A mediados de julio empezó la cuenta atrás.
—¿Qué te pasa? —le preguntaba a Raquel de vez en cuando.
—Nada —contestaba ella, y no me lo creía, pero la abrazaba, la veía sonreír, me equivocaba.
Sus sonrisas no eran distintas a las de antes, pero tenían un ingrediente nuevo, una especie de énfasis terminal y repentino, que las mantenía firmes sobre sus labios un segundo más de lo imprescindible. Algo semejante pasaba con sus miradas, con sus besos, y ciertos luminosos arrebatos, más largos de repente, casi violentos, que la impulsaban a apretarse contra mí cuando íbamos andando por la calle. Ahora sé que debería haberme asustado, pero entonces apenas me sorprendí, porque por encima de su sutileza, la delicada, mínima metamorfosis de Raquel no expresaba dudas, desgana o cansancio. Al contrario, su aspecto más perceptible era la concentración, una intensidad que a veces parecía apta para tocarse, para ser respirada en sus gestos más graves y en los más triviales, los dedos que resbalaban sobre mi cara como si pretendieran dejar un rastro duradero en su relieve, las frases que dejaba a medias como si se arrepintiera a tiempo y con retraso de haberlas emprendido, sus ojos, muy abiertos cuando yo abría los ojos, estudiándome como si quisieran grabar en su memoria cada forma, cada línea, cada arruga de mi cara, o fabricar con garantías su recuerdo.
Todo eso percibí, todo eso interpreté, en cada uno de esos indicios me equivoqué. Jamás podría haber acertado, pero otros factores cooperaron con entusiasmo para abocarme al error. El principal tenía que ver conmigo mismo y con una interpretación personal, particular, de la relativa velocidad del tiempo. Este tema, tan clásico como la relación del todo con las partes, había escogido con idéntica decisión mi cuerpo, la interacción de mis sentidos y mis sentimientos, para convertirlo en un improvisado campo de experimentación.
Si el todo no había tenido piedad conmigo, el tiempo resultó aún más cruel, porque me despojó de cuanto sabía, de cada conocimiento y cada sospecha, de las intuiciones y las certezas, sin dejarme siquiera el consuelo de elegir entre el papel de Aquiles y el de la tortuga. En cualquiera de ambos casos, yo no me sentía sujeto del tiempo que vivía, la exacta acumulación de segundos, minutos, horas y días en la que los demás pensaban que se sucedían mis acciones y mi inactividad, sino el simple objeto de un fenómeno temporal, frenético y estático a la vez, que disfrutaba jugando con la torpeza de mis percepciones. Los calendarios no me servían de nada. Navegaba a través de ellos con soltura, sí, y sabía que, si el sexo es el origen, mi historia con Raquel había empezado el 22 de abril, pero eso, 22, abril, eran sólo palabras, contraseñas inservibles en una realidad alterada, deformada por la condición inestable de un tiempo blando, gelatinoso, que me impedía comprender las fechas que conocía. Por eso me di cuenta de que a mediados de julio había empezado la cuenta atrás, pero me equivoqué al interpretar la naturaleza de aquel cálculo.
—¿Qué te pasa, Raquel?
—Nada —me miraba, sonreía—. De verdad que no me pasa nada.
Yo le devolvía el silencio, la sonrisa, y me callaba lo que nunca encontraba el momento de decir en voz alta, claro que te pasa algo, y yo sé lo que es. En las hojas de los calendarios, nuestra situación no sólo no era grave, sino que aún podía aspirar a la ligereza, esa vaporosa inanidad de los amores primerizos en los que nada es definitivo todavía, y las palabras flotan como cáscaras ingrávidas de palabras, y el tiempo se alarga como una promesa lenta, dudosa, incluso esquiva. Pero nosotros no vivíamos en las hojas de los calendarios, sino en una cuerda floja que se tensaba un poco más cada mañana, y su filo abría heridas en las plantas de nuestros pies y cultivaba un vértigo que parecía tendido entre los dos extremos de la eternidad, sólo tres meses largos como la vida de una roca. Eso sentía yo y eso tenía que sentir ella, que habíamos consumido todas nuestras reservas, que habíamos quemado todas las etapas y el último plazo se estaba agotando. Eso creía yo, mientras la complicidad de las fechas, esas herramientas inútiles para medir el paso del tiempo, se iba deslizando hacia un horizonte de hostilidad a medida que el mes de julio se nos escurría entre los dedos.
Pero había algo más, hubo algo más en aquellos días extraños en los que aprendí a desconfiar de los relojes y a vivir con Raquel sin darme cuenta. Una de aquellas mañanas que pasé en mi propia casa con la misma sensación de extrañeza que habría sentido si la supervisión de una cuadrilla de albañiles fuera mi único trabajo, saqué del buzón un sobre del Registro Civil de Madrid con el certificado de defunción de mi abuela Teresa González Puerto, que había muerto el 14 de junio de 1941 en el penal de Ocaña, una cárcel famosa, tal y como Encarnita había recordado para mí. En el documento se especificaban tanto la causa inmediata de la muerte, parada cardiorrespiratoria, como la remota, neumonía infecciosa, no tan lejos de la tuberculosis. Se consignaban además su fecha de nacimiento, su estado civil, su condición de reclusa y su edad, cuarenta años. El 3 de agosto habría cumplido cuarenta y uno, recordé, pero no los aparentaba.
No necesitaba pruebas para sostener ante mí mismo la anacrónica rebelión de su madurez, pero llegaron al mismo buzón dos días después, aquella clásica foto escolar donde medio centenar de colegiales posaban con sus maestros y dos ampliaciones bastante buenas teniendo en cuenta la edad del original, una de Teresita Carrión González, con sus trenzas apretadas y su babi limpísimo, y otra de mi abuela, con Manuel Castro y el pelo suelto. Dentro del mismo sobre había también una nota de Encarna, concisa y cariñosa, en la que justificaba su retraso por el impacto que mi visita había producido en su madre. No ha habido manera de quitar la foto de en medio hasta hace un par de semanas, decía, menos mal que no tardaron ni una hora en hacerme las copias.
Yo, en cambio, no había dejado de recordar a mi abuela. Cada vez que me asombraba de la peculiar exasperación de mis sentimientos, esa presunta culpa de marido infiel que debería impedirme dormir por las noches para comenzar a atormentarme en cada despertar y que no acababa sin embargo de manifestarse, me preguntaba si a ella no le habría pasado lo mismo, si al mirar a mi abuelo, Teresa González Puerto se habría limitado a sentir esas gotas de incomodidad, casi fastidio, aliñadas con una lástima difusa, sincera pero esencialmente inoperante, incapaz de modificar nada en mi interior, que sentía yo al mirar a mi mujer. Quizás, en el instante en que se hizo aquella fotografía, la luchadora por la libertad ya no era libre. Quizás había perdido su libertad, había consentido que se quedara enganchada con una alegría rara y furiosa en algún rincón del cuerpo de aquel hombre que la miraba como si estuvieran solos en medio de una muchedumbre infantil y ruidosa. Quizás no la echaba de menos, y todavía era capaz de recordarlo mientras revoloteaba sobre mi cabeza como un hada joven y benéfica, amparando mis pasos, protegiéndome. Al subir a casa, coloqué la foto que me había mandado Encarna al lado del retrato ahora soso, hasta plomizo, que me miraba desde un marco de plata, y comprendí un poco mejor lo incomprensible.
Aquella mañana, Mai vino a ver la obra. Lo hacía cada dos o tres días, aprovechando la pausa del mediodía, y por eso casi nunca se quedaba más de diez minutos.
—¡Qué locura, Álvaro! —al llegar me abrazaba, me besaba, se echaba a reír—. No sé cómo puedes trabajar aquí.
—Esto ya no es nada —le aseguraba yo—, lo peor eran los martillazos del principio…
Los polacos eran muy serios, trabajadores, concienzudos, y no había tenido ningún problema con ellos. Mai estaba encantada de los resultados, y no solía hablar de otra cosa mientras la acompañaba de vuelta al trabajo. A veces comíamos juntos, a veces con Angélica, a veces solos, y algunos días de entre estos últimos, por razones que me explicaba o no, Mai tenía un rato libre después de comer. Entonces renunciaba al postre, pedía un café con hielo para no esperar, me miraba, sonreía y suponía en voz alta que si aquella tarde retrasaba mis planes media hora, tampoco es que la biblioteca de la facultad se fuera a llenar de físicos ávidos de conocimientos que me arrebataran sin piedad todos los libros que necesitaba.
En ese momento, mi cuerpo padecía algo similar a un proceso acelerado de congelación, que no tenía nada que ver con el frío. Estábamos en pleno verano y hacía calor, yo lo percibía, pero sentía al mismo tiempo que la sangre cedía su lugar en el interior de mis venas a un gas blancuzco y metálico, helado, que despedía un vapor liviano para certificar el contraste de su temperatura con la de mis vísceras. Eso era lo que sentía, pero sonreía y me salía bien. Tenía que salirme bien, porque Mai se me quedaba mirando con la misma expresión de placer delegado, anticipado, que se pintaba en su cara al hacerle un regalo sorpresa a Miguelito, y cuando me decía, no sé, he pensado que igual te hace más falta una siesta menos académica, yo comprendía que lo que estaba haciendo conmigo era lo mismo, un regalo sorpresa, y procuraba comportarme como un niño bien educado, y se lo agradecía con un empeño, una esforzada tenacidad que en aquella época ella ni siquiera sospechaba.
Aquellos polvos improvisados del mes de julio tuvieron la virtud de ser tan esporádicos como si mi mujer y mi amante hubieran intercambiado sus papeles, y contaron con la involuntaria complicidad de los polacos, que daban martillazos, y partían azulejos, y taladraban paredes, y hablaban en un lenguaje incomprensible en mitad del pasillo, al otro lado de la puerta del dormitorio.
—En esta casa se ha vuelto muy difícil concentrarse— reconocía Mai.
Yo le daba la razón con entusiasmo, y perseveraba en la insólita experiencia de la concentración hasta obtener resultados aceptables, pero cada vez me costaba más trabajo.
Ella no parecía darse cuenta de nada. Al principio, el estado de excitación universal en el que me había precipitado la simple existencia de Raquel, había bastado para eliminar el débito conyugal de la larguísima lista de mis problemas. Luego, mi sexo se fue haciendo más exigente, pero el tenebroso prestigio de las oposiciones acudió en mi ayuda. Por fin, en plena obra, empecé a presentir el abismo de las vacaciones, y a temblar, y sin embargo, ni siquiera entonces, Mai, que solía protestar por lo contrario, pareció acusar ningún síntoma preocupante en mi astenia. Raquel, en cambio, sacaba de alguna parte varios sentidos de más en esas ocasiones.
—Vienes de follar con tu mujer.
Lo adivinaba antes de que yo tuviera tiempo para entrar en su casa, la puerta entreabierta, su mano en el picaporte todavía.
—No —decía yo, muy seguro, porque no podía saberlo, la hija de puta no podía saberlo.
—Sí —entonces me dejaba pasar, cerraba la puerta, me abrazaba, me miraba a los ojos con atención, pegaba la nariz a mi cuello, asentía con la cabeza, se reía—. Claro que sí.
—¿Y cómo lo sabes, a ver?
—Pues porque sí, porque lo sé. Eso se huele, Álvaro.
—No creo que puedas oler nada porque me acabo de duchar.
—¿Lo ves? Por eso, entre otras cosas.
—Me he duchado —intentaba explicar yo con mi acento más pedagógico— porque son las cinco de la tarde, en la calle hace muchísimo calor y he venido andando.
—Ya. Y porque vienes de follar con tu mujer.
—No.
—Sí —y su seguridad me ponía tan nervioso, me daba tanta rabia que llevara razón, que reaccionaba con la lógica impertinente y brusca de los niños pequeños.
—Bueno, pues me voy —pero ella volvía a echarse a reír y me sujetaba con fuerza, rodeando mis brazos con los suyos.
—No hace falta que te vayas. Tengo tele. Y palomitas para hacer en el microondas, tonto…
Pero no poníamos la tele, no encendíamos el microondas, no hacíamos palomitas, nos íbamos a la cama igual, a follar, y follábamos, porque la Tierra daba vueltas alrededor de sí misma y de las caderas de Raquel, porque el todo era tan grande, tan poderoso, que ni siquiera se tomaba la molestia de compararse con la suma de sus partes, porque un tiempo blando, gelatinoso, suspendía las leyes físicas en la cama donde nos amábamos y porque yo amaba a esa mujer, la amaba tanto que después, cuando la tenía tranquila y callada, a mi lado, comprendía con una exactitud cegadora, casi dolorosa, la medida de mi suerte.
La alegría no tiene precio. No existe trabajo, ni esfuerzo, ni culpa, ni problemas, ni pleitos, ni siquiera errores que no merezca la pena afrontar cuando la meta, al fin, es alegría. Yo lo sabía, porque había conocido demasiado bien el color gris en los tiempos de mi pobreza, todos esos años que viví creyendo que mi vida era vida, y que era mía. Por eso, cuando Raquel se incorporaba, y me miraba, y yo distinguía en sus ojos una luz igual pero distinta, como un atisbo temeroso de la melancolía, me daba cuenta de que aquel énfasis terminal y repentino inauguraba la cuenta atrás, pero estaba muy seguro de lo que tenía que hacer, y de que iba a hacerlo.
Y sin embargo había algo más, hubo algo más en aquellos días felices, de una plenitud, una intensidad que me atontaba, porque no se puede pensar y vivir al mismo tiempo y yo había elegido vivir, volver a nacer en aquella dulzura tan grande y tan pequeña que no se dejaba pensar. Había algo más, pero estaba lejos de Raquel, fuera del alcance de aquellas miradas que me tiranizaban, sometiéndome sin esfuerzo a la despótica determinación de que nunca volviera a mirar a otra mujer. Había algo más, pero estaba lejos de Madrid, fuera de una ciudad que no medía más que un metro y medio de ancho por dos metros de largo, el jardín de sábanas blancas que nos pertenecía por completo y nos protegía de nuestras propias reflexiones. Ese amparo se iba desvaneciendo lentamente a medida que mi coche avanzaba por la Castellana, llevándome lejos de mí, lejos de ella, hacia un lugar que cada vez me resultaba más ajeno, más extraño, y que empezaba a dolerme mucho antes de que mi hijo viniera a mi encuentro corriendo por un camino de grava con la misma furia con la que un toro sale del chiquero.
—¡Papá! —gritaba, y yo le esperaba, me ponía en cuclillas al lado del garaje y abría los brazos para escenificar el anuncio que más le gustaba.
—¡Miguelito! —él se estrellaba contra mí, creía tirarme al suelo con su impulso, yo me dejaba caer y los dos nos reíamos mucho.
En aquella época, ya había empezado a entender mejor a mi hermano Julio, ese amor casi impropio, maternal, que sentía por sus hijos, la sistemática y cotidiana abnegación que pretendía asegurarles que, pasara lo que pasara, él siempre sería su padre, que siempre podrían contar con él incluso cuando sus respectivas madres no fueran más que dos pálidas muescas en su revólver. Aquella revelación convirtió a mi hermano en alguien más noble y más mezquino a la vez, bueno para sus hijos, desde luego, y eso era quizás lo único importante, pero miserable en la ilimitada constancia de sus cálculos. O no, porque uno de los domingos de aquel verano ya no supe qué pensar de mí, ni de él, ni de nada.
Había llegado a La Moraleja un poco antes de comer con una idea fija, y la puse en práctica nada más llegar, sin perder el tiempo en ponerme el bañador antes de ir a buscar a Mai a la piscina. Ella tomaba el sol con los ojos cerrados y sonrió antes de abrirlos, mientras mi dedo índice recorría su cuerpo muy despacio, desde la clavícula hasta el ombligo. Luego se incorporó, pronunció mi nombre, me miró como si quisiera decirme que no hacía falta que le explicara nada, y todo lo demás se desenvolvió como yo había previsto. No había contado con mi hermano Julio, y por eso no le presté atención cuando nos sentamos a comer, Mai risueña y un poco colorada todavía, yo tan contento como si hubiera vuelto a ser el niño estudioso y responsable que dejaba todos los deberes hechos por la mañana para disfrutar de los placeres del tiempo libre el resto del domingo. Después, mi mujer, que no había movido un músculo de la cara mientras le explicaba, los dos desnudos y sudorosos, que no había podido esperar porque me convenía volver a Madrid aquella noche, se fue a dormir la siesta con Miguelito, y yo me senté en el porche a leer el periódico con la intención de quedarme traspuesto en un sillón lo antes posible, pero mi hermano no me lo consintió.
—¿Cómo se llama? —disparó sin anunciarse.
—¿Quién?
—La tía que te tiene así.
—¡Julio!
Me incorporé de golpe, miré a mi alrededor y comprobé que estábamos los dos solos.
—No hay nadie, están todos durmiendo —hizo una pausa para reírse y me tendió un cuba libre como el que llevaba en la mano—. Segundo intento. ¿Cómo se llama?
No me gustan mucho los cuba libres pero acepté el que mi hermano había hecho para mí como solía hacerlo todo, sin pensarlo antes, y le sonreí.
—¿Cómo te has dado cuenta?
—Álvaro, por Dios, soy el experto de la familia, ya lo sabes.
—Se llama Raquel, pero dime cómo te has dado cuenta.
—Lo estás haciendo bastante bien, si eso es lo que te preocupa —escuchamos el ruido de una puerta que se abría dentro de la casa, estiramos el cuello a la vez, y aunque no salió nadie, Julio empezó a hablar más bajo—. Yo no estaba muy seguro, la verdad. Llevo una temporada encontrándote un poco raro pero, bueno, entre lo de la oposición y que tú eres más bien raro desde siempre… Pero lo de esta mañana… Lo de esta mañana ha sido clamoroso, Alvarito.
—¿Qué? —porque le había entendido, pero no estaba muy seguro de su interpretación.
—El polvo defensivo, tío —y aquella definición me hizo tanta gracia que ya ni siquiera me importó volver a reírme.
—La mejor defensa es el ataque —supuse, y él asintió con la cabeza y mucha energía.
—Pues sí, no lo dudes… ¿Tú sabes cuántos de ésos he echado yo en mi vida? De los anticipados y de los otros, para fabricarme una noche libre o para hacerme perdonar antes de que ellas tuvieran tiempo de saber el qué. Lo mejor es echarles un polvo, con mucha pasión, muchas prisas, como los de la mili, furia española, ya sabes. Se quedan como nuevas, eso siempre funciona. Así que cuando te he visto en la piscina, esta mañana, me he dicho, uy… Y lo mejor es que se las coge con ganas, ¿verdad?
—¿A quién? —y me estaba riendo todavía.
—A las mujeres propias.
—No, yo no —me puse serio, le miré y vi la preocupación en sus ojos—. A lo mejor es que soy raro, pero la verdad es que yo la cojo cada vez con menos ganas.
—Entonces es peor, Álvaro —se levantó, me puso una mano en el hombro y la apretó—. Entonces es mucho peor. O mucho mejor, nunca se sabe…
Aquella conversación me dejó un sabor rancio en el paladar y un destello luminoso en la memoria, dos huellas contiguas, sucesivas, que nacieron de mi accidental semejanza con Julio y de la certeza de que nunca sería más que una semejanza accidental. Yo, que no había querido ser un hombre como mi padre, tampoco quería convertirme en un hombre como mi hermano, y sin embargo, empecé a entenderle mejor, y pensaba en él mientras me ocupaba de mi hijo con mucha más disciplina, también con más placer que antes. Miguelito aún no había cumplido cinco años, y cuando fuera adulto, sólo tendría un recuerdo vago, nebuloso, de aquel verano, pero yo intentaba que ese recuerdo incluyera mi devoción por él, porque a veces, mientras le miraba, me imaginaba sin querer a otros hijos, míos y de Raquel, y sentía de golpe toda la urgencia, la amargura de la culpa que su madre no llegaba a inspirarme. Por eso, cuando llegaba a La Moraleja, lo primero que hacía era esperarle en cuclillas, al lado del garaje, con los brazos abiertos, para dejar que me embistiera y caerme al suelo con él, para que los dos nos riéramos juntos y yo pudiera abrazarle, hacerle cosquillas y besarle muchas veces antes de cogerle en brazos.
Así aparecíamos en el porche y allí estaba mi familia, lo que se suponía que era mi familia, mi madre, mis hermanos, mis cuñados, mi mujer, y todos se alegraban mucho de verme. Entonces, de golpe, recordaba lo que sabía y lo que no quería saber, lo que debería pensar y no pensaba, lo que había querido olvidar y tal vez no habría debido, la impresión de Fernando Cisneros y mis propias intuiciones, y delante de la viuda de Julio Carrión González, Raquel me decía que la estaba mirando con los ojos de mi padre, y yo comprendía que lo mejor, quizás lo único bueno para los dos, sería que yo nunca descubriera la verdadera relación que había unido a aquel hombre con el amor de mi vida.
Luego, mi madre me besaba, me besaba mi mujer, me besaban mis hermanos, y nos faltaba él, siempre nos faltaría, y su ausencia era importante para todos, pero nadie podía acusarla ni celebrarla tanto como yo, mientras me dejaba caer en un sillón y les informaba de mis fabulosos progresos. Estarás contenta, mamá, decía Clara, un hijo catedrático… Mi madre me miraba, sonreía, y asentía con la cabeza, pero yo sabía de sobra que le daba igual. La novedad era que a mí también me daba lo mismo, porque Raquel Fernández Perea había pasado por mí como pasa la suerte, como pasa la muerte, como pasa el azar que cambia de una vez y para siempre el destino de los seres vivos, y yo era un hombre distinto, con una vida distinta, en un mundo que, más antes que después, tendría también que ser distinto.
Y sin embargo, el fantasma de mi padre era más fuerte en su casa que en ningún otro lugar, y allí, donde estaba seguro de que ella nunca había estado, Raquel seguía siendo su amante, no la mía. La foto de la boda de mis abuelos estaba colgada en el mismo sitio, Teresa joven y confiada, volcando en la cámara una gran sonrisa, y mi abuela Mariana, ni una pizca de misterio en su rostro, en su aspecto, cogía en brazos a mis hermanos mayores en los mismos lugares donde siempre la había visto pero nunca antes la había mirado con interés. Yo estudiaba sus rostros, y estudiaba a Mai, estudiaba a mi madre, y veía a Raquel, joven y desnuda, deslizándose en los brazos de un anciano que la esperaba dentro de un jacuzzi rodeado de velas encendidas, la veía como nunca la había visto cuando la tenía delante, y esa imagen se hacía de repente tan perversa, tan obscena, tan insoportable que no se podía comparar con ninguno de mis recuerdos, actitudes, gestos, posturas inocentes que sólo tenían sentido como elementos útiles para crear el código de la intimidad que compartíamos. Entonces empezaba a ahogarme, sentía que me ahogaba, y buscaba a mi hijo y me lo llevaba lejos de aquel porche, a comprar chucherías o a jugar al fútbol en el último extremo del jardín.
Creía que eso era suficiente, pero una tarde, Lisette, con uno de los biquinis brasileños que ponían a mi hermano Julio al borde de la hipertensión, vino a mi encuentro a la altura de la piscina. Llevaba en brazos al bebé de Clara, pero sólo me habló cuando Miguelito ya estaba en el agua.
—Álvaro, niño, a ti te pasa algo —y su sonrisa se hizo más traviesa, casi maliciosa—. ¿Qué es?
—No lo sé —le contesté—. ¿Qué puede ser?
—Ya no me miras.
—Ahora mismo te estoy mirando, Lisette.
—Sí, pero no me miras como antes.
—Bueno… —y sonreí yo también—. Procuraré corregirme, entonces.
Aquel día era miércoles y el cumpleaños de uno de mis sobrinos. Por eso había ido a casa de mi madre y pensaba quedarme a dormir para ahorrarme la noche del sábado siguiente, pero el comentario de Lisette me divirtió y me afectó tanto al mismo tiempo que decidí cambiar de planes sin pensarlo mucho, y ya no encontré en ninguna parte fuerzas ni ganas para echarle un polvo a Mai antes de marcharme.
—¡Ay, qué mala suerte! Parezco imbécil, la verdad… —después de cantar cumpleaños feliz, me acerqué a ella con los ojos fijos en el móvil—. Me tengo que volver a Madrid, ¿sabes? Acabo de acordarme de que mañana, a las ocho y media, tengo una reunión del patronato del museo…
—¿En julio? —mi mujer me miró con menos asombro que ironía.
—Pues sí, en julio —pero yo contesté con mucho aplomo—. Se trata de planificar el próximo curso, precisamente.
—Bueno, pero puedes ir desde aquí —insistió, aceptando en apariencia mi argumento—. Se tarda mucho menos que desde casa, ¿no?
—Ya, pero la reunión es en la sede del banco —no la convencí y me di cuenta—. José Ignacio acaba de mandarme un mensaje para recordármelo…
Ella no me contestó con palabras. Afronté una mirada fría, la primera, y me dije que antes o después tendría que pasar. Por eso no intenté amparar mi despiste en el exceso de trabajo, ni en el nerviosismo que me inspiraba mi ficticia y rentabilísima oposición. A mí nunca se me olvidan las reuniones importantes y mi mujer lo sabía de sobra, llevaba casi diez años viviendo conmigo. No quiso añadir nada más y yo tampoco lo hice, pero me llevé al baño una medianoche de jamón y el teléfono para llamar a José Ignacio antes de salir, porque estaba seguro de que eso mismo era lo primero que iba a hacer Mai en cuanto me perdiera de vista.
—A mí déjame de rollos, Álvaro, por favor te lo pido —me dijo antes de que tuviera tiempo de explicárselo todo.
—Sólo esta vez, José Ignacio, te juro que va a ser sólo esta vez. Nunca te he pedido nada por el estilo, ya lo sabes, y esto es muy importante para mí, te lo digo en serio.
—No me gusta.
—Ya lo sé, pero no te estoy pidiendo que mientas, que te inventes una historia, ni siquiera que me defiendas… Tú sólo tienes que decir que sí. Eso es todo, un simple sí sin otras consecuencias, una pequeña respuesta para una pequeña pregunta, nada más. Y ni siquiera estoy seguro de que Mai vaya a llamarte, lo más seguro es que no lo haga…
Aceptó, a regañadientes pero aceptó, y al escucharlo sentí una explosión de júbilo absolutamente desproporcionada con el beneficio que acababa de obtener. La euforia, puntiaguda y eléctrica, galopaba bajo mi piel como los efectos de una droga potente y bienaventurada, tan potente y tan bienaventurada que al darme la vuelta para salir, me tropecé con mi cara en el espejo y vi la cara de un hombre más guapo, más joven, más listo, mejor que yo. No intenté explicarme aquel fenómeno, ni la súbita trascendencia de un encuentro que podría haber aplazado menos de veinticuatro horas sin correr ningún riesgo, sin verme obligado a pedir favores, sin forzar las sospechas de mi mujer. La necesidad no se deja explicar y yo necesitaba ver a Raquel, aunque aquel mismo día hubiera comido con ella, aunque nos hubiéramos ido a la cama después, aunque hubieran pasado sólo tres horas y cuarenta minutos desde que nos despedimos en la puerta de su casa. Necesitaba verla, hablar con ella, tenerla cerca, besarla, tocarla, acariciarla, contarle que se había cumplido la voluntad de sus ojos, que ya no sabía mirar a otras mujeres. Eso era lo que necesitaba, y no explicármelo.
Al salir del baño, cogí otra medianoche de jamón y me despedí de todos con un adiós general y de Mai con un beso lateral, casi esquinado, porque no quiso acercar la cara para recibirlo, ni devolvérmelo.
Lisette me acompañó hasta la puerta con una sonrisa zumbona que me recordó el origen de aquella crisis radical y diminuta, innecesaria, descomunal. Bajé un par de peldaños, me di la vuelta para mirarla, y aunque mis ojos ya no acusaron el puro placer de hacerlo, insistí un rato antes de preguntar.
—¿Mejor?
—No —y se echó a reír.
—Lo siento —levanté los brazos en el aire, las manos vacías, para disculpar mi falta.
—¡Ay, niño!
Seguía negando con la cabeza cuando entré en el coche. Pensaba llamar a Raquel para avisarla de mi cambio de planes antes de llegar a la autopista, pero José Ignacio se me adelantó.
—¿Cuánto tiempo hace que has salido? —no fui capaz de darle una respuesta precisa aunque todavía circulaba por la urbanización.
—No sé. Cuatro minutos, a lo mejor cinco, no estoy seguro…
—Bueno, pues Mai acaba de colgar.
—¿Sí? —me hice el asombrado—, ¿y qué tal?
—¿Que qué tal? —José Ignacio hablaba en un susurro para que su propia mujer no le oyera, pero podía distinguir sus nervios y el cabreo que los atizaba—. Pues mal, Álvaro, muy mal, ¿sabes? Porque le he mentido, he tenido que mentir y lo he hecho por ti, porque tú me lo has pedido, pero no me gusta nada, ¿me oyes? Nada, entre otras cosas porque miento fatal, así que escucha bien lo que te voy a decir, una y no más, como me vuelvas…
—No te preocupes, José Ignacio —le interrumpí—. No va a haber más veces.
En el silencio que se abrió a continuación, me di cuenta de que no sólo me había escuchado. También me había entendido.
—¿Te has ido de casa? —preguntó en un tono distinto, neutro, favorable más allá de su cautela.
—No, todavía no —le tranquilicé, antes de confesarle con una facilidad pasmosa algo que no creía haber decidido aún—. Pero me temo que del verano no pasa.
—Joder, Álvaro…
Me pidió que no hiciera tonterías, le aseguré que no iba a hacerlas, renuncié a recordarle que él se había casado tres veces y que su primera mujer le había dejado por otro, pero que a la segunda la abandonó él para irse a vivir con la tercera, le di las gracias y colgué.
—Vengo de casa de mi madre —Raquel me estaba esperando en la puerta, y resplandecía—, pero no he follado con nadie. Puedes olerme, si quieres.
—No —sonrió, me abrazó, apretó su cabeza contra mi pecho como una niña pequeña en busca de cobijo—. No me hace falta —entonces, sin soltarme, se enderezó, me miró—. Lo del olor es sólo una metáfora, Álvaro.
—¿Sí? Pues no es la única…
Cuando llegué, estaba comiendo helado de dulce de leche y bebiendo whisky con hielo. Pegan muy bien, me dijo, antes de ofrecerme ambas cosas. Las acepté, y mientras tanto y después, cuando se sentó a mi lado en el sofá, le conté quién era Lisette, lo que me había advertido Julio cuando la conoció, hasta qué punto había estado yo de acuerdo con él al verla, cómo me saludaba delante de mi madre, delante de Mai, y cuando estábamos solos, y hasta el único instante en el que habían llegado a encenderse las luces rojas, un día de verano de un par de años antes que podría haber acabado de cualquier manera si Clara no hubiera entrado en la cocina sin avisar mientras Lisette, atrapada entre la encimera y yo, su mano derecha encima de la mía sobre el pulsador de la batidora, la izquierda guiándome mientras vertía aceite en el vaso, me enseñaba a hacer mayonesa.
—¿Y aprendiste? —Raquel se reía.
—No, porque no es una buena profesora. Estaba demasiado pendiente de lo que pasaba a su espalda, o sea, de mí. Además, Clara llegó enseguida, así que la mayonesa se cortó y Lisette también.
—¿Y tú?
—Yo me alegré de que se cortara todo, pero sólo después. En aquel momento habría llegado hasta el final, la verdad.
—¿Ésa es la metáfora?
—No. Pero esta tarde, Lisette se me ha quejado de que ya no la miro como antes.
—¿En serio? —y sus ojos se abrieron mucho, de repente.
—Sí. Y eso que me lo he tomado como una especie de desafío, ¿sabes?, y al salir, cuando me ha acompañado hasta la puerta, la he mirado mucho rato y no a los ojos por cierto, pero ha vuelto a decirme que no, que ya no me sale. En fin, puedes sacar tus propias conclusiones…
No dijo nada, pero se volvió sobre el sofá, se sentó encima de mí, cogió mi cabeza con las manos, la apoyó en el respaldo y me besó muy despacio, con los ojos cerrados y mucho cuidado, tanta atención como si ese tiempo que me volvía loco la hubiera devuelto a la ternura delicada y crujiente de un melocotón de veinte años que aún madura en la rama de un árbol. Y entonces ocurrió. Entonces, de repente, recordé lo que ya sabía, comprendí lo que había aprendido, que nunca podría separarme de esa mujer, que nunca consentiría que volviera a haber un imbécil en su vida, que lo único que quería era hacerme viejo a su lado, ver su rostro al despertarme todas las mañanas, ver su rostro un instante antes de dormirme cada noche y morir antes que ella. Ya no pensé que tal vez fueran sólo palabras, frases hechas, sobadas, desprovistas de sentido por el uso, el abuso de los millones de hombres y de mujeres que las habían imaginado, que las habían dicho y las habían sentido antes que yo. Ya no pude pensar eso porque la reflexión es enemiga de la acción, y para mí se había acabado el momento de pensar.
—Tendremos que hacer algo, ¿no? —le dije cuando separó su boca de la mía, sus manos firmes todavía contra mis sienes—. No podemos seguir así toda la vida, Raquel.
Ella se apartó un poco para mirarme, cerró los ojos, volvió a abrirlos, sonrió.
—¿Me estás pidiendo que nos fuguemos juntos?
—Hombre —yo también sonreí—, tanto como fugarnos… A mí me gusta vivir en Madrid.
—A mí también.
—Pero me gustaría más si viviera contigo.
—Álvaro…
Ya está, me dije, ya está, mientras volvía a besarme y yo la besaba con una intensidad casi furiosa, ya está, ya lo he dicho, ya lo he hecho, y me abandoné a aquellos besos que eran dulces a pesar de su violencia, a una emoción que me picaba en los ojos y relucía en los suyos con un brillo parecido al de las lágrimas, y seguía pensando, diciéndome las mismas palabras, ya está.
Ya estaba. Todo lo demás me daba igual. Ni siquiera valoré la trivialidad del origen de aquella decisión que iba a poner mi vida boca abajo, porque lo único que yo quería, lo único que me importaba, era la explosión, el cataclismo. Necesitaba respirar el olor de la pólvora que haría posible que todo reventara, contemplar mi pasado saltando por los aires como el pellejo descascarillado y seco de una realidad muerta que ya no podía soportar las embestidas de su futuro, sentir en mi propia piel los mordiscos de una alegría que certificaba su irreversible, fosilizada inexistencia. Lo demás no contaba mientras Raquel siguiera besándome, mientras sus dedos me acariciaran, mientras sus brazos me rodearan con la determinación de fundir su cuerpo con el mío en uno solo. Lo demás no contaba, ni siquiera existía. Eso sentí, y todo era lógico, justo, suficiente para desplazar cualquier inquietud, cualquier temor, los cálculos mezquinos y constantes de los hombres que no eran como yo. Porque yo era, yo fui en aquel momento más yo que nunca en mi vida, y yo me atrevía a todo, y yo lo sabía todo, y yo podía con todo.
Pude con todo hasta que Raquel volvió a separar su boca de la mía para mirarme, y comprendí que sus ojos no tenían el brillo de las lágrimas sino un atisbo de lágrimas auténticas, muy lejos del júbilo intenso e incondicional que yo siempre había previsto al imaginar aquella escena.
—Di algo —le pedí, y ya me había dado cuenta de que aquello no iba bien.
—¿Qué quieres que diga?
—Dime que sí —y aquella respuesta le hizo sonreír.
—¿Te digo que te quiero, que quiero vivir contigo, que estoy enamorada de ti, que no soporto que vivas con otra mujer, que no soporto que folles con ella, que la toques siquiera, que te adoro, Álvaro, que nunca he querido a nadie como te quiero a ti, quieres que te diga eso?
—Por ejemplo —le acaricié la cara con los dedos y comprobé que, de momento, al menos no iba a llorar—. Me gusta mucho como suena.
—Pues te lo digo, porque todo eso es verdad, Álvaro. Eso y más, es la verdad más grande, la verdad más… verdadera que puedo decirte.
—Entonces ya está, ¿no?
—¿Qué?
—Vámonos a vivir juntos, Raquel, vámonos ya, cuando te den las vacaciones, vámonos juntos a donde tú quieras. Soy un rico heredero, ya lo sabes.
—Sí, pero…
—¿Sí pero qué?
—No sé, no es tan fácil —hizo una pausa y la miré, y comprendí que el pánico tenía la forma de su cara, sus ojos, su color, labios como los suyos, que eran los labios, y el color, y los ojos, y la cara de la felicidad—. Estoy muy desconcertada, porque… Nunca habíamos hablado del tema, ¿no?, y esta misma tarde hemos estado juntos, tú has estado aquí, y no me has dicho nada, y ahora, de repente, me sales con éstas…
—Bueno, pero es lo lógico, ¿no? —sabía que no me convenía nada perder la calma y estaba dispuesto a conservarla, pero en aquel momento empecé a desconfiar de mi propio discurso, aquellos argumentos graves y sencillos que ella no podía necesitar, que yo estaba seguro de que no necesitaba—. No habíamos hablado nunca de esto pero los dos lo sabíamos, ya somos muy mayores, Raquel, sabíamos que algo iba a tener que pasar alguna vez.
—Sí, pero no tan deprisa… No sé, sólo llevamos tres meses juntos, y yo creía…
—¿Qué?
—No sé… Que seguiríamos así, como ahora, mucho más tiempo.
—¿Como ahora cómo? —y me sorprendió el sonido de mi voz, que se había endurecido por su cuenta—. ¿Durmiendo juntos todas las noches, como ahora, o viéndonos por las tardes, como hace un mes, o quedando de vez en cuando, como al principio? ¿Cómo creías tú que íbamos a seguir? —no me había mirado mientras hablaba, no quiso contestarme y su pasividad me enfureció—. ¿O quieres otra cosa, Raquel? ¿Quieres que te ponga un piso y vaya a echarte un polvo los miércoles después de comer? Si es eso…
—¡No! —entonces por fin reaccionó, se abalanzó encima de mí, me taponó la boca con la mano, la retiró para besarme muchas veces mientras seguía hablando, gritando casi—, no, no, no es eso, yo no quiero eso, yo quiero vivir contigo, yo te quiero, Álvaro, te quiero, pero ahora no puedo hacer nada, todavía no… Necesito tiempo, más tiempo.
—¿Tiempo para qué? —la cogí por los hombros y la mantuve a distancia, su boca entreabierta frente a mi boca—. Yo soy el que se está jugando algo aquí, Raquel. Yo soy el que está casado, el que va a tener que arreglar las cosas, el que se va a chupar las broncas, y los abogados, y los problemas… Yo, no tú —no quiso replicar a eso y se quedó blanda, como desmadejada entre mis manos—. Yo sí que estoy desconcertado —también, y de repente, estaba muy cansado, y seguí hablando más para mí que para ella—. No te entiendo, no sé por qué… No sé, se supone que las mujeres sois las valientes.
—¡Ah!, ¿sí? —había aprovechado mi cansancio para volver a abrazarme, para volver a besarme, para pegar su cabeza a la mía—. ¿Y quién lo supone?
—No lo sé —sonreí, de pronto era todo tan ridículo—. Yo qué sé, las revistas femeninas, las series de televisión, el cine español, las escritoras que ganan el premio Planeta…
—Las mismas que dicen que los hombres casados nunca dejan a sus mujeres.
—Exacto —la miré, no me hagas esto, Raquel, pensé, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto?—. Esas mismas.
—Y se equivocan —me besaba, y sus besos eran venenosamente dulces—. Contigo se equivocan.
—No. Yo soy el que está equivocado. Y me he equivocado contigo.
—Eso no es verdad, Álvaro —y de repente hizo un puchero de niña pequeña—. Te juro que no es verdad.
—¿No? Pues entonces vámonos —y no sé de dónde saqué un último, póstumo gramo de convencimiento—. Vámonos de una vez, vámonos ya, Raquel, vámonos. ¿Por qué no? Es que no lo entiendo, para ti es muy fácil, yo ya no puedo más, pero ¿tú…? Tú no tienes que aguantar, no tienes que fingir, no tienes que irte un mes de vacaciones con quien no quieres, no tienes que darle explicaciones a nadie.
—Tengo que darte explicaciones a ti.
Se levantó despacio pero la huella de su peso permaneció sobre mis muslos entumecidos como un presentimiento, pensé, como una maldición. La vi andar por la habitación, salir por la puerta como si todo el cuerpo le doliera en cada paso, escuché el ruido que hace el hielo al chocar con las paredes de los vasos, y la vi entrar de nuevo, una imagen enfermiza de ella misma, pálida, descolorida, frágil, y me asusté de cómo la quería, de cuánto la quería ahora que ya no podía darle nada más, ahora que le había dado todo lo que tenía.
—Las estoy esperando, Raquel —le dije cuando se sentó en una butaca, delante de mí.
—¿Qué? —y ya se había bebido media copa de un trago.
—Tus explicaciones.
Antes de hablar lloró, estrenó un llanto manso, silencioso, de aspecto casi sedante, placentero, como el que ya había visto desprenderse una vez de sus ojos mientras andábamos juntos por la calle Carranza, pero aquella noche no hice nada para detenerlo. Aquella noche ya no sabía qué hacer.
—Yo te quiero, Álvaro, te lo digo en serio, y es verdad, no hay nada que sea más verdad que esto, te quiero demasiado, te quiero tanto que no podría soportar… que me odiaras, que me despreciaras, que te sintieras humillado o desgraciado por mi culpa, que esto acabara mal, no podría soportarlo y necesito tiempo, por eso necesito tiempo, tiempo para pensar… —no terminó la frase pero me miró casi con miedo, como si presintiera el formidable estallido que iban a provocar las palabras que se había negado a repetir desde que aprendió, y yo con ella, que la Tierra giraba justo debajo de nuestros pies—. Yo era la amante de tu padre, Álvaro.
—¡Deja en paz a mi padre, Raquel! —y estaba tan furioso que me levanté para seguir chillando de pie—. Mi padre está muerto, ¿me oyes?, muerto y enterrado. ¡Mi padre está muerto, muerto, y yo estoy vivo! Yo estoy aquí, y mi padre me importa tres cojones, ¿te enteras?, mi padre y lo que mi padre y tú hicierais con ese consolador de goma que encontré en un cajón, mientras veíais todas esas películas pornográficas que teníais tan ordenaditas, no me importa…
Ella no dijo nada, no habló, no se movió, y yo me sentí tan solo, tan desamparado de repente, que empecé a desconocerme, y sin embargo aún fui capaz de advertirme que no debería seguir, que sería mejor que me callara. Me lo advertí pero no quise escucharlo, porque ella no decía nada, no hablaba, ya ni siquiera me miraba, y no podía estar haciéndome lo que me estaba haciendo, no podía. Yo no me lo merecía, porque la quería tanto, tanto, que le había dado todo lo que tenía y ella lo había rechazado, me había dejado tan solo, tan desamparado, que no resistí la tentación de compadecerme de mí mismo. Habría querido preguntarle para qué me había sacado de mi pobreza, aquella apacible llanura de tierras cultivadas que era mi vida y no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia, por qué me había llevado hasta tan arriba sólo para dejarme caer. Me habría gustado hacerle esa pregunta, pero no me lo podía permitir. No podía reprocharle su crueldad sin humillarme, y por eso, y porque estaba probando el sabor de la cólera, dije lo que no debería haber dicho nunca, lo que nunca había querido pensar, lo que no me había atrevido a escuchar ni siquiera de mí mismo.
—¿O quieres que sea sincero de verdad? ¿Quieres que juegue yo también al juego de las verdades verdaderas? Pues te voy a decir una cosa, Raquel, y que no se te olvide. Sí que me importa que te acostaras con mi padre, y no sólo me importa, sino que me jode. ¡Me jode de la hostia que hayas sido capaz de follar con un viejo podrido de millones en una bañera rodeada de velitas encendidas! Me jode, ¿me oyes?, ¡me jode! Me da asco, y vergüenza, me da vergüenza ese ático tan caro y tan hortera, me dais asco mi padre, tú y vuestro consolador en esa cama, es patético, Raquel, es horrible, es la hostia de horrible, es lo peor… ¿Qué te crees, que soy tonto? Pues eso también es verdad, soy tonto. Soy gilipollas perdido, porque me he enamorado de ti, Raquel, me he enamorado de ti y he decidido comerme eso, comérmelo todo, para que tú vengas ahora a tocarme los cojones…
Sólo cuando terminé de gritar, pude volver a pensar. Ya está, eso fue lo que pensé, ya está, ya se ha acabado. Ya he conseguido oler a pólvora, ya he visto cómo revienta todo, ya me lo he cargado yo solo y ni siquiera puedo echarle a ella la culpa.
Raquel no me miró, no dijo nada. Se había ido encogiendo poco a poco, doblándose sobre sí misma mientras yo chillaba, mientras le gritaba como el energúmeno que no había sido jamás, nunca hasta aquella noche, y la había visto hundirse, taparse la cara con las manos, venirse abajo con cada chillido hasta convertirse en el ovillo tembloroso que se agitaba encima del sillón. Entonces yo también empecé a temblar. Temblaba de ira, y de pena, y de orgullo, y de despecho, y de vergüenza, de desconcierto y de amor, también de amor.
—Lo siento, Raquel, perdóname —esperé durante unos segundos una respuesta que no se produjo e insistí antes de empezar a andar hacia la puerta—. Lo siento muchísimo, Raquel, perdóname, de verdad. No debería haberte gritado, no tendría que haberte dicho eso. Yo no soy así, yo… No sé lo que me ha pasado pero lo siento mucho, muchísimo, te juro que lo siento. Perdóname.
Cuando salí del salón, estaba seguro de que todo había terminado, pero ella se levantó de pronto, pasó corriendo a mi lado y se apoyó en la puerta con las piernas separadas, los brazos abiertos como una crucificada.
—No te vayas, Álvaro, por favor —ahora por fin me miraba, y lloraba, suplicaba como una mujer desahuciada, desesperada, desorientada en su propio dolor—, por favor, por favor, no te vayas… Perdóname tú a mí, perdóname, perdóname —y se tiró contra mí, no se adelantó, no avanzó, no se acercó, sino que se tiró contra mí, se estrelló contra mi cuerpo y se colgó de él con tanta fuerza que, si hubiera estado en condiciones de percibirlo, me habría hecho daño—. No te vayas, Álvaro, por favor, no te vayas así. Perdóname, perdóname tú a mí y no te vayas… No te vayas, no te vayas, por favor, por favor, no te vayas…
Fue aflojando la presión poco a poco sin dejar de repetir aquella letanía mansa y frenética en la que parecía encontrar un débil consuelo, hasta que sus manos me abandonaron del todo. Entonces levantó la vista y me miró, y yo la miré, pero no fui capaz de hacer nada, de decir nada, como si se me hubiera contagiado de golpe la misma parálisis que antes la había mantenido a ella inmóvil y encogida en el sillón. Estaba atónito, aturdido por el asombro, estremecido por la pasión de aquella mujer a la que yo amaba como a ninguna antes, y que me había rechazado como ninguna antes, para arrastrarse después ante mí como ninguna antes.
Estaba estremecido, aturdido, atónito, pero también había vuelto a estar vivo y Raquel no se estaba dando cuenta. Por eso volvió a cogerme de las mangas, esta vez con suavidad, casi con miedo, sólo para dejarse caer hasta el suelo y quedarse allí sentada. Yo la miré un instante desde arriba antes de levantarla, y abrazarla con todas mis fuerzas, y besarla muchas veces, y decirle que la quería, que la quería, que la quería.
El número que usted ha marcado no existe.
Vamos a ver, señorita… La primera vez que escuché aquel mensaje, me acordé de Fernando Cisneros y la más sorprendente, furibunda, de sus exhibiciones de empecinamiento, no, no, señorita, si ya lo sé, ya sé que eso no lo dice usted, que es una voz grabada… Estábamos en el bar de la facultad una mañana cualquiera, se había equivocado al marcar y volvió a equivocarse a propósito. Pero, bueno, dijo de pronto, esto es intolerable, y buscó un interlocutor vivo a través de todos los números de información gratuita de Telefónica hasta que dio con una pobre chica que jamás debía de haberse visto en otra. Claro que es importante, señorita, claro que es importante, porque yo le aseguro a usted que ese número existe, existe desde el principio de los tiempos, desde el primer instante del conocimiento humano… José Ignacio me miró, se llevó el dedo índice de la mano derecha a la sien, lo retorció varias veces y los dos nos echamos a reír, pero yo reaccioné antes. Déjalo ya, Fernando, le pedí, pero si me escuchó, no me hizo caso. ¿Cómo que es una forma de hablar?, pues no, señorita, por supuesto que no me conformo con eso, y no me diga que no me entiende porque es muy sencillo, verá usted, se lo voy a explicar, el nueve es la unidad y existe, el uno es la decena y existe, el seis es la centena y existe, el siete es la unidad de millar y existe, el dos es la decena de millar y… Se calló de repente, apartó el teléfono de su oreja y nos dirigió una mirada cargada de un desamparo menos sincero que cómico. Me ha colgado, musitó. No me extraña, comentó José Ignacio, y eso le enfureció todavía más, ¿cómo que no te extraña? Luego me miró a mí, nos señaló a los dos con el dedo y nos englobó en un círculo imaginario, pero, bueno, no me digáis que os da lo mismo. ¿Qué pasa, que ahora va a resultar que aquí el único apóstol de la divulgación soy yo?
El número que usted ha marcado no existe.
La primera vez que escuché aquel mensaje, yo también creí que me había equivocado de número, pero no perseveré a propósito para acrecentar conscientemente mis niveles de escándalo, como había hecho Fernando. Me limité a buscar el nombre de Raquel en la agenda, me aseguré de haberlo seleccionado, y pulsé el botón verde. No solía recurrir a ese procedimiento porque me gustaba marcar aquella combinación de nueve cifras una por una, pero no quería arriesgarme a escuchar otra vez que aquel número había dejado de existir. Sin embargo, eso fue lo único que conseguí, una vez, y otra, y otra más.
Aquel día había amanecido más feo que nublado, y antes de mediodía empezó a chispear. Miguelito estaba nervioso, de mal humor, como si no pudiera acostumbrarse a que los días de playa se echaran a perder antes de empezar, en aquel pueblo del norte donde habían sucedido todos los veranos de su vida. A Mai le gustaba veranear en Comillas, la familia de su madre era de allí, y aceptaba sin reproches, casi con placer, la apabullante gama de grises del cielo del Cantábrico, pero yo no le veía la gracia a aquel clima. Por eso, y aunque apreciaba la compañía de Fernando Cisneros, menos crítico que yo con las tradiciones veraniegas de la familia política que compartíamos, no me había decidido aún a invertir nuestros ahorros en ninguna de las casas que Mai buscaba, agosto tras agosto, sin cansarse, y seguíamos alquilando cada verano una especie de apartamento independiente, no muy grande pero tampoco demasiado pequeño, en la segunda planta de un caserón que pertenecía a unos tíos de mi mujer.
Comillas había sido el principal conflicto de mi matrimonio cuando mi matrimonio no representaba un conflicto para mí. La extinción de la segunda de estas premisas disolvió pacíficamente la primera, porque Mai ni siquiera mencionó el tema de sus prospecciones inmobiliarias cuando salimos de Madrid. Hicimos el viaje en silencio, Miguelito dormido, ella callada, ocupándose sólo de alimentar el equipo de música del coche con un disco compacto tras otro, y yo ausente, absorto en el número y la profundidad de mis heridas, el estado impreciso, a medio camino entre la enfermedad y la convalecencia, al que me había arrojado la indeterminada, pavorosa reserva de Raquel. Pero la concentración que me exigía el desaliento no bastaba para borrar lo evidente, y Mai, que había permanecido tan ajena a las convulsiones que habían accidentado mi vida durante los últimos meses, se había convertido ya en una evidencia, y grave.
Todo ha salido mal, eso fue lo que pensé mientras conducía hacia el norte. Todo había salido mal, y ni siquiera sabía lo que llegaría a significar esa frase cuando todo saliera mal de verdad. También pensaba que debería haberme quedado en Madrid, y había estado a punto de hacerlo, pero en el último momento, mi hijo tiró de mí.
Ya no estaba seguro de nada excepto de que, cambiara en el sentido en que cambiara, mi vida no volvería a ser como antes, y de que Miguel sería el único elemento constante en el paisaje que sobreviviera a la quiebra de la antigua llanura donde apenas podía reconocerme. Había imaginado muchas veces ciertas escenas, despachos, borradores, documentos, estilográficas, desconocidos yendo y viniendo por un pasillo como sombras ausentes de sus propios personajes, palabras de ánimo, miradas heladoras, silencio. Lo había imaginado y había hecho algo más, me lo había anunciado, me lo había advertido, me había preparado para vivirlo y lo había asumido con naturalidad, casi con alegría, porque al otro lado de aquel túnel de paredes sombrías, más allá de los ecos profundos del estupor y los resentimientos, estaba la luz, Raquel, el amor de mi vida. Yo era un buen chico, siempre había sido un buen chico, un buen hijo, un buen marido, un buen ciudadano, pero estaba dispuesto a desprenderme de todas esas medallas, a convertirme en el tema de conversación de la temporada, a dejarme encajar en un molde canallesco que no me correspondía, a firmar mi propia ruina económica y a hacerlo con entusiasmo, porque me había enamorado de una mujer que me amaba y eso me hacía valiente, un hombre limpio, puro, bueno, inocente. Por eso, porque ya me había contado a mí mismo cómo iba a ser el resto de mi vida, porque me había preparado para vivirlo en lo malo y en lo mejor, me dolió tanto la deserción de Raquel, aquella reacción confusa, equívoca, que en su momento parecía espontánea, impremeditada en su ausencia de lógica, y que sin embargo proyectaba en la distancia cierta coherencia, una estructura potente, ordenada, que mi pensamiento adicto a la predecibilidad percibía mejor en cada kilómetro que lo alejaba de la ciudad que, tal vez, nunca debería haber abandonado.
En cualquier caso, cuando afronté el dilema de las vacaciones, tenía esperanzas y escogí a Miguelito. Si tenía que abandonar el hogar conyugal, no lo haría antes de tiempo para cargar de razones al abogado enemigo. No tuve que pensar que lucharía por mi hijo, pero recuerdo que eso sí lo pensé, que formulé con exactitud aquella expresión, abogado enemigo, y un instante después me sentí fatal, un hombre malo, ruin, cínico, traidor. Traidor yo, que me iba de vacaciones con el enemigo, yo, que estaba dispuesto a fingir, a encubrirme, a hacer cualquier cosa con tal de tener en paz la fiesta de mi traición, yo, traidor a la fuerza por haber sido traicionado.
—No es que no comprenda que tú lo tienes peor que yo —Raquel volvió a remover sus dudas y mis certezas en la taza del desayuno, después de una noche grandiosa y terrible, de una intensidad cruel, dolorosa, magnánima—, lo comprendo, Álvaro, y tienes razón, eso es lo peor, que tienes razón en todo lo que dices, pero yo soy como soy, y eso no puedo arreglarlo, no puedo hacer nada… Yo sé que no me explico bien, y que es difícil entenderme, no me estás entendiendo, lo sé, y lo comprendo, pero necesito tiempo. Ya te dije que a veces no llevo esto nada bien, te lo dije, ¿te acuerdas? —asentí, me acordaba—, y sin embargo… ¡Cómo es la vida!, ¿no? Qué rara, qué raro es todo. Porque si yo he metido la pata alguna vez, pero de verdad, hasta el fondo, a conciencia, fue con tu padre. Si estoy arrepentida de algo en esta vida, es de eso. Pero si no lo hubiera hecho, nunca te habría conocido, no habría podido enamorarme de ti, Álvaro.
—¿Y qué hago yo, Raquel? —la miré y comprendí que mi fuerza, mi decisión de la noche anterior, me había abandonado de golpe y ahora, desarmado de la cólera que la alimentaba, yo, que sólo unas horas antes aspiraba a una entrega total y sin condiciones, me había vuelto tan frágil que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquier mínima parte de la vida de la mujer que desayunaba frente a mí, con tal de no perderla—. ¿Qué quieres que haga yo?
—Esperar —cerró los ojos, y los mantuvo cerrados mientras hablaba—. Esperar a que yo encuentre… Tiene que haber alguna manera de arreglar esto, y tengo que encontrarla, tengo que pensar…
—¿Qué? —la cogí de las manos, las apreté, tiré de ellas y conseguí que volviera a abrir los ojos—. ¿Qué es lo que tienes que arreglar?
—Tú lo dijiste anoche, ¿no?, dijiste que te daba asco y vergüenza pensar en mí con tu padre, y yo lo sabía, lo sabía. Eso también te lo dije aquella noche, cuando me contaste la historia de tu abuela, te pregunté qué pensabas de mí, y tú me dijiste que lo mejor, pero anoche ya no pensabas lo mejor de mí, Álvaro, y…
—Vale —posé sus manos sobre la mesa, las estiré y las acaricié despacio—. Vale, tú quieres que espere y yo esperaré, está bien, no quiero volver a hablar de eso. No estoy muy orgulloso de…
—¿De haber dicho la verdad? —y una chispa de ironía iluminó por un instante el oscuro temblor de sus ojos.
—No es la verdad, Raquel.
—Sí que lo es —y llegó a sonreír.
—No —pero yo estaba serio—. Es verdad, sí, pero no es la verdad. La verdad es que te quiero. Y en esa verdad, que es la única que importa, entras tú con todo lo que llevas a cuestas, con todo tu pasado, con todos tus aciertos, con todos tus errores, con todos tus amantes. Y yo no soy mejor que tú. Yo también tengo muchas cosas de las que avergonzarme. De lo que dije anoche, por ejemplo.
Muy bien, Alvarito, acabas de quedar como un señor, pensé mientras Raquel tomaba mis manos, y las besaba, primero una y luego otra, en la palma y en el dorso, muchas veces.
Acababa de quedar como un señor y me estaba dando cuenta, pero esa ironía no era amable, luminosa, como la que brillaba en los ojos de Raquel cuando era dura consigo misma, sino ácida, corrosiva, tan feroz que su simple proximidad bastaba para destrozar el silogismo de mi futuro, amo a una mujer que me ama y eso me hace valiente, limpio, puro, bueno, inocente. Amo a una mujer que me ama y que quizás no me mienta, pero tampoco me dice la verdad, y eso no es lo peor. Lo peor es que yo no me atrevo a preguntársela.
Eso fue lo que quedó flotando después de aquella conversación tranquila y soleada en la que, al menos, Raquel consiguió no llorar y yo no gritar, no insultarla. Quedamos como dos señores, y así, conscientes por igual de la enguantada, vulnerable delicadeza de nuestros gestos, nos despedimos nueve días después sin fijar una fecha concreta para ningún reencuentro. Ella se iba a Málaga, a pasar dos semanas en la playa con sus abuelas. Son amigas desde que eran jóvenes, me explicó, se llevan muy bien, y ahora que las dos están viudas, la de Madrid se va a casa de la malagueña a pasar el verano. Voy a verlas siempre, todos los años, me gusta mucho estar con ellas, porque me cuidan, me miman como si siguiera siendo una niña pequeña, y yo las saco por ahí, las llevo en coche a un lado y a otro, y las invito a cenar en restaurantes chinos. Les encantan los restaurantes chinos, ¿sabes?, es curioso. Yo creo que ninguno de mis dos abuelos llegó a pisarlos en su vida, pero a ellas les gusta mucho la comida, se ponen moradas de arroz, y de rollitos, parece mentira…
Yo la escuchaba hablar, contar esa película tierna y sonrosada, adulta, pero apta sin duda para todos los públicos, y veía a Raquel más joven, más rubia, con los ojos repentinamente azules y cara de torta, un flequillo desordenado y gracioso que ella misma se recortaba con las tijeras de las uñas, como esas actrices que anuncian compresas en la televisión. Qué mona, me decía, qué graciosa, qué juvenil, qué espontánea, y sonreía, y no le contaba mi plan para las vacaciones, nada que ver con la romántica comedia femenina cuyo argumento acababa de escuchar, una película más bien siniestra, casona de piedra frente a una playa arisca, cielo nublado, un niño que juega entre las sombras con un muñeco de Spiderman, una esposa dolida y angustiada que no se merece lo que le está pasando y un psicópata atrapado en la espesura de su propio silencio, yo. Eso era lo que me esperaba, ése era el papel que iba a interpretar, el papel que acataba en silencio, con una sonrisa mansa de idiota, mientras quedaba como un señor porque ésa era la manera más elegante de no llegar a ninguna parte.
Nada de lo que me estaba pasando tenía sentido. No tenía sentido la frivolidad de Raquel, su ligereza, aquella reacción absurda, tanta aparente despreocupación a uno y otro lado de las lágrimas, y sin embargo, en el instante en que empecé a alejarme de ella, empecé a vislumbrar cierta lógica oculta, una estructura coherente, predecible, en su actitud.
—Estás con otra mujer, ¿verdad, Álvaro? —me preguntó Mai la primera noche que pasamos en la playa, y me hice el dormido.
Dediqué mucho tiempo a atrapar ese hilo dudoso, escurridizo, transparente, que resbalaba entre mis dedos sin indicar ninguna dirección, y sin embargo estaba allí, tentándome, aportando un dato insuficiente para resolver un problema de magnitudes engañosas.
—Dime si estás con otra mujer, Álvaro. Por favor, dímelo, necesito saberlo.
Mai volvió a la carga dos noches después, y le contesté que sí, que yo no lo había buscado, que no había ido detrás de ella ni de ninguna otra, pero que había pasado, y que sí, que era verdad. No puedo decir que aquella confesión no me afectara, que no me sintiera mal antes y después de hacerla, pero la verdad es que no pensé mucho en ella. Necesitaba todo mi tiempo para analizar los argumentos de Raquel, los puntos suspensivos que jalonaban aquella sucesión de frases inconexas, repletas de sobrentendidos que arrancaban de un punto situado mucho más allá de mi capacidad de entendimiento.
—¿Y es una historia importante? —Mai dejó pasar otro par de días antes de insistir—. Dímelo, Álvaro, ¿es algo pasajero, o…?
—Para mí es muy importante —le contesté—. Para ella, no lo sé.
Aquel verano tuve mucho tiempo libre, tardes enteras en las que fingía trabajar con el portátil encendido delante de una ventana, sin hacer otra cosa que jugar al solitario, navegar por la red sin rumbo fijo, y recordar a Raquel.
—¿Y qué piensas hacer? —no tardé mucho tiempo en descubrir que a mi mujer no le había gustado mi última respuesta—. ¿Seguir conmigo mientras ella se decide, eso es lo que piensas hacer?
—No, Mai, no es eso —le aguanté la mirada y no levanté la voz—. Pero si tú quieres, me voy mañana mismo.
Me pidió que me quedara y me quedé, y seguí pensando a solas en Raquel mientras ella se dedicaba a hablar de mí con sus hermanas, con sus primas, con sus amigas, una pequeña multitud de mujeres con sus correspondientes hombres al lado, que me miraban raro, y me miraban mal, en las preceptivas cenas de aquel verano.
—No tendrías que haber venido —me dijo Fernando unos pocos días después de alegrarse mucho de verme—. Te van a despedazar, Alvarito.
—Ya me han despedazado —le conté lo que había pasado, y él, Elena Galván siempre a la cabeza de sus reflejos automáticos, lo recibió aún peor que yo.
—No lo entiendo —me dijo—, no tiene sentido. Nosotros somos seres históricos, adscritos a una época concreta, ¿no? Pertenecemos a una sociedad determinada, con sus normas axiomáticas, fundadas en la repetición de los acontecimientos y…
—Vale, Fernando —levanté una mano en el aire para pedir una tregua—. Vale, la teoría me la sé.
—¡Pero es que no es sólo la teoría, coño, es que es también la práctica! —se frotó la cara con las manos, se tiró de la barba, dio un pisotón en el suelo, me cogió por los hombros, me miró—. Vamos a ver, Álvaro, mira a tu alrededor y piensa un poco, anda… Una tía divorciada, con trabajo, sin hijos, sin problemas, que se lía con un hombre casado, sin más problemas que estar casado, y dispuesto a dejarlo todo para irse con ella… ¡Tendría que estar dando saltos mortales de alegría, joder!
—Pues sí —admití—. Tendría, pero no los da.
También dediqué mucho tiempo a hablar con Fernando, pero sus intervenciones me lastraban más de lo que me estimulaban. Pensaba mejor solo, y sin embargo, y aunque a medida que pasaban las tardes del peor agosto de mi vida, fui acercándome cada vez más a una particular formulación de lo incomprensible, cuando fui capaz de comprender, ya era tarde.
Adios, Alvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
El 19 de agosto encendí el móvil a media tarde para encontrarme con el silbidito de los SMS y aquel mensaje. Me había mandado otros, no muchos, algunos tontos, otros más elocuentes, buenos días, buenas noches, te quiero, estoy en la playa y me acuerdo de ti, estoy comiendo chop-suey de ternera y pienso en ti, te echo de menos, ¿qué, llueve mucho por ahí? Cuando recibí aquél, el último, hacía casi dos semanas que no hablaba con ella. Su móvil siempre estaba apagado, y yo seguro de que lo encendía sólo para enviarme aquellas palabras contadas que caían como gotas de agua fresca en la lengua de un hombre perdido en el desierto, para provocar más sed de la que saciaban. Hasta que recibí un adiós mutilado de su acento, como mi nombre, y dos te quiero, uno corriente, el otro mayúsculo, y aquella abreviatura que compartía con uno de los grandes dioses de todos los tiempos y que por eso a mí, sumo sacerdote de su culto, no me gustaba usar para llamarla.
Adios, Alvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
La primera vez que lo leí, me dejé engañar por aquellas mayúsculas y por mi propio miedo, un pánico que tenía su cara, y sus ojos, su color y sus labios. La primera vez que lo leí, no lo entendí, como no entendía nada de lo que me ocurría desde que Raquel Fernández Perea pasó por mi vida como pasa la suerte, como pasa la muerte, como pasa el azar que cambia de una vez y para siempre el destino de los seres vivos. Mi propio teléfono me ayudó a interpretar correctamente aquel mensaje. El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Una vez, y otra, y otra, y otra más.
Adios, Alvaro, te quiero. TE QUIERO, Ra.
Así amaneció el día siguiente, más feo que nublado, y antes de mediodía empezó a chispear. El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento. Miguelito estaba nervioso, de mal humor, como si no estuviera acostumbrado a que los días de playa se echaran a perder antes de empezar en aquella ciudad del norte donde habían sucedido todos los veranos de su vida, y por eso, y porque ya no podía más, le propuse ir hasta el puerto, a echarle de comer a los peces. Mai no estaba en casa. Se había ido un rato antes sin decirme adónde y no se había despedido de mí. Ya no era un despiste, sino una costumbre.
—Ven, anda, que no quiero que te resfríes —mi hijo, insólitamente dócil, no rechistó mientras le ponía su chubasquero amarillo de pescador y se lo abrochaba hasta arriba—. Mañana igual hace bueno, ya sabes…
Luego estuvo un momento callado, mirándome a los ojos con una fijeza casi de adulto, antes de hacerme la última pregunta a la que hubiera querido responder esa mañana.
—¿Tú sabes por qué llora mamá?
—Mamá no llora —le puse el gorro sin pensar en lo que decía.
—Sí que llora —insistió él—. Yo la veo. ¿Por qué llora, papá?
—No lo sé —le abracé, le besé en la cara, me puse en cuclillas para estar a su altura—. Estará triste. A veces uno está triste, ya lo sabes.
—Sí —y frunció el ceño para mirarme—. ¿Tú también vas a llorar?
—No. Yo no.
Dos minutos más tarde, se reía como un loco mientras echábamos una carrera que ganaría él, como todas. Luego, en el puerto, estuvimos un buen rato alimentando a los peces con el pan duro que había en casa y el que fuimos cosechando en un par de restaurantes donde nos conocían, y me encontré pensando que ésa aún era mi vida, y era una vida buena, tranquila, amable, risueña como las carcajadas con las que mi hijo celebraba la gula de los peces, que le seguían en manada mientras se desplazaba por el muelle, a un lado y a otro, con un trozo de pan duro entre los dedos. Entonces pensé en Mai, la recordé tal y como era cuando la conocí, cuando no lloraba, cuando la quería como habría podido seguir queriéndola toda la vida si mi padre no se hubiera muerto, si Raquel no hubiera ido a su entierro, si mi madre no se hubiera empeñado en que fuera yo, entre todos sus hijos, quien se entrevistara con un desconocido asesor de inversiones. Pero todo eso había pasado, todo se había perdido. Y entonces, como si presintiera que aún quedaba un peldaño, un paso en falso que debería dar antes de precipitarme en el vacío, encendí el teléfono y llamé a Raquel.
El número al que usted llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, calculé, pero me equivoqué, y por eso renuncié a volver a marcar sus nueve cifras una por una, y busqué su nombre en la agenda, me aseguré de seleccionarlo correctamente, pulsé el botón verde, y escuché por segunda, por tercera, por cuarta vez un mensaje distinto.
El número al que usted llama no existe.
El número al que usted llama no existe.
El número al que usted llama no existe.
Después, marqué otros números, el fijo de su casa, que tenía el contestador desconectado, el de su oficina, al que no contestaba nadie, y el de la centralita del banco, donde, tras media docena de intentos, alguien me informó de que no tenían por costumbre informar a los desconocidos acerca de la situación laboral de sus empleados.
Lo de Telefónica fue peor. Sí, aquella abonada había dado de baja aquel número, no, no me podía decir si había dado de alta otro número distinto, sí, aquella información era confidencial sin excepciones, no, no tenía el menor interés en saber quién era yo, sí, ya suponía que tenía mucho interés en ponerme en contacto con esa señora, pero si insistía en seguir acosándola, no le iba a quedar más remedio que llamar a la policía. No es usted el primero, concluyó ella, ya he conocido a otros maridos por el estilo. Váyase a la mierda, concluí yo por mi parte, y me colgó.
—Me habías dicho que no ibas a llorar…
Miguelito me miraba con los ojos brillantes, los labios contraídos en una mueca triste y temblorosa.
—Y no voy a llorar. No lloro casi nunca, ya lo sabes.
—Ahora estás llorando, papá.
—No —y sonreí para demostrárselo—. Es el viento, que me hace llorar, yo no. ¿Se te ha acabado el pan?
—Sí. Y tengo frío.
—Vámonos.
Mientras volvíamos a casa, ahora andando, volví a escuchar aquel mensaje, el número que usted ha marcado no existe, y me prometí que era la última vez, pero ni siquiera yo podía creer en mis promesas. A cambio, comprendí que ésa era la lógica oculta, la estructura escondida, el secreto propósito que daba coherencia y sentido a lo incomprensible.
Raquel necesitaba tiempo para desaparecer, para escapar, para huir de mí. Quería desaparecer, había desaparecido, y al otro lado de todos los puntos suspensivos, no quedaba más que un hombre solo, un hombre enamorado, destrozado, yo.
Aquella certeza me produjo una sensación también física de malestar intenso, fría y caliente a la vez, puntiaguda y profunda como la fiebre. El futuro se había partido por la mitad para dejarme solo, y a este lado sólo quedaba yo, a solas con mi hijo, un niño de cuatro años que daba un salto en una baldosa sí, y en otra no, mientras lo llevaba de la mano por la calle. Al principio, no fui capaz de pensar en nada más. Luego se me ocurrió que para un hombre destrozado, enamorado y solo, la única solución, la única salvación posible era arrancarse todos los adjetivos de un tirón.
Más allá del océano de la soledad, el desprecio se perfilaba como un horizonte casi presentido, porque alentaba detrás del asco, de la vergüenza. Después de alcanzar esa conclusión, me di cuenta de que no lo tenía tan difícil. Bastaría con perseverar en aquellas imágenes detestables, un jacuzzi tan grande como una piscina, un dormitorio de forma absidal, dos docenas de velas, el mismo número de películas muy bien ordenadas en un carro metálico y aquel consolador de goma morada que había encontrado en un cajón. El procedimiento consistía en proyectar sin descanso en mi memoria las imágenes que había conseguido eliminar de ella durante meses, y en hacerlo con la misma meticulosa disciplina. Ésos eran los datos del problema, una operación sencilla, restar donde antes había sumado, dividir por las mismas cifras que hasta entonces sólo había usado para multiplicar. La solución era costosa, pero merecía la pena, porque si lograba despreciar a Raquel, quizás podría llegar a odiarla, y odiarla tanto como la había amado, con la misma intensidad, la misma entrega, el mismo fervor sin límites ni condiciones. Eso no me devolvería la vida, pero sí la serenidad, y no podía ser muy complicado, porque aunque ninguna otra mujer me había hecho tanto bien, ninguna me había hecho tanto daño.
Estaba seguro de que eso, invertir la palanca de la pasión, era lo único que podría salvarme, y lo intenté. Empeñé en aquella tarea cada minúsculo pedazo de mí que conservaba, retrocedí a ciegas por el camino de la luz, renegué de mi cuerpo, maldije la alegría, deserté del vértigo. Me esforcé en analizar con mucho cuidado todos los elementos de aquel problema pero, una vez más, fui incapaz de resolverlo.
Intenté despreciar a Raquel Fernández Perea con todo lo que tenía, con lo que me quedaba, lo poco que no se había llevado consigo, y no me moví ni un milímetro del sitio. No me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto? Me convencí de que tenía que despreciarla para poder llegar a odiarla, y sus ojos nunca brillaron como entonces, su piel nunca fue más suave, más perfecta, su cuerpo tan grande ni yo tan pequeño, un hombrecillo insignificante, perdido sin mapa y sin brújula en la inmensidad de un planeta que de pronto se había parado, y que ya no quiso volver a girar sobre sí mismo.