Raquel colocó el péndulo caótico encima de la mesilla, delante de la foto de sus abuelos. Le gustaba mirarlo, y a mí me gustaba ver cómo lo miraba, porque sus labios acusaban la impredecibilidad del movimiento con una sonrisa perpetua y sin embargo elástica, cambiante, que crecía, y se encogía, y volvía a crecer en cada enloquecido capricho de la bola roja, de la bola negra, sin borrarse nunca, sin dejar nunca de ser una sonrisa.
—Es como si se persiguieran, ¿verdad? —me dijo una vez, al principio—. Y es imposible, porque las dos están sujetas al mismo eje, pero cuando cambian de sentido y empiezan a girar tan deprisa, parece que la una intenta coger a la otra, y luego se cansa, y por eso se para, y entonces, de repente, la perseguida se convierte en perseguidora, y es como si todo volviera a empezar, pero al revés…
—¿Te gusta, eh?
—Mucho.
—Si lo llego a saber, no te lo regalo.
—¿Por qué?
—Porque no me haces ni caso, Raquel. Estás todo el rato pendiente de él.
—¡Oh! —entonces se volvía hacia mi lado, ponía los ojos en blanco, fingía una repentina expresión de escándalo, me abrazaba, sonreía, se disponía a estar pendiente de mí—, Álvaro…
Desde mi lado de la cama, la visión del péndulo interfería con la de la foto que estaba detrás. La bola del elemento exterior ocultaba y revelaba la imagen del tanque a intervalos rítmicos, rigurosos, extremadamente previsibles, y tan desvinculados en apariencia del descarado coqueteo de las bolas más pequeñas, que ahora tapaban un rostro, y luego otro, más tarde ninguno y por fin los dos, como si todo no fuera la misma cosa. El todo se había convertido en un término problemático para mí, una nueva gota de disolvente sobre la apacible llanura que había empezado a accidentarse cuando otro concepto esencial, dos palabras transparentes y sólidas como una viga maestra, mi padre, cedió a las primeras grietas. A veces, al mirar el péndulo al que los ojos de Raquel retornaban sin solución una y otra vez, pensaba que aquel artefacto ingenioso, pero inocente, era una representación exacta de mí mismo, un buen chico, un buen hijo, un buen ciudadano, un hombre corriente, hasta vulgar, a quien nunca le pasaba nada que no estuviera más o menos programado, y el caos amable y doloroso, placentero y amargo, estable a su manera y precario siempre, que le estaba desordenando por dentro.
En los primeros tiempos de mi historia con Raquel, ese diagnóstico, certero en la teoría, no se cumplió en la práctica, sin embargo. No me apetece hablar de tu padre, me había advertido ella en los momentos previos a la explosión callada, sigilosa, que alteró la órbita del planeta para otorgarle el privilegio de girar alrededor de sus caderas. Yo le había dicho que a mí tampoco me apetecía y había dicho la verdad. Ese pacto elemental, desnudo de argumentos, de condiciones, desarboló el fantasma de Julio Carrión González, a quien su última amante terminó de expulsar con una patada tajante, definitiva, de una realidad a la que ya jamás podría acceder. Donde no estuvo nunca fue aquí, en esta cama. Aquella aclaración fue algo más que un regalo, más que un acuerdo adicional o una garantía que yo no había pedido, la confirmación puntual, oportuna, de que lo que pudiera suceder entre ella y yo no sería jamás una continuación de lo que hubiera tenido ella con mi padre en aquel ático de la calle Jorge Juan.
Con la revelación de Encarnita pasó algo parecido. Esa historia siempre fue muy misteriosa, había dicho ella, y con eso me di por satisfecho, porque después de examinarla sin demasiada atención, concluí que sus términos encajaban aceptablemente con la versión oficial. Mi madre veraneaba en Torrelodones de pequeña, mi padre la conoció allí y luego, muchos años después, le dio trabajo para ayudarla a escapar del tiránico control de la abuela, que pretendía tenerla encerrada en casa todo el día. Se enamoraron, se casaron y tuvieron cinco hijos, yo el cuarto. Que Mariana hubiera acudido a la Guardia Civil para decir que mi padre se lo había robado todo, y que en lugar de la casita de alquiler situada junto a la estación, su reclamación aludiera a uno de los chalés más valiosos del pueblo, no había podido ser un simple malentendido, pero dejó de tener importancia en el momento en que la despojada se convirtió en la madrina de la boda de su única hija con el supuesto autor de su ruina. Ese detalle bastaba para justificar la versión edulcorada y ambigua que habíamos recibido sus nietos, y relegaba el misterio de Encarnita a la categoría de un simple lío de familia, esos conflictos relevantes siempre para los protagonistas pero nimios para cualquier testigo imparcial. A aquellas alturas, yo ya no era otra cosa, y tampoco tenía ganas de hablar, de pensar en eso.
En los primeros tiempos, sólo pensé en Raquel, en su cuerpo, en su piel, en sus gestos, en su manera de sonreír, de ponerse seria, en su forma de mirar, de mirarme, y en el despojo seco y sin sentido en el que la ausencia de todas esas cosas convertía mi cuerpo, condenando mis ojos a una impotencia peor que la ceguera, porque no les impedía seguir contemplando la trivialidad, un conjunto de formas y colores pálidos, deslucidos, irritantemente idiotas, que se empeñaban en seguir existiendo a mi alrededor. El tiempo se llamaba Raquel, los días, las horas, los minutos, los segundos se definían por ella y hacia ella, y sólo existían dos momentos en mi vida, los que ganaba a su lado y los que perdía por las esquinas de un mundo que la proclamaba en cuanto contenía, las personas y los objetos, los paisajes y los edificios, la luz y la sombra, porque en todas partes la veía y en todas me dolía no poder mirarla. Caí por esa pendiente tan deprisa que no llegué a cobrar conciencia de mi propia velocidad, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que me pasaba, mi vida ya se había convertido en algo menos que una coartada, un simple envoltorio que me consentía vivir una vida más grande que la mía y que se llamaba Raquel, igual que el tiempo.
Ella nunca me frenó, nunca me puso límites. Aquella primavera magnánima, paradigma y resumen de todas las primaveras, bendijo cada uno de nuestros encuentros con el don de la facilidad, una fluidez ligera, continua, soleada y casi crujiente. La armonía nos mantuvo protegidos, seguros, entre las cuatro esquinas de una cama donde sólo existían el sexo, la risa, la complicidad liviana y confidencial que es propia de los amores adolescentes y algo más, algo más grave, más necesario, que acertaba a sentir conmigo, en mí, que la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del Sol justo debajo de nuestros cuerpos desnudos y enlazados. Más allá estaba todo lo demás. Más allá estaba el invierno, el hielo, la condición resbaladiza y sucia de una nieve fea, terrosa, manchada de barro y deshecha sólo a medias por las pisadas de la gente, mucha gente inocente y culpable, leal y traidora, consciente o no de la herida que sus pasos iban abriendo en las heladas aceras del futuro de sus hijos, de sus nietos, un horizonte culpable, desolado, distinto del paisaje limpio y envuelto con astucia en un bonito papel de colores brillantes que alguna vez ellos creerían heredar. Más allá estaba el invierno, pero yo no fui capaz de presentirlo, y así dejé pasar el tiempo, sin preguntas, sin respuestas, sin silencios.
Raquel lo sabía todo, siempre lo había sabido todo y que, en algún momento, el mundo que sosteníamos entre las manos con la indolente naturalidad de dos príncipes herederos, estallaría en el aire como una pobre burbuja de jabón. Yo no sabía nada excepto que no quería saber, no todavía, mientras mi vida se iba convirtiendo en algo menos que una coartada, el envoltorio de la única vida verdadera, la que nacía en el instante en que mi dedo índice temblaba contra el botón de un portero automático.
—Hola, soy yo.
—Sube.
Siempre decía lo mismo, sube, una orden, una súplica, una respuesta o la mitad de una contraseña vital, clandestina. Sube, decía, y yo subía, y a veces la había llamado antes, y a veces no, pero siempre la encontré al otro lado del timbre. Entonces, el clima aún era templado, la primavera aún no necesitaba desembocar en el verano y a mí todavía me bastaba con necesitar a Raquel. Esa necesidad era todavía un bien, un privilegio capaz de dilatarse en el tiempo, de llenar con holgura los fines de semana, dos días enteros, hasta tres, en los que lograba gobernar con firmeza su ausencia y mi ansiedad, atesorar mi deseo como un avaro que se esconde para contar sus monedas, retrasar a conciencia, con la morbosa serenidad de un místico o un faquir profesional, un placer complejo, difícil de definir, hecho de júbilo, y de experiencia, y de conocimiento, y de memoria, y de alivio, y de impaciencia. Todo lo que sentía cuando escuchaba ese verbo, sube, esa voz que me salvaba la vida sin haberme dado aún noticias de la muerte.
Sube, eso bastaba, y yo subía, y allí estaba ella, Raquel Fernández Perea, una chica lista de belleza secreta, enigmática, una mujer tan guapa que había que mirarla dos veces, y mirarla despacio, para verla del todo, para apreciar con precisión el problema de sus caderas, que parecían exceder ligeramente la proporción que exigía la estrechez de su cintura y sin embargo proclamaban con vehemencia la perfección de su cuerpo, su piel aterciopelada como la de un melocotón poco común. Ese era el único problema que yo quería resolver, el único que me interesaba, y sostenía un todo infinitamente más grande que la suma de las partes al asir a Raquel por las caderas, y cada vez estaba más lejos de la solución, y la solución cada vez me importaba menos.
Luego la abrazaba, la miraba, y entonces, durante un instante, aunque no quisiera, aunque me hubiera propuesto evitarlo, aunque me lo hubiera prohibido a mí mismo, me acordaba de todo, y sobre todo de mi padre, un hombre encantador, el más simpático, un mago, un encantador de serpientes, un hechicero, un hijo de puta, un pobre hombre adicto a las benevolentes pero quizás mortales trampas de la química, el hijo de mi abuela, el marido de mi madre, el amante de la mujer que deshacía el círculo inmaculado y perfecto que dibujaban sus labios para lograr sonreírme muy despacio, con los ojos entornados y un golpe de color en cada mejilla, desde la tibieza de una primavera precoz que codiciaba ya el calor del verano. Entonces me acordaba de todo y me parecía tan raro, tan extraño, tan incompatible con la realidad que estaba viviendo, que rompía a hablar de lo que fuera, de cualquier cosa, palabras y palabras sin más propósito que apagar el ruido que atronaba dentro de mi cabeza. El sonido de mi voz tranquilizaba a Raquel, la complacía, prolongaba la risueña pereza del placer en una alegría espontánea, pero consciente. En ese momento me daba cuenta de que aquel día, como todos los días, ella había esperado que yo me decidiera a hacer preguntas sobre mi padre, y al comprobar que tampoco había elegido ese día para decidirme, me respondía con una de esas sonrisas luminosas, hondas, que sabían decir que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que le gustaba, que me quería.
—El otro día estuve pensando… —la miraba y ella esquivaba mi mirada, encogía los hombros en un movimiento casi imperceptible, se estiraba en la cama mientras yo abordaba el primer asunto que se me pasara por la cabeza—. Tu marido, ¿qué era?
Entonces se echaba a reír, se volvía hacia mí, me abrazaba, me besaba.
—Un imbécil.
—Ya, pero ¿qué clase de imbécil? Quiero decir, ¿a qué se dedicaba? Aparte de a hacer el imbécil, claro.
—Trabajaba en la IBM y sigue trabajando allí, creo. Para tu satisfacción añadiré que también es economista, lo conocí en la facultad. Y por lo demás…
—Vaya —sonreí—. En una cena de matrimonios, yo sería el único original. Espero que me lo tengas en cuenta.
—Por lo demás —siguió, como si no la hubiera interrumpido—, tenía una Harley, que le gustaba mucho más que yo, un afgano, al que quería mucho más que a mí, una adicción a la cocaína que le estimulaba mucho más que yo, y un montón de amigos con Harleys y amigas con perros de raza que le caían mucho mejor que yo.
—¿Y por qué te casaste con él?
—Pues… —hizo una pausa, se quedó pensando, volvió a sonreír—. Ahora ya no lo sé, la verdad. Empezamos a salir en segundo, estuvimos juntos un par de años, rompimos, a mí me dio por el teatro, me lié con aquel actor que te conté, me dejó, él se enteró, me estuvo persiguiendo una temporada y, de repente, me pareció mucho más interesante que la primera vez. Porque tenía una Harley, supongo, porque tenía un afgano, porque entonces ganaba mucha más pasta que yo y se la gastaba hasta el último céntimo, porque todavía se limitaba a meterse una raya de vez en cuando y siempre hacía otra para mí, porque me llevaba de vacaciones a países exóticos, porque era muy guapo y porque yo, de joven, la verdad sea dicha, también era bastante imbécil… Pero con el tiempo he mejorado mucho, ¿eh?
—¿Era muy guapo? —fruncí el ceño y se echó a reír.
—Sí —y subrayó esa afirmación con la cabeza—. Muy, muy guapo.
—¿Cuánto de guapo?
—Espera. Te lo voy a enseñar…
Cuando se levantó de la cama, atardecía. La luz de un sol rendido, pesaroso de su debilidad, jugaba con el aire y con mis ojos, creando planos luminosos e imposibles que ella atravesó como si fueran de agua. Aquella claridad irreal, casi teatral, envolvió su cuerpo desnudo en una gasa dorada y transparente, un adorno lujoso que se humillaba ante su piel perfecta y que me abandonó para ir con ella. Raquel se llevó consigo la sutileza de aquella luz resistente, condenada a morir en el desesperado amor del día, hasta aquel viejo escritorio que me gustaba tanto, y yo sentí que el mundo se había quedado a oscuras, que no podía existir nada hermoso, nada suave ni brillante, ninguna emoción, ningún placer, ni un solo átomo de verdad, de la realidad verdadera, lejos de aquel cuerpo amado por el sol, que amanecía para mí y me consentía amanecer en él a cualquier hora. Entonces se dio la vuelta y la luz volvió a mí, vino con ella.
—Mira —traía un montón de fotos en la mano—. Es éste, ¿ves?
No me acuerdo de la fecha concreta de aquel día. Tampoco sé si fue en aquel momento, o un poco antes, o quizás incluso después, cuando comprendí que me había enamorado de Raquel del todo, en todo, por todo, con todo y sin remedio. No soy capaz de reconstruir con precisión las circunstancias de aquel descubrimiento porque no tenía la costumbre de sentir nada parecido y sí muy arraigado el hábito de sonreír, con una simpatía cortés, bienintencionada, ante las declaraciones universales, totalitarias, metafísicas y terminales de mi hermano Julio, de mis amigos, de las amigas de mi mujer. Nunca lo dije en voz alta, pero mientras Mai se indignaba, yo me limitaba a pensar que estaban exagerando, y la sospecha de que tal vez me estuviera perdiendo algo no era suficiente para desarmar el imaginario lápiz rojo con el que dividía por la mitad, de entrada, la cifra de los dolores, de las espinas, de los vacíos, de las lágrimas, de la exaltación, de las babas, de la felicidad, del placer de las vidas ajenas. Entonces solía recordarme a mí mismo que me gustaba mi mujer, que me gustaba mi trabajo, que me gustaba mi vida, y no echaba nada de menos. Pero eso sucedía en los tiempos de mi pobreza, cuando yo creía que mi vida era mía, y que era vida. Después, en algún momento que no puedo reconstruir con precisión, la aritmética se burló de mí, y ni siquiera tuve fuerzas para aprender a multiplicar todo lo que antes había dividido. No fue necesario. El dolor, las espinas, el vacío, la exaltación, las babas, el placer, aprendieron a multiplicarse por su cuenta con la implacable determinación de un organismo vivo, implacablemente determinado a crecer para estabilizarse y conservar su forma.
No me acuerdo de la fecha concreta de aquel día. Sólo sé que estábamos a finales de mayo, quizás en junio, porque ya pasaba todas las tardes en casa de Raquel, y porque aquella luz nos empujaba hacia el verano. Y sé que me costó trabajo fijarme en aquel hombre joven, alto y musculoso, que tenía el pelo claro, ondulado en las puntas, y una cara redonda, aniñada, de nariz pequeña y barbilla blanda, que prolongaba en el tiempo un aspecto de surfista adolescente, bronceado, característico de los protagonistas de ciertas series norteamericanas de televisión. Sé que me costó trabajo verle, porque a su lado, en casi todas las fotos, estaba una Raquel de veinte años, delicada y tierna como un melocotón que todavía madura en la rama de un árbol, y su belleza me dolió, me dolió la vida que había vivido sin mí, me dolieron las manos que la tocaban, los brazos que la abrazaban, los labios que la besaban, me dolió la tristeza de no haberla tenido antes, de no haberla tenido siempre, y sucumbí a un impulso turbio e interior, cuya naturaleza era tan desconocida para mí como la violencia con la que se manifestaba. Entonces me dije que nunca podría separarme de esa mujer, que nunca consentiría que hubiera otro imbécil en su vida, que lo único que quería era hacerme viejo a su lado, ver su rostro al despertarme todas las mañanas, ver su rostro un instante antes de dormirme cada noche y morir antes que ella. Eran sólo palabras, o ni siquiera eso, frases hechas, sobadas, desprovistas ya de sentido por el uso, pero yo las pensé, las compuse como si nadie las hubiera pensado o sentido antes, y miré a Raquel, y la vi mirarme, sonriente primero, luego más seria, como si pudiera adivinar lo que me estaba pasando. Hasta que se inclinó sobre mí, y la besé, y la Tierra giró sobre sí misma y alrededor del Sol entre las cuatro esquinas de su cama.
—Bueno, di algo… —me pidió después, y parecía asustada, pero estaba mucho menos asustada que yo.
—Tú eras guapa —la besé en un pecho, cerca del pezón, y logré recuperar al menos una apariencia de normalidad—. Menos que ahora, pero muy guapa.
—¡Álvaro! —se reía—. No seas pelota.
—Lo digo en serio —volví a besarla en el mismo sitio, podría haber seguido besándola así toda la vida—. Y él… Qué quieres que te diga —la miré—. Me gustan más los del tanque.
—A mí también —sonrió—. Pero no estábamos hablando de ellos.
—No, es verdad, sólo digo que me parecen mucho más guapos. Y tu marido, pues… También es guapo, sí, dentro de un orden, rubio, más que otra cosa, que en este país ya se sabe que es un mérito, pero lo encuentro un poco mariquita, ¿no? —ahora se reía a carcajadas, pero me miraba con tanto entusiasmo como si nunca hubiera escuchado un juicio que le gustara más—. Lo digo por el aspecto porque, en fin, con esos rizos tan impropios hasta de un economista, tantas horas de gimnasio a cuestas, y este bronceado de máquina, no sé…
—Pues no era nada mariquita —me corrigió por fin—. Era muy mujeriego, no paraba de ponerme los cuernos.
—¿Y tú?
—Yo, al final, se los ponía también, pero… —y levantó en el aire el dedo índice—, él empezó, que conste.
A mí ni se te ocurra ponerme los cuernos, estuve a punto de decirle, pero me callé, y no porque estuviera casado, un dato que en aquel momento tal vez ni siquiera recordaba, sino porque esa frase tonta y risueña, una inocente queja de enamorado, bordeaba el límite del terreno neutral, una frontera que ninguno de los dos queríamos atravesar. Más allá, en el número indeterminado de los hombres que me habían precedido en su cama antes y después de su divorcio, acechaba la figura de mi padre y yo no quería acercarme a él, no quería conocer fechas ni escenarios, nombres de hoteles o de restaurantes, frases brillantes o silencios elocuentes, no quería saber nada, ningún detalle.
Eso sucedió aquella tarde, y había sucedido otras veces, y volvería a suceder, hasta que llegó un momento en el que ya nada de lo que hubiera pasado entre Raquel Fernández Perea y Julio Carrión González me parecía extraño, sino algo peor, absurdo, ridículo, imposible, porque yo cada vez tenía más con esa mujer, estaba cada vez más implicado, más presente en su vida, y ella no me frenaba, no me ponía límites. Yo fui limando los míos, los rebasé muy deprisa, acabé saltando limpiamente por encima, y a veces la llamaba antes de ir a verla y a veces no, pero ella siempre estaba allí, estaba allí todas las tardes, esperándome, y podíamos hacer cualquier cosa, decir cualquier cosa, hablar de cualquier cosa excepto del hombre que nos había unido, el hombre con el que había empezado todo, un hombre que había sido su amante y que sería siempre mi padre.
Lo que pasó aquella tarde ya había pasado otras veces, volvería a pasar, y entonces, igual que hice antes, igual que haría después, besé a Raquel como si no hubiera besado a ninguna otra mujer antes que a ella, la abracé como si nunca hubiera tenido otro cuerpo de mujer entre los brazos, la poseí con tanto cuidado como si supiera que su vida estaba en mis manos, y al terminar, ella me miró con una entrega tan profunda como si quisiera decirme que lo que ocurría era exactamente eso.
Después me fui a casa. En la escala de irrealidad por la que fue avanzando la afilada plenitud de aquella primavera, la vuelta a casa llegó a la cima mucho antes que los silencios forzados por el fantasma de mi padre.
—¡Álvaro! —Mai se alegraba siempre de verme—. Qué bien que hayas llegado, mira, te voy a enseñar, he estado mirando lo de la cocina, ¿sabes? Mi cuñada me ha llevado a una fábrica que hay en Fuenlabrada, que hacen muebles para firmas de las carísimas, pero allí los venden a precio de coste y no tardan más que un mes y medio, fíjate qué suerte, porque eso nos encajaría con el plazo de los polacos que están trabajando en casa de Isa…
Y me arrastraba hasta el salón, y me sentaba frente a la mesa del comedor, y empezaba a desplegar folletos y más folletos, planos y más planos que iba señalando con el dedo, explicándome las ventajas y los inconvenientes de cada modelo, las islas me encantan, pero claro, suben mucho el precio… Así terminó abril y empezó mayo, mira ésta, ¿a que parece una cocina de los años cuarenta?, pero es bonita, ¿verdad? Así mayo se fue acercando a junio y Raquel ya me miraba desde todas las campanas extractoras, desde cada uno de los verduleros extraíbles, desde cualquiera de los botelleros integrados. ¿Y esta otra? Combinar vitrinas y puertas de madera estará ya muy visto, pero yo lo encuentro acogedor, ¿a que sí?, y el sexo de Raquel, prendido en mis dedos, en mis manos, en la piel de mi memoria, se dibujaba por fin sobre mi cara, pero Mai no lo veía mientras yo asentía a todo excepto a lo que ella no quería que asintiera, para negar entonces con la cabeza y una repentina convicción, no, no, no, por supuesto que no.
—Bueno, pues ya está. ¿Qué hacemos?
—Lo que tú quieras —y sonreía—. Elegimos la que más te guste.
—La que más me gusta es ésta, desde luego —y señalaba unas fotos tan incomprensibles, tan irrelevantes y ficticias como todas las demás—, pero es la más cara de todas.
—Da igual —volvía a mirarla y volvía a sonreír—. Lo único importante es que te guste a ti.
—Ya, pero sin isla no sé si va a quedar bien…
—Pues la ponemos con isla.
Entonces venía hacia mí, se situaba detrás de la silla, rodeaba mi cuello con los brazos, me daba muchos besos y yo cada vez me sentía menos culpable.
—¡Voy a llamar a Isa ahora mismo para contárselo! Qué bien. La verdad es que tener tanto dinero de repente es una gozada, ¿o no? —y entonces, cuando ya estaba a punto de salir por la puerta, se acordaba de algo, giraba sobre sus talones, me dedicaba una sonrisa radiante—. Y tú libro, ¿qué, cómo va?
—Bien, bien… —decía yo—. Pero voy muy despacio, acabo de empezar, ya sabes.
A mediados de mayo, le había anunciado a mi mujer que iba a escribir un libro sobre la experiencia didáctica de los museos científicos interactivos. Ya había publicado varios, mi tesis doctoral, una recopilación de artículos aparecidos en diversas revistas o presentados en congresos igual de diversos, un ensayo de cuatrocientas páginas sobre las repercusiones teóricas de la irrupción de los quarks, con el que había ganado un premio muy prestigioso pero sin ninguna dotación económica, y un tomo todavía más gordo, que tendría que haber escrito a medias con el profesor Cisneros y terminé escribiendo yo solo, para una Historia de la Física en España dirigida por José Ignacio Carmona. Él mismo fue quien me dio la idea en una de las cenas con mujeres que celebrábamos periódicamente.
—Tu cátedra está a punto de caramelo, Alvarito —dijo de sopetón, sin anunciarse—. Deberías encerrarte a escribir.
Al principio creí que era un golpe de suerte. Luego, mientras miraba a mi maestro a la cara, pensé que tal vez fuera algo más, una solidaria muestra de complicidad, pura benevolencia. Al final, cuando José Ignacio se lanzó a acortar todos los plazos razonables y Fernando puso una cara de miedo tan cómica —noviembre, repetía, noviembre, qué horror, pobrecito, noviembre—, que acabó por reírse él solo sin que le siguiera nadie, comprendí que querían putearme, abrumarme con la perspectiva de una oposición en el único momento de mi vida en el que no sería capaz de afrontarla. Pero me dio igual. Yo sabía de sobra que al caramelo le quedaban por lo menos dos años para estar a punto, ya había corregido las pruebas de otro libro con tres artículos largos que saldría en Navidad, y tenía material de sobra para redactar en un par de meses la apasionada defensa de la experiencia didáctica de los museos científicos interactivos que José Ignacio, encaramado ya en el estatus académico que otorga el privilegio de señalar a los demás lo que tienen que escribir en vez de hacerlo uno mismo, me había dicho que resultaría imprescindible que publicara lo antes posible en beneficio de nuestro heroico e incomprendido apostolado. Así que aquella noche, al llegar a casa, me limité a recapitular para Mai.
—Voy a tener que ponerme a escribir, ya lo has oído.
—Claro —me respondió ella, que había estado toda la noche absorta en la comunicación de sus proyectos decorativos.
—Tendré que encerrarme por las tardes —añadí, con el acento más abrumado que pude improvisar—, en la biblioteca de la facultad, y en la del Consejo, y eso no es lo peor. Estoy pensando que, con un poco de mala suerte, o de buena, según se mire, tendré que trabajar en verano. No sé si voy a poder irme de vacaciones.
Mi mujer me dedicó una mirada comprensiva y un comentario clarividente antes de darme un beso de buenas noches.
—¡Qué barbaridad! Todo se junta, ¿eh? —entonces fue cuando me besó—, ¡Pobre Álvaro! Primero la muerte de tu padre, luego la obra de la casa, y ahora, por si fuera poco, tu oposición…
—Sí —yo le di la razón y fui sincero—. Esa es la verdad, todo se está juntando.
Y al día siguiente, antes de entrar en clase, fui a ver a José Ignacio, a quien yo no le había contado nada aunque, evidentemente, Fernando se lo había contado todo, y le di las gracias. Qué hijo de puta, se limitó a comentar, cuando le expliqué las razones de mi gratitud. Su informador solía ser mucho más locuaz.
—¡Joder, Alvarito, cómo estamos!
—Aparte de encoñado, gilipollas —yo me limitaba a repetir su profética, precoz definición.
—Y además que sí. No sé si escribir al libro Guinness o al Defensor del Pueblo, no te digo más…
Yo me reía, pero me daba cuenta de que tenía razón. Aparte de encoñado, estaba gilipollas, aturdido, pasmado, ensimismado, como esos niños tontos que dejan pasar las horas de su infancia, y aun las de su vida, mirando las hojas de un árbol, la forma de sus dedos, o la luna. Estaba gilipollas pero nunca lo había sido, no lo era, y por eso comprendía mi situación, cada vez más difícil, más comprometida e incierta, y comprendía también las ventajas de mi inocencia, un término que rebasaba el prestigio de mi tradicional virtud para ampararme en la ignorancia de los trucos, la astucia, la culpa de los maridos infieles que se delatan a sí mismos en el ardor de sus excusas repetidas. Yo nunca había sido un marido infiel, sino más bien el rey Midas de los currículos, la abeja reina de los tramos de investigación, un teórico concienzudo, súbdito satisfecho de la lenta y exigente tiranía de la lentitud que gobierna el tiempo en las bibliotecas. Mai no formaba parte de los datos del problema, no en apariencia, no todavía, y sin embargo el problema existía, y le concernía, y algún día su formulación tendría que cambiar antes de desaparecer del todo. Ese día, la solución estaría en mis manos, o no. O no. Sólo de pensarlo, me ponía enfermo, y podía distinguir el color del pánico, medir con precisión, y en mi propio estómago, el volumen exacto de la nada que cabe en el vacío. Por eso prefería no pensarlo. Lo tenía fácil, porque aparte de encoñado, estaba gilipollas, y aparte de gilipollas, seguro de que el mayor error de mi vida no sería renunciar a Raquel Fernández Perea. Esa certeza me sostenía, me animaba a no hacer nada más grave, más decisivo que echarme a reír al escuchar las jocosas cavilaciones de mi amigo. Hasta que un día, Fernando dijo algo más, algo distinto.
—Bueno, pues yo creo que ya me la podrías presentar.
—¿A quién? —le pregunté, sin hacerle mucho caso.
—A la emperatriz de la China —entonces le miré y se echó a reír—. ¿A quién va a ser? El curso se ha acabado ya, he corregido la mitad de los exámenes, y a este paso, me voy a ir a Comillas sin conocerla…
Al escuchar estas palabras, me quedé mirándole y me asombré en un momento de muchas cosas a la vez. La primera era que no se me hubiera ocurrido a mí, que ni siquiera se me hubiera pasado por la cabeza presentarle a Raquel. La segunda era que no me apetecía presentársela. Aquel día era el primero de julio, habían pasado casi tres meses desde que un péndulo caótico empezó a ordenar, a desordenar mi vida, y sin embargo todo estaba empezando, todo seguía empezando cada tarde, y nada sucedía fuera del dormitorio de Raquel, de las ilimitadas, cósmicas dimensiones de una cama conectada con el núcleo anaranjado y vivo del planeta. Por eso, y ésa fue la tercera cosa de la que me asombré en tan poco tiempo, después de una comida y dos cenas sucesivas, tan cuidadosamente programadas como aquélla, apenas habíamos salido a la calle.
Desde que un malévolo comentario de José Ignacio hizo posible que la ciencia me devolviera con creces todo cuanto había invertido en ella sin esperar recompensa, iba a buscar a Raquel al banco muchas tardes y comíamos juntos, casi siempre algo rápido, un par de tapas en la barra de un bar. El verano había comenzado ya, y la templanza de la primavera, aquella necesidad que se bastaba a sí misma y era un bien capaz de dilatarse en el tiempo, me parecía tan lejana como si hubiera sucedido en otra vida, como si hubiera sido otro el hombre adulto, maduro, consciente de sus límites y sus posibilidades, que había aprendido a retrasar a conciencia un placer nuevo y difícil de definir. Ese hombre había desaparecido, se había esfumado con su dudosa corte de conceptos prestigiosos y pueriles, con la ineptitud de virtudes como la prudencia, como la cautela, como el cálculo en el que había confiado toda su vida y ahora le estorbaba para solucionar un problema que cada vez le importaba menos resolver.
El verano había comenzado ya y yo era verano. La necesidad se había desnudado de los torpes ropajes que la camuflaban y yo nunca tenía bastante. Muchas tardes iba a buscar a Raquel al banco, la veía acercarse a través de las cristaleras de la puerta, la besaba como se besan los adolescentes al salir de los institutos y no tenía bastante. Tampoco tenía hambre, pero ella se empeñaba en ir a tomar algo, decidía el lugar, pedía el vino, se comía su plato muy deprisa, me miraba, se echaba a reír, se comía también el mío, y yo la veía comer, la veía beber, la veía reírse y no podía controlar la cantidad de saliva que se acumulaba dentro de mi boca mientras mis dientes se herían a sí mismos, de tan afilados, y podríamos haber ido andando hasta su casa, Ópera, Santo Domingo, San Bernardo, casi una línea recta, pero cogíamos un taxi porque yo nunca tenía bastante.
Tampoco después, porque después era otro de esos conceptos que habían dejado de existir. En el universo real e ilimitado que cabía dentro de la cama de Raquel, nunca era después, siempre era ahora. Y ahora siempre estaba empezando a ser, y era un comienzo demasiado precioso, demasiado intenso y placentero y nuevo y especial como para desperdiciarlo en tonterías. Podríamos salir luego a tomar una caña, decíamos, pero no salíamos. Todo el mundo dice que esa película está muy bien, me gustaría verla, a mí también, pero no íbamos al cine. Hablábamos de nuestros amigos, ya verás, te encantaría, es tan divertido, tan graciosa, tan listo, voy a llamarle, voy a llamarla, podemos quedar un día de éstos, pero no lo hacíamos. No quedábamos con nadie, no íbamos a ninguna parte, no salíamos de su casa, no nos movíamos de su cama, porque yo no tenía bastante.
No habían pasado ni tres meses desde que Raquel me ofreció la cordura y yo la rechacé, pero pasaba el tiempo y no pasaba, porque todo volvía a empezar cada día, en un eterno ahora en el que yo temía que jamás tendría bastante, para experimentar un regocijo extraordinario donde cualquier persona sensata se habría echado a temblar. Yo ya no era una persona sensata y no tenía ni idea del significado de la palabra después, y quizás por eso, o para terminar de asombrarme a mí mismo, aquella mañana miré a Fernando Cisneros y le dije que sí.
—Bueno, pero después del día 4.
—¿Qué pasa —y me miró con las cejas arqueadas de asombro— que ahora lo celebramos?
—No —sonreí—. Pasa que ese día entran los albañiles que van a tirar la cocina para hacerla nueva otra vez. Mai se va con el niño a casa de mi madre, a La Moraleja, porque no se pueden hacer obras con Miguelito en casa, por supuesto… Vendrá a trabajar todos los días con mi hermana Angélica y se volverán juntas, las dos tienen horario intensivo. Se turnan, ¿sabes?, para no andar con dos coches ni cansarse conduciendo, en fin… —Fernando, que ya me estaba viendo venir, se echó a reír y no me pude resistir a acompañarle—. Este año yo iré y vendré más bien poco, a comer los fines de semana y a dormir algún sábado, como mucho. Me he ofrecido a supervisar la obra, porque… —hice una pausa estratégica—, como parece que la convocatoria de mi cátedra se precipita y tengo que publicar tanto y tan deprisa, no puedo perder concentración, y mucho menos el tiempo en los atascos de la carretera de Burgos, como comprenderás. Ni siquiera sé si voy a poder ir a la playa en agosto…
—Coño —me dio una palmada en la espalda—, qué listo te has vuelto últimamente, Alvarito. Cualquiera te echa un galgo…
—¿A que sí? —le dediqué una sonrisa satisfecha—. Yo también lo creo.
Pero después del 4 de julio, concretamente el 6, antes de comer, descubrí que no era tan listo.
—Querida —le dije a Raquel el día 5 al despertarme en su cama, con el acento hueco, teatral, que ella me había enseñado y usábamos a veces para jugar—, me temo que vamos a tener que dedicar algún tiempo a cultivar nuestra vida social.
Ella se incorporó sobre un codo, se echó a reír y me consintió contemplar lo guapa que era por las mañanas antes de hacer preguntas.
—¿Tu hermano Julio?
—No —respondí—, aunque no está mal visto, porque ése será el próximo en cuanto se entere. Pero me gustaría que quedáramos con mi amigo Fernando, ese al que me llevé al teatro a ver un musical basado en los cuentos de Andersen, ¿te acuerdas? —se rió, se acordaba—, porque es muy cotilla y ya no puede más.
—Vale —dijo, y luego miró el reloj, pegó un grito—. ¡Uy!, es tardísimo, voy a llegar tarde…
Se metió en el baño y antes de marcharse con una tostada en la boca, volvió a decirme que sí, que como yo quisiera. A media mañana, cuando la llamé para contarle que Fernando había desestimado con firmeza la modestia de mi propuesta inicial —¡sí, hombre, una copa rápida, y qué más!, para una vez que me divierto—, y proponía cenar aquella misma noche, no había cambiado de opinión.
—¿Qué me pongo? —me preguntó a cambio.
Esa inquietud me conmovió tanto que casi sentí la baba que se derramaba desde las comisuras de mis labios para empapar mi barbilla, mi garganta, el cuello de mi camisa. Y cuando colgué, después de sugerirle que se pusiera aquel vestido que había elegido para cenar conmigo en el japonés y los mismos tacones, pensé que tal vez la palabra gilipollas se hubiera quedado corta para definir mi estado, y que convendría encontrar algo más fuerte.
—¿Qué, estoy guapa? —me dijo cuando la recogí en la puerta de su casa, como una adolescente que ha decidido salir por primera vez a la calle con la ropa de su madre, sin la engorrosa protección de una infantil chaqueta de lana rosa.
—Como para no ir a cenar —le contesté, y se echó a reír.
—Pero vamos a ir —puntualizó—, porque yo también soy muy cotilla —Fernando hizo un gesto mudo, pero muy elocuente, cuando la vio entrar delante de mí en el restaurante que había elegido, un asturiano donde la calidad de la comida era tan indiscutible como el ruido que atronaba entre las mesas vestidas con manteles de cuadritos, tan pegadas entre sí que había que prestar mucha atención para no perder la conversación propia entre las ajenas. Era el último sitio que yo habría escogido en su lugar, pero a Raquel le gustó, y pisó fuerte desde que atravesó el umbral de la puerta aunque su aspecto, aquel vestido audaz de un tejido pálido, sedoso, muy escotado, muy corto, las tiras de encaje que evocaban las combinaciones de otra época, y el pulserón de su bisabuela en la muñeca, resultaba demasiado sofisticado, demasiado elegante y nocturno en aquella especie de taberna ilustrada cuyos clientes iban vestidos de cualquier manera. No se sintió extravagante, ni incómoda, porque sabía por qué la miraba la gente al pasar. Aquella noche, sencillamente, Raquel Fernández Perea reinaba sobre el mundo, y el mundo acataba su imperio con un gozo sumiso, completo, al que Fernando Cisneros ni siquiera intentó resistirse.
Yo sólo había impuesto una condición previa a aquella cena. Ni se te ocurra contarle la historia de tu abuelo Máximo, le había dicho, porque en cuanto empieces, la cojo y me la llevo. Fernando se había echado a reír, ¡coño, no sabía que me tuvieras miedo, Alvarito! No, no es eso, respondí, mintiendo sólo a medias, porque sí le tenía miedo, tenía miedo de él y de cualquiera, miedo de cualquier cosa que pudiera abrir la menor fisura entre Raquel y yo, es que sus abuelos son más admirables que los tuyos y no quiero que hagas el ridículo. Ya, ya, eso habría que verlo, se limitó a contestar, a ver, ¿cuántos años estuvieron en la cárcel? Ninguno, pero se exiliaron a Francia, y lucharon en la segunda… ¡Ah, claro!, me interrumpió, pobrecitos, se exiliaron, qué pena me da, no te jode, así cualquiera… Bueno, pero es mi chica y son mis condiciones, o las aceptas o no hay cena. Las aceptó, e incluso renunció a envolvernos en una de las interminables crónicas conspirativas de política académica que le gustaban tanto. Yo dirigí la conversación y mientras escogía historias viejas de eficacia asegurada, anécdotas disparatadas o malévolas que los dos podíamos contar a medias para hacer reír a Raquel, me di cuenta de que la reina del mundo estaba bebiendo más, y más deprisa que de costumbre.
Aquella noche, Raquel se emborrachó. Después de sugerir quién debería pagar, invitarás tú, ¿no, cabrón?, Fernando propuso que nos tomáramos una copa en la primera terraza con una mesa libre que encontramos, y ella aceptó con tanta alegría como la que iba a poner en todo lo que haría aquella noche, beberse el primer whisky muy deprisa, el segundo más despacio, contarle a mi amigo sus problemas con las mujeres que pasan la aspiradora en los tests de inteligencia, reconstruir las etapas de su frustrante experiencia dramática, estar pendiente de mí, besarme, acariciarme, cogerme de la mano todo el tiempo, ofrecerse a manejar nuestro dinero para hacernos millonarios en un par de meses, explicarnos los pormenores de una estafa fabulosa que tenía planeada a medias con un tal Paco Molinero, un compañero de trabajo que era su mejor amigo y mi principal preocupación, sonreír, reírse, volver a sonreír, estallar en carcajadas, pedir una tercera copa, dejarla a medias, mirarme, reconocer que había bebido demasiado, explicarle a Fernando que la culpa era suya porque se había puesto muy nerviosa al ver cómo nos mirábamos de reojo todo el tiempo, confesar que siempre se emborrachaba después de los exámenes, empeñarse en pagar y aceptar que el profesor Cisneros no se lo consintiera. Es lo menos que puedo hacer, dijo, ahora que sé que soy el responsable de tu estado. Entonces volvió a reírse, y estaba mucho más guapa cuando se reía, y su risa sonaba como un cascabel. Creo que deberías llevarme a casa, me dijo luego, ya verás mañana, añadió para sí misma… La metí en un taxi, la ayudé a salir de él, la sostuve mientras llegábamos hasta el portal, la ayudé a entrar en el ascensor, apreté el botón, abrí la puerta de su casa con sus propias llaves, la llevé hasta el dormitorio, la tumbé en la cama, y en cada una de estas acciones, mientras la besaba, mientras la abrazaba, su alegría era la mía, y era alegría lo que movía a la Tierra mientras giraba alrededor del Sol y de sí misma.
—No me dejes sola… —acostada en la cama, tendió aproximadamente los brazos en mi dirección—. Se está moviendo todo.
—Ahora vuelvo —prometí—. ¿Tienes alka-seltzer?
—¿Alka-seltzer? —me preguntó, como si no supiera de lo que le estaba hablando—. Sí, creo que sí, en la cocina o… No sé…
Lo encontré enseguida, disolví dos tabletas en un vaso grande de agua, y le obligué a bebérselo.
—Está muy malo…
—Ya.
—¿Tengo que tomármelo entero?
—Entero.
—Desnúdame —me pidió cuando el vaso estaba ya vacío—, ¿quieres?
—Quiero.
Le quité la ropa, y su cuerpo suave y dorado, sinuoso y rotundo, aportó un contrapunto casi perverso, casi feroz, al carácter paternal de mis cuidados y la condición infantil de sus protestas. Aquella paradoja desató en mí una excitación inusual, compleja, que me afectaba por entero, dentro y fuera de mi cuerpo, más allá de mis ojos, de mi sexo, y que apenas pude resolver acariciándola durante mucho tiempo, muy despacio, mientras ella sonreía con los ojos cerrados.
—Tápame —dijo después—, y métete en la cama conmigo, ¿quieres?
—Quiero —volví a decir.
—No puedo follar —añadió cuando ya había encontrado una postura cómoda, la del náufrago que descansa abrazado a una tabla, su cabeza en el ángulo que formaba mi cuello con mi hombro, su brazo y su pierna derechos atravesando mi cuerpo a distintas alturas—. Estoy fatal.
—No me digas —sonreí—. No me había dado cuenta.
—Sí —y todavía pudo reírse otra vez—. Y eso que lo tenía pensado, ¿eh?, lo de follar, pero no puedo ni moverme… Lo siento.
—¿Qué? No hay nada que sentir.
—Pero tú estás empalmado.
—Sí.
—¿Y no te importa?
—No.
—Mejor, porque es que… Me estoy durmiendo.
—Duérmete.
—Te quiero, Álvaro.
Nunca me había dicho que me quería. Me lo dijo entonces y se quedó dormida, y yo la abrazaba, notaba su respiración rítmica, pesada, sobre mi pecho, mis dedos posados sobre su cintura, el peso doble, paralelo, del brazo y la pierna que me anclaban a su cama, y una paz dulce y profunda que me obligaba a estar despierto para sentir lo que me estaba pasando, para ser consciente de cada minuto, de cada segundo de aquella dulzura desconcertante, tan grande y tan pequeña que no se dejaba pensar. Así me quedé dormido, y cuatro horas más tarde, cuando sonó el despertador, todavía sentía los síntomas de esa fiebre templada y fervorosa, te quiero, Álvaro. Raquel abrió los ojos, me miró, sonrió, y dijo otras palabras, distintas y sin embargo parecidas.
—¿Sabes una cosa? Para todo lo que bebí anoche, estoy de puta madre. No tengo resaca, sólo sueño. Creo que me conviene mucho emborracharme contigo, Álvaro.
Luego se duchó, se vistió, desayunó, y volvió a entrar en el dormitorio vestida de ejecutiva, con un traje de chaqueta blanco, unos zapatos cerrados de poco tacón, un maletín de piel en la mano y tan guapa como si estuviera desnuda.
—He hecho café —se sentó en el borde de la cama y me besó en los labios—. Si no quedas con el cotilla de tu amigo Fernando para comer, podrías quedar conmigo, que soy igual de cotilla pero tengo otros méritos, para dormir la siesta.
—Vale —acepté, y la cogí de la cintura para arrastrarla a la cama, con maletín incluido, y besarla otra vez antes de dejarla marchar—. Quedaré con Fernando a la hora del aperitivo.
Ella se dejó abrazar, me devolvió los besos, sonrió, y se marchó sin protestar por las arrugas de su traje. Yo me vestí y llegué a mi casa al mismo tiempo que los polacos. Fernando llamó a las diez, y se negó a quedar ni un solo minuto después de la una. Cuando llegué a la cervecería de Argüelles donde solíamos vernos por las mañanas, no me lo encontré en la barra, como de costumbre, sino sentado a una mesa, indicio seguro de que tenía muchas cosas que decir.
—¿Qué? —le pregunté, sentándome frente a él.
—Alucinante —contestó, y empezó a contarme cuánto le había gustado Raquel.
No me sorprendió, ya me lo esperaba, le conocía muy bien, era mi mejor amigo, pero había elegido un adjetivo extraño para empezar, alucinante, y aquella palabra flotó sobre todas las demás, se mantuvo alerta, acechó en cada una de sus frases, de sus elogios, y sobrevivió a lo que parecía un punto final.
—Resumiendo —concluyó—, en términos soldadescos, honrados pese a su brutalidad, me parece lo mejor que te has tirado en tu vida.
Le miré, le sonreí, dije por él lo que él no se atrevía a decir.
—Pero… —me miró, me sonrió, se quedó pensando, no quiso añadir nada y yo insistí—, pero…
—Pero es rara —yo fruncí el ceño, él descifró mi gesto, negó con la cabeza, se corrigió enseguida—. No es que ella sea rara, no, no es eso. Es una tía de puta madre, ya te lo he dicho antes. Eso es lo raro —y volvió a negar—. No, tampoco. Es más bien que hay algo raro en ella.
—¿Lo raro es que no sea rara? —pregunté, en un tono burlón que no pareció ofenderle pero tampoco se le contagió.
—Justo —contestó—. Exactamente eso. Lo raro es que no es rara, al revés, que es una tía normal, si entendemos por normal lo que nosotros somos.
—¿Es un acertijo? —me rendí, sin cambiar de tono.
—No —y su expresión ya era seria, casi grave—. Piensa en ella y piensa en ti, Álvaro.
—No me pega —aventuré.
—¡Claro que te pega! —me contradijo—. Te pega muchísimo, hasta físicamente, pegáis mucho el uno con el otro, yo os miraba anoche y me daba cuenta. Tú no estás mal, y ella es guapísima, desde luego. De entrada no, pero cuando la miras un poco… Es asombroso lo guapa que es, ¿no? Aparte de eso, la verdad es que hacéis muy buena pareja. Da gusto veros.
—¿Entonces?
—Lo que es raro… —mi mejor amigo me miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, dijo lo que tenía que decir como si nunca hubiera querido tener que decirlo—. A ti te pega mucho, Álvaro, muchísimo. Pero tú no te pareces a tu padre. Y al que no le pega nada, lo que se dice nada, pero nada, es a él —hizo una pausa y volvió a mirarme—. No me digas que no te has dado cuenta.
No me había dado cuenta.
No había querido darme cuenta, no había podido darme cuenta, no me había convenido darme cuenta.
No me apetece hablar de tu padre, me había dicho ella. Yo había añadido que a mí tampoco me apetecía hablar de él, y eso había sido todo. Lo último que había pensado con mi cabeza de antes, la que había perdido al apoyarla sobre la almohada de esa cama en la que él no había estado jamás, era que no iba a pensar en mi padre, y lo había cumplido. Había ejecutado mi propia orden con tanta habilidad, tanta disciplina, que ni siquiera cedí a la tentación de cuestionarla cuando logré conectar con la figura de mi madre el cable débil que la débil memoria de una anciana desconocida y simpática había puesto en mis manos sin señalar en ninguna dirección. En aquel momento, estaba en la cama con Raquel y sólo me importaba estar en la cama con Raquel. Desde entonces no había tenido la oportunidad de estar a solas con mi madre, pero tampoco la había buscado, porque el tiempo se llamaba Raquel, el mundo cabía en la exacta proporción de sus caderas, y ningún misterio de la vida de mi padre iba a estropear mi propia vida. Ni siquiera el misterio que envolvía a la mujer que compartíamos.
Fernando Cisneros me pidió, por este orden, perdón y que no le hiciera caso, al valorar el silencio concentrado, despavorido, que sólo pude oponer a sus palabras. No sé para qué te he dicho eso, murmuró luego, si yo no sé nada, no tengo ni idea de nada, pero yo ya había pasado por esa etapa. Le dije que sí, que claro, que aquello no tenía importancia, pero no le engañé. Le entendía.
Eso fue lo peor, que le entendía, que entendí perfectamente su asombro, su desconcierto, el desajuste radical que distanciaba sus cálculos de la realidad. Nadie es morboso hasta que encuentra motivos para serlo, me había dicho una vez, y había permanecido firme en esa apuesta hasta que Raquel la desbarató con su normalidad, el estilo, y el aspecto, y el discurso, y la manera de actuar, de comportarse, de una chica de las nuestras. Raquel era de los nuestros, normal, como nosotros éramos. Por eso me había enamorado de ella sin remedio, por eso, también, había podido desalojar a mi padre sin dificultad de la cama que compartíamos. Lo peor fue que pude entender a Fernando, reformular con precisión sus cálculos, imaginar a la mujer que él esperaba conocer, una mujer que no existía, la vampiresa fatal que no me chupaba la sangre por las noches, la muñeca neumática cuya carne deliciosa no me impulsaba a olvidar su estupidez, la calculadora fría y enigmática que no me había atrapado en el espesor de sus secretos, la bella y desaprensiva trepadora que no iba detrás de mi dinero. Raquel Fernández Perea no era ninguna de esas mujeres, yo lo sabía, lo había sabido desde el principio, como sabía que su condición de amante póstuma de Julio Carrión González no representaba un aliciente para mí, más bien al contrario. Mi padre me estorbaba, me había estorbado siempre, pero siempre había estado ahí. Jamás se me había ocurrido pensar que no estuviera.
Mientras pedíamos otra cerveza y volvíamos a hablar de tonterías, recuperé la sensación de gozo instintivo que me había conmovido al contemplar el dormitorio de Raquel por primera vez, y esa satisfacción, hecha de alivio, y de serenidad, y de reconocimiento, se convirtió en un problema que tendría que haberme planteado mucho antes. La discrepancia absoluta entre aquella habitación bonita, armoniosa, con pocos muebles muy bien escogidos, una lámpara antigua, pintada a mano, y una alfombra de colores, seguramente turca, o marroquí, y la estancia de forma absidal, con paredes estucadas y nichos revestidos de escayola blanca en la pared, que estaba rematada por una inmensa pantalla de plasma colocada a la altura ideal para verla desde la cama, subrayaba ahora el asombro de Fernando con un trazo rojo, muy grueso. Al compararlas por primera vez, sólo había extraído una conclusión positiva para mí, porque me aseguraba un lugar propio, transitable, en la vida de Raquel, y no me había preguntado qué pintaba una chica como ella, afortunada heredera de un piso tan bonito en una casa antigua, pero bien conservada, de un barrio castizo del centro de Madrid, en aquel picadero concebido para que los millonarios se acostaran con sus queridas, mujeres casadas del mismo nivel social que ellos o jóvenes humildes dispuestas a mejorar su situación a cualquier precio. Raquel no encajaba en ninguna de esas dos categorías, pero cuando vi su despertador con la alarma activada sobre la mesilla y me recordé a mí mismo que en ningún caso podía ser una pobre huérfana descarriada, no podía descartar otros móviles, como la ambición o la codicia. Ahora sí, y también sabía que no estaba casada.
El hombre que me había precedido en la cama de Raquel Fernández Perea no había dejado ningún rastro visible en su vida. En la casa de su amante, donde un péndulo caótico interfería con la imagen de un viejo tanque alemán, no había ninguna foto, ningún objeto que le perteneciera. Yo le había regalado a Raquel otras cosas pequeñas, baratas, un manual de Física Recreativa para principiantes, un juego de imanes que me había comprado hacía un montón de años en la tienda del Museo de Historia Natural de Nueva York, una caja de madera que se le antojó una tarde al pasar por delante de un puesto, y la fotografía oficial de la recepción del premio de cálculo mental de mi colegio, en la que aparecía muy serio, muy repeinado, y vestido de hombrecito ante una imagen de la Inmaculada Concepción que levitaba sobre una nube de escayola, con un blazer azul, una camisa blanca, una corbata de rayas diagonales, unos pantalones grises, un trofeo en una mano y un diploma enrollado con una cinta en la otra.
—¡Ay, regálamela, por favor! —me pidió cuando se la enseñé—. Me encanta. ¿De qué año es?
—No lo sé. Aunque esté feo que lo diga, la verdad es que ganaba el premio todos los años. A ver, déjame… ¿Qué tendría yo aquí? ¿Diez años, once?
—Sí, por ahí —me miró, miró la foto y se echó a reír—. Eras lo más parecido al repelente niño Vicente que he visto en mi vida. Regálamela, anda…
—Bueno, te haré una copia.
—No, eso no vale —volvió a mirarme, me besó en los labios—. No quiero copias. Una copia la puede tener cualquiera.
Me dijo lo que quería y se lo di. Había llevado siempre esa foto en la cartera, pero me la pidió y se la di, y la puso en la estantería de su dormitorio, al lado de otra en la que aparecía con su amiga Berta, las dos irreconocibles con la cara pintada de blanco, una nariz roja de plástico y mallas negras. En aquel estante, mi foto y la suya hacían buena pareja, el empollón y la payasa, una combinación graciosa, razonable, que cualquier imagen de mi padre hubiera echado a perder. En menos de tres meses, la presencia de un físico que ganaba premios de cálculo mental de pequeño y era aficionado a comprar en las tiendas de los museos científicos, se había hecho evidente en aquella casa hasta para el más torpe de los detectives, y su rastro coexistía sin dificultad con el de dos abuelos heroicos, un ex marido imbécil —la alfombra la compré en Tánger, con Josechu, ¡no te rías!, ¿por qué te ríes?, a mí no me parece un nombre tan ridículo—, un ex novio actor —el cartel también lo diseñó él, no me digas que no es bonito, ¡pues claro que es bonito!—, una amiga actriz —la peluca me la prestó Berta un año, en carnaval, y me gustó tanto que me la quedé—, otra ama de casa —¿pero qué dices?, eso no es otra peluca, es un plumero de los modernos, me lo compré para limpiar el teclado del ordenador porque Marga me dijo que funcionan muy bien, pero se me olvida usarlo—, un amigo, demasiado íntimo para mi gusto, que se dedicaba a lo mismo que ella —el software me lo pasó Paco, fui con Paco a comprar el ordenador, el manual es de Paco, debería devolvérselo pero la verdad es que le saco mucho partido, claro que te conté que me he acostado con él alguna vez, ¿y qué?, sólo somos amigos, ¡por supuesto que me imagino que tú no te acuestas con tus amigas!, pero aquello fue distinto, porque yo me acababa de divorciar, y…, bueno, así es la vida, ¿no?—, y algún que otro hombre más —aquel espejo me lo regaló un novio que tuve, que se llamaba Felipe, me lo trajo de Perú, creo, la pipa se la dejó aquí un tío con el que estuve liada una temporada, justo después de separarme, esto me lo compró Manolito, mi vecino de enfrente, el día que le dije que sí, que quería salir con él, y no es un corazón de cartón, era una caja de bombones, los dos teníamos trece años, ¿qué me dices?—, pero nunca, en ningún lugar, en ningún momento, con el de un empresario anciano y podrido de dinero que habría escogido otra clase de regalos.
En el cuarto de baño de Raquel no se amontonaban los perfumes. Usaba sólo uno, caro, pero compatible con su nivel de ingresos, y en su casa no había antigüedades, todos esos muebles, álbumes, vajillas, libros, porcelanas, juguetes, objetos de plata o jarrones orientales que los exiliados no se llevan consigo al abandonar su país. Con las joyas pasaba algo parecido. Le gustaban, porque solía llevarlas, antiguas y modernas, aparatosas a veces pero incompatibles siempre con la ostentación por la que habría optado un protector millonario y senil. Sólo había una excepción, y era demasiado valiosa como para atribuirle un origen semejante. La noche que fuimos a cenar al japonés la llevaba puesta. La noche que suspendió todas las leyes físicas, estaba en la mesilla, como si hubiera pensado en ponérsela y lo hubiera descartado en el último momento. En la tarde que sucedió a la tormenta, cuando volví a verla allí, le pregunté por ella.
—¿Es buena? —ella me miró como si no me hubiera entendido—. Esa pulsera…
—¡Claro que es buena! —la cogió, la miró, me la dio, era una joya antigua, un aro rígido de oro amarillo que servía de soporte a una especie de constelación espectacular de piedras preciosas, olas crecientes de brillantes, de zafiros, de más brillantes, y en el centro una perla enorme—. Es la pulsera de pedida de mi bisabuela María, la madre de mi abuelo Ignacio.
—¿La que vivía en la glorieta de Bilbao?
—Justo. Esto es lo único que queda de la antigua fortuna de mi familia, el último resto del naufragio.
La noche anterior, cuando me levanté y me vestí para volver a casa, Raquel me pidió que la esperara un momento. He quedado en el Comercial, me dijo, voy contigo. ¿Con quién has quedado?, tuve la debilidad de preguntar, pensando en Paco, y ella me contestó con otra pregunta, ¿y a ti qué coño te importa? A mí, ya, sólo el tuyo, le dije, y entonces se echó a reír y me contó que iba a cenar con Berta.
Al llegar al café, vimos a su amiga a través de las paredes de cristal. Estaba esperando en la barra y nos saludó moviendo el brazo en el aire. ¿Te tomas una caña con nosotras? Al entrar, siempre detrás de ella, me tropecé con uno de mis alumnos de quinto, un chico gris al que apenas conocía de vista cuando apareció por mi despacho, un par de semanas antes, para decirme que le gustaría que yo le dirigiera la tesis. Me saludó y me paré un momento a hablar con él, pero Raquel no me esperó. Cuando me reuní con ella, me dijo que lo sentía. ¿Qué?, le pregunté, después de besar a Berta, que se la quedó mirando con una sonrisa irónica. Que te hayan visto conmigo, contestó. Era todo falso y divertido, un coqueteo tan descarado que me sumé a la risa de su amiga y vi reír a Raquel antes de avanzar hacia ella, abrazarla y besarla en la boca durante el tiempo suficiente para reclamar la atención de todos los ocupantes de la barra, incluido aquel futuro físico mediocre que jamás había visto a Mai y que tal vez ni siquiera sabía que yo estaba casado.
Al margen de su ignorancia, aprendí dos cosas. La primera fue que si al entrar en el café me hubiera encontrado con un testigo comprometedor, seguramente habría hecho lo mismo, y esa certeza desinfectó mi comportamiento del cálculo frío y desagradable, propio de un seductor profesional, que alentaba detrás de mi ventaja. La segunda fue menos sorprendente pero mucho más gratificante. A Raquel, que desconocía su inocuidad, le encantó aquel alarde, sobre todo porque Berta lo había visto todo. Quizás por eso escogió aquella noche para informarme de algo que podía haberme contado antes, en cualquiera de las ocasiones en que habíamos cruzado aquella plaza andando, o dentro de un taxi. Cuando nos terminamos las cervezas, anuncié que iba a invitar, no encontré oposición, Berta dijo que tenía que ir un momento al baño y Raquel me cogió de la mano para sacarme del café, ven, dijo. Nos paramos en la acera, entre el quiosco y la boca del metro, y señaló con un dedo hacia delante.
—¿Ves esa casa? —asentí con la cabeza, sin prestar demasiada atención a un edificio que había visto millones de veces—. Ahí nació mi abuelo Ignacio.
—¿Sí? —pregunté, muy sorprendido, porque no era un palacio pero sí una mansión, una casa muy bonita que era mucho más que eso, la expresión contundente, opulenta pero elegante a la vez, del poderío económico de una vieja burguesía que, aparte de dinero, tenía buen gusto—. ¿En serio?
—En serio. Vivían en el segundo, en un piso enorme que hacía esquina y tenía balcones a la glorieta y a la calle Carranza… —levantó la cabeza y señaló la planta con decisión, como si hubiera repetido ese movimiento muchas veces—. En ése, ¿lo ves?
—Yo creía que ahí no vivía nadie —murmuré, acatando con los ojos la voluntad de su dedo índice—. Creía que el edificio entero era de una compañía de seguros.
—Ahora, a lo mejor, sí lo es. Antes no.
—¿Y qué pasó? Porque, teniendo ese piso, no es lógico que tu abuelo viviera donde vives tú ahora. ¿Lo vendieron?
—No. Lo perdieron todo después de la guerra, esta casa, la de la sierra, las tierras de mi bisabuela… —me miró, sonrió, volvió a mirar hacia delante—. Se lo robaron todo, mejor dicho.
Entonces, Berta salió del café, se reunió con nosotros y dijo algo que no escuché bien, porque Raquel me estaba mirando con la misma sonrisa tras la que se había defendido la primera vez que me habló de su abuelo Ignacio. Había algo magnético en esa sonrisa, una dulzura desolada y sin futuro, el cansancio que enturbia la mirada de un niño enfermo o entumece las alas de un pájaro enjaulado, el hilo frágil de una tristeza sólida, despierta, pero indiferente a su poder de despertar la compasión de una roca. Yo no era una roca y no pude resistirme a esa sonrisa, y en aquel momento habría dado cualquier cosa, propia o ajena, por consolar a Raquel, por rescatarla de su propio gesto, por arrancarle aquel rictus amargo de la boca y hacerle reír a carcajadas. Era mucho más guapa cuando se reía y sin embargo aquella expresión le pertenecía, era absolutamente suya, distinta de cualquier otra sonrisa, de cualquier otra tristeza que yo hubiera contemplado antes en el rostro de nadie. A veces, la debilidad que sentía por Raquel me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. Entonces comprendía que era amor, y ese instante fue una de aquellas veces.
—Si me voy a cenar con vosotras… —propuse, casi con miedo—. ¿Estropeo algo?
—No sé —Berta intercambió una mirada con Raquel antes de contestarme con el mismo descaro con el que me había confesado que su amiga le había hablado mucho de mí la primera vez que la vi—, la verdad es que eras el primer punto del orden del día.
—Sí —Raquel sonrió, se pegó a mí, me dejó abrazarla—, pero supongo que encontraremos otra cosa de la que hablar…
Habíamos pedido ya cuando me levanté para llamar a casa. Le dije a Mai que me había encontrado en la biblioteca del Consejo con un amigo al que ella conocía y que en aquel momento debía de estar tan tranquilo en su despacho de la Universidad de Columbus, Ohio, y antes de que me diera tiempo a explicarle que no la llamaba para que se uniera a nosotros, sino para avisar de que yo no iba a cenar en casa, me advirtió entre bostezos que con ella no contara, porque estaba cansadísima y a punto de irse a la cama. Cuando volví a sentarme, Raquel dejó caer la cabeza sobre mi hombro, la apretó un instante, me besó en el brazo. Comprendí que había adivinado sin dificultad qué era lo que había hecho en realidad después de decir que iba al baño, y por primera vez, me sentí más en deuda con ella, pese a la nimiedad de mi delito, que con Mai, pese a la gravedad de mis culpas. Supongo que esa sensación era el final de la pendiente, la breve llanura en la que comenzaba la cuesta abajo, pero aquella noche yo no podía pensar en mí, sólo en Raquel. La estrella de la cena, sin embargo, fue mi abuela Teresa.
—Bueno, pues ya podemos empezar con el segundo punto del orden del día —dije, para superar el silencio un tanto incómodo que se abrió entre el beso de Raquel y la mirada atenta de su amiga, y las dos se echaron a reír.
—No hay —me dijo Raquel.
—¿En serio? —la miré, la besé en los labios—. No sabía que diera tanto de sí…
Las dos volvieron a reírse, pero ninguna dijo nada. Entonces hablé yo, y podría haber hablado cualquier otro día, elegir un momento más íntimo, un lugar más tranquilo, una situación más propicia, pero ya llevaba callado mucho tiempo. Demasiado.
—En ese caso, voy a proponer uno. Antes —miré a Raquel y ella me devolvió una mirada pacífica, neutral—, cuando me has contado lo de la casa donde nació tu abuelo, me he acordado… En realidad, no he tenido que acordarme, porque desde que lo descubrí, lo tengo siempre en la cabeza, pero… Últimamente, me pasan cosas increíbles, y todas a la vez, a mí, que nunca me pasaba nada —Raquel cerró los ojos, sonrió—. Y lo peor… Yo siempre había creído que mi abuela paterna había muerto en 1937, en plena guerra, y hace un par de meses, revisando unos papeles de mi padre, me enteré de que no era verdad…
Aquella noche hablé yo. Hablé y hablé durante mucho tiempo, todo el que hizo falta para escarbar la tierra con los dientes, para apartar la tierra parte a parte, para minar la tierra hasta encontrar a Teresa González Puerto, y besarla en su noble calavera, y desamordazarla, y regresarla desde el fondo del hoyo en el que su hijo la había enterrado.
Aquella noche hablé yo y lo conté todo, lo que había creído saber y lo que sabía, lo que me habían explicado y lo que había aprendido por mi cuenta, lo que había sentido antes y después de saber, lo que seguía sintiendo. Tenía que hacerlo algún día y fue aquella noche. Tenía que hacerlo algún día porque el secreto de mi abuela me abrumaba, porque me ahogaba, porque mi silencio celoso y enamorado me estaba convirtiendo en cómplice del injusto e injustificable silencio de mi padre, porque no podía seguir callado. Tenía que contarlo para que mi abuela volviera a vivir siquiera en mis palabras, para devolverla a su vida verdadera, la que ella había elegido, la que le había costado la vida. Tenía que contarlo y lo conté aquella noche, y mientras lo hacía me iba sintiendo mejor, más bueno, más digno, más valiente, más parecido al hijo que ella hubiera querido tener, hombre de sobra por ella, para ella, el hada benéfica que revoloteaba con gracia y tesón sobre nuestras cabezas, su presencia conmovedora como una bendición antigua, capaz de sobrevivir al tiempo y a los horrores de la guerra, a la paz de los cementerios y a las sonrisas quietas de las fotografías.
Eso sentí, y la sentí a ella, a mi abuela Teresa, la mayor, la más joven, la más amada, no la esposa mansa del hombre equivocado sino la novia adúltera de un mago, la muchacha imposible que a los treinta y tantos años decidió dejarse el pelo suelto y estar todo el día en la calle pegando gritos, la que se atrevió a escribir que a lo mejor se estaba equivocando, pero que estaba haciendo lo que creía que tenía que hacer, y que lo hacía por amor. Esa Teresa era parte de mí y estaba conmigo, estaba a mi lado mientras contaba su historia, y ya no era sólo mía, pero era más mía que antes en cada letra, en cada coma, en cada una de las palabras de aquella carta que habría hecho de mí un hombre mejor si hubiera podido leerla antes, si hubiera podido leerla a tiempo, si ella no hubiera muerto muchos años antes de que yo naciera en una cárcel cualquiera de la inmensa cárcel en la que se convirtió este país desdichado, abandonado a su mala suerte. Teresa estaba conmigo, estaba viva porque era parte de mí, y nunca lo sabría. Nunca podría saber que había resucitado en mi amor, en mi orgullo, que seguiría alentando en el orgullo y en el amor de mis hijos, y de los hijos de mis hijos. Porque las manos no son más rápidas que la vista, y la óptica es una ciencia paradójica, y la hierba es capaz de crecer en los desiertos, y el final de un capítulo no es el fin de la historia, y la vida de una mujer admirable no termina con su muerte. Todo eso sentí, todo eso conté, su voz en la mía, para que mi abuela volviera a ganar la guerra aquella noche, y Teresa González Puerto ganó la guerra, y en su triunfo triunfó la razón, y la luz por la que había luchado iluminó los ojos estremecidos de una actriz de teatro que apenas respiraba, la pizza casi entera y fría del todo, los cubiertos olvidados sobre el plato, mientras la mujer a la que su nieto amaba como habría podido amarla a ella, escuchaba en silencio, cubriéndose la cara con las manos.
—Es impresionante —Berta habló primero—. Y tú te quedarías… No sé, debió de ser tremendo, para mí sería tremendo, desde luego. Yo también soy de una familia muy facha, ¿sabes?, y si me enterara de algo así, pues… Por un lado me sentiría fatal, pero por otro, creo que me emocionaría mucho, que me sentiría muy orgullosa de… Bueno, es lo que has dicho tú, pero pensar en tu propio padre después de eso tiene que ser muy fuerte, ¿no? —asentí con la cabeza y miré a Raquel, pero ella no se había movido y seguía muy quieta, las manos tan firmes contra la cara como si no pudiera despegarlas—. ¿Por qué no me pasas una copia? Tengo varias parecidas, de gente que estaba en la cárcel, de fusilados, de soldados, he pensado muchas veces en hacer algo con ellas, alguna clase de espectáculo, no sé bien cómo, pero le doy vueltas de vez en cuando. No es fácil, porque muchas no se pueden leer de un tirón, ¿sabes? La verdad es que están muy mal redactadas, llenas de repeticiones, de frases hechas, tontas, de cursiladas. Son cartas de gente que no leía libros, que no estaba acostumbrada a escribir. Bastante hicieron, los pobres. Pero lo asombroso no es eso. Lo asombroso es que, así y todo, sólo esas cartas bastarían para demostrarle a cualquiera que este país no ha hecho más que degenerar.
—Sí —la miré, sonreí—. Eso es exactamente lo que pienso yo.
—Aunque la verdad es que la carta de tu abuela está muy bien, se nota que era maestra. Es casi tan buena como la que un tío de Ra le escribió a su mujer cuando le condenaron a muerte. Ésa también te gustaría, porque…
—No me encuentro bien.
La voz de Raquel, que ahora nos miraba con los hombros encogidos, los ojos húmedos, la piel muy pálida, puso un punto final abrupto a nuestra conversación.
—¿Qué te pasa?
—Estás blanca, Ra…
—Sí —la pregunta había sido mía, el comentario de Berta, ella nos miró en el orden inverso antes de explicarse—. Aquí hace mucho calor. He debido de tener un bajón de tensión o algo parecido, estoy como mareada, no sé… Me gustaría irme a casa.
—Claro —Berta y yo lo dijimos a la vez, pero ella sólo me miró a mí.
—Podrías acompañarme. Creo que andar un poco me sentaría bien.
—Claro —repetí, y pedí la cuenta, pero esta vez ya no me dejaron pagar.
Pagamos a medias y nos despedimos en la puerta. Berta cogió un taxi y esperamos a que arrancara antes de echar a andar en dirección contraria.
—Si tú quieres, podemos coger otro —ofrecí, pero ella negó con la cabeza y mucha energía.
—No, no, me apetece andar, ya te lo he dicho. Estoy mucho mejor, y hace una noche tan buena… Sobre todo después del calor que hemos pasado ahí dentro.
Acaté su voluntad sin comentarios, salimos a la glorieta de Bilbao, pasamos por delante de la casa de su abuelo, cogimos la calle Carranza hacia arriba, y me encontré pensando en voz alta, sólo para mí, aunque en apariencia me dirigiera a ella, aunque la llevara abrazada por los hombros.
—Es curioso —dije sin mirarla— cómo cambian las cosas, ¿no? Por un lado, una familia como la tuya, que vivía en esta ciudad, en una casa como ésa, y lo perdió todo. Por otro, un hombre como mi padre, hijo de un pastor de ovejas, dueño de su rebaño pero un simple pastor al fin y al cabo, y de una maestra de escuela que no tenía donde caerse muerta, que se crió en un pueblo de la sierra, que ni siquiera fue a la universidad, y se hizo tan rico como para comprar edificios enteros. Todo en dos generaciones, en tres, y tú y yo aquí, ahora…
No dijo nada. No esperaba que lo hiciera, pero tampoco que se echara a llorar y eso fue lo que hizo, romper a llorar como una niña pequeña o como una mujer desesperada, abandonarse a un llanto espeso, compacto, regular, que no necesitaba palabras, ni siquiera el estrépito de los sollozos, llorar sin hacer ruido, sin dejar de andar, de abrazarme, sin mirarme, sólo llorar, como si sus lágrimas fueran el principio o el final de algo, un argumento, una razón, un escudo o un arma. Yo no lo sabía, no podía saberlo porque nunca la había visto llorar, y su llanto me dejaba indefenso y perdido, como desnudo en medio de la calle.
—¿Qué te pasa, Raquel? —le aparté el pelo de la frente, le sequé las lágrimas con los dedos, sostuve su cara entre mis manos y cedí a un instante de angustia, casi pánico, al comprender que no podía verla así, que no podía verla llorar, no podía—. No llores, Raquel, no llores, por favor, no llores… No llores, Raquel…
La abracé con fuerza, ella escondió la cara en mi cuello y lloró del todo, un llanto radical, tormentoso, compulsivo y abocado por tanto a un final. Yo no podía hacer otra cosa que esperar, y esperé, noté cómo se iba apaciguando poco a poco, cómo dejaba de jadear, de agitarse, hasta que recobró el control, separó la cabeza de mi cuerpo para mirarme, y me habló con la voz espesa, gutural, que el llanto deja tras de sí.
—Me pregunto qué pensarás de mí —sus palabras me asustaron, me asustó el tono de su voz, tan débil, y la luz mortecina de sus ojos.
—Lo mejor —respondí, mientras volvía a ocuparme de su cara, y ponía su pelo en orden, y acariciaba el borde de sus párpados hinchados, sus mejillas inflamadas, congestionadas, tensas—. Pienso siempre lo mejor, ya lo sabes.
—No —ella movió la cabeza con un gesto tajante y gracioso a su pesar, casi infantil, que no logró desprenderse de mis manos—. No puedes pensar lo mejor. Esta noche no, por lo menos. Antes, en el restaurante, mientras te escuchaba hablar de tu abuela, me preguntaba qué pensarías de mí, de una mujer como yo, de mí y de tu padre, de mí con tu padre, y me contestaba con palabras horribles, que son las que tú tienes que estar pensando todavía…
—No, Raquel —volví a abrazarla y la besé muchas veces en la cabeza, como a una niña pequeña—. Nunca pienso en ti con mi padre. Ni esta noche ni nunca. Sólo puedo pensar en mí cuando pienso en ti. Sólo puedo pensar en ti conmigo. Lo demás no me importa —me miró, cerró los ojos, los abrió y volvió a mirarme desde un lugar más cálido pero todavía lejano—. Te juro que no me importa. Sonríe, por favor.
No sonrió, pero me besó. Se colgó de mi cuello para besarme en la boca durante mucho tiempo y al terminar, sin separarse de mí, me miró con esa expresión entregada, absoluta, que parecía decir que su vida estaba en mis manos. Yo aún la besé otra vez antes de reemprender la marcha, y la abracé, y me abrazó, y seguimos andando.
—Lo siento, Álvaro —ahora era ella quien hablaba sin mirarme—, perdóname. No debería haberte montado este numerito, pero es que… A veces no llevo esto nada bien.
—¿Peso demasiado? —sugerí, porque la había entendido pero no quería hablar de mi padre, no quería que volviera a llorar.
—No —y sonrió por fin—. Tú no. A ti te llevo bien, muy bien, demasiado bien. Mucho mejor de lo que me gustaría.
—Raquel…
No añadí nada más, no hizo falta. A veces, el amor que sentía por esa mujer me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. A veces ella se daba cuenta, y ésa fue una de aquellas veces.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —ya habíamos llegado a su casa y no esperó a obtener mi permiso—. ¿Qué le has dicho a tu mujer cuando la has llamado antes?
Sonreí, la miré, ella también sonreía.
—Que me había encontrado en la biblioteca del Consejo con un amigo de Bilbao con el que coincidí en Boston y que ahora trabaja en la Universidad de Columbus, Ohio. Y que iría a cenar con él.
—¿Hace mucho que no le ves?
—Casi tres años —no me hizo falta mentir, ni entonces ni después, aunque ella terminó riéndose como si creyera que me había inventado lo que le contaba sólo para conseguirlo—. Antes venía todos los veranos, pero luego se casó con una profesora de aerobic que se llama Ingrid, es absolutamente negra y tiene un cuerpo espectacular, y desde que vino a presumir de novia, no ha vuelto. Me manda de vez en cuando por correo electrónico fotos de su hijo, que es muy mono, mulato desde luego, con una chapela más grande que él.
—Entonces, si de verdad estuvierais cenando juntos, tendríais muchas cosas de que hablar.
—Muchísimas.
—Y os tomaríais una copa después…
—Una no. Por lo menos dos o tres.
—¿Quieres subir?
—Sí.
Antes le había dicho que sólo podía pensar en ella conmigo, que no me importaba nada lo que hubiera llegado a haber en su vida antes de conocerme, y había hablado sin pensar en lo que decía, como si nadie hubiera construido ni pronunciado nunca esas frases hechas, sobadas, desprovistas ya de sentido por el uso de tantos millones de hombres y de mujeres que habían sentido lo mismo que yo antes que yo y lo habían expresado de la misma manera, en todos los idiomas, en todas las épocas, en todos los lugares del mundo.
Después, al regresar con ella al lugar donde el pasado no existía, porque siempre era ahora, y ahora siempre estaba empezando a ser, comprendí del todo el significado de algunas palabras, tú, yo, sólo, nunca, antes, nada, conmigo, porque me sentí unido a esa mujer como si los dos fuéramos una sola cosa y el todo por fin un número entero, exacto, escrupulosamente igual a la suma de las partes. Amar a Raquel era tan fácil e inevitable para mí como respirar. Lo sabía mi cuerpo, lo sabían mis manos, lo sabían mis ojos. Yo también lo sabía, y me bastaba con acariciar despacio esa piel perfecta que volvía a nacer, una y otra vez, bajo la presión atenta y satisfecha de mis dedos, para estrenar todas las palabras que conocía, todas las que creaba en el preciso instante de pensarlas para lograr que el concepto antes nunca hubiera existido, como no existía el concepto después entre las cuatro esquinas de esa cama que impulsaba el movimiento del planeta. Yo lo sabía, y ella a veces se daba cuenta. Otras no.
—Lo de tu padre, Álvaro…
—No me importa lo de mi padre.
—A ti no, pero a mí sí —me resistí a soltarla, pero ella se desasió de mí, se estiró en la cama, eligió mirar al techo—. Lo de tu padre fue la barbaridad más grande que he hecho en mi vida, Álvaro, el error más grave que he cometido jamás. Jamás —entonces me miró y tuve miedo de que volviera a llorar, intenté interrumpirla y no me lo permitió—. Escúchame, por favor, no digas nada. Lo que pasa… No es que no quiera hablar de eso, es que no puedo hablar, ni siquiera puedo acordarme. No lo soporto, eso es lo que pasa, que no lo soporto. Ahora ya no entiendo cómo pasó, cómo se me pudo ocurrir… Hay momentos extraños en la vida, momentos en los que se olvida todo, lo que se ha sabido siempre, lo que nunca debería haberse olvidado… Es difícil de explicar, pero quiero que sepas que ésa no era yo. De verdad que no era yo. Yo no soy así, Álvaro, tú me conoces. Yo soy la que tú conoces.
En aquel instante, tampoco me di cuenta de lo que significaban las palabras que acababa de oír. En aquel instante estaba tan emocionado, tan enamorado de la mujer que las había dicho, que sólo pude besarla, abrazarla con fuerza y mantenerla pegada a mí, y eso era lo único que importaba, un todo que excluía el antes, el después, y cualquier otro concepto que sucumbiera a la vana ilusión de existir fuera de aquel abrazo. Pero dos semanas más tarde, mientras fingía escuchar a Fernando Cisneros en la mesa de la cervecería de Argüelles donde solíamos vernos por las mañanas y dudaba una vez más de mi legendaria inteligencia, aquel discurso oscuro, entrecortado, plagado de sobrentendidos que iban más allá de la capacidad de mi entendimiento, adquirió una relevancia que no había logrado percibir a tiempo.
La extraña, incompleta confesión de Raquel, yo soy ésta, ésa no era yo, no sólo le daba la razón a Fernando. También situaba la figura de mi padre en un plano distinto, desde el que irradiaba una misteriosa violencia sin forma definida. Después de admitir que no le había querido, de encontrar las palabras justas para desentrañar la naturaleza de una sonrisa inefable, Raquel Fernández Perea no había vuelto a hablar de Julio Carrión González, pero su actitud había dejado flotando en el aire un rastro sonrosado y amable, que yo había rellenado sin pensarlo mucho con la simpatía, el encanto y ese instinto congénito para la seducción que habían hecho de mi padre un hombre admirado, deseado y ganador en todas las etapas de su vida. Ese rastro había explotado en mis oídos, se había desvanecido ante mis ojos y yo tampoco me había dado cuenta. Al final de aquella noche larga y agotadora que habíamos vivido juntos y en la común compañía de nuestros fantasmas, Raquel me había hablado de él como de un enemigo o algo peor, alguien capaz de convertirla en enemiga de sí misma, de hacerle olvidar lo que sabía, lo que nunca debería haber olvidado. Y yo, que no podía entender lo que escuchaba, lo había aceptado sin hacer preguntas, y hasta había sido tan tonto como para felicitarme por haberlo oído.
Cuando Raquel me dijo quién era y quién no, lo único que me importó fue que sus palabras confirmaban la luminosa intuición que me había guiado más allá del umbral de la locura, aquella sensación sin nombre que desembocó por sí sola en la certeza de que aquella mujer era mía, mía y de mi padre no. No había sido sólo un espejismo, también era una tontería, pero todo fluía con una sonrosada facilidad, la apacible costumbre del agua que corre, y yo estaba encoñado, y aparte de encoñado, gilipollas, lo estaba pero no lo era, nunca lo había sido, por eso sabía, supe desde el principio, que mi padre acechaba tras esa inflamación absurda, ridícula de puro excesiva, y que su sombra, gigantesca y tácita, la convertía en una necesidad, un mandato imprescindible para mí, que nunca había querido ser como él, que ni siquiera había aspirado a convertirme en un hombre parecido. Me había prohibido pensar en él y había cumplido mi propia orden con una habilidad, una disciplina tan rigurosa que ni siquiera había tenido que esforzarme para aislar a Raquel de las restantes conmociones asociadas a su muerte, pero no podía eliminarlo. No pude hacerlo hasta que ella lo hizo por mí, hasta que lo liquidó con unas pocas palabras, y eso fue lo único que pensé al escucharlas, que mi padre se había acabado, que ya nunca volvería a estorbarme, a molestar, a interferir en mi amor por una mujer que sólo era ella misma conmigo y había sido otra distinta con él. Estaba tan emocionado, tan enamorado de Raquel, que no recelé al aceptar la solución de un problema cuyos datos ni siquiera conocía.
Cuando miré el reloj como si tuviera prisa, y me despedí de Fernando como si no hubiera pasado nada, y bajé por Cea Bermúdez como si fuera a alguna parte, y me desvié en cualquier bocacalle sin saber por qué, y volví a hacer lo mismo al llegar a otra, y luego a otra, y a otra más, para andar sin más rumbo que la necesidad de comprender todo lo que había mirado sin ver, lo que había escuchado sin oír, lo que había aprendido sin entender, intenté conectar otros datos entre sí, pero no llegué muy lejos. Raquel no parecía haberse preguntado qué pensaría yo de ella hasta que mi abuela Teresa se sentó con nosotros en la mesa de aquel restaurante, pero el papel que mi padre había jugado en aquella historia no podía haber desencadenado una reacción tan desproporcionada, por más que intensificara el muy relativo, a aquellas alturas más bien fabuloso, componente de traición que su relación con aquel hombre pudiera representar para la nieta de su abuelo, el hombre muerto, remoto, cuyo simple nombre pintaba en su cara una sonrisa sombría que le pertenecía absolutamente, como ningún otro gesto. Y sin embargo, Raquel había estallado esa noche, ni antes ni después, y había dicho cosas que cobraban un sentido nuevo, distinto, al compararlas con la inquietud que las palabras de Fernando habían infiltrado en mi espíritu.
A veces no llevo esto nada bien, eso había dicho, y ahí se había parado. Yo había interpretado sin vacilar que se refería a mi padre y a mí, a nuestra condición de amantes sucesivos, y no me había sorprendido porque era natural, lógico, que una situación tan extraña la sobrepasara de vez en cuando, como me sobrepasaba a mí, aunque me hubiera prohibido pensarlo. Lo que sí me sorprendió, cuando lo analicé más despacio, fue que yo nunca había percibido ninguna incomodidad, la menor tensión en ella. Al contrario, siempre había tenido la sensación de que no le costaba trabajo ignorar a mi padre, de que no tenía que esforzarse por olvidarlo, y en su alegre indiferencia estaba quizás la clave de aquella plenitud que se prolongaba en un comienzo eterno, sin final y sin límite. Entre esa mujer y yo todo era ahora, y ahora era siempre tan fácil, tan fluido y luminoso como si los dos hubiéramos nacido en el instante en que nos conocimos. Pero ella tenía un pasado, y yo tenía otro. No comentes nada de esto con Berta, me había pedido después de explicarme qué clase de mujer era en realidad, porque no sabe nada. ¿No sabe lo de mi padre?, pregunté, extrañado, porque parecían amigas de las que se lo cuentan todo, y ella tardó un rato en contestar, lo sabe, pero no sabe que era tu padre. ¿Y entonces quién soy yo?, pregunté. Tú eres el hijo y heredero de un cliente cualquiera, que vino a verme un día al banco, se empeñó en ligar conmigo y se puso muy pesado. Entonces me miró y sonrió por fin, es más o menos la verdad, ¿no?
Ella tenía un pasado y yo tenía otro, aunque no supiera qué hacer con él. No había encontrado nada que hacer todavía cuando miré el reloj y me resigné a haber perdido definitivamente mi vieja habilidad para el cálculo mental.
—Llegas tarde —estaba apoyada en la pared y no se movió de allí hasta que llegué a su lado.
—Menos de cinco minutos —me defendí—. En España eso no es llegar tarde —sonrió, y su sonrisa aún tenía el poder de borrarlo todo—. ¿Cómo estás?
—¡Uf! —se separó de la pared con un gesto de cansancio casi doloroso—. Hecha polvo. No tengo ganas ni de comer, así que…
Al entrar en casa, ni siquiera se paró a dejar el bolso en el perchero del recibidor, como solía. Lo llevó enganchado en el hombro hasta el dormitorio y allí lo dejó caer en el suelo antes de desplomarse sobre la cama con los ojos cerrados, como si estuviera muerta. Me acerqué a ella y le quité un zapato, después el otro.
—¿Quieres que te desnude?
—Sí —abrió los ojos para mirarme—. Por favor.
—Ya se lo he dicho a Fernando, sólo tiene un defecto, ¿sabes? —mientras le quitaba la ropa, hablaba en voz alta, y ella se dejaba hacer, y se reía—, porque por lo demás es muy buena chica, me conviene mucho, pero tiene un defecto, que bebe, ¿qué le vamos a hacer?, le gusta beber, y claro, al beber… Es lo que pasa.
Me acosté a su lado, la abracé, y ya estaba dormida. Yo la seguí enseguida y aún estaba todo en su sitio. Fue después cuando saltó el tornillo, cuando se resquebrajó una esquina de la totalidad, cuando un engranaje de la máquina impecable que los dos habíamos formado hasta entonces empezó a chirriar, a rozar con los hábitos del tiempo y la costumbre. Yo estaba despierto y ella seguía durmiendo, y a mí me gustaba verla dormir porque me gustaba mirarla, y en la quietud del sueño se afirmaban sus rasgos, se acentuaba la irresistible proporción de sus caderas y su piel descansaba en su propia perfección. Raquel dormía desnuda, abandonada a su desnudez, asequible e indefensa y vulnerable y expuesta y desprevenida y segura y deseable hasta el dolor para mis pobres ojos. Y mis ojos cedieron a la voluntad despótica de aquel deseo que dolía, y se dolieron de una imagen hostil, ajena, que nunca habían visto al mirar a Raquel, mientras anticipaban las etapas de la liturgia personal, estable, conocida, que ella inauguraría al abrir los ojos y volverse hacia mí, para sonreír, tantearme, y dejarse acariciar o acariciarme como una de las nuestras, una mujer única y sin embargo normal, si por normal entendía lo que era yo, sujeto y objeto de una normalidad que no excluía ninguna anormalidad teórica, pero era coherente con sus propios excesos.
Aquella tarde, mientras miraba a Raquel, la imaginaba, la pensaba, la recordaba en actitudes, y posiciones, y situaciones que para cualquiera que no fuera yo resultarían mucho más impúdicas, más perversas y obscenas que la silueta de una mujer joven que se desliza en un jacuzzi rodeado de velas encendidas donde la espera un anciano con la edad suficiente para ser su abuelo. Para cualquiera que no fuera yo, porque yo también integraba esas imágenes, y mi mirada las había registrado como elementos útiles en la elaboración de una intimidad que tenía sus propias reglas, un idioma, una gramática, una sintaxis. Raquel y yo habíamos aprendido muy deprisa a dominar ese lenguaje porque nuestras capacidades eran parejas, semejantes y tan asombrosamente compatibles que no necesitaban superar la barrera del instinto. No hablábamos de sexo, no hacía falta más allá de su afición por describir el placer, por catalogarlo o definirlo con expresiones de un júbilo casi infantil, qué bien, qué bien, qué gusto. No hablábamos de sexo, lo hacíamos, sin planificarlo, sin pactarlo, sin comentarlo y hasta la frontera del agotamiento, un límite que se había vuelto tan dudoso como el prestigio de aquellas frases importantes sobre el todo y las partes cuyos últimos, subatómicos fragmentos, flotaban ya en el aire con la simpática indolencia de las antigüedades inservibles. Yo nunca había disfrutado tanto de una mujer, nunca había disfrutado tanto con una mujer, ni para ninguna. Ése había sido el primer núcleo de aquel ahora sin fin ni principio, y la cinta del lazo que nos ató, pero aprendía cosas de Raquel todos los días, cada día descubría cosas nuevas y nada me había inducido a modificar ni siquiera en los detalles las reglas de nuestra intimidad común.
No fue eso lo que ocurrió aquella tarde, cuando ya había perdido todas las cuentas y sabía manejar el cuerpo de la mujer que dormía a mi lado como maneja un músico su instrumento favorito. No fue eso y tampoco fue culpa de los objetos, el jacuzzi, las velas, la pantalla de plasma, aquel consolador de goma morada que parecía relleno de una especie de gel y que podría haber comprado yo mismo si me hubiera dado por ahí y no hubiera sabido desde el principio que la última propuesta, el último capricho, el último regalo que le haría a Raquel en este mundo sería un consolador. Era otra cuestión, confusa, abstracta, difícil de definir, que se situaba en la intersección exacta de tres identidades, la mía, la suya, la de mi padre, con sólo dos estilos, dos maneras de mirar el mundo, de entender la vida, todas las cosas, también el sexo, la nuestra y la de los otros. Una cuestión de identidad o de estilo, tan fundamental o tan frívola, pero igual de resbaladiza, de peligrosa, porque no interactuaba con ideas o palabras, ni siquiera con sentimientos, sino con un instinto, confuso, abstracto y difícil de definir por naturaleza. Si Raquel Fernández Perea era la mujer que yo conocía, el cuerpo con el que mi cuerpo se entendía sin palabras, el sexo que se abría con un simple susurro de mi voz, una simple presión de mis dedos en ciertos lugares y determinadas condiciones, no podía ser otra, la que yo había imaginado a solas en aquel ático de la calle Jorge Juan, la desconocida que encendía la última vela antes de zambullirse desnuda en el agua, para recostarse después sobre una pila de almohadas con sus piernas bonitas abiertas de par en par, y una sonrisa que dejaba ver sus encantadores dientes separados.
Entonces Raquel se despertó, sonrió antes de abrir los ojos, vino hacia mí, me abrazó, volvió a cerrarlos, alargó la mano derecha hasta rozar mi sexo, lo tocó con un dedo, luego con dos, lo acarició con la palma antes de agarrarlo, lo apretó, y sólo después volvió a mirarme, los ojos muy abiertos, los labios fruncidos en un círculo casi perfecto para dejar escapar algo parecido a un soplido antes de emitir un ronroneo gatuno, característico, y volver a sonreírme por fin. Conocía esos síntomas, y los sucesivos, pero me desconocí a mí mismo mientras correspondía con otros prestados, ajenos, incómodos para los dos, con los que pretendía ponerla a prueba y sólo logré probar mi propia debilidad.
—Ya está bien, Álvaro —abrió los ojos, cerró las piernas, usó las dos manos para apartar las mías de su cuerpo.
Raquel Fernández Perea nunca me había frenado, jamás me había puesto límites, pero aquél no era yo y ella sí se había dado cuenta.
—¿Por qué?
—Porque me estás mirando con los ojos de tu padre —se tapó con la sábana, me dio la espalda y con los ojos fijos en la pared, dijo algo más—. Antes o después tenía que pasar, ¿no? Y lo peor es que me lo tengo muy bien empleado.
Yo amaba a esa mujer. La amaba tanto que, algunas veces, mi amor por ella me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. Entonces era más yo que antes, más yo que nunca, y yo fui hacia ella, yo me deslicé debajo de su sábana, yo la abracé por detrás, yo la besé muchas veces, yo le pedí perdón y yo le dije en voz alta que la quería. Repite eso, me dijo, y lo repetí hasta que se me secó la lengua dentro de la boca.
Entonces comprendí el significado exacto de las palabras que pronunciaba, y que tendría que aprender a vivir, y a quererla, con el peso del asombro de Fernando, como había aprendido a vivir, y a quererla, a la sombra del fantasma de mi padre. Y mientras todo volvía a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, pensé que lo mejor que nos podía pasar a los dos era que yo nunca descubriera la verdadera relación que había unido a Raquel Fernández Perea con Julio Carrión González, y que, tal vez, la solución al problema que los dos estábamos planteando en aquel mismo momento nunca dependería de mí.
Así pude distinguir con precisión el color del pánico, y medir en mi propio estómago el volumen de la cantidad de nada que cabe en el vacío.