El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.
Así solía ser antes, así había sido siempre antes de aquella noche que suspendió las leyes físicas, que desmintió las eternas y sagradas normas del universo, que eximió al caos de la obligación de engendrar caos y a las magnitudes inmutables de serlo verdaderamente, mientras los efectos se rebelaban contra las causas y el orden infinito de todas las cosas dejaba mis pequeñas e insignificantes espaldas al descubierto.
El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.
Cuando salí de casa de Raquel amanecía, y en las aceras sucias, entre los coches mal aparcados, bajo la pálida cortina de las últimas risas, esa languideciente, voluntariosa algarabía de los trasnochadores tenaces, no encontré el menor rastro, ni una mínima, solitaria esquirla, de esa frase tan importante que había saltado en un millón de pedazos diminutos, infinitesimales, subatómicos, sin ningún dolor, ninguna resistencia por mi parte. No puedo decir que no me diera cuenta. Lo que pasó fue que me dio lo mismo. Y mientras volvía a casa andando, las impredecibles consecuencias de mi frágil pensamiento me hicieron sonreír, me hicieron compañía.
Yo no era así, ésa no era mi vida, y sin embargo nunca había estado tan vivo como entonces, cuando me quedé solo, libre no, porque mi libertad ya no me pertenecía. Se había quedado enganchada en algún lugar de una totalidad flamante, imprevista, que era tan pequeña como el cuerpo de Raquel y tan grande a la vez que acertaba a ser igual que la suma de dos partes que habían dejado de ignorarse. La interacción de A y B había pulverizado a X, lo había destrozado, lo había despojado hasta del consuelo de la teoría, había trastocado los términos de una ecuación que nunca volvería a ser la misma. La suma del todo, que era Raquel, y de una de las partes, que también era Raquel, equivalía ahora a la otra parte, que era yo y no lo era del todo, Álvaro Carrión Otero, un hombre íntegro pero mutilado de su libertad, que se había convertido en el adorno más caro y gratuito de los ojos, la cintura, las palabras de una mujer de piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común. Las manos son más rápidas que la vista, y mientras me alejaba de ella, las suyas me retenían sin rozarme, su voz me gobernaba sin hablarme, y su belleza, omnipotente también en la ausencia, ataba mis ojos con la despótica determinación de que nunca pudieran mirar a otra mujer. Y yo estaba más vivo que de costumbre, contento, y no echaba nada de menos. Ni siquiera a mi padre, o el deseo de no ser su hijo.
Me había propuesto no pensar en él y logré desenchufar ese cable sin esfuerzo, pero siguió estando ahí, en un rincón de mi cabeza, bajo una forma brumosa, casi amorfa, indolora. Yo estaba vivo, él no. Aquel factor era importante y sin embargo no bastaba para explicar un enigma cuya explicación, por otra parte, tampoco me hacía falta. El principal misterio de aquella noche había sido la elasticidad de su misteriosa condición, esa extrañeza en teoría natural, imprescindible, que no había llegado a aflorar en ningún momento mientras yo estaba en la cama con la amante de mi padre, mientras ella estaba en la cama conmigo y todo, ese todo nuevo e íntimo, pequeño y formidable, que encogía y se desbordaba en cada uno de sus gestos, de sus movimientos, fluía con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, una violencia simbólica, mansa y carnosa, que se resolvía en una infinidad de signos que afirmaban la precisión de las paradojas para desembocar en una insólita definición de la necesidad.
Estaba en la cama con la amante de Julio Carrión González y era la primera vez que la tocaba, la primera vez que la acariciaba, la primera vez que la besaba, y hundía mis dedos, y mi lengua, y mi sexo en su interior. Era la primera vez que mi cuerpo percibía los dedos, y la lengua, y el sexo de aquella mujer que ya no tenía nada que ver con mi padre, sino conmigo, como si hubiera decidido apoderarse del lugar que solía ocupar mi libertad hasta que decidió quedarse enganchada en alguna esquina de su cuerpo. Mi libertad se había quedado a dormir con ella en una cama que al principio había sido el mundo, luego un universo recién nacido, inmune a las reglas clásicas, y por fin yo mismo, una parte de mí que ni sabía, ni quería, ni podía recuperar. No puedo decir que no me diera cuenta. Lo que pasó fue que me dio igual, porque era la primera vez y sin embargo, al salir de su casa, lo que sentí fue que yo no había hecho nada, no había aprendido nada, no había vivido nada excepto el derecho a esperar aquel momento, el instante preciso en el que toqué, y acaricié, y besé a Raquel Fernández Perea para que mis manos, y mi lengua, y mi sexo, la reconocieran como una parte ignorada y purísima de mí mismo.
—Total —me interrumpió Fernando Cisneros mientras intentaba explicarle todo esto en la barra de una cervecería que quedaba a mitad de camino entre su casa y la mía, al día siguiente, antes de comer—, que te has encoñado.
—Hombre… —el prosaísmo de aquel diagnóstico me aplastó de tal manera que titubeé con los labios y con la cabeza al mismo tiempo—, pues… no sé. Supongo que puede ser una manera de decirlo.
—Una no —se echó a reír—. Es la única. Y se veía venir, no creas que no, se veía venir desde el principio.
En eso tenía razón. Se veía venir, tanto que lo había visto hasta yo, y eso que no quería, que me decía a mí mismo que no quería saberlo, pensarlo, imaginarlo, que no quería ni verlo. Pero era verdad que se veía venir, desde el principio, aquella mañana de marzo fría y sin pájaros en la que una mujer desconocida que me miraba de frente, con paciencia, con firmeza, como quien cumple una misión y no tiene prisa, se apoderó de mis ojos, las lentes fijas, sagaces, inútiles, que ahora la veían allá donde miraran. Por eso no desmentí a Fernando y me limité a pedir la cuenta.
—Invitarás tú, ¿no, cabrón? —me increpó antes de que la trajeran—. Es lo mínimo, vamos.
Le miré, sonreía, y la sonrisa de Raquel se superpuso a la suya sin esfuerzo, y se quedó flotando en el aire templado y ruidoso de la cervecería mientras salíamos a la calle, pero allí también estaba, en las vallas publicitarias, en los escaparates de las tiendas, en las marquesinas de las paradas de autobús y en todas las mujeres con las que me crucé, viejas y jóvenes, niñas y adolescentes, más y menos maduras, guapas, feas, vulgares, llamativas… Todas eran Raquel, estaban a punto de empezar a serlo o lo habían sido ya y eso las definía, las clasificaba, las ensalzaba o las hacía indignas de vivir en un mundo que era sólo Raquel y no tenía más país que el de mis ojos. Caminaba por la acera abigarrada y curiosa del mediodía de los sábados y estaba pendiente de la hora, de Fernando, de cruzar por los pasos de cebra, del mejor itinerario para llegar al restaurante donde había quedado con mi mujer y con la de mi amigo para comer todos juntos, y sonreía, sonreía solo o sonreían sólo mis labios al recuperar detalles, gestos, ángulos, imágenes que acudían por su cuenta a mi memoria reciente, que era ya la única que me importaba. Por fin había conocido todos los datos del problema, pero me sentía incapaz de resolverlo, incapaz de formular la relación entre unas caderas redondas, que excedían ligeramente la teoría de las proporciones, y la estrechez de una cintura que proclamaba con vehemencia su perfección. Allí, en algún punto de esa ecuación imposible, me había quedado yo, y la nostalgia de ese hogar tierno y sólido, suave y generoso, aflojaba en cada paso mis piernas, y mi espíritu.
—Álvaro… —Fernando me cogió por el hombro mientras esperábamos a que se pusiera verde un semáforo.
—¿Qué?
—Cambia de cara, anda.
Después la había mirado. La había mirado mucho, muy despacio, con mucha paciencia, durante mucho tiempo, desde las uñas de los pies, cortas y pintadas de un rojo vivo, hasta los bucles desordenados, irregulares, en los que se ondulaban las puntas de su melena castaña. La había mirado como si mis ojos pudieran ver más de lo que estaba a su alcance, la forma de sus huesos, el color de su sangre, la disciplina dócil de los músculos que ocultaba su piel deslumbrante, tan mullida, tan dulce, tan perfecta que habría podido seguir mirándola toda mi vida sin cansarme, y aun así no llegar a comprenderla. Ella me dejó mirarla, me miró mientras la miraba, se miró a través de mis ojos y esperó a que mi mirada encontrara la suya. Entonces no supe qué decir. La vi sonreír, curvarse sus labios poco a poco en una sonrisa lenta, perezosa, y la besé mucho, muy despacio, con mucha paciencia, durante mucho tiempo, y la Tierra volvió a girar, dio una vuelta completa sobre sí misma y alrededor del Sol entre las cuatro esquinas de su cama.
—Tienes una casa muy bonita —se me ocurrió decir por fin, y me eché a reír antes de escucharla.
—¡Pero si no la has visto! —protestó entre carcajadas.
Me había llevado de la mano a través del portal, iluminado por la combinación blanca, lechosa, de la luz de la luna y las farolas, hasta el ascensor, que estaba al fondo y era tan pequeño, tan estrecho y lento que parecía una seña de la complicidad del destino.
—Si no me dejas un momento, no voy a poder abrir la puerta…
Tenía los tirantes colgando, la falda arremolinada alrededor de la cintura, las mejillas coloreadas, los dientes muy blancos y una sonrisa sabia, profética, distinta de las que había visto antes sobre sus labios. Por eso la besé otra vez antes de soltarla, y la falda volvió a su lugar pero ella no devolvió los tirantes a sus hombros. Se limitó a abrir la puerta y a mantenerla abierta para mí.
—¿Quieres tomar algo? —se reía.
—No.
Su habitación estaba al final de un pasillo ancho, con puertas a los lados y algunos muebles. Lo sé porque me choqué con ellos, pero no lo vi, eso era verdad, lo había recorrido a ciegas, a trompicones, pendiente sólo de su boca, de sus ojos, de su cremallera, dejándome guiar por ella, que no necesitaba vigilar sus pasos para conducirme a una habitación amplia, de forma irregular pero agradable, que tenía una columna de hierro fundido pintada de negro con un capitel de hojas y pámpanos a un lado y, frente a la cama, una galería de ventanas que enmarcaban el cielo nocturno como si fuese una fotografía, una pintura, una imagen ficticia de sí mismo.
—Pero esta habitación es muy bonita —insistí.
Entonces ya había dispuesto del tiempo suficiente para mirar el lugar donde me encontraba, para admirar un escritorio de madera antiguo y airoso, la ligereza de sus patas torneadas afrontando con gracia la severidad de una butaca forrada de cuero negro que también me gustó. Era bonita la alfombra, una cuadrícula de dibujos geométricos y colores muy vivos, turca, pensé, o marroquí, y era bonita la lámpara, de porcelana decimonónica, con pequeños cristales de colores que colgaban de unos brazos esmaltados en blanco y pintados con florecitas improvisadas, ingenuas, que pretendían ser iguales y eran todas distintas. Era bonito el butacón, tapizado en esa especie de terciopelo desmochado cuyo nombre nunca he sido capaz de retener, y bonitos los objetos repartidos por las superficies. Pero nada de esto me gustó tanto como la discrepancia absoluta del lugar donde me encontraba con aquel otro dormitorio también grande, de forma absidal, que tenía paredes estucadas en un tono amarillo anaranjado, nichos revestidos de escayola blanca en la pared, y ese mal gusto cargado de agresividad que sólo los muy ricos son capaces de desarrollar.
—Sí que lo es —ella me dio la razón—, sobre todo de día. Tiene unas vistas preciosas, ¿sabes?, porque la plaza está en alto. Desde aquí hasta San Bernardo es todo cuesta abajo. A mí me encanta esta casa —sonrió—. Siempre me ha gustado. He tenido mucha suerte al quedármela.
—¿La has heredado? A mí me habría encantado heredar la casa en la que vivía de pequeño, pero una hermana mía se me adelantó.
—Yo no vivía aquí de pequeña, pero bueno, sí, no deja de ser una herencia, aunque la estoy pagando, desde luego… Lo que pasó fue que derribaron la casa donde yo vivía, que era mía, bueno, mía y de mi ex marido, pero después del divorcio me la había quedado yo, el piso y la hipoteca, claro.
—No me habías contado que estás divorciada —protesté, pero ella se rió, negó con la cabeza y siguió hablando.
—El caso es que la calle donde vivía entró en un plan de esos de renovación urbana, y con el dinero que me dieron, en vez de comprarme uno nuevo, me metí en otra hipoteca y me quedé con éste, que era de mis abuelos y estaba vacío. Cuando mi abuelo murió, mi abuela prefirió irse a vivir con su hija Olga, que había enviudado antes que ella y vivía sola, y cerca de mis padres, en la carretera de Canillejas, pero para ella, ésta seguía siendo su casa, y le daba pena alquilarla. Tampoco quería vendérmela, no creas. ¿Cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía?, decía, pero hace unos meses la convencí por fin. La verdad es que este piso no le interesaba a nadie más. Mis dos hermanos están casados y tienen su propia casa, el pequeño allí al lado, el mayor en Rivas. Yo soy la única a la que le gusta vivir en el centro, y desde aquí, encima, puedo ir andando a trabajar. San Bernardo, Santo Domingo, Ópera… Es casi una línea recta.
Ahora tienes otra casa, pensé, mucho más cara, en un barrio mucho más caro, en un edificio con un portal descomunal, un portero uniformado y varios ascensores tan grandes que desanimarían a cualquiera que pretendiera besarte. Lo pensé, pero no lo dije. Ella me miró, me sonrió y me besó en los labios, como si quisiera premiar mi silencio. Luego se dio la vuelta, cogió algo de la mesilla y volvió a acurrucarse contra mí.
—Mira, aquí están.
—¿Quiénes?
—Mis abuelos. Los dos.
El marco era de cristal, grande, antiguo, con piezas en relieve pegadas en las esquinas. La foto también era antigua y no muy buena, pero tenía mucha gracia. El verdadero protagonista de la escena era un tanque en el que estaban apoyados cuatro hombres, distribuidos en dos parejas para no tapar al conductor, que volcaba una sonrisa radiante en el objetivo. A su izquierda, dos hombres jóvenes, uno rubio, alto, y otro moreno, más bajo, con una barba tan cerrada que el afeitado no impedía que sombreara sus mandíbulas, posaban de frente, enlazados por los hombros. Parecían muy felices, como el que estaba a la derecha, en cuclillas, y el que cerraba la composición por ese lado, de pie y de perfil, más que joven, casi un niño.
—El que hace como que conduce es mi abuelo Aurelio Perea, el padre de mi madre. Había sido tanquista en el Ejército de Levante, en la guerra civil, por eso está sentado ahí. Quería volver a cruzar la frontera montado en este tanque, pobrecito mío… —miró la foto, sonrió con una plenitud casi infantil, acarició el cristal con la punta de los dedos—. El que está en cuclillas, aquí —movió el dedo hacia la derecha—, se llamaba Nicolás y era catalán, de Reus. Le llamaban el Turronero porque antes de la guerra se dedicaba a vender dulces por los pueblos. Este otro era de un pueblo de Alicante y no me acuerdo de su nombre, sólo de su apodo, el Niño, y de que tenía diecisiete años. A este tan moreno llegué a conocerlo de pequeña. Se llamaba Amadeo, alias Salmones, era asturiano, y siguió siendo amigo de mis abuelos hasta el final. Porque este alto, rubio, que le está abrazando —y por fin concentró sus caricias en el último rostro—, es Ignacio Fernández, el padre de mi padre, que había sido capitán del Ejército Popular y era el jefe del grupo. Cuando vio el tanque, se puso a gritar, Boquerón, ven aquí, que te acabo de encontrar un mulo para que te vuelvas a tu pueblo… —me miró, me sonrió, y sonrió después a la sonrisa de los cinco hombres jóvenes que la miraban desde el otro lado del tiempo—. A mi abuelo Aurelio le llamaban así porque era de Málaga. A mi abuelo Ignacio, que era de Madrid, le llamaban el Abogado, entre otras cosas porque era abogado, claro. Él y su mujer, mi abuela Anita, eran los dueños de esta casa.
Los miré con atención pero no pude distinguir bien sus rasgos y no tanto porque la foto fuera mala, que lo era, ni porque el fotógrafo los hubiera encuadrado desde muy lejos para que el tanque cupiera entero, que también, sino porque sus sonrisas eran tan abiertas, tan ambiciosas, tan salvajes, que invadían sus rostros hasta deformarlos.
—¿Y dónde estaban?
—Pues la verdad es que no lo sé, eso no te lo puedo decir exactamente… En alguno de sus campamentos, porque tuvieron muchos, en algún bosque, en Ariège —no entendía lo que me estaba contando y se dio cuenta—. En una provincia de los Pirineos franceses que tiene frontera con España, más o menos entre Toulouse y Huesca, para que te hagas una idea. No es una foto de la guerra civil, sino de la segunda guerra mundial.
—Ya, pero no sé… —y entonces, aunque me había propuesto no hacerlo, me acordé de mi padre, de su cartilla militar, de sus dos uniformes, tan flamantes, tan limpios, tan incompatibles con el aspecto de aquellos hombres sonrientes, jóvenes y armados como él, pero vestidos de cualquier manera—. ¿Eran soldados?
—Sí. Bueno, eran guerrilleros.
—Españoles.
—Claro.
—Pero luchaban en Francia.
—Sí.
—Contra… —ya no me atreví a terminar la frase y ella se echó a reír.
—Contra los nazis, naturalmente. El tanque es alemán, lo capturaron ellos, y se cargaron a once de las SS, entre ellos dos oficiales. Tuvieron mucha suerte, y le echaron muchos huevos, eso sobre todo, muchísimos huevos. Los que tenían, la verdad… Les gustaba mucho contarlo y siempre lo contaban igual, hay que ver, cinco desgraciados, que no éramos otra cosa, unos desarrapados, mal armados, mal vestidos, que daba pena vernos, y sin embargo nos los merendamos, nos merendamos a esos hijos de puta de la raza superior… —se acercó a mí, me besó, y aún sonreía, pero su expresión se fue apagando poco a poco, se apagó su voz, se apagaron sus ojos, y el brillo de su piel aterciopelada, tersa—. Eran rojos españoles, republicanos, exiliados. Echaron a los nazis de Francia, ganaron la segunda guerra mundial y no les sirvió de nada, pero no te preocupes, lo normal es que no lo sepas. Nadie lo sabe, y eso que eran muchísimos, casi treinta mil. Y sin embargo, no salen nunca en las películas de Hollywood, ni en los documentales de la BBC. Salen las putas francesas, que se ponían cianuro en la vagina, y los panaderos, que envenenaban las baguettes, pero ellos no, ellos nunca. Porque si salieran, los espectadores se preguntarían qué pasó con ellos, para qué lucharon, qué les dieron a cambio… Y aquí no digamos, aquí es como si nunca hubieran existido, como si ahora molestaran, como si no supieran dónde meterlos… En fin, es una historia injusta, fea, una historia triste y sucia. Una historia española, de esas que lo echan todo a perder.
Entonces volvió a sonreír, o quizás no lo hizo, porque sus labios se entreabrieron, se curvaron, y dibujaron el arco de una sonrisa teórica pero incompatible consigo misma. Su gesto no llegaba a ocultar un rictus amargo, la huella de una pena honda y sonriente, domesticada y sincera, que latía con modestia y también con orgullo, como esos dolores pequeños y constantes a los que los enfermos crónicos ya no saben ni quieren renunciar. Eso parecía Raquel mientras sonreía, mientras envolvía su pena en esa sonrisa simulada, o quizás auténtica, que la arropaba, y la cuidaba, y la abrigaba como si fuera un bien precioso, aunque doliera, como si fuera un placer doloroso, pero placer. Todo eso vi en la sonrisa de Raquel Fernández Perea, y pensé que era la sonrisa más triste que había visto en mi vida, la pena más sonriente que había contemplado jamás, y ya no supe qué hacer, qué decir, pero ella besó la foto, la devolvió a su lugar, en la mesilla, se volvió hacia mí y me abrazó, y yo la abracé, la besé y ella me besó, y la volví a besar y mi cuerpo reconoció en el suyo un hogar tierno y sólido, generoso y suave, sin desvanes oscuros ni puertas cerradas, sin rincones prohibidos ni sótanos condenados a la humillación del tiempo.
—Mi padre también luchó en la segunda guerra mundial —le dije al oído, para ser honesto con la dulce amargura de aquella sonrisa.
—Lo sé —me contestó.
—Pero él luchó a favor de los nazis —insistí, rozando sus labios con los míos mientras hablaba—. Estuvo en Rusia con la División Azul.
—Sí —y se apartó un momento de mí para mirarme, me peinó con los dedos, me acarició la cara—. Donde nunca estuvo fue aquí, en esta cama.
Eso me dijo, y todo volvió a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, una violencia simbólica, mansa y carnosa, que desembocó en una nueva definición de la necesidad y terminó de pulverizar el prestigio de las frases importantes, inútiles ahora, torpes, pueriles en su ampulosa dificultad. Raquel Fernández Perea abría los ojos, exponía su cualidad densa y brillante a la entregada voluntad de mis ojos, y todos los péndulos del mundo emprendían a la vez un movimiento armónico que detenía el tiempo, y anulaba el espacio, y estremecía mi corazón, el corazón de la Tierra. Raquel Fernández Perea cerraba los ojos, y sus párpados acariciaban los ojos del planeta como dedos armónicos, perfumados, balsámicos, para que todos los péndulos del mundo invirtieran a la vez su recorrido, llevándose la realidad con ellos a un universo fresco y tierno, recién nacido. Raquel Fernández Perea respiraba, y la respiración tensaba con un hilo imaginario el balcón inmaculado de su pecho, y yo me quería morir,
—Álvaro…
quería morirme allí, acabar en aquel instante de plenitud memorable, renunciar a acumular experiencias triviales, indignas de un hombre que habría podido escoger la abrumadora belleza de aquella muerte vivísima. Raquel Fernández Perea gemía, emitía los sonidos desarticulados, fragmentarios, con los que un cachorro egoísta y malcriado, mimado a conciencia, agradecería el placer que le regalan las caricias de su amo, y yo quería vivir, vivir siempre, para siempre, vivir allí, en el núcleo indivisible de aquel gemido primario y caprichoso, vivir sometido al poder de provocar la poderosa gratitud de aquel sonido. Raquel Fernández Perea sonreía, se dejaba ir en una sonrisa breve y completa,
—Álvaro…
incipiente y autónoma, delicada y total, porque era ella entera la que sonreía, no sus labios, no sus ojos, no su cara, sino ella entera, cada centímetro de su piel perfecta que temblaba debajo de mis manos, de los dedos que la asían por la desproporción luminosa y espléndida de sus caderas, y en esa sonrisa nacían y morían todas las sonrisas. Raquel Fernández Perea sucumbía, se desordenaba, se deshacía ante mí, por mí, conmigo, y recobraba de repente la consciencia y el control sobre su cuerpo, sus movimientos se hacían más ambiciosos, más constantes, más precisos, y escuchaba su voz, otra vez articulada y clara, profunda pero humana, capaz de pensar por los dos, de pedir exactamente lo que quería, y yo la obedecía, obedecía aquella voz y me obedecía a mí mismo en ella, y me preguntaba qué sería de mí, cómo podría despertarme en otra cama por las mañanas…
—¡Álvaro! —la tercera vez, Fernando no se limitó a pronunciar mi nombre. Se paró en medio de la acera, me cogió por los hombros, y me zarandeó hasta que logró que le mirara.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —hizo una pausa para tomar aire, pero no me soltó—. Te lo voy a decir. Pasa que tienes el coño de esa tía pintado en la cara. Que lo estoy viendo en este mismo momento, eso pasa.
—¿Sí? —me dio un ataque de risa tonta—. No me digas…
—Con pelos y señales —y él también se rió—. No me molesta, ¿eh?, no es eso. Es un espectáculo obsceno, pero estimulante. Y da envidia, lo reconozco. Pero no creo que tu mujer, que está ahí… —y señaló con el dedo la puerta del restaurante—, lo aprecie tanto como yo.
—Pues no me ha dicho nada esta mañana.
—La falta de costumbre —concluyó—. Pero la mía te pilla seguro.
—Me da igual —hablé sin pensar en lo que decía, pero supongo que en aquel momento dije la verdad.
—¡Ah! Conque así estamos… —y volvió a zarandearme con la misma violencia que al principio—. ¡Aparte de encoñado, gilipollas! Muy bien, Alvarito, muy bien. Pues te voy a decir una cosa. Escúchame con atención. No te da igual, ¿entiendes?, no te da igual. Ni de coña, vamos. Y a mí tampoco me da igual, así que ya estás cambiando de cara. ¡Pues sí, era lo que me faltaba, a mí, llevarme una bronca de efectos retroactivos por tu culpa, a estas alturas de mi castidad!
El todo ya no era igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoraban entre sí, pero procuré aparentar que aún lo creía y me ofrecí a sentarme con los niños, entre Miguelito y Max, el hijo pequeño de Fernando y pipa de la paz que le había ofrecido su mujer cuando él todavía dudaba de cuál iba a ser el mayor error de su vida. Max, que se llamaba Máximo, igual que su admirable bisabuelo, tenía un año más que Miguel, pero los dos se llevaban muy bien porque eran igual de brutos. Aquel día, mi hijo se había traído un Spiderman con una red que saltaba en el aire al apretar un botón y un montón de armas y bombas escondidas en el cuerpo, y Max un Tiranosaurus Rex de garras retráctiles y sonido real, decía él, pero real, real, insistía, como si alguien hubiera escuchado alguna vez el rugido de un dinosaurio asesino. Llevaba un pitufo de plástico para que hiciera de víctima, y así Spiderman pudo intentar salvarlo entre los platos y las servilletas hasta que les trajeron la comida. Así, además, el coño de Raquel sobrevivió sin contratiempos sobre mi cara mientras Mai, volcada hacia el otro lado de la mesa, seguía con una atención fronteriza con el entusiasmo el relato de su prima Pilar, la hermana pequeña de Nieves, practicante recientísima pero fanática de la moda de los balnearios urbanos.
Yo escuchaba desde muy lejos el burbujeante murmullo de una conversación jalonada de adjetivos, maravilloso, fantástico, fabuloso, increíble, estupendo, genial, me ocupaba de cortar los filetes de los niños y miraba a Fernando de reojo, de vez en cuando, para verle cabecear, levantar las cejas, poner los ojos en blanco y sonreírme, pero ninguna de estas ocupaciones me distraía de mi tarea fundamental. Pensaba en Raquel, la recordaba tal y como la había visto por última vez, a las seis y diez de la mañana de aquel mismo día, cuando me acompañó hasta la puerta de su casa y se quedó mirándome, sonriendo, desnuda tras la hoja entreabierta, mientras yo empezaba a bajar las escaleras.
Pensaba en Raquel, en su cama de sábanas calientes y arrugadas, y la veía dormir, sola, de lado, veía la silueta de su cuerpo, el hilo invisible de su respiración tensando el balcón inmaculado de su escote también durante el sueño. Se habrá levantado tarde, me decía, habrá desayunado sola en una cocina fresca y limpia, cerca de una ventana, para que la luz del sol caliente al mismo tiempo su cuerpo y la felicidad del aire que lo envuelve, y ahora seguirá allí, habrá vuelto a la cama o tal vez no. Quizás está comiendo fuera, quizás ha quedado con su amiga la actriz, quizás necesita contárselo a alguien, o no, es posible que haya ido a comer a casa de sus padres y volverá luego a la suya, a su cama de sábanas calientes y ahora tensas, esa cama que sabe sentir los movimientos del planeta, porque la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol entre sus cuatro esquinas, esa cama que es el mundo y un universo recién nacido, inmune a las reglas clásicas, y una parte de mí, antes incluso de que yo lo supiera.
En todo eso pensaba al pensar en Raquel, y el móvil me quemaba en el bolsillo, me quemaban las yemas de los dedos y mi cabeza hervía, de impaciencia y del trabajo agónico de sujetarse a sí misma, de negociar a mi favor contra mi tentación de hacer algo a mi favor, y entonces en uno de esos silencios radicales que sólo se aprecian en las conversaciones muy ruidosas, alcancé a escuchar el último tramo de uno de los periódicos lamentos de mi mujer.
—… pero, claro, ya me contarás, y los sábados, encima, pues hay que hacer planes con el niño, así que…
—Vete —le dije entonces.
—¿Adónde?
—Pues al sitio ese, al balneario… ¿No es eso de lo que estáis hablando?
—Álvaro… —mi mujer insinuó un gesto de cansancio que conocía muy bien, el gesto al que recurría cada vez que me dejaba por imposible, una expresión muy parecida a la que solía adoptar mi madre en situaciones similares—. Vamos a ver, Álvaro. ¿No te has enterado de que hemos sacado entradas para llevar a los niños al teatro esta tarde?
—Claro que me he enterado —y sonreí—. Pero los podemos llevar nosotros, ¿no? No creo que las entradas tengan nombre y apellido.
—¿Qué? —Fernando me miraba con los ojos muy abiertos, y en ellos una luz de alarma que preferí ignorar—. ¿Qué estás diciendo?
—¡Álvaro! —Mai me miraba con una sonrisa conmovida que estuvo a punto de hacerme sentir un miserable, pero sólo a punto—. Álvaro…, ¿de verdad harías eso por mí?
—De verdad. Además, a mí me gustan mucho los cuentos de Andersen, y a Fernando seguro que también. ¿O no?
—Hombre, a mí me apasionan, y encima un musical, menudo planazo, ya te digo… —me pegó una patada debajo de la mesa antes de bajar la voz—. Álvaro, ¿estás hablando en serio?
—¡Ay, Fernando! —Nieves se inclinó sobre él, le besó muchas veces, firmó la sentencia definitiva—. No sabes cómo te lo agradezco, de verdad.
—Es que esta tarde echaban por la tele Centauros del desierto… —se quejó mi amigo a pesar de todo, en un susurro doliente, casi infantil.
—Pero la has visto setecientas veces —le recordé.
—Ya, pero me hacía ilusión verla setecientas una.
Todavía no sé muy bien por qué lo hice. Ya sabes, hoy por ti, mañana por mí, susurré en el oído de Fernando antes de salir del restaurante, y él me mandó a la mierda, porque sospechaba que pretendía encasquetarle a mi hijo para quitarme de en medio. La idea me tentaba, pero al final me fui al teatro con él, con mi hijo y con los suyos, todavía no sé muy bien por qué. Supongo que porque me daba miedo estar solo. Porque sabía que si me quedaba en casa, solo, no iba a aguantar ni cinco minutos, porque tal vez ni siquiera llegaría a mi casa, porque me desviaría de mi camino en la primera esquina de la primera calle que condujera a la suya, porque no sabía lo que me pasaba, porque no sabía por qué me estaba pasando, porque nunca me había pasado nada parecido.
La falta de costumbre, había dicho Fernando, y era verdad. Yo tenía la costumbre de ser un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, el habitante de una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Había fortificado aquel territorio porque me gustaba, me gustaba mi vida, mi trabajo, me gustaba Mai, y por eso sólo le había sido infiel lejos de Madrid, en unas pocas noches tontas, con parejas casuales, prescindibles. Cuando presentía que cualquier mujer podría llegar a gustarme más que eso, me armaba hasta las cejas, ése era yo, ése había sido, y sin embargo ya no me reconocía en aquel hombre que nunca había estado tan vivo como yo, como el hombre que era yo ahora, después de que Raquel Fernández Perea pasara por mí como pasa la suerte, como pasa la muerte, como pasa el destino que tuerce de una vez y para siempre el futuro de los seres vivos. Ese hombre era yo, y no sabía serlo, era yo, y no me comprendía, era yo, y no sabía lo que me pasaba ni por qué me pasaba, porque nunca me había pasado nada parecido, y sin embargo, todo era sencillo, tan elemental como el hambre, como la sed, como el sueño, esa flamante definición de la necesidad que apenas lograba sujetar con las experimentadas correas de mi antigua prudencia. Necesitaba ver a Raquel, necesitaba besarla, tocarla, acariciarla, poseerla, necesitaba escuchar su voz, necesitaba estar callado a su lado, necesitaba olerla, pero sobre todo, necesitaba saber que, al día siguiente, esa necesidad poderosa y brutal, risueña y sonrosada, placentera y también de algún modo dolorosa, no se habría extinguido todavía. Necesitaba necesitar a Raquel, porque me sentía esclavo de mi propia esclavitud y eso me bastaba, me sostenía en el propósito de no precipitar las cosas, de no acosarla, de no agobiarla, mientras pudiera sentirla sobre mi cara, y entre mis manos, y debajo de mi piel, sólo con cerrar los ojos. Supongo que por eso hice lo que hice, y lo más extraordinario de todo es que en ningún momento llegué a arrepentirme.
—¡Ah! Pues está muy bien, ¿verdad? —le dije a Fernando cuando salíamos, los niños entusiasmados y con las manos rojas de aplaudir—. Me ha gustado mucho.
—¿El qué? —me preguntó, con una sola ceja levantada.
—¿Pues qué va a ser? El espectáculo.
—No, ya, si está bien, sí, la verdad es que para los niños… —entonces se calló, me miró, se echó a reír—. ¡Qué habrás visto tú, Alvarito, qué habrás visto tú!
La marca de los tirantes sobre la piel de sus hombros, recordé. El color exacto de sus pezones. La tensión de su barbilla cuando dejaba caer la cabeza hacia atrás. El misterioso resorte retráctil que el placer activaba en los dedos de sus pies, las uñas cortas y pintadas de rojo como garfios repentinos e incapaces de controlarse. El olor de su sexo en mis manos. El peso de su cabeza sobre mi pecho. La espuma azucarada de su piel. La alegría.
—¡Cómpranos el CD, papá, anda!
—Ni hablar —Fernando se quitó a su hija de encima con la experta rotundidad a la que yo mismo habría acudido cualquier otro día—. Ya está bien de gastar dinero.
—Yo te lo regalo, Lara —ofrecí, antes de volverme hacia los pequeños—. Y vosotros, ¿qué? ¿No queréis camisetas?
—Qué edad más mala, Álvaro —mi mejor amigo se me quedó mirando, frunció las cejas en un gesto de preocupación, me dio una palmada en la espalda—, qué edad tan mala para perder la cabeza, tío, cuánto lo siento…
Al final, aguanté cuarenta y ocho horas.
Tenía la cabeza en su sitio, más que antes, más que nunca, y aguanté cuarenta y ocho horas, una oceánica enormidad de segundos y ninguno, porque se deshicieron en el aire como si nunca hubieran sucedido cuando volví a verla y ella me miró, sonrió, cerró los ojos, los abrió de nuevo, y decretó la inexistencia fulminante, radical, de cualquier ser vivo u objeto inanimado que quedara fuera del alcance de sus brazos. Entre sus brazos estaba yo, con la cabeza en su sitio, firme, sólida, bien anclada a los hombros. Yo, Álvaro Carrión Otero, más yo, más vivo, más cuerdo. Yo, de repente hombre de sobra.
Había aguantado cuarenta y ocho horas y en ese tiempo no había pasado nada, y habían pasado muchas cosas sin embargo.
—Era mucha mujer para tu abuelo, Julio.
—Álvaro —me atreví a recordar.
—Bueno, como te llames… —miró dentro de sí misma, y sus ojos, profundos, pequeñitos, brillaron como dos oscuras cabezas de alfiler—. Mucha mujer. Demasiada.
El sábado por la noche, después del teatro y media pizza, Miguelito se quedó dormido en el taxi y tuve que subirlo a casa en brazos. Su madre no estaba mucho más despierta, pero me recibió con los ojos abiertos y una sonrisa radiante.
—¿Qué tal?
—Maravilloso. Es que no te lo puedes ni imaginar, deberías probarlo. Ven, acércate… —estaba tumbada en la cama, boca arriba, con los brazos estirados, desnuda pero cubierta a medias por la sábana—. Huéleme.
Me senté en el borde de la cama, la destapé y la olí. Olía a vainilla, a canela y a algo parecido a la hierbabuena.
—¡Qué barbaridad, Mai, pareces el muestrario de una heladería!
—¿A que sí? —se rió—. Es una mascarilla relajante que hay que ponerse en todo el cuerpo después de ducharse alternativamente con agua caliente y fría, varias veces. Me la ha recomendado la masajista y ahora mismo estoy…, pero en las nubes, de verdad. Lleva extracto de hachís, por eso la perfuman tanto.
—Debe de ser buena, desde luego —me incliné sobre ella y la besé en los labios—. ¿Quieres que te vuelva a tapar? —asintió con la cabeza—. Bueno, me voy un rato al ordenador. No tengo sueño.
—Pero si anoche no dormiste nada…
Eso era verdad, pero también lo era que no tenía sueño. Y me senté delante del ordenador, pero no llegué a encenderlo. Teresa González, joven y pacífica, me miraba desde un marco de plata, con un sombrero discreto, una pequeña perla en cada oreja y una chaqueta abotonada hasta el cuello, indumentaria clásica para una inofensiva, sonriente esposa burguesa. Su imagen desató en mi interior una oleada de amor repentino, profunda pero ambigua, porque no sólo tenía que ver con ella, sino conmigo, con todo lo que había ganado y había perdido al perder a mi padre, al ganar a mi abuela, al consentir con una alegría rara y furiosa que mi libertad se quedara enganchada en algún pliegue de una piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común. Todo había cambiado tanto y tan deprisa, en una proporción tan impecable, que no podía analizar lo que me estaba pasando y vivirlo al mismo tiempo. Había elegido vivir, y sin embargo, cuando cogí a Teresa González con la mano izquierda y toqué su cara con los dedos de la derecha, como había visto hacer a Raquel con la foto de sus abuelos, me pregunté si en otros países del mundo la gente no tendría más bien retratos de su padre, de su madre, en la mesilla de noche o al lado de la pantalla del ordenador.
Tendría que haber seguido por ahí, preguntarme por las diferencias, por las coincidencias, el verdadero sentido de esas viejas palabras que nos pesan tanto, que nos obligan a tanto después de tantos años, pero las historias españolas lo echan todo a perder y yo me había enamorado, estaba enamorado de mi abuela, estaba enamorado de Raquel, y había elegido vivir aquel amor, no pensarlo, sino servirle con lealtad y abnegación, la conciencia noble y sin fisuras de un ingenuo caballero medieval o la estricta desesperación del hijo ingrato, traidor, que se levanta contra su padre. Mi padre. Esas dos palabras nunca habían sido un problema para mí, nunca me había costado trabajo decirlas, pensarlas, asumirlas antes de conocer a Raquel, antes de conocer a Teresa, una sonrisa joven y pacífica que no había tenido suerte, como no la tuvo la razón, como no la tuvieron la justicia ni la libertad, la luz por la que luchó. Mi abuela, una oleada de amor repentino y una intensidad, una pureza difícil de explicar, habría hecho de mí un hombre mejor si la hubiera conocido antes, si la hubiera conocido a tiempo. Su memoria me habría bastado durante muchos años, habría sido bastante para cargar de sentido mi nombre, mis apellidos, y sin embargo me había llegado ahora y había llegado envuelta en una conmoción contradictoria y múltiple, un fervor que la afirmaba y la excluía al mismo tiempo.
La mala suerte te ha perseguido toda la vida, abuela. Yo te habría querido tanto, te habría admirado tanto, habría presumido tanto de ti en el bar de la facultad, con las chicas que me gustaban… Me habría aprendido tu carta de memoria y la habría recitado muchas, muchísimas veces, para ellas y para mí, para sentirme acompañado, sostenido por ti en la decisión de ser diferente, el hijo que mi padre nunca habría querido tener, el único que no ha querido parecérsele. Te necesitaba tanto, abuela, te he necesitado tanto, y tú estabas ahí y yo no lo sabía, tú estabas ahí y no te conocía, y ahora veo a Raquel Fernández Perea en cualquier sitio adonde mire, estoy sometido a la estricta necesidad de necesitarla, y todo me pasa a la vez, y todo me pasa demasiado deprisa, y yo estoy vivo, y ella está viva, y mi padre ha muerto, y tú habrás muerto también sin saber quién soy, sin conocerme. Es todo tan injusto, abuela, es todo tan injusto y tan justo a la vez, este amor perverso y puro, súbito y extraño, que me ahoga, que me rebasa, que me explota por dentro como una bomba minuciosamente armada, programada, detonada, y que es también tu amor, que también te corresponde, que te pertenece porque yo soy tú, una parte de ti, porque quiero serlo y nadie me lo va a impedir, porque nadie tiene poder para impedírmelo, y yo te quiero tanto, tanto, tan de verdad, tan de repente, abuela.
Besé sus labios a través del cristal antes de devolver el marco a su sitio, junto a la pantalla del ordenador, y recuperé sin esfuerzo el recuerdo de los labios de Raquel y una emoción atropellada y completa que me puso los pelos de punta. Luego me fui a la cama muy tranquilo, como si mi vida no se hubiera puesto boca abajo en los tres últimos días, como si me sintiera capaz de gobernar mi confusión, como si esa confusión nunca hubiera existido. Pero antes de dormirme me pregunté qué clase de secretos descubrirían los hijos de cuarenta años de sus padres, cuando éstos murieran a los ochenta y tres, a principios del siglo XXI, en otros países del mundo, y me di cuenta de que había pasado un detalle por alto.
No logré recuperarlo cuando me desperté, tarde y de mucho peor humor que Mai, que flotaba por la casa como si su cuerpo no pesara y el aspecto de un ectoplasma luminoso de cuento de hadas. Quizás fue eso lo que me alteró, pero recobré la ecuanimidad muy deprisa. Mucho después, mientras compartía sobremesa con mis suegros, comprendí además qué era lo que no había sabido ver. La tarde del domingo fue pesada y muy lenta, buena para pensar, pero mientras Mai se dejaba aplastar por las horas que la alejaban de la felicidad simplísima de la tarde anterior y yo estaba sentado delante de la televisión con Miguelito, mirando el cuerpo de Raquel, una felicidad tan compleja, en cada fotograma de la versión clásica de Peter Pan, le di muchas vueltas a los datos de aquel problema lateral, marginal, insuperable, y no encontré ninguna fórmula capaz de resolverlo. Mi abuela Teresa se había marchado de la casa de su marido el 2 de junio de 1937. Su hijo mayor se había afiliado a la Juventud Socialista Unificada cincuenta y un días después. El hallazgo de los dos carnés de Julio Carrión González me había estremecido hasta tal punto que había leído la fecha de afiliación del primero, 23 de julio de 1937, sin comprender lo que significaba. Ahora, la discrepancia de aquellas dos fechas me parecía más grave, más ruin, más dolorosa, que la establecida por la existencia de otro carné de Falange Española y del año 41.
Los traidores se traicionan a sí mismos antes que a nada o a nadie. Eso, la falta de respeto hacia uno mismo que implica cualquier traición, es tal vez lo que los hace tan despreciables. En la época en la que mi padre cambió de bando, las traiciones ideológicas aparejaban mucho más que una simple rectificación teórica. Él mismo nos lo había contado muchas veces a propósito de su amigo Eugenio, el único hombre honrado que ha existido en este país, el único que pudo haber trepado y no trepó, el único que pudo haber robado y no robó, el único que pudo haber denunciado y no denunció. Nos lo había contado muchas veces y yo le había oído. Había escuchado cada una de estas palabras y las había archivado sin analizarlas, como si formaran parte de la letra de una canción vulgar y repetida, cuyo estribillo fuera esto no es frío, ¡qué va a ser frío!, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, eso sí que era frío… Los traidores se traicionan a sí mismos antes que a nada o a nadie y mantener las ideas, cualesquiera que fueran, que habían alejado a mi padre de mi abuela, habría sido más honrado, más leal, más digno de ella, que afiliarse a las juventudes de su partido para cambiar de bando cuando la suerte ya estaba echada, y acabar enterrándola en vida después.
Ya no pude pensar que quizás estaba exagerando, recordar que sabía mucho menos de lo que creía, calcular que también podría no hacer nada. A lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor. Eso había hecho mi abuela y eso hice yo el lunes por la mañana. Había dado una clase buenísima y no me lo podía explicar. Había dado una clase buenísima privado de libertad como estaba, con Raquel Fernández Perea cosida a mis ojos, a mis manos, a mi sexo, Teresa González en el corazón, y un grumo espeso y maloliente en la garganta, que era mi padre y pesaba como una deuda culpable, que ni siquiera sabía si debería cobrarme o tendría que pagar, sólo que estaba irremediablemente caducada. Así, estremecido, dividido, ausente, di una clase buenísima que acabó de liquidar el prestigio de aquella apacible llanura de tierras cultivadas que solía ser mi vida.
A la una menos veinte del mediodía, el Registro Civil de Torrelodones estaba desierto. Pensé que la suerte me había abandonado, pero después de carraspear, dar unos golpecitos en el mostrador y los buenos días a gritos, apareció un chico muy joven, delgado y con gafas, que me miró con la expresión despavorida de los inexpertos absolutos. Podría haber sido uno de mis alumnos, y eso me tranquilizó.
—Muy bien —me contestó cuando le expliqué lo que quería—, rellene uno de estos formularios…
—Verá —le interrumpí—, es que no puedo esperar. Es muy importante para mí, y yo soy profesor, doy clase en la Autónoma, estoy muy liado, no tengo tiempo libre…
—Bueno —entonces fue él quien me interrumpió—, pero no tiene por qué volver. Le mandamos la información a casa por correo.
—Ya, pero supongo que lo tendrán todo informatizado, ¿no? —asintió con recelo—. Entonces, aunque luego me mande la información por correo, podrá consultar ahora lo que le pido, y decírmelo. No tardará ni cinco minutos.
—Es que eso es irregular. El procedimiento es contestar por correo, y mi jefa no está, y yo soy sólo un becario, no llevo ni diez días trabajando aquí, y… —me miró, chasqueó los labios, negó con la cabeza—. ¿Cómo se llamaba su abuela?
—Teresa González.
—Teresa González ¿qué?
—No lo sé —me miró con los ojos muy abiertos—. De verdad que no lo sé, ya se lo he contado antes. En mi casa nunca se hablaba de mi abuela. Yo ni siquiera sabía que tenía otro hijo, me acabo de enterar de que no murió de tuberculosis en el 37. Me temo que sería represaliada después de la guerra, pero no sé nada seguro. A lo mejor pudo exiliarse, no tengo ni idea. Sólo sé que mi padre nació aquí, en Torrelodones, el 17 de enero de 1922.
—Eso debería ser suficiente… —murmuró, más para sí mismo que para mí, antes de desaparecer por una puerta de cristal que estaba al fondo.
No tardó cinco minutos, pero volvió antes de que hubieran pasado diez.
—Puerto —me dijo, tendiéndome tres hojas que desprendían ese olor aguado, caliente y un poco triste de la tinta de impresora—. Teresa González Puerto, hija de Julio y de María Luisa, nacida en Villanueva de los Infantes, provincia de Ciudad Real, el 3 de agosto de 1900. Sólo he encontrado tres anotaciones. Su partida de matrimonio con Benigno Carrión Moreno, en 1920, la del nacimiento de su primer hijo, Julio Carrión González, en 1922, y la del nacimiento de su segundo hijo, una niña, Teresa Carrión González, en 1925. Eso es todo lo que hay. Aquí, desde luego, no murió. ¿Está usted empadronado en Madrid? —asentí con la cabeza—. Entonces puede ir al Registro Civil de allí y hacer una petición de otros datos registrales. Tardarán bastante en resolverla, porque tienen que hacerla circular por todos los registros de España, pero la encontrarán antes o después, salvo en el caso de que su muerte fuera… —se paró a pensar, pero encontró enseguida las palabras que necesitaba—. Digamos no oficial. En este país, y en aquella época, hubo miles de personas, hombres y mujeres, que oficialmente no han llegado a morirse nunca en ninguna parte, ya sabe. A muchos acabaron declarándolos muertos después, sin dar explicaciones y por presión de las familias, pero en este caso, si su padre no quería saber nada de ella, no sé…
—Como mi abuelo no era un judío polaco, sino un rojo español, no tuvo la suerte de que los nazis lo gasearan.
Adolfo Cerezo, al que Angélica nos había presentado aquella misma noche, pronunció esta frase en el salón de mi casa, con una copa en la mano y una expresión de serenidad absoluta, casi sonriente, pintada en la cara.
Luego, mientras Mai, que había sido la más interesada en organizar aquella cena, buscaba una caja de bombones, los traía, volvía a la cocina a por más hielo, iba a ver si Miguel estaba bien, abría los balcones para que entrara el aire y le enseñaba a mi hermana un vestido que se acababa de comprar, me contó que la familia de su madre era de un pueblo de Gran Canaria que se llama Arucas.
—Allí no hubo guerra —añadió, con el mismo acento amable y despreocupado en apariencia—. Los rebeldes trasladaron a las islas todo el ejército de África y no hubo manera de resistir, ni revolución, ni armas para el pueblo, ni curas fusilados, ni monjas violadas, ni desórdenes, ni pretextos, ni propaganda, nada de nada. Arucas fue el pueblo que más tardó en rendirse, y aguantaron un día y medio. Pero tú no sabrás nada de eso, claro…
—Pues no —reconocí—. Y eso que el nombre me suena.
—Sí, es un pueblo grande, importante. A lo mejor, por eso los falangistas pensaron que gastar balas iba a ser un despilfarro. Así que cogieron a mi abuelo y a otros sesenta y tantos republicanos de por allí, los tiraron a un pozo y les echaron cal viva por encima, tampoco demasiada, la justa para que los de arriba no pudieran salir, se conoce que estaban por ahorrar… —e hizo una pausa antes de explicar el sentido de su declaración inicial—. En Auschwitz fueron más compasivos, porque a los de Arucas les costó mucho trabajo morirse, ¿sabes?, casi una semana. Y como lloraban, y se quejaban, y la cal resplandecía por las noches, la gente del pueblo empezó a llamar a aquel sitio el pozo de los gritos de las brujas, porque lo que pasaba allí parecía cosa de brujería. Eso decían, y seguían durmiendo de un tirón. Por eso mi abuela se vino a la península, porque no podía escuchar ese nombre, porque era superior a sus fuerzas. Y nunca volvió. Mi madre se fue de su pueblo con siete años y tampoco ha vuelto. Y eso que es un sitio bonito, ¿eh?, eso es casi lo peor, lo bonito que es Arucas…
—Porque tú sí has ido —supuse en voz alta, y él asintió con la cabeza.
—Varias veces. Y he estado en el pozo, y lo he visto, y he llevado flores y siempre había flores, unas secas, otras frescas, todas amontonadas encima de la tapa.
—Qué horror —comenté al final—, qué historia tan espantosa.
—Sí —Adolfo estaba de acuerdo—, es espantosa —y volvió a sonreír.
Como mi abuelo no era un judío polaco, sino un rojo español, no tuvo la suerte de que los nazis lo gasearan. Yo comprendo que es terrible, y que debe de ser muy duro vivir con algo así, pero me ha parecido un poco desagradable, la verdad, me comentó Mai cuando mi hermana y su novio se marcharon, seguir dándole vueltas a una historia tan antigua, después de tantos años… Si le hubieran dado vueltas antes, le contesté, no haría falta seguir dándoselas ahora, y sin embargo no sabía lo que estaba diciendo, no lo supe hasta aquella mañana, en el Registro Civil de Torrelodones, mientras sostenía la mirada de un desconocido que intentaba prepararme para lo peor.
Si le hubieran dado vueltas antes, no haría falta seguir dándoselas ahora, eso había dicho yo, pero entonces no sabía lo que significaban esas palabras. No sabía lo que se siente al imaginar el terror, la angustia, la desesperación, el miedo, el dolor que descompone en el último instante el rostro del hombre, o de la mujer joven y sonriente, a los que un niño ha visto durante toda su vida en la foto que está encima de una cómoda, en el salón o en el recibidor de la casa donde ha vivido, donde ha crecido, donde se ha convertido en un adulto con juicio y con memoria. Tu abuelo, tu abuela, mi padre, mi madre, sólo un nombre y un rostro, con suerte también un puñado de palabras, quizás algún objeto bonito, hasta valioso, y nada más, ningún recuerdo vivo, animado o caliente, que asociar a una sonrisa antigua, inmóvil, congelada en una simple fotografía en blanco y negro. Hasta que cae la noche, se abre un agujero, se descorre un cerrojo, forma un pelotón o el cañón de una pistola se apoya contra una nuca, y entonces sí, entonces se siente lo que nunca se ha visto, el terror, la angustia, la desesperación, el miedo y el dolor, se siente el cuerpo que nunca se ha abrazado, las manos que nunca se han tocado, el llanto que no lloran las fotografías y el sabor del plomo en el paladar.
Todo eso se siente, todo eso sentí yo al imaginar a Teresa González Puerto cayendo en un pozo, derrumbándose en un camino, agonizando en una fosa común, cerrando los ojos muy despacio para esperar a la muerte. Tu abuela era muy buena, quería mucho a su marido, tocaba muy mal el piano, pobrecilla. Todo eso sentí, y la rabia desencajándome las mandíbulas, un presentimiento del llanto al borde de los ojos y unas ganas tremendas de matar a alguien. Voy a Arucas de vez en cuando, me había contado Adolfo aquella noche, necesito ir, no sé por qué, pero me sienta bien, voy allí, veo el pozo, llevo flores, nada más, parece una tontería, pero necesito hacerlo… Y ellos, los nietos de los otros, de los rebeldes, de los fascistas, de los compañeros de los asesinos de Arucas, podrían contar tal vez otras partes de la misma historia, sucumbir a otra rabia, llorar otras lágrimas, tan parecidas y tan distintas a las de Adolfo, a las de Fernando, a las mías. En aquel momento lo pensé, desde aquel momento nunca dejé de saberlo, pero mi abuela se llamaba Teresa González Puerto y de ninguna otra manera. Se llamaba Teresa González Puerto y había perdido una guerra pero jamás la razón, y por eso merecía que yo venciera por ella.
—Lo siento mucho —aquel chico me miraba con una expresión preocupada, casi asustada—. No debería haberle dicho eso, porque no tengo ningún motivo para suponer… Lo siento mucho, de verdad. Perdóneme.
—No tengo nada que perdonarle, al contrario —me obligué a tranquilizarme, le ofrecí la mano y él la estrechó con firmeza, más sereno a pesar de la punta de melancolía de la que tal vez carezcan, pensé, las sonrisas de los becarios de los Registros Civiles en otros países del mundo—. Muchísimas gracias.
Cogí la historia oficial de mi abuela, tres pobres hojas de impresora, y el olor ahora más triste de la tinta se diluyó en la benevolencia de un día de primavera tibio y soleado, que me fue aplacando mientras caminaba hacia la plaza por un camino que no creía recordar y completé sin vacilación alguna. Las terrazas estaban casi vacías, era pronto, era lunes. Escogí una mesa al sol y le pedí una cerveza a una camarera muy sonriente, bajita, morena y graciosa, que parecía ecuatoriana, peruana quizás. Me bebí esa y otra más mientras leía muchas veces los papeles, una somera trascripción literal en Arial del cuerpo diez encabezando un facsímil de la inscripción original, con primorosas versales de caligrafía inglesa trazadas a pluma. Luego pagué, dejé una buena propina y entré en el bar.
—Perdone, pero estoy buscando a alguien y a lo mejor usted puede ayudarme… —el aspecto de la mujer que estaba detrás de la barra, unos cincuenta años, gorda, apacible, rubia teñida nacional, me había decidido a abordarla—. ¿Es usted de aquí?
—No —me sonrió—, pero vivo aquí desde hace treinta años.
—Ya… —le devolví la sonrisa—. Pues es que estoy buscando a unos amigos de mi padre, que nació en este pueblo pero se fue a Madrid siendo muy joven, y no sé dónde encontrarlos, a lo mejor usted los conoce. Uno se llama Anselmo, es muy mayor, bueno, de la edad de mi padre, que ha muerto con ochenta y tres años…
—No —y subrayó la negativa con la cabeza—. Ese Anselmo no me suena.
—¿Y una señora a la que llaman Encarnita, siempre así, con diminutivo?
—Una mujer alta, con el pelo blanco, corto y rizado, grandona, mayor…
Era ésa y no sólo la conocía. También sabía dónde vivía. Me perdí en dos o tres rotondas absurdas, de esas que parecen sembradas al azar o hechas aposta para desorientar a los conductores forasteros, antes de encontrar la dirección, y allí un chalé antiguo, de piedra, en medio de un jardín frondoso, de árboles altos, rodeado por un seto de adelfas. Junto a la puerta de la verja había un interfono. Pulsé el botón, dije que venía a ver a Encarnita, y alguien me abrió sin preguntar nada más. Una mujer rubia, esta vez auténtica, de unos treinta años, con el pelo corto y la piel muy blanca, me estaba esperando en la puerta de la casa.
—Buenos días.
—Buenos días —repitió, y por el acento comprendí que era extranjera.
—Me llamo Álvaro Carrión, soy hijo de un amigo de la infancia de Encarnita —intentaba pronunciar despacio, pero a aquellas alturas ya me había dado cuenta de que no me seguía—, y me gustaría hablar con ella un momento, si puede ser.
—Señora no está.
—¿Y a qué hora volverá? —no me contestó—. No me importa esperar.
—Señora Encarnita está. Señora Encarna no está.
—Ya, pero… —la coincidencia de los nombres me hizo dudar—. No sé. Yo he venido a ver a la mayor de las dos.
—¡Ay!
Dijo sólo eso, ¡ay!, con una expresión donde los nervios parecían a punto de desembocar en el sufrimiento, y desapareció sin cerrar la puerta. Tardó unos minutos en volver con una chica muy joven, vaqueros acampanados, una camiseta corta y un pendiente azul en el ombligo.
—Hola —se metió las manos en los bolsillos y sonrió—. Jovanka me ha dicho algo de mi abuela, pero no la he entendido muy bien. Es que es croata.
—Ya, por eso ella tampoco me ha entendido a mí. Verás…
Volví a presentarme, le expliqué quién era mi padre, que había visto a su abuela en el entierro y que me gustaría hablar con ella de mi propia abuela, porque tal vez la habría conocido.
—¡Ah! Pues sí. Ella encantada, me imagino. Le gusta mucho hablar con la gente porque se aburre, claro… —entonces escuchamos el motor de un coche y ella estiró el cuello en esa dirección—. Mira, ahí está mi madre.
Repetí mi historia por tercera vez ante una mujer mayor que yo, elegante, muy simpática, que fue asintiendo con la cabeza hasta que decidió que no necesitaba escuchar más.
—Ven conmigo —me precedió hasta el recibidor y allí se dirigió a su hija—. Cecilia, ve a la cocina y le dices a Jovanka que ha llamado tu padre para decir que no le da tiempo a venir a comer, corre, anda…
—Bueno, pero luego pienso ir a escuchar.
Su madre sonrió mientras cruzaba el pasillo en dirección a una puerta acristalada que transparentaba la luz del sol. Allí, en un salón semicircular que se abría a un porche trasero y revelaba la antigüedad de la casa, estaba Encarnita, sentada muy tiesa, con la espalda recta en un sillón de mimbre trufado de cojines, ante una televisión encendida. No le debía de gustar mucho el programa, porque se volvió para mirarnos antes de que tuviéramos tiempo de llegar hasta ella, y justo después la apagó.
—Hola, mamá… —su hija se acercó, la besó en la frente, acarició su cara—. ¿Cómo estás? Mira, tienes visita, este chico es…
—Lo sé —la cortó, me miraba—. Yo te conozco.
—Sí, nos vimos hace poco en el entierro de mi padre —le dije—. Yo me llamo…
—Julio Carrión.
—No —sonreí—. Ese era mi padre y tengo un hermano que también se llama así, pero yo me llamo Álvaro. Álvaro Carrión.
Volvió a mirarme con una expresión de extrañeza y comprendí que me había confundido con mi padre. Su hija nos preguntó si queríamos tomar algo, fue a la cocina a buscarlo, la adolescente del piercing en el ombligo llegó, se sentó cerca de su abuela y durante un momento, la miró a ella también como si no la conociera.
—Ya… —dijo después—, ya. Tú eres hijo de Julio. Nieto de Benigno entonces, ¿no?
—Justo —le di la razón con una sonrisa que pretendía ocultar el derrumbe de mis esperanzas, pero ella siguió como si hubiera podido leerme el pensamiento.
—Ya, ya sé… Estoy muy bien de la cabeza, no creas, pero de vez en cuando, me pasan estas cosas, que de repente me confundo y me pierdo, me voy, así, muy lejos, y tardo en volver. Es algo de la circulación de la sangre, por lo visto, que va demasiado despacio. Eso dicen los médicos, porque yo no me entero, claro está… Ahora, que cuando vuelvo, me quedo —sonrió y se volvió hacia su nieta—. ¿A que sí, Cecilia?
—Claro que sí, si estás fenomenal —la cogió de la mano, se la apretó y me miró—. Ya me gustaría a mí tener la memoria que tiene ella, en serio.
—Bueno, pues yo he venido… —pero después de lo que acababa de escuchar, me pareció que dar muchos rodeos sería casi ofenderla—. ¿Usted conocía a mi abuela Teresa, Encarnita?
—¿A tu abuela? —abrió mucho los ojos, como si le sorprendiera la pregunta—. ¡Claro que la conocía! A tu abuela la conocía todo el mundo en este pueblo, pero todo el mundo, ¿eh?, bueno, aquí, y en los alrededores también. Pues sí, menuda era…
—Y se acuerda de… ¿Sabe usted si mi abuela era socialista?
—¿Que si era socialista? —y entonces se echó a reír, se palmeó en los muslos, apoyó las manos en las rodillas y se me quedó mirando como si no hubiera escuchado una pregunta más tonta en todos los días de su vida—. ¡Pues claro que era socialista! Bueno, socialista es poco, ella era mucho más que eso, ella fue… la que lo inventó, como si dijéramos. En este pueblo nadie sabía lo que eran los socialistas hasta que a tu abuela se le ocurrió meterse en política, no te digo más…
Pero al llegar a ese punto se puso seria y levantó el dedo índice en el aire, como si quisiera hacer una precisión importantísima.
—Ahora, que te voy a decir una cosa. Socialista era, roja perdida, vamos, pero muy buena persona, eso sí, que no se te olvide. Muy buena, y muy lista, y muy valiente, eso desde luego. Demasiado valiente, la verdad, pero sobre todo buena. Yo la quería mucho, a tu abuela, porque Teresita…, que será tu tía, ¿no? —sonreí y afirmé con la cabeza en nombre de aquella mujer a la que no había visto nunca, ni siquiera en una fotografía—, bueno, pues Teresita y yo teníamos la misma edad y éramos muy amigas. Así que yo iba casi todos los días a casa de tus abuelos, a merendar, a buscar a Teresita, a jugar con ella, y ella venía a mi casa, claro… Y luego, cuando mis padres me lo prohibieron, como ella se puso a trabajar de maestra, pues la veía en la escuela todos los días, también.
—Y… ¿le puedo preguntar otra cosa? —movió la cabeza para darme permiso—. ¿Por qué le prohibieron ir a casa de mis abuelos?
—Pues por ella, claro está. Porque se significó mucho, muchísimo, no te lo puedes ni figurar, y en mi familia eran monárquicos, y a un hermano de mi padre lo habían paseado los rojos en Madrid, y tu abuela estaba todo el día en la calle, pegando gritos, y… A ver, pues en mi casa no les hacía gracia.
—Pero mi abuelo era de derechas.
—Tu abuelo era… de derechas, sí, muy meapilas, más que otra cosa, pero en su casa no pintaba nada, la verdad, porque… —meneó la cabeza como si nada hubiera tenido nunca remedio—. Perdona que te lo diga, hijo, pero tu abuelo era un calzonazos, la verdad es que no servía ni para hacer puñetas, tu abuelo, eso lo decía todo el mundo, hasta mi madre lo decía, y que su mujer valía un millón de veces más que él. Yo creo que a mi padre también le molestaba eso, ¿sabes?, porque mi madre… Pues era de derechas y todo, sí, pero en aquella época, con lo de la libertad y que las mujeres de repente podían hacer lo que les diera la gana, entrar y salir, votar, casarse sin pedirle permiso a nadie, divorciarse y quedarse con los hijos, trabajar, ganar dinero, vivir solas, mandar en los partidos, ser diputadas, ministras, pues, figúrate…
Se me quedó mirando, como si esperara a que yo sacara mis propias conclusiones, y no la hice esperar.
—A su madre, eso le gustaba, ¿no?
—¡Pues claro que le gustaba! ¿Cómo no le iba a gustar? Pa chasco… —y se echó a reír, como si lo encontrara todo muy divertido—. Yo entonces era muy pequeña y no me daba cuenta, pero luego, pensándolo ya de mayor, pues… Yo creo que a mi madre le caía bien tu abuela, fíjate, aunque sólo fuera por la cuenta que le traía, y eso sí que mi padre no lo tragaba, eso le ponía enfermo, con lo de las mujeres no podía. Y él no era un calzonazos, por cierto, más bien lo contrario. Total, que la que pagó el pato fui yo, con lo que quería a Teresita, que era de mis mejores amigas… Ahora, que no obedecí, eso desde luego. A casa de tus abuelos dejé de ir porque me podía ver alguien, pero seguí jugando con tu tía en la plaza, en el río, en la escuela. En aquella época, las cosas eran así, yo tenía… pues once o doce años tendría, pero no obedecí, así que… Algo se me habría pegado de tu abuela.
Volvió a sonreír, como sonreía su hija, como sonreía su nieta, como estaba sonriendo yo mientras el fantasma de mi abuela Teresa volaba sobre nuestras cabezas igual que la estela brillante de un hada madrina, una presencia dulce y benéfica que no se disipó del todo pese a la irrupción de un adolescente muy alto y con la cara llena de granos, que venía botando un balón de baloncesto. Se llamaba Jorge, y mientras se comía todas las patatas fritas que había traído su madre, comprendí que tendría que hacer aquella pregunta antes o después, y me dije que sería mejor hacerla cuanto antes.
—Y usted, Encarnita…, ¿usted sabe cómo murió mi abuela?
—Pues… —y entonces me miró como si acabara de darse cuenta de la extraña naturaleza de mi curiosidad—. Eso quien lo tiene que saber eres tú. Lo que quiero decir es que lo sabría tu padre, ¿no?
—No lo sé —junté las manos, las crucé, las apreté con fuerza, las miré, y me sentí avergonzado de pronto por no tener otra respuesta que ofrecer a aquella mujer, como si hasta aquel momento yo mismo no hubiera podido calibrar bien la bochornosa condición de mi ignorancia—. Supongo que él lo sabría, pero yo no lo sé. Nunca nos habló de su madre. Nunca. El otro día, entre unos papeles suyos, encontré una carta que ella le escribió cuando se fue de casa. Entonces me enteré de que era socialista, de que había dejado a su marido y de que tenía otra hija. Hasta que leí esa carta, yo creía que mi padre era hijo único, y que mi abuela se había muerto de tuberculosis en el verano de 1937.
—¡Qué barbaridad! —Encarnita movió la cabeza de un lado a otro varias veces, sujetándose la garganta con la mano derecha, como si le faltara el aire—. Qué… barbaridad, qué poca vergüenza, ¿no?
—Pues… —la miré a los ojos y no encontré ningún camino para escapar de su mirada—. Sí.
—Porque yo podría entender… En aquella época, en los años cuarenta, en los cincuenta, era difícil ser hijo de según quién, de alguien como tu abuela era hasta peligroso, pero después, que no os dijera nada después, a vosotros, que sois sus nietos—Hizo una pausa larga, tan larga que me dio tiempo a pensar en lo que me acababa de decir y mi vergüenza creció, y creció mi tristeza, mi rabia, mientras ella masticaba su asombro todavía.
—Claro que a lo mejor… No lo sé. No sé. Bueno, el caso es que tu abuela no murió de tuberculosis. El tuberculoso era él.
—¿Su novio?
—Hombre, tanto como novio… —se tomó algunos segundos para decidir si aquella categoría era aceptable, antes de rechazarla—. Más bien el hombre con el que se juntó.
—Manuel —recordé.
—Sí, así se llamaba, Manuel Castro. También era maestro, y socialista, y valía mucho. Tenía un pico de oro, eso decía la gente. Tu abuela hablaba bien, pero él… Claro que es lo que tenían los políticos de entonces, que los de ahora no valen ni para limpiarles los zapatos. Yo era una niña, pero de eso sí me daba cuenta, porque entonces los políticos imponían sólo con verlos. Eran líderes, ¿comprendes? Arrastraban a la gente, no se contradecían cada dos por tres, sabían lo que decían, y por qué lo decían. Y como desaparecieron de la noche a la mañana pues, claro, todo el mundo se daba cuenta, los comparaban con lo que vino después… —y cuando yo creía que había vuelto a perder el hilo, me demostró que lo tenía bien amarrado—. El caso era que don Manuel valía mucho, y mandaba bastante en el partido, como tu abuela, por otro lado, no creas, que ella también sabía mandar, pues sí, menuda era… Total, que entre esto y aquello, parecían hechos de encargo, el uno para el otro, la verdad. Él sí había tenido tuberculosis, aunque cuando llegó aquí ya se había curado. Era un hombre alto, flaco pero fuerte, y los niños le queríamos mucho porque era mago.
—¿Mago? —y el corazón se me aceleró de repente, podía sentir la velocidad, el tropel de sus latidos—. Hacía magia, ¿quiere decir?
—Claro. Él fue quien enseñó a tu padre. Porque tu padre también era mago, eso sí lo sabes, ¿no? —asentí con la cabeza—. Cuando nos portábamos bien en clase, si nos sabíamos la lección o habíamos hecho todos los deberes, don Manuel empezaba a sacarse cosas de los bolsillos, del cuerpo, nos las sacaba a nosotros de detrás de las orejas o las hacía desaparecer —sus ojos se iluminaron con un regocijo casi infantil—. La verdad es que era maravilloso… Y entre eso, y que vivía en casa de tus abuelos, porque había venido evacuado de Las Rozas y lo habían colocado allí, y el pico que tenía, pues, ya se sabe… Acabó pasando lo que pasó. Ahora, que te voy a decir otra cosa —y volvió a levantar en el aire el índice de las admoniciones—, aquello fue un pedazo de escándalo para los demás, para mis padres, para el cura, para la gente bien del pueblo, porque él también estaba casado, y tenía hijos y todo, pero ellos no pensaban en eso, a ellos eso les traía sin cuidado, y a los suyos también. Tu abuela no se escondía al salir a la calle, ni estaba arrepentida, ni tenía mala cara, nada de nada. Al revés, estaba como unas pascuas, daba gusto verla, porque estaba muy segura de que tenía derecho a hacer lo que quisiera. Ella era así, y a mí eso también me parece bien, qué quieres que te diga, me da envidia, porque…
Entonces se calló de pronto, igual que si se hubiera mordido la lengua, y me dirigió una mirada de alarma que no pude interpretar, a la que no pude corresponder de ninguna manera.
—Total, a lo que iba —pero se recuperó muy deprisa—. Que se fueron de aquí. Y se llevaron a Teresita, o Teresita quiso irse con ellos, eso no lo sé. Y nunca la volví a ver. Tu padre no quiso marcharse, en cambio, se quedó con tu abuelo, y era raro, ¿eh? Fue raro, porque Julito adoraba a don Manuel, le hacía de ayudante en las funciones que daba a los soldados, siempre estaban juntos. Y después… Los metieron en la cárcel, a los dos, pero muy lejos el uno de la otra. Él salió muchos años más tarde, lo sé, aunque no me acuerdo de por qué, no sé quién me lo contó, pero estoy segura de que lo he sabido. Eso también me pasa mucho, ¿sabes?, que me acuerdo bien de las cosas más antiguas y, en cambio, las más modernas se me borran…
—¿Y mi abuela?
—Pues tu abuela… Eso sí lo sé —me miró a los ojos para decírmelo—. Tu abuela murió en la cárcel, en alguna cárcel, no me acuerdo de cuál. En aquella época había muchas, pero me parece que fue en una famosa… No te puedo decir más. Lo único que sé es que a ella también le había caído una condena larguísima, a todos los maestros les pasó lo mismo, pero se murió muy pronto, a los dos o tres años, de una enfermedad. Creo que tuberculosis no era, pero tampoco me acuerdo ya… Lo único que recuerdo es que tu abuelo lo fue contando. Se lo contó a mi padre y así me enteré yo.
En ese momento sentí un alivio enorme, una pena enorme también, ante ese desenlace cruel pero no demasiado, benévolo pero cruel, y era consolador que nadie la hubiera matado, que se hubiera ido ella sola, y era espantoso que no hubiera sobrevivido, como sobrevivieron tantos otros, y era gratificante pensar que no la habían tirado a un pozo, que no la habían sacado de la cama de madrugada para pegarle un tiro al borde de una carretera, que los barrenderos no habían recogido su cadáver de madrugada en una calle cualquiera, y era horrible pensar en qué condiciones la habría encontrado la muerte, y era mejor que no hubiera vivido para ver lo que sus enemigos hacían con su país, y era terrible que no hubiera vivido incluso al precio de ver lo que sus enemigos hacían con su país.
Encarnita me miraba con sus ojos profundos, pequeños pero brillantes como puntas de alfiler, mientras yo me reprochaba mi ingenuidad, la debilidad de creer que Teresa hubiera conseguido escapar. Otros muchos lo habían logrado pero, en el fondo, yo ya sabía que ella no había tenido esa suerte, porque su hijo no habría podido eliminarla para siempre si hubiera seguido estando viva. Había muerto mucho antes de que yo naciera, pero seguía siendo mi abuela, siempre lo sería aunque hubiera muerto con mi edad, a los cuarenta años, a los cuarenta y uno, una mujer extraordinaria, más de lo que yo llegaría a ser en mi vida. Era mi abuela y yo la quería. Nunca la había visto, pero la quería. Ella no había llegado a conocerme, pero la quería. Jamás me había tocado, jamás me había abrazado, jamás me había besado, pero yo la quería, la quería, la quería. De verdad y de repente, la quería.
—Era mucha mujer para tu abuelo, Julio.
—Álvaro —me atreví a recordar.
—Bueno, como te llames… —miró dentro de sí misma, y sus ojos volvieron a brillar—. Mucha mujer. Demasiada.
Era mucha mujer, pensé, fue mucha mujer y luego nada, Teresa González Puerto, la que lo inventó, que se significó mucho, muchísimo, y se pasaba el día en la calle dando gritos, y era fuerte, y lista, y valiente, demasiado valiente, como si el valor pudiera ser excesivo, como si molestara, como si pudiera llegar a sobrar en la vida de alguien, en la de los demás, pero también era buena, muy buena, y es preciso recalcarlo, porque la bondad de una madre de familia no se da por supuesta cuando es fuerte, y lista, y valiente, demasiado valiente, en los territorios inmunes a la ley de la gravedad. Teresa González Puerto, que se había casado con el hombre equivocado, y había ensayado la existencia de una joven y pacífica esposa burguesa, y no le había gustado, y había creído en el sueño de su propia libertad, y lo había ejercido para ganar el amor de un mago, para arriesgarlo todo, para perderlo todo, y por fin la vida. Entonces, y aunque la sonrisa de mi abuela me dolía, aunque presentía que nunca dejaría de dolerme, su recuerdo me llevó al de otra mujer excesiva.
—¿Y esta fotografía? —se la tendí y ella se la acercó mucho a los ojos, dejándome leer a distancia la fecha, la dedicatoria—. ¿Sabe quién es ella?
—Una mujer guapísima —me sonrió.
—Guapísima —repetí.
—Sí, pero no la conozco. Si la hubiera visto alguna vez, no se me habría olvidado —hizo una pausa breve y risueña que no supe interpretar y volvió a acercarse la foto a la nariz—. Él es tu padre, claro. En la época en la que volvió por aquí.
—La foto es de 1947 —aclaré—. Está dedicada por detrás.
—¿Qué pone? —se lo dije y se quedó pensando—. Paloma, Paloma… Vete a saber. Hay tantas. Pero aquí no la trajo, eso desde luego. Y lo de 1947, pues sí. Por ahí debió de ser… Llevaba un montón de tiempo fuera, yo ya creía que no iba a volver, porque de Torrelodones se marcharon tres a Rusia, y a uno lo mataron, pero el otro vino tres o cuatro años antes que tu padre.
—¿Y qué hizo? —pregunté, porque ya desconfiaba de todo lo que sabía—. ¿Volvió a vivir con mi abuelo?
—¡Qué va! Si a tu padre no le gustaba nada esto… —y se rió con ganas antes de confirmar la versión familiar—. Bueno, le gustaba venir para presumir, para darse un paseo y chulear un poco, eso sí, porque volvió hecho un señor, pero un señor, con dinero, bien vestido, nada que ver con tu abuelo, que siempre fue un patán… Tenía mucho éxito con las mujeres, pero muchísimo, no te lo puedes ni imaginar. A mí siempre me dejó fría pero en el pueblo traía locas a más de cuatro, y eso sin contar con lo de la señorita Mariana, claro.
—¿La señorita Mariana? —en ese momento, aquel nombre no me sugirió nada.
—Sí, Mariana, la sobrina de don Mateo Fernández, el dueño de la Casa Rosa —y dio por sentado que yo sabía de lo que me estaba hablando.
—Es una casa muy grande, construida en lo alto de un cerro —su hija intervino en mi auxilio—. Se llega por un camino que arranca más o menos donde termina esta calle. Desde aquí no se ve mucho, porque está lejos, pero es un chalé antiguo y muy bonito, con las paredes recubiertas de hiedra, fíjate al salir… Ahora está rodeado por otros chalés más pequeños, más modernos, tres, creo que son. Antes, todo ese terreno pertenecía al jardín de la Casa Rosa, pero yo ya no lo conocí. Siempre lo he visto así.
—¿Y qué tenía que ver mi padre con esa casa?
—Pues… —se quedó pensando y frunció el ceño—. El caso es que eso nunca se supo, no puedo decirte otra cosa, la verdad… Tu padre volvió, y aquí le conocía todo el mundo, claro, figúrate, pero aparte de ir a ver a tu abuelo, que era lo normal, ¿no?, pues iba siempre a ver a la señorita Mariana, que todavía le estoy viendo subir la cuesta… La gente decía que estaban liados, pero vete a saber, porque a la gente le gusta mucho hablar y luego, las más de las veces, no tienen ni idea de lo que dicen. Además, la señorita Mariana, aparte de que era mayor que tu padre, era una mujer muy seca, muy seria, y hasta un poco amargada, diría yo, a lo mejor porque se había quedado viuda muy joven con una niña que era monísima, por cierto, con los ojos muy azules y rubia rubia… Claro que los Fernández eran más bien rubios, y con los ojos claros casi todos. El caso es que no me acuerdo de cómo se llamaba la niña, porque la vi muy pocas veces. Su madre no la dejaba venir al pueblo. Es que no se trataba con nadie de aquí, ¿sabes?, como si descendieran del sobaco de Cristo, lo mismo. Aparecían todos los años a finales de junio, en un taxi, y luego sólo bajaban a misa los domingos, nada más. Así hasta que se marchaban en otro taxi, en septiembre. Fermina, que había sido la guardesa de don Mateo, bajaba a hacerle la compra, y aparte de ella, y de su marido y sus hijos, claro, que también vivían ahí arriba, la señorita Mariana sólo se hablaba con tu padre. Pero no era la clase de mujer que se lía con un hombre como él.
—¿Por qué? —me atreví a preguntar—. Si tenía tanto éxito…
—Ya, pero entonces las cosas no eran como ahora. Se guardaban mucho más las formas, y la señorita Mariana era una señora, y él nada, un don nadie, aunque… Yo qué sé. En esos asuntos, se lleva cada sorpresa una, en la vida. De todas formas, algo se traían entre manos, eso seguro, porque él iba siempre a verla cuando venía por aquí. Y luego, cuando se vendió la casa, ella escribió al ayuntamiento, y al notario, y hasta al cuartelillo de la Guardia Civil, para decir que él la había echado, que se la había robado. Pero no pasó nada de nada, porque la casa, para empezar, no era suya. De Mariana, quiero decir… Era de su tío Mateo. Antes de su abuelo, sí, del padre de su padre, pero después de don Mateo. Cuando se repartieron la herencia, digo yo, porque tampoco lo sé pero me imagino que sería así, cuando se lo repartieron todo, don Mateo se quedó con esa casa, y su hermano, el padre de la señorita Mariana, que era el mayor, pues, no sé, se quedaría con otra cosa. Tenían mucho dinero.
—Entonces… —pero todavía estaba completamente perdido— ¿Por qué vivía ella en esa casa? Si no era suya y tenía dinero… ¿Y cómo pudo echarla mi padre?
—¡Ay!, hijo, es que eso no lo sé… Pero ni yo ni nadie, aquí por lo menos, ésa fue siempre una historia muy misteriosa. La señorita Mariana veraneaba en esa casa, porque sus dueños no estaban aquí, en España. Se habían marchado, a Francia creo, después de la guerra.
—Eran republicanos.
—¡Bueno! —sonrió mientras movía la mano en el aire con mucha vehemencia—. Y sobre todo ateos, por eso a mí tampoco me dejaban acercarme a su casa, ni subir la cuesta me dejaban… Los niños, que ya no eran tan niños, claro, porque los más pequeños tendrían casi diez años más que yo, no habían hecho la comunión y ni siquiera estaban bautizados. Eso se contaba, pero yo no los conocía, la verdad, porque mis padres y los suyos ni se saludaban, y eso que antes de la República, por lo visto, se habían llevado bien. En aquella época esta clase de cosas eran muy corrientes… Total, que después de la guerra se marcharon, y se conoce que, entonces, le dejaron las llaves de su casa, de ésta y de la de Madrid, a su sobrina Mariana, que fue la única que se quedó aquí.
—Y la que se quedó con todo —supuse en voz alta, para que Encarnita me diera la razón con vehemencia—. Porque si ella no se marchó, estaría a bien con el régimen, supongo.
—Pues eso supongo yo también, sí, eso supusimos todos por aquí… A nadie le extrañó mucho, primero porque en aquella época, después de la guerra, todos hacíamos como que no nos extrañaba nada, ¿sabes? No estaban los tiempos para reclamaciones, ni para andar haciendo preguntas sin ton ni son… Pero, además, don Mateo… Pues claro, los tres veranos que duró la guerra ni había aparecido por aquí, porque estaban las cosas como para veranear, con el frente en la Moncloa. Y luego, su sobrina apareció un buen día de dueña y señora, con muchos humos, ¿sabes?, y mucha mala leche, por cierto, porque lo que le pasaba era que no tenía donde caerse muerta. No sé qué hizo su padre para gastárselo todo, pero se lo gastó. Y luego, pues sí, sería lo que tu dices… —volvió a asentir con la cabeza y un gesto más melancólico—. Cuando su familia se fue, ella debió de pensar, ya está, me ha tocado la lotería, me quedo con todo y a vivir. Hasta que, un buen día, tu padre volvió al pueblo. Y él era falangista, así que pocas bromas, ¿sabes? Luego, un año después, o más bien dos, serían, se vendió la casa y nunca volvimos a ver a la señorita Mariana, ni a la niña, nada, como si se las hubiera tragado la tierra. Con él pasó algo parecido porque estuvo mucho, pero muchísimo tiempo sin alternar por aquí, más de diez años, creo yo. Bueno, venía a ver a tu abuelo, pero llegaba con el coche hasta la puerta y se volvía a marchar sin saludar a nadie. Así que la siguiente vez que hablé con él, ya se había casado con la extranjera y tenía dos o tres críos, porque sois muchos, ¿no?
—Cinco —sonreí—. Pero mi madre no es extranjera.
—Ya, ya lo sé —ella también sonrió—. Pero aquí, en el pueblo, la seguimos llamando así, porque como tenía esa pinta y tu padre había salido, y había estado en medio mundo, y eso… No sé, la vimos aparecer un día, tan flaca, tan elegante, con unas gafas negras que le tapaban la mitad de la cara, y siempre tan callada, sonriendo sin decir ni mu, como si no entendiera… Debe de ser extranjera, dijo alguno, y todos pensamos, pues claro, eso debe de ser. Después, ya no. Después… Bueno, yo nunca he hablado mucho con ella, pero sólo con que te dé los buenos días, ya se da una cuenta de que no es extranjera, de que es de aquí.
—De todas formas, lo de esa casa es muy raro… —y eso era lo que había estado pensando mientras la escuchaba, que era tan raro que la explicación tenía que ser más sencilla de lo que parecía—. Pero a lo mejor, mi padre ya trabajaba en una inmobiliaria que quería comprar la casa y se había puesto de acuerdo con los dueños o algo así. Porque él siempre trabajó en eso y empezó comprando ruinas para arreglarlas y venderlas después.
—Eso tiene sentido —volvió a intervenir Encarna hija.
—Sí, en fin, no lo sé… —pero su madre no estaba tan segura—. Ya te he dicho que todo eso fue muy misterioso.
Me devolvió la foto, la guardé en mi cartera, miré el reloj y me di cuenta de que eran las dos y media. Cogí a Encarnita de las manos, la miré, le pedí perdón por haberla entretenido tanto tiempo, y le di las gracias.
—No puede usted imaginarse cuánto le agradezco lo que me ha contado de mi abuela —le dije—. De verdad, yo… Ni siquiera sé cómo decírselo.
—¡Ah! ¿Pero te vas ya? —me preguntó, muy sorprendida.
—Pues, claro, mamá… —su hija se echó a reír—. Él tendrá que comer, y nosotros también.
—Bueno, pero antes… A ver, que alguien me traiga la foto que tengo en la cómoda del dormitorio —su nieta se levantó enseguida—. Tienes que verla antes de irte.
Era una típica imagen escolar, una cincuentena de colegiales de ambos sexos formados en hileras, por edades y estaturas, en las escaleras de un edificio, y cuatro adultos, tres hombres y una mujer, completando la composición, dos por debajo, uno en cada extremo de la primera fila, y dos por arriba, juntos y un peldaño por encima de la hilera más alta. Ella era una versión insólita, juvenil, estilizada, desafiante y atractiva de mi abuela, con el pelo suelto, los ojos un poco saltones siempre pero muy brillantes, ni rastro de papada y la barbilla muy favorecida por esa ausencia. Él, un hombre delgado, con la cara alargada y el pelo negro, la miraba y sonreía de perfil, como si estuviera solo con ella.
—Ésta es mi abuela, ¿no? —Encarnita respondió con la cabeza a aquella pregunta gratuita que me sentí obligado a formular de todas formas, porque el tiempo parecía haber retrocedido por el rostro y el cuerpo de aquella mujer, que debía de tener como poco diez años más que la sonriente esposa burguesa que me esperaba al lado de mi ordenador, y parecía su hermana pequeña—. Y éste debe de ser Manuel.
—Sí, y ya ves cómo la mira, por eso, cuando digo yo que era un escándalo… Y esta niña de aquí, ¿ves?, es Teresita. Ésta soy yo, y ésta es Amada…
Teresa Carrión González se parecía a su madre, pero también se parecía a su hermano. Morena, con los ojos oscuros, iba peinada con raya en medio y dos trenzas pequeñas, apretadas, rematadas con un lazo en cada punta. Tenía la nariz más pequeña que mi padre pero una boca grande, de labios anchos, que podría haber sido la mía. Muy tiesa, muy contenta, con un babi limpísimo, posaba con las manos dentro de los bolsillos y la cabeza recta, la barbilla levantada en el mismo ángulo que su madre. La miré durante mucho tiempo sin decir nada, y miré a mi abuela, también, y me di cuenta de que Encarnita mantenía intacta la presión de los dedos sobre una esquina del marco, pero no fui capaz de prever el estallido.
—¿Le importaría dejármela? Me gustaría hacer una copia, yo…
—¡No! —dio un tirón y me arrancó la foto de entre los dedos, con una fuerza mayor de la que yo habría llegado a suponer—. ¡Qué no, eso sí que no!
—Pero, mamá… —cuando su hija intentó intervenir, ya tenía el marco apoyado en el pecho y los dos brazos cruzados encima, igual que una mártir primitiva—. ¡Si no te la va a quitar! Él se la lleva, hace una copia y te la devuelve. A ti te da igual…
—Pues no me da igual, ¿sabes? Al revés, me importa mucho.
—¡Pero si es su abuela, mamá! Es lógico que quiera tener la foto. ¿A ti qué más te da?
—Pues sí me da, me da, claro que me da… —había perdido todo el aplomo, la seguridad de antes, y ahora se quejaba igual que una niña pequeña, un berrinche tan auténtico que me arrepentí de haberle dado aquel disgusto, hasta que dijo algo más sorprendente que su desconsuelo—. Para mí es una foto de tu madre, sobre todo de tu madre, y no me da la gana de dársela, ni de prestársela ni nada. Es mía, la quiero tener yo, y ya está.
—Bueno, mamá… —Encarna la abrazó y ella se refugió entre sus brazos—. Muy bien, pues no le das la foto, no pasa nada, ¿ves? A él no le importa, ¿a que no? —trazó con el dedo varios círculos seguidos en el aire, como si quisiera asegurarme que luego hablaríamos, mientras me miraba.
—No, no, claro que no —me apresuré a declarar—. Y siento mucho todo esto, yo…
—No pasa nada —Encarna me tranquilizó—. No ha pasado nada. Cecilia, acompaña a la abuela a su dormitorio, anda, que vuelva a poner la foto en su sitio antes de comer.
Trasvasó a la anciana de sus brazos a los de su hija y esperó a que salieran por la puerta antes de acercarse a mí.
—Tiene ochenta años, ¿sabes? —sonreía—. Los cumplió en febrero. Y está muy bien, ya lo has visto, pero de vez en cuando le pasan estas cosas. No te preocupes. Yo te haré la copia. Una tarde de éstas, iré con ella a un laboratorio que hay en el centro y le diré que quiero hacer una copia para colgarla en la farmacia. Ya tengo una, pero seguro que no se acuerda. Apúntame tu dirección, anda, para que pueda mandártela…
Me acompañó hasta la puerta, me señaló la casa de la que habíamos estado hablando antes, y se quedó esperando a que yo me marchara, pero todavía no había llegado a la mitad de la escalera cuando me llamó.
—¡Álvaro! —me di la vuelta para mirarla y ella bajó unos peldaños para ponerse a mi altura—. Llevo un rato pensando que… Te voy a contar otra cosa. Yo no soy hija de Encarnita, ¿sabes? Bueno, sí soy su hija, pero ella no es mi madre biológica.
Se me quedó mirando un instante, como si me concediera el derecho a hacer una pregunta que yo no me atreví a formular. Luego me sonrió y siguió hablando.
—Mi madre se llamaba Amada y era la niña que acabas de ver en esa foto. Murió hace tres años. Encarnita y ella vivieron juntas durante más de cincuenta, con una interrupción de dos. Amada era más joven que Encarnita, y más débil, así que a los veintiún años se asustó, se confesó, se asustó mucho más y se fue a servir a Madrid. Allí se echó un novio que estaba haciendo la mili, la dejó embarazada y desapareció. Entonces volvió al pueblo, sola y más asustada que en su vida. Era hija de un guardia civil, y en la casa cuartel no se pusieron muy contentos de verla. Sin embargo, Encarnita la perdonó enseguida por haberla abandonado. Su padre, que había sido el farmacéutico del pueblo, el dueño de la farmacia que tengo yo ahora, ya había muerto. Ella era hija única, tenía un nivel de vida mucho más alto, le ofreció su casa y aquí se quedó, aquí ha vivido hasta que se murió, aquí nací yo, aquí crecí, en fin… Aquí estoy, y aquí vivo ahora con mi marido, con mis hijos. La madre de Encarnita, que para mí es mi abuela, la única que he tenido, se arregló un dormitorio en la planta baja y prefirió no enterarse de lo que pasaba en el resto de la casa. Mis madres, porque tenía dos, dormían en el piso de arriba, en la habitación principal, donde duermo yo desde que me casé. Pero, según ellas, no eran lesbianas, nunca lo han sido. Eran amigas. Dormían juntas, discutían, se daban celos, se ponían los cuernos, tenían unas broncas monumentales en la cocina, pero no eran lesbianas.
—No lo sabían —sugerí, intentando aportar un ángulo amable a aquel relato cuyo sentido último aún no había sido capaz de adivinar—. Bueno, en aquella época… —pero ella me interrumpió con una carcajada.
—¡Claro que lo sabían! ¿Cómo no iban a saberlo? En aquella época y en cualquiera. Lo sabían de sobra, pero se negaban a reconocerlo… La única vez que me atreví a hablar con ellas de eso me llamaron de todo, me preguntaron cómo podía decirles una cosa así, cómo podía ser tan sucia, tan mal pensada, tan desagradecida, tan mala hija —volvió a sonreír, y yo sonreí con ella—. Y siguieron yendo a misa del brazo todos los domingos, y confesándose de todo menos de lo que hacían en la cama. Encarnita logró convencer a su novia de que eso es normal entre amigas, de que todo el mundo sabe que no tiene importancia, y de que pecado es sólo lo que se hace con los hombres. Y siguieron comulgando, hablando mal de los demás, advirtiéndome que tuviera mucho cuidado con los chicos porque todos van a lo mismo, que, entre nosotros, me apostaría cualquier cosa a que ella ni siquiera sabe lo que es, y siendo felices, eso sí, porque han estado muy enamoradas la una de la otra, y yo creo que han sido felices. Pero sin querer saber nada. Nunca. Nada. Te lo cuento porque tú has venido aquí a preguntar por tu abuela, y no sabías nada de ella, y me parece que… En fin, que eso no es tan raro. En este país, por lo menos, no.
—Gracias, Encarna —ella asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír—. Gracias por contármelo.
Le di dos besos para despedirme, ella me los devolvió, y al entrar en el coche, tuve la sensación de que mi abuela Teresa, su presencia dulce y benéfica, seguía volando sobre mi cabeza, amparándome y protegiéndome a la vez. Estaba aturdido y sin embargo tranquilo, contento de saber pero incapaz aún de procesar lo que había aprendido, todos los datos que daban vueltas en mi memoria y, sobre todos ellos, la imagen de mi abuela, tan guapa, tan joven, tan orgullosa, ese pequeño milagro del tiempo y de la historia que la había hecho vivir, que la había matado, que me la había devuelto después de tantos años en una imagen digna de ella misma, de su fuerza, de su inteligencia, de su valentía. Había algo heroico y algo familiar, algo ejemplar y algo pequeño, algo grandioso y algo conocido, algo maravilloso y algo cotidiano, algo español y algo universal en Teresa González Puerto, y todos esos ingredientes desembocaban en el mismo sitio, que era yo.
Yo me habría enamorado de ti, abuela. Si hubiera tenido tu edad, si te hubiera conocido en el 36, si no hubiera sido tu nieto, me habría enamorado de ti. Eso pensé, y ese pensamiento me puso de buen humor, porque era en sí mismo bueno y porque me liberaba de la sospecha de estar siendo injusto con aquel amor que en cualquier otro momento de mi vida habría bastado, que habría sido bastante para cargar de significado mi nombre y mis apellidos, y que no me había llegado hasta ahora, cuando ya no era libre ni echaba de menos mi libertad.
Por eso, a las cuatro en punto de la tarde, cerré los ojos, crucé los dedos y apreté un botón del portero automático de la casa de Raquel.
—¿Sí?
—Hola, soy yo.
—Álvaro —no lo preguntó, lo afirmó, como si hubiera reconocido mi voz, y eso me gustó, aunque la suya sonaba neutral, cortés, casi inexpresiva.
—Sí, es que… Bueno, he estado en Torrelodones, arreglando unos papeles de mi padre, y…
—Pasabas por aquí.
—No —y entonces por fin se rió—. He venido aposta.
—Sube.
Cuando me aficioné a tirarme por aquella montaña de arena compacta y húmeda, recién apilada, que brotó en el patio del colegio de un día para otro, me pareció que la primera vez era la mejor, pero carecía de la emoción de la segunda, de la tercera, de la cuarta, porque la experiencia iba añadiendo un ingrediente nuevo a cada repetición. Cuando volví a la cama de Raquel, me emocioné mucho más que la primera vez, pero no estuve tan pendiente como entonces de los movimientos del planeta. Eso no fue perder, sino ganar, porque el asombro que se consolida se convierte en una certeza mucho más asombrosa, y los únicos milagros que valen la pena son los capaces de repetirse. Por eso, sin dejar de mirarla, de vigilar el ritmo de su respiración, ya fui capaz de hablar con ella, de decir algo más que tonterías.
—Te voy a contar una historia española —me di la vuelta hacia su lado, la besé, la abracé, la volví a besar, y la atraje hacia mí sin dejar de besarla—, que me acaban de contar a mí. A ver si te gusta…
No le hablé de mi abuela, no pude hacerlo, como no había podido hablar de ella con Fernando Cisneros todavía. No se trataba sólo de que Teresa fuera mía y sólo mía, de que me gustara pensar, sentir eso, pero tampoco era simple pudor. Había un componente más turbio y mucho menos romántico en mi reserva, una cautela vergonzante que tendría que aprender a gestionar antes de que se convirtiera en vergonzosa, pero aún no me sentía seguro. Todo me estaba pasando a la vez, y todo pasaba demasiado deprisa. Tenía que acostumbrarme a la memoria de mi abuela, dejar que aquella inflamación amorosa, repentina y purísima, se decantara poco a poco hasta encajar en los límites amables e inofensivos de los recuerdos verdaderos, imágenes conocidas, historias antiguas, personajes tan familiares como sus apellidos, sus nombres propios. Sólo entonces podría contar la verdad, esa verdad enterrada y clandestina que había conocido tarde, que había conocido a tiempo, sin parecerme a mí mismo un advenedizo, un recién llegado a la carrera de los abuelos admirables, un simple oportunista, un nieto de ocasión. Teresa González Puerto no se merecía ese destino. Yo tampoco. Por eso le conté a Raquel la historia de Amada y Encarnita sin mencionar a mi abuela, como si me hubiera encontrado por la calle con la farmacéutica de Torrelodones, vieja conocida de la familia, y ella se hubiera empeñado en invitarme a su casa para que su madre me contara cómo había sentido la muerte de mi padre, sin que yo sospechara que después, mientras nos despedíamos, el vino que había tomado en ayunas le iba a soltar la lengua de esa manera.
—¿Qué, te ha gustado?
—Me ha encantado —y se echó a reír—. Es una historia increíble, ¿verdad? Esas dos mujeres, viviendo juntas cincuenta años y sin querer saberlo. ¿Y tú no te has dado cuenta? ¿No te has mosqueado?
—Pues, no sé —volví a besarla—. En realidad, es que yo no sé nada de lo que hacéis las mujeres. Tú, por ejemplo… ¿Qué haces con tus amigas?
—Hay que ver, qué pesados sois los tíos —pero seguía riéndose—. Siempre estáis con lo mismo…
Y en aquel instante, mientras la miraba, mientras la celebraba, porque mirarla allí, y mirarla así, era una fiesta para mis ojos, lo comprendí todo.
—Joder —me separé de ella con suavidad, me senté en la cama, me sujeté la cabeza con las manos—. Joder, joder, joder, joder…
—Pero ¿qué te pasa? —Raquel se sentó a mi lado—. Álvaro…
—¡Joder!
También había sido culpa suya, me dije mientras la miraba, porque si no llevara dos días atontado, pensando sólo en su cama y en la manera de volver a meterme en ella, habría andado más rápido, más listo. Pero el relato de Encarnita apenas encajaba con mi memoria familiar, aquellos datos someros sobre una casita pequeña, de alquiler, cerca de la estación, y una niña de siete u ocho años que nunca había hablado con el hijo de la maestra cuando se lo encontró por casualidad, mucho después, andando por la Gran Vía y hecho un señor. Ha sido sobre todo culpa de Raquel, me repetí, y sin embargo ninguno de los dos teníamos la culpa de nada, y no estaba dispuesto a consentir que mi padre me arruinara la tarde. Por eso, sin estar tampoco muy seguro del significado real de aquel descubrimiento, me dejé caer sobre las sábanas despacio, volví a abrazarla, volví a besarla, sonreí, y me inventé una excusa sobre la marcha.
—Nada, no ha sido nada. Es que de repente me he acordado de que tendría que estar ahora mismo en la facultad, porque tenía una reunión muy importante, pero se me había olvidado que ya he delegado el voto, así que… Nada —la estreché un poco más, hasta que mi nariz rozó la suya—. Que no sé dónde tengo la cabeza, últimamente.
Ella se alejó unos centímetros de mí para sonreírme, me dejó adivinar que le gustaba la idea de que descuidara mis obligaciones académicas por su culpa, me besó, y todo volvió a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, como si la hija de la señorita Mariana, aquella niña tan mona, con los ojos muy azules, rubia rubia, a la que Encarnita no había podido reconocer muchos años después porque apenas la había visto unas pocas veces, no se hubiera llamado Angélica.
Como si, con el tiempo, aquella niña no se hubiera convertido en mi madre.