El 25 de abril de 1944, un hombre joven, moreno y callado, que llevaba el pelo muy corto pero iba vestido con ropa de paisano, se bajó de un tren procedente de Berlín en la estación de Orleáns. En el bolsillo interior de la americana, llevaba un carné emitido en 1937 a nombre de Julio Carrión González por la Juventud Socialista Unificada de Madrid. En el bolsillo derecho de la misma prenda, otro carné emitido en 1941, también en Madrid, también a nombre de Julio Carrión González, por Falange Española Tradicionalista y de las JONS. En el fondo de su equipaje, doblado con mucho cuidado, había un uniforme del ejército alemán, otro del ejército español, y entre ambos, su cartilla militar y un salvoconducto a nombre de Julio Carrión González firmado en Riga, casi cuatro meses antes, por el comandante en jefe del Cuartel General de la División Azul de la Wehrmacht.

Aquel hombre no debería estar en aquel tren. Los divisionarios habían sido repatriados en otoño del año anterior, con la excepción de algunos miles de voluntarios que habían decidido seguir luchando bajo mando alemán. Pero éstos, los hombres que habían integrado la llamada Legión Azul, también habían vuelto a España a principios de abril de 1944, cuando los ejércitos de Hitler preparaban su retirada del frente del Este. No había ninguna razón capaz de explicar la presencia de Julio Carrión en aquella fecha, en aquel lugar, y sin embargo todos sus documentos eran auténticos.

El soldado de muchas identidades viajaba solo, con una bolsa ligera que se había esforzado por recuperar del compartimento para equipajes de varios vagones del mismo tren con ademanes de esfuerzo muy exagerados, siempre diez minutos antes de la hora prevista para alcanzar alguna estación. Después, en todas las ocasiones, se había colocado una bufanda alrededor del cuello, se había puesto el sombrero, y se había despedido con un movimiento de la cabeza de los otros viajeros, con los que no había llegado a cruzar ni una sola palabra. Si alguno de ellos hubiera tenido algún interés en recordarle, no habría dudado de que se disponía a abandonarles, como los ocupantes del vagón al que se dirigiera a continuación no podrían dudar de que acababa de subirse al tren, al verle colocar su bolsa de viaje en el compartimento para equipajes con exagerados ademanes de esfuerzo, antes de quitarse la bufanda, el sombrero.

Al acercarse a Orleáns, todos sus movimientos fueron tan evidentes, tan contundentes y parsimoniosos como en las proximidades de estaciones anteriores. Igual que en aquéllas, se situó después al lado de la puerta, un poco apartado, con el sombrero ladeado, el rostro protegido por su precaria sombra, para ir cediendo el paso cortésmente a las señoras, a los ancianos, a las parejas que llevaban algún niño y, por supuesto, a los soldados alemanes, hasta ocupar el último lugar. En Orleáns también esperó a que terminaran de subir los nuevos viajeros, pero no siguió sus pasos por el pasillo. Se quedó en la puerta hasta que el tren arrancó de nuevo, y entonces, mientras la locomotora avanzaba aún muy despacio, se bajó de un salto que lo depositó en un extremo del andén, muy lejos del lugar donde los recién llegados saludaban a quienes habían ido a buscarles o arrastraban sus maletas hacia la salida. Comenzó a caminar hacia ellos deprisa, con decisión y los dedos cruzados, como si no tuviera nada que ocultar. Al doblar la primera esquina, tiró la corbata en una papelera. Al doblar la segunda, se quitó el sombrero y sonrió.

Aquel hombre joven, moreno y callado, que se llamaba Julio Carrión González y disponía de documentos auténticos de todos los colores, era español, pero no quería volver a España porque estaba seguro de que Hitler iba a perder la guerra. Por eso acababa de desertar.

La elección de Orleáns no era casual. Al principio, él se había extrañado, como todos, de que aquel tren que no había dejado de parar en ninguna estación importante hasta alcanzar la frontera de Irún, tuviera previsto atravesar Francia de punta a punta, sin detenerse en ningún lugar. Cuando atravesaron la frontera, los voluntarios comprometidos en la gloriosa cruzada europea destinada a barrer de los mapas la barbarie asiática, estaban ahítos de homenajes. En cada ciudad española, grande o pequeña, se habían repetido las fiestas, los banquetes, los recibimientos multitudinarios con muchachas cargadas de flores esperando en los andenes. No era lógico que en Francia sucediera nada parecido, pero la lógica tampoco les ayudó a descifrar el ruido seco, breve, metálico, que se repitió dos o tres veces en la primera estación en la que el tren tuvo que aminorar la marcha sin llegar a detenerse.

—¿Qué ha sido eso? —Eugenio, que no había dejado de leer desde que salieron de Madrid, levantó la vista del libro para volver hacia Julio una mirada perpleja.

—No lo sé… —él, que iba al lado de la ventanilla, distinguió entonces una figura oscura, que levantaba el puño en su dirección con aire amenazador, desde muy lejos.

—¡Ha sido una pedrada! —gritó alguien que había estado más atento—. ¡Nos están tirando piedras, los cabrones de los gabachos!

Al principio no sabían muy bien por qué, ni quiénes eran, pero no tardaron mucho en averiguarlo. Cuando entraron en la siguiente estación, los dos corrieron hacia el pasillo y bajaron la ventana con precaución mientras empezaban a llover piedras.

—Nos están llamando hijos de la gran puta, ¿verdad? —Eugenio le miró con las cejas levantadas, Julio asintió con un gesto—. En español.

—Y dicen muy bien la erre…

—Luego no son franceses.

—No. Yo diría que son españoles.

—¡Pues qué bien! —y mientras cerraba la ventana, negó varias veces con la cabeza, en los ojos una sombra amarga, casi desolada.

¿Y qué esperabas?, pensó Julio entonces, pero todavía no dijo nada. No era la primera vez que las reacciones de Eugenio le desconcertaban. Procuraba guardarse su asombro para sí mismo porque aún no se atrevía a hablar de política con él. Tenía miedo de meter la pata, de confundir la terminología, el vocabulario, o evocar algún recuerdo sospechoso, aunque se daba cuenta de que sus precauciones no servían de mucho, porque su amigo tenía la prodigiosa facultad de no escuchar nada que no le gustara oír, y ésa no era la única extraordinaria de sus capacidades. Eugenio se comportaba como si, en vez de andar, flotara un par de metros por encima del suelo. Disponía de su propia versión del mundo, y no llegaba a ver lo que sucedía a su alrededor porque lo miraba todo desde una nube, el balcón hasta el que le elevaba su candor, una particular combinación de ingenuidad y fanatismo que decretaba la inexistencia irrevocable, fulminante y perpetua, de cualquier realidad que desmintiera la feroz voluntad de su mirada. No era sólo que Eugenio Sánchez Delgado estuviera convencido de tener razón. Es que le resultaba dolorosamente inconcebible que alguien, en cualquier otra situación, en cualquier otro momento, en cualquier otro lugar del mundo, pudiera caer en el error de sostener una razón opuesta a la suya.

—Es increíble, ¿no? —le dijo al rato—. Con el esfuerzo que estamos haciendo, con todos los muertos, toda la sangre, todas las calamidades que ha exigido la cruzada, ahora que por fin estamos construyendo un país libre, un país fuerte y mejor, con todos, para todos, ahora que España ha vuelto a ser ella misma, orgullosa, serena, inmortal… Ahora, vienen éstos y nos tiran piedras. Nos tiran piedras a nosotros, joder, ¿tú lo entiendes?, es que no hay quien lo entienda…

Las gafas, que habían acusado la vehemencia de los aspavientos con los que solía subrayar esta clase de discursos, habían ido resbalando por su nariz hasta quedarse enganchadas en la punta. Las devolvió a su lugar con el dedo y se le quedó mirando con sus ojos de miope, tan limpios y transparentes en aquel momento como cuando terminaba de rezar antes de acostarse. La primera vez que le escuchó decir esas cosas, Julio se asombró de que, entre tanto fervor, quedara en Eugenio un hueco para el cinismo, pero esperó en vano una sonrisa, un guiño, un codazo al que responder con una carcajada bárbara y cómplice. Tardó mucho tiempo en aceptar que su amigo pudiera estar hablando en serio, y sin embargo, cuando le contestó, ya no dudaba de su sinceridad, por más que le siguiera pareciendo limítrofe con la perversidad, o con la estupidez.

—Hombre —se atrevió a sugerir—, han perdido la guerra.

—¿Y qué? —Eugenio hizo un movimiento tan brusco para volverse hacia él, que ya tenía las gafas en la mitad de la nariz antes de seguir—. Igual podríamos haberla perdido nosotros, ¿no? ¿Y dónde estaríamos ahora, en Francia, atacando a nuestros compatriotas? No, señor. Estaríamos en España, ayudando a levantar el país, cumpliendo con nuestra obligación, joder, con nuestro deber de españoles.

Eugenio Sánchez Delgado era así, y era único, o por lo menos Julio no conocía a ningún otro falangista tan puro, tan tonto, tan bueno, tan idealista, tan raro, tan desinformado o tan inocente como él. Nunca llegaría a conocerlo, como nunca llegaría a encontrar un solo adjetivo capaz de definir a su amigo, que en la estación de Orleáns estuvo a punto de echarse a llorar ante una pequeña multitud de españoles exiliados, republicanos y furiosos, que optaron por degollarse simbólicamente con el pulgar cuando se quedaron sin piedras que tirar.

—Pues parece que aquí están… —organizados, iba a decir Julio, pero cambió de idea a tiempo— peor que en ninguna parte.

—Qué pena, de verdad —Eugenio cabeceaba, sin prestarle mucha atención, cuando sonó un disparo y el tren empezó a acelerar.

—Ha sido un sevillano, que se llama Casimiro —Romualdo, el hermano de Eugenio, vino a verles y les puso al corriente de todo cuando ya estaban lejos de Orleáns—. Le ha dicho al capitán que un rojo se había cagado en su madre, pero no es verdad. Yo estaba con él, y lo que ha pasado es que el rojo, que también parecía andaluz por cómo hablaba, que ya es casualidad, ¿no?, se ha hecho así… —y entonces él también se atravesó la garganta con el pulgar— y le ha dicho, hala, id todos corriendo a que el primo Pepe os corte la cabeza, hijos de puta. Y Casimiro pues, claro, se ha cabreado, pero no le ha dado, no creáis, que también hay que ver, la suerte que tienen esos cabrones…

—¿El primo Pepe? —Eugenio les miró a los dos con la misma extrañeza—. ¿Y quién es el primo Pepe?

—Stalin —Julio, que se había pensado dos veces cada palabra que decía desde que salió de Madrid, no se paró a pensar en aquélla.

—¿Y tú… —Romualdo le dedicó una sonrisa maliciosa— cómo sabes eso?

—No lo sé, pero me lo figuro —hizo una pausa, miró a los dos hermanos, adoptó un tono trivial, despreocupado—. Es de sentido común, ¿no?

—Mucho sentido común tienes tú —y entonces, el mayor de los Sánchez Delgado se echó a reír—, Julito.

—No, no es sentido común —Eugenio le miraba con admiración—, es que es muy listo, Julio, de verdad, eres listísimo. A mí nunca se me hubiera ocurrido…

—Bueno —su hermano levantó una ceja—, tonto no es, eso desde luego.

Romualdo era como una versión esponjada, musculosa, ensanchada y crecida de su hermano Eugenio. Ambos castaños, con el pelo liso y la piel muy blanca, la nariz aguileña, los labios finos, se parecían tanto como dos barras de pan cocidas en el mismo horno, una con mucha levadura, la otra sin ella. Por eso, cuando Julio lo vio en medio del tumulto de camisas azules del que había pretendido huir, antes de que la casualidad le metiera de lleno en él bajo la forma de aquel falangista herido y frágil, le reconoció y reconoció en el mismo instante una primorosa representación del peligro.

—¿Y dónde te habías metido tú, gilipollas? —dijo como todo saludo, sin fijarse en el tobillo de su hermano.

Julio se dio cuenta que no era más alto que él, pero sí más ancho, más fuerte. El sonido de su voz, grave, profunda, un poco ronca, hacía el resto del trabajo.

—¿Y éste quién es? —volvió a preguntar, señalándole con el dedo antes de que Eugenio tuviera tiempo de responder a su primera pregunta.

—Un chico que me ha ayudado a llegar hasta aquí porque me he torcido el pie, vengo cojeando, no sé si lo has visto…

—¡Hay que ver, la cruz que tengo yo contigo, joder!

Entonces, sin saludar a Julio, sin ocuparse tampoco del tobillo de su hermano, les dio la espalda para seguir mirando al balcón donde se esperaba que Serrano Suñer apareciera de un momento a otro.

—Bueno, yo me tengo que ir —se atrevió a despedirse Julio en un murmullo tímido, tembloroso—. Trabajo en el taller de coches de la calle Montera, y había salido para ir a cambiar al banco. No puedo perder más tiempo, mi jefe…

—Claro, claro —Eugenio le sonrió, le dio una palmada en la espalda—. Gracias por todo, Julio, ya nos veremos.

—Sí —musitó él—, ya nos veremos… —y salió corriendo.

No volvió a respirar por la nariz hasta que se encontró a salvo, en la acera, y luego volvió a correr, remontó la cuesta de Alcalá, cruzó la calle, y al entrar en el banco se encontró con que era el único cliente. Los empleados, serios, callados, estaban sentados cada uno en su sitio sin tomarse siquiera la molestia de fingirse ocupados, y el señor Gutiérrez, siempre tan charlatán, tan aficionado a perder el tiempo, le atendió a tal velocidad que sólo tuvo ocasión de despegar los labios para saludarle y para despedirle a toda prisa. Julio se dio cuenta de que todavía no sabían cuál era el motivo de la manifestación, pero él tampoco se detuvo a explicarles por qué se había llenado la calle de falangistas furiosos, uniformados, vociferantes. Aquel día era ya el 24 de junio de 1941, todavía el 24 de junio de 1941, y en Madrid, lo único seguro, lo mejor, era no saber nada, no preguntar nada, no ser nada, ni nadie.

—¿Qué te ha pasado? —el señor Turégano renunció a regañarle cuando lo tuvo delante—. Estás muy pálido, Julio. ¿Te has mareado, o algo?

—No, qué va… Es que, bueno, hay una manifestación de falangistas en el cruce de Alcalá con la Gran Vía. Son un montón y muchos llevan pistola. Por eso, las tiendas han estado cerradas un buen rato, y el banco también, he tenido que esperar a que volvieran a abrirlo —y mientras se sacaba del bolsillo el resguardo del ingreso y doscientas pesetas cambiadas, se acordó de algo más—. Y luego, con el follón, se me ha olvidado comprar las cervezas. Si quiere, voy ahora a por ellas.

—No, no… Si están así las cosas, hoy lo mejor es no volver a salir.

Julio siempre había supuesto que, dos años antes, su jefe habría celebrado la victoria de Franco, pero esta suposición no tenía más fundamento que la actual situación del señor Turégano. En aquella época, en aquel lugar, los republicanos no eran propietarios de nada. Ni siquiera de su propio futuro. Sin embargo, y aunque las conversaciones del taller, por muy triviales que fueran las anécdotas que las desencadenaran, jamás giraban alrededor de ninguna cosa que hubiera sucedido entre el verano del 36 y el del 39, estaba casi seguro de que algunos de sus compañeros tenían un pasado tan peligroso como el suyo. Por eso, nadie se arriesgó a preguntar, y ese día, en el garaje se trabajó más y mejor que nunca, como si la obligación de permanecer aislados del exterior, en aquel sótano fresco y maloliente, inmune al calor, al paso del tiempo y de las estaciones, fuera una bendición, un privilegio por el que mereciera la pena esforzarse. La ciudad se comportó como uno más, un único madrileño sin ganas de complicarse la vida, porque no tuvieron visitas, ningún cliente que se acercara a entregar o a recoger un coche, nadie interesado en preguntar por el precio de las estancias o las reparaciones, hasta que, a la caída de la tarde, cuando ya estaban recogiendo, Eugenio Sánchez Delgado bajó la cuesta y preguntó por Julio.

—He venido a darte las gracias por lo de esta mañana —se había cambiado la camisa azul por otra blanca, llevaba el tobillo vendado y tenía mucho mejor aspecto, recién duchado y peinado—. Te invito a una cerveza, si puedes…

—Claro —Julio sonrió—. Espérame y me cambio en un momento.

Eugenio se empeñó en ir andando hasta su cervecería favorita, que estaba en la plaza de Santa Ana, y le explicó que lo del pie no había sido nada, una simple torcedura sin consecuencias, de las que duelen mucho en el momento y luego se olvidan. Su madre, que había sido enfermera durante la guerra, le había puesto una inyección, una venda fuerte, y le había pedido que no anduviera mucho, pero él no pensaba hacerle ni caso porque, en fin, ya se sabe cómo son las madres.

—Ha sido una suerte, no creas —añadió cuando estaban ya sentados a una mesa, cada uno con su jarra delante—, porque he decidido alistarme. Mañana o pasado, cuando se pueda. Mi hermano Romualdo dice que en Falange están decididos, que sólo falta que Franco dé el visto bueno, y no le va a quedar más remedio que darlo, porque después de todo lo que los alemanes hicieron por nosotros, la Legión Cóndor y eso… Mi hermano dice que además conviene alistarse pronto, porque los rusos no van a aguantar ni un mes, y los que esperen, pues a lo mejor no llegan ni a entrar en combate, así que…

Eugenio tenía la misma edad que Julio y había nacido en Madrid, pero había pasado la guerra en zona rebelde —nacional, se corrigió en silencio a sí mismo mientras le escuchaba—, porque la familia de su madre era de Salamanca, y estaban veraneando en casa de su abuela cuando se produjo la sublevación. Su hermano mayor, Fernando, que era cadete de la Academia Militar de Zaragoza y no había querido irse con ellos aunque estuviera de vacaciones, murió en el Cuartel de la Montaña. Arturo, el segundo, falangista también desde antes de la guerra, perdió las dos piernas en Brunete. Romualdo, que le sacaba dos años, se había afiliado al Frente de Juventudes muy pronto, pero no le dejaron incorporarse a filas hasta el otoño del 38, y entró en Madrid sin haber sufrido ninguna herida grave. Eugenio tenía otro hermano, Manolo, que estaba entero y exiliado en México, pero aquella tarde ni siquiera lo mencionó.

—¿Y tus padres, qué piensan? —Eugenio levantó las cejas, como si no entendiera el sentido de la pregunta—. Porque, no sé, con un hijo muerto, el otro en silla de ruedas, que ahora os vayáis a la guerra Romualdo y tú…

—Pues no les gusta, claro que no les gusta, pero lo entienden. Ya lo dijo Serrano, el otro día. El exterminio de Rusia es una exigencia de la Historia y del porvenir de Europa. Rusia es culpable también de la muerte de Fernando, de la desgracia de Arturo, y ellos lo saben, se dan cuenta. Mi familia tiene una cuenta pendiente con Stalin, y sólo podemos cobrarla Romualdo y yo. Si no lo hacemos, nos arrepentiremos toda la vida.

Aquella noche, cuando se despidieron, Julio volvió a su pensión andando muy despacio. Todavía no intentaba comprender a Eugenio. Le bastaba con catalogar su encuentro, aventurar el grado de suerte o de desgracia que podría depararle en el futuro, y no era fácil. En su situación, un amigo como aquél era un tesoro y una bomba, una ventaja y un riesgo, una garantía y un peligro igual de intensos. Le conocía muy poco, pero había descubierto en él una condición fácil de explotar, la misma insensible, sonriente capitulación que había obtenido antes de Manuel, de Isidro, del señor Turégano, de las muchachas que le esperaban en la puerta de las Casas del Pueblo cuando se dedicaba a hacer funciones de magia por la sierra. Aquel día ni siquiera le había hecho falta recurrir a los trucos, a los chistes, para descubrir la debilidad de Eugenio, esa misteriosa proclividad a confiar en él, a buscar su compañía, su complicidad, que le había dado muchas alegrías y algunos disgustos en los últimos tiempos. Otros nacían guapos, ricos, príncipes. El había nacido simpático y lo sabía, pero también sabía que por eso no podía andar tranquilo por la calle. Y tenía motivos para recelar de los encuentros casuales.

Las piernas más bonitas que había visto en su vida desempeñaron para él, unos años antes, el mismo papel que el tobillo herido de Eugenio seguía representando aquella noche. Pero Mari Carmen Ortega, la hija del Peluca, que en junio de 1937 se estaba despidiendo de sus dieciséis años, era ya mucha mujer para él. Tanta, que cuando se resignó a que liquidara el desafío de sus miradas incendiarias con una sonrisita desdeñosa, optó por ensayar un camino oblicuo para acercarse a ella.

—Fíjate bien… —le dijo, en el centro del corro desde el que todos sus compañeros le miraban con una sola sonrisa—. La mano es más rápida que la vista.

Y entonces desplegó ante sus ojos, flamante e imposible, la hoja de periódico que había roto en pedacitos muy despacio, a un ritmo pausado, casi moroso, desde que la vio venir por los soportales. Ella se echó a reír y juntó las palmas tres o cuatro veces, con menos entusiasmo que los demás, pero le sostuvo la mirada todo el tiempo y para él, eso fue bastante.

—Bueno, ¿qué? —dijo luego, dando la representación por terminada—. ¿Nos vamos?

—No, espera un poco… —Vida, una chica delgada y corriente, con los ojos pequeños pero muy brillantes, levantó una mano en el aire para pedir tiempo—. Has dicho que nos ibas a hacer un truco con monedas, Julio.

—Te lo hago por el camino —contestó él—. Es muy fácil.

—¡Ah! —Mari Carmen se le quedó mirando con la boca entreabierta, sin disimular su asombro—. ¿Pero es que éste viene?

—Sí. Viene conmigo —Isidro le puso una mano en el hombro y su bella compañera se encogió de hombros dentro de su guerrera ceñida y fantasiosa, como si todo lo que tuviera que ver con el recién llegado le diera igual.

Aquella misma tarde, Julio se dio cuenta de que Isidro y Mari Carmen competían por el liderazgo del grupo en condiciones desiguales, pero con idéntica tenacidad. Él era el responsable teórico, el jefe de la célula juvenil del barrio, un chico de físico insignificante, serio, estudioso, que parecía más joven de lo que era, hablaba poco y no bailaba nunca. Ella era la hija menor de un héroe del 7 de noviembre de 1936, aquel día glorioso que vio cómo el pueblo en armas detenía la ofensiva fascista sobre Madrid, y sobre todo, una mujer hecha y derecha, decidida, valiente, terca, con un cuerpo espectacular y una cara tan atractiva que ni siquiera necesitaba ser guapa. Tenía la nariz grande y la boca ancha, demasiado para los gustos de la época, pero a los hombres que la perseguían se les olvidaba qué tipo de belleza les gustaba sólo con verla.

Aquella misma tarde, Julio aprendió también que su repentina pasión era una enfermedad común. En el verano del 37, no había muchos hombres andando por las calles, pero entre los que se fueron encontrando, casi todos con uniforme militar, tres de cada cuatro se quedaron mirando a Mari Carmen sin molestarse en echarle un vistazo a las demás. Ella les devolvía a todos las miradas, las sonrisas. Ésa era otra de las fuentes de su influencia, una ventaja que Isidro nunca podría igualar. Cuando Julio la conoció, era medio novia de un aviador ruso, uno de aquellos pilotos que se dedicaban a hacer acrobacias en el cielo de la ciudad después de ahuyentar a los aviones alemanes, como si se hubieran contagiado muy deprisa de la chulería de los madrileños, que preferían ignorar las sirenas y aguantar los bombardeos de pie, en plena calle, sólo para contemplar ese espectáculo y poder aplaudir al final.

—Y tu novio ¿qué? —le preguntaba Isidro con sorna de vez en cuando—. ¿Te ha escrito algo hoy?

—¡Pa chasco! —contestaba ella—. Una M y una C, y bien claritas. Que te lo diga ésta…

Y activaba con un codazo a la aludida de turno, que asentía con la cabeza como si le fuera la vida en ello mientras Isidro se tragaba la rabia que le inspiraba la falta de cualquier heroísmo directo o indirecto en su biografía, y después de prometerse en vano a sí mismo que la próxima vez que sonaran las sirenas no correría a esconderse en el metro, se echaba a reír.

—¡Pero si no le entiendes, si ni siquiera puedes hablar con él!

—¿Que no? —y entonces era ella la que se reía—. Ya te voy a enseñar yo un día de estos si le entiendo o no… ¡No te digo, el tío gilipollas!

En esos momentos, Julio comprendía que Mari Carmen tenía recursos de sobra para entenderse con el ruso y sentía una punzada de celos insoportables, no tanto por su naturaleza ficticia sino porque le daban lástima de sí mismo, a él, que no toleraba la lástima de nadie. Esa sensación de inferioridad, de debilidad, a la que no estaba acostumbrado, le dolía más que su ausencia de derecho a sentir celos por la novia de otro. Pero nunca perdió la esperanza, ni siquiera el día que Mari Carmen escogió para aparecer en la sede de la JSU con el aviador, un hombre muy joven, casi un muchacho, alto, delgado, muy rubio y con una piel imposible, pálida y sonrosada, aterciopelada y perfecta como la porcelana, y para demostrar a quien hiciera falta que no necesitaba hablar ruso para que él hiciera cualquier cosa que se le antojara.

—¡Hala, tú, saluda, que nos vamos! —y su novio, muerto de risa, descifraba sin esfuerzo la intención de esa mano que se movía en el aire—.

Tira, anda, que te voy a llevar a bailar, bailar, ¿entiendes? —él asentía con la cabeza, sin dejar de reírse, mientras ella bailaba sola, antes de pararse de pronto para cogerle la cara con las dos manos y besarle en la boca—. ¡Ay, pero qué guapo eres, madre mía!

Julio nunca perdió la esperanza, porque había descubierto que Mari Carmen era igual que él, que tenía la misma capacidad innata para seducir, para convencer, para caerle bien a la gente. Hacerse popular en la JSU no le costó trabajo. Era listo, aprendía deprisa y, sobre todo, dominaba el lenguaje, el ideario, el repertorio de mitos y expresiones de la izquierda. Le gustara o no, era el hijo de su madre, nunca dejaría de serlo. Por lo demás, y por encima de las paradojas, su nueva vida le gustaba mucho más que la antigua. Le gustaba la ciudad, le gustaba vagar por ella, conocer gente nueva todos los días, moverse sin parar, de mitin en mitin, de local en local, de cine en cine, hablar con los soldados y asomarse al frente. Julio Carrión nunca había vivido días tan intensos, tan llenos de citas, de planes, de cosas que hacer. Nunca había sido tan autónomo, tan libre como entonces, mientras se gastaba con prudencia, poco a poco, los ahorros de su padre, que estaba todo el día borracho, encerrado en el cuarto de la pensión, rezando, llorando y limpiando la escopeta. Benigno Carrión nunca llegó a enterarse de que su hijo militaba en las filas enemigas, porque Julio en realidad nunca hizo eso. Se limitó a dejarse llevar, a hacerse querer, a ir con los que mandaban, mientras descubría en sí mismo un talento extraordinario para la impostura. Pero, a pesar de que él mismo se asombraba a veces de la impecable calidad de sus actuaciones, no se salió con la suya.

Mari Carmen Ortega nunca cayó en los brazos de Julio Carrión. Antes de que su novio ruso volviera a su país, ya lo había despachado para reemplazarlo con un sargento del Quinto Regimiento que no era tan alto pero abultaba el doble, se llamaba Antonio y era de Vicálvaro. A éste sí lo entendía, tan bien que se casaron en noviembre de 1938, y Julio, que jamás dejó de desearla a distancia, ya no se atrevió a seguir insistiendo.

—Hay que ver —se burlaba Isidro—, que nos dé más miedo Vicálvaro que la Unión Soviética…

—Pues sí —él sonreía con tristeza—, ya ves.

Vida, que estaba enamorada de él desde el primer día, y con la que había mantenido una especie de noviazgo accidental, informal e intermitente desde entonces, fue la que salió ganando, hasta que terminó la guerra y se desprendió de ella tan deprisa como de todo lo demás. El 24 de junio de 1941, Julio Carrión pensaba en todo esto mientras volvía a su pensión, andando muy despacio. Vida estaba en la cárcel y no le había delatado. Mari Carmen estaba en la calle y podía delatarle en cualquier momento. El azar trae la suerte y la desgracia para quienes saben apostar al ganador, y él no había sabido. Entretanto, su vida había cambiado. Ahora era mucho más aburrida, mucho más monótona, y sucia, y oscura que antes, pero podía ser peor. Mucho peor. Podía incluso, muy fácilmente, dejar de ser cualquier día.

Aquella noche, cuando se metió en la cama, Julio Carrión no sabía qué hacer. Al despertarse por la mañana, no sólo lo veía todo más claro, sino que sintió un escalofrío espeso y húmedo al recordar la insensatez que había llegado a barajar la noche anterior. Bastantes tonterías he hecho ya, se dijo, y sin embargo, salió a la calle sin pararse un momento en el portal para descartar un encuentro con Mari Carmen, como si supiera, a pesar de todo, que iba a alistarse dos días después.

La culpa la tuvieron los periódicos, los partes de la radio, los comentarios que escuchaba por todas partes. Esta mañana he oído que los alemanes se han cargado ya dos mil aviones rusos, le comentó un cliente al señor Turégano, y en el suelo, bombardeándolos antes de que pudieran despegar, así que, fíjese, van a llegar a Moscú en dos patadas… Su jefe sonrió, y fue adornando la noticia mientras la transmitía a sus clientes sucesivos. Eso era lo que decía la gente también en la calle, en los corrillos que se formaban delante de los quioscos, en las esquinas, en las paradas de los tranvías. Les va a durar menos Stalin que la dichosa línea Maginot, ¿que no?, que sí, que sí, que estoy de acuerdo contigo, si a éstos no hay quien los pare, fíjate en Francia, en Bélgica, en Polonia…

Al día siguiente, las cosas fueron todavía más lejos. Los periódicos hablaban del gran triunfo alemán, anunciaban la inminente caída de Minsk, de Kiev, de Odesa, publicaban mapas en los que las puntas de las flechas que simbolizaban el avance invasor, acariciaban ya los nombres de Moscú, de San Petersburgo. Julio se acordó de aquellas cuatro pesetas y media de taxi que separaban a Franco de la Puerta del Sol en noviembre de 1936 y de los espejismos sucesivos, contradictorios, que habían sembrado ante sus ojos, para concluir que dos principios tan idénticos no podían sino abocar a idénticos finales, aunque el proceso no podía ser el mismo. Los alemanes eran más, mucho más poderosos, más fuertes, y ricos, y mejor armados que las tropas en gran parte extranjeras, mercenarias, de un general español y canijo que tenía en contra a la mayoría de los habitantes de su país y que, así y todo, había ganado la guerra. Y Julio Carrión González, que una vez se había prometido a sí mismo no volver a ir jamás con los que pierden, la había perdido. Ahora parecía mucho más fácil acertar.

Eugenio le había dado su teléfono, pero no se atrevió a llamarle. Sin embargo, el día 26, cuando salió de trabajar, se fue derecho a la Cervecería Alemana y allí le encontró, con otros falangistas uniformados que formaban corro alrededor de su hermano Arturo, sentado en una silla de ruedas, con dos condecoraciones militares prendidas en la camisa, una manta sobre la huella ausente de sus piernas, y una envidia feroz en los ojos.

—¿Qué? —Eugenio se alegró mucho de verle—. ¿Te has decidido a venir con nosotros?

—Bueno… —Romualdo, que le había saludado con un movimiento de la cabeza, se le quedó mirando como si pretendiera medir su verdadera estatura, y Julio, que iba a contestar que se lo estaba pensando, cambió de idea sobre la marcha—. Sí. Creo que sí.

Después, Julio Carrión González recordaría muchas veces aquella noche del 26 de junio de 1941 como si hubiera sucedido en la vida de otro, como si él sólo fuera un figurante, un espectador aislado de la entusiasta ceremonia de fraternidad que media docena de desconocidos improvisaron a su alrededor, una secuencia de abrazos intensos pero efímeros, que le dejaron enseguida a solas con el entusiasmo de Eugenio, la temeridad casi infantil de su propuesta, pues vamos a emborracharnos, ¿no?, que es lo propio…

Los otros eran mayores, amigos de Arturo, de Romualdo. Sabían lo que era la guerra o al menos sabían beber, aparentarlo. Después, cuando a él le tocara aprender, renunciar a todo lo que sabía para empezar a ponerle un nombre nuevo a cada cosa en un mundo blanco y negro, donde sólo sobreviven los hombres capaces de abdicar de su razón a favor de los instintos animales arrumbados en el último rincón de su memoria, no podría reconocerse en el recuerdo de aquella noche tonta de borrachera y júbilo. Y sin embargo era él, él hizo todo aquello, cuando aún no sabía distinguir la ausencia de ruido de la clase de silencio que se mastica, cuando aún no sabía que los motores de los aviones amigos suenan exactamente igual que los motores de los aviones enemigos, cuando aún no sabía que el frío enloquece, que la nieve ciega, que la sangre se disuelve en ella muy deprisa, dejando un rastro sonrosado, pálido, y luego nada. Cuando aún ignoraba que el miedo es una forma de prudencia y el sueño una promesa de la muerte, él se emborrachó con Eugenio Sánchez Delgado, que ignoraba en la misma medida cuánto le quedaba por aprender, que no sabía nada de él y sin embargo lo invitó aquella noche a cenar en su casa, le presentó a su padre, a su madre, y lo trató como a un viejo amigo, un camarada, un cómplice.

Julio no se sorprendió por eso, porque sus auténticos viejos amigos, sus viejos camaradas del otro bando, tampoco le exigieron ninguna clase de garantía antes de aceptarle entre ellos. Estaban tan seguros de su causa, tan convencidos del valor incontrovertible, universal, de las ideas que defendían, que aceptaban a los recién llegados con una hospitalidad casi evangélica y la certeza de que su adhesión era sincera de puro inevitable, porque nadie capaz de pensar, de sentir, de contemplar la realidad con justicia, podría optar honestamente por un camino distinto. Aquella noche, en casa de los Sánchez Delgado, Julio Carrión creyó haber encontrado la cara opuesta de la misma pasión, la misma inocencia, y se sintió bien, seguro, en aquel comedor de muebles oscuros, las paredes decoradas con grabados religiosos sobre planchas de cobre, donde se bendijo la mesa antes de cenar y después se sirvieron una bandeja de pasteles y la botella de brandy de las grandes ocasiones, para celebrar la guerra como si fuera una fiesta. Los padres de Eugenio, él pequeño y menudo, con un bigote recortado que le daba aspecto de ratón, ella más atractiva, rubia y maciza, peinada con un moño alto que reforzaba la audacia de su insólita, ceñida y escotada variante del uniforme falangista, fueron, más que amables, muy cariñosos, hasta paternales con él. Ambos daban por sentado que sus hijos no marchaban al combate, sino a la victoria, y lograron contagiar a Julio su optimismo íntegro, compacto, sobre la guerra relámpago en la que llegó a creer de verdad que tal vez ni siquiera tendría ocasión de combatir.

Su padre no compartía ese entusiasmo. Julio fue a verle a Torrelodones al día siguiente, después de afiliarse al partido de sus nuevos camaradas con la palabra de Eugenio como aval suficiente, porque necesitaba su permiso por escrito para poder alistarse, y lamentó que su amigo se hubiera empeñado en acompañarle, porque volvió a encontrar al Benigno taciturno, silencioso y oscuro de los peores tiempos, antes de darse cuenta de que además, y sobre todo, estaba borracho. No hacía ni una semana que se había enterado de que su mujer había muerto de una neumonía en el penal de Ocaña, donde ni siquiera sabía que estuviera presa, porque no había preguntado por ella, ni por su hija, desde que se marcharon. Si no se lo dijo a Julio no fue por ahorrarle el disgusto, sino porque le dio vergüenza enredarse en explicaciones embarazosas delante de un extraño vestido con una camisa azul. Eugenio tampoco hizo preguntas. La perspectiva de la caja de reclutamiento era demasiado excitante como para echarla a perder con una conversación incómoda sobre el anciano arruinado y borracho al que acababa de conocer.

En aquella época, Julio Carrión González ya no se acordaba de su madre todos los días, pero su recuerdo, ráfagas esporádicas e intensas de la dulzura, el calor perdido, le seguía doliendo. Aunque el mundo se había retorcido sobre sí mismo hasta el punto de hacerle olvidar lo inolvidable, desterrando el pasado reciente a un territorio incierto, fronterizo, donde los colores eran cada día más pálidos, tan tenues como esa luz ficticia que alumbra las historias que nunca sucedieron más allá de la imprecisa imaginación de un niño fantasioso, sus ojos recuperaban contra su voluntad a Teresa González en los ojos, las manos, los gestos, los cuerpos, la voz de otras mujeres, madres jóvenes con hijos adolescentes que andaban por la calle sin saber que sus siluetas, la diferencia de su estatura, la distancia que separaba sus cuerpos en movimiento o ni siquiera eso, una caricia apresurada, determinada forma de mirarse, de sonreír, le sumergían en una orfandad insoportable, instantánea. En esos momentos, Julio Carrión, que siempre quiso a su madre, se odiaba a sí mismo por su debilidad, la incapacidad para respetar sus propias normas, el vacío triunfante, brutal, que asfixiaba su memoria cuando todo iba bien, cuando podía quererse a sí mismo sin dejar de querer a Teresa porque lograba no acordarse de ella, vivir en un mundo donde ella nunca había vivido, donde nunca había sido la mujer que fue, ni él su hijo. Y sin embargo, Teresa González había existido. Y Julio, que seguía siendo su hijo, no tardaría mucho en descubrir que no era el único que lo sabía.

—¿Qué tal?

—De puta madre —Julio sonrió a la sonrisa de Romualdo, dos hileras de dientes tan blancos que se distinguían en la oscuridad de la noche sin luna—. ¿Y tú?

—También.

Los dos se echaron a reír a la vez mientras el Casi, aquel sevillano que había disparado su fusil en Orleáns contra un primo andaluz de Pepe Stalin, reclamaba silencio en un susurro histérico, aterrado.

—¡Callaos, joder! —y sólo volvió a hablar cuando ya habían recorrido la mitad del camino que separaba su campamento del campo de las prisioneras polacas—. Anda que, como nos pillen, se nos va a caer el pelo.

—Y eso sin tener en cuenta —añadió Julio para Romualdo, que iba andando a su lado, tan relajado como él—, la bronca que me va a echar tu hermano…

Entonces, tan cerca del campamento como para que ninguna patrulla pudiera establecer con certeza el propósito de su escapada, el Casi ya se atrevió a reírse con ellos.

—Bueno, ¿cómo os ha ido? —el centinela al que habían sobornado para poder salir, les sonrió después de guardarse en un bolsillo la otra mitad del precio acordado—. ¿Y las polacas qué, cómo son?

—¿Pero qué polacas? —Julio se le quedó mirando como si no le hubiera entendido—. Si sólo hemos salido un rato a que nos dé el aire.

—Sí, ya —el centinela le dedicó una sonrisita irónica—. Seguro.

—Pues sí, seguro —Romualdo fue más tajante—. ¿Qué pasa? A ti te lo vamos a contar, no te jode…

La de Julio no era muy joven, pero sí bastante guapa. Tenía el pelo castaño, casi rojo, los ojos claros y los hombros anchos, un esqueleto grande, voluminoso, que contribuía a disimular su exagerada delgadez. Eso bastaba para hacerla deseable frente a las mujeres más pequeñas, de huesos cortos y aspecto frágil, ningún recurso para aliviar la menudencia de sus cuerpos consumidos, sus sonrisas demacradas, la apergaminada sequedad de las manos que tendían con desesperación hacia esos soldados nuevos, que sonreían sin entender una sola palabra de las que escuchaban, y no eran altos, ni rubios, ni alemanes, pero les daban lo que llevaban encima, chocolatinas, fruta, pan y hasta tabaco.

—¡Aquí hay mujeres! —la noticia corrió de boca en boca el mismo día que llegaron a Grafenwöhr—. Pero un montón, ¿eh?, un campo lleno…

Aquella tarde, mientras desembalaban el equipo del ejército alemán y se partían de risa probándose por encima del uniforme las camisetas de franela que les llegaban hasta las rodillas y los calzoncillos largos que podían atarse muy bien debajo de las axilas —¿y esto qué es?, ¿y para qué queremos tantos cepillos?, ¿alguien sabe para qué sirven estas cajitas de plástico?, para guardar la dentadura postiza, serán, ¿y estas tiras de tela?, ¡para tu mata de pelo!—, se enteraron de que eran prisioneras, polacas, y de que el mando alemán había prohibido cualquier clase de contacto con ellas, incluso a través de las rejas que rodeaban el recinto. Las penas previstas eran muy graves, y eso lo entendieron tan mal como la exagerada cantidad de cepillos que acababan de recibir. Por eso, y pese a que el simple hecho de acercarse al campo de las polacas se consideraba un delito, infringieron la norma desde el primer día, y aprovechaban el rato que la instrucción les dejaba libre por las tardes para dar un rodeo y llegar por el camino más largo, más seguro, hasta las alambradas tras las que serpenteaba un tumulto de manos extendidas. Los oficiales españoles optaron por no dar importancia a aquella travesura a la que Julio y Eugenio se apuntaron desde el primer momento, sin sospechar que su desenlace les distanciaría por primera vez.

—¿Qué te ha dicho? —una tarde, el Casi, otro habitual de aquellas expediciones, se dirigió al mayor de los Sánchez Delgado con ansiedad mal disimulada, cuando le vio apartarse de la reja por la que había estado hablando un buen rato con una prisionera.

—Pues no sé qué decirte —Romualdo se rascó la cabeza—. Entre que ella no habla bien francés y yo tampoco… Si el empollón este quisiera echarnos una mano…

Julio se dio cuenta de que estaba hablando de Eugenio, pero su amigo ni siquiera volvió la cabeza, y siguió andando al lado de Pancho, Francisco Serrano Romero, un chico extremeño, muy callado, que parecía mayor de los diecinueve años que tenía y era el más generoso de todos con las polacas.

—¿Y contigo qué pasa, que no comes? —le había preguntado Romualdo una vez, al ver que todos los días se guardaba en los bolsillos el pan, la fruta y cualquier otro alimento limpio y fácil de transportar.

—Poco —Pancho se encogió de hombros, como si no tuviera nada más que decir—. Es que en mi pueblo —añadió después de un rato— no tenemos costumbre de comer mucho.

Y entonces, todos, incluido él mismo, se echaron a reír.

Julio y Eugenio se habían acostumbrado ya a la compañía de aquel adulto prematuro, a quien no le interesaba hablar de nada que no fuera la propia guerra, el número de soldados de cada regimiento, el nombre de sus oficiales, su historial, sus planes de combate, y que por eso no solía despegar los labios mientras iban y volvían andando del campo de las polacas. Los labios de Eugenio no fueron más generosos que los suyos aquella tarde, mientras su hermano y el Casi cuchicheaban en voz baja.

—¿Y vosotros, qué? —Julio abordó por fin a Romualdo cuando se cansó de que su amigo respondiera a todas sus preguntas moviendo la cabeza en la misma dirección—. ¿Vosotros tampoco vais a contarme qué pasa?

—No, porque no pasa nada —pero entonces se le quedó mirando, se acarició la barbilla, se paró—. Oye, Julito, ¿tú hablas francés?

—Un poco.

—¿Cómo de poco?

Aunque hacía mucho tiempo que no lo practicaba, el mismo que llevaba sin ver a su madre, hablaba bastante bien, y por eso fue él quien sostuvo la parte más delicada de la negociación, la que no se podía resolver con muecas y gestos universales. No fue muy complicado. Las polacas no querían dinero, allí dentro el dinero no les servía de nada, y para ellos era muy fácil comprar jabón, colonia y sobre todo comida, la moneda de cambio más valiosa dentro del campo. Además de pagar a las mujeres que eligieran, tendrían que sobornar a las presas de confianza que patrullaban de noche y a otras que se comprometían a tener entretenidos a los centinelas alemanes de la puerta principal mientras ellos entraban reptando por una especie de gatera para suministros, pero el precio era muy barato. En total, las polacas no les costaron ni la mitad de lo que el centinela español les pidió por dejarles entrar y salir del campamento sin delatarles.

—Bueno, pues ya sólo falta una cosa —Julio le pasó a Romualdo una lista con las exigencias de las prisioneras y la fecha de la siguiente luna nueva.

—¿Cuál?

—Que yo me apunto.

Eugenio no vio los abrazos, ni escuchó las risotadas con las que su hermano y el Casi acogieron a Julio Carrión en su flamante fraternidad masculina, pero lo intuyó sin demasiado esfuerzo y todos se enteraron muy pronto, cuando se encaró con ellos al volver del campo, pocos días después.

—Lo vais a hacer, ¿no? —les miró, uno por uno, y ninguno de los tres dijo nada—. ¿Tú también, Julio? ¿Y cuándo? ¿Mañana, que no hay luna? ¡Qué bien, qué machos sois, joder!

—Cállate, Eugenio.

—No me da la gana de callarme, Romualdo, y tú no eres quién para darme órdenes. Ahora menos que nunca.

—Ya salió —su hermano forzó una carcajada que subrayó su desprecio—, el pardillo de comunión diaria.

—No es eso, imbécil. No hace falta ser de comunión diaria para que a cualquiera le dé asco lo que vais a hacer con esas pobres polacas que están ahí encerradas, en un país extranjero, solas, presas, muertas de hambre…

—¡Eh, eh, eh! Alto ahí —Romualdo se pegó a Eugenio para hablarle desde muy cerca—. Te recuerdo que esas mujeres son enemigas del pueblo alemán, hermanito. Ten cuidado, no vaya a tener que denunciarte por desafecto… —en ese momento, el Casi se echó a reír, y al volverse para mirarle, Romualdo se tropezó con los ojos de Pancho—. ¿Y a ti qué te pasa, por qué me miras así?

—No me pasa nada —él contestó con mucha calma—. Pero creo que tu hermano tiene razón.

—¡Ah! Mira… —Romualdo se rió—. ¡Si tenemos aquí a otro de Acción Católica!

—Con tanto ayuno —apostilló el Casi—, no me extraña.

Aquella tarde, la cosa no fue más allá. Julio, que compartía el diagnóstico de Romualdo y no se paró a pensar que la actitud de su hermano pudiera transcender de una observancia obsesiva del sexto mandamiento, evitó a Eugenio aquella noche, y procuró no quedarse a solas con él al día siguiente. Después, cuando logró deslizarse en su cama sin contratiempos, el olor de aquella mujer impregnando aún su piel y su memoria, se sentía tan poderoso, tan satisfecho, que se despreocupó de todo lo que no fueran los guiños, las sonrisas, los comentarios maliciosos y las expresiones de admiración con las que sus compañeros celebraron la hazaña nocturna que, a la hora de cenar, ya era incluso conocida por algunos oficiales que meneaban la cabeza al verlos con un gesto mixto de escándalo y simpatía, benevolente, comprensivo pese a las advertencias de que aquella aventura no se podía repetir. Mientras tanto, Eugenio se comportó como si no le conociera, hasta que Julio se cansó, y decidió abordarle en el tren que solían tomar los domingos para pasar en Nuremberg su tarde libre.

—Dime una cosa, Eugenio —y antes de que Pancho pudiera adelantarse, se deslizó en el asiento contiguo al que ocupaba el menor de los Sánchez Delgado—. ¿No piensas volver a hablarme en tu vida o qué?

—Pues… —Eugenio le miró un instante con atención, como si acabara de conocerle, antes de volver la cabeza hacia la ventanilla—. Muchas ganas no tengo, la verdad.

—¿Y por qué? Es que no entiendo por qué. ¿Qué te crees, que la traté mal, que me porté mal con ella? Pues te equivocas, porque fue al contrario. Le llevé jabón, patatas, manzanas, chocolate y hasta un bote de colonia. Ahora debe de ser la mujer más feliz del campo.

—¿Pero tú…? —Eugenio se volvió hacia él tan deprisa que estuvo a punto de perder las gafas—. ¿Qué clase de persona eres tú, Julio? ¿Qué te has creído tú que es el mundo, joder? Esa mujer se ha jugado la vida, ¿te enteras?, se ha jugado la vida por tus manzanas, y tus patatas, y…

—Nadie la obligó.

—¿Nadie? ¡La has obligado tú, tú y el cabrón de mi hermano, y el otro cabrón! Las habéis obligado porque están desesperadas, tan desesperadas como para jugarse la vida por tres putas manzanas. Si os llegan a pillar, a vosotros os habría caído una bronca y tres días de arresto, pero a ellas las habrían matado, las habrían ejecutado, porque son prisioneras de guerra, ¿está claro? Yo… —Eugenio se calló, le miró, negó con la cabeza—. Yo no lo entiendo, Julio. De Romualdo sí, porque Romualdo es un animal, siempre lo ha sido, pero tú…

—¡Joder, Eugenio! —pero Julio Carrión estaba más asombrado que ofendido—. ¿Qué pasa? No es tan grave, creo yo. ¿No eres tan patriota, tú? Pues nosotros no somos alemanes, no somos como ellos, ni falta que hace. Y además, sólo hemos echado un polvo, joder, un polvo, no le hemos hecho daño a nadie. Será pecado, no te digo que no, pero ha sido bueno para nosotros y bueno para ellas, también… Estoy empezando a pensar que tu hermano tiene razón, porque… Vamos a ver, ¿tú de qué parte estás?

—¡Mira, imbécil! —Eugenio levantó la voz mientras le señalaba con el dedo, la yema del índice rozando la nariz del interpelado, que nunca le había oído insultar a nadie ni había imaginado que fuera capaz de tanta violencia—. Te voy a decir una cosa de una vez y para siempre. No te atrevas a dudar de mí, nunca, jamás, porque yo sé muy bien de qué parte estoy. Lo sé mucho mejor que tú, mucho mejor que nadie, ¿me oyes? Mejor que nadie. Yo estoy a favor de la civilización, a favor de la verdadera revolución social, a favor del estado nacional-sindicalista, y en contra del comunismo, que no es más que barbarie inhumana, crimen, locura, desprecio de Dios y de los hombres. ¡Estoy a favor de la civilización y por eso mismo estoy en contra de vosotros! hizo una pausa para volver a colocarse bien las gafas y siguió hablando en un tono más sereno—. Ya sé que se están cometiendo errores y que seguirán cometiéndose, porque nuestra tarea no es fácil, porque el enemigo es poderoso. A lo mejor, las mujeres con las que os acostasteis el otro día son comunistas, fueron comunistas, pero eso no me importa. Lo que hayan sido antes, fuera del campo, no me importa. Y no digo que no haya razones para tenerlas encerradas. Lo que digo es que sólo me importa lo que son ahora, unas pobres mujeres, solas, presas y desesperadas. Y que no hay derecho a que hayáis abusado de ellas de esa manera.

En aquel momento, Julio Carrión González se levantó de su asiento y creyó que había perdido un amigo, un aliado, que Eugenio nunca volvería a tener confianza en él. No lo entendía, no podía comprender aquella postura exagerada, puritana, histérica, de raíces misteriosamente femeninas y tan extravagante que ni siquiera llegó a arañar su espíritu, a sembrar en él la menor duda, ni un solo indicio de desazón o de arrepentimiento. Las razones por las que le preocupaba perder el favor de Eugenio eran de otra naturaleza. Julio no se sentía seguro, y la compañía de aquel chico de misa diaria y lealtad indudable, honesto, bondadoso, y sin otros amigos que Pancho y él, se había convertido en una garantía. Aquella tarde, en el tren de Nuremberg, pensó que la había perdido para siempre, pero la guerra aún no había comenzado para ellos.

A finales de agosto, cuando emprendieron su extraño y extenuante viaje hacia el frente, nueve días en tren y más de treinta andando, haciendo casi cuarenta kilómetros diarios con sus implacables botas nuevas, la aventura de las polacas quedó atrás, fue perdiendo poco a poco color, relieve, como cualquier otro episodio del pasado reciente, aquellos alegres y dorados días de Grafenwöhr que se deshilacharon, como hebras de un sueño ficticio, en las cunetas de una pesadilla interminable. El cansancio desbordó pronto los límites de la tortura física para embotar progresivamente sus sentidos, y llegó a pesar como una losa grave, premonitoria, sobre las heroicas expectativas de quienes se habían integrado en el ejército más poderoso del mundo para descubrir a traición que los ferrocarriles y los camiones no cubrían ni la mitad del trayecto de su entusiasmo.

Eugenio no lo concebía, como no podía concebir que les privaran de la gloria de entrar en Moscú, ni que a cambio les enviaran al norte, mientras que los voluntarios letones, mucho más acostumbrados a soportar el frío, hubieran sido destinados a Ucrania. Para vencer esta continua cadena de decepciones y combatir el agotamiento que minaba las fuerzas de su cuerpo frágil, delicado, en una proporción más cruel que la que padecían los demás, el pequeño de los Sánchez Delgado se rearmó a sí mismo de doctrina. Sus ojos recuperaron la llama incendiaria del fanatismo simple, primario e incontaminado, que había paseado por Madrid cuando Julio lo conoció, y se cerraron ante todas las estrellas amarillas que marcaban, como el hierro de una ganadería, el pecho de los miles de judíos con los que se cruzaron en Grodno, en Vilna, en Minsk. Julio le vigilaba en silencio, espiando cualquier signo de contrariedad o de desacuerdo, y sabía que aquel espectáculo no podía gustarle, porque no le gustaba a nadie, ni siquiera a él, pero no volvió a escuchar una sola palabra acerca de los pequeños errores que exigen las grandes causas.

Entonces, mientras su amigo fingía un aplomo, una serenidad que no podía sentir, Julio Carrión se dio cuenta de hasta qué punto era honesto Eugenio Sánchez Delgado, que cuando empezó a despreciarse a sí mismo volvió a tratarle como a un viejo amigo, un camarada, cayendo en el error de pensar que no era mejor que él. Hasta que, a finales de octubre, instalado ya a orillas del río Voljov, descubrió que sus precauciones, el estado de alerta permanente que se impuso a sí mismo desde que salió de Madrid y que le había obligado a pensar dos veces cada palabra antes de decirla, habían sido tan excesivas como la monjil moralidad de Eugenio.

—Es bonito esto, ¿eh?

Aquel comentario le pilló desprevenido en la primera guardia que compartieron. Nunca habría sospechado que Romualdo fuera tan sensible al paisaje, pero era cierto que aquella ribera de árboles frondosos, que agitaban sus ramas con pereza para filtrar la luz sutil, cansada, de un atardecer otoñal, era un lugar bonito.

—Sí que lo es —Julio lo afirmó en voz alta—. Sobre todo ahora, cuando no se mueve nada.

Ninguno de los dos podía imaginar aún cómo llegarían a odiar aquel río plácido, sereno, que pronto se convertiría en un foso infranqueable, un horizonte detestable y perpetuo, su particular frontera del infierno.

Allí, al otro lado, estaban los rusos, que hasta aquel momento no habían hecho más que replegarse, retroceder sin pausa, abandonar ciudades y aldeas, las torres de Novgorod, elegantes, esbeltas, venerables, tan desprotegidas como esas casas rectangulares y chatas, de paredes de madera y techo apuntado, que a Julio le recordaban las casitas de corcho que se suelen poner en los belenes, y que habían ido dejando atrás al atravesar una infinidad de aldeas donde tampoco nadie les había salido al paso. Así habían llegado hasta el Voljov, aquel río tranquilo, ni muy pequeño ni demasiado caudaloso, con riberas verdes y árboles altos, un lugar bonito para descansar, para disfrutar del sol o tumbarse sobre la hierba, pero un río más, sólo un río, que podría haber sido cualquiera excepto por el detalle de que los rusos lo habían escogido para pararse.

Aquella tarde, mientras miraban a su alrededor con interés, como si no dudaran de que lo iban a perder de vista muy pronto, los dos estaban seguros de que la estabilización del frente era circunstancial, transitoria. Si los rusos habían corrido tanto antes de que llegaran, parecía lógico suponer que correrían más deprisa ahora que ya estaban aquí. Ésa era la opinión generalizada entre sus compañeros y Julio no la discutía, aunque de vez en cuando se acordaba de cuánto había corrido el contador de aquel taxi que Franco iba a coger para llegar a la Puerta del Sol sin pagar más que cuatro cincuenta.

—A saber adónde nos mandarán ahora —comentó Romualdo, los ojos fijos en las hojas de los árboles, que seguían jugando al escondite con el último sol—, cuando crucemos el río.

—A Leningrado, ¿no? —supuso Julio—. Estamos al lado.

—Sí. Aunque a mí me gustaría más ir a Moscú.

—Eso mismo dice tu hermano.

Romualdo no comentó la coincidencia y volvió a concentrarse en la belleza del río. Pero un instante después sonrió, ensanchó su sonrisa hasta convertirla en una carcajada, y se giró hacia Julio para mirarle de frente.

—Has dicho Leningrado…

—Sí, bueno, es como se llama, ¿no?

—No. Los alemanes la llaman Petersburgo, y se supone que nosotros también.

—Claro, sí, pero… —Julio ya tenía una bola en la garganta, un hueco en el estómago y una especie de blancura insoportable, helada, entre las cejas, cuando su compañero le tranquilizó con una carcajada y una palmada en la espalda.

—¡No te asustes, hombre! Si yo lo sé. Lo sé todo —Julio, que no sabía qué era lo que Romualdo sabía exactamente, se limitó a sonreír mientras notaba el corazón en el cielo del paladar—. ¿Qué te crees, que iba a fiarme del idiota de mi hermano? Pues sí, estaríamos buenos… Yo no soy una monja de la caridad, como Eugenio, y por eso me informé, hice preguntas, y me enteré de que tu madre es roja. Pero los camaradas de Torrelodones me contaron que tu padre no, que es de los nuestros, y que tú te quedaste con él en vez de irte con ella. Así que, ya ves, lo sé todo. Y no me sorprende, no creas. Nosotros también tenemos un hermano rojo, Manolo, el que está entre Arturo y yo. ¿Eso no te lo ha contado Eugenio?

—No —Julio volvió a sonreír, más tranquilo—. No tenía ni idea.

—Pues sí, hombre, sí, rojo perdido, mi hermano Manolo… Dibujaba muy bien, desde pequeño, ¿sabes? Le dio por estudiar Bellas Artes, por querer ser pintor, se hizo amigo de todos los maricones de Madrid, se echó una novia universitaria, y a las primeras de cambio se largó a Peguerinos, a freírnos a tiros. Ahora está en México y, por lo que dicen, igual me lo acabo encontrando aquí, luchando ahí enfrente… —y se echó a reír, como si todo le pareciera muy gracioso—. ¡Joder! Así es la vida. No sé por qué, pero la verdad es que pasa hasta en las mejores familias. Total, que si quieres llamar Leningrado a Petersburgo, igual que tu madre, allá tú. Yo sé que eres de fiar, y no voy a irle a nadie con el cuento, aunque, por tu bien, te aconsejo que cambies de vocabulario. Y ahora saca la baraja, anda, a ver si te pillo el truco ese del siete de bastos…

En aquel momento, mientras barajaba las cartas con sus dedos limpios, expertos y tramposos, Julio Carrión González sintió un alivio tan profundo que se parecía a esa paz que no había vuelto a sentir después de los once años. Pero el bienestar que le inundó por dentro como una droga, una bebida narcótica y caliente, no le impidió aprender algunas cosas que le serían muy útiles durante el resto de su vida.

La primera era que tenía suerte, que la voluble benevolencia del azar, su voluntad compleja, caprichosa, más inestable que nunca tras el enloquecido periplo de su adolescencia, había intervenido a su favor con la incondicional parcialidad de una madre. Lo había intuido otras, muchas veces, pero ahora estaba seguro, él tenía suerte. Lo demás podía imaginarlo. Romualdo Sánchez Delgado lo había conocido, había sospechado, había preguntado por él, su hermano le habría contado que era de Torrelodones y allí, en su pueblo, que había aguantado hasta el final, donde todos los falangistas se habían pasado o habían vivido tres años metidos dentro de un armario, don Pedro, el cura, habría recordado en voz alta la historia de Teresa González, la roja adúltera que se fugó con el maestro de Las Rozas y a la que su primogénito, leal a su padre, no quiso acompañar. Y Romualdo se había dado por satisfecho porque, y ésa era la segunda cosa que Julio Carrión aprendió a orillas del Voljov para no olvidarla jamás, los más listos también eran tontos, o al menos podían comportarse como tales cuando tenían delante a alguien más listo que ellos. Él lo era, y por eso, en lugar de relajarse, comprendió que, al margen de sus consideraciones anteriores, nadie regala nunca nada, y que por cada Eugenio Sánchez Delgado que nace en este mundo, en cada familia ha nacido antes un hijo mayor igual que Romualdo. Ni la suerte ni la inteligencia le resultarían útiles si se limitara a confiar en ellas, porque la única elección afortunada, inteligente de verdad, consistía en no fiarse ni siquiera de sí mismo. Y eso fue lo más importante que aprendió en aquella guardia.

A partir de aquel momento, Julio Carrión González ya se atrevió a pensar en su futuro, a planificar la vida que le esperaba, la que corresponde a un héroe victorioso que no tiene nada que ocultar, nadie de quien esconderse. Su padre recibía en su nombre, cada mes, su doble paga de soldado, la española y la alemana, ésa era la norma que ningún divisionario podía eludir. Su aventura servía para incrementar los ingresos en divisas de un país por el que no luchaban aunque fuera el suyo, pero Benigno le había prometido guardarle el dinero y Julio estaba seguro de que cumpliría esa promesa, porque tenía de sobra para vivir. Así, en los contados días buenos de aquel otoño breve y traidor, Julio se vio a sí mismo paseando por la Gran Vía a una mujer imponente que taconeaba como si pretendiera romper la acera en cada baldosa, pero aquella ensoñación duró muy poco. Después, cuando se quedó sin tiempo para soñar, sólo pudo pensar en salvar la vida.

Todo se desmoronó muy deprisa, se vino abajo como un castillo de naipes. A mediados de octubre, los termómetros ya no remontaban los cero grados, los equipos de invierno no alcanzaban para todos, el ejército alemán dejó de avanzar, el ejército ruso no retrocedió un milímetro, y para cruzar el Voljov sólo se despachaban billetes de ida y vuelta.

En una de aquellas ofensivas que nunca llegaron a completarse antes de que sobreviniera la correspondiente orden de retirada, mataron al Casi y todavía no había empezado noviembre. Aquel día, ante su primer cadáver, su primera víctima, Julio comprendió lo que era la guerra mientras Eugenio lloraba sin hacer ruido y Romualdo inauguraba a voz en grito el coro de las blasfemias. ¡Joder, estos hijos de puta, parece que nos estaban esperando a nosotros, justo a nosotros, me cago en la hostia! Eso decían, y al principio se consolaban, pero cada noche hacía más frío, cada día tenían más bajas, cada mañana eran más los que despertaban del sueño de la gloria, los que habían dejado de entender qué se les había perdido a ellos allí, tan lejos de casa. ¡Pero qué General Invierno ni qué niño muerto! ¿Qué pasa, que a los alemanes, con lo listos que son, no se les había ocurrido que aquí hace frío en diciembre? ¿Y Napoleón qué? ¿Es que eso no se lo han estudiado, los muy gilipollas? Desde luego, hay que joderse… Cada vez hacía más frío, cada vez tenían más bajas y menos cuidado con lo que decía cada uno, con lo que decían los demás. Bastante tenían con no morir, con no caer heridos, con no dormirse. Con eso se daban por satisfechos, porque en eso se había convertido la guerra para ellos.

—Júrame una cosa, Julio —Eugenio le habló con un hilo de voz, los ojos húmedos—. Si me congelo, no dejes que me corten las piernas, no les dejes, júramelo. Aunque me gangrene, aunque me muera, aunque los alemanes te prometan que me van a poner unos hierros de esos con los que se puede andar, no te dejes convencer. Júrame que no vas a dejar que me corten las piernas. Mi madre no podría soportar a otro hijo sin piernas, ¿sabes? Romualdo y yo hemos estado hablando de eso. Y los dos preferimos morirnos antes.

—Lo que te juro —hacía mucho tiempo que Julio Carrión González no lloraba, y sin embargo, se le llenaron los ojos de lágrimas sin su permiso— es que no te vas a congelar, Eugenio. No nos vamos a congelar ninguno de los dos, te lo juro.

Aquel día faltaba poco para Navidad y el frío había vuelto a morder los termómetros. A más de cincuenta grados bajo cero, los últimos defensores del pueblo de Possad, la posición más avanzada que Julio Carrión llegaría a pisar al este del Voljov, volvían sobre sus pasos hacia la orilla oeste. Aquel fracaso dolía más que los anteriores, porque habían llegado más lejos, y habían aguantado más tiempo, y habían pasado más frío, y habían tenido más bajas que nunca. Y no había servido de nada.

Allí, en el infierno de la ribera oriental, diciembre había empezado a cosechar sus propias víctimas entre aquellos hombres ajenos, hijos de otra tierra sembrada con vides y con almendros, con olivos y naranjos, que morían de cansancio y de estupor, la incredulidad de estar vivos en aquella inmensidad helada, perpetuamente blanca, donde luchaban contra dos enemigos, uno feroz, pero visible, y otro más artero, más cruel, del que ningún ejército podía defenderlos. El sueño mataba a traición, en silencio, con dulzura, como el abrazo de una mujer hermosa. Mientras la nieve caía con la tierna mansedumbre de una mentira fácil de creer, y su color inmaculado se infiltraba en la espesura de un silencio absoluto, el enloquecedor silencio ruso, los hombres extranjeros avanzaban a través de una blancura húmeda y perversa que borraba los caminos, y torcía los destinos, y cargaba cada pierna con el peso de una agonía interminable. Entonces era fácil ceder, parar, rendirse, apoyarse un momento en un árbol, sentarse un momento en una roca, apartarse un momento del camino para descansar, y era sólo un momento, tan breve, tan dulce, tan placentero como la tentación del sueño, como el abrazo de una mujer hermosa, como el crujido de unas sábanas limpias en la cama caliente de la infancia, como cerrar los ojos para no ver la monstruosidad de aquella belleza asesina. Así llegaba la muerte, en un momento. Los que tenían la suerte de que algún compañero se les adelantara, y les echara de menos a tiempo de despertarles, pagaban el sueño con los pies, con las piernas, o con una ceguera súbita que les hacía gritar como locos aunque supieran que quizás no habían perdido la vista para siempre.

El pánico a congelarse volvió a unir a Julio y a Eugenio en los peores días de aquel invierno. Porque enero, que los encontró atrincherados en la ribera occidental del Voljov, fue más frío que diciembre, y su tributo de mutilaciones y gangrena les daba más miedo que las balas enemigas, aquellas balas que al rasgar el aire sobre sus cabezas hacían un ruido semejante al graznido de un pájaro extraño, en la desolación absoluta del mundo sin pájaros que les rodeaba. Aquel invierno estaba siendo el peor del último siglo, decían, pero eso no les consolaba. Les reconfortaba más su confianza recíproca, el pacto de vigilarse mutuamente al que Pancho se sumó enseguida, para hacer más llevadera la tarea de despertarse a cada rato y comprobar que el que estaba de guardia no se había dormido. En febrero aflojó el frío y se multiplicaron los congelados entre los incautos que pensaron que total, ya, a veinte bajo cero no había nada que temer, pero ellos se mantuvieron alerta hasta que llegó el deshielo. Entonces, los piojos, relegados por la nieve a un discreto segundo lugar, recuperaron una posición privilegiada entre los afanes que compartían.

—¡Hay que ver! —se quejaba Eugenio—, que nos congelemos nosotros y no se congelen estos cabrones, con lo pequeños que son…

Pancho, que era muy mañoso, había fabricado una especie de pinzas de depilar con dos trozos de hierro y un muelle de alambre. Con ellas, sacaban los piojos de las costuras de la ropa cuando terminaban de despiojarse ellos mismos, pero aquella batalla estaba tan perdida como la travesía del Voljov, y al rato volvían a sentirse incómodos en sus guerreras mientras el menor movimiento despertaba un crujido que les advertía de que las costuras que acababan de limpiar ya volvían a estar negras de parásitos.

—¡Joder! Parece que hemos venido a luchar contra éstos y no contra Stalin, coño…

Los rusos, el invierno, los piojos.

Cuando aparecieron las primeras señales de la primavera, Julio Carrión González ya no estaba muy seguro de haber acertado, pero aún no dudaba de la victoria. El invierno había sido desastroso para los alemanes, pero los rusos ya habían perdido ese aliado y ahora la lucha cambiaría de signo, a la fuerza tendría que cambiar.

Él repetía lo que escuchaba y se alimentaba del entusiasmo con el que sus compañeros aprobaban sus palabras, como si no fueran idénticas a las que ellos mismos acababan de pronunciar. En cualquier otra época de su vida, Julio Carrión se habría reído por dentro de la ingenuidad sin condiciones de aquella voluntariosa y eufórica epidemia, pero la guerra le había despojado con sus dedos sencillos, despiadados, de su cómodo abrigo de cinismo. Ya no estaba muy seguro de haber acertado, y se dolía de su propia ingenuidad, la avidez con la que se había tragado el anzuelo de la guerra relámpago, esa confianza que ahora le parecía más que inverosímil, más que imposible, en que los alemanes iban a hacer todo el trabajo, a extender una alfombra gloriosa sobre la que ellos entrarían en Rusia como si hubieran ido a dar un paseo. No podía creer que eso hubiera sucedido, pero aún lo recordaba, recordaba las palabras de la madre de Eugenio, no vais a la guerra, sino a la victoria, y la mirada turbia de su padre cuando él las repitió, sílaba a sílaba. Ahora, Madrid estaba tan lejos, Mari Carmen estaba tan lejos, su sucio empleo de mecánico estaba tan lejos, y la muerte tan cerca, que no lograba entender cómo había podido equivocar de esa manera la densidad, la naturaleza, la categoría de los peligros que le acechaban.

En la primavera de 1942, Julio Carrión aún no dudaba de que los suyos iban a ganar, pero no pensaba en la victoria, sino en su supervivencia. Eso, seguir estando vivo, llegar vivo al final, era lo único que le preocupaba. No le gustaba la guerra, la vida de soldado, pero obedecía las órdenes que recibía, sin excesiva pereza ni demasiada diligencia, porque calculaba que la indisciplina podía salirle tan cara como el heroísmo. Cuando tocaba avanzar, no iba en la primera línea pero tampoco en la última, cuando retrocedían, nunca era ni de los primeros ni de los últimos que salían corriendo, y cuando los organillos de Stalin, unos camiones cargados con baterías artilleras tan potentes que sus tubos recordaban a los de los órganos de las iglesias hasta que empezaban a disparar todos a la vez, tocaban la música de aquella guerra, se tiraba al suelo unos segundos antes de que se lo ordenaran, pero sólo unos segundos. Pretendía camuflarse en la mediocridad de la tropa, convertirse en un hombre gris, ni cobarde ni valiente, ni admirable ni despreciable, un soldado más, sin señas particulares de ningún tipo, y sin embargo en Possad luchó como una fiera, como un suicida, como el héroe que jamás había pretendido ser. Luchaba por él, por su propia vida, porque cada minuto de supervivencia en aquella posición cercada alargaba en un minuto las expectativas de su rescate, porque eran pocos, porque estaban solos y no había nadie cerca en quien delegar la responsabilidad de su salvación. Luego le condecoraron, pero mientras fingía el orgullo y la emoción que leía en los ojos de Eugenio, sólo pensaba que durante los dos o tres meses siguientes, no tendría por qué presentarse voluntario para ninguna misión.

No lo hizo, y sin embargo el deshielo le castigó tanto como a los demás, y él también llegó a echar de menos la nieve mientras chapoteaba en una ciénaga imprevista, donde la altura del barro superaba el nivel de sus rodillas y las piernas le pesaban más que nunca. El General Primavera sucedió con implacable puntualidad al General Invierno para convertir cualquier desplazamiento, por breve que fuera, en un tormento, cada paso una pírrica y esforzada proeza que no lograba impulsar las ruedas de los carros, esos cañones que tenían que levantar casi a pulso para que volvieran a atascarse antes de que hubieran recuperado el aliento. Entonces, cuando ya no les daba tiempo a insultar a sus aliados para consolarse, porque la guerra les había convertido en leñadores, en carpinteros, en peones de la construcción de los caminos de troncos atados con cuerdas a los que el mando alemán tuvo que recurrir para hacer transitables los senderos que el barro había inutilizado, hasta Eugenio Sánchez Delgado empezó a perder la fe.

—Yo no lo entiendo —decía—, y éstos… ¿Por qué no nos ayudan? Tú fíjate, los que viven en esa isba, y en aquella otra, y hasta los del pueblo… ¿Es que a ellos no les conviene lo que estamos haciendo? ¿Acaso no van a usar ellos también estos caminos? Y sin embargo, se esconden. Cuando los alemanes van a buscarlos, se esconden.

—Porque los estamos puteando, Eugenio.

—¿Puteando? —y le miraba con el estupor inmaculado de otras veces, un candor que a Julio ya no le sorprendía—. ¿Pero cómo puedes decir que los estamos puteando? Los estamos liberando, chaval, que no es lo mismo, les estamos quitando un tirano de encima, les estamos sacando de la Edad Media…

—¡No me jodas, anda, no me jodas! —la presión de la lucha, del cansancio, de la desesperanza, había hecho encoger la paciencia de Julio Carrión tanto como su prudencia—. Cállate ya, y piensa un poco, coño. Estamos invadiendo su país, nosotros, que somos extranjeros. Eso es lo que estamos haciendo, invadirles, conquistarles, requisar sus animales, comernos su comida, destrozarles las casas, las cosechas… O sea, que les estamos haciendo una putada detrás de otra. ¿Y qué quieres, que encima nos ayuden?

—Por eso no cruzamos el río.

La voz de Pancho, que había asistido siempre en silencio a las variantes casi cotidianas de aquella conversación, intervino una tarde, por sorpresa y en una dirección imprevisible.

—¿Qué? —Julio preguntó lo mismo, y en el mismo momento que Eugenio.

—Que por eso no cruzamos el río —repitió el extremeño con voz clara, tranquila—. Porque los de enfrente son rusos, igual que estos de aquí, y no es lo mismo conquistar un país que defenderlo. No es lo mismo luchar al lado de tu familia que estar a miles de kilómetros de casa. Da igual que nosotros seamos mejores, más valientes, o que tengamos armas más modernas. Ellos tienen algo que nosotros nunca tendremos.

—Una mala hostia tremenda —concluyó Julio en su lugar mientras se acordaba de Madrid, el contador de aquel taxi que no paraba nunca—. Porque los estamos puteando en su propia casa.

Pancho no malgastó saliva para darle la razón. Se limitó a asentir con la cabeza mientras Eugenio se lanzaba contra el camión que iban empujando con tanta rabia que consiguió moverlo él solo. Julio fue a ayudarle enseguida pero no quiso añadir nada, porque se dio cuenta de que, en aquel momento, por encima de su fervor, de su inocencia, de la inconmovible naturaleza de su ideal, su amigo acababa de pensar por primera vez en la posibilidad de que los rusos ganaran la guerra.

Ese día no le costó trabajo entender a Eugenio, porque a él le había pasado algo parecido. Pancho, que siempre estaba a su lado pero a veces se tiraba días enteros sin despegar los labios excepto para pedir fuego o interpretar el color de las nubes con su filosófica sabiduría de labriego, había llegado muy deprisa a una conclusión que él mismo le había puesto en bandeja sin darse cuenta, desde que Eugenio empezó a quejarse en voz alta de la falta de colaboración de los rusos ocupados. Aquella persistente estupidez le había hecho perder la paciencia muchas veces, pero nunca, hasta que Pancho lo hizo por él, se le había ocurrido conectar la resistencia a cooperar de los rusos de la retaguardia con la potencia del enemigo. Entonces dejó de mirar con una comprensión cercana a la simpatía a los campesinos de los alrededores, cuya aparente pereza no hacía otra cosa que incentivar la moral de sus compatriotas del otro lado del río y de la que Eugenio jamás volvió a quejarse, para no tener que escuchar de nuevo la oscura profecía de aquel amigo que nunca malgastaba saliva en vano.

Y sin embargo, Pancho, que no se llamaba Francisco, sino Luis Serrano Romero, cruzó el Voljov. Lo hizo durante un anochecer de verano, cuando el caudal del río estaba en su nivel más bajo, y lo hizo solo, aunque no pudo evitar que sus amigos lo reconocieran en la sigilosa figura que se dirigía al recodo estrecho, pedregoso, donde las aguas eran menos profundas. Luego comprendieron que ya contaba con eso, porque aquella noche de mediados de julio, había intercambiado la guardia con el pequeño de los Sánchez Delgado, que nunca llegaría a cobrarse la deuda.

—Ése… parece Pancho, ¿no? —cuando Eugenio reconoció su silueta, muy cerca ya de la orilla, se volvió hacia Julio y le dirigió una de aquellas miradas suyas de incomprensión purísima, absoluta, que, por una vez, su interlocutor no fue capaz de resolver—. Pero ¿adónde va? ¿Se ha vuelto loco, o qué?

—No lo sé.

Pancho avanzaba deprisa, sin hacer ruido ni mirar hacia atrás, y ellos no se atrevieron a llamarle, a gritar su nombre, porque era su amigo, su compañero, y no sabían adónde iba, pero sí que no debería estar allí, sino en la chabola de su trinchera, durmiendo. Avisarle era lo mismo que denunciarle, y sin embargo no podían quedarse quietos, con los brazos cruzados, mientras Pancho hacía la guerra por su cuenta. Por eso, como si fueran dos mecanismos sincronizados, dos mitades de una sola cosa, ambos echaron un vistazo a su alrededor, comprobaron que no había nadie cerca, armaron su fusil, lo empuñaron, y se miraron el uno al otro, como si se les hubiera olvidado al mismo tiempo lo que tenían que hacer a continuación.

—¿Qué hace? —y Eugenio ya se atrevió a imaginarlo en voz alta—. ¿Está desertando?

—No —y entonces, en un instante, Julio lo entendió todo—. Se está pasando.

—¿Qué? —Eugenio le miraba con los ojos muy abiertos y un temblor impreciso en el borde de los labios.

—Que se está pasando a los rusos. ¡Vamos!

Echó a correr y Eugenio le siguió sin discutir, como si confiara en un plan que no existía, porque en aquel momento, en la cabeza de Julio Carrión González sólo cabía una idea, aquella conclusión que había elaborado alegremente a partir de la confesión de Romualdo y que ahora se volvía en su contra, los más listos también son tontos, y él el que más. Él era el más tonto de la División entera, porque tendría que haberlo descubierto, tendría que haberlo adivinado, tendría que haber sido capaz de interpretar todos aquellos signos cuyo código conocía de sobra, ahora se daba cuenta, los silencios de Pancho, su estoicismo, el empeño de renunciar a la mitad de su comida para alimentar a las polacas de Grafenwöhr, la impasible disciplina con la que afrontaba la dureza de la guerra sin quejarse jamás, aquel comentario sobre la poca costumbre de comer que tenían los de su pueblo y su luminosa interpretación de la resistencia rusa. Él tendría que haberlo descubierto, tendría que haberlo adivinado, tendría que haber comprendido por qué Pancho se sabía de memoria el número de soldados que tenía cada regimiento, el nombre de sus oficiales, su posición exacta, pero él también era tonto, tonto, tonto, él, Julio Carrión González, que se creía el más listo, que sabía lo que estaba ocurriendo, que lo había oído contar otras, muchas veces. Los rusos tenían intérpretes de español repartidos por todo el sector y era imposible calcular cuántos traidores entraban en el elevado número de desertores que el mando confesaba a regañadientes. Entre los condenados a muerte en consejo de guerra, había muchos que habían sido capturados mientras intentaban pasarse al enemigo, él lo sabía, y sin embargo, Pancho había sido más listo que él, el más listo de todos. Eso era lo único en lo que Julio Carrión González podía pensar cuando llegaron a la orilla y se encontraron con el cañón del naranjero de Pancho, que les apuntaba desde detrás de una peña.

—No deis un paso más —les dijo sin levantar la voz, con su acento tranquilo, calmado, de siempre—. No deis un paso más si no queréis que os deje fritos aquí mismo.

—No hagas tonterías, Pancho —Eugenio sostenía su propio fusil con manos inútiles de puro temblorosas mientras Julio iluminaba la escena con una linterna—. Vuelve con vosotros y no diremos nada.

—No —y al escucharle, Julio adivinó que se dejaría matar primero—. Entre otras cosas, porque yo ni siquiera me llamo Pancho. Ése es mi hermano pequeño. Me alisté con su nombre, porque con el mío no me habrían dejado venir. Yo me llamo Luis, Luis Serrano Romero, soldado de primera, Compañía de Zapadores, VII Brigada Mixta. Y no tengo veinte años, sino veinticuatro —entonces, sin dejar de apuntarles con la mano derecha, se metió la izquierda en el bolsillo para sacar una carterita de cartón rojo que a Julio le resultó familiar—. ¿Veis? Aquí lo pone. Luis Serrano Romero, afiliado número 93, a 16 de septiembre de 1936, Juventud Socialista Unificada, Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz.

Volvió a guardarse el carné en el bolsillo antes de seguir hablando, y Julio se dio cuenta de que nunca le había oído pronunciar tantas palabras seguidas ni había detectado tanta emoción en su voz.

—Desde Villanueva de la Serena, que se dice pronto… Desde Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz, que es mi pueblo, con el carné dentro de la bota. Le ha pasado de todo, al pobre. Se ha congelado, se ha descongelado, se ha llenado de polvo, de barro, de arena, de agua… Pero aquí está, hasta aquí ha llegado, hasta aquí hemos llegado los dos. Parece mentira, ¿no?

—Estás loco, Pancho…

—No, Eugenio. Estoy cuerdo, muy cuerdo. Tanto que he levantado el brazo todos los putos días, y todos los días he cantado vuestro puto himno, y me he arrodillado en vuestras putas misas, y he obedecido vuestras putas órdenes, y he jurado vuestros putos juramentos, y me he cagado en vuestros putos muertos, todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches, a todas horas, sólo para llegar hasta aquí, para hacer lo que voy a hacer.

—Te has vuelto loco—Eugenio repetía la misma frase en un murmullo atónito, los ojos muy abiertos, mientras Pancho, porque nunca dejarían de llamarle así, seguía hablando con su voz de siempre, sin prestar atención a dos lágrimas que caían de sus ojos, y recorrían su cara, y se secaban solas ante su indiferencia.

—Que no —y en aquel momento, hasta sonrió—, que eres tú el que no entiendes nada. Fíjate si estoy cuerdo que, ahora mismo, como decís vosotros, marcharé junto a mis compañeros. Vivo o muerto. Pero si intentáis matarme, me llevaré a uno de los dos por delante. O a los dos. Soy el mejor tirador de los tres, he hecho otra guerra antes de ésta, ya lo sabéis.

Aquel minuto duró tanto como una vida entera. Eugenio miraba a Julio, Julio miraba a Eugenio, Pancho los miraba a los dos, ellos miraban a Pancho. Los tres sabían qué era lo que Eugenio y Julio tenían que hacer, los tres sabían que nunca lo harían. Julio y Eugenio sabían que Pancho no iba a ser el primero ni el último, que la deserción de un soldado no cambia el curso de una guerra. Pancho y Julio sabían que Eugenio jamás mataría a un amigo. Eugenio y Pancho ignoraban que Julio jamás mataría a nadie que pudiera llegar a serle útil en algún momento, pero en eso, y en la Biblia que le había dado su padre y estaba en el fondo de su morral, era lo único en lo que pensaba mientras Eugenio decidía por los dos.

—Vete —y bajó el fusil con un brazo blando, harto, desarticulado—. Vete, cabrón… Vete, traidor, hijo de puta.

Pancho empezó a cruzar el río andando de perfil, volviéndose a cada paso, sin soltar el fusil, hasta que comprendió que estaba a salvo. Entonces, en tierra de nadie, sobre una piedra que marcaba más o menos la mitad de la travesía, se paró, ató un pañuelo blanco al cañón del fusil, empuñó su carné con la mano derecha, y los miró.

—Yo no soy un traidor, Eugenio —gritó desde allí—. Vosotros sois los traidores. Traidores a vuestro país, a su independencia, a las leyes que juraron defender vuestros generales. ¡Viva la República Española! ¡Viva la gloriosa lucha del pueblo español!

—¡Maldita sea, rojo de mierda! —Eugenio levantó el fusil y estaba intentando apuntar cuando Julio se lo impidió con un manotazo furioso.

—¿Pero qué haces, gilipollas? —y le quitó el arma de entre las manos—. ¿Ahora quieres disparar? Eso habría que haberlo hecho antes, coño, que pareces tonto. ¿Qué quieres, avisar a todo el mundo? ¿Que vengan todos a ver cómo hemos dejado que se escape? Pues sí, para acabar fusilados tú y yo…

Eugenio le dio la razón con la cabeza. La movió dos veces y luego se echó a llorar, y lloraba con tanto desconsuelo, con tanta desesperación, había tanta soledad, tanta tristeza en aquel llanto, que Julio Carrión González volvió por un momento a ser un niño, limpio, ingenuo, transparente, y le abrazó, mantuvo a Eugenio apretado entre los brazos hasta que Pancho llegó a la otra orilla, hasta que su voz, ¡tovarich, tovarich, spanski tovarich, no disparéis, que me estoy pasando!, se perdió en la distancia.

—Yo me vuelvo, Julio —para Eugenio Sánchez Delgado, que lucharía durante muchos meses en el frente de Leningrado antes de encontrar plaza en un batallón de repatriación, la guerra se acabó aquella misma noche—. Que le vayan dando a Hitler y a su puta madre… Yo me vuelvo a casa porque no entiendo nada. Tú lo has visto, ¿no? Has visto cómo nos odia. Nos odia a muerte. Y ha sido capaz de hacerse amigo nuestro, de recorrer miles y miles de kilómetros, de luchar a nuestro lado, de rescatar a nuestros heridos, de protegerme a mí, de protegerte a ti, de disparar contra los suyos… —y lo que acababa de decir le resultaba tan incomprensible que tuvo que explicárselo en voz alta a sí mismo—. Los considera los suyos, a los rusos, que son de otro país, que hablan un idioma que no entiende, hay que joderse, los suyos, los llama, y todo lo ha hecho por ellos. Para pasarse, para luchar a su lado, contra nosotros. Y encima lo considerarán un héroe, y tendrán razón, porque es un héroe a su manera, pero… ¿Tú sabes cuánto odio se necesita para no venirse abajo, cuánto odio se necesita para ser Pancho Serrano, para que un español luche por Rusia contra otros españoles?

Julio Carrión no contestó enseguida a esa pregunta, pero cuando lo hizo ya había comprendido que la guerra tampoco volvería a ser lo mismo para él.

—Yo no creo que luche por Rusia, Eugenio —hablaba despacio, porque necesitaba asegurar aquella idea, comprender bien el sentido de cada palabra que pronunciaba—. Y tampoco creo que nos odie, a nosotros no, a los españoles no. Me imagino que a quien odia es a Franco, a los falangistas, a los nazis… Y lucha con los rusos, pero no por ellos. Yo creo que él lucha por España.

—¿Por España? —Eugenio intentó forzar una carcajada irónica que le salió mal—. ¡Pero si España no interviene en esta guerra!

—¡Ah!, ¿no? —Julio sonrió—. ¿Y entonces qué hacemos nosotros aquí? Somos aliados de los alemanes, Eugenio, unos aliados raros, pero aliados. Y si Alemania pierde la guerra…

—La perdemos nosotros también.

—Eso debe pensar él. Y que entonces, los suyos, pero los de verdad, o sea, los republicanos españoles, la habrán ganado. Por eso habrá pensado que merece la pena ayudar.

Eugenio cerró los ojos, apretó los párpados con fuerza. Cuando volvió a separarlos, ya estaban limpios de lágrimas.

—Yo me vuelvo, Julio, me vuelvo —dijo solamente.

Pues yo no. Eso fue lo que pensó Julio Carrión. La deserción de Pancho había operado un fenómeno muy distinto en su espíritu. Ahora, por fin, tenía los ojos completamente abiertos, tanto que acababa de descubrir la verdadera magnitud de su suerte, el privilegio de un mago que puede elegir en cada momento una baraja distinta para hacer saltar la carta marcada del mazo que más le convenga, la fortuna de un caminante que puede hacer y deshacer el mismo camino todas las veces que quiera, con la certeza de que nunca llegará tarde a ninguna parte. Acababa de descubrir que, sin haber dejado de ser una amenaza, su pasado podía convertirse en una razonable garantía de futuro porque, fuera cual fuera el resultado de aquella guerra, él iba a ganarla, y eso, estar del lado del ganador, era lo único que le importaba.

—Oye, Eugenio, quiero pedirte un favor… —un par de días después, mientras descansaban en la chabola, ya había empezado a elaborar un plan concreto—. Verás, es que, la otra noche, cuando lo de Pancho, se me ocurrió… Yo siempre pienso que no me van a herir, que no me van a matar, que no me va a pasar nada, pero si me pasa… En el fondo de mi morral hay una Biblia, un libro encuadernado en piel marrón, muy desgastada. Casi no se leen las letras del lomo. Es la Biblia de mi padre, él me la dio cuando fuimos a verle, antes de alistarnos, no sé si te acuerdas —Eugenio asintió con la cabeza, se acordaba—. Pues eso, que de repente, se me ha ocurrido… Yo no tengo hermanos aquí, como tú. No tengo a nadie. Y en España, sólo le tengo a él, y de él, sólo tengo ese libro, así que, si me pasa algo… Ya sé que no me pega nada pedirlo, porque no soy demasiado religioso ni nada, pero… ¿tú me traerás esa Biblia a donde yo esté?

Nunca volvieron a hablar de eso, y la guerra siguió, siempre igual y siempre peor, marchas interminables, frío, hielo, cadáveres, sangre y piojos, igual a orillas del Voljov que en el frente de Leningrado, igual y peor, las órdenes de ataque y las de retirada, las grandes ofensivas que no empezaban nunca, las resonantes victorias que no se producían. La guerra siguió, monótona, feroz, terrible y aburrida, pero su crueldad no les impidió cumplir sus promesas. El día que Julio se enteró de que Romualdo había amanecido congelado, no perdió el tiempo en buscar a Eugenio. Sólo existía un sistema para solucionar aquel problema y todos lo conocían, otros divisionarios lo habían aplicado antes que él, así que cargó la pistola, se fue derecho al hospitalillo y entró allí diciendo a gritos que venía a matar al que se atreviera a cortarle un solo dedo del pie a cualquiera de los hermanos Sánchez Delgado.

Cuando Eugenio se reunió con él, todavía tenía la pistola en la mano, y enfrente, a un médico alemán entre perplejo y aterrorizado que repetía sin parar por medio de un intérprete que el ejército del Führer le iba a poner a Romualdo unos hierros magníficos, con los que iba a poder andar igual que si conservara las piernas, y encima gratis, sin pagar nada.

—Dile que lo mato —Julio le dio instrucciones al intérprete sin dejar de mirar al médico a los ojos—. Que como le corte las piernas, lo busco y me lo cargo.

Al final, el médico negó con la cabeza, se marchó y volvió al rato, con unas ampollas llenas de un líquido amarillento que la enfermera, española, reconoció enseguida.

—Esto es para intentar detener la gangrena —les explicó mientras se las inyectaba al congelado primero en una pierna, luego en la otra—, pero no os prometo nada.

—Ni falta que hace —contestó Eugenio, y sólo entonces los dos bajaron la pistola.

Unos días después, Julio Carrión adivinó dónde estaba al reconocer a aquella mujer, pero lo primero que vio cuando el dolor le despertó en una cama desconocida, fue la Biblia de su padre.

—La trajo anteayer el otro energúmeno, ese amigo tuyo con el que estuviste montando bronca el otro día —le dijo la enfermera, muy sonriente—. Dijo que era muy importante para ti. Dentro hay una carta de despedida, porque es de los que se vuelven ahora, por lo visto.

—¿Qué me ha pasado?

—Te han herido en la cabeza. No parecía muy grave, pero perdiste el conocimiento y has tardado demasiado en despertarte. El médico se va a alegrar mucho de poder hablar contigo. ¿Cómo te encuentras?

—Me duele la cabeza. Mucho. Me duele mucho.

—Ten paciencia, hombre, ahora te pongo un calmante. Y no te preocupes. Te van a mandar a Riga en la próxima expedición. Va también el hermano de tu amigo, ¿cómo se llama?, ese dichoso sargento que se congeló la semana pasada…

—¿Romualdo?

Nueve meses más tarde, en el hospital español para convalecientes de Riga, Julio Carrión hizo la misma pregunta al reconocer la nuca de un teniente que había desplazado una butaca hasta la ventana para disfrutar del espejismo del sol de octubre, que en Letonia brilla, pero no calienta.

—¡Julito! —él identificó su voz antes de levantarse, y sólo después corrió a abrazarle—. ¡Qué alegría verte, macho!

—Pero, bueno, ¿y tú? —le soltó para mirarle. Llevaba un vendaje muy aparatoso en el cuello y otro, más discreto, en la mano izquierda—. Cuando me he enterado, no me lo podía creer. ¡Si no hace nada que te dieron de alta! Ya le has cogido afición a Riga, ya…

—¡Nos ha jodido! —Romualdo se echó a reír—. Anda que no vivís bien aquí, en la retaguardia…

Julio sonrió, porque su amigo tenía razón. Él vivía mejor que nunca.

—Bueno —añadió, de todas formas—. Ya sabes que a mí el neurólogo no me dejó volver.

—Ya, ya… Si yo no digo nada.

—No deberías —y señaló las insignias que brillaban en el uniforme que tenía delante—. Te han vuelto a ascender.

—Sí —Romualdo se echó a reír—. A este paso, cuando me maten los ruskis, voy a ser ya coronel, como poco…

Los dos habían caído casi al mismo tiempo, en un frente mucho más duro, más cruel que el infierno del Voljov, tanto que ya no sabían qué nombre ponerle. Romualdo se había congelado en la última semana de diciembre de 1942, Julio había sido herido en la primera de enero de 1943. Aquellas dos desgracias simultáneas los habían librado de una muerte segura en la carnicería de Krasny Bor para reunirlos en el mismo hospital al que ahora, seis meses después de abandonarlo por primera vez, Romualdo acababa de volver.

—¿Al Luna? —propuso Julio, cuando salieron a la calle.

—¡Al Luna! —aceptó su compañero, muy contento.

—¿Y Eugenio, qué? ¿Sabes algo de él?

—Se ha echado novia, por lo visto. Una alumna de las Esclavas, bastante feíta, me ha escrito Arturo… —se echó a reír y Julio se rió con él—. Por lo demás está bien, ha vuelto a la universidad y parece que le van a hacer jefe del SEU, porque ahora es un héroe, claro, pero no sé… La que más escribe es mi madre, y ella lo pinta todo de rosa porque está deseando que yo también vuelva a casa, como te puedes figurar.

El bar Luna, propiedad de un divisionario mutilado que se había quedado en Riga y se había casado con una letona, estaba casi lleno, pero los soldados españoles repartidos entre las mesas no tenían ganas de cantar, ni de gritar, ni de pedir la guitarra. Cada uno bebía solo, en silencio, sin dar conversación a sus compañeros ni prestar tampoco demasiada atención a algunas mujeres muy pintadas que, de tanto en tanto, se levantaban de la barra para pasearse despacio por el local.

—Pues sí que está esto bien… —se quejó Romualdo, que recordaba el jaleo, las risas y la juerga del invierno anterior—. Menudo panorama.

—¿Qué quieres? —preguntó Julio, y se respondió enseguida a sí mismo—. Igual que el otro.

—Bueno, vamos a ver… —y se calló mientras la camarera servía las bebidas—. Parece que los alemanes están a punto de inventar un arma secreta, una especie de pintura, o no, igual no es pintura pero, vamos, sí, un revestimiento de alguna clase, para hacer los tanques invisibles.

—¿Invisibles? —Julio no se podía creer lo que estaba oyendo y Romualdo se dio cuenta.

—Sí, bueno, no sé… —y clavó la mirada en el vaso, como si se sintiera súbitamente avergonzado de su credulidad—, no sé cómo lo van a hacer, pero, por lo visto, esa pintura envuelve los tanques en una especie de niebla, como un vapor que los hace invisibles. Eso dicen por ahí. A mí me lo contó un capitán que habla mucho con los alemanes, no creas…

Julio se quedó mirando a Romualdo, sonrió, levantó su copa en el aire y comprendió lo que acababa de escuchar. Armas secretas, bombas milagrosas, aviones mágicos, uniformes cosidos con un tejido que repelía las balas, él llevaba muchos meses alejado del frente pero había llegado a oír historias como aquélla, los cuentos de hadas, o de viejas, que empezaron a proliferar después del fracaso de Stalingrado, la batalla que iba a decidir la victoria final y se había perdido. Pero se limitó a sonreír, y bebió, y siguió callado. Quien estaba frente a él, prometiéndole tanques invisibles, no era Eugenio, sino su hermano, el más inteligente, el más astuto, el más desconfiado, el mejor soldado de los dos. La guerra revela una cara distinta de los hombres, y en la guerra, Julio Carrión González había aprendido a respetar a Romualdo Sánchez Delgado, de quien jamás se habría fiado en la paz. Si algún código del honor le hubiera importado alguna vez, que no era el caso, habría podido llegar a decir que lo admiraba, como lo admiraba su hermano, como lo admiraban sus compañeros, como lo admiraban sus jefes. Y era aquel hombre, un soldado valiente, maduro, responsable, quien le estaba hablando de tanques invisibles.

—Parece que nos vamos —le había susurrado su coronel, en una mesa del mismo bar, menos de veinticuatro horas antes—. Todavía no es oficial, pero la orden está al caer. Hace mucho tiempo que sabemos que en Madrid no quieren seguir, más o menos desde que aquí las cosas empezaron a ponerse feas…

El coronel Arenas miró a su alrededor, se aseguró de que nadie pudiera estar escuchándole y a pesar de todo, bajó la voz.

—A mí me parece una indignidad, pero nadie me ha consultado, como te puedes imaginar.

—A mí también, mi coronel, ya lo sabe usted —Julio se echó hacia delante y colocó los dos puños cerrados sobre la mesa, para que su superior le correspondiera con una sonrisa complacida antes de seguir hablando.

—Sin embargo, hasta en Madrid han comprendido que no nos podemos ir todos a la vez, de golpe, porque no quedaríamos nada bien, claro. Por eso han pensado en dejar un cuerpo de voluntarios, integrado en la Wehrmacht, que signifique algo así como que nos vamos pero nos quedamos, o que nos quedamos pero ya nos hemos ido, vete tú a saber… La Legión Azul la quieren llamar, ¿has oído tú algo de eso?

—No, señor —y era verdad.

—El caso es que, si se desmonta la División, habrá que desmontar el Cuartel General, pero eso es lo mismo que dejar a miles de soldados desamparados, solos, en el culo del mundo, porque el ejército español, oficialmente, ya se habrá ido de esta guerra. Los legionarios serán soldados alemanes. Está previsto que el destacamento de la Guardia Civil siga funcionando, pero ellos actúan como una simple policía militar, ya los conoces. Nunca están dispuestos a hacer nada fuera del reglamento… —Arenas se quedó mirando a Julio, le estudió un momento como si no lo conociera, y se atrevió a dar el paso definitivo—. Y tal y como se están poniendo las cosas, a lo peor va a hacer falta saltarse el reglamento, ¿sabes? —como si supiera lo que se estaba jugando en aquella pregunta, Julio aguantó su mirada sin pestañear, y no movió un músculo—. Por eso, se me ha ocurrido proponer al mando la creación de un puesto nuevo, y he pensado en ti, porque es un trabajo que te viene que ni pintado, Julio…

Veinticuatro horas más tarde, en una mesa del mismo bar, Julio recordó esa conversación palabra por palabra, silencio por silencio, antes de levantar su copa de nuevo.

—Bueno… —y mientras Romualdo le imitaba, decidió qué le iba a contestar a su coronel—, pues vamos a brindar por esos tanques invisibles, ¿no?

Julio Carrión González no viajó en ninguno de los trenes que repatriaron a la División Azul en los últimos meses de 1943. Cuando empezó 1944, ya era el español más misterioso de Riga. Tenía un apartamento pequeño pero cómodo en un hermoso edificio modernista de la calle Elizabetes, en la zona más elegante del ensanche de la ciudad, un nivel de ingresos considerable, a juzgar por la alegría con la que gastaba el dinero, y ningún trabajo, ningún cargo, ningún oficio conocido. Vestía de civil, aunque conservaba sus dos uniformes militares, uno español, otro alemán, colgados en un armario, y carecía de cualquier clase de inmunidad o protección diplomática, pero era bien conocido en el destacamento de la Guardia Civil que imponía el orden entre los voluntarios que habían decidido quedarse, y también en algunos despachos del Cuartel General de la Wehrmacht.

—Lo que te ofrezco no es ningún chollo, no creas… —el coronel Arenas había enumerado los inconvenientes de su propuesta después de celebrar que Julio la aceptara—. O a lo mejor sí, puede llegar a serlo, pero también es muy arriesgado. Cuando yo me vaya, tú, oficialmente, no estarás aquí, pero tampoco estarás en ninguna otra parte, porque el ejército español ya no tendrá ninguna clase de representación en Riga, como sabes. Te recuerdo que la Legión Azul es un cuerpo del ejército alemán, no del nuestro. Así que tú vas a dejar de existir. Con dos cojones, y que sea lo que Dios quiera… Te voy a dar un salvoconducto antes de irme, pero no sé durante cuánto tiempo te servirá, si esto se alarga. Y a lo mejor, cuando yo ya esté en Madrid, los maricones del ministerio desautorizan esta operación, ahora no puedo garantizarte nada. O sea, que, con mala suerte, puede ser que dentro de unos meses te encuentres aquí completamente solo. Entonces tendrías que apañártelas para volver a casa por tu cuenta. Y no sé si los alemanes estarían por ayudar, en el caso de que volvamos a traicionarlos…

—A sus órdenes, mi coronel. No se preocupe usted por mí.

Julio Carrión González era uno de los pocos soldados españoles en Rusia que no quería volver a casa, y el único herido en combate al que se le había ocurrido presentarse en el Cuartel General de Riga para ofrecerse a echar una mano en lo que hiciera falta, en lugar de disfrutar de su convalecencia paseando por la ciudad y emborrachándose cada noche con las putas del bar Luna. Yo no sirvo para estar sin hacer nada, mi coronel, mientras en el frente, mis compañeros… A Arenas le impresionó tanto esa inusual muestra de gallardía, que le ofreció trabajar a su lado, como una especie de asistente suplementario, hasta que los médicos le autorizaran a volver al frente. En aquel momento, Julio Carrión ya sabía que eso no iba a pasar, porque el doctor le había advertido que si persistían esas jaquecas que ningún analgésico era capaz de suprimir, tendrían que repatriarle, y él no tenía la menor intención de dejar de fingirlas con el dosificado dramatismo que tan buenos resultados le había dado hasta entonces.

Mientras trabajaba para el coronel Arenas, Julio descubrió que la vida en la retaguardia estaba hecha a la medida para un hombre como él, listo, simpático, seductor y con talento. Después de un año y medio en el frente, Riga le deslumbró tanto como le había deslumbrado Madrid cuando llegó hasta allí desde Torrelodones. La guerra estaba lejos de los bulevares y los tranvías, los cafés y los restaurantes, las mujeres y las tiendas de aquella ciudad bonita, pequeña pero con ambiciones cosmopolitas, donde florecían el contrabando, el mercado negro, los refugiados, la falsificación de documentos, el tráfico de toda clase de bienes y, en magnífica proporción, las oportunidades de prosperar, de enriquecerse.

Por eso, cuando su convalecencia concluyó con la prohibición de volver al frente, se apresuró a subastar la plaza que le correspondía en la próxima expedición de vuelta a casa entre los compañeros del Cuartel General que estaban deseando subirse a aquel tren. El coronel Arenas, que nunca se enteró de que había cobrado por quedarse, interpretó su rechazo a la repatriación como una prueba más de su entrega a la causa y autorizó sin hacer preguntas el cambio de destino que su asistente le pidió con lágrimas en los ojos, no me haga volver así, mi coronel, déjeme quedarme aquí, ayudar a mis compañeros en lo que pueda, yo estoy solo, no me espera nadie, no tengo mujer ni hijos en España, déjeme quedarme aquí, no me obligue a volver a Madrid mientras siga habiendo españoles que se juegan la vida en el frente…

Arenas nunca se arrepintió de haber cedido a la petición de su subordinado. Carrión le caía bien, era divertido, y tan simpático, siempre contando chistes, haciendo voces, sacándose ristras de pañuelos de colores de los bolsillos. Conocía los mejores sitios, los bares más animados, los mejores restaurantes, los burdeles de confianza y los lugares donde se podían conseguir tabaco, coñac, perfume y hasta morfina. Daba gusto ir con él a las recepciones, llevarle consigo en las excursiones turísticas con las que agasajaba a los militares de alto rango que visitaban la ciudad, porque todo el mundo quedaba encantado con el ingenio de aquel muchacho que parecía tener recursos para triunfar en cualquier situación. Pero el coronel Arenas, un hombre honrado, generoso, de carácter tranquilo y hasta apacible, no era tonto. Por eso, y porque sospechaba que su protegido sería capaz de hacer cualquier cosa, con todo lo que significaba esa expresión en aquel momento, en aquel lugar, para salir a flote, se le ocurrió la idea de dejar un hombre en Riga, un enlace clandestino entre los voluntarios de la Legión Azul y él mismo, que actuaría a su vez como enlace con el mando del ejército español. Si Carrión le hubiera dicho que no, habría renunciado a aquel proyecto. Pero sabía de sobra que Carrión iba a decirle que sí.

Lo que el coronel Arenas nunca sabría fue que Julio Carrión González se bajó de un tren en la estación de Orleáns el 25 de abril de 1944, cuando la retirada del ejército alemán del Este, tan temprana que había truncado sus operaciones de enriquecimiento personal antes de que llegaran a consolidarse, le privó al mismo tiempo de los fondos casi ilimitados de una cuenta corriente controlada desde el Ministerio del Ejército de Madrid, y de la última excusa para seguir dando tumbos por el mundo. Sin embargo, en el hotel donde tomó habitación para una noche, nadie le pidió explicaciones.

En aquel momento, Europa estaba llena de españoles, civiles y militares, exiliados y voluntarios, hombres y mujeres que luchaban en un bando, en el otro o hacían la guerra por su cuenta. En Orleáns había tantos que no tuvo que preguntar mucho para dar con ellos. Cuando los encontró, ya se había comprado ropa nueva, francesa, barata, y llevaba en el bolsillo del pantalón el carné de la JSU que había escondido entre las guardas posteriores y el cartón de la encuadernación de la Biblia de su padre tres años antes, la última noche que durmió en Madrid, en su cuarto de la pensión de la calle de la Sal. Entonces creía que podría serle útil si los rusos le hacían prisionero. Ahora pensaba usarlo para algo muy distinto.

No le gustó el aspecto oscuro, malencarado, de los parroquianos que encontró en el primer bar donde oyó hablar en español, y decidió probar suerte en el que estaba al lado. Allí, al fondo de la barra, tres hombres mayores que él, con pinta de trabajadores y padres de familia, charlaban en voz baja mientras liquidaban media botella de vino. Se acercó discretamente a ellos y escuchó un fragmento de su conversación. El que estaba en medio, grande, canoso, de sonrisa fácil, hizo un aspaviento con la mano mientras se burlaba de uno de sus compañeros. Pronunciaba mejor que bien todas las eses de una expresión que Julio reconoció sin vacilar, vamos, no me jodas… Por eso le eligió.

—Perdone… —ellos no se sorprendieron de que les abordara en español—, ¿puede darme fuego?

—Claro, hijo —contestó el hombre—. Toma.

Julio encendió el pitillo, se los quedó mirando y decidió que no tenían mucha pinta de ser anarquistas. Por eso, en un movimiento furtivo, ocultando el brazo con el cuerpo, levantó el puño derecho, por si eran comunistas, pero no les llamó camaradas, por si fueran socialistas.

—Salud, compañeros —se atrevió a decir por fin, en un murmullo.

—Baja el puño, gilipollas —pero el madrileño que le había dado fuego cabeceaba con una sonrisa benévola, casi paternal—. Pues sí… Tú debes ser lo que nos faltaba.