitas en el barrio de Santa Cruz, y un retrato nocturno, espléndido, de Raquel sonriente, guapísima y medio borracha, delante del Cristo de los Faroles.
Le gustó mucho Andalucía porque, su padre madrileño, su madre aragonesa, no esperaba gran cosa de ella. Le gustó tanto porque lo que esperaba, la imagen típica de señorito a caballo con morena de faralaes y pendientes de plástico a su grupa, era mucho menos que lo que encontró, la lentitud del tiempo en aquellas ciudades esclavas de su propia belleza, el equilibrio antiguo del agua que suena siempre, entre la cal y las flores, el encaje laberíntico de las calles estrechas que crean al cruzarse rincones asombrosos, y una particular elegancia, una sutileza natural en las personas, pero también en las cosas. Aquello era bonito, muy bonito, y le inspiraba una paz extraña, la melancólica extrañeza de lo imposible, porque aquellas casas blancas con sus patios de piedra oscura, húmeda, y sus macetas de plantas verdes, altas y frondosas como árboles, debían de ser un buen lugar para vivir, pero no eran el suyo. A él quizás le habría gustado vivir allí, pero nunca lo haría, nunca podría asomarse desde dentro a esos balcones con rejas y tiestos de geranios rojos donde su madre, que llevaba dos décadas luchando en vano con las heladas invernales de París, habría sido tan feliz.
Ésa fue la sensación, cálida pero templada, ni alegre ni demasiado triste, que el país de sus padres, y no el suyo, le inspiró durante los primeros días de su viaje. Estaba en España, sí, por fin, sí, y resultaba que España existía, que ocupaba de verdad un espacio en la superficie del planeta, sí, pero por eso, porque no se parecía en nada a la patria heroica, póstuma y portátil en cuyo recuerdo habían plantado las tiendas los miembros de su tribu, la verdadera España era un país desconocido y ajeno para él.
—¿Todavía estás en Sevilla? —y la voz de su madre temblaba al otro lado del hilo.
—Sí, todavía. Nos vamos mañana.
—¿Y es bonito? —porque Anita Salgado nunca había estado al sur de Teruel.
—Es precioso, mamá, de verdad, te encantaría —y detectaba la agitación de su madre en su silencio—. Tienes que venir a verla algún día.
—¡Ay, hijo mío, sí! Qué alegría me da que estés ahí, Ignacio… —¡déjame hablar con él, Anita!, el hijo escuchaba a lo lejos la voz de su padre, a ver si se va a cortar igual que ayer—. Tienes que llamar a la abuela, que es andaluza… Acuérdate, porque le va a encantar hablar contigo.
Y al colgar, Ignacio se sentía perplejo y se sentía culpable. Ya estaba acostumbrado a la primera de estas sensaciones, a la segunda también, pero en Sevilla, en Córdoba, en Granada, la culpa se fue haciendo más grande, más profunda que el estupor. Su madre habría preferido que hiciera cualquier otro viaje en lugar de aquél, pero parecía a punto de echarse a llorar cada vez que hablaban por teléfono. No había quien lo entendiera, pero él tampoco entendía sus propias reacciones en aquel país extraño donde todo, el idioma, la comida, las costumbres, le resultaba tan familiar, y algunas personas, algunas escenas, le dejaban con el cuerpo cortado, esa inquietante desazón de lo imposible que surge de la certeza de haber vivido ya momentos que nunca se han vivido.
Ignacio Fernández Salgado comprendió tarde, en Andalucía, que sus padres tenían razón, que él no había ido a España, que él había vuelto aunque no la hubiera pisado jamás, nunca en su vida. Pero eso no le ayudó a orientarse, a encontrarse a sí mismo en el laberinto íntimo por el que circulaba como un niño perdido, arrebatado de los brazos de sus padres, que eran los que tendrían que estar allí, los que deberían haber vuelto para reconocerse en esa realidad que él no se sentía capaz de interpretar. Eso pensaba, eso creía, eso deseaba y temía al mismo tiempo cuando empezó la última noche andaluza de su viaje.
Les habían dicho que era una cueva, pero por dentro no lo parecía. Las paredes de aquella sala abovedada, larga y estrecha como un túnel de paredes encaladas, eran irregulares, rugosas, pero los cacharros de cobre y los platos de cerámica vidriada, motivos verdes de reflejos metálicos sobre fondo blanco, que abarrotaban las paredes, le daban un aire abigarrado y barroco, impropio de una vivienda excavada en la roca. Y sin embargo era una cueva auténtica, una particularidad más de aquel país de salvajes comedores de ajos.
—Flamenco, ¡qué bien! —había exclamado él aquella mañana, cuando se enteraron de que el fin de fiesta sería una visita a un tablao, en una cueva del Sacromonte—. Esto era ya lo que nos faltaba…
—No digas eso —le dijo Raquel, y se lo dijo en español, antes de regresar al francés en el que hablaban cuando estaban con los demás—. Os va a encantar, es algo único, muy emocionante, no se parece a nada y no hay ninguna música que se le pueda comparar.
—Yo odio el flamenco —insistió Ignacio, de nuevo en español.
—Tú eres tonto, chico —respondió ella en el mismo idioma, y se volvió hacia su derecha para seguir explicando a los demás, Philippe el más cercano, inclinado sobre ella, babeándola como de costumbre, lo que les esperaba.
Entonces, Ignacio volvió a pensar que Raquel lo estaba llevando mucho mejor que él. A lo mejor se debía a que sus padres eran andaluces pero, para empezar, estaba perdiendo el acento francés. Los demás no se daban cuenta porque, aunque había bastantes que hablaban español, ninguno tenía el nivel suficiente para detectar esos matices, pero Raquel y él se habían conocido en el idioma de sus padres, habían seguido hablándolo entre ellos sin la necesidad de pararse a decidirlo, y por eso, Ignacio apreció sin ninguna dificultad el peculiar proceso que culminó en una tienda del Zacatín, un instante después de que un dependiente demasiado apresurado cerrara una vitrina antes de tiempo.
—¡Ay, coño, mi deo! —protestó Raquel, antes de chuparse el índice enrojecido de la mano derecha.
—¿Cómo que tu deo? —le dijo Ignacio, cuando el dependiente terminó de disculparse—. Será tu dedo.
Raquel le miró un momento como si no le entendiera, y al escuchar su respuesta, él comprendió que, en efecto, no le había entendido.
—Pues eso, mi deo… Que me lo he pillao, ¿es que no lo has visto?
Así que ahora tienes veinte deos, pensó él, renunciando a explicarle que estaba seguro de que en París le había escuchado pronunciar todas las des, diez deos en las manos y diez deos en los pies… Y no era sólo eso. Si se acordaba de la Dordoña, y del empacho de foie que su novio se estaría cogiendo a su salud, no se le notaba nada. A Raquel le estaba encantando España mucho más allá de lo que Ignacio consideraba niveles razonables, incluso saludables. El pescado frito sí, a él también le gustaba, el jamón de pata negra mucho más, y la manera de aliñar los tomates, con ajo, por supuesto, el sabor del aceite de oliva virgen y los tocinos de cielo, las torrijas, hasta la manzanilla, todo eso le parecía bien, hasta ahí se podía llegar, pero… ¿las procesiones? Pues no se perdía una. Mandaba a Philippe por delante, para que le abriera paso igual que lo haría un perro lazarillo, y antes o después llegaba hasta la valla, y allí se quedaba hasta que pasaba el último, nazareno con el cirio encendido. Eso ya era mucha afición para Ignacio, que se metía a beber en un bar abarrotado de gente que bebía, y no se daba cuenta de que aquella tradición, la de los que huían de las procesiones de copa en copa, era tan castiza como la que adoptaba ella al seguir los pasos de calle en calle. Pero tampoco era sólo eso.
Ignacio miraba a Raquel y la veía abrir mucho los ojos, y los labios a medias en una sonrisa embobada, ante estímulos que él ni siquiera identificaba, y reconocía ante sí mismo que le gustaba mirarla, que lo necesitaba, como si pudiera alimentarse de su entusiasmo, de su alegría, un calor que templaba su ánimo escarchado de estupor y de culpa. En la sexta noche de su viaje, la última noche andaluza que compartirían en mucho tiempo, Raquel no sólo ya no hablaba mal de España, sino que tampoco consentía que los demás, ni siquiera él, se quejaran de nada delante de ella. Dos noches antes, en Córdoba, justo después de posar para aquel retrato en el que salió guapa como nunca, le había confesado que no esperaba que el país de sus padres pudiera gustarle tanto.
—¿A ti no te pasa? —Ignacio negó con la cabeza—. Pues a mí sí, ya ves, qué raro, ¿no? Porque yo siempre había estado harta de España, harta de oír refranes, batallitas, harta de escuchar que lo español es siempre lo mejor, y sin embargo… Es que no sé cómo explicarlo, pero ahora siento que soy de aquí. Y ya sé que no es verdad, y que a lo mejor es hasta un espejismo. Sé que lo más seguro es que se me pase en cuanto llegue a París, pero ahora mismo, eso es lo que siento. Y me alegro mucho de que mis padres me hayan obligado a venir.
—Serás medio mora —bromeó Ignacio.
—Pues sí, lo seré —ella sonrió—. Tampoco está mal, ¿no? Mira a tu alrededor…
En eso tenía razón, y a Ignacio le gustó reconocerlo, saber que, al menos, la misteriosa alquimia del exilio funcionaba en ella, aunque en él no diera resultados. Pero una cosa era la Mezquita y otra, muy diferente, los jipidos. Por eso, y por encima de Raquel, de su alegría, de su entusiasmo, de todas sus razones, al entrar en aquella cueva del Sacromonte, Ignacio seguía odiando el flamenco, aquella música afilada de cadencia primitiva y fonética incomprensible a la que su padre rendía un culto absurdo, profundo y profundamente irracional.
No sé cómo te puede gustar eso, papá, se había atrevido a decir una vez, después de tres cuartos de hora de tortura sonora. No me gusta, había aprendido a cambio, pero me gusta escucharlo. Los dos estaban haciendo juntos un barco de madera, en el porche de la casa que alquilaban para veranear cuando Olga y él eran pequeños, en el sur, cerca de Collioure. Al hijo le gustaba mucho trabajar con su padre, porque era muy paciente, muy habilidoso. Ignacio Fernández Muñoz siempre contaba que cuando llegó a Francia era un completo inútil, que no sabía hacer nada con las manos, pero en el campo de concentración tenía mucho tiempo libre, demasiado, y se aburría tanto que le había dado por aprender oficios. La carpintería era el que mejor se le daba, y el único que había seguido practicando después, pero le gustaba escuchar flamenco mientras trabajaba. Cuando empezaron juntos el avión que le había prometido, su hijo aún recordaba el martirio que supuso la casa de muñecas de cuatro plantas que le había fabricado a su hermana, y por eso, para ahorrarse un suplicio equivalente, insistió sin muchas esperanzas, eso no puede ser, papá, no puede gustarte escuchar algo que no te gusta. Sí, su padre le miró, le sonrió, sí puede ser. Pero si lo prefieres, piensa que me gusta el flamenco y ya está. Pues a mí no, papá. La verdad es que a mí no me gusta nada.
Eso dijo entonces, y eso repitió para sí mismo al sentarse en una de las sillas con respaldo de madera y asiento de anea que les esperaban colocadas en fila, a lo largo de las paredes de la cueva, después de haber maniobrado con éxito para asegurarse una plaza contigua a la que ocupaba Raquel.
El vino sí le gustaba, y al principio creyó que no pasaba más que eso, que estaba bebiendo mucho vino. Los flamencos, una gitana gorda y guapa, otra más delgada y mucho más fea, las dos mayores, casi ancianas, varias bailaoras jóvenes con el pelo muy oscuro y los ojos muy pintados, dos guitarristas vestidos de negro, y tres chicos que se sentaron juntos, a su lado, se fueron colocando alrededor de un tablao que ocupaba el fondo de la sala. Hubo palabras de bienvenida, algún chiste malo, las guitarras empezaron a sonar.
—Esta noche voy a arrancar por bulerías anunció la gitana gorda, arrugas profundas, piel morena, ojos vivísimos, joyas de oro, y cantó un rato.
Ignacio la oyó sin escucharla. Estaba menos pendiente del espectáculo que de Raquel, muy tiesa, muy seria, los ojos clavados en los de la mujer que cantaba, las manos todavía quietas, extendidas sobre la falda. Entonces, la gitana terminó, la aplaudieron, las guitarras volvieron a sonar, y uno de los chicos sentados al lado de los guitarristas, bajito, delgado, nervioso, empezó a dar palmas sin hacer ruido, esbozando apenas el movimiento de unir las manos, como si sólo pretendiera animarse a sí mismo.
—Voy a cantar por granaínas —dijo, y cantó—. Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo, tan sólo es humo, prima, tan sólo es humo, desea el hombre una cosa, parece un mundo…
Tenía una voz delgada, fina como el cristal, rota a la vez, una voz astillada, rica y profunda, aguda y ronca, suya y extraña. Todo eso encontró Ignacio en su voz mientras le escuchaba, y no se preguntó por qué a él sí y a ella no. Ni siquiera fue consciente de estar escuchándolo, no lo decidió, no lo pensó, no se lo propuso, y sin embargo recibió aquellas palabras una por una, las acogió, las entendió, las acarició y las dejó entrar, conquistar el fondo de sus oídos, de su cuerpo, de su memoria.
Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo. El cantaor era joven, no mucho mayor que él, y cerraba los ojos para desgranar aquella letra tan simple, tan compleja, y a Ignacio le gustaba el vino, el flamenco no, pero el vino sí le gustaba y estaba bebiendo mucho, demasiado. Eso debía ser, porque de repente se dio cuenta de que estaba emocionado, de que se había emocionado escuchando esas palabras, esa canción, tan sólo es humo, prima, tan sólo es humo, desea el hombre una cosa, parece un mundo. La voz de aquel hombre conocía un camino que él ignoraba, un camino que le recorría de punta a punta, que acertaba a pulsar en su corazón, y él nunca había escuchado aquella canción, no conocía la letra ni la música, y sin embargo la reconocía, se reconocía en ella como en ninguna otra, como en ningún espejo, como en ningún paisaje. Entonces pensó que tal vez esa canción, sólo una canción, toda una definición de la condición humana, pudiera ser España para él, tan lejos del menú turístico de los restaurantes baratos como de las tiendas nómadas del exilio perpetuo. Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo, unos versos tan simples, tan complejos, tan elegantes, tan exactos, tan rotundos, tan pequeños y tan universales a la vez en aquella voz astillada, aguda y ronca, fina como el cristal, como una aguja gozosa, un arma transparente. Es rara la emoción, y aquélla fue más rara que ninguna, aunque quizás la culpa la tuviera el vino, porque el flamenco no le gustaba, pero el vino sí, o quizás, pensó, ya conocía esa letra sin recordarla, quizás su abuela María, que era de Jaén y cantaba muy bien, le habría arrullado con ella alguna noche.
Eso estaba pensando cuando, de repente, todo cambió. El cantaor terminó, él le aplaudió con entusiasmo, Raquel le dirigió una mirada asombrada, y las bailaoras empezaron a mover los volantes de sus faldas al compás de la guitarra, de las palmas de todos los demás. Ignacio comprendió que ése era el número principal, el que más éxito tenía entre los turistas, pero mientras sus amigos se desperezaban, tensaban la espalda contra el respaldo de las sillas, y se inclinaban hacia delante para admirar el taconeo furioso que restallaba contra las tablas como si aquellas mujeres tuvieran látigos en lugar de piernas, echó de menos su propia, imprevista, privada conmoción, la caricia y el golpe de aquella voz que decía cosas muy grandes con palabras muy pequeñas.
Las seguía escuchando, las seguía mimando más allá del jaleo que atronaba en sus oídos, cuando Raquel empezó a revolverse en la silla de al lado, moviendo las piernas, los hombros, la cintura, todo el cuerpo al ritmo de sus palmas, que producían ese sonido especial, potente, hueco, que sólo consiguen los que saben juntar las manos en un ademán que parece un aplauso pero no lo es, porque el aire preso en la ligera concavidad central lo convierte en un instrumento de percusión que hay que aprender a tocar, como cualquier otro. Está a punto de levantarse, pensó, y justo entonces, uno de los palmeros, un gitano alto, delgado, moreno, con la nariz aguileña y la piel lustrosa, los ojos muy negros, le tendió una mano para invitarla al tablao. Un instante después, Raquel Perea Millán, la hija de Aurelio y de Rafaela, aquella niña flaca e histérica que iba vestida de faralaes a las fiestas de L'Humanité con el único propósito de subirse en una mesa y estar dando el coñazo todo el tiempo que la dejaran, estaba bailando en una cueva del Sacromonte con su minifalda blanca y amarilla, con su inconfundible flequillo parisino y su cinturón encajado en las caderas, ningún volante, ninguna peineta, ningún collar de cuentas de colores, pero mucho arte.
Eso decían los flamencos, olé, olé, pero qué arte tienes, hija… Y ella se retorcía, movía las piernas y los brazos al compás de la música, se inclinaba hacia delante sujetándose los picos de una falda imaginaria y luego se enderezaba de repente, para recorrer por fin el escenario marcando pasos cortos y graciosos con los hombros como si pretendiera marcharse, pero no se marchaba y todo empezaba de nuevo. Olé, ¡pero qué arte tiene!, digo, hay que ver, ¿pero tú has visto, la chiquilla?, olé, olé… Raquel bailaba y bailaba muy bien, tan bien como si sólo hubiera bailado para bailar aquella noche, en aquel lugar, con aquel gitano alto y delgado, moreno, que tenía la nariz aguileña, la piel lustrosa, brillante, mullida, de cuero caro, y una intuición certera, peligrosa, que le consentía acoplar su ritmo al de Raquel como si ninguno de los dos hubiera bailado jamás solo o con otra pareja.
Antonio Vargas Heredia, recordó Ignacio, flor de la raza calé, mientras aquel hombre se pegaba y se despegaba del cuerpo de Raquel con la tensa pereza de un animal en celo, y la rodeaba entera con sus brazos sin llegar a tocarla para envolverla en el aire que a él mismo le envolvía, desea el hombre una cosa, parece un mundo, el cantaor daba palmas y los miraba, serio, concentrado, igual que Ignacio, que todos los demás, porque ya nadie gritaba, nadie aplaudía ni se reía, como al principio, sólo les miraban, todos les miraban, y ellos, en cambio, no parecían ver a nadie, no necesitaban ver a nadie, sólo mirarse, se miraban y se sonreían, abrían la boca en una expresión de reconocimiento feroz, casi salvaje, que excluía todo lo demás, a todos los demás, a los que no bailaban, a los que no integraban la realidad que compartían, la única que existía para ellos en aquel momento, Antonio Vargas Heredia, recordó Ignacio, y su propio deseo creció hasta engendrar un mundo completo, la puta que te parió.
—¿Y tú de dónde eres? —le preguntó el gitano al final, cuando se acabó el espectáculo y los artistas se mezclaron con los clientes, bebiendo todos el mismo vino—. Porque a bailar como tú no se aprende.
—Soy malagueña —respondió Raquel, de espaldas a la mirada alucinada que Ignacio le dedicó al escuchar esa respuesta—. Vivo en Francia, pero soy malagueña.
—Claro —el gitano sonrió, exhibió sus dientes blanquísimos, acercó su copa a la de su pareja de baile, hizo chocar cristal contra cristal—. Eso se nota.
Me cago en tu padre, cabrón. Cuando se dio media vuelta para evaluar la situación, Ignacio Fernández Salgado ya no sabía jurar en francés. Lo que vio, tampoco le animó mucho. Con Philippe, cuya incondicional devoción por la bailarina le habría resultado útil, no se podía contar. Estaba completamente borracho, y Laurent le mantenía sentado en la silla a duras penas, mientras llamaba a Ignacio a gritos para que le ayudara a sacarlo de allí. No era la única baja. A una de las chicas la habían sacado de la cueva cuando estaba a punto de vomitar, y los demás ya tenían las chaquetas puestas. Mientras tanto, el bailarín había hecho algún progreso, que se manifestaba en el color rojizo, subido, de las mejillas de su presa. Ignacio lo vio, lo entendió, tomó aire y se acercó a ellos.
—Raquel —la cogió del brazo sin apretar, insinuando apenas el ademán de tirar de su codo, y habló en español sin pararse a escoger entre sus dos idiomas—. Nos vamos.
Ella le miró, miró al gitano, volvió a mirarle. Estaba dudando y los dos se dieron cuenta, los dos la miraron a la vez con la misma codicia, y se miraron el uno al otro, y volvieron a mirarla, conscientes por igual y por separado de su fuerza y de su flaqueza, las señas de sus tribus respectivas, tan exóticas ambas, tan diferentes entre sí.
—¿Te vas a ir con el gabacho? —el gitano tuvo la debilidad de hablar primero.
—No es gabacho —respondió ella por fin—. Es español, y… —miró al bailarín, le sonrió—. Sí, me voy a tener que ir, porque mañana nos vamos a Madrid muy temprano, ¿sabes?, y madrugamos mucho.
Él encajó aquella respuesta con elegancia. Ignacio no tuvo más remedio que reconocerlo mientras le veía coger la mano derecha de la muchacha entre las suyas para besarla despacio y despedirse de la forma más sencilla, adiós, antes de dar media vuelta y dejarlos solos. Entonces, por hacer algo y porque no se le ocurrió nada mejor que aquel gesto torpe, desmañado, volvió a poner sus dedos sobre el brazo de Raquel y esta vez sí tiró de ella, con mucha suavidad, hacia la puerta. Cuando estaban ya en la calle y a la merced del viento de la sierra, el cuchillo agudo, helado, seco, que desmiente cada madrugada la benevolente constancia del sol de los mediodías de Granada, la soltó de pronto, aunque no lo suficiente como para anticiparse a una sonrisa zumbona, irónica pero halagada, perspicaz pero complacida, que le indujo a pensar que, tal vez, ella se hubiera dado cuenta de que su gran conquista amorosa de aquel viaje no iba a ser Philippe, antes incluso que él mismo.
—Creía que eras de Nimes —le dijo al rato, devolviéndole ya una sonrisa equivalente.
—Y yo creía que no te gustaba el flamenco —le respondió ella, y los dos se echaron a reír a la vez.
—Ahora me gusta —confesó, pero no le dijo toda la verdad—. Gracias a ti.
—Me alegro, porque… La verdad es que cuando éramos pequeños me caías muy antipático, Ignacio. Todavía me acuerdo, en las fiestas de L'Humanité, cada vez que te veía, me ponía enferma. Eras el único que no me aplaudía, ¿sabes? Yo bailaba, porque me encanta bailar, ya lo has visto, y en Francia no hay muchas oportunidades para bailar flamenco, así que me tiraba el año entero esperando, ensayando en mi cuarto, por mi cuenta, me iba a la fiesta tan contenta, y antes o después, ¡zas!, veía un pañuelo de cuadros, unas orejas inmensas, y me ponía nerviosísima, de verdad, porque ya sabía lo que me esperaba. Lo que nunca he entendido es por qué te acercabas tanto, por qué te pegabas a la mesa para mirarme luego con tanto desprecio. Y al final, venía tu madre y me daba muchos besos, me decía que cada año lo hacía mejor, y a su lado estabas tú, con el pañuelo en la cabeza y esa cara de sufrimiento que ponías, que parecía que te habían estado torturando…
Iban bajando por la cuesta del Chapiz, se acercaban ya al paseo de los Tristes, ella se paró, se le quedó mirando.
—¿Por qué me tenías tanta manía, Ignacio? ¿Y por qué te acercabas tanto, si no te gustaba verme bailar?
Él no lo sabía, no conocía la respuesta a aquellas preguntas, pero sí sabía lo que tenía que hacer, lo que ella estaba esperando que hiciera.
Aquel beso no duró tanto como el que Raquel había compartido con su novio al despedirse de él en París, pero fue dulce y crujiente como una fruta que se prueba por primera vez. Unos pocos minutos antes de que sucediera, no habrían sido capaces de creer que fuera a suceder, pero su intensidad les conmovió más que el asombro. El hotel estaba cerca, y ninguno de los dos habló, no encontró nada que decir por el camino. Ignacio se iba preguntando qué había pasado, qué iba a pasar, qué podría pasar después. Raquel, un paso por delante, sólo se preguntaba cuándo, cómo, dónde pasaría. No fue en Granada, pero tampoco en circunstancias parecidas a ninguna que ella hubiera podido imaginar.
—No estoy llorando de pena —Ignacio la miró en aquel semáforo perdido al fondo de Madrid, y del mundo—. No es de pena.
Y en ese instante, Raquel Perea Millán, que tenía un novio alto, y corpulento, y jugador de baloncesto, que la estaba esperando en Francia mientras se atracaba de foie, comprendió que su vida iba a cambiar de rumbo sin remedio.
—¿Adónde vamos? —le había preguntado a Ignacio aquella tarde, cuando se despidieron de los demás, que iban a aprovechar el tiempo libre para hacer compras.
—Pues… La verdad es que no lo sé —él la miró, sonrió, estremecido todavía por la magnitud de su suerte—. Mi tía le dijo a mi padre que ahora vive al final de Moratalaz, pero él ni siquiera sabe dónde está eso, así que… Lo mejor va a ser coger un taxi.
—Sí —ella levantó la mano para parar uno—. Además, son tan baratos…
Yo esta tarde tengo que ir de visita, había anunciado Ignacio en el desayuno, el primer día que se despertaron en Madrid, y en aquel momento, Raquel no dijo nada. ¿A quién vas a ir a ver?, le preguntó después, mientras caminaban por el paseo del Prado, a la mujer del hermano mayor de mi padre, respondió él, y le contó por encima la historia de aquella desconocida a la que ningún miembro de la familia Fernández había vuelto a ver desde el 19 de febrero de 1939, pero a la que le habían enseñado a llamar tía Casilda. Pues igual me voy contigo, dijo ella entonces, como si se le acabara de ocurrir, porque la verdad es que llevamos aquí una semana, pero todavía no hemos visto cómo vive la gente… Bueno, voy contigo si no te importa, añadió enseguida, porque aquel beso nocturno y raro no se había repetido, ni los había acercado lo suficiente como para eliminar las cortesías. No, no, aseguró Ignacio muy deprisa, al contrario, la verdad es que me encantaría, y añadió para sí mismo una de aquellas frases absurdas que había aprendido a fuerza de oírlas repetir toda su vida, sin tener ni idea de lo que significaban. Pero Fernando VII nunca vivió nada semejante a lo que le esperaba a él, aquella tarde.
—¿Adónde dice que vamos? —el taxista se volvió para mirarle y él repitió la dirección muy despacio, sin lograr rebajar en absoluto la estupefacción del rostro que contemplaba—. Pues no tengo ni idea de dónde está eso.
—Al final de Moratalaz —insistió Ignacio—. Eso me han dicho.
—Ya, ya… —pero arrancó por fin—. Bueno, de momento vamos a Moratalaz, y a ver qué nos encontramos.
Salió a la Gran Vía, desembocó en una calle aún más ancha, la Cibeles al fondo, pasó de largo por la Puerta de Alcalá, circuló durante un rato junto a la verja del Retiro, y aquello era Madrid, Ignacio lo sabía, lo conocía, lo había visto muchas veces en fotos, en películas, lo había escuchado contar muchas más. Quizás por eso se encontraba mejor allí, porque en los edificios, en los nombres de las calles, en los árboles, en los palacios, en los paseos, en las estatuas, confluían por fin sus dos Españas, la que estaba viendo y la que había aprendido, la de los menús turísticos y la de las tiendas nómadas.
Al llegar a Madrid, no esperaba encontrar ni más ni menos que lo que encontró, Madrid, una ciudad demasiado grande, demasiado llena de casas, y de cosas, y de coches, y de gente, y de tiendas, y de afanes, como para dejarse impactar por la novedad del turismo, y eso le había gustado. Le gustaba Madrid y a Raquel también le gustaba, aunque lo suyo no tenía mérito, porque a ella le había gustado hasta el monótono paisaje de La Mancha que habían visto por el camino. Sin embargo, más allá del Retiro y de la calle O'Donnell, Madrid empezó a desdibujarse para parecerse cada vez menos a sí misma. Ignacio tuvo la impresión de que la ciudad de su padre ya se había acabado, y sin embargo, aquello seguía siendo una ciudad, un barrio nuevo de casas vulgares, baratas, torres y más torres todas iguales, y era Madrid aunque podría ser cualquier otra, pero era Madrid. El taxista aún iba deprisa, todavía conocía el terreno por el que avanzaba, y sin embargo, no tardó mucho en disminuir la velocidad para bajar la ventanilla y empezar a preguntar a los vecinos. Si lo que habían atravesado era Moratalaz, desde luego habían llegado al final, porque ante ellos estaba el campo, un campo seco, yermo, de solares pedregosos y desmontes, con una vía de ferrocarril al fondo. Parece que nos hemos pasado, comentó el taxista, y dio la vuelta, avanzó un trecho, escogió una bocacalle, volvió a preguntar, anunció que había vuelto a equivocarse, y aquella secuencia todavía se repitió dos veces más antes de que encontrara el portal de la casa que buscaban.
—Bueno, pues ya hemos llegado al fin del mundo.
Era una casa fea, de tres plantas, tan larga como la manzana que ocupaba, subdividida en varios portales muy estrechos y aún más feos, con puertas de aluminio y cristal esmerilado. Los muros eran de un ladrillo blancuzco, o tal vez blanco y sucio, y en las terrazas había ropa tendida, trastos, escaleras, de vez en cuando una maceta pobre, mustia, nada que ver con los geranios, con los claveles andaluces. No era un buen sitio para vivir, pensó Ignacio al empujar la puerta, que estaba abierta y les desembocó en un pasillo de paredes desnudas iluminado por dos bombillas, una encerrada en un plafón de cristal blanco, la otra al aire, aunque a su alrededor, en el techo, se seguía viendo el cerco de plástico al que alguna vez debió estar sujeto un plafón desaparecido, idéntico al que todavía aguantaba. El suelo era de terrazo gris con manchas blancas y a la derecha había una hilera de buzones metálicos con un par de puertas descerrajadas, otras ausentes. Una de estas últimas había pertenecido al buzón de su tía, pero Ignacio llevaba apuntada la dirección completa, escalera C, segundo izquierda.
—¿Estás nervioso? —le preguntó Raquel antes de que tocara el timbre.
—Sí.
Ella le cogió una mano, se la apretó, y enseguida escucharon el sonido de un cerrojo que se abría.
—Hola. ¿Tú debes de ser Ignacio, no?
Al otro lado de la puerta había un hombre joven, bastante alto, con la nariz de pájaro de los Fernández que él había tenido la suerte de no heredar, y los acuáticos ojos de los Fernández que él por desgracia no había heredado.
—Sí, soy Ignacio —y mientras se daba cuenta de que le temblaba la voz, y la mano que Raquel no sujetaba, sospechó que su primo estaba mucho menos nervioso que él—. Y tú eres Mateo, claro.
—Claro —sonrió y retrocedió un paso para dejarles pasar—. ¿Y la chica? ¿Es tu novia?
—Bueno… No, es una amiga, se llama Raquel. Es también hija de españoles, sus padres son muy amigos de los míos y la he invitado a venir. Espero que no os importe.
—No, qué va, pero pasad, no os quedéis ahí…
Raquel relajó la presión de sus dedos, pero él apretó su mano y la miró para suplicarle sin palabras que no le soltara, que no le dejara solo en aquel viaje. Ella asintió con la cabeza, como si pudiera leerle el pensamiento, y entraron de la mano en un simulacro de vestíbulo donde no cabían con holgura los tres a la vez.
A la derecha, una puerta con marco de madera y un cristal de color ámbar conducía a un salón alargado donde apenas había espacio para circular entre los muebles, un tresillo a la izquierda, una mesa camilla con cuatro sillas al fondo, junto a la puerta de la terraza, y un aparador a la derecha, enfrente del sofá. Sobre este último, en la pared, había una alfombra. Ignacio tuvo que mirarla dos veces antes de creérselo, una alfombra de lana, con un dibujo de ciervos en tonos oscuros y sus flecos blancos colgando a los lados, una alfombra en la pared, y horrorosa, encima. No le dio tiempo a ver mucho más. Todavía estaba absorto en tamaña brutalidad decorativa cuando escuchó un grito, y al darse la vuelta vio a una mujer que no podía ser mucho mayor que su madre y sin embargo lo parecía. Era baja y gorda, tenía el pelo castaño, rizado, y entró en el salón limpiándose las manos en un paño de cocina que dejó caer sobre una butaca para abrazarle con tanta fuerza como si pretendiera salvarse con él de una catástrofe.
—¡Ignacio! Ay, Dios mío, Ignacio, ay… —sin aflojar la presión de sus brazos, separó la cabeza para mirarle, y él vio la emoción en sus ojos—. A ver, déjame que te mire, hijo mío, a ver… Si es que me parece que estoy viendo a tu padre. ¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno.
—Pues ésos tendría él la última vez que lo vi, que todavía me acuerdo, todos los días me acuerdo, ay… —sus párpados ya no pudieron soportar la presión de las lágrimas, pero ella no quiso deshacer el abrazo para limpiarse la cara—. Es que eres igual, igual que él. Menos por el pelo, que él era rubio, y por la nariz, claro, pero lo demás, los ojos, la frente, las orejas, el cuello… Es que me parece que lo estoy viendo. ¡Qué barbaridad! —dijo esto último meneando la cabeza, como si tuviera algo que reprocharse a sí misma, y entonces, por fin, se separó de Ignacio, miró a su alrededor, vio a Raquel—. ¿Y esta chica? ¿No será tu hermana?
—No, no —Ignacio intervino a tiempo—. Es la hija de unos amigos de mis padres, también españoles, se llama Raquel…
—¡Ah! Pues nada, hija, estás en tu casa —Casilda le plantó dos besos, volvió a coger el paño, señaló el sofá—. Pero no os quedéis ahí, de pie, a ver, ¿qué queréis tomar? He hecho un bizcocho, pero si preferís una cervecita…
En aquel momento, un hombre de unos cincuenta años, delgado, avejentado, con pelo entrecano, escaso, y un bigote triste de puntas caídas, cruzó el salón sin despegar los labios ni hacer ruido alguno. Sus zapatillas de lana de cuadros y suela de goma se deslizaban sobre las baldosas como si no pesaran. Así, sigiloso, opaco, mudo, llegó hasta la camilla, se sentó en una silla y les miró.
—Éste es Andrés —Casilda le devolvió una mirada neutra—, mi marido. Mira, Andrés, este chico…
—Ya, ya sé —miró primero a su mujer y luego a los recién llegados—. Hola.
—Buenas tardes —respondió Ignacio, y todos se quedaron callados a la vez.
—Bueno, yo voy a la cocina, a buscar las cosas…
Casilda desapareció y el silencio permaneció intacto hasta que su hijo se levantó de la silla en la que se había sentado y la colocó frente al sofá.
—¿Y qué tal? —les preguntó—, ¿qué habéis hecho?, ¿os gusta España?
—Sí —Raquel sonrió—. Mucho.
—Es que, es lo que yo digo —Mateo sonrió, cruzó una pierna sobre la otra, y se desentendió de su primo para concentrarse en su amiga—, que, como aquí, no se vive en ninguna parte. No hay más que ver lo que están construyendo en Alicante y por ahí, para los turistas, porque no veáis lo que viene cada verano, ¡uf!, y esto es sólo el principio… Aquí estamos como Dios, la verdad, el sol, el clima, porque, a ver, ¿cómo vas a comparar lo que es levantarse por la mañana aquí, y en esos sitios donde sólo ven nubes, y más nubes, y llueve todo el rato…? ¿Y la comida? ¿Qué os ha parecido la comida, eh? Lo mismo que en Alemania, ya te digo, que tengo yo un amigo que se acaba de ir a Colonia y ya está harto de comer cerdo, salchichas y patatas, que no salen de lo mismo. Claro que allí se gana más, y él necesita juntar dinero porque quiere casarse enseguida, pero no creo que aguante ni los dos años para los que se ha ido, porque… Aquí todo es distinto, aquí hay de todo, y fíjate en la fruta, sin ir más lejos, que a mí no me gusta, pero al que le guste… Y bien barata que es, las mejores naranjas del mundo. Eso, sin contar el jamón, que yo no sé cómo la gente puede vivir en países sin jamón serrano. Y con tranquilidad, ésa es otra, que se puede ir andando por la calle a cualquier hora, sin que te roben, sin que te atraquen en cada esquina, como pasa por ahí…
Mientras Mateo hablaba para Raquel, que le escuchaba en silencio, con una sonrisa indescifrable, Ignacio comparó su discurso con el contenido de la estantería colgada sobre el aparador que tenía enfrente, seis vasitos de cristal, cada uno de un color distinto, un trofeo escolar de algún deporte, un oso pequeño, de peluche, dos jarritas de barro marrón con la panza amarilla, como todas las que había visto en los restaurantes donde habían pedido el vino de la casa, un jarrón en miniatura de cerámica blanca con flores en relieve, un frasco de colonia vacío con el tapón en forma de flor y una caja hecha con conchas pintadas. Nada más y ningún libro.
La pobreza de aquel ajuar le impresionó aún más que la alfombra colgada sobre su cabeza. Desde que habían dejado de considerarle un niño, seis o siete años atrás, sus padres ya no le obligaban a acompañarles cuando iban a comer, a cenar, a las casas de sus amigos españoles, pero todavía las recordaba muy bien, y conocía la casa de sus tíos de Toulouse, la de sus abuelos, su propia casa. Él había nacido, había crecido, en el hogar de unos exiliados que habían llegado a Francia con lo puesto, que habían tenido que aceptar trabajos que estaban muy por debajo de su formación, de su capacidad, que habían trabajado como animales, durante años, para llegar a vivir en un país extraño como habrían vivido en su propio país, o eso creía él. Eso había creído él siempre, hasta aquella tarde, cuando descubrió una realidad grotesca, insospechada, en el mismo sofá donde estaba sentado, aquel mueble malo, desvencijado y barato, rodeado de muebles malos, desvencijados y baratos, en una casa donde no había nada más que lo imprescindible y un simple frasco de colonia servía de adorno. Así vivían los que se habían quedado, los envidiados, los afortunados, los hombres que no habían tenido que dormir al raso en ninguna playa, las mujeres que no habían tenido que robarle las enaguas a ninguna moribunda. Y todavía quieren volver, se dijo, todavía levantan una copa en el aire, cada Nochevieja, brindando por su regreso a este país. Entonces, cuando aún no había terminado de sacar conclusiones, la dueña de la casa regresó, y le dio tiempo a escuchar los argumentos de su hijo mientras colocaba sobre la mesa unas tazas verdes de duralex y una fuente del mismo material con un bizcocho encima.
—¿… y las mujeres? Las mujeres aquí son guapísimas, bueno, ya lo sabes tú, que por algo eres española. La faena es que tengas que vivir en Francia, bueno, que viváis los dos allí. Deberías veniros, de verdad, porque como aquí, en serio que no se vive…
—No digas tonterías, Mateo.
Casilda empezó a servir el café sin mirarle, pero él se revolvió en la silla para dirigirle una mirada ofendida.
—No son tonterías, mamá. Es la verdad. Y…
—No —su madre le cortó, miró a su sobrino, a la chica que había venido con él—. No es verdad. Aquí no vivimos bien. Ya lo estáis viendo.
—¡No vivirás bien tú, mamá! —Mateo levantó la voz, pero no logró que Casilda se inmutara siquiera—. ¡Tú, que nunca estás contenta con nada!
—Pues será eso —concedió ella, con voz serena, y volvió a mirar a su sobrino—. Yo no vivo bien, desde luego. Andrés, ¿quieres un café?
—Quiero que os calléis.
—¿Y un café?— repitió su mujer con ironía.
El marido se limitó a asentir con la cabeza mientras una muchacha de edad ambigua, a medio camino entre la infancia que afirmaba su rostro y la adolescencia que afloraba en su cuerpo, intervenía desde la puerta.
—Mamá tiene razón —dijo, antes de cruzar la habitación en dirección a los invitados.
—¡Tú te callas, mocosa! —y por el tono que empleó, repentinamente vivo, autoritario, Ignacio y Raquel comprendieron a la vez que aquel hombre era su padre.
—No soy una mocosa —pero ella había salido a su madre—, tengo dieciséis años. Y si me tengo que callar, me callo, pero antes digo que mamá tiene razón —entonces, con mucha más naturalidad que su hermano mayor, se acercó a Ignacio y le dio dos besos—. Hola, yo soy Conchita.
—Todavía falta uno —sonrió Casilda—, Andresito, el pequeño, que tiene doce años. Pero se ha bajado a la calle con el balón, hace un rato, y a saber dónde estará…
El futbolista aficionado no apareció, y la merienda transcurrió sin más sobresaltos, los hombres callados, la mujer haciendo preguntas sin parar, la niña pendiente de lo que contestaban los recién llegados, qué estudiaban, dónde vivían, a qué se dedicaban sus padres, qué se pensaba de España en Francia, qué cosas se decían, qué opinaba la gente. Ellos hablaban con cuidado, escogiendo las palabras, el tono de sus respuestas, porque los dos habían adivinado que no era la primera vez que esa familia se enzarzaba en la misma discusión y no querían presenciar ningún epílogo, pero a veces Ignacio miraba a su primo, que acogía las palabras de su madre —o sea, que estudias para ingeniero, qué bien, has salido a tu abuelo, y a sus hijos, claro, bueno, en esa casa eran todos muy inteligentes, y muy estudiosos, también…— con un expresivo cabeceo de desagrado, y no le entendía, no comprendía que pudiera estar tan satisfecho, tan contento con los logros de los asesinos de su padre.
Entonces, por un momento, en aquella casa diminuta y abarrotada de gente, volvió a pensar que España era un país imposible, y que cualquier cosa que les pudiera pasar a los españoles, sería muy poco en comparación con lo que se merecían. Pero no tuvo tiempo para profundizar en esa reflexión porque Raquel miró el reloj y le dio un codazo.
—¡Uy!, ya son las ocho, nos vamos a tener que ir.
—Sí —añadió él—, hemos quedado dentro de media hora para cenar, en el centro.
Mateo abrió mucho los ojos al escucharles.
—¿Y a las ocho y media cenáis?
—No —contestó Raquel—, yo no, por lo menos. En mi casa cenamos a las nueve y media, y hasta a las diez, a veces.
—Sí, en la mía también —confirmó Ignacio—, pero es que los demás son franceses y están acostumbrados a cenar antes.
—Bueno, pero esperad un momento —les pidió Casilda—, tengo que daros una cosa, os acompaño hasta el portal…
Mientras iba a su cuarto a buscarlo, su hijo Mateo se despidió de Ignacio y de Raquel como si no hubiera pasado nada, pero volvió a insinuar un gesto de desaprobación cuando vio salir a su madre con una bolsa de plástico en la mano.
—No les hagáis caso —les advirtió ella mientras bajaban por las escaleras—. No son ellos los que hablan, es el miedo que tienen. Están muertos de miedo, y no saben lo que dicen.
Entonces se paró en un escalón, y dio la vuelta para mirarles.
—Hemos pasado mucho —su voz era serena, tan firme como su mirada—. Mucho. Y lo que nos queda por pasar. Por eso, la gente no quiere saber nada, nadie quiere tener problemas. Y se acaban creyendo lo que oyen, y olvidando lo que han vivido, que es todavía peor.
—Tú no —se atrevió a suponer Ignacio.
—No —Casilda sonrió, reemprendiendo la marcha—, yo no, pero ellos no lo entienden. Por eso me he bajado con vosotros, no quería que estuvieran delante, porque, además… Bueno, Andrés tiene celos de Mateo, siempre los ha tenido. Yo, al principio, lo entendía, porque antes de pedirme que me casara con él, me lo preguntó y yo le dije la verdad, que no le quería tanto como había querido a Mateo, que no creía que nunca pudiera quererle igual, ni a él ni a otro, a ninguno. Eso te pasa porque lo mataron, me dijo, sólo por eso, y yo le dije que no, vamos, que yo creía que no era por eso, pero él decía que sí, que sí… Le sentó muy mal, fatal, y sin embargo, se empeñó en casarse conmigo, y al final me convenció.
Se les quedó mirando de nuevo, e Ignacio miró a Raquel, y se encontró con que ella le miraba, pero ninguno de los dos supo qué decir, y siguieron bajando las escaleras en silencio, pendientes sólo de las palabras que escuchaban.
—Él acababa de salir de la cárcel —Casilda, en cambio, tenía muchas cosas que contar—, porque ahí donde lo veis, se chupó más de cinco años. Allí se le quitaron las ganas de meterse en política. Estaba solo, sin familia, viviendo en una pensión, y yo todavía peor. Limpiaba casas por horas y no ganaba ni para pagar el alquiler. Me había tenido que ir del piso de mis padres y sólo encontré una buhardilla llena de goteras, en Ventura de la Vega… Aquello no era vida, ni para el niño ni para nadie, por eso me casé con Andrés, pero no sé si hice bien, la verdad, no lo sé, porque nos casamos, tuvimos dos hijos, pasó el tiempo, y yo no me olvidé de nada, pero él tampoco. Todavía no se le ha olvidado, y eso que él está vivo y Mateo está muerto, muerto desde hace más de veinte años, los veinticinco años de paz que están celebrando esos hijos de puta… —el insulto brotó de sus labios con naturalidad, el mismo acento, el mismo tono en el que había hablado hasta entonces—. No es normal, ¿no? Yo creo que no es normal, porque yo me porto bien con él, siempre me he portado bien, pero él no tiene bastante con eso y yo no puedo hacer más, no puedo. Y todo va de mal en peor, porque cada vez tiene más celos de Mateo, unos celos terribles, se enfada en cuanto hablo de él, ya habéis visto lo antipático que se pone, y mi hijo… En fin, mi hijo se ha criado con Andrés, no ha tenido otro padre, ésa es la verdad. Por eso a él tampoco le gusta que hable de mi otro marido, así le llama, mi otro marido. A mí me da mucha rabia, pero no puedo hacer nada, porque si discuto con él es peor… Total, que no quería que estuvieran delante.
Ya habían llegado al portal, pero ella no siguió andando hacia la puerta. Apoyada en un recodo, como si no quisiera que la vieran desde la calle, metió la mano derecha en la bolsa de plástico y la sacó cerrada. Miró hacia arriba, luego hacia fuera, comprobó que estaban solos, y abrió la mano. Sobre la palma había una pulsera de oro con brillantes, zafiros, y una perla enorme en el centro.
—Toma —cogió una de las manos de Ignacio y le puso la pulsera encima—. Guárdala bien, y no la pierdas. Vale mucho dinero. Es la pulsera de pedida de tu abuela, me la dio la última vez que la vi, cuando se enteró de que estaba embarazada. Yo la quería mucho, siempre fue muy buena conmigo. Por eso quiero que se la devuelvas.
—¿Por qué? —él se quedó mirando aquella joya de la que nadie le había hablado nunca y a la mujer que se la había dado—. Si ella te la regaló, es tuya.
—Ya, pero yo prefiero que la tenga ella, o una de tus tías, o tu madre, la que sea… Toma, me dijo, si las cosas se ponen más feas todavía, puedes venderla, el dinero te vendrá bien. Y anda que no me habría venido bien, mejor que bien, me habría venido, ésa es la verdad, pero no pude venderla, no me atreví. No habría servido de nada, por otro lado, porque alguien se la habría quedado, y a mí me habrían metido en la cárcel por ladrona, como poco.
—¿Por qué? —y entonces fue Raquel la que preguntó—. Si eras su nuera.
—Para ellos no. Para ellos no era su nuera. Ellos dijeron que mi boda no valía, ninguna boda de la República. Y yo era una roja, y una roja no podía tener una pulsera como ésta sin haberla robado, ¿lo entendéis? —les miró, sonrió—. No, no lo entendéis, no hay quien lo entienda, pero en aquella época las cosas eran así. Nadie se habría atrevido a comprármela, habrían llamado a la policía… Para alguien como yo, todo era muy peligroso, todo, hasta salir a la calle.
—¿Y ahora? —Raquel insistió—. ¿Ahora no podrías…?
—¿Venderla? Sí, claro que podría. Ahora podría venderla, pero ahora no me da la gana, mira por dónde. ¿Para qué, para quién? Pa chasco… Si Mateo hubiera sido una niña, todavía. Podría guardársela hasta que fuera un poco más mayor, por si algún día recuperara el sentido común, pero… —y se volvió hacia su sobrino—. Bueno, que prefiero que se la lleves a tu abuela, y que le digas que la quiero mucho, que la he seguido queriendo mucho todos estos años, y que le des las gracias de mi parte. Y le dices también… ¡Ah!, espera, que te voy a dar otra cosa… —los labios le temblaron de repente, y le tembló la mano que metió en la bolsa para sacar una foto con el borde festoneado de picos, el blanco ya amarillento, el negro teñido de gris por el paso del tiempo—. Ésta no la habrás visto nunca, ¿a que no? Llévasela. Yo tengo otra que nos hicimos el mismo día.
—Es muy bonita —dijo Ignacio, que en efecto no había visto nunca aquel retrato, pero reconoció enseguida a su tío Mateo en el soldado sonriente que cobijaba a una muchacha menuda y graciosa, que sonreía a la vez con los labios y con los ojos muy brillantes, agarrada a las solapas de su capote.
—Es preciosa —confirmó Raquel.
—Sí —Casilda sonrió—, Mateo está muy guapo ahí, y yo también, yo era mucho más guapa entonces. Todos éramos más guapos, por eso quiero que se la lleves a tus abuelos, y que les digas… Diles que yo me acuerdo de Mateo todos los días, todos, sin faltar uno, antes de dormirme y justo después de despertarme, que me acuerdo… —sus labios se fruncieron en una mueca de desconsuelo que le impidió seguir hablando, pero se rehízo deprisa, y aún logró sonreír—. Cincuenta y seis días en toda mi vida, le vi. Cincuenta y seis días, ni dos meses en total, en más de dos años, y muchas veces ni siquiera un día entero, sino un rato, dos horas, tres, o ni eso… Ni eso, y sin embargo… Todavía me acuerdo de la primera noche que apareció en mi casa, de madrugada y chorreando, me acuerdo de cómo llovía, aquella noche, y de que tuvo que irse corriendo, porque su comandante le había dicho que como llegara tarde le formaba un consejo de guerra y lo fusilaba por desertor —y aunque las lágrimas se asomaban ya al borde de sus ojos, se echó a reír—. Todas las mañanas me acuerdo de esa noche, y de la segunda, y de la tercera, las voy repasando para que no se me olviden, y puedo verle, veo su cara, y escucho su voz, y me acuerdo de las cosas que me decía, y de cómo me las decía, y así hasta la vez cincuenta y seis, la mañana que vino a casa a buscarme y me acompañó al cuartel donde estaba el camión que me llevó a Cartagena. Todas las mañanas y todas las noches lo vuelvo a ver, parado en la acera, moviendo la mano en el aire. Yo me moría de pena y él sonreía, y cuando ya le había perdido de vista, le oí decir, ¡adiós, guapa! Eso fue lo último que me dijo, guapa, y no le volví a ver…
Se calló de pronto, se rodeó la cintura con una mano, se tapó la cara con la otra, y empezó a llorar, a llorar de verdad, con tanto desconsuelo como si no hubiera pasado el tiempo, veinticuatro años seguidos, casi veinticinco ya desde que se quedó viuda, veinticinco años seguidos, día tras día, semana tras semana y un mes detrás de otro, para los calendarios, para los relojes, para ella no. Para ella no.
Ignacio Fernández Salgado conocía la tragedia que la muerte de Mateo había representado para su padre, para sus abuelos. Lo había oído contar muchas veces, demasiadas para su gusto, después de tantos años, pero no pudo evitar un escalofrío espontáneo, sincero, más intenso que el estupor, porque no dudó del dolor de aquella mujer, que tenía otro marido, y tres hijos, y una vida que vivir, una vida que no le importaba. Si se lo hubieran contado, le habría parecido cómico, ridículo, absurdo, un episodio más de la patética insensatez española, pero lo estaba viendo, lo estaba viviendo y la boca le sabía a albaricoque, y tenía frío, mucho frío de repente, y muchas ganas de abrazar a aquella mujer, de rodearla con sus brazos para ocultarse en ella, para poder llorar a todos los muertos por los que hasta entonces nunca había derramado ni una sola lágrima sin que le viera Raquel. Aquel misterioso impulso le impresionó, pero no tanto como lo que vio, lo que escuchó cuando Casilda recobró la calma, y con ella, un acento distinto, firme, reluciente de rabia.
—De eso me acuerdo cada mañana —y en su voz sobrevivía apenas un lejano eco del llanto—. Siempre me despierto antes de que suene el despertador y me acuerdo de esos cincuenta y seis días, uno por uno, los voy repasando para que no se me olvide nada, para que no se me olviden nunca. Eso hago y eso voy a seguir haciendo hasta que me muera, porque nadie me lo puede prohibir, eso no me lo puede impedir nadie, ni mi marido, ni Franco, ni su puta madre… Cuéntale eso a tu abuela, y dile también… —cerró los ojos, apretó los párpados, los dientes, y siguió hablando—. Dile que todos los días veintinueve de cada mes, compro un ramo de flores, me visto de negro y me voy a la tapia del cementerio, porque… No sé dónde está enterrado, no me lo dijeron, dicen que no lo saben, pero a mí me da igual, me da igual porque…
Se calló de repente, como si no pudiera pasar de ahí, e Ignacio la cogió de las manos, se las apretó. Pretendía decirle que no hacía falta que siguiera hablando, pero ella interpretó su gesto de otra manera y afirmó con la cabeza varias veces, como si así pudiera darse cuerda a sí misma.
—Yo no pude vestirme de luto cuando volví a Madrid. En mi barrio me conocía todo el mundo y yo… Fui una cobarde, no me atreví. El segundo día que salí a la calle vestida de negro, un policía que vivía en la casa de al lado me llevó a una comisaría, y allí me preguntaron cómo podía yo saber por quién llevaba luto, si era una puta que iba desnuda debajo del mono y me acostaba con cualquiera. Eso de entrada, y luego… —hizo una pausa, miró a Ignacio, luego a Raquel, y movió la mano en el aire como para desechar una tentación—. ¡Bah!, para qué os voy a contar lo que me dijeron luego. Yo no podía ir vestida de negro, ¿comprendéis?, nosotras no, sólo ellas, sus viudas. Y yo, con lo fiera que había sido siempre, con lo fiera que era sólo unos meses antes, fui una cobarde, una cobarde, y no me atreví…
—Eso no importa, Casilda —Raquel dijo en aquel momento lo mismo que Ignacio estaba pensando—. El luto no significa nada, es sólo ropa, un color…
—Sí, sí que importa —ella le llevó la contraria con vehemencia—. A mí me importaba. Pero yo también tenía mucho miedo, y un crío recién nacido, así que… Por eso, ahora me visto de luto, a escondidas, sí, pero sólo para no tener un disgusto con mi marido. Me llevo la ropa al trabajo y me cambio antes de salir. Mi hijo lo sabe y dice que estoy loca, pero a mí me da igual. Yo me visto de negro, me compro un ramo de flores bien grande, con lo poco que gano, pero me lo compro, y a la hora de comer, me voy al cementerio, dejo las flores en la tapia y me estoy allí un rato, hasta que me echan, porque antes o después viene un guardia a echarme, circule, señora, circule… Eso dice, y sé que las flores no duran nada, que se las llevan ellos. Se las regalarán a sus mujeres, me imagino, a sus novias, pero a mí me da igual. Yo sigo comprando flores, para que se jodan, y las sigo dejando en la pared donde lo fusilaron, para que se jodan, y me sigo vistiendo de negro para que se jodan, para que se jodan, para que se jodan… —y por un instante, sus ojos brillaron tanto como los de aquella muchacha que buscaba cobijo entre las solapas del capote de un soldado—. Una vez, hace ya casi diez años, vi un nombre escrito en la tapia, con tiza, Victoriano López Aguilera. Eso tampoco se me olvida, no sé quién fue ese hombre, pero jamás se me olvidará cómo se llamaba. Pregunté, porque a fuerza de ir, he conocido a unas pocas mujeres que van también por allí, y nadie sabía quién lo había escrito. Será de otro día, me dijo una, porque, claro, nosotras venimos aquí los días veintinueve, pero no podemos saber las que vienen en otras fechas… Total, que desde entonces lo escribo yo también. Escribo Mateo Fernández Muñoz todos los meses, y escribo 1915, una rayita, 1939, y también sé que lo borran enseguida, pero para poder borrarlo, antes tienen que leerlo. ¡Que se jodan! Porque lo que quieren es que Mateo no haya vivido nunca, eso es lo que quieren, ¿lo entendéis? ¿Lo entiendes tú, Ignacio?
Hizo una pausa para mirar a su sobrino, y él asintió sin saber muy bien por qué, porque aún no lo entendía, nunca llegaría a entenderlo del todo, pero ella suspiró como si acabara de llegar por fin a alguna parte, un lugar donde descansar.
—Quieren que no haya vivido nunca. No han tenido bastante con matarlo, ahora quieren que no hubiera nacido, y por eso dicen que nunca se casó conmigo, por eso nuestro hijo no puede llevar sus apellidos, por eso no hay ninguna tumba con su nombre, para borrarlo, para eliminarlo, para matarlo del todo. Pero Mateo vivió, vivió y yo viví con él, y para eso sigo viviendo, sólo para eso… ¿Cómo puedes seguir así, mamá?, me dice mi hijo, ¿adónde te lleva tanto odio, tanto rencor? —entonces cerró los ojos para dirigirse a sí misma una sonrisa sabia, amarga—. Él no lo entiende. No entiende que eso es lo único que me tiene de pie en esta vida de mierda, en este país de mierda, en esta mierda de mundo, porque para eso vivo y para eso viviré, de día veintinueve en día veintinueve, hasta que se acabe todo esto, hasta que vuelva tu padre, hasta que vuelvan tus abuelos, la gente que le conoció, la que lo quiso. Ahora sólo me tiene a mí, pero no necesita a nadie más, porque yo voy a seguir vistiéndome de negro, voy a seguir comprando flores, y voy a seguir escribiendo su nombre con tiza en una tapia hasta que me muera, aunque acabe costándome un disgusto en mi casa, aunque mi hijo me diga que estoy loca. Cuéntale eso a tus abuelos, Ignacio. Cuéntaselo, y dile a Paloma que cuando tengo tiempo, porque a veces los guardias llegan enseguida, escribo el nombre de su marido también, aunque no me acuerdo en qué año nació, pero pongo 1910, porque era mayor que Mateo.
—Era de 1911 —Ignacio nunca sabría de dónde sacó la voz con la que dijo eso, pero sí que en aquel momento pensó que no podía marcharse sin decirlo—. Tenía que ser de 1911, porque tenía veintiocho años cuando lo mataron.
—Pues a partir de ahora pondré 1911 —volvió a llevarse las manos a la cara, la frotó con energía, como si quisiera borrar los restos del llanto y de la rabia, volver a poner cada cosa en su sitio, y por fin sonrió—. Me alegro mucho de haberte conocido, Ignacio.
En 1971, cuando nació su primer hijo varón, Ignacio Fernández Salgado y Raquel Perea Millán decidieron llamarle Mateo. Nadie les preguntó por qué, pero todos supusieron que era una forma de cerrar el eslabón que se había abierto en septiembre de 1944, cuando Ignacio Fernández Muñoz le dijo a Anita Salgado Pérez que habría preferido que su primogénito llevara el nombre de su hermano mayor en lugar del suyo. Los padres del recién nacido no se molestaron en llevarles la contraria.
Nadie les había visto aquella tarde de abril de 1964, mientras caminaban solos por una acera desierta de un barrio desierto de una ciudad que no conocían, ella al acecho de los taxis que no circulaban por ninguna calle, él preguntándose si acababa de volverse loco o si habría recobrado la cordura de milagro y de repente.
—Dile a tu padre que también me acuerdo mucho de él —le había pedido Casilda al final, después de abrazarle muy fuerte, durante mucho tiempo—. Vosotros no podéis entenderlo, nadie lo creería al vernos ahora, pero aquí hicimos algo grande, algo muy grande, de verdad. Aquellos años fueron los mejores de nuestra vida, con guerra, con bombardeos, con hambre, con todo, a pesar de todo, los mejores, porque estábamos haciendo algo grande, y lo sabíamos, y creíamos que cualquier sacrificio merecía la pena…
Ignacio Fernández Salgado no sabía si acababa de volverse loco o había recobrado la cordura de milagro y de repente, pero las palabras de Casilda sonaban dentro de sus oídos y llamaban a otras palabras que había escuchado muchas veces sin entenderlas nunca hasta aquella tarde, no, Gloria, no, con la chusma no, con el pueblo de Madrid, ¿estás despierto, Ignacio?, pues dime una cosa, ¿tú no tienes miedo?, al que salga corriendo, me lo cargo, ¡claro que no somos como ellos, mamá!, ellos son los que han empezado, los que han querido que pase todo esto, no llores, tonta, si no me va a pasar nada, yo no he hecho nada, ya lo sabes, nosotros somos lo que somos, María, y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros, ésos no pasan ni por encima de mi cadáver, fijaos en lo que os digo, que ni por encima de mi cadáver van a pasar, todavía no te han matado, ¿eh?, no, como no he podido preocuparme por ti, y el salchichón…, ¿por qué no lo ponemos en lo alto de la despensa y lo adoramos unos días antes de comérnoslo?, me acordé tanto de ti cuando me detuvieron, papá, me alegré tanto de que no estuvieras viendo lo que pasaba, cómo nos entregaban, papá, te he querido hasta el límite de mis fuerzas, Paloma, te sigo queriendo con todo lo que soy, recuerda siempre eso y olvídate de mí, a Mateo lo mataron por ser hijo de papá, y de mamá, por ser tu hermano, y el cuñado de Carlos, lo único que se me ocurre es matarla, y matarme yo después, para acabar de una vez, nosotros no tenemos que arrepentimos de nada, Ignacio… Aquella tarde, tantos años después, la voz de su abuelo parecía hablarle a él, y no a su padre, yo no me arrepiento de nada, hijo.
Ignacio Fernández Salgado, que no era español y no era francés, que no sabía de dónde era pero tampoco podía permitirse el lujo de no ser de ninguna parte porque no había nacido en una ciudad, ni en un país, sino en una puta tribu, comprendió por fin que su madre tenía razón, y que aquel viaje había sido peligroso para él, porque ya no podría volver a ser el mismo que era antes. Y sumido de lleno en las contradicciones que había esquivado con tanta precaución durante toda su vida, en el instante en el que aceptó su destino, se encontró en paz consigo mismo y llorando a la vez, casi sin darse cuenta.
Estaban parados en un semáforo, y Raquel le miró, le abrazó, le acarició la cara, y no le hizo ninguna pregunta, pero él la contestó igual.
—No estoy llorando de pena —dijo—. No es de pena —y ella le besó.
Todo lo demás fue muy rápido, muy fácil, muy benéfico, y el taxi apenas un trámite entre las dos mitades de un beso interminable.
No llegaron al centro hasta las nueve y cuarto y ninguno de los dos perdió el tiempo en preguntarle al otro si tenía ganas de cenar. A partir de aquella noche, Laurent durmió con su hermana, y ellos dos juntos, primero en Madrid, después en Barcelona, en camas muy estrechas que no se lo parecieron. Al volver a París, Raquel dejó a su novio y sus padres se alegraron mucho, tanto como los padres de Ignacio la primera vez que su hijo la llevó a comer a su casa. Se casaron dos años después y en la primavera de 1969 nació su primer hijo, una niña.
Cuando su abuelo Ignacio la cogió en brazos por primera vez, se sintió tan orgulloso, tan emocionado como todos los abuelos jóvenes y primerizos. Le volvería a pasar lo mismo con todos sus nietos, pero nunca llegaría a querer a ninguno tanto como a aquella niña, que se llamó Raquel Fernández Perea.