Cuando Ignacio Fernández Muñoz vio por primera vez a Anita Salgado Pérez, pensó al mismo tiempo que era muy guapa y que era española. No sólo por la estatura, pequeña, ni por el color del pelo, oscuro, ni por los ojos, negros y enormes, dulces, melancólicos. La desconocida que caminaba por la acera en dirección hacia él, tenía además la piel muy blanca, y un cuerpo menudo pero redondeado, armónico, gracioso como el de una muñeca, que podría haber sido francés y sin embargo era español, estaba seguro. Quizás fuera la manera de andar, o el peinado, pero sobre todo fue el gesto de la cara, una expresión cauta, casi temerosa y hostil a la vez, orgullosa y triste. En los tres últimos años, Ignacio Fernández había contemplado muchas veces ese gesto, en los campos y en las ciudades, en los hombres y en las mujeres, en los ancianos y en los jóvenes, hasta en los niños españoles. Por eso, cuando la vio aminorar el paso al acercarse al portal que custodiaba en vano, con la torpe ayuda de un periódico abierto, desde hacía casi media hora, estuvo a punto de dirigirse a ella, de explicarle quién era, de pedirle que le dejara subir. No lo hizo porque, al pasar a su lado, ella le rozó con la cesta que llevaba en la mano.

—Perdón —dijo en español, y levantó la vista para mirarle.

—No ha sido nada —contestó él, también en español, y ella sonrió antes de meter la llave en la cerradura.

Entonces, Ignacio Fernández Muñoz se dio cuenta de que podía ahorrarse las explicaciones, y en su situación nada era mejor, más conveniente. Por eso volvió al periódico, fijó la vista en el mismo titular que había mirado sin leerlo un montón de veces ya, escuchó el chirrido de unas bisagras mal engrasadas, la vio entrar con el rabillo del ojo derecho y se limitó a adelantar el pie para impedir que la puerta se cerrara del todo. Luego, mientras su corazón se aceleraba, levantó la vista y miró a su izquierda. Una pareja de ancianos que andaban muy despacio acababa de doblar una esquina lejana. No vio a nadie más y dio media vuelta para mirar en la dirección opuesta. Por la otra acera, pasaba un adolescente que ni siquiera se fijó en él, y por fin entró en la casa. El portal olía a humedad, hacía frío. Esperó unos segundos y subió por la escalera acechando cualquier ruido, pero ningún vecino escogió aquel momento para entrar o salir de ningún piso. Era la hora de comer, y él sí la había escogido.

Al llegar al segundo, miró a su alrededor, identificó la puerta, llamó al timbre, y muy pronto percibió un taconeo madrileño, familiar. Aquel sonido le emocionó mucho, porque eran los pasos de su madre y aún podía reconocerlos sin vacilar. Cuando se abrió la puerta, ella, en cambio, no le reconoció a él. En la penumbra del descansillo, Ignacio se dio cuenta de que le miraba con miedo, los ojos abiertos como gritos, y por eso no esperó a que gritara también con la garganta. Dio un paso hacia delante, la empujó dentro de la casa, se colocó a su espalda, rodeó su cintura con el brazo izquierdo, tapó su boca con el derecho y cerró la puerta con el pie. Hizo todo esto muy deprisa y muy bien, como si aquella mujer, que era su madre, fuera un soldado enemigo.

—No chilles, mamá, por favor, no digas nada —fue aflojando las manos poco a poco—. Soy Ignacio. Me acabo de escapar.

María Muñoz se dio la vuelta muy despacio, miró a su hijo y no pudo creer que aquel hombre mayor, barbudo y sucio, cansado, consumido, pálido, fuera su hijo Ignacio. Tres años de cautiverio y trabajos forzados habían convertido a su niño pequeño, el único que le quedaba, en un individuo sin edad, tan delgado que podía distinguir sus costillas a través del tejido pardo de su camisa, y casi desprovisto de humanidad, esa dignidad corporal y espiritual a un tiempo de la que sólo carecen algunos mendigos, algunos alcohólicos, y los desahuciados que agonizan a solas entre las sábanas sucias de los hospitales de caridad. Eso encontró María en la figura de Ignacio. Eso vio él en aquella mirada, y se sintió tan solo, tan perdido en su ausencia, que se vino abajo. Entonces, la soltó con suavidad, se apoyó en la pared, cerró los ojos, y su desconsuelo desató al fin los invisibles hilos del estupor y la distancia.

—¡Ignacio!

La madre se abrazó a su hijo, no le rodeó con los brazos, no le consoló, no le sostuvo. Le acarició la cara con las manos hasta que las lágrimas no le dejaron verla más, y luego las cerró, las apretó, y apretó la cabeza contra su pecho, buscando refugio en él como había hecho en Madrid, la última noche que cenaron juntos, aquella que iba a ser la peor de su vida y fue sólo el principio de un tormento cuya magnitud ni ella ni nadie se habría atrevido nunca a calcular.

—¡Hijo de mi vida, hijo de mi vida, hijo…!

En la memoria de Ignacio Fernández Muñoz, aquel llanto silencioso y caliente, que lloraba su vida y la muerte de Mateo, la ruina cierta y la improbable salvación de su familia, se fundiría con otras lágrimas distintas y sin embargo iguales, lejanas pero próximas, como si los ojos de su madre, los de otros muchos hombres, muchas otras mujeres con historias diferentes, parecidas, estuvieran atrapados en un bucle insoportable y perverso, condenados a llorar siempre, por siempre y para siempre el mismo llanto.

Así lo recordaría muchos años después, como si no hubiera pasado nada desde el día en que su hermano lo buscó desde un camión, y se llevó a la boca la mano que no tenía esposada para que él sintiera que se le partía el corazón y que ya no era un corazón humano. Sin embargo, habían pasado cosas, muchas cosas, y la más importante de todas era que él seguía estando vivo. Le habría dado lo mismo morir, pero le había tocado vivir y lo había hecho. Había seguido viendo, y oyendo, había seguido durmiendo y respirando desde aquel día, desde que se derrumbó en el campo de Albatera como si estuviera muerto, para sentir enseguida un puntapié blando, cómplice, que le obligó a abrir los ojos a tiempo de ver las botas del guardia que venía derecho hacia él, mientras sus oídos percibían un susurro atropellado, aragonés y urgente.

—Levántate ya, hombre, no seas imbécil…

Cuando volvió la cabeza, vio a un miliciano moreno y bajito que le miraba con gesto preocupado, pero no tuvo tiempo de hacer ni de decir nada.

—¿Y a ti qué te pasa? —el guardia le pegó una patada mucho menos amable.

—Nada —el miliciano contestó en su nombre—, que se ha torcido el tobillo.

—¿Y por eso estás en el suelo? —la autoridad celebró la noticia con media sonrisa torcida—. Pues para llamaros «los de acero» la verdad es que sois bastante mariquitas.

—Sí, bueno, es que eso duele mucho… —el miliciano tiró de su brazo izquierdo y él se levantó con dificultad, no porque pretendiera fingir que le dolía el tobillo, sino porque tuvo que superar el impulso de lanzarse contra aquel hombre, derribarlo, desarmarlo, pegarle un tiro y dejarse matar después, una fantasía recurrente, más rabiosa que suicida, que aprendería a dominar en poco tiempo—. Pero ya se le ha pasado, ¿a que sí?

Él se limitó a asentir con la cabeza sin levantar la vista del suelo, y echó a andar al lado de su salvador, que apenas le llegaba a la altura del hombro.

—¿Qué era, tu hermano? —le preguntó al rato.

—Sí —contestó Ignacio por fin—. Mi hermano mayor.

—Ya… —y movió la cabeza como si pretendiera felicitarse por haber llevado la razón desde el principio—. Es lo que me he dicho yo, que pinta de maricones no teníais.

Ignacio Fernández Muñoz sonrió, porque sobrevivir también consiste en seguir sonriendo, y se fijó mejor en su acompañante, menudo, nervioso, con las manos muy grandes, fuertes y nudosas, la cabeza redonda, rapada, con algunas calvas, el clásico aspecto de un campesino criado al sol o a la intemperie.

—Gracias por lo de antes —le dijo entonces, y mientras le ofrecía la mano, recitó su nombre para presentarse.

—Joder, qué suerte —contestó él al estrecharla.

—¿Suerte?

—Pues claro —y le devolvió una expresión tan sorprendida como la que recibía—. ¿Tú sabes la cantidad de Ignacios Fernández Muñoz que debe de haber en España? Como poco centenares, seguramente miles, así que… A ti no te hace daño que fusilen a tu hermano. ¿De dónde eres?

—De Madrid.

—Coño, macho, de verdad, pero qué potra tienen algunos… —entonces le miró, le sonrió, y se explicó de la manera morosa, peculiar, a la que Ignacio se acostumbraría en muy poco tiempo—. Yo me llamo Roque Ansó Ansó, y soy del pueblo de al lado. Del pueblo de al lado de Ansó, quiero decir. No llegamos ni a trescientos y todos somos primos, los fachas y nosotros, así que, ya ves, a mí no me libra ni la paz ni la caridad, que decía mi abuela… A mi hermano mayor también lo mataron. En la provincia de Castellón, que fue a parar allí, en el frente. Yo creo que es mejor morir así que fusilado, pero con un poco de suerte, mi madre va a tener dónde elegir…

Se hicieron amigos. Muy amigos. Amigos como los que se hacen en los campos de concentración, en los trabajos forzados, en las cárceles, en la guerra. Roque tenía veinticinco años y nada que ver con él, pero los dos podían estar juntos y callados, el uno al lado del otro, durante mucho tiempo. Esa condición, tan rara en un lugar donde no se podía hacer otra cosa que hablar y caminar, habría bastado para unirlos incluso si Ignacio no hubiera apreciado tanto el humor de Roque, negro, sereno, habituado a resistir las dificultades, ese fatalismo indolente, pero también elegante a su manera, de quienes están condenados desde la cuna a la pobreza, al cansancio, a una muerte como la de sus padres, igual de vulgar, igual de prematura, sin haber llegado nunca a tener nada en este mundo. El estoicismo de Roque equilibraba en una proporción exacta la rabia enrojecida, espinosa y violenta, que hería a Ignacio por dentro cada vez que miraba a su alrededor para recontar, una por una, todas las cosas que había poseído, todas las que le habían sido arrebatadas, y sobre todas, la fe —si la queréis, venid a por ella, que os estoy esperando— que había llegado a importarle más que seguir vivo. Entonces la sangre se escapaba de sus mejillas, se concentraba en sus labios, en el cerco rojizo de los ojos, y cerraba los puños, y golpeaba al aire, y enseguida sentía la mano de Roque sobre su hombro, y escuchaba su voz, ronca y risueña, pues a estas alturas, ya, como no quieras pegarte conmigo…, y los dos se echaban a reír.

Se hicieron amigos, muy amigos, y esa amistad elemental y elaborada, desequilibrada y útil, súbita y sincera, los salvó a los dos, porque si Roque no le hubiera dicho que era un tío con suerte, si no hubiera calculado en voz alta el número de los rojos españoles que podrían llamarse igual que él, quizás Ignacio no habría sabido interpretar el gesto de desaliento que se insinuó en la boca del alférez que hacía las veces de secretario, en aquella oficina a la que fue convocado a mediados de junio.

—¡Qué bien, otro con nombre exótico! —murmuró en voz baja mientras se chupaba el índice para pasar más deprisa las hojas de cualquiera de los archivadores que no le cabían en la mesa y se desparramaban por el suelo, en todas las direcciones.

Quizás ni siquiera eso habría bastado, porque cuando Ignacio Fernández Muñoz miró de frente al coronel que estaba al mando, sólo podía pensar en una cosa, qué lástima de bala que gasté con aquel desgraciado en las Vistillas para metértela a ti entre las cejas, cabrón. Y sin embargo, y a favor de sus fantasías homicidas, cuando le llamaron a declarar, ya se había dado cuenta de que Roque tenía razón y de algo más, porque si lograba confundir a aquel hombre, si conseguía camuflarse en el número de los españoles que compartían su nombre, sus apellidos, tal vez algún día tuviera una oportunidad de meterle una bala entre las cejas a él o a otros como él. Esa simple expectativa era mucho más feliz, más heroica, más gloriosa, que la exhibición de arrogancia a la que no habrían tenido otro remedio que recurrir los oficiales republicanos fáciles de identificar, a la que tal vez habría recurrido su hermano Mateo porque nadie le había inducido a meditar sobre la liviandad del apellido Fernández, del apellido Muñoz. Si me fusilan, ganan ellos y pierdo yo, pensó. Si no me fusilan, no gano sólo yo, también ganan los míos. La cárcel alargaba los plazos y disminuía la intensidad, pero no alteraba el balance de aquel futuro. Por eso entró en la oficina con los brazos caídos, los hombros encogidos, y una expresión de pavor reverencial que no cedió ante la presencia del enemigo.

—Fernández Muñoz —el jefe era quien preguntaba—. Así dices que te llamas, ¿no?

—Sí, señor, Ignacio. No tengo documentación porque me la robaron, me robaron todo lo que llevaba en los bolsillos, y…

—Ya, ya… A todos os ha pasado lo mismo —y aquella reflexión pareció divertirle, más que impacientarle, porque para eso había ganado la guerra—. Ignacio Fernández Muñoz, Peláez, ya lo has oído…

—Sí, pero es que con esos apellidos—el alférez se apresuró a confirmar los cálculos del prisionero en voz alta—, tengo aquí varios tomos, mi coronel.

—¿Y de dónde eres?

—De Madrid, señor —el coronel sonrió a su subordinado al escucharle.

—Eso no ayuda mucho… —y hasta dejó escapar una risita, como si disfrutara chinchándole—, ¿verdad, Peláez?

El aludido no contestó y su jefe volvió a dirigirse al prisionero.

—Eres muy joven, ¿no, hijo? ¿Cuántos años tienes?

—Veintiuno, señor —y ya se atrevió a darle una información que no le había pedido—. Yo no he hecho nada, señor, yo soy un simple recluta de la quinta del 18. Cuando me llamaron a filas, pues… Tuve que presentarme, a ver qué iba a hacer, pero no me alisté voluntario, ni nada… Pues sí, cómo para dejar sola a mi madre, la pobre, con lo mal que lo ha pasado…

Le salió tan bien que, un instante después, hasta él percibió la duda en la voz de Peláez.

—De momento, he encontrado a tres Ignacios Fernández Muñoz que son de Madrid y tienen veintiún años, mi coronel, pero el único que me encaja es capitán.

—¿Capitán? —se sorprendió su jefe—. ¿Tan joven?

—Sí —pero Peláez ya no se sorprendía de nada—. Los rojos, ya sabe usted, ascendían a los suyos sin ton ni son…

—¡Uy! —Ignacio hizo un comentario muy ensayado, en voz baja, con tono de pena y como para sí mismo—, ¡capitán, yo, válgame Dios!

—Este capitán Fernández Muñoz… —el alférez lo miró como si pudiera leer la verdad en sus ojos, pero el capitán Fernández Muñoz no se inmutó— era comunista. Lo detuvieron los de Casado, y lo mandaron a Porlier pero nunca llegó a ingresar. Por eso no tengo más datos…

Él le devolvió la mirada a Peláez, miró luego al coronel, vio cómo lo miraban los dos, comprendió que estaban intentando adivinar si el hombre que tenían delante podría ser un capitán comunista, calculó qué posibilidades tendrían de averiguarlo antes de que saliera de aquel despacho, recordó que el campo de Albatera era tan grande y estaba tan abarrotado que él mismo ni siquiera había llegado a encontrarse con su hermano y descubrió que lo que decían algunos presos era verdad. Los fachas estaban desbordados, tenían tantos prisioneros que no daban abasto, y ya no sabían qué hacer con ellos para quitarse el problema de encima. En su situación, aquellos rumores sólo significaban una cosa. Si aguantaba, con un poco de suerte, acabarían mandándole a Madrid para que se identificase por sus propios medios.

—Yo no soy comunista, señor —añadió entonces, lloriqueando como un niño asustado—. Yo no soy nada, se lo juro, nunca he sido de ningún partido…

Cuando el coronel le comunicó que lo más probable era que le enviaran a Madrid en el próximo tren con plazas libres, y que al llegar allí tendría que presentarse en la caja de reclutamiento que le correspondiera con testigos o documentos aptos para establecer su identidad, le sonrió, le dio las gracias. Me va a identificar a mí tu puta madre, iba pensando cuando salió de aquella oficina.

No se había alejado ni cien metros cuando se acordó de que era rubio, alto, un español raro. Su aspecto físico compensaba la ventaja de su nombre, le convertía en alguien fácil de recordar en una masa homogénea donde Roque, sin ir más lejos, pasaba felizmente desapercibido. Entonces, durante un instante, tuvo miedo, pero duró sólo un instante. No necesitó más para comprender que aquel carcelero socialista que se llamaba Rogelio le había salvado la vida dos veces, porque si hubiera llegado a ingresar en la cárcel y lo hubieran soltado después, en el último momento, como hicieron con la mayoría, su descripción física, estatura, complexión, color del pelo, de los ojos, habría estado registrada en alguno de los archivadores de Peláez. Los últimos carceleros republicanos de Madrid no se habían tomado la molestia de destruir los registros de los presos comunistas de marzo del 39. Eso también se lo habían regalado a Franco, y los franquistas no habían tardado ni dos días en volver a tenerlos a todos dentro. A saber cuántos seguirán vivos, pensó Ignacio, y sintió casi vergüenza por haber cedido a la debilidad de tener miedo. Y además, ¿qué?, se dijo. Él no tenía nada que perder. Ya lo había perdido todo, y sin embargo empezó a planear su fuga con la ayuda de Roque en el mismo instante en que se reunieron.

—Es imposible —Rufino, camarada, catalán y ferroviario, rozando una edad suficiente para ser su padre, empezó a negar con la cabeza antes de darle tiempo a terminar de explicarse—. No puedes tirarte de un tren así como así. Te vas a matar.

—Prefiero matarme yo a que me maten éstos.

—Eso está bien visto, ¿ves? —Roque se quedó mirando a Ignacio con admiración—. Eso está muy bien visto…

La idea le gustó desde el principio. Llegó a gustarle tanto que, cuando le llamaron, se arriesgó a declarar con una identidad falsa, la de un soldado de Ignacio, un recluta de su edad que podría estar muerto o vivo, en la cárcel o en el mismo campo de Albatera. Era muy peligroso y lo sabía, pero él se llamaba Roque Ansó Ansó, era del pueblo de al lado, allí no eran ni trescientos vecinos, todos primos, los fachas también, y no le iban a librar ni la paz ni la caridad. Le libró la suerte, y no una, sino varias veces.

—He estado pensando que, a lo mejor… —Rufino se acercó a ellos unos días después, cuando ya no paseaban, ni se dejaban ver fuera de la zona del campo que consideraban suya, segura, para evitar cualquier encuentro indeseable—. No va a ser fácil, porque seguramente os meterán en un vagón de mercancías, pero si estáis pendientes de los cambios de luz y sobre todo del ruido, podéis ir contando los túneles. Después del octavo, notaréis que el tren va más despacio. Ése es el sitio —y les señaló con el dedo—. Os tiráis ahí, o no hay nada que hacer. Es una zona llana, de sembrados pero con árboles, donde se os va a ver mucho, pero no os haréis daño. Tendréis que esconderos en alguna parte hasta que se haga de noche, y luego andar un par de kilómetros en el sentido de la vía hasta llegar a Tarancón. Si el jefe de estación sigue siendo un hombre bajito y barrigón, bastante calvo, con el pelo blanco, de unos sesenta años, podéis hablar con él y decirle que vais de mi parte. Se llama Alfredo y es de fiar. Que os meta en el mercancías que va a Barcelona.

—¿Y si no está Alfredo? —preguntó Roque, con el ceño fruncido de preocupación.

—Si no está Alfredo —fue Ignacio quien le contestó—, nos metemos en el mercancías de Barcelona por nuestra cuenta. Y desde Barcelona, nos vamos a tu pueblo y cruzamos la frontera.

—Sí, sí… —Rufino sonrió—. Los de Madrid, de verdad, es que sois la hostia. No tenéis ni idea de nada, pero os da igual, vosotros, ¡hala!, todo por cojones. Vamos a ver, Ignacio… ¿tú has visto los Pirineos de cerca alguna vez?

—En foto —y se echó a reír.

—Pues eso. ¿Cómo vais a cruzar los Pirineos por el pueblo de éste, que los pasos son escarpadísimos, y sin guía? Porque tú no te sabes el camino, Roque. ¿O sí?

—Hombre… —el aludido se rascó la cabeza, se quedó pensando, frunció los labios en una mueca escéptica—. Sabérmelo, sabérmelo, la verdad es que no me lo sé, pero, bueno, yo creo que cuando lleguemos allí, con tirar para arriba, poco más o menos…

—¿Qué harías tú, Rufino? —preguntó Ignacio, mientras el catalán terminaba de reírse.

—Pues, desde luego, cruzar por Ansó, que no hay más que cuatro cabras y todas conocen a Roque desde pequeñito, no.

—Oye, sin faltar…

—¡Cállate un momento! —Ignacio sujetó a su amigo por los hombros y repitió la pregunta—. ¿Qué harías tú?

—Yo me quedaría en Barcelona —Rufino hizo una pausa para mirarlos despacio, primero a uno, luego al otro, y siguió hablando con un acento inseguro, casi sombrío—. Yo vivo allí, y allí está mi mujer, pero no me atrevo a daros su dirección, la verdad. Si os siguiera alguien… Es demasiado peligroso, y bastante tiene ella ya, con tres chicos y yo aquí.

—Eso está claro, Rufino —Roque le tranquilizó—, no te preocupes.

—Para nosotros, tú no tienes mujer, Rufino —insistió Ignacio—. No iríamos a verla ni aunque supiéramos dónde vive. Así que estamos en Barcelona y no conocemos a nadie. ¿Qué hacemos?

—Ir al mercado de la Boquería —contestó, más tranquilo—. Eso lo he hecho yo muchas veces, cuando tenía vuestra edad y ganas de darme una vuelta. Os ofrecéis a descargar camiones para ir tirando, hasta que encontréis uno que vaya a Gerona y os quiera llevar. Antes no se tardaba mucho. Ahora, me imagino que sobrará gente para trabajar en lo que sea, pero os puedo dar un par de nombres —hizo una pausa, los miró, sonrió—. Eso no es peligroso. Y luego, desde Gerona, os buscáis una manera de llegar a Puigcerdá. Allí, las mujeres pasan la frontera andando por la vía del tren, con un cesto, para ir a Francia a hacer la compra. Vosotros no vais a poder hacer eso, claro, pero a campo través, es mucho más fácil cruzar por allí que por Huesca, porque el paso es más ancho, más llano, y tenéis la referencia del ferrocarril. Eso es lo que haría yo.

—Y eso —Ignacio miró a Roque— es lo que vamos a hacer nosotros.

Ignacio se acordó de Rufino al tirarse del tren, y al despedirse de Alfredo, que les dio ropa de civil, una botella de Valdepeñas, y un bocadillo de panceta de su propia matanza a cada uno, antes de meterlos en un vagón del mercancías de Barcelona. Cuando intentaron pagarle por lo que estaba haciendo por ellos, se echó a reír.

—Ese dinero no vale nada —les dijo.

—Ya —contestó Ignacio—, pero lo podrás cambiar en el banco, ¿no? Una parte, por lo menos.

—No, no se puede cambiar, ni un céntimo.

—¿Y la gente? —preguntó Roque—, incluso los suyos, los que estaban en nuestra zona… ¿Qué hace la gente, entonces?

—¿Pues qué va a hacer? —Alfredo sonrió—, joderse.

En aquel momento, Ignacio volvió a ver los ojos de su prima Mariana, el brillo metálico, sereno, de aquella mirada cargada de paciencia, la serenidad fácil, cómoda, casi ecuánime, hasta insensible y por eso despiadada, de un campesino que no presta atención a la mansedumbre de la lluvia que va empapando sus campos muy despacio. Ignacio recordó la frialdad de los ojos de Mariana en aquellos días calientes que fundían los metales, y se dolió de aquella mirada en la que viajaba la luz de su futuro. Se consoló pensando que, al menos, el día anterior sí había tenido la oportunidad de darle las gracias a Rufino, que a su manera, había vuelto a salvarle la vida. Eso lo reconoció hasta Roque, que dejó de insistir en que sería mejor ir a su pueblo cuando los cálculos del barcelonés empezaron a encajar con la realidad como los versículos de una profecía, en aquel mercado donde no tuvieron que descargar más de tres camiones antes de encontrar el que les convenía, y en Gerona, desde donde fueron a Puigcerdá haciendo un poco de todo, andando por el campo de día, por la carretera de noche, montados en un carro, en otro camión. Sin Rufino no habrían llegado muy lejos. Sin el pastor al que atacaron cerca de Puigcerdá para descubrir que les habría enseñado el camino igual si no le hubieran derribado para ponerle su propia navaja en el cuello, tampoco.

Cuando comprendieron que ya estaban en Francia, se abrazaron, rieron, gritaron, caminaron un poco más hacia las luces que parecían indicar el pueblo más cercano, y se echaron a dormir al abrigo de un granero, cada uno con su propia manta, su última posesión, la única a la que no habían querido renunciar. Estaban agotados, pero a Ignacio todavía le dio tiempo a recordar a Rufino una vez más. Si llegáis a Francia, escribe y cuéntamelo, le había dicho después de darle un abrazo para despedirse. ¿Y adónde te escribo, Rufino? Él le miró, le sonrió, negó con la cabeza y le dio otro abrazo, más fuerte que el anterior. Ignacio Fernández Muñoz pensaba en eso, en el número de las deudas que había contraído a cambio de su vida y en que tendría que encontrar una forma de pagarlas, cuando se quedó dormido aquella noche, la penúltima de junio de 1939. A la mañana siguiente, en cambio, no tuvo tiempo de pensar en nada.

—Bonjour, messieurs —al abrir los ojos, se encontró con que una pareja de gendarmes les miraba—. Les papiers, s'il vous plaît.

—Bonjour —contestó él, y se levantó de un salto mientras intentaba convencerse a sí mismo de que no era hostilidad lo que estaba contemplando en los rostros de aquellos policías—. Mais nous n'avons pas de papiers encore, parce que nous sommes des réfugiés espagnoles, républicains, vous savez… Nous sommes arrivés hier, très tard.

—¡Ah! —Roque, espabilado por la conversación, se le quedó mirando con asombro mientras el mismo gendarme que se había dirigido a él movía en el aire los dedos de la mano derecha para componer un gesto universal—. Pero ¿tú hablas francés?

—Alors —sus palabras confirmaron el sentido de aquel gesto—, venez avec nous.

Los dos se levantaron de un salto, muy dispuestos, y así empezó la segunda parte de su viaje, que iba a ser la fácil y fue mucho más difícil que la primera, porque ni Rufino, ni Alfredo, ni nadie podía hacer nada por ellos.

Los metieron en una camioneta donde ya esperaban otros españoles, un hombrecillo calvo, con gafas, de unos cuarenta y tantos años, vestido con traje y corbata, que agarraba con las dos manos una cartera de piel como las que usan los viajantes, una mujer canosa que no despegó los labios mientras lloraba sin hacer ruido, y dos milicianos de aspecto muy parecido al de Roque, uno valenciano, el otro gallego. Ellos les contaron lo que les esperaba, pero Ignacio no lo quiso creer, no pudo creerlo, de Francia no, en Francia no, a pesar de la no intervención, del cierre de la frontera, de las armas compradas legalmente con dinero español, republicano, que estarían pudriéndose todavía en cualquier aduana sin haber llegado jamás a los frentes a los que estaban destinadas. No quiso creerlo, y sin embargo volvió a escuchar, uno por uno, el silbido de las balas que habían acabado con la vida de los suicidas del puerto de Alicante, los españoles que habían preferido morir a vivir en España cuando comprendieron que el mundo entero los había entregado, que no les iban a mandar barcos, ni los franceses, ni los ingleses, ni los americanos, ningún país neutral, ninguna democracia, ninguno de los que se llamaban a sí mismos enemigos del fascismo. Nadie había querido hacer nada por ellos, ni siquiera darles la oportunidad de probar la amargura del exilio, y así los habían convertido en carne de paredón, el botín de guerra más codiciado de los vencedores, a ellos, los últimos leales, los traicionados por todos. Él sabía lo que había pasado, lo había vivido, había estado allí, pero aun así no podía creerlo. Entonces sí, pero ya no, ahora no, en la derrota no, ¿por qué?, ¿para qué?, si Francia siempre había tenido sus puertas abiertas para los exiliados, para los vencidos, para los refugiados de cualquier país…

Ignacio Fernández Muñoz no quiso creer en lo que le contaban. Aprendería muy pronto que cada vez que alguien, en cualquier lugar, en cualquier idioma, entonara esa canción que empieza pidiéndole a los parias de la tierra que se levanten, estaría hablando de ellos, de los republicanos, de los rojos españoles, sin saberlo. Porque en otros lugares del mundo tal vez habría otros tan parias como ellos. Pero más, ninguno.

Eso lo aprendió muy pronto, cuando se levantó de un banco muy largo y repleto de hombres morenos abrazados a una manta, de mujeres morenas con niños pequeños y cestas de mimbre, para acercarse a un gendarme que estaba sentado a una mesa donde había un letrero con la palabra Information.

—Perdone, señor —se dirigió a aquel hombre en su propio idioma, con un acento exquisito y exquisitamente respetuoso—, pero me gustaría conocer las razones por las que estoy detenido.

Él soltó la pluma con la que estaba rellenando un formulario y le miró con atención.

—Si no me equivoco, es usted español, ¿verdad?, soldado de la República, y ha cruzado la frontera de forma ilegal —Ignacio asintió con la cabeza y recibió a cambio una sonrisa cargada de sorna—. Entonces tenemos una buena razón para detenerle, porque no estamos dispuestos a que nuestro país se llene de asesinos.

—¿Asesinos? —preguntó Ignacio a su vez, mientras sus venas se llenaban de escarcha—. Yo no soy un asesino, señor. Yo soy un combatiente antifascista que ha luchado por la libertad de su pueblo.

—Sí, sí —aquel hombre volvió a sonreír—, matando a curas y a monjas.

—¿A curas y a monjas, señor? —Ignacio Fernández Muñoz hizo una pausa para gobernar la indignación que le estaba ahogando, y consiguió respirar a duras penas mientras contestaba a su propia pregunta—. Yo no he matado a ningún cura, a ninguna monja. Yo he luchado durante tres años para defender al gobierno legítimo de mi país. He hecho una guerra y la he perdido, porque ustedes, y los ingleses, y los americanos, todos los demócratas, han contribuido en lo que ha hecho falta para que el fascismo triunfe en España…

—¡Vuelva a su sitio! —le gritó el gendarme—. ¡Inmediatamente!

Y sin embargo, cuando le tocó el turno de declarar, el funcionario vestido de civil que ocupaba la mesa del fondo, le trató con más respeto.

—Habla muy bien francés —y hasta le sonrió antes de seguir—. ¿Tiene familia aquí?

—Sí, mis padres y mis hermanas viven en Toulouse —explicó él, más tranquilo—. He cruzado la frontera con la intención de reunirme con ellos.

—¿Son españoles, refugiados como usted? —Ignacio se lo confirmó en silencio, mientras intuía que el tono de aquella conversación no presagiaba nada bueno—. ¿No será usted vasco, por casualidad?

—No, soy de Madrid —esa respuesta no animó mucho a su interlocutor, que resopló mientras insinuaba un gesto de negación con la cabeza—. ¿Qué pasa, que los vascos reciben un trato distinto?

—No exactamente, pero su gobierno está negociando por separado, y cuenta con el apoyo de los católicos, de los obispos franceses —aquel hombre volvió a sonreír, pero Ignacio ya no apreció su sonrisa—. Todos dicen que los vascos son muy creyentes, un pueblo conservador, apegado a sus tradiciones, respetuoso con el clero, con la religión. Los agentes de Monsieur Aguirre insisten mucho en que ellos no son como ustedes.

—¿Como nosotros quiénes?

—Como ustedes, todos los demás —entonces se quitó las gafas, comprobó el grado de limpieza de sus cristales mirándolas al trasluz, y siguió hablando en el mismo tono amable, bienintencionado en apariencia—. Los que queman iglesias.

—Yo no he quemado una iglesia en mi vida —protestó Ignacio en un murmullo, como si ya hubiera perdido las fuerzas que hacen falta para gritar.

—Ya, pero, incluso en ese caso, me temo que no va a ser posible… ¿Está usted casado?

—No.

—Entonces no hay posibilidad de reunificación familiar. Si tuviera usted mujer e hijos aquí, en Francia, podría pedir el traslado a un campo para familias, pero…

—Un campo… —repitió Ignacio, como si le costara trabajo procesar el significado de esa palabra.

—Sí. De momento, ustedes, los combatientes republicanos, están alojados en campos, aunque, en su caso… —aquel hombre separó las gafas de sus ojos, las detuvo en la punta de la nariz, le miró por encima de las lentes, bajó la voz hasta sostenerla en un murmullo—. Usted no es como los que están ahí sentados, usted es culto, es un señor. Y si la situación económica de su familia fuera… Usted ya me entiende. Quiero decir que, tal vez, en determinadas condiciones, yo podría intentar algo. Si quiere esperar en esa butaca, hasta que termine de interrogar a los demás…

Ignacio Fernández Muñoz aceptó aquella sugerencia, pero se levantó enseguida, porque el siguiente en declarar fue Roque, tan bajito y tan moreno, con su cabeza rapada, sembrada de calvas, y el aspecto de un campesino criado al sol o a la intemperie, Roque Ansó Ansó, que había arriesgado su vida para llegar a la tierra prometida, el país de la libertad, y ahora se arrugaba ante un uniforme francés en la misma medida, con el mismo temblor, el mismo miedo que le habían inspirado siempre los uniformes españoles, como si llevara la conciencia de su inferioridad mezclada con la sangre, como si antes de aprender a hablar, a andar, a reír, hubiera aprendido ya, sin que se lo enseñara nadie, que quienes son como él no pueden esperar nunca nada bueno, ni siquiera la neutralidad, de ningún policía, en ninguna parte.

Eso sintió Ignacio mientras le veía, mientras le escuchaba balbucear, es que no le entiendo, lo siento pero no le entiendo, eso y un súbito instinto de protección, y el peso de aquellas palabras que repetía su padre en los días peores del terror y la vergüenza, nosotros somos lo que somos, para lo bueno y para lo malo, y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros. Yo soy lo que soy, se dijo Ignacio Fernández Muñoz mientras aquel funcionario repetía, nom, prénom, en un tono soberbio, impaciente, despectivo, muy distinto del que había empleado con él, el tono reservado para los que no pueden pagar el precio de un soborno. Yo soy lo que soy, y sólo entonces, ante la perspectiva de instalarse en Toulouse, de volver a dormir en una cama, de encontrar un trabajo, quizás una mujer, y descansar los domingos, el hijo comprendió del todo lo que significaban las palabras de su padre. Yo soy lo que soy, para lo bueno y para lo malo, y tengo que estar en mi sitio, con los míos.

Entre los huecos de esa emoción caliente, profunda y puntiaguda, el hijo de Mateo Fernández aprendió también que su indignación podía crecer al cambiar de forma, y teñirse al mismo tiempo de ternura y de orgullo, los ingredientes básicos de un amor inconcreto pero universal por el género humano. Aunque sólo fuera por ese amor, intentarlo había merecido la pena. En eso pensaba Ignacio cuando se levantó para interrumpir por una vez aquella escena que parecía esencial, inmutable. Se acercó a Roque, le pasó un brazo por los hombros e hizo de intérprete hasta el final.

—Luego te veo —le dio una palmada en la espalda para despedirse mientras la autoridad remataba su informe con una palabra aislada, suficiente, indésirable—. Me parece que nos van a llevar a todos al mismo sitio.

—Perdóneme, pero… —el siguiente de la fila, aquel hombrecillo calvo y con gafas, que llevaba una cartera como las que usan los viajantes, se dirigió a él con la cara reluciente de sudor y un acento muy cerrado, mallorquín—. ¿Le importaría hablar también por mí?

¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? En el campo de Barcarès, Ignacio Fernández Muñoz se hizo famoso muy deprisa, aunque casi nadie le conocía por su nombre, sino por su apodo. Espere un momento, le había detenido aquella mañana el funcionario encargado de los interrogatorios, cuando terminó de hacer de intérprete para todos los españoles detenidos aquel día, no se vaya, tenemos que hablar de su caso… No, había contestado él, yo no tengo nada que hablar con usted. Yo también soy un rojo español, un indeseable, igual que ellos. Aquel hombre le miró con una expresión de fastidio por la comisión que acababa de perder, pero se limitó a escribir aquel adjetivo en un papel para sellarlo después, muy bien, como usted quiera… Entonces los montaron en un camión y los llevaron a una playa inhóspita, cercada de alambradas.

—Joder —se quejó Roque al llegar—, le hemos dado la vuelta al mundo para ir a parar a un sitio igual que Albatera…

—Bueno —le animó él—, pero aquí el suelo es más blando, y no fusilan.

¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? Sus clientes de la comisaría, más de veinte, aunque a las mujeres las habían llevado a un campo distinto, hicieron correr la voz muy deprisa, y entre todos le pusieron ese apodo, el Abogado, que a él le gustaba porque sonaba a nombre de torero. Sí, soy yo. Pues mira a ver si les explicas, es que estos tíos no me entienden, cuéntales que mi mujer está aquí, no sé dónde, con dos chiquillos, y tengo que encontrarla, tú diles que yo no he hecho nada, que yo soy de un pueblo de Sevilla pero hice la guerra en Santander y allí no matamos a nadie, ya se lo he dicho yo, y que estoy buscando a mi madre, pero no quieren entenderme, no les da la gana de hacerme caso, tengo un hermano en Francia y me gustaría saber dónde está, sólo eso, intenta explicárselo tú, y es mi novia, y está sola, y no sé dónde, tengo que encontrarla pero no lo entienden, cuéntaselo, habla con ellos, a ver si se enteran, creo que mi mujer ha muerto y mis hijos son todavía muy pequeños, pero no quieren escucharme, yo ya no sé qué hacer, tengo dos hijas, una de siete y otra de once años, que deben de estar con mi hermana mayor, que se ha quedado viuda, y su madre se va a morir de angustia porque no las encuentra, ve tú, habla tú, díselo tú, explícaselo tú…

Eran de todas partes, de todas las edades, altos y bajos, morenos y pálidos, flacos y corpulentos, educados y analfabetos, de las ciudades y del campo, de las costas y del interior, de la península y de las islas. ¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? Escuchó esta pregunta muchas veces, en todos los acentos que conocía, y les contestó a todos con su propio acento, de la misma manera, sí, soy yo, pues verás, es que tengo un problema y estos tíos no me hacen ni puto caso… Eran de todas partes, de todas las edades, todos tenían un problema y todos los problemas eran parecidos, su mujer, su novia, su madre, su padre, sus hermanos, sus hijos. Él los miraba, los escuchaba, y los complacía aunque supiera que aquello no iba a servir de nada, que a los parias de la tierra nada les sirve nunca para nada.

—Mira una cosa, Abogado… —le dijo un día un chico muy joven, zamorano—. Yo sí quemé la iglesia de mi pueblo, ¿sabes? Ésa es la verdad, y no matamos a nadie, ¿eh?, que conste, más que nada porque el cura ya había salido corriendo, que si no, vete a saber, a estas alturas, para qué te voy a contar otra cosa… Pero la iglesia sí la quemamos, y sacamos las estatuas, y acostamos a los santos encima de las santas, la única iglesia que ilumina es la que arde, decían los anarquistas y, buah, no veas qué juerga… —Ignacio sonrió, pero el chico siguió hablando muy en serio—. Te lo cuento por si alguien te dice algo, pero a los gabachos no se lo digas, porque es mejor que no lo sepan, ¿no?

—Eso les da igual —a él sí le contestó, porque no podía estar toda la vida callado—. Dicen lo contrario, pero no es más que una excusa, un pretexto para justificar lo que nos están haciendo, puro cinismo.

—¿Y eso qué es?

—¿El cinismo?

—Sí, es que no lo entiendo.

—Pues eso es… —se acercó al muchacho, le puso las manos sobre los hombros, le miró a los ojos—, que les da lo mismo que tú quemaras la iglesia de tu pueblo o que fueras a misa todos los días. Si eras republicano, te jodes, eso es lo que hay.

—Bueno —insistió el zamorano después de pensárselo un rato—, pero tú no se lo cuentes, por si acaso…

Después le acompañó hasta el puesto del jefe del campo, ignoró la expresión de cansancio con la que aquel hombre acogió su enésima visita, expuso el caso del castellano recién casado a quien un conocido le había contado que había visto a su mujer, casi una niña, sentada en una cuneta nada más pasar la frontera, omitió su condición de iconoclasta y recibió la respuesta de siempre, no.

—¿Por qué lo hace? —le preguntó algún tiempo después aquel oficial del ejército francés, en su voz una curiosidad amable, casi amistosa—. ¿Por qué viene a verme una vez, y otra, y otra más, si ya sabe que le voy a decir que no?

—Porque tienen derecho a intentarlo —le contestó—, a contar lo que les pasa. Porque no son criminales, ni asesinos. Porque no han hecho otra cosa que luchar por su país, no han cometido ningún delito para estar aquí encerrados —entonces pensó en marcharse, pero antes de girar sobre sus talones, se dijo que quizás había llegado el momento de decir algo más—. Yo tampoco he hecho nada, pero le voy a decir una cosa. Me habría encantado quemar una iglesia, se lo digo de verdad. Si hubiera sabido lo que me iba a pasar, lo habría hecho, puede estar usted seguro. Eso es lo único de lo que me arrepiento.

¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? Sí, soy yo. Y cuando volvió a verle, aquel teniente que hacía las veces de jefe del campo, le dio la mano al verle llegar, y al despedirle.

En Barcarès, todo el mundo conocía a Ignacio Fernández Muñoz, pero los únicos que le llamaban por su nombre eran Roque y el teniente Huguet, con el que solía tomar un vaso de vino todas las tardes. Por eso, cuando lo escuchó un domingo de octubre en una voz femenina, supo que, al fin, sus gestiones habían tenido éxito. Había tardado más de tres meses en hacerse localizar por su familia a través de Donato, el de Lugo, un preso que trabajaba en Perpiñán, volvía a dormir por la noche, y hacía circular los datos de quienes se lo pedían por las redes del exilio republicano del sur de Francia. Encontrar un rostro conocido entre la masa de franceses vestidos de domingo que se acercaba cada semana a contemplar el espectáculo de los rojos enjaulados, tampoco fue fácil, sobre todo porque aquel día había varios fotógrafos extranjeros, casi todos norteamericanos, subidos en escaleras para fotografiarles desde arriba, una imagen que debía de ser muy apreciada en las redacciones de los periódicos y revistas de Occidente, porque sus visitas no habían aflojado con el paso del tiempo.

Eso era todo lo que Occidente había hecho por ellos, fotografías. Muchas, muchísimas, álbumes y más álbumes de fotografías, retratos individuales y en grupo de españoles enjaulados como monos en un zoológico. Los hombres de Barcarès detestaban a sus autores, y sin embargo los complacían con una docilidad puntual, sólo aparente. Habrían preferido no tener que posar para ninguno, pero como no podían eliminarlos, cuando alguien se daba cuenta de que una cámara estaba lista para disparar, gritaba ¡foto!, y entonces todos se levantaban, se erguían, y levantaban el puño y la barbilla en la misma dirección. Desde fuera, podía parecer un gesto rabioso e inservible, pero para ellos era distinto, una afirmación furiosa de identidad, de voluntad, que les permitía gritarle al mundo que aún estaban vivos, que aún sabían decir que no, que no habían dejado de ser lo que eran antes, en lo bueno, en lo malo, en lo peor. Por eso, aunque él también odiaba a los fotógrafos, aquella mañana de domingo se irguió, se acercó a la alambrada, levantó el puño, miró a una cámara, y entre las personas que les saludaban de la misma manera desde el exterior, vio a su hermana pequeña, gritando su nombre.

—Ignacio… Ignacio, Ignacio… No sabes… —María rompió a hablar como una máquina averiada, tonta, capaz de empezar las frases pero no de terminarlas, mientras los dos se tocaban a través de la tela metálica—. No puedes saber… Cuando nos enteramos… Y aquel día no estaba Paloma, pero una compañera… Fui yo a aquel café, y entonces… Ignacio, Ignacio… Tú no lo sabes… No puedes saberlo…

—María —él sujetó la cara de su hermana como pudo, metiendo cuatro dedos en los agujeros de la verja—. María, cálmate. No me estoy enterando de nada.

—Es verdad —ella se separó un poco, cerró un instante los ojos, volvió a abrirlos para mirarle—. Es que estoy muy nerviosa. Creíamos que tú también estabas muerto, yo… Yo creía que no iba a volver a verte. Eso es lo que estaba intentando explicarte, lo que pasó cuando… Un hombre vino a la tahona donde trabajamos Paloma y yo. A ella, como es tan guapa, la han colocado de dependienta. Yo trabajo dentro, en el horno, y no me importa, no creas. Trago mucha harina, pero prefiero eso a tener que aguantar las baboserías de los clientes…

En aquel momento, un soldado senegalés se acercó a Ignacio para recordarle que estaba prohibido comunicarse con el exterior. Él asintió con la cabeza y le contestó en francés que ya se estaban despidiendo.

—Estamos en muy mal sitio —murmuró después, en español—. Vete para abajo, donde está toda esa gente, busca un hueco y espérame.

Los dos necesitaban esa pausa, un intermedio imprescindible para aceptar que de verdad habían vuelto a estar juntos, que podían volver a hablarse, a tocarse, aunque fuera a través de una alambrada, y cuando volvió a tenerla delante, Ignacio ya reconoció a su hermana María, la de antes, la de siempre. La más joven, la más dura, la más fuerte de todos.

—Bueno, pues eso… —y siguió sin vacilar en el mismo punto donde lo había dejado—, que vino un hombre a la tahona y Paloma ya había terminado su turno, pero una compañera suya, que se llama Anita y está viviendo ahora con nosotros, cogió el recado, un papel con una cita para aquella misma noche, de tu parte, y me lo dio a mí, porque sabe cómo estamos todos en casa después de lo de Mateo, de lo de Carlos…

—¿Lo de Carlos? —le costó trabajo hacer esa pregunta, y todavía más reconocer la voz que brotó de su garganta.

—Sí —María miró al suelo, luego a él—. Carlos está en la cárcel. Lo han condenado a muerte. Por rebelión militar, ¿qué te parece? Si no fuera para llorar, sería para partirse de risa, vamos… Ya lo decía él, en una carta, me han juzgado, y luego, entre guiones, es un chiste. Y todavía tuvo humor para añadir que se temía que la sentencia ya no era un chiste. Y lo peor es que fue el Sapo quien le entregó.

—El Sapo… —repitió Ignacio, recordando una vez más la paciencia congelada en aquellos ojos que nunca dejarían de perseguirle.

—El Sapo —confirmó su hermana—. La muy hija de puta. Fue espantoso, debió de ser espantoso, pobrecito. Porque lo de Mateo fue distinto, lo suyo no tenía remedio. A Mateo lo reconoció alguien, en ese campo de Alicante donde os metieron a todos. Nunca le dijeron quién había sido, pero era alguien que le conocía muy bien, porque conocía a la familia entera. A Mateo le han matado por ser él, pero también por ser hijo de papá, de mamá, por ser tu hermano, Ignacio, y el cuñado de Carlos. Figúrate, un rojo señorito, estudiante de Filosofía, socialista, hijo de un ingeniero republicano, nieto de un conde y de una terrateniente andaluza republicana también, educado en un colegio de la Institución, casado con una obrera, hermano de un estudiante universitario comunista que llegó hasta capitán, y cuñado de un hombre de Negrín, un oficial de Estado Mayor que en la vida civil era profesor de Derecho Procesal… O sea, el premio gordo de la lotería, la víctima ideal, el resumen de lo que más odian en este mundo, la Filosofía, el Derecho, la Institución, la Universidad… Les debieron llegar los dientes hasta el suelo, se pondrían como locos de alegría, esos cabrones fascistas, asesinos de mierda… Cómo sería, que a Mateo se le calentó la boca, les llamó de todo, y ni siquiera le pegaron mucho. No querían correr el riesgo de matarlo antes de tiempo, por lo visto.

—Querían fusilarlo en Madrid… —Ignacio recordó los rumores de los presos de Albatera, aquellos sigilosos cuchicheos que entonces parecían más cargados de truculencia dramática que de angustia verdadera, y sin embargo se iban cumpliendo con tanta puntualidad como las cláusulas de una maldición, pero ya no se sorprendió de que siempre sucediera lo peor. Ya estaba acostumbrado a que cada noticia encajara limpiamente con el más negro de todos sus pronósticos.

—Pues sí, y eso hicieron. Lo mataron el 29 de mayo, y al día siguiente publicaron su nombre, y los nuestros, en todos los periódicos.

—¡Qué amables! —Ignacio pensó primero en Casilda y luego en Carlos, pero se dio cuenta a tiempo de que ya no tenía que preocuparse por su cuñado.

—Sí, encantadores —María intentó sonreír y no le salió bien—. Claro, como ahora nosotros somos el cáncer de España… Ya sabes, los culpables de la ruina de la patria, la canalla progresista y desalmada, los traidores exquisitos que le regalaron el oro a Stalin, lo peor… —hizo una pausa y meneó la cabeza, como si ni ella misma aceptara lo que estaba a punto de decir—. Mira que son hijos de puta, ¿eh? Mira que son unos hijos de la gran puta, unos malditos asesinos, y unos sádicos fascistas de mierda… Pero que encima sean tan brutos y que se hayan quedado con España, que se la hayan quedado ellos, es que sólo eso ya es como para morirse de pena.

—Eso es lo de menos, María.

—Pues será, pero a mí me da una rabia… Total, que antes de que lo fusilaran, mientras lo llevaban a Madrid, Mateo tuvo tiempo de contárselo todo a otro que todavía está preso. Ése se lo contó a su mujer, y ella localizó a Casilda cuando por fin pudo volver.

—¿Y ella cómo está? —y por un instante, sintió que se le cerraba la garganta—. ¿En la calle?

—Sí, ella sí… —la sonrisa de María le tranquilizó antes que sus palabras—. Aunque también se ha llevado lo suyo, no creas. Al terminar la guerra la encerraron en un convento, en Cartagena, y no le dio tiempo a ver a Mateo. El día que la soltaron, él ya estaba muerto. Ahora, por lo menos, ha vuelto a su casa, que no es poco, y ha parido, un niño que se llama igual que su padre pero se apellida igual que su madre, porque ahora resulta que los matrimonios civiles no son válidos, y Casilda es madre soltera, por si no hubiera tenido todavía bastante, la pobre… Pero mira, por lo menos, y aunque el parto se le adelantó, los dos están bien, delgados pero sanos, así que somos tíos…

Ignacio se acordó de la boda de su hermano, aquella ceremonia apresurada y fría, tan corta que no consiguió llegar a tiempo para hacer de testigo y ni siquiera vio al funcionario que le había sustituido. Le había sorprendido tanto que a Mateo se le hubiera ocurrido casarse, nada más y nada menos que casarse, una idea tan absurda, tan impropia del clima polar del otoño de 1938, que no concedió mucho crédito a sus razones. Había pensado que era un simple capricho de su cuñada, y ahora, cuando ya no tenía margen para arrepentirse, se estremeció al calcular que aquella boda, lejos de proteger a Casilda, le estaría complicando la vida todavía más.

—Por Casilda nos enteramos de que Mateo te vio en Alicante y de que estabas vivo —María le miró, intentó sonreír y esta vez lo logró—, pero no teníamos muchas esperanzas, la verdad. Parece que, en general, los soldados rasos se están librando siempre que no militaran en ningún partido, pero los oficiales… Antes de saber que habías venido a parar aquí, papá estaba hundido y no hacía más que repetir que si se arrepentía de algo en esta vida, era de haber tranquilizado a mamá cuando estalló la guerra, diciéndole que vosotros, Mateo, Carlos y tú, habíais estudiado, que estabais muy preparados, que ascenderíais enseguida, que en un ejército popular, como el nuestro, vuestro destino era ser oficiales y no tropa. Ahora dice que es un milagro que no te relacionaran con Mateo, por muy corrientes que sean nuestros apellidos y aunque no os parecierais en casi nada, un milagro, no para de decir lo mismo a todas horas.

—Y lleva razón —Ignacio también sonrió—. Aunque a él le gustaba decir que la guerra es caprichosa, y que estaba encaprichada conmigo.

—Pues sí, pero cuando volví a casa y le conté que estabas aquí…, bueno, fue como si resucitara, en serio, y mamá, pues… Te lo puedes imaginar —y a María Fernández Muñoz, que era la más joven, la más dura, la más fuerte de todos, se le llenaron los ojos de lágrimas—. Querían venir ellos, pero no les he dejado, porque el viaje es muy largo, muy incómodo y, no sé… Ahora también tenemos que cuidar de Paloma, porque… Está desesperada, ¿sabes? No hace más que decir que no tendría que haber venido, que tendría que haberse quedado en Madrid, que ella lo sabía y que tenemos la culpa nosotros por haberla obligado a dejarle solo, que ella lo habría escondido, que lo habría alimentado, que lo habría sacado de allí. ¡Bah!, tonterías… Todos le decimos que entonces la habrían metido en la cárcel a ella también, pero no quiere escuchar a nadie, ya sabes cómo es. Si me hubiera quedado en Madrid y todo hubiera salido mal, me dijo el otro día, por lo menos le habría tenido más tiempo, dos meses más, quizás tres… Yo creo que no le conviene nada pensar así, y se lo dije, pero no me hace ni caso.

Cuando todavía no se había recuperado de la conmoción de interpretar la cuidadosa indiferencia de Mateo, aquella mañana en que lo tuvo tan cerca que habría podido tocarle sólo con alargar una mano, y no lo hizo porque le vio buscarle con los ojos, sin volver apenas la cara, para esbozar un gesto de negación casi imperceptible —no me mires, no me saludes, no me despidas, no me reconozcas, no le digas a nadie que eres mi hermano, sálvate—, Ignacio Fernández Muñoz sucumbió a una conmoción sucesiva e igual de intensa al conocer un destino que podría haber sido el suyo. Porque él también pensó en José María Heredero aquella noche de marzo, cuando aún estaba a tiempo de salvar al único hombre que mató en su vida. José María, profesor de Derecho Penal, hijo y nieto de juristas de derechas, oveja negra mimada por su familia, estaría a salvo y podría esconderle, avalarle, él sabría lo que había que hacer… Ignacio siguió pensando que lo mejor sería ir a buscarle mientras llegaba a las Vistillas, mientras localizaba un camión, mientras se fijaba en su conductor. Si no lo hizo, no fue por miedo a los fachas, sino a los suyos. Cuanto más lejos esté de los casadistas, mejor, se dijo. Pero él estaba fuerte, sano, y tenía dos piernas para intentar llegar andando a donde fuera. Carlos no.

—Casilda se enteró de que estaba en la cárcel, fue a verle, dijo que era su mujer, le llevó un paquete, y se escondió en el sostén una carta que le había escrito a Paloma. Como llevaba el embarazo muy avanzado y tenía manchas de leche en el vestido, no se animaron a registrarla mucho al salir. Luego nos mandó la carta, no sé cómo, porque el sello era francés, alguien debió sacarla de España, pero ella le había prometido a Carlos que llegaría y llegó, aunque con más de dos meses de retraso. Por eso no sabemos si sigue estando vivo o no, pero por lo menos hemos podido enterarnos de todo, él… Se quedó solo en Madrid, nadie le avisó, nadie le ofreció un coche. A lo mejor no le encontraron, y a lo peor, como no había apoyado el golpe, pues… Ya sabes, bueno, qué te voy a contar yo a ti —María le miró, sonrió con amargura—. Entonces se acordó de José María Heredero, se dijo que nadie podría ayudarle mejor que él. Eran amigos íntimos desde la carrera, no se le ocurrió… A nadie se le habría ocurrido. Primero fue a buscarle a su piso de la calle Torrijos, pero no encontró a nadie, y entonces se fue a Aranjuez andando, el pobre, cojo como estaba y con lo que le dolía la pierna, vete a saber cuánto tardaría, cómo llegaría. Pero sabía que sus padres tenían una casa allí, y allí se lo encontró, pasando la primavera en el campo, vestido de blanco y con una raqueta de tenis en la mano, el muy cabrón, que se metía con Carlos por llevar sombrero, acuérdate, que se compró un mono azul en el verano del 36 y no se lo quitaba ni para dormir…

No me cuentes más, María, estuvo a punto de rogar Ignacio en ese instante, de verdad, no me cuentes más, porque es que yo ya no puedo más, no puedo con más, no quiero saber nada más… Ya tengo bastante con lo mío, con lo de Roque, con los de aquí, por favor, María, no me cuentes nada más. Eso pensaba Ignacio, eso sentía, pero no fue capaz de decirlo, porque lo importante no era lo mejor, sino lo necesario, y él necesitaba llegar hasta el final, necesitaba llorar a Carlos Rodríguez Arce, su profesor, su cuñado, su salvador, su amigo, su ídolo.

—Hombre, Carlitos, ¿qué haces tú por aquí?, le dijo al verle, el muy… ¡Bah! Ya no sé ni cómo llamarlo, de verdad, es que necesitaría el doble de vocabulario, el triple, por lo menos, para encontrar una palabra. Total, que lo metió en la casa por la cocina, le dio un café con galletas, le dijo que iba a intentar ayudarle y le pidió que no se moviera. Carlos no sabía qué hacer, y entonces… ¿Sabes quién le ayudó? La hermana de José María.

—Bueno —Ignacio recordó a una chica vistosa y muy descarada que solía esperar a su cuñado en la puerta del aula incluso cuando ya era novio de Paloma—, siempre estuvo enamorada de él.

—No, ésa no —María sonrió—. Mercedes no, ésa acabó casándose con un requeté o…, bueno, sí, con uno de ésos. Fue Isabelita, la pequeña, ya ves, con lo beata que era, bueno, y que seguirá siendo, digo yo… Pues fue ella la que entró en la cocina y le dijo, váyase usted de aquí, Rodríguez, que aquí no está usted seguro. Ya, le contestó Carlos, pero estoy esperando a su hermano. Lo sé, y por eso le digo que tiene que marcharse, cuanto antes, mejor… Y hasta le dio dinero para que se volviera a Madrid en tren. Ya ves, es lo que dice mamá, que en estos tiempos no se sabe qué es mejor, si fiarse de los amigos o de los enemigos. Total, que Carlos volvió a Madrid, ¿y adónde iba a ir? A su casa no, desde luego, pero también tenía la llave de la nuestra, y estaba cansado, hambriento, sucio… Y destrozado, me imagino, porque una traición así tiene que destrozarte por dentro. Total, que esperó a que se hiciera de noche y se fue a la glorieta de Bilbao. ¿Y a quién se encontró allí?

—Al Sapo —supuso Ignacio—, naturalmente.

—Naturalmente. ¿Y qué le dijo? —María arqueó las cejas, esperando una respuesta que Ignacio ya no se atrevió a arriesgar—. Pues le dijo que no tenía ningún derecho a estar allí. ¡Que no tenía derecho! ¿Te lo puedes creer? Es que es… —María apretó los puños, arrugó la cara, cerró los ojos y frunció los labios en una mueca de violencia intensísima—. Es la desfachatez más grande que he oído en mi vida, la cabrona, hija de puta, me cago en sus muertos, que papá la recogió cuando estaba a punto de dormir en la calle… Pues, ya ves, cuando la oyó, Carlos se echó a reír, ya sabes cómo era. Tengo bastante más derecho que tú, Mariana, pero no vamos a discutir por eso. Necesito descansar una noche, dormir, comer algo. Luego me iré, puedes estar tranquila. No tengo ninguna intención en quedarme en esta mierda de país. Bueno, le dijo el Sapo, pero con una condición. En el dormitorio de mis tíos duermo yo.

Entonces fue Ignacio quien apretó los puños, quien arrugó la cara, quien cerró los ojos y dejó que aflorara a sus labios una violencia olvidada e inútil, que pareció inspirar las inmediatas palabras de su hermana.

—Tendríamos que haberla matado, te lo digo en serio. Tendríamos que haberla matado, mira que lo pensé, un montón de veces, lo pensé, aquellas tardes que subía tan contenta de casa de Dorita, tendríamos que haberla agarrado, y…, y… Y ahora a lo mejor él estaría aquí, con nosotros…

Ignacio sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, y las dejó ir. María lloraba también, con más intensidad, más desconsuelo, pero encontró antes las fuerzas necesarias para seguir hablando.

—Nada —y se limpió los ojos con los dedos, dos manotazos decididos, enérgicos—. Le dio pan, un poco de queso, la botella de coñac de papá… Carlos se acostó en el cuarto de Paloma. Había decidido irse al día siguiente, porque no se fiaba del Sapo, pero tampoco podía más. Y a las ocho de la mañana, una cuadrilla de falangistas le sacó de la cama. Ella estaba delante, tan tranquila, viéndolo todo, y levantó el brazo para despedirse de aquellos hombres. Tu prima tenía razón, le dijo Carlos entonces, eres un sapo. Y le pegó una bofetada, encima, la hija de puta le pegó, esposado como estaba, le pegó, es que, cada vez que lo pienso…

Después, siguieron llorando, por dentro y por fuera, a los dos lados de la misma alambrada, unidos por la pena y por la vida, por el dolor de cuanto habían perdido y por la obligación de seguir despertándose cada mañana. Pero los dos estaban aburridos de llorar, y por eso, al rato, sin decir nada, volvieron a mirarse, a sonreír.

—Te he traído tabaco —María volvió a hablar primero—, y croissants, chocolatinas, y lápices, un cuaderno, un sacapuntas y una goma de borrar, para que nos escribas… Échate para atrás, que voy a ver si puedo tirarlo por encima.

—No —él la corrigió con la seguridad de un experto—. Es mejor pasarlo por debajo de la alambrada, esto es una playa, aquí no hay nada más que arena. Excava tú por tu lado y yo lo haré por el mío. ¡Ah! Y otra cosa… Estaba a punto de pedírselo al jefe del campo, pero sería mejor… Mira a ver si podéis conseguirme un par de códigos franceses, uno civil, otro penal, y el texto de la ley de asilo, sobre todo eso. ¿Tienes alguna manera de contactar con el hombre que fue a buscaros? Pues dale los libros a él, y a ver si puede hacérselos llegar a Donato, el de Lugo, acuérdate de ese nombre…

Después de la visita de María, la llegada de aquellos libros usados, manoseados y sucios, llenos de inscripciones en los márgenes, cambió la vida de Ignacio Fernández Muñoz en el campo de Barcarès. Volver a estudiar, tener algo que hacer en el tedio insoportable que tejía y destejía los hilos de la incertidumbre para volver a empezar de nuevo, en cada minuto idéntico a los demás de un día tan igual al anterior como al sucesivo, le permitió descansar de su propio hastío y armarse para la llegada de días peores. El otoño de 1939 fue duro, el invierno de 1940, espantoso. El final del verano se llevó consigo la ingenua alegría de quienes creían haber escapado de su destino de víctimas, y las primeras lluvias lavaron las últimas manchas de aquel júbilo irreflexivo y optimista con la certeza de que sólo se trataba de un cambio de escenario. No estaban en una cárcel española, sino en un campo francés. Lo demás, lo que tenían, lo que podían esperar, se parecía tanto que algunos, los más desprotegidos, los más débiles, empezaron a pensar que todo daba lo mismo. Ya no podían tomar el sol, no podían jugar al fútbol, no podían bañarse sin coger una pulmonía, ni siquiera posar para los fotógrafos que se habían cansado de venir a verlos. Llovía, el agua traspasaba los frágiles techos de los barracones, el mar se encrespaba, la playa menguaba, y todo era húmedo y triste, todo mohoso, todo sucio, ajeno, y cada noche hacía más frío, y cada día había menos luz.

Mientras tanto, Ignacio Fernández Muñoz estudiaba. Él, que cuando era soldado había abominado, con una furia de hombre de acción desconocida para sí mismo, del meticuloso legalismo de las autoridades republicanas, hallaba ahora un placer alambicado, casi morboso, en enumerar ante el teniente Huguet, cada tarde, todos los artículos, preceptos, doctrinas y disposiciones de las leyes francesas que vulneraba su permanencia en aquel campo.

—¿Y qué quiere usted que haga, Ignacio? —se defendía el oficial—. ¿Qué se cree, que a mí me gusta esto, que me gusta estar aquí?

Él no contestaba y seguía estudiando. Cada mañana volvía a abrir los libros para no ver, para no escuchar, para no sentir, pero aun así sabía, como había sabido en el puerto de Alicante mientras miraba al mar. Hombres como torres llorando como niños, y los que se metían en el agua hasta que se les perdía de vista, y los que se desnudaban sin decir nada y se tiraban desnudos sobre la arena helada, los que dejaban de hablar, y los que dejaban de comer, y los que dejaban de moverse, y los que se levantaban de repente para despedirse de los demás con mucha ceremonia, la manta atravesada sobre un hombro y un discurso ambivalente, equívoco, bueno, adiós, que me vuelvo a casa. Algunos estaban tan locos como los otros, pero la mayoría volvía de verdad, porque eran demasiado jóvenes, demasiado fuertes, tenían demasiada vida por delante para seguir allí, encerrados sin razón y sin horizonte, pasando frío, mascando arena, lavándose en la orilla, bebiendo agua del mar desalinizada y mezclada con los residuos de sus propios excrementos.

A veces, la megafonía no paraba de atronar durante todo el día. Españoles, decían aquellas voces, volved a casa. Os esperan vuestras familias, vuestro pueblo, vuestro hogar. La patria os necesita para levantarse de nuevo. Los que no hayan cometido crímenes, nada tienen que temer de la justicia del Caudillo. Nadie se cree ya las patrañas de la represión… Ignacio llegó a conocer al propietario de una de aquellas voces. Huguet se lo presentó una tarde sin llegar a pronunciar su nombre. Tampoco reveló el de Ignacio.

—Éste es el Abogado —se limitó a informarle—, uno de los portavoces de los internos. Es un hombre respetado por todos y con mucha autoridad, especialmente entre los comunistas.

El recién llegado, manco, regordete, aseado, se acercó a él con pasos firmes, seguros.

—Yo he sido uno de los vuestros —dijo mientras le ofrecía la única mano que le quedaba—. Yo hice la guerra con los rojos, contra los nacionales.

—Vete a tomar por culo, cabrón —contestó él, mientras se guardaba la suya en un bolsillo.

Huguet nunca llegó a creer del todo la versión que le dio Ignacio de aquel encuentro, y él lo entendió, porque el descuido de los agentes de Franco, que ni siquiera se molestaban en adoptar la terminología de los hombres a quienes pretendían engañar, era inverosímil de puro escandaloso. Mucho más amargo resultaba que, así y todo, tuvieran éxito con algunos.

Otros decidían volver hasta sabiendo que era una trampa destinada a reclutar mano de obra presidiaria, gratuita, y sin embargo, cada día llegaban hombres nuevos, indocumentados que habían escapado de los gendarmes durante meses, pero también republicanos rezagados que acababan de cruzar la frontera por su cuenta sin la menor idea de lo que les esperaba. Estos últimos le dolían más, porque eran como un reflejo tardío e indefenso de Roque, de sí mismo. ¿Os queda dinero?, les preguntaban los veteranos con una sonrisa burlona, maliciosa. Sí, claro, solían responder, no hemos podido gastárnoslo, y la esperanza bailaba en sus ojos durante un instante brevísimo, ¿por qué, es que aquí se puede cambiar? Por supuesto, contestaban los otros, aquí lo cambiamos todo. Para que os vayáis haciendo una idea, las pesetas republicanas las usamos para limpiarnos el culo, y nos van a venir muy bien, porque a nosotros ya no nos queda ni un céntimo… Y se echaban a reír, todos menos los recién llegados, que miraban a su alrededor con una tristeza absoluta de la que aprenderían a desprenderse muy pronto, para volverse locos o asumir sin resistencia la estéril naturaleza de los supervivientes, sólo cuerpos secos, duros y vacíos como rocas huecas, destripadas, que no piensan, que no sienten, que no creen en nada y ni siquiera recuerdan cuándo renunciaron a desear.

El ejército de la desesperación reclutaba voluntarios cada día, y mientras tanto, Ignacio Fernández Muñoz estudiaba, para no ver, para no escuchar, para no saber, o quizás, sólo para hacerse digno de su nombre de torero, pero no lograba escapar del todo, camuflarse con éxito en los textos que memorizaba. La situación en el campo era cada vez peor, incluso para ellos, los comunistas, los únicos que habían logrado organizarse, y lo habían hecho tan pronto que, cuando él llegó, ya disponían de una estructura eficaz, estable, que enlazaba sin grandes dificultades con la organización de los camaradas franceses. Sólo eso les había permitido remontar el golpe siniestro, humillante, que representó para ellos la traición de Stalin, su perversa alianza con Hitler.

Para los que estaban en la calle, sería duro. Para los que estaban encerrados, fue una catástrofe que arruinó la superioridad moral de los traicionados en Madrid para convertirlos en cómplices de una traición ulterior, que les hizo más daño que a nadie. Para Ignacio Fernández Muñoz, recién llegado a Barcarès, víctima aún de las bromas de los veteranos, fue un amargo punto de partida, una nueva muesca en la escala del infortunio infinito, una versión personal de la suerte de Sísifo, y la piedra pesaba más, y más, y más, y cada día más. La traición es la ley, pensó entonces, la traición es el destino, el horizonte, la norma de nuestra vida, de mi vida, una vez, y otra, y otra más… Vivo, sobrevivo, respiro sólo para ser traicionado, dentro y fuera de España, por los amigos y por los enemigos, de frente y por la espalda, mientras duermo o cuando estoy despierto. La traición es la ley, la única realidad a mi alcance.

Esta guerra no es la nuestra, dictaminaron los dirigentes, es una guerra imperialista, entre potencias capitalistas, que no nos atañe. Eso dijeron, con la tranquilidad de quien disfruta de la vida en París con una documentación falsa o reside en una dacha de los alrededores de Moscú, con su pareja, con sus hijos, paseando por el jardín, durmiendo en una cama caliente y comiendo bien, varias veces al día. Eso dijeron, con la alegría que proporciona el bienestar, y que los franceses, los ingleses, traidores primeros y supremos a la causa de la democracia española, no se merecían nada mejor. Con esto último, Ignacio estaba de acuerdo, con lo demás no, y lo dijo en voz alta. Acababa de llegar a Barcarès, los veteranos le tomaban el pelo, aún no conocía al teniente Huguet, todavía no le habían cambiado el nombre, pero se atrevió a hablar porque no tenía nada que perder, y la impunidad que extraía de esa sensación de derrota total también se estaba convirtiendo en ley, la norma de su vida. Por eso habló, y dijo que para él los nazis seguían siendo el enemigo, que nunca dejarían de serlo.

Fuera, tal vez lo habrían expulsado del partido, pero él no estaba fuera y quienes lo escuchaban tampoco. No dormían en una cama caliente, no comían varias veces al día, no paseaban por ningún jardín, no vivían con su mujer, no veían a sus hijos, estaban muy lejos de París, carecían de cualquier protección y necesitaban escuchar algo así, necesitaban escuchar esas palabras de alguien como él, que había crecido en la alegría del bienestar, que había estudiado, y había escogido, y se había formado para mandar, y que sin embargo estaba allí, tan jodido como los demás, aguantando las goteras, y el frío, y el rancho, y la inmundicia, y las toses, y la soledad, y la amargura de una derrota completa, ahora más que antes, más que nunca. Fuera, tal vez le habrían expulsado del partido. Dentro, ascendió muy deprisa. Nunca preguntó, ni le pidió el carné a ningún recluso de los que se le acercaban para averiguar si él era uno de Madrid, que hablaba francés y al que decían el Abogado, y eso contribuyó a restablecer la armonía entre sus camaradas y el resto de los republicanos encerrados en aquel campo, pero tampoco hizo que se sintiera mejor.

La única satisfacción que Ignacio Fernández Muñoz conoció en el año y medio durante el que actuó como algo parecido a un dirigente político en la clandestinidad, se la dieron las fugas. Él no tenía ambiciones personales, no aspiraba a escalar puestos en la organización, y nunca pensaba en su futuro porque era muy consciente de que no lo tenía. Para él, esa palabra no abarcaba mucho más de veinticuatro horas, pero si alguna vez las cosas cambiaban, si alguna vez pudiera volver a elegir entre varias posibilidades, optar por una forma de vida, estaba seguro de que no emprendería una carrera política. Antes, sólo dos, tres años antes, que en su memoria representaban toda una eternidad, había llegado a pensar en quedarse en el ejército, en convertirse en un militar profesional cuando la República ganara la guerra. Ahora, aunque todo estuviera perdido, se daba cuenta de que aquel espíritu de hombre de acción que le había parecido tan extraño al principio, había arraigado en él más de lo que creía. Por eso le gustaban las fugas, planearlas, organizarlas, dirigirlas, contemplarlas. Las responsabilidades que había asumido le impedían participar en ellas, pero las promovía con entusiasmo.

—¿Y adónde voy a ir yo sin ti? —la noche en la que él también se marchó, Roque le dio un abrazo tan fuerte como el que les había fundido cuando los dos comprendieron que habían llegado a Francia, a principios del verano anterior—. ¿Cómo voy a entenderme yo con éstos?

Ignacio le miró, y se sintió orgulloso de él. Roque habría podido salir del campo muchos meses antes, con papeles y sin correr riesgos, pero no había querido. Las maniobras del gobierno francés, que a principios de 1940 y ante la perspectiva de una guerra inminente con Alemania, había empezado a considerar el desperdicio que representaba la inactividad de decenas de miles de presos españoles, se habían estrellado contra la firmeza de hombres como él. Muy pocos republicanos habían aceptado la oferta de alistarse en la Legión Extranjera, casi un insulto teniendo en cuenta sus similitudes con la Legión española, y muchos más habían preferido quedarse en el campo antes que integrarse en compañías de trabajadores que no les garantizaban ni siquiera la libertad de visitar a su familia. Para trabajar como esclavos, mejor seguir aquí, descansando como esclavos, decidieron entre todos. Pero eso era una cosa y fugarse otra, muy distinta. Por eso se echó a reír antes de contestar al amigo más antiguo que tenía en Francia.

—Ya te las arreglarás, eso seguro… Y por lo demás, en cualquier sitio vas a estar mejor que aquí, Roque.

Los camaradas de Perpiñán habían llegado, y estaban empezando a excavar al otro lado de la alambrada. Ignacio los veía sólo a rachas, cuando el resplandor de los relámpagos iluminaba una imagen memorable, aquella máquina de manos veloces, improvisada y diestra, espontánea y potente, dos mitades perfectamente sincronizadas trabajando a compás, los franceses fuera, los españoles dentro, desalojando arena a una velocidad tan constante que cuando se separó de Roque ya habían abierto la mitad del túnel. Para las fugas individuales no se tomaban tanto trabajo, pero aquella noche se iban a escapar muchos, más de quince, y por eso habían vigilado con atención el color de las nubes. Los soldados senegaleses sentían pánico de las tormentas eléctricas, y hundían la cabeza entre los hombros al escuchar el primer trueno. Después, y sin esperar a los rayos, a los relámpagos, echaban a correr con las manos encima de la cabeza, se encerraban en sus barracones y no salían hasta que había dejado de llover. Para entonces, los fugados ya estarían secos y tranquilos, durmiendo quizás en verdaderas camas, con verdaderas sábanas y almohadas de verdad, en casas con tejados impermeables y chimeneas encendidas, al amparo de ciertos ciudadanos franceses con conciencia, con corazón. Ignacio Fernández Muñoz se emocionaba al pensarlo, como si él también hallara cobijo en la sombra de esa felicidad, el bienestar elemental, una cama con sábanas y almohada en una casa caliente, sin goteras, que se había convertido en el símbolo esencial del lujo. Le pasaba lo mismo en todas las fugas, pero aquélla no la olvidaría jamás, y no sólo porque intuía que se estaba despidiendo de Roque para siempre. También porque aquella noche le acercó a Aurelio Perea, alias el Boquerón, que con el tiempo se convertiría en algo más que un amigo, casi un hermano.

—¿Quién es el Abogado?

Un muchacho francés que llevaba unos papeles en la mano derecha y se alumbraba con una linterna tan pequeña que parecía de juguete, estiró el cuello al otro lado de la alambrada.

—Soy yo —contestó él, acercándose.

Entonces empezó a llover, pero el chico, sin inmutarse, abrió el paraguas que llevaba enganchado en un brazo, encendió la linterna y empezó a leer.

—Ayer, 16 de mayo de 1940, el Comité Antifascista del Departamento de Rosellón, integrado por el Partido Comunista Francés, el Partido Socialista Francés, la Confederación General…

—Bueno, mira —Ignacio, tan conmovido como perplejo, le interrumpió cuando logró creer que aquella escena estaba sucediendo en realidad, que era cierto que aquel chico había traído consigo el acta de una reunión y pretendía leérsela de cabo a rabo, a oscuras, en medio de una fuga y de la lluvia—, esa parte sáltatela, que ya me hago cargo.

—Como quieras —el muchacho le miró y siguió leyendo—. Los miembros de este comité saludan a sus hermanos antifascistas españoles —entonces hizo una pausa para mirarle—. Aquí, en el primer borrador, ponía compañeros, pero yo propuse este cambio por lo de la fraternidad, ¿sabes? Bueno, sigo… A sus hermanos antifascistas españoles, encerrados de forma tan vil como ilegal en el campo de Barcarès por la incalificable cobardía del actual gobierno francés…

—¡Perea!

Domingo, aquel chico sevillano que había hecho la guerra en Santander y no había matado a nadie, empezó a chillar en español en aquel momento, pero ni siquiera eso desanimó al adolescente portavoz de la fraternidad.

—…y hacerles llegar su apoyo incondicional, como apoyaron sin condiciones la causa de la República Española frente a la criminal debilidad de los gobernantes franceses que se integraron en el Comité de No Intervención de Londres, favoreciendo así…

Ya no llovía. Diluviaba. Las gotas de agua sonaban como las ráfagas de una ametralladora al estrellarse contra la tela del paraguas, Roque le miró antes de deslizarse bajo la alambrada y le sonrió desde el otro lado, Domingo, jefe de la fuga, volvió a chillar en español, el muchacho de la linterna seguía leyendo en francés, Ignacio percibía ambas voces como si las estuviera escuchando dentro de un sueño enloquecido, amable y absurdo al mismo tiempo.

—… la victoria del fascismo, encarnado en la siniestra figura del general Franco…

—¡Perea! Mira que me voy. ¡Como no vengas ahora mismo, ahí te quedas, macho!

—… sólo posible gracias a la ayuda decisiva de las potencias del Eje…

—Anda, chaval —Ignacio se dijo que había que hacer algo y hacerlo por partes—, pásame ese papel. Os lo agradecemos en el alma, eso lo primero, cuéntaselo a todos los que intervinieron en la reunión, pero es mejor que me lo des, y ya se lo leeré yo a los de dentro, porque aquí estamos armando demasiado follón —entonces se volvió hacia el sevillano y cambió de idioma—. Y tú cállate de una vez, Domingo, que vas a hacer salir a los senegaleses con tormenta y todo. Vamos a ver… —se dio la vuelta para encontrar a un hombre solo, encogido, quieto, y fue hacia él—. ¿Y a ti qué te pasa, Perea?

—Es que… —el malagueño esperó a que Ignacio estuviera a su lado, y habló en un murmullo—. Es que yo, pues… Mi abuela me lo decía siempre, de pequeño. Que no te parta un rayo, hijo, que no te parta un rayo. Porque a uno de mi pueblo que andaba por el campo durante una tormenta así, como ésta, pues le cayó un rayo y lo achicharró, lo dejó frito, y yo, pues, cada vez que veo esa alambrada…

Ignacio miró con más atención a aquel hombre bajo y macizo, que era mayor que él pero muy joven aún, y hablaba con un acento andaluz muy cerrado, y encontró su piel más blanca, sus ojos más negros de lo que recordaba. Apenas lo conocía de vista porque sólo habían hablado una vez, pero a Ignacio no se le había olvidado. ¿Y cómo es que tu mujer está en Nimes?, le había preguntado, yo creía que en esa ciudad no había refugiados… Es que su padre es banderillero, contestó Perea, dando esa explicación por suficiente. ¿Y eso qué tiene que ver?, se atrevió a insistir. ¡Pues qué va a tener! El malagueño le miró como si no pudiera concebir tanta ignorancia. En Nimes hay plaza de toros, condescendió a aclarar por fin, una de las más importantes del sur de Francia, y mi suegro conoce al empresario, a los utilleros, en fin… Le había hecho tanta gracia que no lo había olvidado, y lo recordó al contemplar un terror africano en el rostro del yerno del banderillero.

—Te dan miedo las tormentas —concluyó, sin elevar la voz.

—No —protestó él, con una expresión casi ofendida—. Las tormentas no. Me da miedo que me caiga un rayo cuando esté justo debajo de la alambrada, y que me deje como al de mi pueblo, fritillo, fritillo…

—¿Pero tú qué quieres, macho, irte o quedarte?

—¿Yo? —y le miró como si nunca le hubieran preguntado una cosa más tonta—. Yo quiero irme a Nimes, a ver a mi mujer.

—¡Pues venga ya, Perea! —le cogió del brazo y lo arrastró hasta la alambrada—. Vete de una vez y no jodas más.

Cuando le vio reptar bajo la malla de alambre, su cuerpo entorpecido por la velocidad, el nerviosismo descoyuntado, espasmódico, de un animal aterrado, volvió a escuchar la voz de su jovencísimo interlocutor del otro lado.

—El pueblo francés no está con su gobierno —resumió—. Nosotros no apoyamos su política, su traición. Vuestra suerte es la nuestra, eso es lo que os queríamos decir.

—Gracias, camarada —y el fervor de aquel muchacho, casi un niño, le enterneció tanto que estuvo a punto de salir por el túnel él también sólo para darle un abrazo—. Gracias por todo, de corazón.

Pero a Perea no le había partido un rayo, la fuga había salido bien, y el Abogado tenía que hacer su parte del trabajo, rellenar el hueco, apisonar la arena, borrar las huellas del túnel. Después, esperó todavía unos minutos para asegurarse de que no había habido ningún contratiempo y se fue a dormir, empapado de agua, constipado y contento. Muy contento. La alegría que sintió al volver a ver a Perea, a principios de 1943 y donde menos lo esperaba, en una remota explotación forestal perdida en las montañas de Ariège, que servía de tapadera legal para una brigada de guerrilleros españoles integrados en la Resistencia francesa, fue todavía mayor.

—¡Abogado!

La primera vez que escuchó ese nombre, miró a su alrededor y no reconoció a nadie entre los hombres desperdigados a ambos lados del sendero.

—Te están llamando —le avisó Amadeo.

—Sí, pero no sé…

—¡Abogado! —escuchó de nuevo, y entonces volvió la cabeza hacia la izquierda y le vio por fin.

—¡Perea! —el malagueño corrió hacia él y se abrazaron—. Coño, Perea, ¡cómo me alegro de verte! ¿Pero qué haces tú aquí? Te hacía en Nimes.

—Y allí estuve cuatro meses, viviendo como un señor, no creas… Mi mujer está en casa de un médico, camarada, buena gente, que le ha arreglado el séjour, y muy bien, sin pisar la calle, claro, pero durmiendo con ella en una cama, comiendo caliente todos los días, total, la hostia… Hasta que el farmacéutico del barrio apareció por allí una noche, sin avisar, y nos pilló en mitad de la cena. El muy cabrón se me quedó mirando, le preguntó al doctor quién era yo, no se creyó que fuera sordomudo, y entonces… No podía seguir allí, era demasiado peligroso para todos, así que me fui. Estuve casi dos semanas escondido, viviendo a salto de mata, robando comida, durmiendo en cualquier sitio, cada vez peor, y entonces pensé, bueno, pues hay que elegir. O vuelvo a un campo, o me vuelvo a España, que me metan en la cárcel, que me manden unos años a hacer carreteras, y cuando salga, ya veremos. Y estuve a punto de volverme, no creas, pero al llegar a la frontera vi de lejos a los guardias civiles del puesto, y me dije que no, ni hablar, si somos de un país de hijos de puta, qué le vamos a hacer… Total, que me di la vuelta y esta vez me mandaron a Saint-Cyprien, para que tuviera con qué comparar, ¿sabes?, y luego a un grupo de trabajo, o sea, a hacer carreteras gratis, como quien dice, igual que si hubiera vuelto, así que me apunté a la primera fuga de la que me enteré, y ya ves, aquí estoy, otra vez en la guerra, durmiendo en el suelo, comiendo sardinas en lata, en fin, lo mío…

—Lo nuestro, Perea —Ignacio se sumó con un gesto risueño a esa definición, y se quedó mirando a su viejo camarada.

Le encontró mejor, con la piel tostada por el sol y un poco más gordo, más vivo también. Pensó en la crueldad de la suerte que compartían, un destino que convertía la guerra en una meta feliz, deseable, casi un premio frente a la insoportable existencia, propia de animales estabulados o sometidos a tirar de una noria hasta la extenuación, que la única paz posible, la de los campos y el trabajo forzado, representaba para ellos, los indeseables rojos españoles. Pero la alegría de aquel reencuentro, el primer lazo con el pasado inmediato que el azar le consentía recuperar después de una serie interminable de despedidas, pudo más, y por eso volvió a sonreír, y a abrazar a Aurelio.

—¿Y tú? —le preguntó él—. ¿Qué has hecho?

—¡Uf! Yo… A mí me ha pasado de todo, aunque, bueno… —se quedó pensando, sonrió—. Más o menos, lo mismo que a ti.

Lo mismo que a cualquiera, se dijo, aunque eso era cierto sólo en parte, la parte que excluía el descubrimiento de Anita.

Por lo demás, a él también lo habían movilizado a la fuerza en un grupo de trabajo unos meses después del armisticio, y aunque lo habían cambiado tres veces de destino, había tenido la suerte de permanecer en el sur, dentro de las fronteras de la supuesta Francia libre, primero en una fábrica de cacerolas, después en una mina, por fin en otra fábrica de neumáticos, reconvertida en proveedora de repuestos para el ejército alemán bajo control de Vichy. Llegó allí en diciembre de 1941, pero empezó a pensar en fugarse mucho antes, cuando se enteró de que iban a mandarlos a las afueras de Toulouse. Y sin embargo, aguantó casi tres meses, los que tardó en planear una fuga perfecta, tan simple que consistió en echar a andar por una callejuela un día que tocaba ducha, mientras sus compañeros, camino de los baños públicos adónde les llevaban una vez a la semana, improvisaban una protesta masiva por sus condiciones de vida que no tenía otro fin que guardarle las espaldas, y por eso se disolvió muy deprisa, en cuanto le vieron doblar por la primera bocacalle.

Aquel día, Ignacio Fernández Muñoz se bañó como un señor, solo y con agua caliente, en el cuarto de baño de la casa de sus padres, pero la alegría de su piel no llegó a templar del todo su corazón, ni logró apaciguar su pensamiento.

Al reencontrarse con su familia, le había ocurrido algo parecido. Su madre también estaba aburrida de llorar, pero no se cansaba de abrazarle, y seguía tocándole, besándole, pronunciando su nombre y otras palabras dulces, las mismas con las que le llamaba durante la guerra y que Ignacio no había vuelto a escuchar desde que era un niño muy pequeño, cuando María, intrigada por su ausencia, entró en el recibidor y soltó un grito. El abrazo de su hermana fue distinto, risueño, enérgico, triunfal. Aún le balanceaba entre sus brazos como si pretendiera hacerle bailar, cuando su padre se unió a ellos, precediendo a una mujer consumida, delgadísima, exhausta, con los ojos muy grandes, más que antes, y un rictus trágico en la boca que transformaba su belleza sin anularla. Era Paloma, la nueva Paloma, delicada y violeta, melancólica y frágil, igual de hermosa, pero nunca ya tersa y sonrosada, apasionada y vivaz como antes. Esa metamorfosis le impresionó más que el aspecto arruinado, decrépito, de su padre, un anciano de cincuenta y cuatro años que todavía fue capaz de sonreír, de estrecharle con fuerza.

—Gracias, hijo —le dijo luego, separándose de él pero sin soltarle todavía.

—¿Gracias por qué?

—Por estar aquí —sus ojos se humedecieron de pronto—. Por haber llegado hasta aquí.

—Me acordé tanto de ti, papá… —Ignacio se emocionó mucho al escucharle—. Cuando me detuvieron en Madrid, en el calabozo donde me metieron, pensé tanto en ti, me alegré tanto de que no estuvieras viendo lo que pasaba, cómo nos entregaban, papá…

—Nosotros no tenemos que arrepentimos de nada, Ignacio —y su labios temblaron bajo el peso de las palabras que pronunciaban—. Yo no me arrepiento de nada, hijo.

Pero la sentenciosa autoridad de Mateo Fernández Gómez de la Riva ya no era suficiente para restablecer el equilibrio de su familia, que se resquebrajó un poco más cuando Paloma se deshizo entre los brazos de su hermano sin decir ni una palabra Entonces, fue la madre de ambos quien reaccionó.

—Bueno, no sé qué estamos haciendo todos aquí, estorbándonos los unos a los otros mientras se enfría la comida. Porque Ignacio tendrá hambre, digo yo.

—Claro que tengo hambre —y se echó a reír—. No os imagináis cuánta…

Siguió a su familia hasta un comedor pequeño y oscuro, arreglado con muebles malos, baratos, cada silla de un estilo, de una altura distinta. Sin embargo, la desacostumbrada pobreza de sus padres no le llamó tanto la atención como los ojos negros, enormes, mucho más dulces y hondos, más brillantes y magnéticos en cada paso que daba hacia ellos, de la desconocida con la que se había encontrado en el portal, Ella se levantó al verle, y más allá de la emoción y del cansancio, por encima de la alegría de volver a estar entre los suyos, y de la tristeza de los abrazos que le faltaban, que siempre le faltarían, Ignacio Fernández Muñoz apreció la perfección curvada y graciosa de su cuerpo de muñeca, y el movimiento airoso de la mano que tendía hacia él.

—Hola —le dijo, y le sonrió con su boca de labios carnosos, dientes blanquísimos.

—Hola —repitió él, estrechando esa mano suave y caliente.

—¡Ay, claro, que no os conocéis…! —María Muñoz improvisó un gesto de sorpresa antes de presentarlos formalmente—. Mira, Anita, éste es mi hijo Ignacio, el pequeño, el que estaba en el campo, ya sabes… —y volvió a abrazarlo, y le besó en la cara, dos, tres veces, como si todavía no se acostumbrara a tenerlo con ella, a su lado—. Anita es una compañera de tus hermanas que vive con nosotros, como una hija más…

Cuando Paloma Fernández Muñoz se la encontró una tarde de agosto de 1939, sentada en el bordillo de la acera, delante de la panadería donde ambas trabajaban, apenas la conocía. Hacía poco más de un mes que Anita Salgado Pérez despachaba pan y bollos desde el mismo mostrador, pero sus turnos no solían coincidir. Sin embargo, aquel día se sentó a su lado, la abrazó, la consoló y la meció entre sus brazos como a la niña que todavía era, porque al mirarla, le pareció que nunca había visto llorar a nadie con tanto desconsuelo, ni había contemplado jamás el llanto de una criatura tan indefensa. Aún no había recibido la carta de Carlos, aún no sabía nada de él, y cada tarde, al entrar en el portal de su casa, cerraba los ojos un instante para serenarse y saborear al mismo tiempo por anticipado la emoción de encontrarle arriba, sentado en el sofá, charlando con sus padres, comentando las peripecias de su fuga, la accidentada travesía que había emprendido en Oran o el vuelo que le había traído desde Londres. Aún no había recibido la carta de Carlos y todavía le sobraba compasión, la que no lograría reunir para consolarse a sí misma durante el resto de su vida.

Por eso se propuso tranquilizar a Anita, la metió consigo en la panadería, la obligó a sentarse en un taburete, y le pidió que le contara muy despacio lo que le pasaba. Anita obedeció, se lo contó todo. Que tenía quince años. Que era de un pueblo de Teruel. Que los fascistas habían matado a su padre antes de que los suyos lo reconquistaran. Que se había marchado de allí, con su madre y con su hermana mayor, cuando el ejército se retiró. Que a finales de enero, cuando las evacuaron, estaban en Barcelona. Que había tenido que dejar a su hermana en un pueblo de Gerona porque tenía tuberculosis y no podía seguir andando. Que su madre había enfermado de la pena de dejar a su hija atrás. Que al cruzar la frontera las habían metido a las dos en un campo y habían estado allí cuatro meses. Que a finales de junio, su madre se había puesto tan mala que los médicos habían autorizado su traslado a un hospital de Toulouse. Que ahora, en el hospital decían que ya no podían hacer nada más por ella y que tenía que llevársela porque necesitaban la cama. Que en la pensión donde vivía le habían dicho que allí no podía llevarla porque dormían ocho en un cuarto y no querían moribundas. Que con el dinero que ganaba no le daba para pagar otra cosa y que no sabía qué hacer, porque era su madre, y se iba a morir, y no podía dejarla tirada en la calle.

—Lo único que se me ocurre es matarla —dijo al final, con una expresión tan decidida que daba miedo verla—. Matarla y matarme yo después, para acabar de una vez.

Paloma la miró y no dijo nada. No le resultó fácil digerir aquella historia increíble, demasiado dura, demasiado trágica, demasiado barroca, y elaborada, y patética para estar sucediendo de verdad y sucediéndole a una chica de quince años. Para nadie habría sido fácil aceptar aquel melodrama que parecía armado con los mismos mimbres que urdían los folletines que Carlos leía en voz alta desde los escalones de la puerta de la cocina, para las criadas y para ella misma, durante las viejas tardes de verano en Torrelodones, esos dramones de huerfanitas de cuyos excesos argumentales se reían luego, juntos, cuando lograban perderse por el jardín, y se tumbaban en la hierba, y se acariciaban muy despacio, con mucho cuidado, durante mucho tiempo. La historia de Anita era muy semejante a aquellas despiadadas crónicas del infortunio, y sin embargo era cierta. Paloma no lo dudó ni por un momento, y se limitó a preguntarse, ¿qué hemos hecho? ¿Cómo es posible que nos sucedan cada día estas tragedias que parecen inventadas? ¿Por qué los folletines saltan desde las páginas de los periódicos a la vida real de una cría como ésta? ¿Qué ha hecho ella para merecer un destino tan enorme, tan desmedido para sus fuerzas? Entonces todavía tenía ánimo para hacerse estas preguntas, pero nunca encontró una respuesta.

—Tengo que ir al hospital —añadió Anita, sin acusar el silencio de su interlocutora—. Es la hora de la visita.

—Bueno, ve, pero vuelve luego a buscarme —y Paloma ya sabía lo que tenía que hacer—. Salgo a las ocho, que no se te olvide.

Aquella noche llevó a Anita a su casa, la animó a contar otra vez su historia con sus propias palabras, y vio cómo miraba su madre a su padre, cómo decía él que sí con la cabeza.

—Mira —fue María la que habló—, aquí no nos sobra sitio. Sólo hay dos dormitorios pequeños, ¿sabes?, y somos cuatro, pero al lado de la cocina tenemos una despensa, un cuarto largo y estrecho, con una ventanita que da al patio. Si tú quieres, podemos vaciarlo, limpiarlo, y poner una cama. No va a caber nada más, pero allí por lo menos tu madre estará tranquila, y entre todos podemos ayudarte a cuidarla. Yo doy clases de canto, aquí, en casa, y no suelo salir por las mañanas, así que, si pasa algo mientras estás trabajando… Lo que ya no sé es dónde vas a dormir tú, aunque…

María Muñoz no llegó a terminar esa frase. Antes de darle a escoger entre el único sofá del diminuto gabinete al que llamaban salón o la posibilidad de poner un colchón en la cocina, al lado del fogón, para dormir cerca de la enferma, Anita Salgado le cogió de las manos e intentó besárselas. Ella no se lo consintió.

—No, hija, no, eso sí que no… Estamos todos en el mismo barco, ¿comprendes? Hoy te ayudo yo a ti, y mañana, a lo peor, tienes que ayudarme tú a mí.

Mucho antes de que ese día llegara, Anita se convirtió en la tercera hija de Mateo Fernández y María Muñoz, y siguió viviendo con ellos, como una más, tras la muerte de su madre, que no notificó en ninguna oficina para librarse de volver a un campo. Dos días después del entierro, mientras limpiaba la cocina, escuchó un alarido de dolor y el ruido de un golpe seco, como si un objeto pesado se hubiera caído desde un armario. Entonces salió corriendo y se encontró a Paloma en medio del pasillo y un barullo de papeles revueltos, arrodillada en el suelo, dándole puñetazos a las baldosas.

Aquella tarde, sus padres habían salido a dar un paseo y María había quedado con unas amigas. Estaban las dos solas en casa y Anita adivinó lo que había pasado, lo intuyó, lo supo, y se quedó inmóvil, paralizada por el susto, sin saber qué hacer, por dónde empezar a remediar lo irremediable. Comprendió que lo primero que tenía que hacer era levantarla, lo logró con tanto esfuerzo como si estuviera moviendo un cadáver, y mientras la arrastraba hasta la silla más cercana, vio que tenía sangre en los nudillos de las dos manos y en la rodilla izquierda. Luego volvió a recoger los papeles que se habían quedado desparramados por el suelo, unas cuartillas escritas a mano en renglones rectos, apretados, con una letra bonita y elegante, letra de señor, se dijo Anita, que no sabía leer ni ésa ni ninguna otra. María le explicó luego que era una carta de su marido, y que no empezaba diciendo querida Paloma, como ella pensaba que era lo normal, sino amor mío, y después, enseguida, el Sapo me ha entregado. Pero eso sólo lo averiguó después de curar a la herida, y consolarla, y sostenerla hasta que llegaron los demás. Y aquella noche, sin consultarlo con nadie, levantó el colchón de la cama donde había muerto su madre y colocó en su lugar, sobre el somier que ocupaba casi por entero el espacio de la antigua despensa, su propio colchón. Fue una manera de poner fin a su duelo para ceder el espacio que dejaba libre a la viuda enamorada. Y una manera de seguir viviendo.

Anita Salgado Pérez no sabía leer ni escribir, pero en septiembre de 1939 estaba a punto de cumplir dieciséis años, y era una chica lista, muy fantasiosa. Por eso, cuando María la leyó en voz alta por primera vez, se aprendió de memoria algunos trozos de la carta que Carlos Rodríguez Arce le había escrito a su mujer desde la cárcel y los repetía para sí misma todas las noches, antes de dormirse. Cuando me fusilen, gritaré ¡viva la República!, como los demás, pero moriré pensando algo distinto. Cuando me maten, estaré pensando, yo amo a Paloma… ¡Qué bonito!, se decía Anita a sí misma, ¡pero qué bonito!, y le entraban ganas de llorar, como cuando se acordaba de esa otra parte que decía, te he querido hasta el límite de mis fuerzas, te sigo queriendo con todo lo que soy, con todo lo que tengo, incluso ahora, a un paso de la muerte, te quiero así, recuerda siempre eso y olvídate de mí… ¡Hay que ver!, pensaba ella, lo que tiene que ser que le escriban a una estas cosas, qué barbaridad, qué pena, pero qué gusto también, ¿no…? El condenado a muerte le pedía a su mujer que viviera por él, que viviera sin él, que encontrara a otro hombre, que siguiera adelante, y ojalá te quiera la décima parte de lo que yo te he querido, amor, y ojalá te haga la mitad de feliz que he sido yo contigo… Anita se dormía con una sonrisa triste y alegre a la vez, enganchada a la dulzura balsámica de esas palabras y al horror de la ejecución que había puesto fin a una pasión semejante, y jamás se cansaba de evocar el testimonio de aquel amor trágico y purísimo cuya esencia sólo alcanzaba a definir de una manera, qué bonito, para terminar igual que había empezado, hay que ver, qué pena pero qué bonito, caray, qué bonito…

Casi tres años después, a las puertas del verano de 1942, ella tendría su propia carta de amor, una despedida provisional, menos dramática pero mucho más breve, y ya sería capaz de leerla sola. Delante de p y de b se escribe siempre m, empezaba aquella hoja, y debajo, con rasgos más apresurados, descuidados de la redonda obligación de la caligrafía, pero en la misma letra, de la misma mano, te quiero, Anita. Entonces sería ella quien lloraría, ella quien se desesperaría, ella quien aprendería a pagar por sí misma el verdadero precio de las cosas hermosas.

—Si quieres, puedes dormir en mi cama —le dijo por la noche, cuando le vio entrar en la cocina y era todavía un desconocido—. Te lo digo en serio, yo soy muy bajita. Quepo de sobra en el sofá.

—No, no hace falta —Ignacio, recién bañado y afeitado, vestido con uno de sus antiguos pijamas, que su madre había traído consigo desde Madrid por una pura y feliz superstición, sonrió—. Estoy acostumbrado a dormir en el suelo, así que con un colchón tengo de sobra. Mamá me ha dicho que tú sabes dónde hay uno.

—Claro. Ahora mismo te lo traigo. ¿Dónde quieres que lo ponga?

Ignacio Fernández Muñoz se quedó mirando a Anita Salgado Pérez, y se asombró de cuánto le gustaba mirarla con aquel camisón blanco que asomaba bajo una vieja y sedosa bata de María, el tejido brillante, estampado con dragones chinos, los pies descalzos, para que ella, interpretando a su manera aquella mirada, se llevara la mano derecha a la cabeza, desprendiera la última horquilla de su moño y consintiera que su melena oscura, rizada, se desparramase en un armonioso desorden sobre su espalda.

—¿Dónde dormías tú? —preguntó él, disfrutando de esa imagen que daba calor, la promesa de un bienestar antiguo, risueño, que aplacaba los sobresaltos de su ánimo erizado, traspasado por una confusión de alfileres tristes y alegres.

—Yo aquí —y se volvió para señalar el fogón—. Es el sitio más calentito…

Él se limitó a asentir con un gesto, y Anita le hizo la cama en el mismo lugar donde la hacía al principio para sí misma. Después, se quedó mirándole mientras se acostaba, y sonrió a la extrañeza con la que movía el cuerpo sobre el colchón de lana, como si no encontrara una buena postura.

—¿Qué, estás cómodo?

—Sí —pero entonces la miró, se echó a reír—. No, la verdad es que no. Pero es que hace años que no duermo en un colchón. Hace años que no me baño con agua caliente, hace años que no me pongo un pijama, hace muchos años de todo y, no sé… No te lo vas a creer, pero no puedo calcular la de veces que he soñado despierto con este momento, dormir en una cama de verdad, desnudo, con sábanas, con almohada… Me parecía el lujo más grande del mundo, y ahora la encuentro demasiado blanda. En fin, así es la vida… —se quedó mirándola, sonrió—. Pero no te preocupes por mí, vete a dormir. Buenas noches.

A la mañana siguiente, cuando Anita se levantó, Ignacio dormía con el abandono plácido y goloso de los niños pequeños, mientras su hermana menor, la otra madrugadora de la casa, le miraba con una sonrisa igual de infantil. Las dos desayunaron de pie, sin hacer ruido, para no despertarle, y María le fue contando historias de Ignacio por el camino, pero ninguna, ni siquiera la apasionada crónica de una valentía que su madre identificaba con la inconsciencia, le impresionó tanto como las palabras que él había repetido varias veces antes de despedirse, hace muchos años de todo. Anita las recordó durante todo el día, y las siguió escuchando por la noche, cuando los dos se quedaron solos en la cocina y él dijo que no tenía sueño.

—¡Ah! Pues… —se quedó pensando—. Si no vas a acostarte, ¿te importa que me lave el pelo? Es que en el lavabo no me apaño, como tengo tanto, y esta pila es más grande.

Él negó con la cabeza, no le importaba porque aún no sabía cuánto le iba a importar. Se sentó en una silla, se sirvió un vaso del vino malo, pero vino, que bebía su padre, encendió un cigarrillo, la miró.

—Joder, hacía años que no bebía vino… —dijo, como para sí mismo, pero se dio cuenta de que ella se volvía para mirarle, advirtió la cualidad conmovida, hasta levemente ansiosa, de su mirada, y obedeció al impulso travieso de insistir, para comprobar que sus palabras tenían el poder de agrandar aquellos ojos enormes—. Y hacía años que no encendía dos pitillos tan seguidos.

Anita respondió con la misma técnica a la que había recurrido la noche anterior. Se quitó las horquillas una por una, muy despacio, con los brazos bien estirados sobre la cabeza, hasta que los rizos cubrieron por completo sus hombros y la mitad superior de su espalda. Luego, sin hablar, vertió en la pila la cacerola de agua caliente que tenía preparada, abrió el grifo para templarla y probó la temperatura con la mano. Cuando le pareció bien, se echó todo el pelo hacia delante y sumergió en el agua la cabeza, su nuca desnuda, los brazos al aire.

Ignacio tampoco abrió los labios mientras la miraba, porque no podía hablar. Tampoco habría sabido qué decir, sólo que hacía años que no veía nada tan hermoso. En aquel momento, no fue capaz de interpretar la belleza de aquella escena sublime, tan corriente, una muchacha que se lava la cabeza, las gotas de agua que viajan sobre su nuca, que recorren su espalda, que se secan en la tela de su camisón blanco. No habría encontrado la manera de explicar que podría seguir mirándola toda la vida, que le haría falta una vida entera para admirar su gracia, la armonía de sus movimientos, esa belleza tranquila que era tiempo, y era paz, y era alegría, y era serenidad, y era placer, una expectativa de felicidad, la cordura, la fe y la capacidad de desear. Aquella imagen condensaba todo lo que él no tenía, todo lo que había perdido, lo que había olvidado, lo que ya no existía y sin embargo volvió a nacer en aquel instante, Una muchacha se lavaba la cabeza, y una cáscara dura, seca, consciente de su propia torpeza, caía al suelo sin hacer ruido, inservible ante el poder de unos brazos desnudos, armados con su sola desnudez.

Ignacio Fernández Muñoz se dio cuenta. Sintió un inexplicable escozor en los párpados, notó la ternura crujiente y pálida de su piel recién nacida, vio los colores, aspiró los aromas, escuchó los sonidos fervientes del Madrid al que nunca volvería, y se dio cuenta. Percibió en silencio su propia metamorfosis mientras se reconocía vivo otra vez, vivo y sensible, inerme, expuesto, frágil, delicado, vulnerable como los hombres vivos. Entonces, Anita devolvió a su lugar el pelo húmedo, escurrido como una sábana recién lavada, lo recogió en un turbante improvisado con una toalla y le miró. Él contempló su piel brillante, salpicada de agua, la tela blanca como un velo transparente pegado a sus pechos redondos y elásticos, los pezones oscuros, fruncidos, y volvió a sentirse capaz de sufrir, y se dio cuenta.

—Bueno, pues ya te dejo tranquilo… —ella recogió la mirada de Ignacio, concentrada y profunda, casi feroz, y se puso seria de repente mientras tiraba del camisón mojado para despegarlo de su cuerpo, como si hubiera cobrado una conciencia repentina del grado de su desnudez, o se hubiera arrepentido de su ingenua pero no del todo involuntaria provocación—. Buenas noches.

Él contestó con un gesto, pero cuando pasó a su lado no pudo reprimir el impulso de agarrarla de la falda. Su mano derecha la sujetó sólo un instante, y ella respondió quedándose quieta, a su lado. Estaba temblando. Al advertirlo, él la soltó.

—Buenas noches —correspondió por fin.

Anita entró en la despensa, cerró la puerta sin volver la cabeza, y al día siguiente, cuando se vieron de nuevo, por la tarde, se saludaron como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué tal?

—Muy bien. Hacía muchos años que no dormía la siesta.

Ella se echó a reír, y desde entonces fue como un juego. Hacía años que no leía una novela, hacía años que no comía tan bien, hacía años que no me bebía una cerveza fría, hacía años que no escribía con una estilográfica, hacía años que no jugaba al ajedrez, hacía años que no hacía un crucigrama, hacía años que no perdía el tiempo, hacía años de esto, de lo otro, y de lo de más allá, de las cosas más vulgares y de las más extrañas, y Anita le escuchaba, le sonreía, se despertaba y se acostaba con esas palabras, y ya no pensaba en la carta de Carlos Rodríguez Arce, ni en ninguna otra cosa que no fuera el margen cada vez más estrecho, más preciso, de lo único que le quedaba por escuchar.

—Hay una cosa de la que nunca hablas, Ignacio,..

Fue ella quien se atrevió cuando ya llevaba más de una semana trasnochando únicamente para quedarse a solas con él, en la cocina, al acecho de una confesión que le era escatimada con una astucia calculada, cuidadosa.

—¿Cuál? —él, sentado de través en el colchón, con la espalda apoyada en la tibia delantera del fogón, la miró, sentada a su lado, y vio crecer el color en sus mejillas.

—¿Cuánto tiempo hace que…? Ya sabes.

—No —y se echó a reír—. No sé.

—Pues… —Anita, definitivamente sonrojada, escondió un momento la vista en sus rodillas, luego levantó la cara, le miró—. Tu madre me contó una vez que en Madrid te enredaste con una mujer casada, ¿no?, muy vieja…

—No —él la interrumpió—. Mi madre le tenía manía pero era una mujer estupenda, pelirroja y muy atractiva. Muy generosa, además —la miró de reojo y se preguntó si lograría ponerla más colorada aún—. Me enseñó muchas cosas, aprendí mucho con ella. Y tenía treinta años. No era vieja.

—Bueno, pero sigue siendo mayor, tú todavía tienes veinticuatro, ¿no? —él aceptó con la cabeza y sonrió al contemplar el tamaño de las llamas que ya habían colonizado sus orejas, que parecían a punto de derramarse por su garganta—. Y lo que nunca cuentas es… Pues, después… Eso.

—Eso, ¿qué?

—¡Joder, Ignacio! —estrelló los puños cerrados en el colchón mientras apretaba los párpados, pero no se sentía tan furiosa con él como consigo misma, por no haber conseguido arrancarle las palabras que ya no le quedaba más remedio que decir, y lo hizo de un tirón, sin mirarle—. ¿Cuánto tiempo hace que no estás con una mujer?

Él la cogió por la barbilla, le obligó a levantar la cara, la miró a los ojos, tan negros sobre el incendio arrebatado de los pómulos, y la encontró tan guapa, tan joven, tan limpia, tan verdadera, tan digna de ser amada, mimada, deseada y protegida por él, que comprendió que no le iba a mentir aunque no le dijera la verdad. Porque si Anita era una mujer, las putas del burdel de Barcarès, cuyo aspecto había bastado para impulsarle a girar sobre sus talones dos veces, antes de que Roque le empujara por la puerta en la tercera y última ocasión en la que se dejó arrastrar por él, no lo eran, y esos seres famélicos que se las apañaban para saltar la alambrada de su campamento cuando estuvo trabajando en la mina, y a las que pagaban con las escorias de carbón que habían podido ir robando durante un mes entero, tampoco podían serlo. Ahora que había vuelto a estar vivo, eso no contaba, porque no le había pasado a él, sino a su cadáver, un autómata animado, descarnado y polvoriento, que creía llamarse Ignacio Fernández Muñoz y no era nada. Aquel hombre ya no existía, nunca había llegado a existir, era sólo un cuerpo hueco, destripado, vacío, un puro ejercicio de la desesperación. Por eso lo omitió, lo borró de su memoria, y pronunció con aplomo una respuesta sincera, que era la única respuesta que Anita Salgado Pérez quería escuchar.

—Tres años. Desde el 21 de febrero de 1939. Tres años, un mes y dos días… —levantó la vista hacia el reloj de la pared de enfrente—. Tres días ya.

—Mucho tiempo —murmuró ella.

—Sí —él llevó el dedo índice de la mano derecha hasta la frente de la única mujer que en tres años había merecido ese nombre, recorrió el contorno de su rostro como si pretendiera apartarle el pelo de la cara, escondió un mechón detrás de su oreja y acarició el borde, el lóbulo blando y suave—. Mucho tiempo.

Anita volvió a bajar la cara, relajó los hombros, se encogió sobre sí misma como si necesitara tiempo para pensar, y él la dejó pensar, y se limitó a mirarla desde una distancia que ella misma anuló al incorporarse.

—Yo nunca he estado con un hombre… —Ignacio no dijo nada y ella se acercó un poco más—. Ahora tengo un novio francés, lo sabes, ¿no? —él asintió con la cabeza pero siguió callado—. Bueno, no es un novio, es un pretendiente, más bien, y tampoco me gusta mucho, no creas, porque además… —estaban tan cerca que la nariz de él rozó la suya casi sin proponérselo, y entonces Anita retiró un poco la cabeza, pero volvió a inclinarla mientras seguía hablando—. No sé, es que las francesas no son como nosotras, son mucho más lanzadas, ¿no?, y yo no quiero que él piense…

—¿Qué?

Ella no contestó a esa pregunta, pero abrió los labios cuando la besó.

Y aquella noche, cayó Sansón con todos los filisteos, resumía Anita años después, cuando se acordaba, y su marido se echaba a reír, pero ¿por qué dices eso?, ¿y yo qué sé?, se defendía ella, era un dicho de mi abuela… Y sin embargo, era verdad, para ella lo fue, aquella noche magnífica cayó Sansón con todos los filisteos, y Anita Salgado Pérez, tan fantasiosa a los dieciocho como a los quince, no se habría conformado con menos, el amor de un soldado fugitivo que llevaba más de tres años esperándola, en una cama embutida dentro de una despensa, en una ciudad extraña de un país extraño, y toda su familia durmiendo en la ignorancia de la naturaleza épica, bíblica, legendaria, de lo que sucedía al otro lado del pasillo, la solemnidad inscrita en cada gesto de Ignacio, la gravedad de cada una de sus caricias, de sus besos, el ansia ilimitada de su piel desnuda y bordada de cicatrices.

Ella, que había envidiado tanto las palabras de amor dirigidas a otra mujer por un hombre al que nunca conocería, no se habría conformado con menos, y menos que con nada con su pretendiente, que se llamaba Paul, y despachaba en una carnicería, y era mayor que el capitán Fernández Muñoz, y parecía mucho más joven que ese hombre que sabía echar la cabeza hacia atrás de vez en cuando para mirarla como si nunca hubiera visto a otra mujer en su vida, o para grabar la imagen de su cuerpo en su memoria y recordarlo bien cuando ya no estuviera. Así es el amor de un fugitivo, intenso y precario, pleno, fugaz y todavía más intenso. Eso pensaba ella, y procuraba no olvidarlo, sentir cada segundo de aquel milagro, comprender los matices de su fragilidad, la azarosa razón de su belleza. Eso pensó y no pensó mucho más. ¿A qué estás esperando?, le susurró en el oído, y él, que iba despacio porque necesitaba tiempo para creer en la realidad que tocaban sus dedos, que percibían sus manos, que inundaba la piel de sus labios atónitos, desentrenados, recién nacidos, se quedó quieto un momento. Después la miró, vio su boca entreabierta, húmeda, el brillo de sus ojos oscuros, y las columnas del templo empezaron a temblar.

Ignacio sintió entonces, uno por uno, cada día de esos tres años largos como tres siglos, y fue consciente de su cuerpo como nunca antes lo había sido. Encaramado en el cielo del placer, de la alegría, recordó los colores del infierno, el dolor sordo y constante de su vida pasada, la humillación, el frío, el cansancio de los barracones, y creyó en Anita, como si su cuerpo tuviera el poder de enderezar el mundo, de devolverle todo lo que había perdido, de rescatarle de tanta derrota, tantas traiciones, o como si intuyera que la felicidad de aquel instante lo cambiaría todo, porque nada sería igual cuando él pudiera recordar aquella noche, aferrarse a su recuerdo para no caer en el abismo espeso del desaliento. Mientras tanto, se enamoró de ella como nunca había estado enamorado de nadie, como no volvería a enamorarse jamás. Y siempre, incluso después de conquistar a su lado el derecho a vivir una vida normal, tan rutinaria y monótona como la de quienes no han conocido otra distinta, sintió que ella le había salvado, que de alguna manera, en aquella minúscula despensa de paredes desnudas, Anita le había librado de una muerte peor que la propia muerte.

Aquel paréntesis no llegó a durar tres meses, pero cada instante de su tiempo raro y feliz se dilató hasta ocupar un lugar exacto, definido, concreto, en la memoria de ambos. Ignacio nunca olvidaría las lágrimas de Anita, la noche en la que se atrevió a contarle lo que aún no se había atrevido a contarle a nadie, la atormentada crónica de un delito pequeño y miserable, la angustia de aquel día en el que fue capaz de robarle las enaguas a una mujer que agonizaba a solas sobre la arena fría de la playa, porque tenía quince años, y acababa de llegar al campo, y sólo tenía el vestido que llevaba puesto, y le había venido la regla, y no podía recurrir a nadie, y no sabía qué hacer, cómo arreglarlo. Anita nunca olvidaría la callada delicadeza con la que Ignacio le quitó de entre las manos uno de aquellos libros grandes, de letra muy pequeña, que él leía todo el tiempo y ella había cogido del revés un momento, sólo por curiosidad, por hacer un poco el tonto, antes de poseerla de una manera tan intensa como la primera vez, con una violencia que no hacía daño y una dulzura que daba ganas de llorar, ni lo que sucedió después, mientras ella creía que ya sólo les quedaba esperar al sueño abrazados y exhaustos, como todas las noches.

—Mañana tienes que comprarme cuatro cuadernos, dos rayados, con rayas paralelas en las hojas, ¿sabes, no?, y otros dos con rayas dobles, de los que usan los niños en los colegios. Dile a una de mis hermanas que te acompañe, ellas saben —la miró, la vio sonreír, y esperó durante unos segundos una pregunta que no se produjo—. Voy a enseñarte a leer y a escribir.

—No —y lo dijo sin mirarle, como si sus palabras la hubieran ofendido.

—Sí —pero él respondió con firmeza.

—No —insistió ella, y se incorporó, se apoyó en un codo, le miró—. ¿Por qué? Si yo ya sé un poco, tu madre me está enseñando, y además me apaño muy bien, si vieras…

—No te apañas bien, Anita —Ignacio no la dejó seguir—. Nadie se apaña bien. Tú tienes que aprender y yo puedo enseñarte, he enseñado a tantos soldados que me sé las cartillas de memoria. Mi madre está muy ocupada con sus clases, pero yo no tengo nada que hacer por las mañanas. Es mucho más fácil de lo que parece, y además… —entonces se sentó en la cama, apoyó la espalda en la pared y la abrazó, la estrechó contra su pecho como si no quisiera mirarla, pero no dejó de acariciarle el pelo mientras hablaba—. Yo no sé durante cuánto tiempo más podré seguir aquí. Antes o después me verá alguien, hará preguntas, echará sus cuentas… Eso es lo que pasa siempre, siempre pasa lo mismo, y no es culpa de nadie. Estamos en un país ocupado, en medio de una guerra, y todo el mundo tiene algún problema, un favor que pedir a cambio de denunciar a un huido. Yo no sé lo que será de mí, Anita, adónde iré a parar, cuándo podré volver, no lo sé. Y tú no puedes seguir así. Si no quieres aprender por ti, aprende por mí. Para que cuando me vaya, por lo menos sepa que he hecho algo por ti.

—Tú ya has hecho mucho por mí —protestó ella, sacudiéndose de su abrazo para mirarle, pero al día siguiente volvió con los cuadernos.

¿Y los deberes? Ignacio la recibía con la misma pregunta todas las tardes y Anita se encogía de hombros, sonreía, no he tenido tiempo de hacerlos. ¡Ah!, ¿no?, él fingía extrañarse, ¿y por qué? Es que tengo un novio que cunde mucho, explicaba ella y los dos se echaban a reír. Luego se sentaban juntos a la mesa de la cocina, la alumna a hacer palotes y redondeles, el maestro a mirarla con la sonrisa embobada que afloraba a sus labios mientras la veía hacer cualquier cosa.

Él había rellenado los cuadernos rayados con letras, sílabas, diptongos, palabras partidas y después enteras, frases sencillas que ella aprendió a descifrar muy deprisa, porque aprendía por Ignacio, para Ignacio. Se esforzaba por complacerle también en eso, sobre todo ahora, después de que él mismo hubiera marcado los plazos del futuro, aquellas palabras terribles que pronunció con el acento más tranquilo, no sé durante cuánto tiempo más podré seguir aquí, para que estallaran en su conciencia como un disparo capaz de partirla por la mitad. Entonces empezó la cuenta atrás, y el tiempo que se les escapaba, que se escurría por el mismo agujero por el que lo habían perdido todo, la derrota, el exilio, la guerra, se convirtió en algo precioso, lo más valioso que Anita Salgado Pérez había tenido en su vida, y nunca, ni siquiera en el día ya remoto de su crimen, había sentido una angustia semejante a la que le robaba el aliento cada tarde, en el instante de meter la llave en la cerradura de la puerta, y nunca, ni siquiera en los días lejanísimos de su infancia apacible en un pueblo pequeño, rodeado de montes, había experimentado un júbilo comparable al que le llenaba la boca de azúcar cuando lo veía apoyado en el fogón, los brazos cruzados y la pregunta maliciosa de todas las tardes, ¿y los deberes?

Ella ya no le contestaba con palabras. Si estaban solos en la cocina, se lanzaba sobre él como la muchacha desesperada que en aquel instante acababa de dejar de ser, y si alguien más estaba cerca, lo empujaba dentro de la despensa con cualquier pretexto para abrazarle hasta quedarse sin fuerzas, para besarle hasta quedarse sin besos. Luego se sentaba a su lado a la mesa de la cocina, fruncía el ceño, y reconocía en voz alta las sílabas que él iba señalando con el dedo, A-ni-ta es u-na man-za-ni-ta, y se echaba a reír, y le miraba, y se daba cuenta de que nunca había sido tan feliz, y de que esa felicidad dolía, porque ya no tenía nada que ver con el romanticismo de las frases bonitas ni con la romántica inflamación del deseo de un fugitivo. Aquello era mucho más grande, más profundo. Era lo que estaba detrás de la belleza, de la emoción, de la elocuencia, y era tan fuerte, tan poderoso, que la despertaba en mitad de la noche con un sobresalto brutal como una premonición de la muerte. Entonces, al verle dormir a su lado, sólo podía pensar en una cosa, mañana quizás no lo tendré, mañana se habrá ido, mañana estaré sola en esta cama… Cada minuto pesaba, cada minuto importaba, cada minuto se dilataba hasta proyectarse en los límites de una eternidad pequeña, personal, hasta que Anita perdía la calma, y la cabeza, y se encaramaba encima de Ignacio para despertarle, para entregarse a él con avidez, una determinación incondicional y furiosa que le permitía quedarse dormida otra vez, sólo unas horas, antes de afrontar la incertidumbre de una despedida ambigua, hasta luego, hasta luego, que inauguraba una jornada más del sufrimiento sordo, cotidiano, que también, aunque eso sólo lo comprendería después, era la felicidad para ella.

Hasta que una tarde primeriza de junio no le encontró en la cocina. No pudo verle, no pudo tocarle, no escuchó su voz. Nadie le preguntó por los deberes, nadie la estaba esperando, sólo el cuaderno, abierto por la página que debería haber completado aquel día, delante de p y b se escribe siempre m, y debajo, en el lugar que ella tendría que haber rellenado con su lápiz torpe, vacilante aún, una frase imprevista, escrita en una letra elegante, airosa, difícil de leer, una letra de señor, te quiero, Anita, y la firma, sólo su nombre, Ignacio, sin rúbrica alguna. Entonces, antes de que hubiera logrado descifrar aquel mensaje, la madre del fugitivo fue a reunirse con ella desde el comedor y le contó sólo una parte de la historia.

—Se ha ido. Ha tenido que irse, porque… La vecina de abajo, Madame Larronde, ya la conoces, vino a verme esta mañana, para avisarme de que su cuñado estaba pensando en denunciarle. Como por las ventanas del patio se ve todo…

—¡Ay! —Anita abrió mucho los ojos y se tapó la boca con las dos manos, pero hacía falta mucho más que eso para que María Muñoz perdiera los nervios aquella tarde.

—Yo le he dicho que no se marchara, que iríamos a hablar con ese hombre, que le ofreceríamos dinero, no sé, algo habríamos podido hacer, pero no ha querido quedarse, me ha dicho que no estaba dispuesto a que corriéramos ningún riesgo por él…

Prefirió pararse ahí, liberar a Anita de los argumentos de su hijo, ese miedo que no quiso compartir con nadie y se guardó para ella sola hasta el final de la guerra. Es demasiado peligroso para todos, mamá, para vosotros pero también para mí. Ésa había sido la verdadera respuesta de Ignacio. Si me voy, puedo intentar presentarme voluntariamente en mi compañía. Me arrestarán, me meterán en un calabozo, y luego volveré al trabajo, no me pasará nada peor. Pero si me cogen los vichystas, me mandarán a Alemania, y los nazis me encerrarán en un campo de concentración de los suyos. Yo ya sabía que iba a pasar esto, mamá, y sé lo que tengo que hacer, no te preocupes…

María Muñoz no le contó a Anita esa parte de la historia porque estuvo con su hijo hasta el final, porque le vio entrar en la despensa, salir con aquel cuaderno, escribir en él, dejarlo abierto encima de la mesa de la cocina antes de marcharse, y cuando ya había bajado dos escalones, subir otra vez para hacerle un último encargo. Cuídame a Anita, mamá, le había pedido, mientras volvía a besarla, a abrazarla, cuídamela. Por eso no le contó nada más, y se quedó mirándola en silencio, desde la impotencia de saber que no podía hacer nada por ella, que nunca se le ocurriría nada que decir para consolarla, para consolarse a su lado. Eso sólo lo lograría Paloma, a quien un repentino impulso de su antigua compasión devolvió a la vida aquella noche, muy tarde. Todos se habían acostado ya excepto Anita, que no había querido levantarse de la mesa de la cocina ni siquiera para cenar, y seguía allí, mirando su cuaderno con los ojos muertos cuando su compañera de trabajo tapó las palabras de Ignacio con una fotografía que no había visto nunca.

—Mira —le dijo, señalando aquella imagen dorada, brillante—, ésta es una foto de mi familia el día de mi boda. Entonces, hace ocho años, teníamos tres hombres jóvenes, ¿ves? A éste —y acarició con la yema del dedo índice el rostro moreno y sonriente de su marido— me lo mataron. A éste —y señaló a su hermano Mateo, casi tan elegante como el novio, con un frac inmaculado, una gardenia blanca en el ojal— también. Éste —y se detuvo por fin en Ignacio, un chico no muy alto pero con las piernas desproporcionadas, demasiado largas para su estatura, casi un niño embutido en un traje de persona mayor— no puede morir. Éste va a vivir, ¿comprendes?, porque no pueden matarnos a los tres, es imposible. Eso se llama cálculo de probabilidades —en ese momento, por fin, Anita levantó la vista hacia ella y la miró—. Cuando acabes la cartilla, dile a mi hermano que te enseñe matemáticas.

Anita sonrió a Paloma, y volvió a sonreír al contemplar la cara próspera y alegre de los Fernández Muñoz, esa familia de la que sólo conocía la cruz. Sonrió al ver a los padres, mucho más jóvenes de lo que podía imaginar, Mateo con pelo y bigote, el pulgar de la mano derecha dentro del chaleco por el que asomaba la cadena de oro de su reloj, María risueña y elegantísima, con joyas en los dedos, en las muñecas, en el cuello. Sonrió al ver a los novios, ella tan guapa que casi daba miedo mirarla, él tan feliz como si no hubiera nadie que lo supiera mejor. Sonrió al ver al hermano mayor, serio y presumido, a la hermana pequeña, incómoda en su vestido de señorita, y sonrió también, sólo un momento, al mirar a Ignacio.

—¿Puedo quedarme la foto? —le preguntó a Paloma cuando estaba a punto de venirse abajo otra vez.

—Bueno —concedió ella, y la besó en la cabeza—, pero sólo esta noche. Mañana me la devuelves.

Esperó a quedarse sola para mirar otra vez a aquel muchacho de dieciséis años, que le parecía tan joven como si ella misma guardara una memoria muy lejana de esa edad. ¿Dónde estarás ahora?, se preguntó, y sintió el mordisco de una soledad más cruel que la orfandad, pero aquella herida le dolió menos que las agujas clavadas en todas las respuestas que podía imaginar a la pregunta que la atormentaría a partir de aquella noche, ¿dónde estarás ahora, Ignacio, dónde estarás?

Él estaba en una especie de calabozo improvisado al fondo de un barracón y bastante contento, porque todo le había salido bien. Había llegado a la fábrica de neumáticos sin contratiempos, se había encontrado con que su grupo no había cambiado de destino, y hasta le había dado tiempo a abrazar al obrero asturiano al que había transferido sus responsabilidades políticas en el instante de fugarse, antes de presentarse ante el director de la fábrica.

—¿Pero de dónde sales tú, macho? —le preguntó Amadeo en medio del abrazo, con su acento lluvioso y cantarín—. Joder, si parece que vienes de pasar dos años en un balneario…

—Ya te contaré —Ignacio sonrió, como si pudiera mirarse en el asombro de su amigo—. ¿Cómo están las cosas por aquí?

—Peor que por allí, seguro —el asturiano se rió—, pero, por lo demás, igual que antes.

Eso significaba que el director seguía siendo el mismo comandante militar sin ganas de complicarse la vida cuya situación, aquel empleo miserable, casi incompatible con su edad y graduación, revelaba además que, pese a su indudable integración en el nuevo régimen, no sentía una excesiva afinidad con los criterios del gobierno colaboracionista. Tal vez por eso, nunca había asumido la responsabilidad de enviar a los reclusos que estaban a su cargo a una muerte segura en un campo alemán, e Ignacio no fue una excepción. ¡Ah, los españoles!, se limitó a reflexionar en voz alta, después de escucharle, en un tono que indicaba cansancio, fastidio, y nada más grave. Como si no tuviéramos bastante con los alemanes, se nos vienen encima ustedes, los españoles… ¿Qué habremos hecho los franceses para merecernos a nuestros vecinos? Ignacio podría haber contestado a esa pregunta, pero prefirió quedarse callado y fue derecho al calabozo en premio por su silencio. Y allí, en el escenario de su antiguo desamparo, se dio cuenta de que Anita estaba con él, y nunca volvió a sentirse tan solo como antes.

Contaba con una ventaja que ella no tenía, porque podía imaginarla, calcular el ritmo cotidiano de su vida, situarla en un lugar concreto, entre personas con un rostro y un cuerpo conocidos, y sabía en qué taza desayunaba, en qué orden se desnudaba, qué le gustaba comer, cómo se lavaba la cabeza en la pila de la cocina. Cada día de los que pasó en el calabozo y de los que vinieron después, fueron tan iguales entre sí como distintos de los que había vivido antes, porque al despertarse recordaba los despertares de Anita, y antes de dormirse recordaba a Anita dormida, y en cada paso que daba, veía a Anita andar, pararse, moverse por la casa, y esa imagen dotaba a su propio tiempo de peso, de sentido.

Si hubiera podido verla de verdad, habría estado muy contento y aún más orgulloso de ella, porque su novia se había entregado a la devoción del cálculo de probabilidades como si fuera la estampa de una Virgen milagrosa, y al amparo de las matemáticas, se sacudió tan pronto el veneno perezoso y estéril de la autocompasión, que al día siguiente del que había perdido llorando su partida, al volver del trabajo, fue a buscar sus cuadernos, los abrió sobre la mesa, y le dijo en voz alta al aire de la cocina desierta, voy a hacer los deberes. Entonces dibujó un cuadrado alrededor de la última frase que él había escrito, y en el espacio restante copió cinco veces, delante de p y de b se escribe siempre m, y al lado, en la página contigua, fijándose tan bien en las palabras que comprendía como en las que no, empate, combate, ampuloso, émbolo, compás, ambos, campo, tumbos, pompa, bombo, ampolla, sombrío, una vez, y otra, y otra más. Delante de p y de b se escribe siempre m, te quiero, Anita. Ésa fue la primera frase que escribió cuando llegó a las hojas en blanco que estaban al final del cuaderno, antes de copiar las que él había escrito sobre las rayas simples para enseñarle a leer y hacerla reír al mismo tiempo, Anita es una manzanita, Anita es un bombón de chocolate, Anita es terca como una mula, Yo estoy loco por Anita, Te voy a comer a besos, ¿Y tú qué haces por las noches, Anita?, Deja de leer y vámonos a la cama de una vez. Cuando terminó de copiarlas todas, ya se había dado cuenta de que estaba engordando.

Estaba engordando y no quería ni pensarlo, pero aunque no lo pensara, estaba engordando igual. Al principio no le dio importancia, porque se encontraba bien, con mucho apetito y mucho sueño, pero sin ascos ni ganas de vomitar. Su hermana mayor contaba los embarazos por la repentina repugnancia que le inspiraba el café con leche del desayuno. Ella ni se acordaba de cuándo había tomado café por última vez, pero esa especie de asquerosa amalgama de cereales tostados que mezclaba con la leche todas las mañanas, le sentaba tan bien como antes de conocer a Ignacio. Y la regla, pues ya se sabe, se decía a sí misma, la regla se vuelve loca con los disgustos, así que cualquier día de estos, me baja y adiós. Pero su cintura no se quería enterar, su cintura no se enteraba y sus pechos se habían vuelto igual de tontos, y crecían, y le dolían, y cada mañana le costaba más trabajo abrocharse la falda, hasta que un día ya no pudo abrochársela más. Y ese día, por la tarde, al volver a casa, se sentó en la cama y se echó a llorar.

—Pero ¿qué te pasa, hija mía? —al escucharla, María Muñoz entró en la despensa con la alarma pintada en los ojos, y se sentó a su lado mientras se sujetaba el pecho como si se lo acabaran de abrir en canal—. ¿Has sabido algo? ¿Has tenido noticias de…?

—No, no es eso.

—Menos mal —y María se recorrió la cara con las manos dos veces, primero hacia arriba, luego hacia abajo, las palmas abiertas como si pretendiera borrar sus rasgos y volver a colocarlos después, cada uno en su sitio—. Menos mal, porque… —y sólo en aquel momento se dio cuenta de que no entendía nada—. Pero entonces, ¿qué te pasa?

—Nada —Anita volvió a hacer un puchero pero logró seguir hablando, aunque todavía no se atrevió a mirarla—. Estaba pensando que… Hay que ver, María, qué mala suerte has tenido con Ignacio, ¿verdad?

—¿Mala suerte? Pues no, yo no creo que… ¿Qué quieres decir?

—No sé… Primero, en Madrid, con la mujer esa, que hablaba tan mal, ya sabes… —espió con el rabillo del ojo la cara de su interlocutora y comprobó que su expresión seguía anclada en una perplejidad imperturbable—. Y ahora aquí, conmigo.

—¿Contigo? —María Muñoz creyó que estaba intentando confesarle a destiempo una relación que todos en aquella casa habían descubierto cuando empezó, y la abrazó mientras se echaba a reír—. Pero si yo te quiero mucho, Anita, muchísimo. No te preocupes, nunca he pensado que te parezcas a aquella mujer.

—Pues no creas, que en algo sí que me parezco, María… Me parezco, porque… —se deshizo del abrazo y por fin miró a la madre de Ignacio a los ojos—. Pero yo me voy, no te preocupes. Me voy ahora mismo. Recojo mis cosas, vuelvo a la pensión, y luego… —se dio cuenta de que ella seguía sin entender al ver que la miraba con el ceño fruncido, el mismo gesto de preocupación que habría dirigido a cualquiera de sus hijas—. Luego, cuando nazca el niño…

María Muñoz se la quedó mirando con los ojos muy abiertos. Después chilló, volvió a taparse la cara con las manos y se balanceó sobre la cama, adelante y atrás, varias veces.

—Yo lo siento mucho, ya te lo he dicho —insistió Anita, incapaz de interpretar la escena que estaba viendo—, lo siento de verdad, te juro que lo siento. Pero no te preocupes porque me voy a ir, yo no puedo seguir viviendo aquí, me moriría de vergüenza, yo…

—¡Ay! —su futura suegra se destapó la cara, y estaba llorando, y sonreía a la vez—. ¡Ay, Dios mío! —y volvió a abrazarla, y la besó en la frente, en las mejillas, en la cabeza, la apretó muy fuerte, y la retuvo entre sus brazos mientras pronunciaba las únicas palabras que Anita no esperaba escuchar—. Pero cómo te vas a ir, no digas tonterías, lo único que tú tienes que hacer ahora es comer bien, y dormir mucho, y pasear, tomar un poco el sol y… ¡Ay, Anita! —entonces la separó de sí, se quedó mirándola, volvió a abrazarla—, qué alegría tan grande, de verdad, de verdad, qué alegría…

Al salir de la despensa se empeñó en creer que aquella noticia sólo significaba una cosa. Todo estaba empezando a cambiar. Había llegado la hora de remontar, y remontarían. Desde aquel momento, no volvió a dudarlo. Estaba tan segura, tan contenta, que ni siquiera le molestó la reacción de su marido, que se llevó las manos a la cabeza cuando escuchó su jubilosa versión de la noticia.

—¿Pero tú te has vuelto loca, o qué? —y la miró como un padre que regaña a una niña pequeña—. Lo hecho, hecho está, y no tiene remedio, pero que encima estés contenta, ya, me parece el colmo… ¿Es que no te das cuenta de que esto es justo lo que nos faltaba?

—Sí, Mateo —contestó ella, que ya había previsto aquella pregunta y había meditado su respuesta—, tienes razón. Esto es lo que nos faltaba, es precisamente lo que nos falta —él cerró los ojos de puro estupor y ella esperó a que volviera a abrirlos—. Y sí, estoy loca, me he vuelto loca. Porque me han matado a un hijo de veintitrés años, porque tengo una hija que se ha quedado viuda a los veinticuatro, porque tengo un nieto en Madrid que ya sabe andar, y sabe hablar, y no lo conozco, porque no lo he visto nunca y a lo peor me muero sin conocerle… —al recordarlo, hizo otra pausa, más melancólica, pero se recompuso enseguida—. Claro que estoy loca, ¿quién no lo estaría? Y aparte de eso, todo me importa un pito, para que lo sepas. ¿Que no están casados?, ¿y qué? ¿Que Ignacio no sabe que va a tener un hijo?, ¿y qué? ¿Que cuando vuelva, igual no le gusta encontrárselo?, ¿y qué? Culpa nuestra no ha sido, y por lo demás… ¿Que Anita es hija de un guardia forestal, que hasta hace cuatro días era analfabeta, que hace cinco años este embarazo me habría parecido una tragedia?

—No, yo no digo eso, pero… —él intentó intervenir, pero ella no se lo consintió.

—¿Pero qué? —gritó, antes de comprender que no era su marido quien merecía sus gritos—. Ahora no soy la que era hace cinco años, Mateo. Ahora me equivoco mucho menos, y todo lo demás me da igual. Ahora, lo único que me importa es mi nieto, tu nieto, y me importa su madre, nada más. Porque yo no puedo seguir perdiendo a mi familia, no puedo seguir enterrando a la gente que quiero, no puedo consentir que me nazca otro nieto al que no voy a conocer. Eso no puedo soportarlo, ¿es que no lo entiendes? Antes me moriría. Prefiero morirme…

Mateo Fernández ya miraba a su mujer de otra manera. Ella se dio cuenta y volvió a la carga con un acento distinto, dulce y risueño.

—Esto es una locura, no te digo que no, porque vivimos en un país extranjero, sin dinero, en medio de una guerra, lo sé, y es una locura, pero también es una oportunidad, Mateo, piénsalo. Esto es un principio. Todavía no sé muy bien de qué, pero sé que será mejor que lo que hemos pasado, y que es un principio…

Antes de meditar su propia respuesta, él sacó del fondo de un cajón los últimos francos que había podido guardar de aquellos duros de plata que cambió al llegar a Toulouse, los únicos que le quedaban cuando encontró un empleo de profesor de matemáticas en una academia, y se los dio a su mujer. Luego, durante la cena, se quedó mirando a la madre de su nieto y sonrió.

—Hazme un favor, Anita, trae un varón —le dijo—. En esta casa ya hay demasiadas mujeres.

—Yo preferiría una niña —murmuró ella—, por lo del cálculo de probabilidades y eso…

—No seas tonta, mujer —Paloma se echó a reír, y todos se dieron cuenta de que hacía mucho tiempo que no la veían reírse—, eso no tiene nada que ver.

Fue un varón, y nació en enero de 1943, un par de semanas antes de que su padre volviera a escaparse de aquella fábrica de neumáticos a la que ya no volvería y donde cada noche, durante todos los meses que duró el embarazo de Anita, había recordado la cintura estrecha, las caderas redondas, la ingrávida perfección de los pechos adolescentes de esa mujer que seguía estando a su lado pero no le estorbaba para dedicarse a otras cosas. Cuando su hijo ya empezaba a abultar el vientre blanco y liso, compacto y suave, que él seguía viendo cada vez que cerraba los ojos, Ignacio Fernández Muñoz encontró una nueva ocasión de rescatar su vieja audacia de hombre de acción, y se entregó a los sabotajes con el mismo entusiasmo que había puesto antes en las fugas. La ocupación nazi de la antigua Francia de Vichy indicaba que las cosas estaban cambiando, y la novedad acabó por afectar también al director de la fábrica de neumáticos, que fue relevado por su ineptitud para atajar los continuos parones de la producción en un momento difícil para el ejército ocupante. Pero la culpa no la tenía él, sino el número indeterminado de destornilladores que resbalaban misteriosamente de los dedos de los trabajadores extranjeros, en una nave donde las deficiencias auditivas del personal florecían con el mismo misterioso rigor.

—Se me ha caído el destornillador —oía gritar Ignacio en español, en la voz del hombre acordado, en el momento previsto.

—¿Qué? —preguntaba otro, llevándose a la oreja la mano derecha.

—Que se me ha caído el destornillador —repetía su interlocutor, con mucha calma, y ya se reían entre dientes todos los que estaban cerca—. Que pares la máquina, que se va a joder.

—¿Qué? —volvía a preguntar el principal destinatario de los gritos, mientras se señalaba las orejas con los dedos—. No te oigo…

Entonces la máquina se paraba, el comandante se enfurecía, los responsables iban al calabozo y, de propina, Ignacio y Amadeo también, aunque no hubieran intervenido en el accidente que había vuelto a dejar sin repuestos a los camiones del ejército alemán. El castigo no les importaba. Todos recordaban la leyenda de aquella bomba que no estalló al caer sobre las líneas republicanas en el frente de Guadalajara, y la emoción legendaria del artillero que la desmontó por curiosidad, para encontrar dentro un papel escrito en un español sólo aproximado pero más que legible, camaradas, las bombas que yo armo, no explotan. La guerra de España había sido la guerra de un anónimo obrero alemán, y esta guerra era también la suya. El castigo no les importaba, no les importó hasta que llegó un nuevo director que endureció las penas, colocó vigilantes en la nave, y cuando comprobó que ni siquiera eso era bastante, anunció que los saboteadores serían entregados a las fuerzas de ocupación sin trámite intermedio alguno. Aquella amenaza no les hizo desistir, pero les obligó a ir con más cuidado. Por fortuna, para aquel entonces, el Pasiego estaba a punto de descubrir un procedimiento ideal para inutilizar la planta entera.

—Se trata sólo de aflojar dos tornillos —les explicó muy ufano—, poco a poco, poco a poco, durante una semana, más o menos. Así se va forzando el rozamiento del eje, y un par de días después, cuando se rompa solo, se aprietan los tornillos otra vez, en un momento, y ya está.

Ignacio y Amadeo se miraron el uno al otro, sin saber qué decir.

—Y ya está, ¿qué? —preguntó el asturiano después de un rato.

—Hay que ver, qué brutos sois, no entendéis nada… —aquel mecánico extraordinario, del que dos guerras seguidas habían hecho un experto en sabotajes, meneó la cabeza antes de dar más detalles—. Lo mejor es que no se nota, ¿estamos? Nunca sabrán lo que ha pasado, pero la fábrica se va a parar igual.

A su debido tiempo, el eje se rompió solo y la fábrica se paró, pero el Pasiego no podía encargarse de apretar los dos tornillos a la vez, y cuando el director empezó a chillar, todos se dieron cuenta de que el chico al que le había encargado la otra mitad del trabajo estaba pálido, tembloroso, muerto de miedo. Entonces fue Amadeo quien tuvo una idea brillante.

—Esta noche nos largamos —le dijo a Ignacio mientras todos formaban de pie en la nave, esperando a que llegaran los técnicos—. Esta noche o cuando se pueda, el Pasiego, tú y yo, porque ese imbécil va a cantar, tan cierto como que mi madre se llama Eusebia…

Años después se enterarían de que, aunque la madre de Amadeo se siguiera llamando Eusebia, el chaval no había cantado, pero se había chupado año y medio en un campo alemán gracias a la confesión espontánea, gratuita y tardía, del último de los trabajadores de la fábrica de quien habrían sospechado que fuera un delator. Aquel día, cuando Amadeo pronunció su frustrada profecía, Ignacio no sabía eso, y tampoco que el hijo de Eusebia había descubierto un ángulo ciego, medio metro escaso de alambrada que no se veía desde ningún sitio, y que, desde hacía meses, se dedicaba a planear su fuga con el mismo mimo que él ponía en recordar a Anita. Cuando el ingeniero dictaminó que las marcas de rozamiento en los extremos partidos del eje hacían suponer que la pieza, defectuosa, se había desgastado sola hasta romperse, los mandaron a los barracones mientras la dirección decidía qué hacer con ellos, pero Ignacio y el Pasiego prefirieron no esperar a conocer esa decisión. A las cuatro de la mañana salieron detrás de Amadeo por el agujero que acababa de abrir en la alambrada con unos alicates que ya tenía muy localizados antes de esconderlos en una de sus botas aquella misma tarde, cuando la máquina empezó a echar humo, por si las moscas, les dijo. Eso era mucho más fácil que encontrar un lugar donde esconderse, pero Amadeo también tenía una dirección de seguridad.

El partido les dio a elegir. Dos podrían viajar hasta Foix con papeles falsos, como empleados del camarada francés que les llevaría en un camión hasta la explotación forestal donde se unirían a la guerrilla, y el otro tendría que quedarse en Toulouse hasta que se les ocurriera qué hacer con él. Ignacio estuvo a punto de decir que se quedaba, pero el Pasiego se le adelantó porque ya tenía más de cuarenta años, demasiados para andar dando tumbos con un fusil, y lo suyo no era la guerrilla, sino los sabotajes. En el monte no hay tendidos eléctricos, arguyó, e Ignacio no encontró nada que objetar a eso. En el último momento, tampoco se atrevió a pedirle al conductor que entrara en la ciudad para pasar por delante de la casa de sus padres antes de marcharse, dos noches después de la de su fuga. Si lo hubiera hecho, quizás habría visto encendida la luz de la habitación de sus hermanas, donde se había instalado Anita con el niño, que todavía se despertaba cada tres horas.

Cuando lo vio agarrarse al pecho de su madre, sus mejillas diminutas ahuecándose a intervalos regulares, la piel pálida, casi transparente, de su rostro coloreándose por el esfuerzo de mamar, su abuela María sintió un instante de paz tan profundo que llegó a olvidarse hasta de su propio hijo. Que venga bien, había pensado hasta entonces en todos los momentos de todos los días, que venga bien, y miraba a Anita, su cuerpo de muñeca, tan estrecho, tan menudo, y volvía a decírselo mientras echaba de menos a ese Dios traidor, implacable mecenas de sus enemigos, cuyo nombre tanto mencionaba pero al que ya no le rezaba nunca. Que venga bien, por favor, que venga bien y que se agarre al pecho, que se agarre, porque si no… Los hospitales, los médicos, las enfermeras, las nodrizas, los biberones, se habían hundido con su mundo, con los placeres y cuidados de aquella vida de mujer feliz y bien casada que apenas recordaba, y ya sólo podía confiar en su nieto, sólo podía creer en él, que vino bien, y nació solo, y se lanzó a mamar con tanta decisión como si el mismo día de su nacimiento hubiera comprendido que su abuela jamás podría recuperarse de lo contrario. Sólo eso, los gramos que ganaba todos los días y la velocidad a la que la ropa se le iba quedando pequeña, sostuvo a María Muñoz cuando sacó del buzón aquel sobre tan raro, con un remite del Servicio Exterior para los Refugiados Españoles. ¿Y qué querrán estos ahora?, se dijo, para encontrar dentro una carta donde Ignacio les comunicaba que estaba bien, que ahora vivía en el campo, al aire libre, y que tenía un trabajo que le gustaba mucho, porque era parecido al que había encontrado siete años antes, en Madrid, aquel otoño que hizo tanto frío, ya os acordaréis…

Dentro de aquel sobre había otro sobre, y en su interior, otra carta que era sólo para Anita. Ella sonrió al leer el encabezamiento, previsible, vulgar, tan prosaico como las preocupaciones de las personas que no sólo están vivas, sino también dispuestas a seguir viviendo, querida Anita… Ignacio no escribía tan bien como su cuñado, no se le ocurrían frases tan bonitas, palabras tan dulces, lamentos tan intensos, tan románticos, pero sabía contarle que la quería, que la echaba mucho de menos, que pensaba en ella a todas horas, que no podía soportar ni siquiera la idea de que mirara a otro hombre, que estaba enamorado de ella como nunca se había enamorado de nadie, que le creyera, que le esperara, que iría a buscarla cuando pudiera, y que no podía imaginar lo importante que era para él tener la oportunidad de decirle todo eso.

—¿Qué haces, Boquerón? —acababa de llegar a Ariège, pero ya se había acostumbrado a llamar a Perea por su nombre de guerra, cuando se lo encontró un atardecer, sentado en el suelo, escribiendo en una hoja de papel apoyada encima del macuto.

—Pues escribir —y le miró como si fuera tonto—. ¿Qué voy a estar haciendo?

—Pero… —Ignacio buscó la manera de explicarse mejor—. ¿Escribes a casa?

—Claro.

—¿Y cómo lo haces?

—Pues, verás… —Aurelio se echó a reír, levantó en el aire el lápiz que sostenía en la mano derecha y la hoja de papel que sujetaba con la otra mano—. Se coge un lápiz, ¿ves?, y un papel, así, y entonces se pone el lápiz encima del papel y se hacen unos dibujitos que significan, querida Rafaela…

—No —Ignacio aceptó la burla con una sonrisa—. Lo que quiero saber es cómo mandas las cartas… —entonces por fin lo comprendió, y se contestó a sí mismo—. Con los enlaces.

—Mayormente —Aurelio volvió a reírse de él—. Yo les doy las cartas y ellos las meten en un sobre, les ponen un sello, se las dan a alguno que vaya a Marsella, o a París, y allí, el que sea, las echa en un buzón. Ya sé que parece complicado, pero si te esfuerzas, tú, con lo leído que eres, seguro que lo entiendes.

—¿Y el remite?

—Pues eso, según… Hay quien se inventa un nombre español, quien se inventa un nombre francés… Yo pongo el nombre del SERE, que me parece menos sospechoso, y lo que me invento es una dirección, cada vez una distinta, Rue du Pont, Rue Dumas, Rue de l'Opéra, en fin, lo que se me ocurre… No podemos escribir mucho para no llamar la atención del cartero, pero le mando a mi mujer una carta cada seis meses, más o menos. Así, aunque no pueda contestarme, por lo menos ella sabe que sigo vivo.

Entre febrero de 1943 y septiembre de 1944, Ignacio Fernández Muñoz escribió a casa de sus padres tres veces, siempre dos sobres con dos cartas distintas, una para su familia, otra para Anita. La primera era cada vez más corta, porque como no podía contarles nada de lo que hacía en realidad, se limitaba a tranquilizarles a base de mentiras piadosas, poco elaboradas. La segunda era cada vez más larga, porque el paso del tiempo le torturaba con la posibilidad, más y más verosímil a medida que se sucedían los días, las semanas, los meses, de que ella encontrara a otro hombre, tranquilo y sensato, manso y pacífico, de los que vuelven a dormir a casa todas las noches. Él ya no podía vivir sin Anita e intentaba explicárselo, pero nunca encontró las palabras justas para contarle lo que ella significaba para él, una burbuja caliente y placentera, aislada del suelo donde dormía, del frío que le despertaba de madrugada, de las latas de sardinas que comía y del fusil del que jamás se separaba. Un mundo aparte, donde se sentía protegido y feliz, entero y a salvo, cada vez que tenía un minuto libre, porque todos sus minutos libres iban a parar al mismo lugar, esa cámara secreta de paredes transparentes, sonrosadas, impermeables al dolor, al miedo, a la guerra, que era Anita y era amor, y era a la vez algo mucho más vital, más grande, e importante y necesario que el amor, como aquella antigua fe que le había importado más que seguir vivo.

Intentaba contárselo, explicárselo, pero no podía. Pienso en ti a todas horas, escribía, antes de quedarme dormido y después de despertarme por las mañanas, y en todo el tiempo que pasa entre medias sigo pensando en ti, y era verdad. Era tan cierto que ni siquiera dejó de pensar en ella durante aquella bendita madrugada en la que logró meterle una bala en la nuca a un comandante de las SS, tan comandante como el cabrón aquel de Albatera. La emoción turbia, feroz, que sintió al verle caer se llamaba Carlos, se llamaba Mateo, pero sólo un instante después, a destiempo, como siempre, se dio cuenta de que aquella noche podrían haberle matado sin que Anita se enterara, y de que nunca habría podido volver a verla durmiendo de perfil, con las piernas dobladas y la mano derecha contra la boca. Entonces se dio cuenta de que ya no le daba lo mismo vivir o morirse, y se alegró mucho de seguir estando vivo.

Habían salido a recoger uno de esos cargamentos de armas que parachutaban los aliados, pero antes de que les diera tiempo a llegar arriba, muy cerca aún de la carretera y del aserradero donde trabajaban, recibieron el regalo de aquella pequeña expedición alemana que se había quedado aislada, rezagada quizás del convoy del que formaba parte o sencillamente perdida, cuando su camión tuvo una avería.

—A lo mejor, se les ha pinchado una rueda de las que hacíamos nosotros —susurró Amadeo, pero él no le contestó porque estaba demasiado ocupado en convencerse de que lo que estaba viendo sucedía de verdad.

—Van a cenar —dijo entonces Moreno, el jefe del grupo, madrileño como Ignacio.

—Justo —contestó él—. Es increíble que hayamos tenido tanta suerte —y no quiso darse cuenta de que su paisano se le quedaba mirando como si no le entendiera.

—No podemos hacer nada —le advirtió expresamente—, las órdenes son muy claras. Si no hay condiciones, no hay parachutaje, así que volvemos al campamento.

—¡Y una mierda vamos a volver!

Hablaban entre dientes, resguardados detrás de unas peñas, tan cerca del lugar que los alemanes habían escogido para hacer una hoguera y sentarse alrededor, que Ignacio sentía cómo le quemaba el dedo sobre el gatillo del fusil. A cambio, la sangre se había helado dentro de sus venas, y la blancura cegadora de las certezas estaba abriendo ojos en su nuca, en sus sienes, en sus orejas, mientras iluminaba ya todo el tablero.

—Vamos a ir a por ellos —anunció entonces, tan tranquilo que ni él mismo lo entendía.

—No —contestó Moreno.

—Sí.

—No —volvió a escuchar—, y te recuerdo que yo estoy al mando.

—¿Al mando? —la mirada de medusa, cargada a partes iguales de asombro y de desprecio, que Ignacio Fernández Muñoz dirigió a su oponente desde una altura muy superior a la de su estatura, abrió un silencio compacto, expectante, que nadie se atrevió a deshacer antes de que él mismo contestara a su pregunta—. Al mando estoy yo, porque soy capitán, y tú no eres más que un jodido sargento chusquero que está cagado de miedo, por cierto.

Luego, sin esperar respuesta, se dirigió a los que ya eran sus hombres, Aurelio, Amadeo, Nicolás el Turronero, que era de Reus, y el Niño, que se llamaba Salvador y había nacido cerca de Orihuela, y les dio instrucciones en un murmullo escueto, firme, tan sereno como si pretendiera explicarles las reglas de un juego de mesa.

—Vamos a ir a por ellos, porque somos menos, pero nosotros estamos a cubierto y ellos no, lo entendéis, ¿verdad? —y esperó a que todas las cabezas asintieran antes de seguir—. Va a ser igual de fácil que acertar a los monigotes de una barraca de feria, pero primero hay que aguantar, asegurar el tiro, repartirse los blancos, y que nadie dispare hasta que yo lo diga…

—¿Qué decís que habéis hecho?

Cuando llegaron a la granja donde les esperaban los responsables de la Resistencia en aquel sector, cosecharon una impávida colección de miradas perplejas en lugar de los brindis y los abrazos que se habían ganado.

—Once bajas y dos prisioneros —repitió Ignacio, hablando en francés, muy despacio—, y hemos capturado un camión con armas y municiones, dos motos y un carro de combate. Tenían también un jeep, pero hemos tenido que dejarlo allí porque sólo éramos seis y nos faltaba un conductor, aunque si queréis, podemos volver ahora a buscarlo.

—¿Un carro de combate? —repitió uno de los franceses, como si se hubiera quedado atascado en sus orugas, y Perea, que lo vio venir, empezó a ponerse nervioso—. ¿Y por dónde habéis traído todo eso?

—Pues por la carretera —respondió Ignacio, un poco cansado ya de tanta preguntita, e insistió para los suyos, en español—. ¿Por dónde coño creerán éstos que lo íbamos a traer?

Ellos le explicaron que allí las cosas no eran así, que nunca hacían prisioneros y que el tanque no servía para nada, que habría que reventarlo. Ignacio ya se lo esperaba, pero Aurelio se había puesto tan contento al verlo, ¡Boquerón, ven aquí, que te he encontrado una mula para que te vuelvas a tu pueblo!, que había cedido a sus súplicas sin mucha resistencia. Pero ¿cómo vamos a reventarlo, Abogado, con lo bonito que es?, decía mientras lo acariciaba. Y está nuevecito, míralo, sin estrenar, me estaba esperando, como quien dice. Vamos a llevárnoslo, por lo que más quieras, si son las tres de la mañana y de aquí al camino de tierra no hay más que dos kilómetros, ¿quién nos va a ver? Y si nos sigue alguien, le hacemos frente, total, por ametralladoras no será, ¿tú has visto lo que hay en ese camión?

—Ha sido una imprudencia —reconoció Ignacio—, pero sin imprudencias no se ganan las guerras.

Su audacia no convenció a los franceses. El ataque de furia del Boquerón, que se lanzó como una fiera contra las solapas del primero que pilló, cuando se enteró de que pretendían dejarle sin su mula, fue más efectivo.

—¿Qué vas a reventar tú, eh, qué vas a reventar tú? ¡Listo! Mi tanque no, ¿te enteras? —y lo levantó en vilo sin dejar de gritar, ni reparar tampoco en que su víctima no entendía ni una palabra de lo que le estaba diciendo—. Con ese tanque voy a cruzar yo la frontera, ¿me oyes?, con ése me vuelvo yo a mi pueblo, así que mucho ojo… ¡Y el tanque, ni tocarlo!

Aquella madrugada, como si el Ejército de Levante no se hubiera disuelto jamás, Aurelio Perea condujo el tanque por el camino de tierra que llevaba a su campamento, donde sus compañeros sí les hicieron el recibimiento que se merecían y, al día siguiente, una foto memorable. Moreno, muy ofendido, no quiso posar, pero le perdieron de vista muy pronto, la tarde en la que fueron convocados a la granja para encontrarse allí con un oficial francés disfrazado de labriego a quien no habían visto nunca. ¿Vosotros sois los del tanque?, les preguntó en español. Cuando le dijeron que sí, sonrió antes de ofrecerles la oportunidad de incorporarse a las tropas francesas integradas en el ejército aliado. Tenemos la impresión de que aquí estáis desperdiciados, añadió luego. ¡A buenas horas!, exclamó Aurelio, tan harto como los demás de hacer de recadero. Y mientras se reía, entusiasmado por el cambio de destino pero consciente también, por una vez, de los riesgos que asumía, Ignacio volvió a pensar en Anita.

Por eso, cuando una mañana de septiembre de 1944, recorrió con la mirada el andén de la estación y no la vio, se preguntó si merecía la pena haber abandonado a toda prisa las fiestas, los homenajes, los desfiles de la Liberación, para volver corriendo a Toulouse. Había dirigido el telegrama a su nombre, para dejar claro que volvía por ella, a por ella, para que no se sintiera ajena a su familia, ni le diera vergüenza ir a recibirle con los demás. Y el telegrama había llegado, porque allí estaban ellos, su padre, su madre y María, embarazada y colgada del brazo de un desconocido, todos menos Paloma, que estaría trabajando, se dijo, todos menos Anita, de la que jamás habría pensado que ese día se le ocurriera ir a trabajar.

—¡Ignacio! —su padre gritaba su nombre y le saludaba agitando el sombrero, pero él no se movió, no dio ni un paso hacia él, y seguía mirándoles, contándoles, papá, mamá, María, ese hombre que está con María, y Anita no. Anita no.

—¡Hijo mío! —su madre se abalanzó sobre él, le abrazó, y recibió a cambio un abrazo templado, mecánico, dos preguntas y una mirada recelosa.

—¿Y Anita dónde está? ¿Le ha pasado algo?

—No. Está muy bien —María Muñoz sonreía—, en casa.

—¿Y por qué? —insistió él—. ¿Por qué no ha venido?

—¡Ignacio! —su padre llegó a su lado, le abrazó, y él le devolvió un abrazo despistado, pendiente sólo de los labios de su madre.

—Es que las cosas han cambiado un poco, hijo —pero ella seguía sonriendo—, ya te irás dando cuenta…

—¿Se ha casado? —su hermana llegó a su lado, le cubrió de besos, intentó presentarle al hombre que le acompañaba—. ¿Se ha casado con otro, mamá?

—No, ¿qué dices? —y como si pretendiera exasperarle definitivamente, su madre se echó a reír donde antes sólo había sonreído—. No se ha casado, te está esperando en casa, ahora la verás…

—Yo soy la que se ha casado —intervino María—, y quiero presentarte a mi marido. Francisco, éste es mi hermano Ignacio… Francisco es de Sonseca, en Toledo, ese pueblo donde se hacen los mazapanes, ¿sabes?

—¿Sí? —Ignacio estrechó la mano que le ofrecían, tan confundido que se encontró preguntándose a sí mismo qué cosa serían los mazapanes, y tardó un instante en recordarlo—. Pues nada, me alegro mucho de conocerte.

—Yo también. María me ha hablado mucho de ti…

Los recién casados se despidieron de él en la puerta de la estación y le dejaron a solas con sus padres y una catarata de noticias irrelevantes —¿qué te ha parecido Francisco?, María está encantada con él, le conocimos hace un año y medio, más o menos, y venía detrás de Paloma, como todos, no creas, pero se enamoró de María y estamos contentísimos, ¿sabes?, es un chico muy bueno, serio, formal, trabajador, ella se ha quedado embarazada enseguida, ya lo has visto, está de cinco meses, nos gustaría que fuera una niña— que no pretendían otra cosa que ahogar sus preguntas, pero la casa estaba cerca, y el taxi no tardó más que unos minutos en dejarles delante del portal.

—Escúchame un momento antes de subir, Ignacio —María Muñoz cogió de las manos a su hijo y le miró a los ojos mientras su marido abría la puerta—. Esto es lo único bueno que nos ha pasado desde que nos fuimos de casa, después de lo de Mateo, de lo de Carlos, procura recordarlo, lo único bueno…

—¡María! —Mateo Fernández la miró desde el interior del portal, con un gesto tan escandalizado que hasta le rejuveneció.

—¿Qué pasa? —protestó ella—. ¿Es que no puedo hablar con mi hijo?

—No, no puedes. Porque tu hijo ya es un hombre hecho y derecho, un hombre capaz de tomar sus decisiones. No necesita tus consejos, y muchísimo menos tus chantajes.

—¿Chantajes? —la mujer se volvió contra su marido—. Yo no le estoy chantajeando, sólo intento decirle lo que siento…

—¿Pero qué coño pasa? —y el hombre hecho y derecho estalló—. ¿Me queréis decir qué coño pasa aquí de una puta vez?

—No hables tan mal, Ignacio.

—Mamá…

Subieron las escaleras en silencio, y al llegar al descansillo, se encontraron con que la puerta estaba abierta. En el umbral, Paloma, alertada por sus gritos, les sonreía con un niño entre los brazos, un niño ya grande que tenía el pelo oscuro, las orejas de soplillo, y unos ojos muy negros, unos ojos grandes, dulces y melancólicos que se parecían a los ojos de Anita, pensó él, incapaz todavía de atar cabos.

—¿Y este niño?

—Es tu hijo, Ignacio —su padre le dio la noticia en un tono contenido, informativo, casi neutro, y estudió con aprensión el pasmo que acababa de congelar la expresión del recién llegado.

—Pero si es igual que tú, ¿es que no lo ves? —la abuela extendió los brazos y el nieto se lanzó a ellos con una carcajada que dejó ver sus dientes superiores, separados en el centro por una ranura idéntica a la que Ignacio Fernández Muñoz había visto durante toda su vida entre sus propios dientes—. Con el pelo negro, igual que su madre, pero por lo demás, igual que tú, la misma nariz, las mismas orejas, el mismo hueco abierto entre las paletas…

Él no dijo nada y miró a ese niño, luego a su madre, después a su padre, a su hermana Paloma, y por fin al niño otra vez. Pero si teníamos cuidado, estaba pensando, teníamos cuidado siempre, casi siempre, menos unas pocas veces, al final, cuando Anita me pillaba dormido…

—¿No te lo esperabas? —Mateo Fernández, que no tenía elementos para compartir aquellos cálculos, sonrió al verle negar con la cabeza—. Pues es bastante frecuente, ¿sabes? Suele ocurrir.

—Ten —su madre intentó ponerle a su hijo en los brazos, pero el niño se le escurrió a mitad de camino, y al llegar al suelo, corrió hacia Paloma.

—¡Pero si es papá! —le dijo ella—. Papá, ya lo sabes, hasta sabes decirlo, ¿a que sí? A ver, dilo, para que él te oiga, papá, pa-pá —al niño no le dio la gana de mover los labios y su tía se echó a reír, le besó, miró a su hermano—. Está muy mimado, como te puedes figurar…

Él todavía tardó un poco más en reaccionar, y en ese intervalo, la curiosidad pudo en su hijo más que la extrañeza. Por eso, pateó hasta que Paloma volvió a ponerle en el suelo, se acercó a él con cautela, le agarró del pantalón y levantó la cabeza para mirarle.

—Soldado —dijo, y ésa fue la primera palabra que Ignacio Fernández Muñoz escuchó de su hijo.

—¿Y mamá? —le preguntó entonces—. ¿Dónde está mamá?

—Mamá —repitió el niño, muy seguro—. Vamos, vamos…

Echó a correr por el pasillo y su padre le siguió, pero se volvió enseguida, cuando comprendió que le faltaba un dato fundamental.

—¿Cómo se llama?

—Ignacio —los tres le contestaron a la vez y su madre apostilló—, igual que tú.

Mientras seguía a su hijo por el pasillo, en los pocos metros que le separaban de la cocina, se le vinieron encima de golpe, en desorden, todas las sensaciones, las emociones que no había sido capaz de sentir desde que había entrado en aquella casa, y vivió la sorpresa de Anita en su propia sorpresa, y luego imaginó su desamparo, su angustia de muchacha sola, embarazada, su miedo, su determinación, su fuerza, y hasta tuvo ganas de echarse a reír al calcular su propio despiste, la evocación minuciosa y constante de aquel cuerpo de muñeca que tal vez ya no existía, se dijo, que quizás no volvería a existir jamás. En la cocina le esperaba sin embargo una mujer que parecía detenida en el tiempo, quieta y de espaldas frente al fogón, como si estuviera esperando a que su hijo le tirara de la falda para ponerse en marcha. El niño le anunció con voz muy clara, papá, dijo, y sólo después Anita Salgado Pérez cogió un paño, lo usó para apartar el cazo del fuego, se limpió las manos, se dio la vuelta, le miró, y él vio que era mucho más guapa, mucho más joven, y limpia, y verdadera, y deseable, y digna de su amor, y de sus mimos, de lo que había podido recordar a distancia, y en la emoción que temblaba en sus labios, en la emoción que esmaltaba sus ojos, se sintió a la vez desnudo y cobijado, y supo que por fin había vuelto a casa.

Cuando empezó a andar hacia Anita, ella había cogido al niño en brazos y estaba dejando sobre la mesa unos cuadernos muy usados, con las tapas dobladas, las páginas abarquilladas por la insistencia de sus dedos ya expertos, seguros y veloces.

—He hecho los deberes —le dijo, y parecía a punto de llorar, pero sonrió al verle sonreír.

—Ya lo veo.

Dejó al niño en el suelo para abrazarle, para besarle, y sus brazos no se cansaron, sus besos no se acabaron, sus pies se elevaron mucho antes de que él la cogiera por la cintura para sentarla encima de la mesa y seguir besándola, abrazándola más y más fuerte, para poder creer en la realidad que tocaban sus dedos, que percibían sus manos, que inundaba la piel de sus labios desentrenados y atónitos en el preciso instante en el que dejaban de ser huérfanos. Estaba tan conmovido que tardó mucho tiempo en identificar el origen del dolor pequeño y punzante que atormentaba su pantorrilla, pero cuando separó su cabeza de la de Anita y miró hacia abajo, vio a su hijo, cuya existencia se le había olvidado, y se echó a reír.

—Me está mordiendo… —dijo, mientras desprendía las horquillas que sometían el desorden de los rizos oscuros a la severa disciplina del moño.

—Sí —ella le ayudó—, es que está muy enmadrado.

Después de comer, todos se fueron de paseo y se llevaron al niño, para dejarlos solos en una cama distinta de la que Ignacio recordaba, en una habitación más grande y más cómoda, que daba a la calle. El sol que entraba por el balcón arrancaba reflejos dorados, imposibles, del pelo de Anita, y recubría su piel con un capa de caramelo, una luz melosa y delicada, pálida y exacta, que se adornaba con la pereza de sus movimientos. Entonces, Ignacio Fernández Muñoz dijo lo que tenía que decir, y no sintió que estuviera cumpliendo con su obligación, sino ejerciendo un privilegio consciente, fabuloso. Pero ella no le aceptó tan fácilmente.

—Mira, Ignacio, yo he pensado mucho en eso, y no es tan sencillo, ¿sabes? —Anita se separó de él, se recostó sobre la almohada, se puso seria—. Porque ahora todo va a cambiar, eso está clarísimo, tu padre lo dice a todas horas, que la nuestra no, pero esta guerra sí que la vamos a ganar, que ya la hemos ganado, como quien dice. Y cuando los nazis se rindan o incluso antes, a lo mejor, los aliados arreglarán lo de Franco, no les va a quedar más remedio que arreglarlo, porque él es aliado de sus enemigos, de los alemanes y de los italianos, siempre lo ha sido, ¿no? Mandó tropas a Rusia y todo… Bueno, tú no necesitas que yo te lo explique, eso lo sabe todo el mundo. Así que cualquier día los aliados invaden España, tú te vuelves a ir a la guerra, echáis a ese cabrón, todo se arregla y luego qué, ¿eh? Porque aquí las cosas son de una manera, aquí está todo revuelto y todos somos pobres, pero en casa van a ser muy distintas, ¿o no? En casa serán como antes, cada uno en su sitio. Y tú serás todo lo comunista que quieras, Ignacio, pero eres un señorito. Un señorito comunista, pero un señorito, y eso es más importante que lo otro, ya puedes decir tú que no, que te digo yo que sí. Y yo, pues… Yo, en Madrid, antes de la guerra, sólo podría haber sido la criada de tu madre, para qué nos vamos a engañar. Y ya sé que antes de venir aquí, Francisco era aprendiz en una pastelería, pero es que María es María y yo soy yo, y yo me conozco, así que, dentro de nada, cuando todo vuelva a ser como antes… A ver qué pinto yo en tu vida, Ignacio.

Anita había preparado aquel discurso con mucho cuidado y lo soltó de un tirón, como un escolar que recita una lección bien aprendida. Después, se dio la vuelta en la cama, se le quedó mirando y le vio sonreír. Se estaba comportando como si no hubiera entendido nada, pensó ella mientras le veía acercarse, abrazarla, y dejar que su sonrisa desembocara en una risa breve, acompasada con los movimientos de su cabeza.

—Hay que ver —y se reía ya a carcajadas—, eres más terca que una mula… Pero de verdad, ¿eh? En mi vida he visto nada igual…

—¿Qué pasa? —se defendió ella—. ¿Es que no tengo razón?

Él no quiso contestar a su pregunta. Se la quedó mirando, sonrió, le apartó un mechón de pelo de la cara para colocarlo detrás de una de sus orejas, y volvió a la carga, cambiando esta vez la interrogación por el imperativo.

—Cásate conmigo, Anita.

—¿Por qué?

—Por favor.

Aquella respuesta la hizo sonreír, pero todavía se resistió un poco más.

—¿Estás seguro de que no es por lástima?

—Sí. Estoy seguro de que no es por lástima.

Ignacio Fernández Muñoz y Anita Salgado Pérez se casaron en Toulouse a finales de enero de 1945. El oficiante de la ceremonia, un antiguo concejal frentepopulista que, antes de recobrar su puesto, había luchado a las órdenes del Abogado durante los últimos meses de la guerra, les hizo un regalo de bodas muy particular, al obviar la ausencia de la partida de nacimiento que la novia había solicitado por escrito media docena de veces, primero al alcalde, y después al párroco de su pueblo, sin obtener respuesta alguna. Poco después, los recién casados se trasladaron a París, y allí empezó para Ignacio la época de los reencuentros, tan anhelada durante el largo tiempo de las despedidas.

La capital francesa hervía de esperanzas, de noticias, de proyectos susurrados o gritados en español, entre risas y abrazos. En París, el capitán Fernández conoció a la novia de Amadeo, a la mujer de Aurelio, y a la de aquel zamorano que no podía dormir por las noches pensando en su suerte, y volvió a ver a muchos de sus compañeros de infortunio, del más reciente y también del más antiguo. Anduvo preguntando por Roque en vano, y se enteró de que al Pasiego lo habían matado a tiros los gendarmes mientras huía a campo través, después de sabotear un tendido eléctrico de esos que le gustaban tanto. Aquel chaval de Alicante al que llamaban el Niño había muerto también y de la manera más tonta, a manos de un francotirador vichysta apostado en un granero, que decidió morir matando mientras los libertadores de su pueblo desfilaban por las calles. Lo de Nicolás había sido peor. Él fue el único héroe del tanque que prefirió quedarse en la guerrilla, porque su mujer vivía en Ariège, muy cerca del campamento, y se arriesgaba a ir a verla de vez en cuando. En una de aquellas visitas, una patrulla alemana le sacó de la cama de madrugada, y el Turronero supo quién lo había delatado, porque el único que conocía aquella dirección era otro guerrillero que solía bajar al pueblo con él. Mientras los nazis se lo llevaban, gritó su nombre. Después fue a parar a Mauthausen y no volvió, pero su mujer jamás olvidó aquel grito. Cuando Ignacio, Aurelio y Amadeo se enteraron, anduvieron buscando al traidor para matarlo, pero nunca lo encontraron.

A cambio, una noche, en un café que frecuentaban casi a diario, el Abogado reconoció a un chico muy joven, resuelto y sonriente, que se llamaba Julio Carrión González, y era el hijo mayor de aquella mujer tan encantadora que se llamaba Teresa y había sido la maestra socialista de Torrelodones.