El 12 de septiembre de 1949 el cielo se oscureció sin avisar, a media tarde. Cuando estalló el primer trueno, Julio Carrión González estaba apoyado en uno de los pilares de granito que sustentaban el porche de la Casa Rosa, la más bonita de su pueblo, contemplando los esfuerzos de un taxista que no atinaba a asegurar bien todos los bultos que había ido amontonando sobre la baca del techo. El segundo trueno apenas precedió a la lluvia en unos segundos y persuadió a aquel hombre de la conveniencia de abandonar sus mejores propósitos.

—Lo siento, señora, pero esto van a tener que llevarlo ustedes encima.

Mariana Fernández Viu no le contestó. Ni siquiera se fijó en la maleta que puso delante de sus pies. Tiesa, rígida, como muerta, miraba a su enemigo y apretaba el bolso entre las manos como si fuera su último asidero, el clavo que la mantenía a salvo, apenas unos milímetros por encima del abismo. Pero ni en aquel bolso ni en ninguna otra parte existía nada que pudiera salvarla. Julio lo sabía, y por eso sostenía el odio de aquella mirada con una paciencia templada, risueña. Había visto un odio mucho más intenso en unos ojos mucho más hermosos. Húndela, machácala, destrózala, y cuando termines con ella, dile que vas de mi parte. Esto es lo que querías, ¿no, Palomita?, pensó mientras encendía un cigarrillo y expulsaba el humo muy despacio sólo para exasperar a su víctima, no dirás que no cumplo mis promesas….

—¡Señora, por favor, muévase, que nos vamos a empapar!

El taxista se atrevió a ponerle una mano en el hombro cuando el agua caía ya con tanta fuerza que desdibujaba los contornos de la escena que Julio contemplaba. Entonces, por fin, Mariana bajó la cabeza y accedió a entrar en el coche. Un instante después, el motor se puso en marcha para que el hombre que fumaba en el porche con el gesto impasible de un testigo casual, celebrara su estrépito como un soldado celebra los compases de un himno, el símbolo de la causa por la que ha luchado, por la que acaba de obtener la victoria definitiva. Aquel hombre había llegado al final de su camino. Había sido un trayecto largo y tortuoso, peligroso, accidentado y nada fácil, pero todo eso ya daba lo mismo, porque ahí estaba él, hijo de un pastor alcoholizado y de una presa política que había muerto en la cárcel, Julio Carrión González, rico, y hecho un señor.

—Eso es robar, Julio —Eugenio le había mirado a los ojos con un destello póstumo de su antiguo y purísimo candor—. Aunque haya una ley, aunque sea legal, aunque lo haga todo el mundo. Eso es robar. Y por ahí no paso.

Eugenio Sánchez Delgado fue la primera persona a la que Julio buscó al volver a Madrid, en abril de 1947. Antes, sólo había ido a ver a su padre, lo que quedaba de él, una figura borrosa y consumida, arrumbada como un trasto más en una casa sucia y llena de objetos rotos, como fragmentos rescatados de otra vida y colocados con cuidado sobre las superficies de los muebles, en los mismos estantes, las mismas repisas que ocupaban antes, cuando estaban enteros y servían para algo.

—Padre…

Julio reconoció primero un jarrón de cristal rajado, después un tapete de ganchillo deshilachado, amarillento, más tarde un molinillo antiguo de café al que le faltaba el mango, todo oscuro de polvo, brillante de grasa rancia, y la porquería formaba pequeñas pirámides grisáceas de naturaleza indeterminada en las esquinas de las paredes, y el aire olía mal, a cerrado, a podrido, a miseria.

—Padre…

Julio se acercó a él y comprobó que el cuerpo de Benigno olía peor que el aire de su casa. El anciano no levantó la vista para mirarle y ni siquiera se movió cuando la corriente que su hijo había creado al abrir todas las ventanas hizo volar los periódicos atrasados mientras las cucarachas corrían despavoridas hacia sus escondrijos. Julio tuvo que zarandearlo para lograr que le mirara, pero estaba tan borracho que no le reconoció.

—¿Cómo has entrado aquí? —era difícil entenderle, y más aún soportar sus dientes negruzcos, la pestilencia de su aliento—. ¿Quién eres tú?

—Soy Julio, padre, soy su hijo —Benigno le miró entonces con más atención, e intentó sonreír—. Pero, padre, ¿cómo puede usted vivir así?

No obtuvo respuesta para esa pregunta, sólo una versión más débil, más turbia, de la mirada bovina que doce años antes le desesperaba y aquella mañana le inspiró un sentimiento confuso, donde un estruendo de sirenas y luces de alarma, ¿no se habrá atrevido usted a gastarse mi dinero, verdad, padre?, alcanzó a convivir durante un instante con una tristeza permanente y un pasajero acceso de repugnancia. Después, Benigno volvió a bajar la cabeza y a beber de una copa rellena de un líquido transparente, irisado. Julio se la arrebató de entre las manos, se pringó los dedos en el cristal y olió su contenido. Por lo menos era barato, orujo.

—Muy bien, padre, se acabó lo que se daba —Benigno ni siquiera hizo el intento de mover la cabeza—. Vamos, levántese.

Le sujetó por las axilas para ayudarle y tuvo que izarle a peso. Eran las once de la mañana, pero no podía saber si aquella noche había dormido, si había madrugado para emborracharse o si la borrachera le había impedido acostarse. Eso ya daba lo mismo. En el suelo, cerca de la puerta de la cocina, había un colchón con una manta mugrienta encima. Le dio tanto asco que lo depositó allí sin taparle y se fue al corral, donde no quedaba ni una sola gallina, sólo las jaulas abandonadas con las puertas abiertas, alguna ausente. Pero los sacos seguían estando en el mismo sitio. Llenó uno con los periódicos atrasados y todos los trastos rotos que había visto al entrar, y subió al piso de arriba. Su antiguo dormitorio estaba tan sucio como el resto de la casa, pero nadie lo había tocado, y sus cosas, la cama hecha, los viejos libros de la escuela, unos pocos juguetes supervivientes y las postales de mujeres desnudas que guardaba en un cajón, le saludaron como una cuadrilla de niños avejentados y enfermizos, polvorientos. Eso no le consoló, al contrario. Cuando empezó a sentir los primeros síntomas de algo parecido a un mareo, abrió todas las ventanas, se lavó las manos, se sacudió el polvo del traje, salió a la calle y por fin respiró.

—Ésa ya no vive aquí —una mujer desconocida le miró con aprensión desde el umbral de la casa de Evangelina, la frutera.

—¿Se ha ido del pueblo?

—No, pero vive más allá de la estación, a la izquierda, en unas casas grandes, con las fachadas de cemento.

Julio asintió, le dio las gracias. Conocía aquellas casas, que no eran casas, sino viejos almacenes del ferrocarril, que ya estaban en desuso cuando él se marchó a Madrid. No le sorprendió. Evangelina, que al estallar la guerra acababa de casarse con uno de los compañeros de su madre, se había quedado viuda mucho antes de que terminara. Su marido había muerto defendiendo Bilbao, pero el duelo no había paralizado a su mujer, que siguió siendo la mano derecha de Teresa González en todos los comités que se inventaba y acababa presidiendo antes o después. Por eso había pensado en ella. Porque, si no estaba en la cárcel, necesitaría el dinero.

—Es mucho trabajo…

Evangelina, que acababa de cumplir treinta y cuatro años, a veces añoraba la cárcel, porque allí dentro no tenía que pensar en nada, ni cuidar de nadie que no fuera ella misma, y cuando iba a verla, su madre le decía que la niña estaba bien, que la familia estaba bien, que no se preocupara. Desde que había salido, todo era distinto. Desde que estaba fuera, Evangelina había vuelto a la guerra, una guerra sórdida y pequeña, constante y personal, la batalla diaria del desempleo y los jornales raquíticos, de los precios altísimos y el acoso perpetuo de la Guardia Civil, de las puertas que se cerraban a su paso y los vecinos que no la saludaban, de la tarea de criar a su propia hija como si fuera una apestada y las horas de espera en la puerta de otra cárcel, entre las manos un paquete repleto con el fruto de su ayuno de cada semana, para mentir —todos estamos muy bien, tú no te preocupes por nada— a su hermano pequeño, que se había echado al monte en el 39 y había aguantado allí, a caballo entre dos sierras, hasta que uno de sus compañeros decidió entregarse y entregarle a él, junto con otros, a principios del 43. Evangelina, a veces, añoraba la cárcel.

—Hace mucho tiempo que no voy por tu casa —añadió, tratando de disimular su excitación, una codicia súbita, nerviosa, mientras miraba a Julio con los ojos hundidos en un rostro que habría impedido a cualquier desconocido adivinar su edad, la piel tirante y sin embargo seca, palidísima, transparentando la huella de los huesos—, pero por lo que se ve por fuera…

—Yo lo hago —una chica muy joven, una cría de doce o trece años, que había escuchado la conversación desde la puerta de aquel antiguo almacén cuyos ocupantes habían dividido en habitáculos colgando esteras de dos cables que delimitaban una especie de pasillo central, se atrevió a salir para mirar a Julio, muy sonriente—. A mí no me importa que sea mucho trabajo, yo lo hago, de verdad que no me…

—¡Juana! —Evangelina gritó su nombre, se la quedó mirando con una expresión avergonzada y furiosa al mismo tiempo, cosechó a cambio una mirada lastimera, suplicante—. Ha venido a verme a mí. Y yo no he dicho que no quiera hacerlo.

—Lo siento —la chica se disculpó, pero no alteró la composición de su mirada—. Yo creía…

Julio las miró mientras se miraban, y miró a su alrededor, aquella calle de tierra, sin aceras, sin postes de la luz, sin fuentes, sin coches, sin hombres. En aquel barrio no había hombres, sólo ancianos y mujeres, mujeres solas de todas las edades con sus hijos, ninguno muy pequeño, niños de ocho, de diez, de doce años, niñas dispuestas a trabajar en lo que fuera como las adultas que no eran, y a hacerlo más barato, más deprisa, sin discutir el precio, sin intentar negociar, sin poner pegas.

—Sé que es mucho trabajo —insistió Julio, con un acento manso y su sonrisa encantadora mejor domesticada—, pero estoy dispuesto a pagar bien.

—Entonces podemos hacerlo entre las dos —Evangelina aceptó el abrazo de su flamante compañera con algo parecido a una sonrisa—, así iremos más deprisa. ¿Cuándo quieres que empecemos?

—Ahora mismo.

Mientras las acompañaba a casa de su padre, Julio preguntó por las tierras, por las ovejas de Benigno, y Evangelina le contó que lo había arrendado todo, y se las arregló para confirmar sus sospechas sin pronunciar una sola palabra que pudiera comprometerla. Por eso las dejó solas y se fue derecho a buscar a aquel cabrón que le saludó levantando el brazo, ¡arriba España! Él no le respondió que arriba siempre. Te voy a perdonar los atrasos, se limitó a advertirle, después de escuchar que no guardaba ningún recibo de las cantidades, según él justas, exactas, escrupulosamente idénticas a las acordadas, que había ido pagando a su padre siempre en metálico, pero a partir de ahora lo quiero todo por escrito y, de momento, el dinero de los arriendos lo ingresas en el banco, ¿a que este mes no lo has pagado todavía?, ¿no, verdad?, pues ya sabes… Y antes de salir de su casa, se volvió, contento pero también muy sorprendido por la eficacia de sus amenazas, para señalarle con el dedo por última vez, y que no te lo tenga que volver a repetir.

En el bar de la plaza le pasó algo parecido. Sus paisanos guardaban una memoria muy precisa de aquella mañana en la que se había paseado por el pueblo con un falangista uniformado, y de su última visita, ya con camisa azul y boina roja, los papeles arreglados para marcharse a Rusia. Esa imagen, más que eficaz, más que potente, era también más valiosa que el retraso de su vuelta. Habían pasado ya tres años desde que el otro divisionario superviviente de Torrelodones volvió al pueblo, pero había vuelto contando que Julito tenía un destino en la retaguardia, que se llevaba con los jefes a partir un piñón, y que por eso se había quedado allí. Ahora volvía, otra vez de visita, bien vestido, con dinero y aplomo de hombre de mundo, y ya estaban en abril de 1947, todavía estaban en abril de 1947, pero lo mejor seguía siendo no saber, no hablar, no pensar, no decir, no ser nada ni nadie. Por eso se alegraron de verle, le dieron palmadas en la espalda, le sonrieron y no hicieron preguntas. Él no las echó de menos. Había tenido que dar muchas explicaciones antes de llegar allí, y le quedaban muchas explicaciones que dar, todavía.

Si no se hubiera equivocado por tercera vez, si hubiera acertado en sus cálculos más obvios, las expectativas que por primera vez en mucho tiempo habían puesto de acuerdo a todos los españoles que vivían a ambos lados de la frontera francesa y aun del océano Atlántico, todo habría sido más fácil. Porque a nadie se le habría ocurrido pensar que los aliados fueran a dejar a Franco en su sitio. Ni siquiera al propio Franco. Los exiliados de París se daban cuenta. Éstos están acojonados, decían ante la puerta de la embajada de España, no les llega la camisa al cuerpo… Eso era verdad, y era lógico.

Decenas de miles de guerrilleros españoles, combatientes republicanos a los que el gobierno de Daladier había tratado en 1939 como si fueran la escoria de la delincuencia mundial, habían luchado al lado de los aliados para derrotar a los alemanes y su contribución había sido importante en muchos lugares, decisiva en el sur, donde habían liberado ellos solos pueblos, ciudades, comarcas enteras. Pero no luchaban por Francia. Luchaban por España, para seguir luchando, para poder volver a luchar en España, y los franceses lo sabían, los aliados lo sabían, todo el mundo lo sabía. Hoy por ti y mañana por mí, pensaban, pero no. Pero no. Hoy fue por ellos y al día siguiente por Francisco Franco. No habían admitido a España en la ONU, eso sí, pero el dictador se fumó un puro con esa prohibición. Luego, los campeones de la democracia mundial le dedicaron unas palabritas, las reconvenciones blandas, cómplices, que una abuela cansada y afectuosa dirigiría a un nieto simpático pero un poco travieso, si no te portas bien, un día de éstos, ya veré cuándo porque tampoco es que corra prisa, te voy a dejar sin postre. Y nada más. Absolutamente nada más.

—La traición es la ley, la norma de mi vida —le había dicho Ignacio Fernández cuando la mecha del último cartucho se negó a prender en la pólvora mojada de aquel desenlace increíble, inconcebible—. Vivo para ser traicionado. Me levanto y me acuesto, como, respiro, lucho, me juego la vida para ser traicionado una y otra vez, de frente y por la espalda, por los amigos y por los enemigos, en mi país y en el extranjero, porque la traición es la ley, la realidad, la única norma…

Estaban ya en diciembre de 1946, habían pasado más de diez años desde la primera traición que soportaron, y nada había cambiado para ellos. Cuando la radio y el destino dieron por concluida al mismo tiempo aquella declaración de la ONU, el camarero del bar donde se habían reunido para escucharla, un riojano alto y fuerte como una torre que se llamaba Tomás y había entrado en París con la «Nueve», tres dedos de menos en el pie izquierdo y una sordera irreversible en el otro oído, se echó a llorar como un niño pequeño.

—Somos los parias de la Tierra —Ignacio ya no hablaba para nadie, los ojos fijos en el fondo del vaso—, los parias de la Tierra, maldita sea, malditos sean, malditos seáis…

Si no se hubiera equivocado, todo habría sido más fácil. Si el mundo no hubiera traicionado, si no hubiera abandonado, si no hubiera dado la espalda a hombres como aquéllos, él habría vuelto a España por la puerta grande. Cuando Juan Manuel, aquel taxista de Madrid reconvertido en obrero metalúrgico en Orleáns, le preguntó de dónde salía, Julio mintió poco, lo justo.

—Me alisté en la División Azul, por la paga y para pasarme, pero cuando lo intenté, me cogieron —y siguió contando en voz alta, en primera persona, la historia de Pancho Serrano con un epílogo inventado, personal—. No tenían pruebas contra mí. Aquella semana ya habían fusilado a tres, y yo siempre negué que quisiera desertar. Dije que me había perdido, allí es muy fácil perderse, ¿sabéis?, por la nieve, porque todo es igual, todo blanco, y a los fachas les daba mucha rabia declarar desertores, porque tenían muchísimos, diez veces más que el ejército alemán, por lo menos… —hizo una pausa para estudiar la reacción de su auditorio, pero no encontró ningún signo de recelo en los tres pares de ojos que le miraban—. Los nazis ya estaban hartos de desertores españoles, así que me juzgaron y me condenaron por un delito de indisciplina. Hasta que la División se retiró, estuve en una especie de batallón penitenciario, desarmado y haciendo el trabajo duro, cavar zanjas, construir caminos de troncos, cosas así. Luego, me metieron en un tren para mandarme a España y me dijeron que no volverían a juzgarme, que quedaría en libertad, pero salté del vagón cerca de Marsella. Me pegué un buen trastazo, pero no me rompí nada. Y desde entonces, hace cinco meses ya, voy de aquí para allá, escondiéndome de los gendarmes y trabajando en lo que sale…

Ni Juan Manuel ni ninguno de sus dos amigos le preguntaron mucho más, porque Julio no estaba en España, sino en Francia, igual que ellos, y los exiliados del 39 estaban acostumbrados a escuchar historias como ésa y mucho más extrañas. Martín, que había sido pastor en Vizcaya antes de trabajar en la misma fábrica que el antiguo taxista, tenía menos hijos que éste, pero compartía un piso pequeño con su hermana, su cuñado y dos sobrinos. Los hijos de Pablo, en cambio, no estaban en Francia. El mayor estaba en España, preso, y los dos pequeños, una niña y un niño, en la Unión Soviética. Bueno, eso suponemos, le dijo mientras lo llevaba a su casa, porque allí los mandamos desde Barcelona, pero hace mucho tiempo que no podemos escribirles, ni ellos a nosotros, claro… Su mujer, Maruja, murciana como él, se alegró de volver a tener un chico en casa.

Pocos días más tarde, el que había sido el español más misterioso y elegante de Riga, trabajaba para un empresario francés que facilitaba documentación falsa a sus propios obreros indocumentados y se cobraba el favor descontándoles casi la mitad del sueldo. No le importó, porque eso era exactamente lo que pretendía. Mientras él se agotaba levantando bultos y transportándolos de un lugar a otro, Romualdo Sánchez Delgado estaría en Madrid, bien vestido, con dinero y hablando de los tanques invisibles que los alemanes seguían perfeccionando en secreto, y esa escena parecía una cosa pero significaba otra muy distinta. Los tanques invisibles no existen, Romualdo, se decía Julio a sí mismo cuando se encontraba demasiado cansado, desanimado o harto, pero las cárceles sí. Y ahí es adónde vas a ir a parar tú cuando yo esté sentado en una terraza de la calle Alcalá, con dinero y bien vestido.

Eso era lo que iba a pasar, lo que tenía que pasar, lo que era lógico, y justo, y razonable e inevitable que fuera a pasar. Julio no lo dudaba, no lo dudaban Juan Manuel, ni Pablo, ni Martín, ni muchísimo menos los que conoció cuando decidió probar suerte en París, al año siguiente, Tomás, Aurelio, Amadeo, Ignacio, los dedos todavía manchados con la pólvora de la victoria y los oídos calientes de escuchar el Himno de Riego que las bandas de música de los pueblos por los que habían pasado tocaban a continuación de La Marsellesa, durante los desfiles de la Liberación. Sus armas eran distintas. Él tenía dos barajas, la suerte de tener dos barajas, cartas marcadas, documentos auténticos de todos los colores, y algo aún más raro, más valioso. Otros nacen guapos, ricos, príncipes. Julio Carrión González había nacido simpático y lo sabía, sabía que caía bien a la gente, que inspiraba confianza en los hombres y deseo en las mujeres, y sabía que los más listos también son tontos cuando tienen enfrente a alguien más listo que ellos.

Eso lo tuvo presente siempre, y más que nunca cuando comprendió que sus sucesivas equivocaciones le habían puesto en el camino del acierto definitivo.

—Buenos días, me gustaría ver a don Ernesto Huertas —y sonrió como él sabía hacerlo, pero aquella mañana de febrero de 1947, en el mostrador de la embajada de España en París no atendía una mujer, sino un funcionario moreno, seco, con un indeterminado acento castellano.

—Lo dudo —aquel hombre le miró de arriba abajo para dejar claro que no le gustaba mucho lo que estaba viendo, antes de explicarse—. Aquí no trabaja nadie que se llame así.

—Bueno, pues si algún día llegara a trabajar, o si usted se acordara de repente de alguien con ese nombre… ¿Podría hacerme el favor de darle este sobre?

El recepcionista volvió a mirarle, a medirle con los ojos, antes de extender la mano, y él se despidió con mucha ceremonia y una sonrisa tan encantadora como la que había acompañado a su primera petición.

Ernesto Huertas le hizo esperar tres días, pero al cuarto fue a su encuentro delante del quiosco de prensa ante el que Julio le había asegurado en su nota que estaría todas las tardes, a las seis en punto.

—Tú no te llamas Eugenio Sánchez Delgado —le anunció nada más verle—. Tú te llamas Julio Carrión y eres un chaquetero hijo de puta.

—Sí —él aceptó el insulto con una sonrisa—, pero no le he citado para hablar de mis defectos.

Aquel hombre, comandante de la inteligencia militar española, se encargaba de controlar a los exiliados republicanos en París y lo sabía todo. Julio, que también sabía mucho de él, ya contaba con eso, y con que era muy listo. Pero los más listos también son tontos cuando tienen enfrente a alguien más listo que ellos, y él no iba a acabar cuidando ovejas como su padre. Ni loco, vamos.

—¿Y de qué quieres hablar, entonces?

—Preferiría decírselo en privado.

Huertas asintió, movió la mano en el aire para invitarle a escoger otro lugar, y siguió a Julio hasta un café que tenía una especie de zona reservada al fondo, unas pocas mesas ocultas por un tabique que las protegía de las miradas de los transeúntes. Carrión pidió dos cafés, se inclinó sobre la mesa, miró al comandante a los ojos y habló en un susurro.

—Quiero volver a España —Huertas sonrió—. A Madrid —insistió, y la sonrisa de aquel hombre se ensanchó.

—Me parece muy bien. Para eso está el consulado, todas las mañanas, de nueve a doce.

—Ya —Julio tomó aire, cruzó los dedos por debajo de la mesa—, y después un juicio, ¿no?, un proceso para… Depurar responsabilidades. Lo llaman así, ¿verdad?

—Efectivamente —la sonrisa de Huertas se convirtió en una mueca de sorna.

—Claro. Pero yo quiero volver limpio. Libre.

—¿Con qué? —Huertas había sacado un cuaderno pequeño, grueso y muy usado, que llevaba asegurado con una goma, y lo hojeó un momento antes de seguir hablando—. ¿Con tu carné de Falange o con el de la JSU, con tu cartilla militar de caballero divisionario o con la ficha de rojo que tienes abierta en mi oficina? —levantó la vista del cuaderno para dedicarle una sonrisa burlona—. ¿Con qué quieres volver, Carrión? Dímelo, porque me interesa mucho, ¿sabes? De hecho, yo diría que no lo tienes nada fácil.

—Quiero volver con un trato —pero él había previsto minuciosamente el desarrollo de aquella entrevista y respondió con aplomo, una seguridad en sí mismo que desconcertó a su interlocutor—. Con el trato que vamos a hacer ahora mismo usted y yo.

—¿Sí? —Huertas levantó una ceja, se tomó su tiempo—. ¿Y qué me puedes ofrecer?

Julio le contestó con otra pregunta.

—¿Qué quiere usted saber?

El plan era suyo, él lo había ideado, lo había concebido y lo había desarrollado en solitario, aunque Ignacio Fernández Muñoz creía que se le había ocurrido a él y seguiría creyéndolo durante el resto de su vida. Un par de meses antes, la misma tarde en que Tomás apagó la radio y se echó a llorar, Aurelio se le había quedado mirando con los ojos llenos de lágrimas y le había hecho una pregunta, ¿qué vamos a hacer ahora? El Abogado no despegó los labios. ¿Qué vamos a hacer ahora, Ignacio?, repitió el Boquerón, y su amigo apuró la copa y por fin contestó, ¿pues qué quieres que hagamos? Seguir esperando, y seguir viviendo, ¿no?, a ver… No tenemos otra.

Y sin embargo, al salir del bar, se le ocurrió algo más. Voy a hablar con mi padre, dijo, sin dirigirse a ninguno de ellos en especial, porque ya, tal y como se están poniendo las cosas, no tiene sentido que estemos aquí, jodidos, viviendo todos juntos, mamá y él trabajando como cabrones, y que siga teniendo propiedades en España… Mateo Fernández Gómez de la Riva no había querido vender nada, ni la casa de Madrid, ni la de Torrelodones, ni el piso que había comprado para su hija mayor en la calle Hartzenbusch, ni las tierras de su mujer, nada. Tengo el presentimiento de que no volveré a poner un pie en este país de mierda, había dicho, pero no era verdad. No era verdad. Él creía que iba a volver, como su mujer, como sus hijos, como sus amigos, como todos. Pero lo que iba a pasar, lo que era obvio, y lógico, y justo, y razonable, e inevitable que pasara, ni había pasado ni iba a pasar nunca. Julio se dio cuenta antes que nadie, porque lo único que le importaba era su propio futuro. Y ya sabía que los Fernández eran ricos, eso en Torrelodones lo sabía todo el mundo, pero no imaginaba que conservaran tantas propiedades como las que Ignacio fue enumerando en voz alta, mientras caminaban juntos hacia su casa. Lo demás fue fácil, aunque él, un simple militante sin contactos con la dirección, no estuviera en condiciones de vender barata su traición.

—Todo lo que me has contado no vale un pimiento.

El comandante cerró su cuaderno, lo aseguró con una goma, se lo metió en un bolsillo y le miró. Julio sostuvo su mirada y no intentó defenderse, por más que le hubiera visto tomar notas en un par de ocasiones.

—Ya —se limitó a añadir—, pero es que yo no soy lo que parezco.

Huertas, perro viejo, le dirigió entonces una mirada sagaz y distinta, como si estuviera empezando a descubrir la verdad, que aquel chico se estaba haciendo el tonto, que sabía de antemano que la información que podía proporcionarle no valía el precio del favor que quería pedirle, que le había convocado para decirle algo más, pero no logró prever el giro que Julio le dio a la conversación.

—Yo era el hombre del coronel Arenas en Riga, ¿sabe?, pero trabajaba sin cobertura, en la clandestinidad. No existía para nadie, ni para el ejército español ni para el alemán, y la vuelta se me complicó. Tampoco pensaba quedarme en París, no crea, sino seguir viaje. Y tendría que estar en España desde hace más de dos años, pero me enamoré de una mujer y me volví loco.

—¡Oh! —Huertas se echó a reír para disimular que ya no sabía qué pensar—, ¡qué romántico!

—Sí —Julio se rió con él—, la verdad es que fue muy romántico. Claro que ella se merece eso y más, Paloma Fernández Muñoz, ¿la conoce, verdad?

—La bella Paloma… —el comandante asintió muy despacio con la cabeza—, claro que la conozco. De lejos, pero… ¿quién no la conoce? Y dime una cosa, Carrión, sólo por curiosidad, ¿te la tiraste?

—No, eso no —Julio cabeceó, con cara de pobre diablo, y Huertas se rió con más ganas que antes.

—Pues ya lo siento, chico, porque eso mejoraría bastante el concepto que tengo de ti, la verdad… Hasta los hombres que he conseguido infiltrar han tenido la debilidad de intentarlo, y nada. La Viuda Roja, la llamamos. Estoy por acercarme un día de éstos para hacerle proposiciones yo también, porque debo ser el único español de París al que no le ha dicho todavía que no.

—Ya… —en ese punto, Julio hizo una pausa, tomó aire, cruzó los dedos por debajo de la mesa—. Estoy pensando que, por el acento…, usted es andaluz, ¿verdad, comandante?

—Sí.

—¿De dónde? —pero el interrogado convertido en interrogador puso mucho cuidado en conservar su tono de pobre diablo—. Si no le importa decírmelo, claro.

—No, no me importa —porque ya intuía qué clase de hombre tenía delante—. Soy de Córdoba.

—¿De Córdoba…? —Julio frunció el ceño y los labios a la vez en una mueca de fastidio—. ¡Qué pena! —y ante la expresión intrigada, expectante, del militar, siguió hablando como para sí mismo—. Porque se me acaba de ocurrir… La madre de Paloma, que también es andaluza, tiene unas fincas enormes, hectáreas y más hectáreas de olivares, una fortuna. Y no le han expropiado ni un árbol, no crea, porque se quedó a cargo de todo una sobrina suya muy afecta al régimen. Pero en España la propiedad sigue siendo la propiedad, desde luego, pues no faltaría más, y por eso, cuando se enteró de que yo quería volverme, don Mateo me hizo un poder notarial para que me encargara de venderlo todo en su nombre, pero, claro… —levantó los ojos y se dejó deslumbrar por la codicia que brillaba en la mirada del comandante—. Como usted es de Córdoba, y las fincas de la madre de Paloma están en Jaén, y yo no voy a volver, por lo visto…

Una semana después, cuando Ernesto Huertas hizo las averiguaciones necesarias para asegurarse de que Julio Carrión no vendía humo, le avisó de que ya podía pedir el pasaporte. Dos días más tarde, él mismo adjuntó a su petición un informe favorable del divisionario falangista de trayectoria intachable que se había quedado a vivir en París por motivos personales, familiares, añadió entre paréntesis, sin especificar nada más, pero que siempre y en todo momento había colaborado con aquella embajada en cuanto se le había solicitado. El pasaporte tardó en llegar todavía un mes, y se lo entregó Huertas en persona con un par de advertencias que no le convenía ignorar, y no ignoró. Ésa fue la última vez que estuvieron en contacto, pero la misma mañana de su partida, Julio Carrión González volvió a escribir una nota para él. París, 3 de abril de 1947. Me la he tirado, hijo de puta, me la he tirado. La firmó, la leyó, sonrió, se echó a reír, la rompió en pedacitos y la tiró a una papelera. Le habría encantado mandársela, pero no se atrevió.

—Húndela, destrózala, machácala. Y cuando termines con ella, dile que vas de mi parte —Paloma Fernández Muñoz le miró, le besó en el pecho, le volvió a mirar, y Julio se estremeció ante el poder de aquellos ojos claros que se oscurecían de ira, de tristeza, de emoción, para sumar a su belleza una cualidad magnética, casi irresistible—. Prométemelo.

—Te lo prometo.

—Al principio, pensé pedirte que la mataras, pero prefiero que siga viva. Prefiero que se acuerde de mí, que cuando esté tirada en la calle piense en mí, y que siga viendo mi cara al levantarse y al acostarse, durante todos los putos días de su puta vida. Haz eso por mí, Julio, y luego vuelve a por más. Porque no habrá nada en este mundo, y escúchalo bien, nada, que yo no esté dispuesta a hacer para pagártelo.

¡Qué lástima, Paloma!, pensó Julio Carrión entonces, ¡qué lastima!, mientras se vestía sin mirar lo que hacía, su mirada fija en el esplendoroso espectáculo de la mujer que se vestía al otro lado de la misma cama, ¡qué lástima!, al salir a la calle, al caminar a su lado por la acera, al besarla por última vez en el portal de su casa, aquel beso furioso, desesperado y cargado de esperanza, y el cuerpo de la española más deseada de París pegándose a su cuerpo como una súplica muda, exigente y última, ¡qué lástima, Paloma! El plan era suyo. Él lo había ideado, lo había concebido, lo había desarrollado en solitario y había dejado que Ignacio creyera que todo se le había ocurrido a él, pero no esperaba aquel regalo, el milagro de la noche desenfrenada, luminosa, en la que descubrió todo de lo que una mujer era capaz, y se sintió escogido, bendecido, único, y también, por primera y última vez en su largo camino hacia la gloria, culpable, traidor.

—Hola —un hombre alto, rubio, remotamente conocido para él, se le había acertado con la sonrisa sincera, franca, que identificaba a los exiliados españoles durante aquella breve y engañosa primavera de la victoria aliada—. Tú eres el hijo de Teresa, la maestra de Torrelodones, ¿no?

Desde que el Abogado le reconoció en un café abarrotado de compatriotas, Julio Carrión visitaba a los Fernández con tanta frecuencia como si formara parte de su familia. Antes de aquel día, él sabía quiénes eran, conocía de vista su casa, aquel chalé tan grande, tan bonito, y el jardín, enorme, con unos pinos tan altos que se veían desde la carretera, pero no se acordaba mucho de ellos porque era todavía un niño cuando dejaron de ir a veranear a su pueblo. Ignacio era el único al que había visto después, cuando el frente se estabilizó en la carretera de La Coruña y Torrelodones se convirtió en uno de los puntos fuertes de los leales al norte de Madrid. Al principio creyó que el Abogado conocía a su madre sólo de eso, pero se enteró enseguida de que en verano, antes de la guerra, solía acompañar a su hermano Mateo a las reuniones de la Casa del Pueblo, y a veces, Carlos, el novio de Paloma, luego su marido, iba también con ellos. En 1945, en París, a un exiliado español de veintitrés años, solo, soltero y desamparado, no le hacía falta nada más para ser acogido en una casa como aquélla sin límites ni condiciones. Estamos todos en el mismo barco, seguía repitiendo María Muñoz, hoy te ayudamos nosotros a ti, y mañana, a lo peor, tienes tú que ayudarnos a nosotros. Y además, es tan simpático, decía luego, sí, la verdad es que es encantador, añadía Paloma, y tan gracioso, a Anita también le gustaba, siempre haciendo trucos y contando chistes, y jugando con los niños… Los niños, Ignacio y después Olga Fernández Salgado, y Aída Martínez Fernández, la primogénita de María, que se había quedado a vivir en Toulouse pero visitaba a sus padres todos los meses, adoraban a Julio, que les sacaba caramelos de detrás de las orejas cada vez que los veía y se subía las mangas hasta el codo después de comer para hacer desaparecer debajo de una servilleta toda clase de cosas que reaparecían enseguida donde menos lo esperaban.

Él se dejaba querer, no le costaba trabajo, y les cogió cariño a los críos, llegó incluso a quedarse con ellos algunos sábados por la noche, cuando los padres de Ignacio tenían algún compromiso y Anita le recordaba que había prometido llevarla a bailar, pero todos sabían que no lo hacía por ellos, sino por Paloma, que había encontrado trabajo en un periódico y volvía tarde a casa.

—Anda, Julio, vete, sal a divertirte —le decía cuando abría la puerta y se lo encontraba en el recibidor, de pie, esperándola—. Todavía llegas a las copas, ya me quedo yo pendiente de los niños…

Ella sabía que él no quería irse, y le consentía quedarse, sentarse frente a ella mientras cenaba en la cocina y luego a su lado en el sofá, mirándola, admirándola, adorándola como si fuera una diosa. Ésa era la única verdad que Julio le contaría al comandante Huertas, aunque era una verdad a medias, porque estaba enamorado de aquella mujer, pero no se había vuelto loco por ella. Julio Carrión González no se volvería loco por ninguna mujer en toda su vida, porque apreciaba demasiado lo que él entendía por cordura, pero a su manera astuta o pobre, limitada, amaba a Paloma Fernández Muñoz, y con respirar el aire que flotaba a su alrededor tenía bastante. Eso era Paloma para él, una diosa, una mujer inalcanzable, la imagen suprema de la armonía, de la gracia, de la belleza, y un mandato íntimo, una tortura asumida con alegría, un sufrimiento placentero y sostenido que no podía evitar, pero que tampoco le hacía daño, porque Paloma era de todos y no era de ninguno, era la mujer amada, deseada, adorada por un ejército de hombres vivos pero la esposa fiel y enamorada de un hombre muerto.

Vive sin mí, Paloma, vive por mí, encuentra un compañero digno de ti, y ojalá que él te quiera la décima parte de lo que yo te he querido, amor, y ojalá te haga la mitad de feliz que he sido yo contigo. Carlos Rodríguez Arce le había pedido eso a su mujer antes de morir, pero ella no había querido concedérselo. A sus padres no les gustaba, a su hermano tampoco, a su hermana menos que a nadie, pero ningún argumento, ninguna súplica, ningún consejo le había hecho cambiar de opinión. Dejadme en paz, es mi vida, yo no me meto en la vuestra, ¿verdad?

Hasta que la penúltima noche de 1946, Julio Carrión González anunció en el comedor de su casa que estaba pensando en volverse, que no le iba a quedar más remedio que volver. En ese instante, antes de darle tiempo a explicar que su hermana le había escrito para decirle que se iba a casar con un hombre bastante mayor y muy bien situado que no quería cargar con su suegro de por vida, y que tendrían que meterle en un asilo si no volvía a hacerse cargo de él, los ojos de Paloma relucieron y Julio se dio cuenta. No me hace ninguna ilusión, añadió, os lo podéis figurar, pero mi padre está muy enfermo, mi hermana hecha una arpía, y mi futuro cuñado, por lo que ella dice, dispuesto a avalarme. ¡Avalado sea Dios!, dijo Ignacio, haciendo un juego de palabras que había estado muy de moda en Madrid unos pocos años antes, y todos sonrieron, todos menos Paloma, que siguió mirándole con los ojos fijos, muy brillantes. De momento, eso fue todo. Después, el Abogado creyó haber tenido una idea. Oye, Julio, quiero pedirte un favor… Por supuesto, contestó él, por supuesto, cuenta conmigo para lo que sea, ya lo sabes, en cuanto pueda, iré a ver a tu prima, me enteraré de cómo está todo y os escribiré para contároslo. No fue más allá, y así consiguió que Ignacio siguiera pensando. Voy a hacerte un poder notarial, Julio, le dijo su padre al día siguiente, porque lo he estado hablando con mi hijo y él cree que no vas a poder hacer nada sin un documento que acredite que actúas en mi nombre. ¿Usted cree que hace falta?, arriesgó él, claro, contestó don Mateo, si no, cualquiera podría haberse quedado con todo… Sí, eso es verdad, admitió Julio, y entonces Paloma ya le miraba de otra manera, con descaro y una melancolía honda, también risueña, un interés que rozaba la admiración. Nunca como la tarde anterior a su partida, cuando fue a su casa por última vez, a despedirse.

—¿Tienes algún plan para esta noche, Julio?

Paloma salió a su encuentro cuando ya estaba en la puerta, y su aparición suspendió la realidad, detuvo las conversaciones, congeló las sonrisas e impregnó aquella escena con una luz irreal de blanda, dudosa consistencia.

—Es que hace mucho tiempo que no salgo con nadie, y de repente me apetece, ¿sabes?

La viuda de Carlos Rodríguez Arce llevaba un vestido negro, ceñido, escotado, de un tejido suave y brillante que se pegaba a su cuerpo con una terrorífica docilidad en los hombros, en los pechos, en la cintura, para despegarse después de marcar la justa contundencia de las caderas, dejando al aire unos brazos preciosos, y las preciosas piernas de una mujer preciosa, a la que Julio siempre había tenido que adivinar tras los atuendos modestos, a veces casi monjiles, tras los que se escondía. Ahora, sin embargo, se mostraba ante él, para él. Se había marcado unas ondas en el pelo que enmarcaban su rostro con una aureola de agua negra, llevaba los labios pintados de rojo oscuro, le acariciaba a distancia con una mirada lánguida y paciente, poderosa, y se comportaba como si nadie más estuviera con ellos.

—Bueno —avanzó hacía él y sus tacones repiquetearon sobre las baldosas como las campanas de una catedral—, ¿qué dices? ¿Me vas a llevar por ahí, o no?

—Claro —Julio no fue capaz de escuchar su respuesta, un hilo de voz estrangulado por la emoción—. Claro que sí.

Paloma se acercó a él, le dejó oler su perfume, le cogió del brazo, y en el umbral de la puerta, se volvió para mirar a su familia, todos perplejos excepto su madre, que se había cogido la cara con las manos para mover la cabeza muy despacio, negando en silencio, los ojos húmedos.

—¿Qué pasa, mamá? —la voz de Paloma era neutra, pero su mirada pareció licuarse al afrontar la que recibía—. ¿No eres tú la que estás todo el día diciéndome que tengo que salir con hombres?

Entonces, Julio temió que aquella noche no llegara a empezar nunca, y la cogió del codo para tirar de ella con disimulo. Paloma se dejó llevar, cerró la puerta, y todavía en el descansillo, le demostró que no tenía nada que temer.

—Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar tú y yo esta noche, Julio —le dijo después de besarle en la boca con una pasión casi avariciosa, desprovista de la frialdad de los besos estratégicos, calculados—. Ya verás qué bien…

Él había adivinado los motivos de Paloma al mismo tiempo que su madre, tal vez antes aún, pero le sorprendió el calor, la entrega de una mujer que estaba dispuesta a poner todo lo que tenía en la medida de su venganza, a darse por entero a un hombre que no era su herramienta, sino su caballero, su paladín, el campeón que lucharía por ella, que asumiría su causa, que vencería en su nombre.

Eso fue lo que sintió Julio Carrión, y no era eso lo que esperaba. Eso fue lo que le hizo dudar mientras la española más deseada de París, la que sólo sabía decir que no y decírselo a todos, caminaba de su brazo, tan segura de sí misma como si pretendiera romper las aceras con sus tacones, una mujer lujosa, resplandeciente, imposible de tan hermosa, parando el tráfico y las conversaciones, concentrando las miradas, los silencios, creando una leyenda duradera en las terrazas repletas de exiliados republicanos que la veían y no se lo creían, y todo con él, por él, para él. Julio Carrión contaba los codazos, percibía los susurros, las miradas atónitas, la bella Paloma en la calle, con un hombre, riéndose, besándole, dejándose abrazar, la Viuda Roja, quizás más roja que nunca pero ya no tan viuda con aquel escote, con aquellos brazos, aquellas piernas preciosas y al aire, dejando caer la cabeza sobre el pecho de un chico insignificante ante la cámara de un fotógrafo callejero. Julio conocía los motivos de Paloma, los había adivinado al mismo tiempo que su madre, tal vez antes aún, pero no esperaba tanto calor, tanta entrega, la pasión sincera, incondicional, de una dama que escoge a su caballero, nada que ver con el cálculo, con la aritmética, las transacciones más o menos turbias que envuelven la selección de una herramienta útil, eficaz, para un trabajo caro, delicado, y nada más.

Mira por dónde, te voy a echar un polvo gratis y todo, Palomita. Eso había pensado él, eso esperaba, una negociación limpia, rápida, sin complicaciones. Tú dejas a la hija de puta de mi prima tirada en la calle y yo te lo pago por adelantado. Qué bien, se había dicho a sí mismo, muy bien, de momento, primero me pagas y luego ya veremos… Pero no fue sólo un polvo, ni fue gratis. Paloma Fernández Muñoz no llegaría a saberlo nunca, pero Julio Carrión González tendría que luchar durante mucho tiempo para extirpar el recuerdo de aquella noche de su memoria, y jamás lo lograría del todo. Durante el resto de su vida, compararía con Paloma a todas las mujeres que conociera, y en el lugar donde otros hombres tienen el corazón, él tendría una muesca endurecida, seca, pero capaz de reblandecerse todavía, de palpitar y doler en las tardes de lluvia, con el nombre, y el rostro, y el cuerpo, y la piel, y la voz de Paloma Fernández Muñoz. Porque los más listos también son tontos cuando tienen enfrente a alguien más listo que ellos, y Paloma había sido más lista que él.

—Tú no puedes saber cómo le quería —y lo que parecía el final, fue un nuevo principio.

Ella estaba desnuda, exhausta, atravesada sobre su cama, y la poca luz de aquel cuarto pequeño de la pensión barata para españoles donde él vivía, creció y se esponjó alrededor de su cuerpo para iluminarlo con el resplandor tenue, dorado, de un centenar de velas que nadie había encendido. Así le miró, con el rostro aún coloreado por el esfuerzo, renunciando al cobijo de las sábanas, impúdica y consciente de su impudor, y del grado en el que incrementaba su belleza. Tenía la piel brillante de sudor, y sus ojos, más brillantes aún, gobernaban con autoridad, al mismo tiempo, la mirada de Julio y el espacio de aquella habitación que su sola presencia convertía en un escenario conmovedor, memorable. Él no podía combatir el poder de aquellos ojos, no sabía, sólo podía mirarla, escucharla, aspirar el aroma de su sexo que lo impregnaba todo, dentro y fuera de él, y empezar a recordarla. Y entonces, cuando creía que ella ya no tenía nada más que darle, su piel erizada, harta de responder sin palabras a la oferta ilimitada de una mujer dispuesta a demostrarle todo de lo que era capaz, Paloma dijo aquello, tú no puedes saber cómo le quería, y todo volvió a empezar.

—Carlos me quería tanto, me mimaba tanto, me lo consentía todo… —sus ojos brillaban más que su piel, pero su voz era firme, serena y dulce, sonriente—. Estaba tan enamorado que nadie se fijaba en mí, nadie sabía cuánto, cómo le quería yo. Ahora sí, ahora por fin se han enterado, pero ya no sirve de nada. Y él era mejor que yo, ¿sabes?, él no habría vivido esperando una oportunidad para vengarse. Pero está muerto, y yo, que habría dado cualquier cosa por salvarle, estoy viva, viva y muerta a la vez, muerta en vida un día detrás de otro, desde hace siete años, hasta hoy, hasta esta noche —entonces cambió de posición, se tumbó a su lado, acercó su cabeza a la de Julio—. Yo soy peor que Carlos, pero he vivido, me ha tocado vivir, tengo que hacerlo todos los días, y lo único que me tiene de pie es mi amor por él, y el odio por quien me lo quitó. Yo soy peor que mi marido, y quiero vengarme. Me da igual que no sea bueno, que no sea útil, que me haga daño. Quiero vengarme. Eso es lo único que me importa. Véngame tú, Julio, véngame y no te arrepentirás. No te voy a engañar. No creo que pueda querer a nadie como le quise a él, pero si tú me vengas, podré empezar a olvidar, y quizás volveré a estar viva del todo.

Eso le dijo, y luego se subió encima de él, le besó, le abrazó, le reclamó con el eco de las palabras que él seguía escuchando, que nunca podría olvidar. Ésta soy yo, Julio Carrión, parecía decir, y tú mi campeón, mi paladín, mi caballero. Ésta soy yo y todo esto sé hacer, todo esto sé dar, todo esto será tuyo si asumes mi causa, si luchas por mí, si vences en mi nombre, porque tú eres único, eres el único, el hombre que puede devolverme a la vida, hacerme feliz.

No te voy a engañar, le había dicho, y no le estaba engañando. Julio también se dio cuenta de eso, de que no fingía para convencerle, para engatusarle con aquella primorosa exhibición. Lo que sucedía era distinto. Paloma le había tratado como a los demás, con la misma amable distancia, hasta que él se había distinguido, se había señalado, había dado un paso hacia delante, se había ofrecido a ella sin saberlo. Sólo entonces la viuda bella y desesperada se había fijado en él, había decidido que merecía la pena atarlo a su suerte, lo había escogido con todo lo que eso significaba, y si Paloma era una mujer, él no había conocido a otra mujer en su vida, ninguna tan bella, ninguna tan valiente, ninguna tan poderosa en el trance de entregarse, de ofrecerse entera, de una vez. ¿Te gusta esto?, ¿y esto?, espera, no seas tan impaciente, ya verás…

¡Qué lástima!, empezó a pensar entonces, mientras comprendía que aquella mujer era lo que parecía, una diosa, y su piel, y sus ojos, y sus manos, y la impecable silueta de su cuerpo, manifestaciones primarias, prometedoras, de su profunda divinidad. ¡Qué lástima, Paloma! Y sin embargo, su último abrazo le conmovió, le sacudió, le comprometió más de lo que creía cuando se despidió de ella en el portal de su casa, aquel beso furioso, desesperado y cargado de esperanza, que no le estorbó para escribir la nota que nunca mandaría al comandante Huertas, me la he tirado, hijo de puta, me la he tirado, pero le acompañó en su viaje de vuelta como si lo llevara cosido a los labios.

Después, ni siquiera él podría creerlo, pero lo cierto fue que dudó, y hasta llegó a tomar una decisión imprevista, para corregirse con esfuerzo y volver a decidirse un par de veces. Todavía estaba a tiempo. El pasaporte que le permitió pasar la frontera en Irún como si los últimos tres años de su vida no hubieran llegado a suceder, le había costado muy barato en comparación con lo que pensaba ganar, y el padre de Paloma no le haría ningún reproche si volvía a París con el resto de su fortuna para cobrar su premio, para servir a su diosa, para ganar a su dama. Después, ni siquiera él podría creerlo, pero en algunos momentos, Paloma pesó más que su codicia, más que su astucia, más que el recuerdo de las ovejas que su padre había cuidado siempre y él ni loco, vamos. Todo lo demás le daba igual. Él se había conjurado con el futuro, se había prometido a sí mismo que nunca, jamás, Julio Carrión González volvería a ir con los que pierden, y esa promesa le eximía de hacer cualquier otra clase de consideraciones. Nunca perdió el tiempo en pensar quién era peor y quién mejor, quién llevaba razón y quién no la llevaba, él sólo quería ganar, y sin embargo, y aunque después ni siquiera él podría creerlo, en algunos momentos de su largo y definitivo viaje, el triunfo se llamó Paloma Fernández Muñoz, y su premio fue una vida distinta.

Hasta que llegó a Madrid. El 4 de abril de 1947, Julio Carrión González se bajó de un tren en la estación del Norte en un día de primavera, templado y claro. Miró a su alrededor, agradeció el calor del sol, respiró un aroma familiar en todas las cosas, y se dijo que de otra cosa no, pero que de mujeres, el mundo estaba lleno. En el mismo andén por el que caminaba hacia la salida había varias, y justo delante de él una, vestida de rojo, que caminaba despacio, balanceándose sobre sus tacones como si ella supiera mejor que nadie que tenía un culo estupendo. Mientras la miraba, Paloma le dolía, la sentía en el picor de los ojos, en la aspereza de la garganta, en el pinchazo intermitente que atravesaba con saña su costado. Decidió ignorarlo, hacer como que no se daba cuenta, y recordó que una noche, en París, había asistido a una discusión intrascendente pero muy divertida, entre algunos defensores de la teoría de Freud, el sexo mueve el mundo, y otros fieles a Marx, el dinero es el motor que lo mueve, y sonrió. ¿A que ahora va a resultar que, después de todo, yo lo que soy es marxista? Le hizo tanta gracia que cuando se montó en un taxi todavía se estaba riendo.

Escogió un buen hotel en la Gran Vía y disfrutó de las pulidas superficies de los muebles, las rosas que le esperaban en un jarrón de cristal tallado, la cama mullida y enorme, con sábanas de hilo. Yo estoy hecho para esta vida, pensó, ¿qué le vamos a hacer?, esto es lo mío. Entonces cesó el dolor, pero si se acercaba las manos a la cara, aún podía percibir el olor de Paloma, más poderoso que el agua y el jabón. Para despistarlo, salió a la calle, paseó por las aceras, estudió la oferta de los escaparates, entró en una camisería, se compró un traje nuevo, se sentó en una terraza, miró a su alrededor, escuchó fragmentos de conversaciones, se dio cuenta de que lo que contaban los exiliados en París era verdad. Madrid había cambiado mucho y no había cambiado nada.

Donde en 1941 aún podían distinguirse destellos de rabia, de fiereza, de arrogancia, ahora sólo había miedo. Donde en 1941 había miedo, ahora había más. Los madrileños quizás no se daban cuenta, pero él había estado fuera seis años, y volvía con los hombros erguidos a una ciudad apaleada, poblada de cuerpos encogidos y silencio, donde los uniformes gozaban de una escolta gratuita, un pasillo ancho y vacío hasta en las aceras más abarrotadas, porque los civiles, todavía muchos menos hombres que mujeres, se apartaban del camino de cualquier militar, cualquier policía, como si recibieran una descarga eléctrica cada vez que distinguían a alguno de lejos. Allí, en el corazón elegante de la ciudad, no vio miseria, pero la olió a distancia, igual que el miedo. Era su país y sin embargo le recordó a otro muy lejano. Entre los olores de su infancia, de su juventud aventurera y ferviente, Julio Carrión González respiró el aire de Riga, y comprendió que no había vuelto a un país pacificado, sino prisionero, un país ocupado donde ya no había vencedores, sino amos. Otros habrían perdido el tiempo sacando conclusiones, pero a él no le hicieron falta para comprender que se encontraba en el paraíso de los impostores, de los usureros, de los oportunistas. Un lugar, en fin, inmejorable para prosperar.

Joder, qué caro está Madrid, se dijo a sí mismo después de pagar un café con leche y un bartolillo. Ya no le quedaba mucho dinero. La camisería se había llevado por delante casi la mitad de su último sueldo, pero no le importó. Al día siguiente, iba a ir a su pueblo y quería que todos le vieran, que se enteraran bien de quién era él, y de que había vuelto. Sintió la prematura tentación de acercarse a la calle de la Montera para saludar al señor Turégano, pero la rechazó a tiempo. Todavía no se sentía seguro, y siguió paseando, observando, estudiando la ciudad, hasta que las aceras se despoblaron de pronto. Era la hora de cenar, pero no tenía hambre.

Volvió al hotel, entró en el bar de la planta baja, se sentó en la barra y pidió un martini. Casi inmediatamente, se acercó a pedirle fuego una mujer teñida de rubio y muy pintada, que no le gustó. Se fumó medio cigarrillo a su lado y al ver que él no le decía nada, lo apagó con mucho cuidado, volvió a guardarlo con disimulo en la cajetilla, se levantó y se fue. Su puesto fue ocupado muy pronto por una chica joven y flaca, insignificante, que detectó su desinterés tan deprisa que ni siquiera se molestó en pedirle fuego. Cuando se levantó, Julio ya se había fijado en otra, que tenía la edad de las mujeres que le gustaban, poco más de treinta años, el pelo castaño recogido en un moño, la cara limpia con un toque de colorete, los ojos grandes, una boca muy bonita y el aspecto de una chica corriente, quizás casada, y en un aprieto. Entonces vio a Paloma Fernández Muñoz en el fondo de su copa, en la barra, en el espejo, en el taburete vacío, a su lado, y le hizo una seña.

—Hola —porque, por lo que parecía, no hacía falta decir nada más—. ¿Quieres tomar algo?

—Sí —ella tampoco demostró mucho aprecio por la retórica—. Un batido de chocolate, gracias.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, cuando se recuperó del pasmo en el que le había sumido su nutritiva, extravagante petición, y comprobaba que de cerca le gustaba más que de lejos.

—Julia —dijo ella, y sonrió.

—¿Sí? ¡Qué gracia! Yo me llamo Julio.

—Entonces me llamo María, si quieres —se bebió la mitad del batido de un trago, se relamió los labios, y le miró—. Me da lo mismo.

Cuando él preguntó, ¿y si nos fuéramos a pasar un rato juntos?, ella marcó un precio con los dedos de la mano derecha sobre la palma de la izquierda, y él se apresuró a pedir la cuenta. Joder, qué barato está Madrid, murmuró entre dientes mientras la firmaba, y la mujer que estaba dispuesta a tener cualquier nombre para no perder el suyo, se volvió hacia él, ¿qué dices?, no, nada, nada… Al entrar en la habitación, ella se quitó los guantes, viejos, roídos en las puntas, los metió en el bolso, dejó éste encima de una cómoda, y le hizo una advertencia antes de empezar.

—Yo no beso —le dijo—. Todo lo demás lo hago, pero eso no.

—¿Ni cobrando más? —preguntó él sólo por curiosidad, casi por divertirse.

—Ni cobrando más —ella volvió a coger el bolso, volvió a sacar los guantes, estará pensando que por lo menos ha cenado, se dijo Julio antes de detenerla.

—No, no, está bien. Sin besos. No me importa —y mientras la veía desnudarse de una manera desganada, mecánica, impropia de una profesional, volvió a preguntar—. ¿Estás casada?

—Eso no es asunto tuyo.

Está casada, o viuda, no, casada, se dijo él, casada y sola, mientras se acoplaba sin dificultad a sus exigencias. Está casada pero es joven, guapa, y tiene un buen cuerpo, y él estará en cualquier sitio, vete a saber, quizás en Francia y a lo mejor hasta lo conozco, o aquí, en la cárcel, o no, porque también será joven, demasiado fuerte como para desperdiciarlo, y le habrán mandado a un campo de trabajo, a redimir pena y a pensar en su mujer, a desearla a todas horas, a esperar sus cartas con ansiedad para contestarlas a vuelta de correo, ¿y qué?, pues nada, en cuanto salga, ella deja esto, vuelve a ser decente, y a vivir de un jornal, tan ricamente, bueno, lo de ricamente es un decir…

Cuando terminaron, la mujer se levantó sin decir nada, se vistió deprisa, se despidió con un adiós apresurado, átono, y se marchó. Entonces, Julio Carrión González, que un par de noches antes había sido el hombre más escogido, el más poderoso de París, se quedó a solas con su pobreza, y comprendió a su pesar cuál es el verdadero precio de los besos. Muy bien, se empeñó en decirse a sí mismo a cambio, ha estado muy bien, y cuanto antes, mejor. Luego, ya no encontró nada que añadir, y los besos de Paloma empezaron a picarle en los ojos, a arrasar su garganta, y se cebaban en su costado como un pinchazo desordenado, intermitente. Muy bien, Palomita, dijo en voz alta, se acabó. Te juró que se acabó, repitió, cueste lo que cueste, como si ella estuviera a su lado, mirándole, escuchándole, consolándole. Te juro que esto se ha acabado ya, Paloma, volvió a decir, y fue verdad. A Julio Carrión González le quedaba mucho por vivir, pero no volvería a sentir la tentación de echarse a llorar en lo que le quedaba de vida.

Las lágrimas ni siquiera le inquietaron cuando se enfrentó con el deterioro de su padre, la ruina de su casa, pero sintió un alivio profundo al volver allí, después de comer lo más caro que había en la tasca de la plaza y pagar una ronda de copas de coñac del bueno a los conocidos que se acercaron a saludarle. Evangelina, que no tenía cuerpo para andar ofreciéndolo por los bares de los hoteles de la Gran Vía, había trabajado bien y deprisa. La habitación que ocupaba casi la totalidad del espacio de la planta baja, y a la que siempre habían llamado el comedor, estaba tan limpia como si Teresa González no hubiera llegado a abandonarla nunca. Al fondo, sentado a la mesa, peinado y con una americana sobre la misma camisa que llevaba antes, Benigno miraba hacia delante como si estuviera ciego, sin fijar la vista en ningún lugar.

—¡Julio! —Evangelina bajó corriendo por las escaleras al escuchar el ruido de la puerta—. Ya hemos acabado abajo, aunque la cocina la he hecho sólo por encima. Ni te figuras cómo está.

—Sí, sí que me lo figuro —la miró, sonrió—. Gracias, Evangelina.

—Le he frito a tu padre un par de huevos, porque no había nada más en la despensa. El pan no estaba muy tierno, pero se lo ha comido. De todas formas, queda mucho por hacer, y necesitaremos más tiempo, dos días, o tres, para lavarlo todo, su ropa, que está hecha un asco, y lo demás, las sábanas, las colchas, las cortinas, y…

—No te preocupes, por favor —volvió a mirar a aquella mujer, y volvió a sonreír, porque no le costaba nada, se le daba bien, siempre le había dado resultado, y Evangelina no quiso ser una excepción cuando, a pesar de todo y quizás hasta sin darse cuenta, respondió a aquella sonrisa con otra amplia, casi luminosa—. Mira, no me importa el tiempo que tardéis. Lo que quiero es que todo esto se quede en condiciones. Y me gustaría que tú siguieras viniendo a limpiar, a lavarle la ropa y a hacer la compra, y la comida, porque yo no me puedo quedar, yo tengo que volverme a Madrid dentro de un rato. Antes de irme, lo hablamos, ¿quieres?

—Claro —Julio no estaba muy seguro de que una mujer como ella quisiera servir a un hombre como su padre, pero Evangelina le miró como si acabara de salvarle la vida, y él pensó que probablemente así era—. Bueno, pues voy a seguir arriba…

No se atrevió a cerrar el trato porque aún no sabía de cuánto dinero disponía, cuánto podría ofrecer. Aquél era el único detalle del que no se había preocupado desde París, pero el estado de Benigno proyectó sombras más que inquietantes sobre sus planes mientras se esforzaba en comportarse como un buen hijo pródigo.

—Padre —llegó hasta él, le abrazó y le besó en la mejilla antes de sentarse a su lado, muy cerca.

—Julio… —él respondió de la misma manera, mirándole como si le costara trabajo creer en lo que veían sus ojos—. Así que eras tú, has vuelto de verdad.

—Sí. Aquí estoy otra vez.

—Tu madre murió presa, en el penal de Ocaña, la muy puta —y sus ojos chispearon de repente, como si hubieran vuelto a la vida—. Lo sabes, ¿no?

—Sí, padre. Me lo contó usted, en una de sus cartas.

—Ella tuvo la culpa de todo, ella, tu madre. Todo lo que ha pasado ha sido culpa suya.

El viejo no quiso explicarse mejor, y Julio cerró los ojos porque no quería acordarse, ahora que había decidido no volver a llorar nunca más, de aquella carta terrible que rompió en pedazos antes de terminar de leerla, las palabras de su padre, no lo siento, no, ella se lo ha buscado, se ha ganado a pulso el infierno al que va a ir derecha, de tu hermana no sé nada ni quiero saber, ésa será toda su vida una tirada, igual que su madre… Julio recordó las palabras de Benigno y su orfandad, la insoportable sensación de abandono que le impidió dormir aquella noche, en Grafenwöhr, pero ya era tarde, todo se había acabado, las culpas, la emoción, las lágrimas. Se acabó, recordó a tiempo, y así logró decir algo distinto.

—¿Dónde está mi dinero, padre?

—¿Y mis cosas? —él volvió a dirigirle una mirada perdida, abismada en sí misma—. ¿Dónde están mis cosas? Me lo han robado todo, ¿no lo ves?

—No eran cosas, padre, era basura. Trozos de cosas rotas y sucias. Las he tirado yo, antes, cuando le he acostado a usted. Las he tirado porque no servían para nada. Yo le compraré cosas nuevas, pero para eso necesito el dinero. ¿Dónde está? —Benigno frunció el ceño, sonrió, Julio se preguntó desde qué vieja borrachera le miraba y no fue capaz de adivinarlo—. Mi dinero, padre, el que le fueron mandando a usted, dos años y medio de paga doble, española y alemana, por el tiempo que estuve en Rusia, con la División Azul. Se acuerda, ¿no? ¿Dónde está ese dinero, padre?

—¿Qué te crees —Benigno por fin reaccionó, y le dirigió una sonrisa sesgada, ladina, mientras señalaba con el dedo hacia el cajón del aparador, que me lo he gastado?

Aquella noche, cuando volvió a Madrid, Julio encontró la ciudad más bonita, las luces más brillantes, las mujeres más guapas, los coches más veloces y sus pies mucho más firmes sobre las aceras.

Era rico. Apenas una mínima parte de lo que tenía previsto llegar a ser, pero rico. En aquel Madrid más caro y más barato que nunca, tenía dinero de sobra para vivir como un señor durante unos meses, los que fueran necesarios para hacer contactos, definir una estrategia, empezar a actuar. Aquel dinero le curaba, le sentaba bien, y era tan valioso que sabía dibujar una línea en el tiempo, desdibujar los contornos del pasado, miedo y cansancio en un garaje de la calle de la Montera, frío, y barro, y piojos en Rusia, el intervalo dorado de Riga, la vida gris de un obrero exiliado y sin horizontes, primero en Toulouse, después en París, su madre y Paloma. Aquella mañana, había ido a Torrelodones en tren, pero cogió el único taxi de su pueblo para volver a Madrid. Quiero decirte algo, Julio, Evangelina se le había quedado mirando después de que él aceptara sus condiciones sin discutir, cuando creía que ya no les quedaba más que despedirse. A tu padre no, pero a ti… Tu eres su hijo, ¿no?, y yo… Sentí muchísimo la muerte de tu madre, Julio, la sentí en el alma, de verdad. Tú sabes cómo la quería yo, cómo la queríamos todos. Era una mujer maravillosa, inteligente, luchadora, generosa, valiente, y la mejor persona que he conocido en mi vida… Hasta eso, que había pasado aquella misma tarde, se quedó atrás muy deprisa, mientras un taxi le devolvía a Madrid, un buen hotel de la Gran Vía con jarrones de cristal tallado llenos de rosas frescas sobre las pulidas superficies de los muebles.

El cuerpo le pedía juerga, y durante un día y medio no hizo otra cosa que complacerle. En eso, Madrid seguía siendo igual, una golfa. Lo que no había cambiado con la guerra, menos iba a cambiar con la paz, por más que Franco fuera tan meapilas como su padre. Villa Rosa seguía abierto, y en el sótano de Los Gabrieles de la calle Echegaray, al final de una escalera estrecha y mal iluminada, a la que daba acceso el mismo pasillo que llevaba a la cocina, seguía funcionando, entre otros salones especializados de decoración elaborada, sorprendente, más o menos cañí, la joya del burdel más secreto de la capital, una minuciosa reproducción de una plaza de tientas donde al viejo Primo de Rivera, dictador militar andaluz y padre del actual padre de la patria, que al parecer no había heredado sus preferencias, le gustaba torear a sus putas favoritas y olé. Romualdo, que presumía de ir por allí de vez en cuando, se lo había contado una vez, en Rusia, con esas mismas palabras, y a Julio le había impresionado tanto que no se le había olvidado. Tampoco le sorprendió comprobar que, para el que sabía, y sabía no escatimar en los estímulos propios, ni en los ajenos, allí las noches seguían durando todos los días que hiciera falta.

Necesitó mucho menos para recuperarse, y así, después de pasar una en blanco y dormir doce horas de la siguiente, se levantó como nuevo, se bañó, se afeitó, se vistió con cuidado y bajó a desayunar al comedor. Después, mientras leía el periódico, pidió una guía telefónica. Estaba seguro de que el teléfono de Eugenio estaría allí y lo encontró enseguida. Calculaba que su viejo amigo se alegraría mucho de saber de él, y así fue. Había previsto que le invitaría a comer, y quedaron a las dos y media.

Eugenio Sánchez Delgado vivía en el primer tramo de la calle Castelló, muy cerca del Retiro, en un piso pequeño, bonito y luminoso, con su mujer, Blanca, embarazada de cuatro meses cuando todavía no habían pasado seis desde su boda. Antes de llegar a la puerta, con los sentidos aún una pizca embotados por la acumulación de excesos subterráneos, Julio alcanzó a percibir cierta claridad, una limpieza fresca y distinta, como el olor de la ropa recién lavada, en aquel barrio ordenado de burgueses tranquilos, prósperos. Esa misma sensación le acogió al entrar en la casa de Eugenio, amueblada con buen gusto pero sin ningún lujo, y al besar a su mujer, que olía a colonia de Álvarez Gómez y era más bien feíta, sí, o ni siquiera eso, una chica corriente de caderas peligrosamente anchas para su edad, sin ningún rasgo de belleza particular, la cara lavada, y sin embargo, una mansa expresión de dulzura en los labios demasiado finos, en los ojos pequeños, sonrientes.

—¡Qué bien te veo, Eugenio! —le dijo a su amigo después de abrazarle, y fue sincero.

—Sí —él pasó un brazo por los hombros de su mujer, y la besó en la cara antes de contestarle—, nunca he estado mejor. Pero todo es mérito de Blanca.

¡Ah!, o sea que es eso, se dijo Julio, mientras dedicaba a su anfitriona una sonrisa tan encantadora que hasta la puso un poco nerviosa, felicidad conyugal, más que nada… Era verdad que Eugenio estaba muy bien, más aplomado, más maduro y, si no más guapo, desde luego menos feo, porque aparte de engordar, había encuerpado, no mucho, pero lo suficiente como para dejar de parecer un alfeñique y quedarse en un simple hombre delgado con unos hombros, unas espaldas razonables. Y sin embargo, cuando su mujer les dejó solos para volver a la cocina, Julio detectó una luz de melancolía imprevista en unos ojos que habían perdido para siempre su primitivo candor.

—Bueno, ¿qué tal? —le cogió del brazo para conducirle al salón y le ofreció una copa de vino un poco áspero, sentenció Julio, mientras su amigo llenaba otra para él—. Cuéntame… ¿Dónde has estado metido todo este tiempo?

—Pues… Es largo de contar —todavía le quedaban muchas explicaciones que dar, pero Eugenio aceptó las que le correspondían sin interrumpirle—. Me quedé en Riga, por encargo del coronel Arenas, te acuerdas, ¿verdad? —su amigo asintió, se acordaba.

—Me lo contó Romualdo.

—Pues eso… Arenas me pidió que actuara como una especie de enlace entre la Legión Azul, la Wehrmacht y su oficina de Madrid, y me quedé allí hasta el final. Luego, cuando los alemanes se replegaron, me instalé en Berlín, igual que en Riga, sin cobertura de la embajada, con la teórica protección del ejército español, que, tal y como iba la guerra, era lo mismo que nada, como te puedes figurar. Tendría que haberme vuelto entonces, pero no se me ocurrió nada mejor que enredarme con una tía. Se llamaba Gertrud, era rubia, tan alta como yo, y tenía los ojos verdes… entre otras cosas.

—Ya —Eugenio sonrió—. Los desastres de la guerra.

—Bueno, tanto como desastres… —Julio se echó a reír y Eugenio le acompañó.

—Mira, por lo menos habrás aprendido alemán.

—¡Qué va! Cuatro tonterías. Nos entendíamos en francés, pero daba igual, porque… ¿Qué quieres que te diga? Me gustaba mucho, la verdad, más que comer, me gustaba. La noche que la conocí, me pegó un repaso que me dejó tonto, pero tonto perdido, en serio, a la mañana siguiente no sabía ni cómo me llamaba, es que ni te lo imaginas —entonces fue Eugenio quien se rió primero—, así que me lié la manta a la cabeza, y… Cuando las cosas se pusieron feas, ya no pude volver. Me pareció que, aparte de que lo lógico era que hubieran salido todos por piernas, buscar algún diplomático español en Berlín era más peligroso que no hacer nada, así que me escondí en casa de Gertrud y me tiré un mes y medio sin pisar la calle, hasta que ella se volvió a su pueblo. Luego, el hambre me obligó a salir, y los americanos me detuvieron.

—Menos mal, ¿no? —Eugenio ya no tenía ganas de reírse—. Porque si te hubieran cogido los rusos…

—Figúrate. Siendo americanos, me costó más de un año convencerles de que no había hecho nada… Al final me soltaron con lo puesto. No tenía un céntimo, ni manera de ganarlo, y durante una temporada lo pasé muy mal, durmiendo en las ruinas de una casa y comiendo de caridad, gracias a la Cruz Roja, hasta que ellos mismos me ofrecieron sitio en un tren para refugiados que iba a París. Y allá que me fui en junio del año pasado. En París todo fue más fácil porque está lleno de españoles, ¿sabes?, republicanos, y se ayudan mucho entre ellos. Tuve que decir que era de los suyos, claro, pero así pude ir tirando…

—¿Y la embajada? —Eugenio le miró con extrañeza por primera vez—. Ellos tendrían que haberte ayudado, porque…

—Los de la embajada no se fían de nadie —Julio le interrumpió a tiempo—, pero de nadie, Eugenio. Pues sí, menudos son. Fui a hablar con ellos muchas veces, les conté la verdad y les pedí que llamaran a Madrid, al coronel Arenas. Resultó que se había muerto y eso no me ayudó, al revés, me lo puso todo más difícil. Yo no lo sabía, y se lo dije, pero no me creyeron. Decían que mi salvoconducto era falso y yo no podía recurrir a nadie, en Riga estaba clandestino, en Berlín también, la Guardia Civil no respondía por mí, y eso que los del destacamento de Riga me conocían, ¿sabes? Pero yo no sé qué pasó, o sí, me lo imagino, que no se atrevían a correr riesgos… Total, que me dio miedo que se las arreglaran para que los franceses me deportaran sin más trámites, y me quité de en medio una temporada… ¡Joder! Entonces me dio mucha rabia pero ahora lo comprendo, mira lo que te digo, porque están los tiempos como para fiarse de nadie… —Eugenio le dio la razón con la cabeza y una expresión que Julio no alcanzó a interpretar—. En fin, que luego no sé qué pasaría, pero me dieron el pasaporte hace menos de un mes. Lo cogí sin hacer preguntas, me fui derecho a Torrelodones, a ver a mi padre, a descansar, y a comer bien de una vez… Y aquí estoy, por fin.

Lo soltó de un tirón, con el acento alegre, despreocupado, de quien cuenta una aventura caducada, una historia que fue grave y ya es sólo curiosa, una pirueta que no conserva más gracia que la de sus inevitables tirabuzones, pero ni una sola de las palabras que pronunció había sido escogida al azar, ninguna era improvisada ni espontánea.

Lo que tendría gracia, comandante, le dijo a Huertas cuando el militar lo citó para darle el pasaporte en el reservado del mismo café donde se encontraron por primera vez, es que ahora que ya hemos hecho lo más difícil, se tuerzan las cosas y no hagamos negocio. ¿Y por qué se iban a torcer? ¿No dices tú que tienes contactos? Ya te he contado dónde están los Sánchez Delgado, no te quejarás… Sí, y de eso respondo, pero… Imagínese que me encuentro un buen día con mi coronel andando por la calle, a ver qué le digo, qué cara le pongo, porque me temo que él es un militar chapado a la antigua, un hombre honrado, y… Sí, le cortó Huertas, Arenas era todo eso, pero ya no lo es, porque está muerto. Se quedó frito de un ataque al corazón hace año y medio. ¿Qué te has creído, Carrión, que soy tonto? También era muy amigo de mi padre, si él estuviera vivo, yo no andaría metido en esto. Pero los muertos no andan por la calle. No ven a nadie, no hablan. Y en Madrid, ahora mismo, a un tío como tú, los vivos que nos interesan tampoco le van a hacer preguntas. Hazme caso, que sé de lo que hablo.

En aquel momento, Julio Carrión se atrevió a mirar a Ernesto Huertas de frente, de igual a igual, y el comandante se lo consintió. Aquel hombre, que desde hacía un par de años lo sabía todo acerca de los rojos españoles exiliados en París, no debía de ignorar que su figura era igual de conocida en los círculos que investigaba. Cuando fue a su encuentro, Julio ya sabía que era cordobés, militar hijo de militar y ambos sin otra fortuna que su sueldo, hermano menor de un mártir del Cerro Muriano y marido de una señora de apellidos tan relevantes como la decadencia de su patrimonio. Ella, que era tan cordobesa como él, no le había seguido hasta París porque le gustaba vivir en Madrid, con los cinco hijos que habían tenido en poco más de siete años, y el mayor todavía no había cumplido diez. Julio sabía todo eso, y también que su padre, sobre su inconmovible lealtad a los principios del Movimiento, tenía una amante francesa y muchos, muchísimos gastos. Se rumoreaba que traficaba con pasaportes, Julio tenía las pruebas en la mano, y que, a cambio de sumas más considerables, llegaba a interceder en procesos más severos, excarcelaciones, revisiones de condena y hasta conmutaciones de penas de muerte. En París, a Julio le había parecido demasiado listo como para atreverse a tanto, en Madrid ya no estuvo tan seguro, pero la última vez que le vio, mientras le miraba de igual a igual, ya no dudó de su codicia.

Le voy a contar un cuento, comandante, a ver si se lo cree… Huertas le escuchó con atención, evocó fragmentos de historias parecidas pero auténticas, le sugirió fechas, escenarios y el detalle del edificio en ruinas, incluyó en su relato a la Cruz Roja, y le recomendó que contara que había llegado a París en un tren de refugiados. Pareces tonto, Carrión, cómo vas a haber venido andando desde Alemania, solo, indocumentado, sin perderte ni pasar un solo control, tan tranquilo… Julio aceptó sus correcciones sin ofenderse y memorizó todos los detalles, pero la persona a la que había escogido para estrenar su historia, aquel que por ser el más inocente sería quizás también el más exigente, no se los pidió.

—Pobre Julio —se limitó a decir, mientras le dirigía una mirada cargada de compasión, limpia y sincera—. ¡Qué mala suerte!, ¿no?

—Ya ves —su invitado encendió un cigarrillo, le miró—, pero en fin, bien está lo que bien acaba. Y ha habido suertes peores.

—Desde luego. La de Pancho, sin ir más lejos. ¿Sabes que Stalin lo ha metido en un campo de trabajo, en el mismo donde tiene a los prisioneros de la División?

—¿Sí? —Julio abrió mucho los ojos, intentó comprender lo que acababa de escuchar, no lo logró—. ¿En serio?

—Sí —Eugenio asintió con la cabeza y una mirada triste—. Parece mentira, pero…

—Chicos… —Blanca asomó la cabeza por la puerta, en sus labios una sonrisa traviesa, como de niña que juega a las casitas—. ¡A comer!

—Luego te lo cuento —susurró Eugenio mientras se levantaba—. Mi mujer no sabe nada.

La señora de Sánchez Delgado cocinaba muy bien y era una anfitriona atenta, generosa. Mimaba mucho a Eugenio, sólo guisaba los platos que le gustaban y estaba orgullosa de haberle hecho engordar. Mi suegra no lo lleva nada bien, ¿sabes?, le confesó a Julio entre dos sonrisas, dice que lo estoy malcriando, y es verdad, confirmó él, pero yo te lo agradezco, y te quiero tanto… Se cogían de la mano entre plato y plato, se besaban en los labios continuamente, y se llamaban con nombres dulces, inventados, que a Julio le parecieron un poco bochornosos. Eugenio lo notó.

—¿Qué te pasa? —le dijo, en un tono tranquilo, risueño.

—Nada… —pero encontró enseguida las palabras para explicarlo—. O bueno, sí, que es que todavía te estoy viendo en el chabolo, macho, con el fusil, el uniforme, no sé… Y encontrarte aquí, de repente, con tu piso, tu mujer, y a punto de tener un crío, pues… No me acostumbro.

—Ya.

Eugenio y Blanca le sonrieron a la vez. Luego, ella miró el reloj, se asustó, se levantó, y volvió a besar a su marido.

—¡Uy, las cuatro y cuarto! Qué tarde… Me arreglo y me voy.

Antes de hacerlo, se despidió de su invitado y le explicó que iba todos los días a tomar café a casa de sus padres, que vivían muy cerca. Soy hija única, y me echan de menos, ¿sabes? Cuando nazca el niño ya no voy a poder, pero de momento… Julio se dio cuenta de que a Eugenio no le parecía mal. Él es así, se dijo, si ha decidido ser feliz, va a ser más feliz que nadie, pues no faltaría más. Pero, excepto cuando Blanca estaba cerca para encenderlos, los ojos de su amigo ya no brillaban como antes, y se preguntó por qué mientras le seguía al salón, calentando entre las manos una copa de coñac sólo aceptable, bueno no, sin encontrar una manera de averiguar todo lo que quería saber antes de que su amigo tuviera que volver al trabajo.

—No quiero entretenerte, Eugenio, pero… No sé, te preguntaría miles de cosas.

—Pregúntamelas, no te preocupes —él se sentó en el mismo sillón que había escogido antes, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Yo también tenía muchas ganas de verte, de hablar contigo, y ahora trabajo sólo por las mañanas.

—¡Joder, qué bien vivís los funcionarios!

—Yo no soy funcionario, Julio.

—¿No? —levantó las cejas, extrañado, porque aquél era el único punto que, hasta entonces, desmentía la información de Huertas—. ¿No te dieron un puesto en un ministerio, al volver? Por lo que me ha contado mi padre, y siendo universitario y falangista, yo pensaba…

—Sí, sí me lo dieron. En Obras Públicas. Pero me marché antes de Navidad. Ahora trabajo seis horas, de ocho a dos, en una constructora privada, y estudio por las tardes. Quiero acabar la carrera.

—¿La carrera? —Julio Carrión ya no sabía qué pensar—. Pero ¿no te la convalidaron? Cuando nos fuimos a Rusia, dijeron…

—Sí, dijeron —Eugenio volvió a interrumpirle, sonrió—. Y lo hicieron. Hice un curso de mierda, y me dieron un título de mierda. En teoría soy ingeniero, pero yo sé lo que soy y lo que no. Por eso quiero acabar la carrera, la normal, la que hace todo el mundo —hizo una pausa, bebió de su copa, miró a su amigo—. ¿Te extraña?

—Sí —y dijo la verdad.

—Esto no va bien, Julio, no va bien. Podría, debería, tendría que ir bien, pero no va. Cuando volví era distinto, porque a los alemanes se les estaba poniendo la guerra cuesta arriba, y aquí, en la superficie al menos, no se movía nada, no se movía nadie, por si las moscas… Pero Franco les traicionó a tiempo, para qué vamos a decirlo de otra manera, y los ingleses le pagaron bien por su traición. Ya sé que suena fuerte, pero es así, ésa es la verdad, no hay otra. Ya pueden seguir llamándola «la pérfida Albión» y lo que se les ocurra, pero Inglaterra fue la que ayudó a Franco a hacerse con el poder, e Inglaterra es la que lo mantiene. Y te voy a decir otra cosa. No sé lo que habría pasado si Roosevelt no se hubiera muerto tan pronto, y sin embargo sé que si Hitler hubiera ganado la guerra, ahora mismo en El Pardo estaría Muñoz-Grandes, que era su hombre, el fiel, en quien confiaban. Y con razón. Pero Hitler perdió y Franco volvió a ganar, sin honor, chaqueteando, pero ganó, que es lo que cuenta. Él lo sabe mejor que nadie. Y entonces, hace un año, un año y medio… ¡Buah! Empezó a darme todo un asco tremendo…

Eugenio Sánchez Delgado se había hecho mayor. No sólo de cuerpo y de palabra, también de espíritu. Y sin embargo, su antigua fe le seguía importando tanto que estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa, influencia, dinero, prestigio, y hasta su propio bienestar, para mantener viva una luz que ya nunca volvería a brillar con la pasión fervorosa y juvenil de la que había nacido, pero que aún le consolaba con un destello pálido y cruel, precioso sólo en su irremediable palidez. Cuando se hicieron amigos, Julio se dio cuenta enseguida de que nunca había conocido a un hombre como él, tan inocente, tan candoroso, tan listo a ratos, tan tonto casi siempre, tan débil y tan fuerte al mismo tiempo, pero sólo aquella tarde, aunque las gafas ya no resbalaran sobre su nariz, aunque la indignación ya no hiciera temblar su voz para descabalgarlas, comprendió qué significaba eso exactamente. Eugenio había renunciado a su inocencia para conservarla, había desechado sus viejas tesis sobre los errores que exigen las mejores causas para no tener que renegar de la suya, se había desnudado por fuera para seguir estando desnudo, casi puro por dentro. Todo eso comprendió Julio aquella tarde, pero ya no fue capaz de asombrarse, ya no fue capaz de admirarle sin querer, ni de pensar que era mejor que él. Ni siquiera llegó a apreciar su valentía. Julio Carrión González también se había hecho mayor. Y aunque Eugenio le seguía gustando, aunque era el único amigo que tenía y le convenía conservarlo, su discurso le inspiraba más bien cansancio, y un comentario que nunca podría compartir con él. No me toques los cojones, Eugenio. Eso pensaba. No me toques los cojones.

—La gente se sigue muriendo de hambre, y no es una frase hecha. Aunque lleves aquí poco tiempo, te habrás dado cuenta, ¿no? —Julio asintió con un gesto mínimo, casi tímido—. La gente sigue pasando hambre. Y ha habido una guerra, y una sequía, y un bloqueo económico, lo que tú quieras. Pero la gente sigue pasando hambre física, hambre de verdad, y no debería. Al principio era comprensible, ya no. O, mejor dicho, ya no debería ser comprensible, pero sigue siendo muy fácil de entender…

Hizo una pausa, se quitó las gafas, las limpió con un pico de la camisa, se las volvió a poner y siguió hablando con su voz de ahora, llana y seca, amarga, imperturbable.

—Te lo voy a explicar. Mi cuñado Ricardo, sin ir más lejos, ¿te acuerdas de él? —Julio asintió con la cabeza aunque sólo lo había visto un par de veces—. Cuando mi hermana Pilar se casó con él, era un simple alférez provisional, un estudiante mediocre de segundo de Derecho. Ahora es uno de los hombres más ricos de Madrid. ¿Es ministro, es banquero, es millonario de nacimiento? No —y se le quedó mirando como si él conociera la respuesta.

—Entonces… —Julio no sabía qué pensar y lo dijo en voz alta—. No sé.

—Entonces es el secretario técnico de la Concejalía de Abastos del ayuntamiento. ¿Qué te parece? —subrayó su pregunta con una sonrisa amarga—. Ni más ni menos. En cualquier país civilizado estaría en la cárcel. Pero éste no es un país civilizado, Julio, no lo es. Aquí nunca pasa nada, y por eso vale todo, lo que sea. Los que no tienen nada pasan hambre, y los que lo tenían, lo han perdido todo, es decir, que pasan hambre igual… El verano pasado llevé a mi hermano Arturo a una recepción en casa de Camilo Alonso Vega, un chalé racionalista, pequeño pero con un jardín muy agradable, en El Viso. ¿Tú nunca te has preguntado por qué no se bombardeó El Viso durante la guerra?

—No —y tampoco sabía adónde quería ir a parar Eugenio.

—Pues yo sí —pero él se tomó su tiempo para explicárselo—. Me parecía raro, porque el barrio de Salamanca era de los nuestros, desde luego, aquí no había rojos, pero ¿El Viso? Allí vivía Besteiro, y media Institución Libre de Enseñanza, socialistas, republicanos, lo habían promovido ellos, ¿no?, al principio la llamaban Colonia Residencia, porque los terrenos pertenecían a la Residencia de Estudiantes… Bueno, pues aquella tarde, en la recepción del general, lo entendí todo. Qué casa tan bonita tienen, le dije a su mujer, porque era verdad y por quedar bien. Ella me dio la razón, sí, y está en un sitio estupendo, ¿verdad? Y luego, como si fuera la cosa más normal del mundo, sin tomarse el trabajo de buscar excusas, eufemismos, me explicó que aquella casa era de un sobrino de Ganivet, comunista, que estaba exiliado en Londres, y de su mujer, claro, comunista también, que se había suicidado en la cárcel. Y estuve a punto de preguntarle, ¿y los dueños de esta casa no tenían hijos? ¿No tenían padres, hermanos, sobrinos, amigos ni familia de ninguna clase, no querían a nadie que pudiera estar viviendo aquí con más derecho que usted, señora?

No me toques los cojones, Eugenio… Julio lo pensó entonces por primera vez, pero no recurrió a esa reflexión para llenar el silencio desde el que le miraba aquel extraño en el que cada vez le costaba más trabajo reconocer a su amigo más antiguo.

—Estuve a punto de preguntárselo, pero no lo hice, claro, no se lo pregunté. Aquí nadie pregunta nada, porque para eso todo el mundo tiene un cargo en Abastos, en Transportes, en Obras Públicas. Y eran rojos. No hace falta explicar más, porque eso es como decir ¡ábrete, Sésamo!, ahora que ya se sabe que aquí no va a pasar nada, que los aliados no van a echar a Franco de El Pardo, que tienen las manos libres, que han perdido el miedo y la vergüenza, si es que tuvieron vergüenza alguna vez… Estamos en 1947 pero seguimos igual que en el 39, y basta con eso, con que eran rojos. Así va todo, porque en España roban mucho más que cuarenta ladrones.

—Bueno, eso no es exactamente así, ¿no? —Julio Carrión, dispuesto a alzarse con el número cuarenta y uno, frunció el ceño, improvisó un acento grave, preocupado mientras dominaba su excitación a duras penas—. Quiero decir que es legal, hay leyes que…

—Eso es robar, Julio —Eugenio le miró a los ojos con un destello póstumo de su antiguo y purísimo candor—. Aunque haya una ley, aunque sea legal, aunque lo haga todo el mundo. Eso es robar. Y por ahí no paso.

—Por eso te marchaste del ministerio.

—Por eso. Y porque me encargaba de las expropiaciones, y… Para qué te voy a contar.

—¿Y Romualdo?

—¡Ah!, él muy bien, como siempre, ya le conoces. Para él las cosas nunca han ido mejor. Si me hubiera escuchado hace un momento, me estaría diciendo que lo repitiera en la calle, no te digo más.

—Pero no hablas con él de esto.

—Ni de esto ni de nada —Eugenio se levantó, rellenó la copa de Julio, la suya, se volvió a sentar—. No me hablo con él desde hace meses.

Hacía más tiempo, casi un año y medio, desde que Eugenio Sánchez Delgado había empezado a interesarse por la suerte que habían corrido en Rusia los prisioneros de la División Azul. Él no había dejado de ser falangista, al contrario. El bochorno que había llegado de la mano de la decepción no le había dejado otra salida que redoblar su militancia, entregarse más, y más a fondo, a lo que para él seguía siendo su partido, un partido laico y republicano, fascista y enemigo de la reacción, cuyo símbolo presidía todos los edificios oficiales, las estaciones y las carreteras, los membretes y los uniformes, cada una de las escalas de poder de un régimen totalitario, sí, pero también, y sobre todo, clerical y reaccionario, que se perfilaba en el tiempo como un singular, aplazado y humillante ejercicio de restauración monárquica.

Desde entonces, y hasta que un policía cuyo nombre nunca lograría averiguar, le rompió el bazo de una patada a su hija mayor —la misma que nacería cinco meses después de su reencuentro con su viejo amigo Julio Carrión para hacerse comunista antes de que pasaran dieciocho años—, Eugenio Sánchez Delgado intentó seguir siendo fiel a sí mismo. Para lograrlo, no le quedó otro remedio que conspirar contra el régimen desde el corazón del mismo régimen, sin querer acusar las insalvables contradicciones de una tarea ciclópea, romántica, esencialmente estéril y condenada al fracaso desde antes de su formulación. Él lo sabía, lo supo en cada segundo, en cada minuto y cada hora de aquellos dieciocho años que vivió en un espejismo, una burbuja habitable, privada y cálida, no tan distinta de la que sus antiguos enemigos fabricaron desde las posiciones más opuestas para sobrevivir en un desierto de arena, el planeta desértico, de atmósfera polvorienta, irrespirable, donde nada crecía sin sobrehumanos esfuerzos. Eugenio Sánchez Delgado, el más listo y el más tonto, siguió siendo ambas cosas hasta los cuarenta y tres años, hasta que no le quedó más remedio que dejar de ser, aprender a seguir viviendo y a no ser nada a la vez. Pero cuando Julio le encontró en su piso de la calle Castelló, aún era él. Aún tenía fuerzas, y esperanzas.

—Pancho está en un campo de trabajo, en Rusia, ya te lo he dicho antes. Me enteré por casualidad, porque iba buscando cualquier nombre menos el suyo, claro… Estoy colaborando en una oficina que se interesa por los presos de la División, a través de la Cruz Roja y de la embajada sueca, sobre todo. No podemos hacer mucho porque no es oficial, por supuesto, no vaya a ser que los ingleses y los americanos se cabreen, ahora que son nuestros amiguitos, ¿sabes? Por eso, hasta hace poco no teníamos ni siquiera información, pero conseguimos una lista de presos, y allí estaba, Luis Serrano Romero. Lo leí y no me lo creí, te juro que tuve que leerlo varias veces antes de entenderlo porque me pareció increíble, ¿no? Debe de ser un error, pensé, y escribí a los suecos, les expliqué el caso, y me contestaron que no, que era cierto, que Stalin había metido a los desertores en los mismos campos donde están los divisionarios, y me quedé… No sé. De piedra es poco.

—Sí que es raro —comentó Julio, sin dar demasiada importancia a la noticia ni prever el estallido que le trasplantó de repente a un tren alemán, un domingo de otoño, camino de Nuremberg.

—¿Raro? —Eugenio levantó la voz, la cabeza, se inclinó hacia delante—. ¿Sólo te parece raro? ¡Es una monstruosidad, joder, una canallada! Y ni eso, porque es que no tiene nombre, no hay palabras para describir… ¡Pancho Serrano era un héroe, Julio! Rojo y todo lo que quieras, pero un héroe, un tío capaz de cruzarse Europa de punta a punta, tragando con todo lo que tragó, para llegar a Rusia con un carné en la bota y con dos cojones, y que acabe prisionero en un campo… ¡Qué barbaridad, qué hijos de puta! ¿Cómo habrán podido…? —y entonces su cara se ablandó, sus rasgos se redondearon, su estupor recreó por un instante el temeroso asombro de un niño que acaba de darse cuenta de que se ha perdido—. Yo es que no lo entiendo. Es increíble, ¿no?, inconcebible. Aquí las cosas no eran así. En nuestra guerra, a un hombre como Pancho le habrían condecorado, le habrían ascendido y le habrían dado un mes de permiso, ¿no?, en cualquiera de los dos bandos. Eso es lo mínimo, lo lógico, es lo justo. Pero yo no sé…

—Bueno, él se lo buscó —Julio intentó dar por concluida la historia para regresar al tema que más le interesaba, pero Eugenio no se lo consintió.

—¡No señor! —y sus ojos brillaban, su voz se elevaba, sus mejillas se coloreaban de indignación como si el tiempo, y la guerra, y la paz no hubieran pasado por él—. ¡No se lo buscó! Él buscaba otra cosa y tú lo sabes, tú me lo explicaste, Julio, y no hay derecho. No hay derecho —hizo una pausa para serenarse, volvió a reclinarse en la butaca, a limpiarse las gafas con un pico de la camisa y un movimiento circular, parsimonioso—. Pobre Pancho. Pienso mucho en él, me imagino cómo estará, cómo se sentirá, traicionado por los suyos, por todo lo que le importaba, todo eso en lo que creía, el hijo de la gran puta del primo Pepe… ¡Qué barbaridad! Por lo visto, los rusos usan a los rojos españoles como presos de confianza, los tratan un poco mejor, no les obligan a trabajar tanto y les dan autoridad sobre los otros. Pero él no ha querido. No ha querido y lo entiendo. No ha querido con dos cojones, con los mismos que tuvo para pasarse, y nadie lo habrá entendido, nadie le habrá admirado por eso. ¡Pobre Pancho! Pienso mucho en él, aquella noche, tovarich, spanski tovarich, no disparéis que me estoy pasando, ¿te acuerdas?, y pienso… No sé. Qué habremos hecho los españoles, joder, qué habremos hecho…

Nosotros somos los parias de la Tierra, Julio Carrión reconoció el temblor de los labios de Ignacio Fernández en los ojos que le miraban, los parias de la Tierra, maldita sea… No se atrevió a recordar aquellas palabras en voz alta, y tampoco acertó a reemplazarlas con otras menos comprometedoras. Había pasado la guerra, había pasado la paz, y los dos se habían hecho mayores. Julio ya no supo qué decir, cómo acompañar a Eugenio, cómo consolarle de aquel dolor extraño, inconveniente y hasta peligroso. No pudo acercarse a él porque nunca se había sentido tan lejos.

—Fui a ver al Pancho auténtico, ¿sabes?, al hermano pequeño, el que se llama Francisco Serrano Romero de verdad. Tuve que ir a verle porque no había otra manera de hablar con él. Ésos no tienen teléfono, me dijeron en el ayuntamiento de Villanueva de la Serena, y nadie de aquí les deja usar el suyo. ¿Y no puede ir a avisarle, le pregunté al conserje, para que hable desde este mismo teléfono? Había llamado yo, yo pagaba la llamada. Se lo aclaré pero me dijo que no, que él no iba a levantarse de la mesa para avisar a nadie, y a ése menos. Muy amable, le dije, y colgó. Total, que me fui a verle, y…

—¿Y por qué? —Julio tampoco pudo sujetar su pasmo por más tiempo—. ¿Por qué fuiste a verle, qué se te había perdido a ti…? Perdona, pero es que no lo entiendo, Eugenio.

Él no se molestó en contestar a sus preguntas. Le miró, sonrió, y siguió hablando.

—El caso es que fui y no sé si hice bien, la verdad, no lo sé. Vive en una especie de cortijo, una ruina que fue arreglando él mismo, en las afueras del pueblo, con el dinero de las pagas de Pancho. Ahora es el único hombre de su familia. A su hermano mayor lo mataron en el Ebro, su padre está en un destacamento penal que construye una presa en la provincia de Cuenca, y Pancho, o sea, Luis, en Rusia, claro. Él vive con su madre, con las mujeres de sus hermanos y con su mujer en la misma casa, y entre todos y su hermana mayor, que hasta hace poco estaba presa en Alcalá y también es viuda, juntan un montón de críos. La pequeña se ha casado, se ha ido a vivir a Badajoz y no quiere saber nada de ellos.

—¿Y qué quieres, Eugenio? ¿Qué esperabas? —Julio rellenó su copa hasta el borde aunque el coñac no fuera bueno—. Perdieron la guerra, ¿no?

—Sí —sonrió—, la perdieron. Y encima voy yo y le cuento que Stalin ha metido a su hermano preso. Cuando me escuchó se quedó blanco, pero blanco como el papel, se quedó, yo creía que se iba a desmayar, que iba a caerse redondo al suelo. ¿Qué ha hecho?, me preguntó entonces, ¿quién?, le dije, mi hermano, ¿qué ha hecho para que lo hayan metido preso? Nada, le contesté, no ha hecho nada, pasarse a los rusos, solamente. Se quedó callado, empezó a mirarme de arriba abajo, como si antes no me hubiera visto bien, y se recuperó de repente. Tú eres un hijo de puta, me dijo, agarrándome por las solapas, eres un cabrón de mierda, y te voy a matar…

—No se lo creía.

—No quería creérselo, más bien. Pero yo le estaba diciendo la verdad y acabó por darse cuenta. Entonces me soltó muy despacio, se fue andando hacia atrás y se sentó en un banco de piedra, de esos que tienen las casas de pueblo al lado de la puerta. Pancho soy yo, dijo, y eso no se me olvidará en la vida, en la vida olvidaré esa frase, el tono de su voz, el color de su cara. Era como un cadáver, Julio, un muerto que hablaba, que se movía, era tremendo. Entonces empecé a arrepentirme de haber ido, no sé, empecé a pensar, este hombre, con todo lo que tiene encima, y ahora vengo yo a joderle la vida un poco más… Pero ya estaba allí, ¿no?, y tenía que contárselo. Lo intenté, pero me interrumpió enseguida. Gritó dos o tres nombres seguidos y salieron de la casa unos cuantos niños. Vete a buscar a tu tía Lupe, le pidió al mayor, y dile que venga. Es la mujer de Luis, me explicó, y no volvió a abrir la boca hasta que apareció su cuñada, una mujer alta, joven, delgada y vestida de negro. Ella también me impresionó mucho, porque no es guapa de cara, pero sí es atractiva, o mejor dicho, debió ser atractiva, lo seguiría siendo si no tuviera un gesto raro en la boca, como un rictus de desprecio o, no sé, igual no es desprecio, sino amargura, o incluso cansancio de estar harta de todo. El caso es que ahora da miedo, es una mujer atractiva pero desagradable, no sé cómo explicarlo… Total, que se quedó de pie, apoyada en la puerta, y me escuchó sin decir nada, tapándose la cara con las manos al final. Estaba llorando, pero no me dejó verla llorar. Cuando se serenó, se destapó la cara, me miró, y me dijo otra cosa que no olvidaré en mi vida, jamás, por muchos años que llegue a vivir. Yo creía que tenía otra mujer, ¿sabe?, y habría preferido que tuviera otra mujer.

—No lo entiendo —Julio respondió con sinceridad a la mirada tensa y concentrada de Eugenio, y le sorprendió tanto la sonrisa pacífica que recibió a cambio que, por un momento, se olvidó de rogar para sí mismo que dejara de tocarle los cojones.

—Pues yo sí lo entiendo. Y entiendo lo que me dijo Pancho al despedirse de mí, lo entiendo muy bien. Tiene que estar usted equivocado, lo que me ha contado no puede ser verdad. No le creo, compréndame, no es que le esté llamando mentiroso, es que no puedo creerle. No puedo. Pero si puede hacer usted cualquier cosa por mi hermano… En ese momento, pensé que él y yo no éramos tan distintos, que cada cual se agarra a lo que puede para seguir tirando en este mundo de mierda. E intenté hacer algo por ellos, no sólo por Pancho, también por su familia. Hablé con Romualdo, que tiene un cargo en el Ministerio de Agricultura y está forrándose, se lo conté todo, le pedí que les echara una mano en lo que fuera, una ayuda, una subvención, un crédito sobre la cosecha, por lo menos. Él puede, ¿sabes?, no le habría costado ningún trabajo. Te lo pido como un favor para mí, le dije, ni siquiera para ellos, pero no le dio la gana. Que se jodan, me contestó. Desde entonces no me hablo con él.

Cuando salió de casa de Eugenio, Julio Carrión ya no fue capaz de percibir aquella sensación de claridad, aquel aroma fresco y distinto, como un olor a ropa recién lavada, que le había dado la bienvenida. Estaba disgustado y no tenía motivos, porque el relato de Eugenio confirmaba sus mejores expectativas, pero no logró ahorrarse un sabor amargo, como un residuo de comida podrida entre los dientes.

El hombre sin ideas no pudo explicarse por qué echaba tanto de menos al Eugenio de antes, entusiasta, fervoroso y alegre, pero en su irremediable ausencia, Madrid le pareció una ciudad triste, dura, complicada. Sus ojos encontraron los senderos trazados por la mirada de su amigo, y así, en contra de su propia voluntad, logró ver su revés, la angustia, la pobreza, la rabia domesticada de los desahuciados, y escuchó su silencio. La nostalgia del subsuelo le tentaba, pero la controló para jugar sus cartas lo antes posible, confiando en la endeblez de aquel espejismo que comprometía sus planes, su futuro. Al fin y al cabo, Eugenio Sánchez Delgado siempre había sido un bicho raro, se dijo, un hombre único, no podía haber muchos como él, y cruzó los dedos. No tardó ni dos días en descubrir hasta qué punto llevaba razón.

—¡Coño, Julito! —Romualdo le sonrió con los labios, con los ojos, con toda la cara, antes de ir a su encuentro—. No sabes cómo me alegro de verte. ¡Me cago en diez! Todos los días, cuando me levanto, me miro las piernas y me acuerdo de ti, macho. Pero, ¡ven aquí!, dame un abrazo, anda…

Aquel abrazo fuerte, prolongado y estrecho, que llamó la atención de algunos clientes, entre los que tomaban el aperitivo al atardecer en un bar caro, elegante, de la Gran Vía, fue el umbral de la nueva vida de Julio Carrión, copas, putas, reservados, cálculos, porcentajes, comisiones, cenas de madrugada, y más copas, más putas, más reservados, citas con hombres simpáticos, no tanto como él, en despachos oficiales o privados, en bares y en cafeterías, solo o con Romualdo, y otras copas, otras putas, otros reservados, y otros cálculos, otros porcentajes, otras comisiones, otras cenas de madrugada y alguna temprana, familiar, en un comedor presidido por una reproducción de la Santa Cena y una anfitriona maternal, regordeta, que no tenía ni medio polvo y siempre le preguntaba si le gustaban más las gambas o las chirlas antes de servir la sopa de pescado con un cazo de plata grabado con sus iniciales.

Romualdo solía excusar su presencia en esta clase de cristianos convites, pero estaba siempre allí, tras él, de su parte. Julio se había atrevido a decirle la verdad, y había acertado. Te debo las piernas, le contestó cuando ya amanecía el día siguiente al de su reencuentro, te debo las piernas y no me gusta deberle nada a nadie. Él le presentó a aquellos hombres, media docena de tipos bien situados, y decidió qué parte de la verdad convenía contarle a cada uno. Julio no tenía prisa, y la paciencia jugaba a su favor. Por eso esperó casi un mes, hasta que tuvo claro por dónde iba a empezar y cómo hacerlo, antes de llamar al timbre del segundo derecha de un edificio grande y elegante, señorial, cuya fachada, entre Manuela Malasaña y Carranza, ocupaba una manzana entera de la glorieta de Bilbao.

—Buenas tardes —al otro lado de la puerta, una niña mayor, tan rubia que parecía extranjera, tan alta como una mujer, se le quedó mirando con interés—. ¿Está tu madre en casa?

—No. ¿Quién eres tú?

—¡Angélica! —una chica mucho más baja y poco mayor, aunque instalada ya de lleno en la adolescencia, vino corriendo por el pasillo, agarró a la niña del brazo y la regañó en un susurro—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no abras la puerta? Para eso estoy yo aquí, ¿no? Luego viene tu madre y me echa la bronca.

La señora no estaba, había salido un momento pero volvería enseguida, claro que podía esperarla, ¿quería tomar algo? La muchacha ejecutó sin vacilar el protocolo de las visitas inesperadas y guió a Julio hasta la zona exterior de la casa, tres estancias del mismo tamaño, cuadradas y espaciosas, comunicadas entre sí por puertas correderas, que albergaban dos salones y un comedor. Antes de alcanzarlas, por una puerta abierta, a su derecha, Julio vio un despacho con las paredes forradas de estanterías repletas de libros, y tuvo la impresión de que todo, los muebles, los cuadros, los adornos, y hasta la huella imaginaria de la plata ausente que un día habría reposado sobre la superficie ahora desnuda de los aparadores, pertenecía a los antiguos propietarios de la casa y seguía reflejando sus gustos, su historia, su forma de vivir, como si un hilo invisible y delicado, capaz de imponerse a la distancia del tiempo y a cualquier otra, relacionara todo lo que estaba viendo con un piso de alquiler pequeño y abarrotado, amueblado con lo justo, en las feas afueras de París. Pensaba en eso y trataba de imaginarse a Ignacio, a María, a Paloma atravesando aquellas habitaciones, sentándose en las butacas, asomándose a los balcones, jugando, riendo, hablando de sus cosas en el mismo lugar donde él estaba, cuando la niña que le había abierto la puerta entró en el salón andando de puntillas, para no hacer ruido.

—No le hagas caso a Matilde, es muy pesada —dijo, y se sentó frente a él, al lado del balcón, en una postura muy poco natural, el torso girado en la dirección contraria a la que señalaban las piernas, un escorzo tan violento como si todos los días se dedicara a ensayar poses de vampiresa delante de un espejo—. ¿Cómo te llamas?

—Julio Carrión.

—Yo me llamo Angélica, bueno, eso ya lo sabes… —tenía los ojos muy azules y un aspecto raro, interesante, o inquietante, pensó él mientras la miraba, porque estaba demasiado desarrollada para su edad y sin embargo seguía siendo una niña, con la cara redonda, rellena, las piernas ásperas, salpicadas de rasguños, las rodillas heridas y una brusquedad que se correspondía con su edad, no con su cuerpo—. Tengo doce años, bueno, los cumplo dentro de nada. ¿Y tú?

—Veinticinco.

—O sea, que cuando yo tenga veinte, tú tendrás…

—Treinta y tres.

—Veinte y treinta y tres… —se quedó pensándolo mientras Julio pensaba a su vez que sería una pena no haberla vuelto a ver cuando cumpliera la edad que prometía—. O sea, que dentro de ocho años, ya podremos ser novios.

—¿Sí? —se echó a reír.

—Claro —ella estaba muy seria, sin embargo—. Mi padre le sacaba once a mi madre. Entre once y trece, casi no hay diferencia, ¿no?

—¿Qué haces aquí, Angélica?

Al escuchar aquella pregunta, los dos miraron en la misma dirección y encontraron a la vez, en el umbral de la puerta, a una mujer desconocida para él y tan alejada de sus cálculos como aquella niña con la que nunca había contado.

Julio no se había atrevido a esperar que Mariana Fernández Viu se pareciera a su prima Paloma, pero le sorprendió una discrepancia diferente, más profunda, que hacía difícil creer que aquella mujer apagada, con todos los botones abrochados, zapatos de tacón bajo y un sombrero negro, rígido como una cofia, encajado a presión sobre la frente, perteneciera a la misma familia que él había conocido en París. Sabía que Mariana tenía treinta y cinco años, pero de lo contrario no habría acertado a calcular su edad, difuminada por la árida, amorfa severidad de las matronas españolas que se consagran a la proclamación de su decencia, un fervor confuso, a medio camino entre la militancia pública y el compromiso íntimo, que, en su caso, ningún hombre tendría mucho interés en quebrar y del que ni siquiera la mujer más malévola se atrevería a dudar. No es que fuera fea, tampoco guapa, pero raspaba.

A Julio le sorprendió su corteza, esa leñosa condición de fruto seco tan incompatible con la gracia de su hija, que había heredado de ella el color de los ojos, azulísimos, pero no la sensualidad, ni el descaro, esa precoz consciencia de su cuerpo que le había impulsado a añorar por anticipado su madurez mientras la escuchaba programar su noviazgo. Mariana también era alta, robusta pero no gorda. Su cuerpo cuadrado, de huesos grandes, ancho y con pocas curvas, transmitía una impresión de quietud involuntaria, una pesadez cercana al cansancio que tal vez la alejaba de sus primos aún más que sus rasgos físicos.

Mientras la miraba, Julio recordó a la hermana pequeña de Ignacio, María, que tenía los tobillos gruesos, igual que ella, y el pelo castaño, del mismo color, pero nunca estaba quieta y se movía deprisa, por la calle, por la casa, en la cocina, con los niños, siempre en pos de una decisión que se extendía a su manera de hablar, de escuchar, de reírse, y que compartía, en mayor o menor grado, con sus padres, con sus hermanos, con su cuñada. Sí, es eso, pensó Julio mientras se levantaba y la veía acercarse con pasos lentos, extrañamente blandos, y un aire indolente, aburrido, que confirmó su intuición de que no estaba demasiado viva ni muy interesada por nada, por nadie.

—Buenas tardes, me llamo Julio Carrión —y extendió en el aire una mano que ella estrechó sin fuerza y sin interés, para hacerle recordar el mote que le habían puesto sus primas—. Acabo de llegar de París. Soy amigo de su primo Ignacio, Ignacio Fernández Muñoz.

—Sí, sí… Ignacio. Claro.

Pero cuando terminó de decir eso, todo había cambiado ya.

—Angélica, vete a tu cuarto.

—Pero, mamá…

—He dicho que te vayas a tu cuarto.

Cuando se quedaron solos, Julio afrontó una mirada dura que supo corregirse a sí misma tan deprisa como la sangre había sabido volver al rostro que abandonó un par de minutos antes. Mientras Angélica se levantaba, le miraba y salía del salón arrastrando los pies, las suelas de sus zapatos cifrando una nota de rebeldía inservible pero acorde al fin con su edad, Julio tuvo tiempo suficiente para contemplar una metamorfosis circular y completa, que iluminó los ojos de su madre con una frenética secuencia de luces y sombras cuya naturaleza no le sorprendió. Mariana Fernández Viu estaba muy nerviosa, pero por debajo de ese temblor, Julio Carrión percibió miedo, recelo, hostilidad, rabia, una insoluble vacilación entre dos instintos antagónicos, que le aconsejaban al mismo tiempo ponerse en contra y ganarse el favor del recién llegado, curiosidad, y mucho más miedo. Sobre todo miedo, tanto, y tan intenso, que pronto desbordó el significado de su propio nombre en beneficio de palabras más oscuras, más turbias, también más enfáticas, palidez, horror, parálisis, histeria, pánico, terror.

—No se asuste, por favor —Julio le dedicó una sonrisa encantadora que no fue bastante para disolver una mirada despavorida—. No voy a hacerle daño.

Mariana no le contestó. Se quedó quieta, agarrada a su bolso, sin moverse, sin dejar tampoco de mirarle. Al principio pensé pedirte que la mataras, recordó Julio, y se dio cuenta de que aquella mujer, sin haberla oído nunca, había escuchado esa frase muchas más veces que él, y pudo calibrar la magnitud de su miedo. No está mal que me temas, se dijo, pero volvió a sonreír antes de sentarse, y adoptó la actitud del dueño de una casa para señalar la butaca que Angélica acababa de abandonar.

—Siéntese, por favor —ella le obedeció como si acabara de darse cuenta de quién había empezado a mandar allí, pero aún sacó fuerzas de alguna parte para aparentar lo contrario.

—¿Cómo están? —el silencio de Julio la obligó a ser más precisa—. Mis primos, y mis tíos… ¿Están bien?

—De salud sí, todos bien. Los que han sobrevivido, claro, porque a Mateo lo fusilaron. Ignacio se ha casado con una chica muy guapa, aragonesa, tienen dos críos. María también se ha casado. Con un toledano, ya ve, viven en Francia pero no se mezclan con los franceses. Tiene una niña y espera otro. Paloma… Paloma no ha tenido hijos. A su marido también lo fusilaron. Eso lo sabe, ¿no?

Mariana no contestó a esa pregunta. Encogió los hombros, los brazos, cerró los ojos, se santiguó y bajó la cabeza hasta que su barbilla se encontró con su cuello, como si pretendiera ofrecer su nuca a ciegas. Julio no se apresuró a tranquilizarla.

—No voy armado —dijo después de un rato, pero ni siquiera así logró que ella lo mirara—. No soy un pistolero, ni un guerrillero, no se preocupe. Ya le he dicho que no voy a hacerle daño, pero si no se tranquiliza, no vamos a poder hablar de negocios.

Julio no tenía prisa, y la paciencia jugaba a su favor. Había tenido tiempo para elaborar una estrategia compleja, había afinado minuciosamente los detalles, había previsto que no le convenía ser explícito antes de tiempo, y por eso aquella tarde habló poco, lo justo. Cuando se marchó, lo único que Mariana sabía con certeza era que aquel desconocido tenía la sartén por el mango de un poder notarial, y que se había tomado la molestia de investigar, o hacer investigar en su nombre, el número y la calidad de los apoyos a los que ella podría recurrir en el caso de que fuera tan insensata como para dar la batalla.

—Supongo que, en aquel momento, mayo del 39, no la molestaría nadie, ¿verdad? —le había dicho—. Después de facilitar la detención del marido de su prima, socialista, profesor universitario, de una familia de profesores, de abogados, de jueces de izquierdas, y eso sin contar con los Fernández… Era una buena pieza, desde luego, un rojo notable, y en aquella época, esas cosas contaban, como es lógico. Pero ya no estamos en el 39, y éste es un país serio, así que, por mucho que su amiga Dorita y las monjas del convento de Divino Pastor hablen maravillas de usted, y que conste que no las pongo en duda, comprenderá que la situación de esta casa y de las restantes propiedades de sus tíos es muy irregular. Por eso he venido a verla, porque voy a encargarme de regularizarla, pero no se asuste, por favor. Estoy seguro de que encontraremos una solución satisfactoria para todos.

No fue ni un milímetro más allá, y Mariana le invitó a comer un par de días después, para hablar más despacio. Aquel día, ella misma le abrió la puerta. Se había puesto un vestido de terciopelo color burdeos, tan ceñido que el tejido transparentaba la estructura de la faja a pesar de su espesura, con un escote grande, trapezoidal, adornado con un broche de bisutería a cada lado, por el que asomaba la mitad superior de unos pechos muy blancos, blandos y accidentados por una constelación de granitos que se repartían con una sorprendente vocación de equidad alrededor de algunas venas gruesas, azuladas. Para templar su frialdad, su propietaria se había pintado los labios de rojo oscuro, un color semejante al que Paloma había elegido para salir con él en París, aquella noche que ya parecía tan remota como si hubiera sucedido al otro lado del tiempo. Al verle, le sonrió con un diente manchado de carmín y un descaro improvisado y torpe que más le habría valido aprender de su hija, y Julio, satisfecho, le sonrió a su vez, mientras pensaba, anda, que lo que es conmigo, vas dada, rica…

Cuando Mariana firmó un documento por el que se comprometía a no reclamar derecho ni cantidad alguna en la primera operación de venta de los olivares de su tía María, no sabía que el dinero que Julio obtuviera después de pagar las comisiones correspondientes, no llegaría jamás a las manos de su tío Mateo. Tampoco imaginaba que aquel documento acabaría hecho pedazos muy pequeños en la primera papelera que encontró su invitado al salir a la glorieta de Bilbao.

La renuncia que había firmado no tenía otro sentido que tranquilizarla, y prestar una vaga apariencia de legalidad a una operación donde el poder notarial que había acompañado a Julio desde París actuaría como un simple guardaespaldas. Sus nuevos amigos le habían aconsejado un procedimiento mucho más complicado que una simple compraventa, que tenía el defecto de multiplicar a los intermediarios pero la virtud de blindar sus intereses frente a cualquier reclamación directa o colateral, presente o futura. Porque todas y cada una de las propiedades de la familia Fernández Muñoz ya habían dejado de ser suyas cuando fueron teniendo lugar, en un despacho cerrado con llave, a las seis y media de la mañana, sucesivas ficciones de subasta pública que se rematarían en un par de minutos, por un precio mucho menos que simbólico, a favor de la única oferta, presentada por don Julio Carrión González. En los documentos resultantes aparecían diversos nombres propios, pero nunca el de Mateo Fernández Gómez de la Riva, el de su mujer o el de cualquiera de sus hijos, que ya en aquel momento carecían de cualquier relación con las tierras, las casas que habían sido objeto de las correspondientes expropiaciones extraordinarias, amparadas por una ley, la de Responsabilidades Políticas, que había sido derogada dos años antes, pero nunca con anterioridad a la fecha que misteriosamente figuraba en cada expediente.

El mismo día en que el primer documento firmado por Mariana Fernández Viu acabó en la papelera a la que irían a parar todos los demás, a media tarde, copas, putas, reservados, don Julio Carrión González, estrenando un tratamiento que ningún suceso presente, pasado o futuro, llegaría a comprometer durante el resto de su vida, vendió una tercera parte de las tierras de María Muñoz, una simple mujer que no volvería a ser doña nunca más. Las condiciones le resultaron tan ventajosas que no sólo le permitieron saldar su deuda con don Ernesto Huertas sin que su cuenta corriente se resintiera en exceso, sino que también le animaron a arreglar la última cuenta que tenía pendiente con Freud.

—¿Qué tal? —la abordó en uno de los arcos de la plaza Mayor y ella se le quedó mirando con la misma expresión de estupor que le habría dirigido a un fantasma—. ¿Cómo te va?

Había ido hasta allí otras veces. Llevaba semanas siguiéndole los pasos con disimulo, con paciencia, la astucia de un cazador que distingue a lo lejos el descuido de su presa y se relame de antemano, paladeando el golpe que le asestará en el momento preciso, sin precipitarse ni desperdiciar la mejor ocasión. Madrid, que había cambiado mucho, no había cambiado nada, y doña Pilar, su antigua patrona, seguía regentando la pensión de la calle de la Sal con la lengua tan larga como antes, como siempre. Para enterarse de todo, había corrido el riesgo de que el chisme de su regreso circulara en dirección contraria, pero cuando la vio, y vio cómo le miraba, supo que no había sido así, y lo celebró como un buen presagio.

—¿De dónde sales tú, cabrón?

—¡Vaya, Mari Carmen, qué simpática! —Julio se echó a reír, dejó que la última carcajada flotara sobre su sonrisa, y vio sonreír a su pesar a quien no había querido ser la chica de su vida—. Da gusto volver a casa, ¿no?, para que le reciban a uno así…

La hija del Peluca, que de jovencita era una preciosidad, se había convertido en una mujer imponente. Imponente, repitió Julio para sí mismo, imponente, y no fue capaz de salir de ahí, de encontrar nada mejor, otro concepto, otra palabra, un adjetivo distinto. Mari Carmen Ortega no era tan guapa como Paloma Fernández Muñoz, pero seguía teniendo las piernas más bonitas de Madrid y una cara incendiaria que convertía en virtudes sus defectos, aquella nariz grande, aquella boca demasiado ancha de labios sin embargo gruesos y rojizos, que hacía olvidar a los hombres que la perseguían qué tipo de belleza les gustaba sólo con verla. Antes de cumplir veinte años ya tenía un cuerpo espectacular. Ahora, al mirarla despacio, aquel prodigioso equilibrio de líneas rectas y curvas que acariciaba los peligros del exceso sin perder el control en ningún punto, Julio tampoco supo cómo mejorar aquella descripción. Pensar que estaba buena, muy buena, buenísima, le pareció un recurso de simpleza raquítica, casi vergonzosa.

—Pa chasco —ella puso los ojos en blanco y miró primero al cielo, luego a Julio, con esa arrogante expresión de superioridad tan suya, que a él le daba antes tanta rabia y ahora acababa de descubrir que le ponía cachondo—. Es que todas las bandas de música estaban ocupadas.

—Ya…

Entonces, dando por zanjado aquel encuentro, Mari Carmen echó a andar y durante algunos metros hizo como que no se daba cuenta de que él andaba a su lado.

—¿Y tú adónde vas? —se detuvo de pronto, volvió a mirarle, y él descubrió que el amor de su adolescencia había perdido para siempre las ventajas de la altura—. Si puede saberse, vamos.

—Pues no sé. Hace mucho tiempo que no te veo, y éramos amigos, ¿no?, camaradas…

—Ándate con ojo, Julio —Mari Carmen sacó pecho, levantó la barbilla, y encontró en alguna parte su antigua mirada de fiera salvaje—. Ándate con ojo, no vaya a ser que tenga que cagarme en tu puta madre.

—¡Joder, Mari Carmen, pero qué malhablada eres, de verdad! —él volvió a echarse a reír, como si los insultos de aquella mujer le pusieran de buen humor—. Mi madre no era puta, sino una honrada maestra republicana, acuérdate, roja perdida, y murió en el año 41, de una neumonía, en el penal de Ocaña, así que puedes ahorrarte el trabajo.

—Es verdad… —ella asintió con la cabeza—. Se me había olvidado. Y lo siento. Por tu madre, por ti no, que conste.

—Muy bien, acepto las disculpas —la cogió del brazo y ella, desprevenida, se dejó llevar algunos pasos—. Y ahora, vamos a tomar algo, yo invito.

—¿Qué? —intentó resistirse, pero él siguió andando a su lado—. ¿Tú y yo vamos a tomar algo? —Julio la miró, asintió con la cabeza y volvió a tirar de ella—. ¡Vamos, no me jodas!

Pero cuando él abrió la puerta de una cafetería de la calle Mayor para cederle el paso, la hija del Peluca ya había dejado de protestar.

—¿Qué quieres tomar?

Ella no contestó enseguida. De pie, ante la barra, con una blusa blanca muy sencilla, sin adornos de ninguna clase, y una falda tubo también blanca, de un tono distinto, más amarillento, que hacía justicia a sus caderas pero no recibía de ellas a cambio la gracia de disimular la antigüedad de sus costuras, abiertas por el uso, se sentía insegura en aquel local, que a Julio no le había parecido demasiado caro ni elegante hasta que la vio mirar de reojo hacia las mesas donde grupitos de señoras enjoyadas, recién salidas de la peluquería, chismorreaban con la excusa de la merienda.

—No sé —reconoció al rato—. ¿Qué vas a tomar tú?

—Una copa de coñac —contestó Julio—. Para recuperarme de la emoción de volver a verte.

—No, yo, una copa no —ella no acusó el piropo, mientras miraba con atención el contenido de las vitrinas que había sobre la barra—. Un café con leche y una tostada.

—¡Qué clásica! —murmuró Julio mientras llamaba al camarero.

—O si no, espera —pero Mari Carmen llegó antes—. Mejor un emparedado de esos nuevos que se hacen a la plancha, seguro que aquí hay… —él la miró con una sonrisa de satisfacción que ella no pudo interpretar—. De jamón y queso, ¿sabes, no?

—Sí, sé.

Y sabía también que había ganado, lo supo incluso antes de ver cómo se quedaba mirando su taza, después al camarero y su taza otra vez, para dirigirse después a aquel hombre en un tono inaudito en otros tiempos, un acento sumiso, casi suplicante y respetuoso con la autoridad, que Julio escuchaba por primera vez en aquella voz.

—¿Me puede traer otro azucarillo, por favor? —y cuando lo tuvo delante, lo cogió, lo juntó con el primero y se guardó los dos en el bolso.

—¿Y te vas a tomar el café sin azúcar?

—No me importa —sonrió—. Me gusta mucho y no suelo tomarlo. Además, así sabe más a café, y a los niños les gusta el azúcar.

Julio pidió otro café con dos azucarillos, se lo pasó, y ella sonrió, le dio las gracias, pero volvió a enviar los dos terrones al fondo del bolso. Luego, mientras comía muy despacio, como si quisiera ser consciente de cada bocado, él le hizo algunas preguntas cuya respuesta ya conocía, y ella las contestó sin adivinar sus intenciones.

—Mío, sólo tengo uno, pero ahora cuido también a la de mi hermana, que se ha largado y no sabemos dónde está.

—Vaya faena, ¿no?

—Pues sí, la verdad. Yo por un lado lo comprendo, comprendo que se haya hartado, porque ahora todo está muy difícil, la vida se nos ha puesto muy cuesta arriba, pero mucho, no veas, el trabajo está mal, con un jornal no alcanza para nada. Y en mi casa no hay jornales, sólo estábamos las tres, cosiendo, así que… Pura tenía un tío detrás, yo lo sabía. Ella decía que no, por lo de su marido, porque le parecía feo liarse con otro, aunque ése también, como hace ya más de dos años que no escribe…

—¿Dónde está?

—En Francia —le miró, frunció los labios en una mueca escéptica, se encogió de hombros—. Vamos, digo yo que estará en Francia. Con otra, supongo, aunque igual se ha ido a América o se ha muerto, porque no sabemos nada de él. Por eso te he dicho que yo lo entiendo, entiendo lo que le ha pasado a Pura, pero dejarnos así, de buenas a primeras, con la niña… No hay derecho, ni por la cría ni por nosotras, creo yo.

—¿Y el tuyo?

—¿Quién?

—Tu marido. ¿Está en Francia también?

—No… —se echó a reír—. Antonio está mucho más cerca. En Yeserías, aquí al lado.

—¿Todavía?

—Qué va —sonrió, y mantuvo la sonrisa mientras hablaba en un tono risueño, casi dulce—. Salió a finales del 44, encontró trabajo, me dejó preñada y cuando el niño estaba todavía mamando, lo trincaron y lo volvieron a meter dentro. Mira, por lo menos no le dio tiempo a dejarme preñada otra vez.

—Lo cuentas como si fuera muy divertido.

—No, no es eso. No es divertido, pero ¿qué quieres? —se puso seria, pero ninguna sombra oscureció su voz—. Así es la vida.

—La de los buenos —sugirió Julio.

—Pues sí —y sus ojos recobraron el brillo que esmalta la mirada de ciertas fieras nocturnas—. Tú lo has dicho. La de los buenos.

Madrid, que había cambiado mucho, no había cambiado nada, y Mari Carmen Ortega seguía siendo Madrid, en la arrogancia de las mujeres valientes hasta la insensatez y en la humillación de las mujeres apaleadas hasta la extenuación. También en esa humillación. Julio Carrión se dio cuenta, y por eso no acusó las chispas de sus ojos oscuros, el estruendo violento y silencioso de sus mandíbulas apretadas, expresiones de una cólera antigua, una ferocidad caducada, una abnegada predisposición al sacrificio, al combate, al heroísmo, que estaba destinada a ahogarse sola, a asfixiarse lentamente por falta de oxígeno.

Mari Carmen Ortega no sabía, y no quería saber, en qué ciudad, en qué país, en qué realidad vivía. Julio Carrión, modestamente experto en copas, en putas, en reservados, no perdió el tiempo en explicárselo.

—¿Y a ti no te interesaría cambiar de vida, Mari Carmen?

Se sacó la cartera del bolsillo y de aquélla todo un capital, un billete de cien pesetas, después otro, y otro más, y los fue poniendo encima de la barra. Suponía que, de entrada, ella se iba a ofender, y se ofendió. Lo que no esperaba era que equivocara el carácter de su oferta, y eso fue lo que pasó.

—¿Pero tú quién te has creído que soy yo?

Cuando hizo esa pregunta, todavía estaba sentada en un taburete y hablaba en voz alta, en un tono asombrado, estremecido, pero propio aún de una conversación. Después, se puso de pie, se hinchó igual que una gallina y, los puños en la cintura, la barbilla alta, el pecho lanzado hacia delante, empezó a escupir palabras en un susurro herido y desafiante que acertó a proyectarse en la naturaleza de un grito.

—Yo no soy una chivata, Julio, no soy una chaquetera, ni una traidora como tú. Prefiero morirme de hambre, ¿te enteras?, prefiero pedir limosna en la calle. Antes muerte que traición, escúchalo bien. Eso es lo que digo y sé por qué lo digo, así que no vais a sacarme nada, ¿comprendes?, ni una palabra. A mí no. No hay dinero en este mundo para comprarme a mí, y si no, pregúntaselo al comisario del distrito Centro, que me conoce, me conoce muy bien, que te lo diga él, no hay…

—No es eso, Mari Carmen —él controló su sorpresa, la sujetó de un brazo, la atrajo hacia él, sonrió—. ¿Qué te has creído tú? Yo no soy policía, no tengo nada que ver con la policía, me trae sin cuidado lo que sepas y lo que dejes de saber… —ella se quedó quieta, abrió mucho los ojos, le miró—. Lo que quiero es otra cosa. Y perdona que te lo diga, pero pareces tonta, la verdad.

Mari Carmen tardó más de un instante en reaccionar. Moviéndose muy despacio, volvió a sentarse en el taburete, dio un sorbo a su taza de café, sonrió para sí misma y después, sin dejar de sonreír, volvió a mirarle.

—Así que es lo otro —dijo, y negó con la cabeza varias veces, como si no pudiera aceptar su propia conclusión—. Lo que tú quieres es acostarte conmigo, ¿no?

—Sí —no tenía nada que perder, pensó él al admitirlo.

—Hay que joderse —y se echó a reír—. Con lo que ha llovido, parece mentira que todavía me tengas ganas, Julito…

—¿Qué quieres? —él se limitó a sonreír—. Soy un hombre fiel.

—Ya, pues… —Mari Carmen volvió a reírse, estaba nerviosa, quizás incluso halagada por la constancia de su deseo, pensó él, pero ni los nervios ni la vanidad la estorbaron para coger los billetes que había encima de la barra con una rapidez que a él le desconcertó durante un instante—. Bueno, mira, de momento, me voy a llevar esto para ir pensándomelo.

—Llévate mi teléfono también —añadió él, mientras lo escribía en una tarjeta a toda prisa—, por si te animas a llamarme. Aunque no suelo comer en casa, me gusta dormir la siesta. Nunca salgo por la tarde antes de las siete.

—Vale —ella cogió la tarjeta, la metió entre los billetes y lo guardó todo en el monedero—, pero no creo.

—Por si acaso.

Luego, las piernas más bonitas de Madrid transportaron su cuerpo imponente hasta la calle, y mientras la miraba, Julio analizó la escena que acababa de vivir como si hubiera sucedido en la vida de otro, y sucumbió a una pintoresca paradoja moral. Era, desde luego, un extraño concepto de la decencia el que había llevado a Mari Carmen a jurar, y Julio sabía que no lo hacía en falso, que estaba dispuesta a morirse de hambre antes que a delatar a cualquiera de los suyos, pero esa entereza no le había impedido levantarle trescientas pesetas delante de sus narices, a cuenta de los favores que probablemente no le importaría venderle por otros billetes de menos valor. Aunque su cuerpo le habría consentido eso y más, Mari Carmen Ortega nunca había sido voluble, ni coqueta. Julio la había visto cambiar de hombre con frecuencia, pero sabía también que había sido fiel a cada uno de ellos con la única excepción del sucesivo, y a partir de su boda, que doña Pilar supiera, y en eso doña Pilar era tan omnisciente como Dios, no había habido más. Qué mujer más rara, pensó, y de repente se acordó de Eugenio y se echó a reír. No tenía la menor intención de reunir en ninguna parte a Mari Carmen con su antiguo amigo de la División, pero calculó que, si lo hiciera, tal vez él la encontraría respetable, incluso admirable, toda una heroína. Qué tontería, Julio volvió a reírse, claro que a Romualdo, en cambio, igual se la presento, para que vaya enterándose de lo que hay…

Mari Carmen le había dicho que no le iba a llamar, y no le llamó, pero diez días más tarde se presentó en su casa a las seis en punto.

—Sin besos —le advirtió en la misma puerta.

—¿Como las putas?

—Igual —entró, dejó el bolso encima del sofá, le miró—. Es lo que soy, ¿no?, una puta. Pero también soy mejor que tú, y no quiero que se nos olvide a ninguno de los dos.

—Eres mejor que yo… —Julio fue hacia ella, la cogió por la cintura y dejó que sus dedos ascendieran despacio para acariciar sus pechos, sus hombros, sus brazos, antes de inmovilizar con las suyas las manos de la mujer a la que había deseado más, y durante más tiempo, en toda su vida—, pero estás jodida, María del Carmen.

Aquella tarde, don Julio Carrión González arregló su última cuenta y completó el diseño de lo que él mismo había planificado que sería su vida y nada pudo evitar que efectivamente lo fuera.

Las restantes etapas del proceso se fueron cumpliendo sin prisa y sin sorpresas hasta desembocar en la última tormenta del verano, o la primera del otoño de 1949, cuando Mariana Fernández Viu se resignó a entrar en el taxi donde la esperaban un futuro penoso y su hija Angélica. Ella, que todavía tenía catorce años, fue el único personaje capaz de desempeñar un papel distinto al que Julio Carrión le había asignado en una representación, la de su vida, que se desarrollaba con tanta precisión como si el mundo fuera un teatrillo de marionetas y él, autor y máquina, la mano oculta que tiraba de los hilos de cada muñeco para hacerle bailar a su gusto.

—¿Adónde vas? —gritó su madre al verla salir corriendo, el coche ya en marcha, la lluvia empañando el cristal de la ventanilla—. ¡Angélica! Vuelve aquí ahora mismo.

—Se me ha olvidado una cosa, mamá —ella contestó sin volverse—. No tardo nada.

Julio Carrión, que seguía apoyado en uno de los pilares de granito del porche, fumando, la vio venir, y no le dio importancia. Angélica se había criado sola, y era una niña mimada, caprichosa, que no obedecía a nadie y hacía siempre lo que le daba la gana. Tampoco había escuchado su última conversación con Mariana, los insultos rabiosos, estériles, que se habían estrellado contra su indiferencia, la cortesía displicente, desganada, a la que atribuyó la frenética insistencia con la que su madre la reclamaba. Y sin embargo, aquella niña sabía algo que él no sabía y que no logró adivinar mientras la veía subir por la escalera.

—¡Angélica! —Mariana abrió la puerta del coche, sacó una pierna, no se animó a salir—. ¡He dicho que vuelvas aquí! —pero su hija ya estaba arriba.

—Ven conmigo —se acercó a Julio, le cogió de la mano, le obligó a entrar—. Se me ha olvidado una cosa.

Entraron juntos en el recibidor y ella le empujó contra la pared como si pretendiera asegurarse de que Mariana no podría verlos. Lo que pasó después no pareció mucho, y sucedió muy deprisa. Antes de que su madre tuviera tiempo para chillar otra vez, Angélica miró a Julio, cerró los ojos, le besó en los labios y salió corriendo.