Lo primero que aprendí aquella mañana fue que María Victoria Suárez Mena, una señorita de Zaragoza afiliada a la Sección Femenina, se había ofrecido a ser la madrina de guerra de mi padre sin conocerle más que por una foto que había visto en un periódico.
Ella, una chica delgada, larguirucha, con perfil de ave rapaz y el pelo recogido bajo la boina —roja, supuse, colorada, me habría corregido su propietaria—, le había enviado una fotografía suya junto con la primera carta, dirigida al campamento de Grafenwöhr, todavía en Baviera. La imagen era estupenda, muy patriótica, gran cielo despejado con alguna nubecilla decorativa al fondo, una delgada franja de tierra reseca, sin vegetación, cerrando la composición por debajo, mástil con bandera en primer plano y, a su lado, ella, con camisa azul y una falda sin forma, las piernas al aire. Aunque le sobraba nariz, no era fea, pero tampoco tenía tetas, ni el menor relieve entre los dos bolsillos. En todo caso, su aspecto era mucho menos estimulante que su prosa, cargada de una retórica equitativamente ñoña y sanguinaria, donde en el nombre de las madres de España, tantas bondadosas ancianitas que cosen junto al hogar sin revelar a nadie la inquietud que sienten por esos hijos que han entregado con legítimo orgullo a la patria, proclamaba la necesidad urgente de aplastar, exterminar, extirpar, arrasar, machacar y matar a todos los habitantes de la Rusia criminal, canalla y culpable.
Joder, qué país, pensé, cuando la repetición empezó a aburrirme, cómo podían ser tan fascistas y tan cursis a la vez, tantos brazos amorosos, tanto pecho henchido, tanto olor a buen pan, tanto pequeñuelo agarrado al delantal honrado de la mujer madre, que llora por dentro mientras despide al hijo hombre con una sonrisa heroica, sensible pero fuerte, roca nutricia, primigenia, y luego la Virgen María, eso sí, pensé, acordándome del padre Aizpuru, eso que no falte, nuestra mamá del cielo, sin delantal pero con la determinación de extender su manto protector sobre los tanques alemanes, gloria a Europa, gloria al ejército invicto, gloria al caudillo germano, gloria a su brazo de hierro, gloria a los campeones de la civilización, muerte a Asia, muerte al marxismo asesino, muerte a la bestia tirana, muerte a la barbarie tártara, en esta hora gloriosa, la Humanidad nos obliga…
La madrina de mi padre no tendría más de diecisiete años, dieciocho como mucho, y una ortografía titubeante, incompatible con los acendrados floripondios que, en sus primeras cartas, copiaba con mucho cuidado y una letra tan infantil como las recomendaciones finales, conmovedoras por su ingenuidad, y tú no te olvides de abrigarte bien, que en Rusia, por lo visto, hace mucho frío. Hasta que se enfadó, y sus cartas empezaron a ser más divertidas, querido Julio, hace tiempo que no recibo contestación, querido Julio, me he asustado porque no me escribes y he preguntado por ti, querido Julio, ya sé que estás bien, pero no sé nada más desde hace meses, mira, Julio, si te molestan mis cartas, me lo podrías decir, ésta es la última carta que te escribo, Julio, y en efecto, no había ninguna más.
Las cartas de María Victoria Suárez Mena inauguraron aquella mañana sin clase, tranquila y soleada. Estaba solo en casa y la luz entraba hasta el centro de la habitación que mi hijo llamaba «el cuarto de los libros de papá», un estudio forrado de estanterías, más grande que el salón pero con una forma tan irregular que a Mai no se le ocurrió hacer nada mejor con él cuando se vino a vivir conmigo. A mí me gustaba porque hacía esquina, tenía dos ventanas a un patio interior, silencioso, que sólo subía un piso más y me dejaba ver el cielo, y estaba muy lejos del salón, lejos del cuarto de Miguelito y de la cocina, perdido al fondo del pasillo. Me gustaba también porque cabían dos mesas, un número que intrigaba mucho a la asistenta que venía a limpiar todos los días pero nunca se atrevía a entrar cuando estaba yo. Vacié completamente de libros y papeles la que no ocupaba el ordenador, y coloqué sobre ella la carpeta de gomas de cartón azul y aquella cartera de piel pequeña cuya cerradura se me había resistido la tarde anterior, antes de que la irrupción de Lisette me obligara a llevármela. Decidí empezar por el principio, tendrías que haber estado en Rusia, en Polonia.
La carpeta contenía toda la documentación del caballero divisionario llamado Julio Carrión González, su cartilla militar, con la fecha de alistamiento, la especificación de que era menor de edad pero aportaba autorización paterna, su descripción física, talla, constitución, color de los ojos, vacunaciones, fecha y lugar de nacimiento, y su profesión, mecánico, todo por duplicado, un documento alemán por cada documento español, revisiones médicas, recibos de las pagas, certificados de su ingreso en el hospital español para convalecientes de Riga y del alta que le entregaron cuando salió de allí. Había también muchas fotos, mi padre con uniforme español, con uniforme alemán, formado y descansando, con nieve hasta las rodillas, con barro hasta las rodillas, de juerga junto a un poste de señales donde dos flechas señalaban en direcciones contrarias para marcar lo que entonces parecían distancias triunfales —Berlin, 1485 km, Petersburg, 70 km—, más de juerga todavía en un bar, su irresistible sonrisa de hombre encantador entre dos mujeres nórdicas, rubias, atractivas y muy potentes, con mucha más patria encima, pensé, que la pobre señorita Suárez, y después, cuando se acabó la juerga, cubierto por un impermeable o envuelto en mantas que sólo dejaban ver unos ojos que podían ser suyos o de cualquier otro, en la entrada de una trinchera, haciendo guardia mientras caía una nieve tan espesa que se podían contar los copos. En muchas de aquellas fotos aparecía también su amigo Eugenio, un chico delgado, con gafas y aspecto de intelectual, del que mi padre contaba que no pasó las pruebas físicas pero fue admitido por presiones de su familia, todos falangistas menos su padre, su madre la que más.
No vi a Eugenio en el entierro, pero sí en el funeral, tan delgado como siempre, tieso todavía, elegante y exquisitamente cortés en el momento de darnos el pésame, primero a mi madre, después a su ahijada, mi hermana Angélica, luego a los demás, abrazándonos con un cariño poco protocolario mientras susurraba las palabras justas para cada uno. Siempre me había caído bien, y me costaba mucho trabajo imaginármelo repitiendo a voz en grito las consignas que la madrina de guerra de mi padre había anotado en sus cartas con tanto fervor, pero así fue, así debió de haber sido, porque siguió llevando el yugo y las flechas en la solapa hasta una noche de invierno del año en que yo nací. Aquella parecía una noche como cualquier otra hasta que sonó el teléfono y escuchó la voz de su hermano Romualdo. Fue él quien le informó, en cinco minutos escasos, de que su hija era comunista, de que la habían detenido aquella mañana en un salto en Moncloa, de que la habían llevado a la Dirección General de Seguridad para interrogarla, de que un policía cuyo nombre nunca lograría averiguar le había roto el bazo de una patada, de que la habían sacado de allí desnuda porque no encontraron su ropa a tiempo, y de que la estaban operando en el Clínico con un pronóstico peor que regular. Ella se salvó, él también.
—Un desgraciado —solía decir mi padre—, sus hijos le han hecho un desgraciado. Ya lo veis, si hubo una persona honrada en este país fue Eugenio Sánchez Delgado. Si hubo alguien que pudiera trepar y no trepó, que pudiera robar y no robó, que pudiera denunciar y no denuncio, que creyera de verdad en lo que hacía, ése fue Eugenio, ¿y para qué? Pues para que unos imbéciles malcriados y desagradecidos le destrozaran la vida justo cuando le llegaba el momento de recoger, qué bonito…
Cualquiera que le escuchara, habría pensado que la militancia clandestina de sus hijos le había costado una destitución fulminante, pero fue él quien se marchó, él quien abandonó, él quien no pudo soportar que el régimen que había sostenido con tanta fe detuviera sin garantías a chicas de dieciocho años, y las desnudara antes de romperles el bazo de una patada para que dos policías fueran a pedirle perdón después, porque, claro, con ese apellido tan corriente, Sánchez, cómo iban a saber ellos que la chica era hija suya y sobrina de don Romualdo… Mientras pudo no enterarse, hizo como que no sabía nada. Cuando no le quedó más remedio que enterarse, no intentó reciclarse, recolocarse como otros, volverse disidente de la noche a la mañana, él no. Él se marchó a su casa, y allí se quedó.
El domingo siguiente a la legalización del Partido Comunista, vino a comer a la nuestra con su mujer. Todavía vivíamos en la calle Argensola, yo tenía doce años, pero me acuerdo muy bien de la expresión de su cara, la serenidad paciente, hasta sonriente, con la que afrontaba las quejas de mi padre, al que todo lo que estaba pasando en España le parecía aceptable, incluso deseable, todo menos eso.
—¿Democracia? —se preguntaba, y él mismo se respondía—, vale. ¿Elecciones?, muy bien, me parece estupendo, ya lo sabes. ¿Sindicatos? Pues bueno, si no hay más remedio. ¿Socialistas?, también, porque hará falta una izquierda, ¿no? Hasta ahí todo bien, pero ¿esto? ¡Esto no, coño, el Partido Comunista no! ¿Por qué? ¿Para qué? Todo menos esto, joder, porque, vamos a ver…, ¿es que no hay democracia en Estados Unidos? Y en Inglaterra qué, ¿eh?, ¿es que no hay democracia? —su tono se rizaba, se elevaba, iba adquiriendo color, una tensión apasionada, dramática, mientras miraba a los ojos de su amigo buscando una confirmación que no encontraba—. ¿Y qué pasa en Estados Unidos, qué pasa en Inglaterra, es que allí hay partido comunista? ¡Pues no, por supuesto que no, naturalmente que no! Pero no me lo puedo creer, Eugenio —se rindió al final, cuando se cansó de hacer preguntas que sólo él parecía interesado en contestar—, parece que te da lo mismo.
—Es que me da lo mismo, Julio —su viejo camarada le contestó con palabras tan serenas como su mirada—. No me gusta el comunismo, pero tengo dos hijos comunistas, y ellos sí me gustan. Son jóvenes, apasionados, y creen de verdad en lo que defienden. A lo mejor se equivocan, pero yo también me equivoqué cuando tenía su edad. Así que no tengo motivos para estar contento, pero tampoco tengo motivos para preocuparme. Yo no le debo nada a nadie, ya lo sabes.
Entonces mi padre se quedó callado pero mi madre cambió enseguida de conversación, y no se volvió a hablar de política hasta que se marcharon, cuando mi padre se compadeció de ellos en voz alta. Pobre Eugenio, nos dijo, sus hijos le han hecho un desgraciado, antes de rematar con la amenaza habitual, al que se meta en política, lo echo de casa, no os digo más.
Mis dos hermanos mayores habrían podido participar en los últimos episodios de la resistencia a la dictadura, porque Rafa empezó la carrera unos meses antes de la muerte de Franco, y Angélica un año después, pero él pasó por la universidad como si allí no hubiera sucedido nada, y durante muchos años, todos los que tardó en abandonar a su primer marido, lo único que recordaría ella de aquel periodo era la parálisis de pánico que la inmovilizaba por dentro cada vez que veía una pintada, un cartel o una convocatoria de la organización juvenil en la que había militado un estudiante llamado Adolfo Cerezo hasta que terminó la carrera. A mi hermano Julio, que había nacido en el 61, la política le atrajo mucho más, pero en la dirección opuesta. El fue quien más interés mostró por la aventura rusa que a mi padre, más allá de los rigores del clima, no le gustaba recordar.
—¿Tú estuviste en Possad, papá? ¿Cruzaste el Voljov? ¿Atravesaste andando el lago Ilmen, cuando…?
—Sí estuve, sí, y crucé el río varias veces, pero no estuve en el Ilmen, eso no, por suerte, no.
Julio, que se aprendió de memoria el vocabulario guerrero alemán y aprovechaba cualquier oportunidad para soltar palabras que su creativa pronunciación hacía definitivamente incomprensibles, no solía obtener respuestas más elocuentes cada vez que atacaba con todo su cargamento de Komandaturs, Oberkommandos, Heeres, Luftwaffes, Wehrmachts, Sturmbannführers, Oberführers y Stableiters.
—¿Y no te congelaste, papá? ¿No te condecoraron? ¿No te dieron la Cruz de Hierro, aunque fuera colectiva?
—¡Que te calles de una vez, joder! Mira que eres pesado, hijo mío…
Yo, que tenía cuatro años menos que Julio, asistía en silencio a aquellos forcejeos de los que mi hermano salía convencido de que nuestro padre había sido un héroe, pero una noche de sábado, después de ver por la tele una película sobre la guerra en el Pacífico, me atreví a hacer mis propias preguntas.
—Y tú, ¿por qué ibas con los malos, papá?
Él me miró con una expresión de alarma que se deshizo en una sonrisa al recordar que su interlocutor no tenía más de diez años.
—¿Y a ti quién te ha dicho que eran los malos? —me preguntó a su vez.
—Bueno, hacen de malos en todas las películas, ¿no? Y además perdieron. Al final siempre ganan los buenos, ¿no?
—No —me contestó él—. Los que ganan al final son los más fuertes, no tienen por qué ser los buenos siempre. Ganan y les va mejor, tienen más dinero y se lo gastan en hacer películas, y como las hacen ellos, pues los malos siempre son los otros.
—Ya, pero luego está lo de los judíos —insistí.
—Sí, tienes razón —asintió con la cabeza—. Está lo de los judíos, pero nosotros no tuvimos nada que ver con eso. Y muchos de los alemanes con los que luchamos, tampoco.
—¿Entonces los nazis no eran malos?
—Sí, claro que eran malos. Pero los otros también eran malos. Y sin embargo, había buenos en los dos bandos, buenas personas. Así que es muy complicado saber quiénes eran los malos malos de verdad y quiénes eran los malos menos malos, ¿comprendes?
—No —y fui sincero—. Creo que no.
—Es que eres muy pequeño, Álvaro. Cuando crezcas, ya lo entenderás.
Pero no lo entendí.
Pasó el tiempo, Julio quitó un buen día todas las cruces gamadas del dormitorio que compartíamos y nunca más volvió a acordarse de ellas. A mí me dio por estudiar alemán durante algunos años, aprendí cómo se pronunciaban unas palabras que jamás tuve la tentación de decir en voz alta, y sentí dos escalofríos sucesivos al leer, primero en alemán, después en español, el juramento reproducido en una hoja de papel doblada, perdida entre las fotos de aquella carpeta azul. ¿Juráis ante Dios y por vuestro honor de españoles absoluta obediencia al jefe del ejército alemán Adolf Hitler en la lucha contra el comunismo, y juráis combatir como valientes soldados, dispuestos a dar vuestra vida en cada instante por cumplir este juramento? Debajo, primero en alemán, después en español, figuraba la respuesta que mi padre, entre otros muchos miles de españoles, debió gritar un día de 1941, en el trance de convertirse en un soldado alemán, ¡sí, juro! Después había seguido pasando el tiempo, mucho tiempo, pero aquella mañana soleada y tranquila del mes de abril de 2005, en la soledad de mi casa, el ruido del aspirador que la asistenta pasaba por el pasillo como única compañía, yo seguía sin entenderlo.
—El padre de Álvaro estuvo en la División Azul, ¿sabes?
Fernando Cisneros lo entendió mejor que yo. Cuando empecé la carrera y conocí a aquel chico grande y barbudo que parecía un oso, hablaba de la guerra civil en primera persona del plural y era capaz de sintetizar con una precisión, una contundencia ejemplares, las ideas sólidas pero inconexas que me impulsaban a comprender algunas cosas enseguida y otras nunca, cometí el error de confesarle el pasado divisionario de mi padre y le hice el mejor regalo que recibiría de mí en toda su vida.
—Eso que te lo diga Álvaro, que su padre se fue a luchar a Rusia con los nazis…
Entonces, a principios de los 80, el polvo de la dictadura pegado todavía a la suela de todos los zapatos, la chica en cuestión se quedaba callada y me dedicaba una expresión de incredulidad aliñada con ciertas gotas de compasión, cuando había suerte, o de repugnancia, cuando no la había, que él aprovechaba invariablemente para colocar la historia de su abuelo el admirable.
—Bueno, Fernando, ya está bien, ¿no? —me quejaba yo de vez en cuando.
—¿Ya está bien de qué? —se defendía—. ¿Qué pasa, que es mentira?
—No, no es mentira. Pero tampoco tiene gracia que lo sepan todas las tías de la facultad. A mí también me gusta ligar, ¿sabes?, y no me lo pones muy fácil.
—¿Por qué? —y fingía un asombro tramposo, risueño—. Siempre te quedarán las falangistas. Están muy buenas, ¿no? Eso dicen.
—Ya, pero, aparte de que no conocemos a ninguna, las falangistas no son mi tipo. Para pijas, ya tengo bastante con mi hermana Angélica.
—Pues te jodes —y se echaba a reír—. No haber tenido un padre nazi.
Conocí a Máximo Cisneros y a su mujer, Paula, no menos admirable, el día que su nieto Fernando leyó su tesis doctoral. Yo había leído la mía dos años antes y a mi familia ni se le había pasado por la imaginación asistir, aunque mi padre pagó la comida en un restaurante cuyos precios desbordaban con mucho las posibilidades de cualquiera que no fuera él, desde luego las mías, y también las de los miembros de mi tribunal. Todos se quedaron muy impresionados al verme firmar la factura sin más antes de devolvérsela a un maître tan estirado como complaciente, muchas gracias, don Álvaro, hasta cuando usted quiera. A la tesis de Fernando, en cambio, fue toda la familia Cisneros. A sus abuelos paternos les faltaba poco para cumplir ochenta años y el materno los había cumplido ya, pero los tres subieron a buen ritmo los peldaños que daban acceso a la sala, y se tragaron la sesión sin pestañear. Era imposible que estuvieran entendiendo algo de lo que se decía allí, como no podían entenderlo ni el padre ni la madre de su nieto, pero todos estuvieron al lado de Fernando hasta el final, y cuando él me presentó por fin a Máximo, cuya admirable historia me sabía de memoria a fuerza de oírla repetir siempre a propósito de la despreciable historia de mi pobre padre, pensé que había merecido la pena adelantar cinco días mi viaje desde Boston. El cambio de billete me había costado un dineral, pero a él le había costado mucho más llegar hasta la sala donde su nieto recibió un ceremonioso cum laude que le hizo mucho más feliz que a su genuino destinatario. Me emocionó conocerle, y se lo dije, tanto que renuncié a preguntarle si se imaginaba la cantidad de polvos que había echado Fernando a costa de su sufrimiento.
—¡Ah! Pues entonces igual que Álvaro. Porque su padre estuvo en la División Azul. Igual tus abuelos fueron también, ¿no?
La última vez que lo hizo teníamos ya más de treinta años, yo había vuelto de Estados Unidos, él se había casado, su abuelo había muerto, acabábamos de salir de la facultad, José Ignacio Carmona no había podido acompañarnos a comer, y Elena Galván nos estaba contando que se gastaba la tercera parte del sueldo en pagar un alquiler en Tres Cantos porque sus padres vivían en Getafe, en la otra punta de las afueras de Madrid. Soy de familia de militares, añadió. Unos años antes habría adivinado que Fernando no necesitaba nada más al mismo tiempo que él, pero a aquellas alturas me pilló desentrenado.
—No —la profesora Galván sonrió, en la absoluta ignorancia de lo que le esperaba—, mis dos abuelos se quedaron en España. Con la guerra de aquí tuvieron bastante.
—Claro —él le devolvió la sonrisa—. Para eso la empezaron, ¿no? Porque si tu padre ha llegado a coronel, supongo que los dos se sublevarían —ella asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír—. ¿Dónde?
—Pues… el padre de mi padre en Marruecos. El de mi madre en Santander.
—¿Lo fusilamos? —Elena se echó a reír.
—No, no lo fusilasteis. Pero estuvo en la cárcel casi un año.
—Ya… —Fernando miró un instante al mantel, hizo una pausa dramática, buscó los ojos de su interlocutora y negó levemente con la cabeza antes de encoger su sonrisa hasta llevarla al límite de una mueca nostálgica. Era como un protocolo oficial, se lo había visto hacer tantas veces que podía anticipar cada gesto, cada suspiro, cada movimiento—. El mío dieciséis.
—Dieciséis… —Elena se puso seria de repente, Fernando la miraba con una superioridad teñida de ternura, aquel día lo estaba bordando, el hijo de puta—. ¿Dieciséis años, quieres decir?
—Bueno, más exactamente quince. Quince años, nueve meses y trece días —hizo otra pausa, más prolongada, y respiró hondo antes de jugársela, como un delantero centro que ve una portería inmensa, y en ella a un portero muy pequeño, un instante antes de tomar impulso para empujar el balón con el pie—. Pudo salir antes, ¿sabes? Le habría bastado con pedir perdón. Él era periodista, un autodidacta, su padre trabajaba en los talleres de un periódico y le colocó en la redacción a los doce años, de niño de los recados, pero aprendió el oficio deprisa, escribía muy bien. Llegó a ser el redactor jefe de cierre de Abc, el de aquí, el republicano, durante la guerra. Luego le condenaron a muerte, le conmutaron la pena por treinta años, le negaron la redención por el trabajo, en fin, fue dando tumbos de cárcel en cárcel hasta que volvió a Madrid. Entonces se le ocurrió fundar un periódico allí dentro, bueno, más bien una revista. Lo hacía casi todo él y sacaba un número al mes. No era gran cosa, te lo puedes imaginar, pero a él le gustaba, era su oficio y tenía mucho éxito entre los presos. Por eso, el director de Yeserías le propuso un trato. Si se arrepentía, es decir, si escribía varios editoriales seguidos reconociendo sus errores, alabando a Franco, pidiendo perdón, él le garantizaba que estaría en la calle en menos de un año. Mi abuelo, que llevaba nueve encerrado, le dijo que necesitaba tiempo para pensarlo. Escribió a su mujer y se lo contó todo. Ella, que se había quedado sola con dos niños y trabajaba como una burra, le contestó con quince palabras justas. Querido Máximo, no hagas por mí nada que no hicieras por ti, te quiero, Paula. Y él se chupó siete años más de cárcel por no arrepentirse de nada.
—Joder…
Elena Galván, una chica muy, muy progre de una familia muy, muy facha, es decir, el sujeto ideal de lo que yo había bautizado muchos años antes como «el experimento Cisneros», estaba tan impresionada como cualquiera que escuchara por primera vez aquella historia española, conmovedora y terrible, limpia y romántica, que nos llamaba a cada uno por nuestro nombre, por nuestros apellidos. Eso había sentido yo cuando la conocí, y eso estaba sintiendo Elena mientras miraba a Fernando con ojos muy grandes, muy dulces, pero capaces aún de absorber sus palabras, de encajar los últimos espasmos de un dolor gozoso, las cuchilladas amorosas y calientes que él seguía dirigiendo con infinita astucia.
—Entonces le quitaron el periódico, ¿sabes? Se lo dieron a otro preso dispuesto a escribir los editoriales que ellos querían leer, y sin embargo dejaron su nombre en la cabecera —Elena cerró los ojos, y cuando los abrió eran todavía un poco más grandes, un poco más dulces—, para humillarle, claro, para obligarle a leerlo, fundado por Máximo Cisneros, y debajo viva Franco, arriba España, pero no se hundió, no pudieron con él. Nadie pudo con él hasta que salió de la cárcel y se vino abajo. Yo no sé hacer nada, Paula, le dijo a mi abuela, yo sólo sé escribir, ojalá hubiera aprendido un oficio, ojalá… —Fernando hablaba como si estuviera recordando algo que le hubiera sucedido a él mismo y le doliera cada sílaba que pronunciaba—. Estaba en todas las listas negras, por supuesto. Nunca pudo volver a publicar nada en ningún periódico. Bueno, publicaba en la prensa clandestina del partido pero con seudónimo, claro. Entonces ya trabajaba como dependiente en una ferretería, eso fue lo que hizo el resto de su vida, despachar clavos y tornillos…
Elena le miraba como si a su alrededor no hubiera nada, nadie más, como si más allá de los ojos, de las manos, de la voz de Fernando, todo se hubiera disuelto, el suelo, las paredes, la mesa en la que apoyaba los brazos, la silla en la que estaba sentada, y desde luego yo, que sin embargo estaba allí, pensando sólo en una cosa, se la folla, se la folla, se la folla, el muy hijo de puta se la va a follar esta misma tarde…
—¿Y por qué no le cuentas de paso la historia de tu otro abuelo? —sugerí, pegándole una patada por debajo de la mesa—. Ése también estuvo en la cárcel.
—No me interrumpas —él me machacó el pie derecho de un pisotón—, Alvarito.
Un par de años antes, en un momento de debilidad del que se arrepentiría después, Fernando me contó una historia por la que yo le había preguntado muchas veces en vano desde que se le escapó que su otro abuelo, Pepe, no era el padre de su madre. Por desgracia, mi abuelo de verdad se llamaba Florencio Jiménez, confesó al fin, y no era ni facha, nada, una mierda… Tenía una tienda de ultramarinos en Legazpi, e hizo una fortuna durante la guerra con el mercado negro al amparo del prestigio de su familia, roja de toda la vida. Sus hermanos, socialistas, irreprochables, añadía su nieto, intentando salvar algún mueble del inminente incendio de su prestigio, nunca sospecharon nada porque siempre tuvo la precaución de hacer negocios fuera de su barrio, pero en Legazpi le conocía todo el mundo, y por eso, en vez de estarse quieto, el primer día de abril de 1939 salió al balcón de su casa con una camisa azul para cantar el Cara al sol. Cuando los falangistas lo detuvieron, estuvo en la cárcel el tiempo necesario para pactar su libertad a cambio de denunciar a todos los rojos que conocía y a alguno que se inventó. Después esperó a que se hiciera de noche, fue a su tienda, cogió las joyas, la plata, los relojes que había aceptado a cambio de comida y medicinas, todo menos el dinero, que ya no valía nada, no subió a su casa ni para despedirse, se largó, y nadie volvió a saber nada más de él. Hasta que su mujer, que había recibido en su casa a su cuñado Pepe, el único superviviente de los Jiménez irreprochables, cuando salió de la cárcel, y llevaba casi treinta años, y dos hijos, viviendo en pecado con él, pudo pedir el divorcio. Entonces se enteró de que su marido estaba en Mallorca, y de que tenía un chalé con piscina, una novia muy joven y dos hoteles en propiedad. La única condición que le puso para divorciarse fue que no le costara un duro.
La historia de Florencio Jiménez no sólo era peor que la de mi padre. Era también la antípoda exacta de la historia del único padre que llegaría a tener su hija, y de la del hombre que se convertiría en su suegro. Pero tal vez ni siquiera eso habría desanimado a la profesora Galván, que a la hora de los cafés, sus ojos más grandes, más negros, más griegos que nunca, parecía ya a punto de derretirse, de licuarse, de dejarse caer hasta el suelo, arrastrarse de rodillas hasta Fernando Cisneros, y ofrecerse a reparar como fuera los pecados de sus antepasados. Eso fue lo que hizo, más o menos. ¿Os apetece venir a mi casa a tomar una copa?, propuso cuando nos levantamos. Fernando se me adelantó antes de darme tiempo para inventar una excusa y tampoco se tomó esa molestia. Álvaro no puede, dijo solamente, pero a mí me apetece muchísimo.
Me acordé de aquella historia, y de todas las que tenían que ver con los tres abuelos de Fernando, mientras leía las cartas que mi propio abuelo, Benigno Carrión, le envió a su hijo Julio desde Torrelodones. Eran sólo cinco y muy sosas, con alguna falta de ortografía y una sintaxis pobre, esquemática y plagada de frases hechas, querido hijo, espero que al recibir la presente te encuentres bien, yo también, gracias a Dios, pero eso no me llamó tanto la atención como la ausencia casi total de consignas políticas, ninguna referencia al marxismo asesino, a la bestia tirana, a la Rusia canalla. En su lugar, y en cada renglón escrito por una mano temblorosa, poco habituada a aquel ejercicio, afloraba la verdadera, profundísima ideología de un hombre más preocupado por la salvación del alma de su hijo que por su supervivencia. No faltes a misa ningún día, no busques a las mujeres, evita las tentaciones, no te avergüences de rezar porque rezar es hablar con Dios, lleva siempre encima las estampas que te envío, piensa que la muerte te acecha y que nunca sabrás cuándo te va a alcanzar, procura estar preparado para morir en gracia de Dios, qué alegría, me dije, pobre papá, ir a la guerra para que te escriban cartas como éstas, menuda juerga…
No esperaba que la beatería de mi abuelo fuera tan intensa, pero tampoco me sorprendió, porque siempre había sido el primer rasgo que mi padre evocaba al hablar de él. Su hijo no lo había heredado, como no había llegado a asumir nunca, al menos ante mí, la ideología que en apariencia tendría que haberle empujado hasta el infierno ruso. Mi padre no era fascista —y una polla, decía Fernando cada vez que intentaba explicárselo— porque su posición política tenía mucho más que ver con lo que detestaba que con el anhelo de transformar la realidad en ninguna dirección. Era anticomunista, desde luego, aunque su bestia negra era Largo Caballero, pero, por encima de todo, despreciaba la política y a los políticos, más a las mujeres que a los hombres. ¿Y ésta?, decía cuando se topaba con alguna candidata en los espacios electorales de la televisión, ¿no tendrá nada que limpiar en su casa, ésta, no tendrá que hacer la comida y cuidar de sus hijos, en vez de ir por ahí, pegando gritos? Y sin embargo, se llevaba estupendamente con todos ellos.
Aunque le empezó a ir bien bastante antes, mi padre se hizo rico de verdad en los últimos años del franquismo y, sobre todo, después de aguantar el tirón de la crisis energética, en los primeros de la democracia. Para un hombre tan simpático como él, los equipos de militares y tecnócratas del Opus, tan poco sensibles los unos como los otros a los trucos de magia y los chistes polifónicos, eran malos clientes. Los demócratas jóvenes, inexpertos, recién salidos del horno, se le daban mucho mejor. Él le contaba a cada uno lo que quería oír, se calificaba a sí mismo como antifranquista con mayor o menor intensidad, escogía las anécdotas de su repertorio en función de los gustos de su interlocutor, y se convertía sin grandes dificultades en la estrella del cocido, las lentejas, o la especialidad apropiadamente grasienta y popular que ofreciera la anfitriona influyente de la temporada. Luego, por las mañanas, cuando bajaba a desayunar, me lo encontraba en la cocina con muy mala cara, un vaso con dos alka-seltzers a medio deshacer en la mano y un gruñido entre los labios, qué barbaridad, no había salido tantas noches seguidas en mi vida, parece que lo de la democracia consiste en trasnochar, y la de ayer también podía haber puesto un pescadito, la tía, pero no, potaje de garbanzos y a las once de la noche, es que hay que joderse… Mi madre, que se volvía a la cama en cuanto Clara y yo cogíamos el autobús, estaba encantada, en cambio. Y sin embargo, cuando Tejero entró a tiros en el Congreso, parecía mucho menos preocupada que él, que le dio un centenar de vueltas al salón con las manos en la cabeza mientras repetía, no es posible, no es posible, estos hijos de puta van a venir a joderme a mí ahora, me cago en sus muertos, joder, joder… Estaba tan desolado y tan furioso al mismo tiempo que mi madre ni siquiera se atrevió a pedirle que no hablara mal delante de nosotros. Por eso nos enteramos de que, durante las seis largas horas que el rey necesitó para preparar su discurso ante las cámaras de televisión, no estaba sufriendo por ninguna otra cosa que no fuera una contrata, fabulosa teniendo en cuenta la crisis del sector, que tenía medio apalabrada y que consiguió al final.
En aquella época yo era muy joven, y el cinismo de mi padre me hacía gracia. Aquella actitud, que influía también en sus relaciones con nosotros, le convertía en la autoridad ideal, flexible, paciente, generosa y benéfica, cualquier cosa con tal de no tener problemas siempre que ninguno de sus hijos pensara que era imbécil o se comportara como si lo hubiera pensado alguna vez. Mi padre nos prohibió muy pocas cosas porque conseguía persuadirnos a tiempo de casi todas. Era un hombre brillante, y sin embargo, y aunque era imposible no quererle, no admirarle, no aspirar a estar a su lado, su cinismo, aquella punta de calculada frialdad que me había divertido tanto en mi adolescencia, me distanció de él después más que ninguna otra cosa. Además, confirmó mi intuición de que Julio Carrión nunca había llegado a ser un fascista, por más que abundaran los indicios de lo contrario.
Los que tenía encima de la mesa eran indiscutibles, pero no me impresionaron tanto por su naturaleza como por su propia existencia. Que mi padre no los hubiera destruido, que hubiera amontonado en la misma carpeta los más graves y los insignificantes, que ni siquiera se hubiera tomado el trabajo de esconderlos bien, me pareció primero inverosímil, y apenas una fracción de segundo después, razonable, lo que en definitiva no hacía otra cosa que incrementar la inverosimilitud de aquel asunto más allá de las limitaciones biográficas de un hombre llamado Julio Carrión González. Estaba seguro de que él no sentía ninguna nostalgia por aquella época, de que no la había sentido en los últimos treinta años de su vida. Le había visto quitarse de encima a mi hermano Julio muchas veces, esquivar su curiosidad con fintas más o menos trabajosas, contestar a sus preguntas con monosílabos y un gesto de disgusto más intenso que el cansancio en el borde de los labios. Nunca nos atrevimos a preguntarle por qué no le gustaba hablar de la División Azul, pero todos sabíamos que no le gustaba hacerlo, y sin embargo tampoco había eliminado las pruebas, no las había seleccionado ni las había enterrado en una caja fuerte. Su silencio, que siempre me había parecido comprensible, argumentó a favor de la inverosimilitud de mi hallazgo hasta que lo contemplé como si el nombre inscrito en los documentos que mi padre guardaba en aquella carpeta no fuera el suyo, como si todos esos papeles pertenecieran a otra persona, un español cualquiera. Entonces comprendí que si Julio Carrión González no se había tomado la molestia de deshacerse de ellos, no había sido por nostalgia, ni siquiera por descuido, sino por desidia. Porque aquellos papeles no eran peligrosos.
Este país, como todos ustedes saben sin duda, tuvo una vez una oportunidad, así comenzó la primera clase que José Ignacio Carmona me dio en mi vida, la tuvo y se la robaron. Entonces no se exiliaron sólo los poetas, no crean, se exiliaron también los científicos, los físicos, los químicos, los biólogos, los médicos, los matemáticos… ¿Y qué?, ha pasado mucho tiempo, me dirán, y tendrán razón, pero todos llevamos aún el polvo de la dictadura en los zapatos, ustedes también, aunque no lo sepan. Más tiempo hace falta para que florezcan los desiertos y, por desgracia para todos, la ciencia no se recupera tan deprisa como la literatura. Por eso prefiero que sepan esto ahora, para que luego no me digan que no les advertí lo difícil que es ser físico en España. Ténganlo en cuenta por si quieren cambiarse de carrera, porque todavía están a tiempo…
Cuando terminó su discurso, se nos quedó mirando, frunció el ceño, se dio la vuelta, cogió una tiza y empezó a explicarnos su programa desde la pizarra. No hubo ninguna deserción, ninguna pregunta, aunque algunos se rieron un poco, sin hacer ruido, de aquel profesor tan joven que parecía al mismo tiempo tan antiguo, tan desafinado, tan indigno de la alegría de quienes debían de ser los suyos, esa euforia que reventaba en el aire en las vísperas del retorno de la izquierda al poder. Pero José Ignacio Carmona tenía razón y no tardamos mucho tiempo en descubrirlo, en asomarnos a una grieta profunda de bordes sucios, mal aserrados, por la que una vez se había precipitado en el vacío cualquier tradición, todo progreso. ¿Sigues soltándoles el mismo discurso a los de primero?, le había preguntado yo al comienzo de aquel mismo curso. No, me he vuelto un poco más optimista, me contestó, pero les sigo hablando de la oportunidad y de los desiertos, eso sí. Lo que tiene gracia es que ahora, al final, los alumnos me aplauden, y sonrió, fíjate, qué curioso… Eso está bien, apunté, quiere decir que son más listos que nosotros. No, no son más listos, él volvió a sonreír, lo que pasa es que están más lejos. La óptica es una ciencia paradójica, ya sabes.
Las paradojas de la óptica enfocaron también mis ojos hacia un punto situado mucho más allá de los bordes de aquella carpeta azul, un horizonte que no había contemplado nunca con la nitidez, la claridad que ahora desprendía. Este país tuvo una vez una oportunidad, recordé, fue una vez el país de los hombres, de las mujeres admirables, pero ellos no guardan en una carpeta ningún testimonio que justifique su condición, ellos quemaron los papeles, los tiraron, los rompieron, se los comieron. Para ellos eran peligrosos, para mi padre no. Porque frente a los hombres, a las mujeres admirables, en este país sólo hay hombres y mujeres a los que debemos comprender, gente pequeña, de un país pequeño, y pobre, y atrasado, que hizo lo que pudo para sobrevivir, para llegar a vivir algún día en un país grande, y rico, y desarrollado, y satisfecho de sí mismo, donde todo lo que pasa sucede siempre como por arte de magia.
Las manos son más rápidas que la vista, decía mi padre, y él lo sabía, él lo vivió. Y aquí un buen día hubo una guerra, y aquí un buen día se terminó, y aquí, un buen día, muy despacio, con mucho trabajo, mucho esfuerzo de unos pocos, empezó a brotar la hierba en una esquina del desierto y fue mérito de todos, porque las manos son más rápidas que la vista y la óptica una ciencia paradójica, y cómo no comprender, cómo no conceder el beneficio de la comprensión a tanta gente pequeña, empeñada en sobrevivir en un país pequeño, y pobre, y atrasado, donde no se cumplen las leyes físicas, donde la aritmética es opinable, moldeable como la plastilina, donde se divide entre todos el mérito de unos pocos y la responsabilidad de unos pocos se multiplica por todos para que nadie tenga nunca ningún mérito ni responsabilidad alguna, porque las cosas pasan solas, como por arte de magia o porque no les queda más remedio que pasar. Mi padre contó siempre con esa ventaja, la ingravidez de España, la excepción a la ley de la causa y el efecto, el país donde nadie ve nunca una manzana que se cae de un árbol, porque todas las manzanas están ya en el suelo desde el principio y eso es lo más práctico, lo más sabio, lo más cómodo, lo mejor para todos, mientras las manos sean más rápidas que la vista, mientras las paradojas más elementales de la óptica jueguen a favor de quien maneja las lentes, mientras el prestigio moderno de la gente pequeña que hace lo que sea por sobrevivir oponga su transparente actualidad al caduco prestigio de los hombres y las mujeres admirables, tan anticuados por otra parte, tan inservibles en realidad, tan fastidiosos en su abnegación, en su terquedad, en la esterilidad de su sacrificio, porque si se hubieran estado quietos, si se hubieran dado por vencidos, si no se hubieran jugado la vida en vano tantas veces, tampoco habría pasado nada. Que no serían admirables, sólo eso, pero les habríamos comprendido igual. Cómo no íbamos a comprenderlos, si a nosotros la ley de la gravedad no nos afecta.
Por eso, porque no eran peligrosos para él, mi padre no se había tomado la molestia de destruir aquellos papeles, por eso no los había seleccionado y ni siquiera los había escondido bien. Pero la óptica es una ciencia paradójica y la magia un arte inconsistente, puro truco, un artificio que se desmorona antes o después bajo la inexorable presión de las leyes físicas. Las lentes se fijan, se disimulan, se ensucian, parecen cubrirse con el polvo del olvido, y las ramas del manzano están desnudas, los frutos en el suelo, dispuestos con cuidado, una astucia ventajosa y mezquina que complace al escenógrafo acostumbrado a trabajar sin testigos. Pero aunque los desiertos florezcan muy despacio, la hierba brota antes en el suelo que en la mirada de quienes lo contemplan, y por eso tiene que pasar el tiempo, mucho tiempo, para que alguien recuerde un buen día que las manzanas no crecen en la tierra, que las manzanas se caen necesariamente de los árboles, y los niños de primero aplauden a José Ignacio Carmona, y quizás no sepan muy bien por qué lo hacen, pero lo sé yo. Lo sé yo, papá, tú no. Tú has conservado hasta el final el beneficio de la comprensión, el privilegio de no tener que comerte los papeles.
Entonces cerré la carpeta, la dejé a un lado, y sentí un brote de frío repentino, una náusea moral, la tentación de abandonar. Había previsto acercarme a la facultad después de rastrear las huellas de Raquel Fernández Perea en el mínimo archivo secreto de su amante, pero lo que había encontrado en la carpeta azul no me dejó muchas ganas de seguir. De pronto, necesitaba respirar el aire de la calle, escapar de aquellos uniformes, de aquellas cartas, del juramento bilingüe y de mis propias conclusiones. Estuve a punto de obedecer aquel impulso, pero recordé a tiempo que no volvería a tener una mañana libre hasta el martes de la semana siguiente, y la cerradura no aguantó ni dos martillazos.
Uno fue suficiente para desprenderla, abollada pero entera, de aquella cartera pequeña de piel donde no había talonarios, sólo un compartimento relleno de papel de seda, una hoja de papel escrita a mano que alguien había roto para volver a pegarla después con cinta adhesiva, y una fotografía en la que estaba yo con la mujer más guapa que había visto en mi vida, en una calle desconocida y ante una terraza llena de gente que me pareció extraña sin saber por qué. Las razones de mi doble extrañeza estaban escritas al dorso, con una letra femenina y elegante, de rasgos largos, picudos. «Para que no me olvides, Paloma», y debajo, «París, mayo, 1947». Cuando lo leí, comprendí que aquel hombre no era yo, y que lo que me había parecido raro era la forma redonda de los veladores, tan distintos de las mesas cuadradas de las terrazas de mi ciudad. Eso comprendí, y nada más.
Paloma, me dije, París, y lo repetí en voz alta, Paloma, París. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, decía mi padre cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo. Él había estado en Rusia, en Polonia, y también en Letonia, dos veces, contaba, la primera cuando le hirieron y la última justo antes de volver a España, pero Riga había sido la última estación de su viaje y el camino de vuelta no pasaba por París, ni había durado tres años. Me levanté, busqué la enciclopedia con los ojos, y antes de encontrarla me volví a sentar. ¿Pero tú eres gilipollas o qué?, me pregunté a mí mismo. Sabía de sobra cuándo se había acabado la segunda guerra mundial, y que las últimas tropas de la División Azul volvieron a España más de un año antes. Ésos no eran los verdaderos datos del problema.
El problema tenía los ojos claros y el pelo oscuro, brillante, peinado con ondas muy marcadas que envolvían su rostro en una aureola de agua negra, una ilusión de movimiento que desaparecía más allá de las orejas sin perturbar las líneas de su cuello largo y elegante, majestuoso al fundirse con la barbilla en un ángulo exacto, espléndido. Su rostro era tan bello que resultaba difícil definirlo, escoger un rasgo esencial, decidirse entre el relieve de los pómulos y la suavidad de los labios, entre la dulzura de los ojos y la desnuda limpieza de las mandíbulas, entre la gracia perfecta de la nariz y la perfecta decisión del arco de las cejas. Miraba a la cámara de frente con una sonrisa apenas esbozada, un gesto de alegría incompleta, y sin embargo sus ojos iluminaban toda la imagen, el fondo, las figuras, los detalles, con esa luz brutal e irresistible que enciende los ojos de las mujeres que van de caza. Aquel día, ella se había vestido para ir de caza. El vestido, de una tela liviana y brillante que se pegaba a su cuerpo con terrorífica docilidad en los hombros, en los pechos, en la cintura, para despegarse después de marcar la justa contundencia de las caderas, dejaba al aire unos brazos preciosos y las preciosas piernas de una mujer preciosa, tanto que suspendió por un momento todos los juicios que yo hubiera podido formular alguna vez acerca de la belleza femenina. Era tan resplandeciente como esas actrices de cine del pasado que parecen sugerir desde sus viejas fotos en blanco y negro que ya no nacen mujeres como ellas, pero ni siquiera eso me impresionó tanto como verme a su lado, un instante antes de comprender que aquel hombre joven que posaba con mi cara, una expresión seria, concentrada, en los ojos oscuros y los labios firmes, olvidados de la sonrisa encantadora que sabían sostener como los de nadie, no era yo, sino mi padre.
Mi padre había estado en París, en 1947, con una española que se llamaba Paloma y era la mujer más guapa que yo había visto en mi vida, tanto que él, a su lado, parecía un hombre vulgar, más bajo, más frágil, más pequeño de lo que era en realidad. Quizás porque también era más joven. No es fácil calcular la edad de las mujeres muy guapas, pero aquélla aparentaba más de treinta años, y él acababa de cumplir veinticinco. Llevaba unos pantalones oscuros y una camisa blanca, arremangada, con varios botones desabrochados, ni rastro de chaqueta, de corbata, un desaliño insólito en el hombre a quien había visto vestido de uniforme tantas veces, aquella misma mañana, y mucho más en el señor en quien se convertiría después. De pie tras ella, parecía un recadero, un botones, el criado de aquella mujer elegante, lujosa, que posaba en escorzo, sentada en un taburete alto, sus piernas casi de perfil, su torso casi de frente, la cabeza ligeramente abandonada hacia atrás, apoyada en el pecho de su acompañante. Y no era sólo la ropa. Había algo extraño en la actitud de aquel hombre, en el gesto soberbio, desafiante, de sus labios, en la determinación de sus ojos oscuros, una fiereza dudosa o quizás el rastro de una emoción, amor, pensé, deseo, o tal vez sólo el orgullo de haber sido el elegido entre tantos, muchos, calculé, quizás todos.
Los españoles que vivían en París en 1947 no habían llegado hasta allí por instinto aventurero, pero yo tampoco podía saber quién era ella, dónde vivía, de qué lado estaba, en qué lugar, en qué momento y situación se había encontrado con Julio Carrión González. Sólo sabía que aquella foto era importante para él, porque no la había destruido, y que era peligrosa, porque se había tomado el trabajo de esconderla muy bien. También sabía que aquel hombre era mi padre. De lo contrario, si me hubiera tropezado por casualidad con los papeles de un desconocido, habría pensado que se trataba de un hermano gemelo, idéntico pero distinto del soldado alemán que sonreía en un cruce de caminos, Berlin, 1485 km, Petersburg, 70 km. Estaba seguro de que los dos eran la misma persona, y sin embargo, volví a mirar en la carpeta azul, elegí algunas de aquellas fotos para compararlas con ésta, busqué semejanzas, diferencias, vi la misma cicatriz, como un punto redondo, más claro, encima de la misma ceja, y seguí sin entenderlo. No encontré ningún documento que justificara la estancia de mi padre en un país hostil, en una época difícil, ni siquiera una factura, una nota, nada escrito en francés. Tampoco había ninguna otra foto de aquella mujer. Entonces, para saber más, saqué la carta vieja, remendada, que había encontrado en el mismo compartimento de la cartera y la coloqué con cuidado encima de la mesa.
Queridísimo hijo de mi corazón, pero a pesar de la caligrafía, muy parecida, antigua también, y femenina, aquella era una carta de mi abuela Teresa, perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido, y al principio lo lamenté, porque la belleza de aquella mujer llamada Paloma podía más, por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera, y seguía pensando en ella, calculando su edad, su origen, los motivos que la habrían impulsado a retratarse con mi padre en mayo de 1947, los motivos que habría tenido él para guardar aquella foto durante tantos años, e intenta comprenderme, y algún día, cuando seas un hombre, y te enamores de una mujer, hasta que me di cuenta de que aquella carta era una despedida, y sufras por amor, y sepas lo que es eso, una despedida tan incompatible con lo que yo sabía de mi padre como una fotografía hecha en París en 1947, perdóname si puedes, perdona a esta pobre mujer que se equivocó al escoger marido, pero si tú te moriste de una tuberculosis ósea, pero no al tener dos hijos a los que siempre querré más que a nada en el mundo, pero si tú no tuviste más hijos que mi padre, ahora no lo entenderás, no puedes entenderlo, pero si esta carta lleva la fecha del 2 de junio de 1937, la fecha de tu muerte, abuela, pero crecerás, te harás mayor, y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre, y qué tendrán que ver las ideas con esto, y te darás cuenta de que son mucho más que lo que parecen, mi padre siempre decía que el suyo era muy religioso, de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse y de entender el mundo, a la gente, todas las cosas, pero lo único que me contó de su madre era que tocaba muy mal el piano, no tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo, que era muy buena, que era maestra, que quería mucho a su marido, los hombres sin ideas son muñecos, marionetas, o algo peor, una mujer vulgar, como tantas, como todas, personas inmorales, sin dignidad, sin corazón, pero aquélla no era la voz de una mujer vulgar, tú no puedes ser como ellos, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente, mi abuela no era una mujer vulgar y mi padre me la había robado, sé valiente, Julio, y perdóname, eso fue lo que sentí, que ya no era su madre quien escribía, no hemos tenido suerte, hijo mío, no la hemos tenido, que era mi abuela y me estaba hablando a mí, pero la guerra terminará algún día, y vencerá la razón, vencerán la justicia y la libertad, la luz por la que luchamos, mi padre siempre tuvo miedo de las ideas, y cuando todo esto haya pasado, volveré a buscarte, y hablaremos, o al menos siempre se comportó como si le inspiraran una temible especie de repugnancia, y quizás entonces pensarás de otra manera, yo nunca he sabido cómo pensaba mi padre, y me entenderás, ojalá que me entiendas, sólo que no soportaba las discusiones políticas, a lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor, al que se meta en política, lo echo de casa, por amor a Manuel, por amor a mí misma, por amor a mi país, por amor a mis ideas y [303] por amor a vosotros también, para que tengáis una vida mejor, la política es lo peor, no existe nada más bajo, más ruin, más asqueroso, para que viváis una vida más libre, más justa, más feliz, el que quiera arruinar su vida, tirarla a la basura, que se meta en política, yo sé que ahora no lo entiendes, que no puedes entenderlo, eso nos decía mi padre, el hijo de una mujer capaz de escribir una carta como aquélla, pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, ¿fuiste bueno, papá?, me pregunté, ¿fuiste digno, y valiente?, tan valiente como para perdonar a tu madre, ¿tanto como ella, papá, sin haberla mencionado nunca, sin habernos contado jamás qué clase de mujer era en realidad?, que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo, tu abuela tocaba el piano, muy mal, fatal, pero le encantaba tocar, pobrecilla, tuya y del socialismo, mía y del socialismo, mamá, era tu madre, papá, era tu madre, joder, era tu madre, tu madre, queridísimo hijo de mi corazón, cuando empecé a leer otra vez, desde el principio, las manos me temblaban, perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido, me temblaban las piernas, los labios, la conciencia, por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera, yo te habría querido, abuela, e intenta comprenderme, y algún día, cuando seas un hombre y te enamores de una mujer, yo habría sido un hombre mejor si hubiera podido quererte a tiempo, y sufras por amor, y sepas lo que es eso, si hubiera podido leer esta carta sin haber tenido que robarla antes, perdóname si puedes, perdona a esta pobre mujer que se equivocó al escoger marido, pero abandonaste al marido equivocado porque debiste encontrar uno mejor y tu hijo te condenó a muerte, te enterró en vida, te fabricó una vida como la que tú no quisiste vivir, pero no al tener dos hijos a los que siempre querré más que a nada en el mundo, y anuló a su hermano, lo negó, lo destruyó, lo arrancó para siempre de su memoria porque se fue contigo o porque tú te lo llevaste, ahora no lo entenderás, no puedes entenderlo, ya te dije yo que la mujer de tu hermano era un putón, ¿te lo dije o no?, pero crecerás, te harás mayor y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre, había roto la carta en cuatro trozos y la había vuelto a pegar después, hacía ya tantos años que la cinta adhesiva se despegaba sola del papel, y te darás cuenta de que son mucho más de lo que parecen, eso, romperla, volverla a pegar y esconderla bien, era lo único que había hecho mi padre con aquella carta, de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse, de entender a la gente, el mundo, todas las cosas, como si a los catorce años ya hubiera elegido una manera de vivir, su propia manera de enamorarse, de entender a la gente, el mundo, todas las cosas, no tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo, a lo mejor por eso no se fue contigo, los hombres sin ideas son muñecos, [304] marionetas o algo peor, pero llegó a ser mucho más que un hombre, personas inmorales, sin dignidad, sin corazón, era un mago, un hechicero, un encantador de serpientes, el personaje más simpático del mundo, el más encantador, el más irresistible, tú no puedes ser como ellos, tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente, y cuando sonreía, era igual que un sol de esos que pintan los niños pequeños, un globo amarillo, coloreado hasta romper el papel y lleno de rayos, sé valiente, Julio, y perdóname, nunca te perdonó, pero tampoco tuvo nunca el valor de contárnoslo, no hemos tenido suerte, hijo mío, no la hemos tenido, él si la tuvo, abuela, él se hizo rico, grande, poderoso, pero la guerra terminará algún día, y vencerá la razón, vencerán la justicia y la libertad, la luz por la que luchamos, pero nosotros no tuvimos suerte, este país no tuvo suerte, no la tuviste tú, no la tuvo la razón, ni la justicia, ni la libertad, ni la luz, sólo Dios, el orden, la oscuridad, los uniformes, y cuando todo esto haya pasado, volveré a buscarte, y hablaremos, ¿pudiste volver, abuela, lograste escapar de su victoria, de la cárcel, de la paz de las fosas comunes y las cunetas de las carreteras?, y quizás entonces pensarás de otra manera, yo no sé cómo pensaba él entonces, ni siquiera estoy muy seguro de cómo pensaba después, y me entenderás, ojalá que me entiendas, pero sé que tú no has tenido suerte hasta hoy, abuela, hoy has tenido suerte y no lo sabes, y ojalá pudieras estar aquí para darte cuenta, a lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor, tú no puedes saber lo que representa tu amor para mí, no puedes calcular el orgullo que siento de ser tu nieto, el hijo de tu hijo, te he querido tanto antes de conocerte, Teresa, he admirado tanto a la gente como tú, por amor a Manuel, por amor a mí misma, por amor a mi país, por amor a mis ideas y por amor a vosotros también, para que tengáis una vida mejor, este país, como todos ustedes saben sin duda, tuvo una vez una oportunidad, así empezó la primera clase que José Ignacio Carmona me dio en mi vida, la tuvo y se la robaron, te la robaron a ti, Teresa González, se la robaron a él, me la robaron a mí, para que viváis una vida más libre, más justa, más feliz, y ya sé que esta victoria póstuma, simbólica y tardía nunca te consolará de aquella derrota pero tú, hoy, has ganado la guerra, abuela, yo sé que ahora no lo entiendes, para ti es un triunfo inútil, para mí no lo es, que no puedes entenderlo, tú tampoco lo entenderías, no podrías entenderlo, porque los niños creen que los buenos son siempre los que ganan al final de las películas, y hace falta mucho tiempo para que florezcan los desiertos, para que se distinga el final de un capítulo del final de la historia, pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, es un país extraño éste, abuela, un país capaz de lo mejor y de lo peor, y por eso no sé qué [305] clase de hombre fue tu hijo, tan valiente como para perdonar a tu madre, sólo sé que fue peor que tú, que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo, pero eso da igual, porque a la gente como él la comprende todo el mundo, tuya y del socialismo, mía y del socialismo, tú, Teresa González, que eras maestra y tocabas tan mal el piano, mamá, abuela, queridísimo hijo de mi corazón, y volví a leer aquella carta, perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido, la leí muchas veces, me la aprendí de memoria para estar seguro de que nunca la podría olvidar, por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera, hasta que se me secaron los ojos, a mí, que lloro tan poco, muy poco, casi nunca, e intenta comprenderme, y algún día, hasta que pude analizar lo que leía, hasta que logré convertirla en un problema, cuando seas un hombre, y te enamores de una mujer, entonces volví a leerla, y me esforcé en hacerlo con los ojos de mi padre, y sufras por amor, y sepas lo que es eso, intenté adoptar la mirada de un niño de catorce años, abandonado por su madre, perdóname si puedes, perdona a esta pobre mujer que se equivocó al escoger marido, y, para ser justo con aquel niño, repetí muchas veces aquel verbo tan feo, tan sucio, abandonar, pero no al tener dos hijos a los que siempre querré más que a nada en el mundo, pero aquella mañana yo había conocido también a mi abuelo Benigno, ahora no lo entenderás, no puedes entenderlo, el hombre que sólo le pedía a su hijo que estuviera siempre preparado para morir en gracia de Dios, pero crecerás, te harás mayor, y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre, y yo me llamaba Álvaro Carrión Otero, y había crecido, me había hecho mayor, y te darás cuenta de que son mucho más de lo que parecen, tenía mis propias ideas y se parecían mucho a las que estaba leyendo, de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse y de entender el mundo, a la gente, todas las cosas, ella había escrito mis ideas con su letra antigua y femenina, de trazos largos y picudos, elegantes, no tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo, y ya no volví a sentirme el hijo traidor, el que presta oídos a la versión del enemigo, los hombres sin ideas son muñecos, marionetas, o algo peor, porque aquella voz me llamaba, me estaba hablando a mí, personas inmorales, sin dignidad, sin corazón, porque era la voz de mi abuela, y tenía razón, tú no puedes ser como ellos, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente, y por eso aquella carta ya no tenía nada que ver con la memoria de mi padre, sé valiente, Julio, y perdóname, ni siquiera con la de su madre, la admirable mujer que la escribió, no hemos tenido suerte, hijo mío, no la hemos tenido, aquella carta sólo tenía que ver conmigo, con mi propia memoria, mi propio concepto de la dignidad, la bondad, la valentía, pero la guerra terminará algún día, y vencerá la razón, vencerán [306] la justicia y la libertad, la luz por la que luchamos, con una verdad que había sobrevivido a la guerra, a la paz de los cementerios, a las paradojas de la óptica y a la miserable ingravidez de España, y cuando todo esto haya pasado, volveré a buscarte, y hablaremos, para llegar hasta mi corazón, y quizás entonces pensarás de otra manera, para llenarlo de amor por ti, abuela, y me entenderás, ojalá que me entiendas, ninguna victoria es comparable a ésta, a lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor, que derrota a la historia, al tiempo y a la muerte, por amor a Manuel, por amor a mí misma, por amor a mi país, por amor a mis ideas y por amor a vosotros también, para que tengáis una vida mejor, ninguna es tan justa, ninguna es tan grave, ninguna tan triste, para que viváis una vida más libre, más justa, más feliz, y yo que creía que mi vida no era esto, yo sé que ahora no lo entiendes, que no puedes entenderlo, que mi vida era una apacible llanura de tierras cultivadas que no exigía excesos de mis ojos ni de mi conciencia, pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente, que había llegado a sentir nostalgia por aquel hombre que era yo y al que nunca le pasaba nada, tan valiente como para perdonar a tu madre, y sin embargo ahora te tengo a ti, que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo, te tengo a ti, tuya y del socialismo, te tengo a ti, dondequiera que estés, abuela, mamá, quiero escarbar la tierra con los dientes, queridísimo hijo de mi corazón, quiero apartar la tierra parte a parte, perdóname si puedes, a dentelladas secas y calientes, las ideas son mucho más de lo que parecen, quiero minar la tierra hasta encontrarte, no hemos tenido suerte, hijo mío, y besarte la noble calavera, a lo mejor estoy equivocada, y desamordazarte, y lo hago por amor, y regresarte…
—¿Y esto?
La pregunta de Mai interrumpió el sonido de los versos de Miguel Hernández que aprendí cantados en mi adolescencia y ahora no podía dejar de repetir, como si se hubieran convertido en un mantra, una letanía, una plegaria consoladora, imprescindible en el desconcierto, en la desolación. Tal vez por eso no la oí llegar. Tampoco la esperaba tan pronto, pero cuando la encontré a mi lado, señalando con un dedo hacia delante, recordé que aquella tarde Miguelito tenía una fiesta de cumpleaños y que no había que ir a recogerle hasta las ocho.
—Son papeles de mi padre —contesté, haciendo un gesto vago con la mano—. Ayer, cuando fui a llevarle el dinero a Lisette, encontré esta carpeta, mira…
—No, me refiero a la foto.
Mi abuela Teresa, joven y pacífica, con un sombrero discreto, una pequeña perla en cada oreja y una chaqueta abotonada hasta el cuello, indumentaria clásica para una inofensiva, sonriente esposa burguesa, nos miraba desde un marco de plata que alguien nos había regalado cuando nos casamos y nunca nos habíamos decidido a usar porque nos parecía demasiado solemne. Había invertido más de media hora en buscarlo por todos los cajones de la casa, después de encontrar aquel retrato en el fondo de la carpeta azul, junto con otros de su marido y una foto en la que mi padre, con cuatro o cinco años, posaba con los dos ante el estanque del Retiro. Benigno, con traje oscuro y camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata pero con un cinturón ancho, muy visible, tenía el típico aspecto de los hombres de la sierra cuando hacen lo que ellos llaman bajar a Madrid. Incómodo en su ropa de domingo, con la boina en la mano, miraba al suelo con el ceño fruncido, guiñando los ojos como si la luz le molestara. Parecía más viejo que en la foto de su boda pero la diferencia de edad no le distanciaba tanto de su mujer como su actitud hosca, esquiva, hasta levemente acomplejada. Ella no sólo iba mejor vestida. También parecía más contenta, más conforme con la vida, con la ciudad, con el sol y con el hijo al que rodeaba con los brazos, una mujer más culta que su marido, con más aplomo, más mundo, una seguridad en sí misma que se percibía mejor, casi como un halo invisible, en el retrato para el que yo había guardado durante años aquel marco de plata sin saberlo.
—Es mi abuela Teresa —le dije a mi mujer—. La madre de mi padre.
—Ya —ella asintió con la cabeza—, ya lo sé. Lo que no entiendo es por qué la has puesto ahí. Podías poner a tu abuelo, mejor. Mira… —cogió un retrato parecido de Benigno Carrión que estaba encima de la mesa y me lo enseñó como si no lo hubiera visto durante toda mi vida al mirar a mi padre, como si no lo siguiera viendo todos los días al mirarme en el espejo—. Te pareces muchísimo a él, es increíble, ¿no? Y era bastante más guapo que tu abuela.
—No —respondí, con una contundencia que ella no podía interpretar.
—Yo creo que sí —pero insistió de todas formas.
—Pues yo creo que no —y el tono de mi voz se endureció por su cuenta—. Y como, además, no son tus abuelos, sino los míos, y el marco llevaba siete años criando polvo dentro de una caja, y lo voy a poner aquí, y lo voy a ver yo solo, y a mí me gusta más mi abuela que mi abuelo, pues se acabó.
—Vale, vale… —Mai tiró la foto encima de la mesa y se me quedó mirando con una expresión asombrada y ofendida a partes iguales—. Hay que ver, Álvaro, cómo te pones, va a tener razón tu madre. Te está cambiando el carácter.
—No, no es eso —me levanté, abracé a mi mujer y la besé en la cara para compensar los ojos un poco saltones de Teresa González, su barbilla huidiza, la sombra tenue pero visible que la papada proyectaba sobre su cuello—. Es que estoy nervioso. Llevo todo el día viendo unas cosas bastante tremendas. Mira, te las voy a enseñar…
Le fui pasando fotos de mi padre con uniforme alemán, con uniforme español, con el brazo en alto, la carta más sanguinaria de María Victoria Suárez Mena, las estampas de mi abuelo Benigno, sus piadosas recomendaciones y el juramento de obediencia hitleriana, y la miré mientras leía en silencio, el ceño progresivamente fruncido, la boca abierta, un desagrado imprevisto en las comisuras de los labios.
—Da repelús, ¿eh? —le pregunté al final, y ella me respondió con una mirada casi asustada, capaz de abarcar de un golpe su asombro y mi desamparo.
—Sí, la verdad es que da repelús. Mucho —me concedió, y sin embargo ya había reaccionado y yo había intuido su reacción, había adivinado lo que iba a escuchar, lo sabía antes de que empezara a mover los labios, y sobre el sonido de la primera sílaba noté también un chasquido, el clic de un interruptor que se activa por sí solo, el eco casi imperceptible de una cuerda que se rompe—. Pero también hay que comprenderlo, ¿no?, porque el pobre, a ver, ¿qué iba a hacer? En aquella época, con lo que era este país, una vida tan dura, y el hambre que estaban pasando…
—Claro, claro —no me apetecía nada escuchar sus disculpas, y ella se dio cuenta.
—¿A ti no te parece comprensible?
—Era mi padre, así que mi opinión no tiene importancia —volví a sentarme en mi silla, y la miré desde allí—. Lo importante es que tú le comprendes, ¿no?
—Pues sí, porque no puedo juzgarlo. Yo no tengo derecho a culpar… —se atascó, me miró, y vio en mi cara algo que la persuadió de que le convenía cambiar de táctica—. Nosotros no vivimos aquello, Álvaro, no sabemos qué habríamos hecho en una situación tan difícil, tan complicada, con tanta violencia, tanto odio, tantos muertos. Nosotros no tenemos nada que ver con eso, al revés. Supongo que, en el 36, tú y yo habríamos sido pacifistas.
—Yo desde luego no, Mai —le llevé la contraria con suavidad—. Y tú tampoco. Entre otras cosas, porque en aquella guerra no hubo pacifistas.
—Bueno, pero habría personas decentes.
—Sí, pero todas eran republicanas.
—¡Qué barbaridad, Álvaro! De verdad que no se puede hablar contigo, pareces Fernando Cisneros, dices las mismas tonterías, de repente…
Mi mujer tenía razón. De repente, me parecía a Fernando Cisneros, y de repente decía las mismas cosas, que no eran tonterías pero tampoco, tal vez, afirmaciones estrictamente ecuánimes, aunque su grado de parcialidad me traía sin cuidado. En este país ingrávido, donde nadie ha tenido nunca ningún mérito ni responsabilidad alguna, lo que se ha consagrado como objetividad resulta ser una construcción interesada de subjetividades exculpatorias y homogéneas, una perpetua división por dos sin decimales, una aplicación tan zafia de los procedimientos estadísticos, que el margen para la corrección de los ángulos es casi infinito. Mai no había hablado de buenas personas, sino de personas decentes, y cuando la miré a los ojos, volví a sentir que algo se había roto entre esos dos adjetivos. Pero si no le enseñé la carta de mi abuela no fue para intentar recomponer los pedazos. Si no le expliqué lo que me había pasado aquella mañana, fue porque me acordé a tiempo de su abuelo Herminio, del que sólo sabía que se apellidaba López, que trabajaba de bracero en un pueblo de Cáceres, que se había alistado voluntario para que lo mataran tres días después de llegar a la guerra, y que había muerto demasiado pronto, demasiado joven, demasiado cerca de su pueblo.
Yo nunca lo había visto, ella tampoco. En casa de sus padres no había ninguna foto, ningún objeto que le perteneciera, y no se hablaba de él jamás, excepto para ensalzar el mérito de su viuda, como si su muerte hubiera sido un capricho, como si él hubiera elegido que lo mataran, como si fuera el culpable de que su mujer hubiera tenido que sacar la casa adelante ella sola. No había comprensión para el abuelo Herminio, nunca la había habido. Mai, tan progresista, tan pacifista, tan equivocada, comprendía muy bien en cambio a su propio padre, que decidió prescindir para siempre de la existencia del miliciano López al hacerse novio de la hija menor de un alférez provisional que jamás descubrió que su yerno era hijo de un rojo. Figúrate, el pobre, lo que tuvo que hacer, me contó cuando la conocí, y entonces yo también lo comprendí. Y si no hubiera leído la carta de mi abuela, aquellas viejas palabras que me pesaban tanto, que me obligaban a tanto, después de tantos años, quizás tampoco me habría acordado de que mi mujer también tenía un abuelo incómodo, clandestino, peligroso, enterrado a toda prisa y de cualquier manera por su propio hijo, el mismo destino que mi padre había decretado para su propia madre. Por eso, antes de volver a pedir perdón, recordé al pobre Herminio López, el abuelo sin rostro, sin cuerpo, sin virtudes, sin memoria y sin herederos, el hombre sin historia. Tal vez no fuera culpa de Mai, pero a la fuerza tenía que ser culpa de alguien porque las manzanas no crecen en la tierra. Las manzanas se caen necesariamente de los árboles.
—Tienes razón —y para poder concedérsela, alteré la frase que había desencadenado la discusión—. No debería haber dicho eso porque no es verdad, habría buenas personas en los dos bandos, por supuesto. Lo que pasa es que todo esto —y volví a señalar los documentos de mi padre con un gesto vago— me pone enfermo.
—Ya. Lo comprendo —menos mal, pensé—. Voy a bajar a la calle a comprar, ¿quieres algo?
—Pues… Si me trajeras pastas de té de La Duquesita, te lo agradecería eternamente —ella sonrió, me besó—. Se me ha olvidado comer, con todo esto…
Todo lo demás pasó muy deprisa, el timbre del móvil, la voz de Fernando, el acento anhelante con el que formuló una pregunta que no comprendí, y mi respuesta, ¿qué de qué? Tengo una llamada perdida tuya, me explicó, y era verdad, porque un par de horas antes había cedido a la tentación de llamarle para contárselo todo y me había arrepentido enseguida al imaginar el comienzo de la conversación, yo también tengo una abuela admirable, ¿sabes?, me acabo de enterar, es increíble… Él había interpretado mi arrepentimiento de otra manera. ¿Pero es que no te ha llamado la tía esa? ¿Qué tía? La amante de tu padre. No, qué va, te he llamado para preguntarte una bobada, pero me he acordado antes de que descolgaras. ¡Joder, qué desilusión!, se resignó después de una larga pausa, estaba en una comisión de presupuestos, pesadísima, ya sabes, me he imaginado que era eso y me he empalmado y todo. Pues ya te puedes ir desempalmando, le advertí, porque ninguno de los dos tenemos motivos… Antes de colgar, cogí la cartera de piel castaña donde había encontrado la foto de París y la carta de mi abuela, para guardarla en la carpeta, y me pareció que allí dentro había algo más, como si el papel de seda del compartimento anterior no fuera un relleno, sino el envoltorio de un objeto muy liviano. La vacié del todo mientras me despedía de Fernando, pero el teléfono volvió a sonar enseguida.
Entonces ya tenía en la mano dos carnés a nombre de Julio Carrión González, ambos emitidos en Madrid y ambos en verano, uno en julio de 1937, otro en junio de 1941.
El primero era de la Juventud Socialista Unificada.
El segundo, de Falange Española Tradicionalista y de las JONS.
La llamada, de Raquel.
Necesitaba tiempo. Estuve a punto de decírselo, que necesitaba tiempo, un margen para aceptar lo que veía, para entender lo que leía, para interpretar lo que recordaba, para estructurar los datos del problema más complejo, más intrincado y grave, más difícil de todos con los que me había enfrentado en mi vida. Necesitaba tiempo, un margen para elaborar hipótesis, para relacionar sus deficiencias, para ordenarlas en una aceptable escala de verosimilitud, para redefinir mi concepto de verosimilitud, para redefinir a mi padre, para redefinirme. Yo soy así, estuve a punto de decirle, soy físico, y descanso en la predecibilidad, la necesito. Necesito que las mismas causas produzcan siempre los mismos efectos, que las magnitudes inmutables lo sean verdaderamente, que el caos cumpla con su perpetua obligación de engendrar caos, necesito predecirlo, comprenderlo, sentir que un orden infinito guarda mis pequeñas, insignificantes espaldas. Sólo así puedo descansar, sólo así soy yo, pero ahora ya no sé quién soy, ya no sé lo que soy ni lo que significo, y tengo que volver a pensarlo, tengo que volver a pensarme, tengo que pensar en la misteriosa lógica de un caos que se me escapa, en la caótica estructura de una verosimilitud que se desmorona, en las impredecibles consecuencias de mi frágil, precario, insatisfactorio pensamiento.
Estaba muy cansado. Estuve a punto de decírselo, estoy muy cansado porque para mí la curiosidad nunca ha sido esto. Mi curiosidad es un proceso metódico, regular, asociado a la progresión del conocimiento, un número exacto de preguntas formuladas que requiere un número exacto de respuestas que hallar, un número exacto de respuestas halladas que permite formular un número exacto de nuevas preguntas y así hasta el infinito. Ya sé que no resulta muy brillante, que no parece original ni divertido, pero yo no tengo vocación de detective. Yo soy físico y necesito predecir. Ésa es mi manera de descansar y ahora estoy cansado, muy cansado, porque ni siquiera después de haber vivido diez, cien vidas como la mía, habría estado en condiciones de aventurar una mínima parte de la enorme magnitud de este problema, la irresoluble cadena de preguntas formulada por esta cartera de piel castaña, tan pequeña que fue diseñada para guardar talonarios de cheques. No puedo más, necesito tiempo, estoy muy cansado, porque tú, ahora, eres lo de menos, Raquel. Un anciano de ochenta y tres años con una amante de treinta y cinco es, al fin y al cabo, una hipótesis bíblica y por lo tanto tradicional, y en consecuencia razonable, comprensible, respetuosa con las interacciones del orden y el caos, y hasta un final modesto para un hombre capaz de cabalgar sobre la ley de la gravedad como si estuviera montando un potro. Todo eso estuve a punto de decirle, todo eso le habría dicho si, al escuchar su voz, aquellos dos carnés que me quemaban en las manos no se hubieran convertido en dos simples trozos de cartón, tan vulgares, tan inofensivos, tan corrientes como un par de billetes de metro usados, el hallazgo casual, inservible, que me guardé en el bolsillo en el mismo instante en que Raquel Fernández Perea empezó a respirar al otro lado de la línea.
—Hola, soy Raquel, tenemos que vernos —lo dijo de un tirón, como si estuviera a punto de añadir que no me hiciera ilusiones, pero su voz, risueña, incrementó el ángulo de la sonrisa anestésica, bobalicona, con la que mis labios habían respondido por su cuenta a aquella llamada—. Quiero darte algunas cosas que eran de tu padre, supongo que ya tendrás más tiempo libre.
—Pues… no sé, sí —su última frase me había desconcertado—. ¿Por qué lo dices?
—Por tu exposición —ella estaba muy segura de la potencia de sus orugas, en cambio—. ¿No ibas a inaugurar una exposición el viernes pasado?
—Sí, sí…, de hecho la inauguré.
—¿Y qué tal, vendiste mucho?
—No, nada —me eché a reír, y recuperé la seguridad que había desbaratado aquella súbita reaparición de la mujer tanque—, pero es que no había nada que vender. Es una exposición que está en un museo para que la gente la vea, simplemente.
—¿Sobre qué?
—Sobre agujeros negros.
—¡Oooh! —hizo una pausa y percibí una sonrisa que no podía ver—. Suena terrorífico y misterioso.
—De eso se trata —el profesor de física tomó la iniciativa—. De explicar que no son ni tan terroríficos ni tan misteriosos.
—¿No? ¡Qué pena!
—¿Por qué? —sonreí—. ¿Eres aficionada al misterio y al terror?
—Más de lo que te imaginas. Todavía no me he recuperado del disgusto de que ahora os haya dado por decir que no hay vida extraterrestre… —y cuando estaba a punto de opinar sobre eso, ella me lo impidió—. No, no me expliques nada, por favor. Prefiero seguir creyendo en la tercera fase.
—Muy femenino —sentencié.
—Eso no sé cómo tomármelo… —hizo una pausa que no quise interrumpir—, pero puedes intentar masculinizarme, si quieres.
—¿Qué? —y entonces fui yo quien no supo cómo tomarse eso, pero por si acaso no lo dije en voz alta—. Jamás cometería esa insensatez.
—¿No? —dejó escapar una risita ahogada—. ¿Por qué? —hizo una pausa por si me animaba a contestar a su pregunta, pero me mantuve firme en la prudencia—. Lo que he intentado decir es que podrías llevarme a ver tu exposición.
—¿Te apetece? —esperaba cualquier cosa menos ésa, y aún me sorprendió más el pellizco de emoción con el que su oferta estimuló mi vanidad—. ¿Te interesaría verla, en serio?
—Bueno… —su voz se instaló en un registro burlón, casi desdeñoso, que no logró desanimarme del todo porque los dos éramos ya viejos luchadores, y habíamos hecho guantes tantas veces que cuando volvió a hablar, a superponer un argumento sobre otro como una máquina insensible y bien engrasada, percibí sin vacilar la condición de un parlamento medido, estudiado para prescindir del alivio de las pausas, de las comas, de los puntos suspensivos, y casi pude verla ensayando delante de un espejo, y mis dientes se afilaron solos de pura alegría, puro terror—. Ya hemos ido a cenar a un japonés, ¿no? Y no tengo muchas más pistas sobre ti, aparte de la Física. Podríamos quedar debajo de la cúpula del Palace, desde luego, pero ése sería el lugar que escogería si tuviera que devolverle algo a tu madre. Prefiero tratar contigo, aunque seas la anomalía de tu familia. También podría proponerte un bar, elegir uno tranquilo, caro, elegante, con muebles de diseño y sin demasiada luz, al que nunca llevaría a ninguno de tus hermanos. Pero esos bares me parecen un poco horteras. Luego están los cafés, claro, el Comercial, el Gijón, que me gustan mucho más. Si lo prefieres, podríamos quedar en cualquiera de los dos, o en alguna taberna acogedora, clásica y ruidosa, que también me gustan, pero soy una fanática de la equidad, ya lo sabes, y me sigue molestando que tú sepas más de mí que yo de ti. Si tuviera las mañanas libres, podría ir a tu facultad, asistir a alguna de tus clases, pero soy una mujer trabajadora, ya lo sabes. Trabajadora y curiosa. La otra noche me dijiste que no pintabas y pensé que dedicarías los fines de semana a algo parecido, yo qué sé, esculpir, tallar madera, restaurar muebles o cualquier otra cosa de artesanía, pero los agujeros negros son mucho más interesantes. Encajan mejor con tus anomalías.
—Desde luego —admití—. Y espero que encajen bien con las tuyas, también.
—Entonces… —concluyó, cuando dejó de reírse—, ¿quedamos allí?
—No. Mejor voy a recogerte antes con el coche. El museo está en Alcobendas.
—¿Tan lejos? —parecía muy sorprendida.
—¿Lejos? —le pregunté yo a mi vez—. ¡Qué va! Pero si Alcobendas no está lejos, si está aquí al lado… De todas formas, el viaje merece la pena. Soy muy buen profesor, ya lo sabes.
—Sí, bueno, ya veremos —volvió a reírse—. De momento vamos a quedar. ¿Te parece bien mañana?
—Mañana… —valoré en voz alta, mañana, repetí para mis adentros, mañana, joder, la hostia, mañana, mañana, ¿y por qué tan pronto?, ¿por qué mañana?, ¿por qué tiene que pasarme todo a la vez? Fue entonces cuando estuve a punto de decirle que no podía más, que necesitaba tiempo, que estaba muy cansado, pero ella se me adelantó.
—Lo digo porque es viernes, y así, si se nos pasa el tiempo volando, como al día siguiente no hay que madrugar… Claro que si tienes una cena de matrimonios o algo por el estilo, lo dejamos.
—No, no, no, no —y no me sobraron tantos noes como elocuencia—. O sea, que sí, que si quieres, que… —qué hija de puta eres, Raquelita, qué peligro tienes, coño—. No tengo nada que hacer mañana.
No era verdad. Tenía que quedarme con el niño, porque Mai iba a salir a cenar con sus amigas. Me lo había advertido con mucho tiempo, pero antes de que volviera con medio kilo de pastas de mi pastelería favorita, mi hermana Clara, que me debía el favor, ya se había ofrecido a invitar a mi hijo a dormir en su casa al día siguiente, pizza, palomitas, película y karaoke incluidos, un programa irresistible al que Miguelito por supuesto no se resistió y al que su madre tampoco pudo objetar nada.
Desde que conseguí la aquiescencia de ambos hasta las seis de la tarde del día siguiente, pensé en Raquel. No en mi abuela, no en su carta, no en sus palabras, no en mi padre, no en sus dos carnés, no en sus dos uniformes, no en la obediencia de su juramento, sólo en Raquel. Lo demás podía esperar, todo lo demás estaba abocado a sobrevivir sin remedio mientras yo viviera, pero no llegué a tomar esa decisión, no tomé ninguna decisión, no estaba en condiciones de decidir. Sólo podía pensar en Raquel Fernández Perea, la única mujer que me había hecho perder el control, que había accidentado sin esfuerzo, hasta sin querer, una apacible llanura de tierras cultivadas en la que nunca sucedía nada que no estuviera más o menos programado, que no me pegaba, que no era compatible conmigo, con lo que yo era, con lo que era mi vida, la vida de un hombre al que no le solían pasar cosas raras.
No podía dejar de pensar en Raquel. No podía. Y cuando la vi, mientras acariciaba el filo de mis dientes con la lengua, sentí lo mismo que debe de sentir un moribundo solo y desfallecido que recobra la cuenta de los días que lleva perdido en el desierto al contemplar a lo lejos la silueta de un oasis. Esa misma clase de sed saciante, que presiente la saciedad real, definitiva, sentí al ver a Raquel vestida para ir de caza. Diez, nueve, ocho, me caigo, me caigo, me voy a caer. Mi corazón trepó hasta mi boca con la pericia de una mascota bien entrenada y el impacto fue tan violento que ni siquiera me fijé en que no estaba sola.
—Hola —se inclinó sobre la ventanilla de la puerta que yo esperaba que abriera y sus pechos tensaron el escote de su vestido, recto y profundo, para revelar al mismo tiempo la exactitud de mis cálculos y la calidad de su piel, tan impecable allí como en su rostro—. Sal un momento, ¿quieres? Voy a presentarte a una amiga.
La otra llevaba el pelo muy corto y teñido de rosa con mechas malvas, una combinación difícil, muy exagerada, que sin embargo la favorecía. Era una chica alta, de huesos largos, que me pareció muy atractiva de entrada y bastante menos cuando la miré con atención, el efecto opuesto al que producía Raquel al principio, no aquella tarde, porque ya no necesitaba mirarla con cuidado, ni mirarla dos veces, para verla como si nunca hubiera mirado a otra mujer.
—Ésta es mi amiga Berta —movió una mano en el aire para señalármela—. Y éste es Álvaro —me miró—. Berta quería conocerte, porque le he hablado mucho de ti.
—Sí —se acercó y me dio dos besos a los que correspondí sin vacilar—, eso es verdad.
Las dos me sonrieron por separado un instante antes de sonreírse entre sí, mientras yo intentaba no ruborizarme y me daba cuenta de que no lo conseguía. Tendría que haber esperado algo por el estilo, pero no había imaginado que Raquel pudiera mejorar la eficacia bélica de campañas anteriores cuando quedé en recogerla en la plaza donde vivía. Para castigarla, y porque no se me ocurrió nada mejor que hacer, me concentré en su amiga, que tenía una piel vulgar, un cuerpo interesante, unos pantalones verdes de explorador llenos de bolsillos y una camiseta rosa de tirantes. Eso, los tirantes, era lo único que las dos parecían tener en común.
—¿Y a ti también te interesan los agujeros negros? —pregunté, por decir algo.
—Bueno, depende… —se echó a reír y Raquel la acompañó—. Menos que a otras, la verdad.
—¿Quieres venir? —propuse, y antes de terminar la frase ya me había arrepentido de aquella ocurrencia que sin embargo tuvo la virtud de poner nerviosa a Raquel—. Te advierto que en la intimidad ganan bastante.
—No, no puede venir —hasta el punto de que fue ella la que contestó por las dos—. Es una pena pero tiene ensayo, y va a llegar tarde por nuestra culpa…
Berta se apresuró a darle la razón, nos besó muy deprisa y se marchó andando despacio, como si no le importara llegar a tiempo a ninguna parte.
—¿Es actriz? —le pregunté a Raquel cuando por fin la tuve sentada a mi lado, tan tentadora como si ella misma se hubiera empaquetado para regalo con un vestido escotado de falda vaporosa y flores estampadas, y unas sandalias de tacón bastante bajo, escogidas, supuse, para no superar mi estatura.
—Sí. De teatro. Y muy buena —me sonrió—. Está ensayando un montaje de las Comedias bárbaras, van a hacer las tres seguidas, una pasada. Deberías ir a verlo cuando lo estrenen, ya te avisaré.
—No te pega nada —dije, mientras me obligaba a arrancar con un solo movimiento el motor del coche y mis ojos de su cuerpo.
—¿Quién? —parecía sorprendida—. ¿Berta?
—Claro. Las asesoras de inversiones no suelen tener amigas con el pelo teñido de rosa y la nariz perforada con un brillante.
—Pues somos íntimas. Desde hace muchos años —me miró, hizo una pausa, sonrió—. Yo también intenté ser actriz, ¿sabes? O, bueno, mejor dicho, me metí en un grupo de teatro cuando estaba en la universidad. Allí nos conocimos. Pero Berta tenía mucho talento, y yo ninguno.
—No me lo creo —lo dije para ella y para mí a la vez, mientras aquel dato nuevo, sorprendente, me ayudaba a poner en orden todos sus talentos.
—Pues es la verdad, yo era malísima, en serio… —se volvió hacia la izquierda para mirarme mientras hablaba—. El teatro me gustaba, eso sí, me gustaba mucho y ponía mucho interés, pero luego, nada. No es ya que lo hiciera mal, es que ni yo misma me creía lo que decía, ¿sabes? Llegó un momento en el que ni siquiera era capaz de acabar las frases. Las dejaba a la mitad sin que tuviera que decírmelo nadie. Una vez montamos La señorita Julia, de Strindberg, ¿la conoces?
—No —cambié de marcha, rocé su rodilla con la mano y ella no retiró la pierna—. ¿Debería?
—Pues claro que deberías —pero sonrió al mismo tiempo, para indultarme de mi delito teatral—. Es la historia de un amor desigual, imposible, una obra maestra. No pensábamos estrenarla, lo hacíamos para nosotros, pero había que hacerla bien, claro… Sólo tiene tres papeles, la señorita, uno de sus criados, que se llama Juan, y Cristina, la cocinera. Y el director, que hacía Juan y estaba quedado conmigo, me ofreció el papel principal, Julia, la señorita, que es guapa, y joven, y rica, pero muy infeliz, muy amargada, porque se siente atrapada en las convenciones de su clase social como en una cárcel, que no le gusta pero de la que tampoco se atreve a escapar. Julia odia a los hombres porque vive la atracción que siente por ellos como una debilidad, y está enamorada de Juan, pero le odia porque sabe que nunca podrá casarse con él, que él se casará con la cocinera por más que la desee a ella, por más que la quiera a ella.
—¡Qué trágico!
—Pues sí, ¿qué quieres? —pero encajó mi ironía de buena gana—. La obra pasa en la noche de San Juan, cuando el criado y la señorita se encuentran. Ella le provoca, él la seduce, y deciden fugarse juntos, pero todo se termina al amanecer, cuando el padre de Julia, el conde, toca la campanilla, que es el poder. Ese sonido les devuelve al mundo real, les pone a cada uno en su sitio. Es un papelón, pero de verdad, uno de los mejores papeles que se han escrito para una actriz joven nunca jamás, un regalo… Y yo hice lo que pude, en serio, ensayé y ensayé, me aprendí el texto de memoria, pero cada vez que lo decía era incapaz de creérmelo, incapaz de creerme a la señorita, su angustia, su histeria, su rabia… Por eso lo dejé, dejé los ensayos, la obra, el grupo y el teatro. Para siempre. Al final, Berta hizo Julia, y lo hizo tan bien que acabaron estrenando el montaje.
Abrió una pausa larga, como si estuviera esperando una respuesta, cualquier comentario por mi parte. Yo estaba desconcertado, y no sólo porque nunca hubiera podido adivinar su vocación juvenil, sino también, y sobre todo, por la naturalidad con la que me había contado aquel episodio, como si no le importaran las consecuencias que yo pudiera extraer de la información que contenía. Con ella nunca había estado seguro de casi nada, y ahora, por muy infantil que a mí mismo me pareciera, tenía un nuevo motivo para desconfiar de su técnica, de su habilidad, ese aplomo con el que sostenía un repertorio que desde el primer momento me había parecido artificioso, ensayado, teatral. Aquella revelación no me indignó, no me desanimó, ni me decepcionó, ni siquiera llegó a irritarme. Me había convertido en una especie de cobaya, un ratón de laboratorio que debería saber lo que le espera al final del túnel y sin embargo no puede resistir el impulso de avanzar por él, como un novillo toreado no resiste la tentación de embestir a un capote aunque haya tenido antes la ocasión de descubrir la burla, el engaño y su propia inferioridad. Pero eso lo aprendí después. En aquel momento me conformé con aceptar que tampoco me cansaría nunca de escucharla.
¿Qué pasa? —me preguntó, y me limité a mirarla, la vi sonreír, recordé que era una chica lista, intuí que había adivinado lo que yo estaba pensando.
—Nada —por eso consideré que no hacía falta dar explicaciones y ella me lo confirmó enseguida.
—Soy muy mala actriz, Álvaro —se reía, y estaba mucho más guapa cuando se reía—, te lo digo en serio.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dio permiso con un gesto de la cabeza—. Es un poco íntima, igual te molesta.
—Si me molesta, no contestaré.
—¿Te acostaste con el director?
—¡Álvaro! —estalló en carcajadas y me las contagió, se reía tanto, los dos nos reíamos tanto, que me metí en el arcén y no me di ni cuenta hasta que escuché el ruido, tatatatata, con el que la línea blanca sanciona esa clase de descuidos—. Pero si tú eres un buen chico, ¿por qué me preguntas eso?
—Es sólo curiosidad —respondí—. Y además, tú todavía no sabes qué clase de chico soy.
—¿En serio? —volvió a reírse pero ya no la miré—. Sí, supongo que eso es verdad… Y sí, me acosté con él. Yo tenía diecinueve años y él treinta, yo era muy mala actriz y él muy buen actor, tanto que cuando me zarandeaba en los ensayos parecía a punto de ahogarse de pura desesperación, así que…
—A él sí te lo creías.
—Claro. Y estuvimos juntos una temporada, no creas, pero nunca me perdonó por desertar. Primero yo dejé el teatro, y después, él me dejó a mí. Tampoco me importó mucho, la verdad. En aquel momento me harté de llorar, pero luego se lo agradecí. Jamás he conocido a nadie que me gustara y me agotara tanto, todo a la vez, al mismo tiempo. Era guapo, inteligente, atractivo, culto, obsesivo, perfeccionista hasta la ridiculez, y el hombre más histérico que he conocido en mi vida
—El teatro.
—Sí —sonrió—. Pero también es maravilloso. Y las cosas maravillosas nunca son gratis.
Por eso, estuve a punto de añadir, estamos metidos en este pedazo de atasco. Pero no dije nada porque me estaba divirtiendo, y casi lamenté llegar al desvío de Alcobendas.
—No me digas que trabajas para la competencia —exclamó cuando salimos del coche.
—¿Para la competencia? —entonces vi que se había quedado mirando el logotipo de La Caixa, y me eché a reír—. Bueno, en realidad trabajo para la universidad, pero, en fin, sí, supongo que tienes razón.
—No sé si me va a gustar esto —bromeaba.
—Seguro que sí —y yo la imité—, porque no te pareces en nada a mi madre.
Al entrar en el vestíbulo, miré de reojo al péndulo y celebré mi astucia, la benevolente complicidad del tiempo, del espacio, del azar, del tráfico de mi ciudad, de mi planeta. Dos minutos y medio, calculé, tres, todo lo más. Miré el reloj y le expliqué a Raquel por encima la estructura del museo, conduciéndola muy despacio hacia el círculo de barrotes entre los que oscilaba la enorme bola. Entonces, unos pocos segundos antes del impacto, me callé. Raquel me miró, extrañada, y respondí señalando el péndulo con el dedo.
—Uno —conté en voz alta—, dos —y marqué una pausa imperceptible para ella pero suficiente para compensar mi error, porque me di cuenta de que me había adelantado—, y tres.
La bola tiró el barrote. Ella me miró, yo sonreí.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté.
—Que la bola va girando —aventuró.
—No. La bola no gira. Nunca. Es un péndulo, hace siempre el mismo movimiento, oscila eternamente entre dos puntos, ahora hacia un lado, ahora hacia el otro, con la misma intensidad, la misma inercia, la misma reconfortante estabilidad —frunció las cejas, se quedó pensando, me miró—. Lo que se mueve es la Tierra, Raquel. Se está moviendo ahora mismo, está girando sobre sí misma, justo debajo de tus pies, de los míos. Por eso la bola ha llegado hasta el barrote, por eso lo ha tirado. Los tira todos cada veinticuatro horas. No me digas que no es maravilloso.
—Sí —reconoció, con los ojos clavados en el péndulo y una sonrisa tan firme como el silencio que ella misma se impuso antes de terminar de darme la razón—. Lo es.
—Más que el teatro —se echó a reír, me gustaba tanto, tanto, cuando se reía—. Y encima es gratis.
Se volvió hacia mí y se me quedó mirando mientras la risa se deshacía en una sonrisa luminosa, honda, la expresión de un júbilo pequeño e íntimo que después llegaría a contemplar muchas veces. Era su forma de decirme que estaba contenta conmigo, que se alegraba de verme, de tenerme cerca, que celebraba mi presencia en su vida, que le gustaba, que me quería. No pasaría mucho tiempo antes de que aprendiera a vivir pendiente de ese hilo, la calidad de una sonrisa que aquella tarde aún no sabía interpretar, y sin embargo estuve a punto de besarla. La habría besado si mi primer éxito no hubiera desbordado todos mis cálculos, una excepción que, a partir de aquella noche, se convertiría en la norma de mi vida.
—Me ha gustado mucho —echó un último vistazo al péndulo, me miró y miró luego hacia delante—. Enséñame más cosas, anda.
Sonreí, señalé una dirección y empecé a caminar muy despacio. Para bien o para mal, yo seguía siendo el mismo, y siempre el hijo de mi padre, el seductor, el hechicero, el encantador de serpientes que había sido un hombre mucho más excepcional de lo que llegaríamos a ser cualquiera de sus hijos, y el amante de la mujer que andaba a mi lado. Él no habría dudado y yo no dudé. No contaba con muchos recursos tan espectaculares como el péndulo de Foucault, pero procuré dosificarlos con prudencia mientras planificaba aquel recorrido como si fuera una representación, haciendo trampas, alterando la lógica, el orden inmutable de las sagradas leyes del universo. Sólo me importaba ella, impresionarla, satisfacerla, ablandarla, garantizarme su admiración por un procedimiento parecido al que habría escogido un mago que sabe reservar su mejor truco, dejarlo para el final. Raquel se dejó guiar, adoptó la actitud curiosa y expectante, reverente y concentrada, que yo había visto muchas veces en los adultos inteligentes y en la mayor parte de los niños que visitaban el museo, y me dejó contemplar su asombro, su inquietud, su regocijo. Pero nada la impresionó tanto como algo que sucedió al final, mientras sus ojos permanecían atrapados en una espiral que era también capaz de capturar los míos durante horas.
—Oiga, señor…
Era una niña de once o doce años, que nos había estado observando a distancia mientras yo animaba a Raquel a pulsar el botón rojo, mientras le pedía un poco de paciencia, mientras algo en el interior de la urna empezaba a cambiar, a definirse, a adoptar una forma aérea e imprevista, mientras ella dejaba escapar una exclamación aguda y conmovida, una larga, emocionada, intensa sucesión de oes.
—¿Sabes que…? —me miró, sonrió, negó con la cabeza, volvió a mirar hacia delante—. No, no sé. Pero…, bueno, sí, es que… Parece un tornado en miniatura —y lo dijo casi con miedo, como si temiera estar diciendo una tontería.
—No lo parece —le contesté, muy satisfecho por todos esos puntos suspensivos que brillaban como condecoraciones sobre mi astucia—. Lo es. Estás viendo un tornado, en miniatura pero auténtico. Es lo más parecido a un agujero negro que existe en nuestro planeta. Los agujeros negros nos parecen de ese color porque se tragan hasta la luz.
—Pero… —sus ojos relucían, brillaban con tanta intensidad que por un momento su rostro me recordó al de aquella bella desconocida que se llamaba Paloma, y me pareció ver algo más, una semejanza en la forma de la cara, en el ángulo que formaba su cuello con su barbilla y hasta en la prominencia exacta de los pómulos—. ¿Cómo podéis hacer una cosa así?
—Eso no te lo puedo decir —o igual era sólo que ya no sabía quién era la mujer más guapa que había visto en mi vida—. Los magos nunca revelamos nuestros trucos.
Esperaba un guiño, una sonrisa, cualquier señal de reconocimiento, pero ella no debía de haber escuchado nunca esa frase con la que mi padre solía poner un punto final tan misterioso como frustrante a los espectáculos más particulares de mi infancia, porque siguió sonriendo al tornado, absorta en él, la boca abierta y un candor de entusiasmo incendiando sus ojos. Su belleza ataba los míos, los deslumbraba, los inutilizaba, los gobernaba con una determinación irresistible, despótica, como si pretendiera asegurarse de que no podrían mirar a otra mujer nunca más. Por eso volví a pensar que se parecía a Paloma, y un instante después me desmentí a mí mismo, sin querer calibrar la peligrosa confluencia de mis obsesiones. Entonces, aquella niña desbarató un espejismo que recuperaría otras veces, no aquella tarde.
—Perdone, señor, pero… ¿Usted entiende de esto? —movió un dedo estirado a su alrededor y afirmé con la cabeza—. ¿Y le importaría explicarme una cosa? Es que no la entiendo…
La seguí hasta el experimento de Coriolis mientras me contaba que había venido con su clase, que sus compañeros estaban en la tienda y que su profesora no había podido ayudarla porque ella daba matemáticas, es que la de ciencias se ha puesto mala, ¿sabe?, y no ha venido… Lo que no entendía era qué le parecía raro en lo que estaba viendo, porque aquí pasa algo raro, ¿no?, me dijo, y yo lo sé, me doy cuenta, pero no sé lo que es. Me hizo mucha gracia su manera de hablar, y la vehemencia, casi la brusquedad con la que me interrumpió cuando entendió lo que estaba contando, antes de que pudiera terminar de explicárselo.
—¡Claro, es eso! —exclamó a gritos—. Lo raro es que los chorros de agua no se mueven como es lógico, sino al revés…
—Sí —concedí—, ¿ya lo entiendes? Por eso, cuando en el hemisferio sur abren un grifo, el agua circula en la dirección contraria a la que esperamos nosotros, que vivimos en el hemisferio norte.
—Claro, ahora sí —seguía afirmando con la cabeza, con tanto ímpetu como si le hubieran dado cuerda—. Muchas gracias.
—De todas formas —añadí—, lo que te he contado es lo mismo que pone en el panel. Lo sé porque el texto lo escribí yo. La próxima vez, aunque te parezca demasiado largo, es mejor que te lo leas entero antes de preguntar.
—Ya —me dijo, y empezó a ponerse colorada—. Pero como le he estado escuchando, y he visto que ella tampoco los lee… —señaló hacia mi derecha con un dedo, moví la cabeza para comprobar que Raquel estaba a mi lado, y sonreí—. Bueno, lo siento.
—No, no lo sientas, no pasa nada. Sólo que yo no estoy aquí siempre.
Volvió a darme las gracias y salió corriendo.
—Una chica lista, ¿ves? —le dije a Raquel—. Esto es lo mejor de trabajar aquí.
Ella me respondió con una mirada extraña, pero no tanto como las palabras que dijo a continuación.
—Creo que me he equivocado contigo, Álvaro.
—¿Por qué?
Raquel Fernández Perea no tenía ningún indicio para calibrar el estado de ánimo con el que yo había ido a su encuentro aquella tarde. No podía saber lo que había encontrado en los armarios del despacho de mi padre, ni lo que me había ocurrido el día anterior. Era imposible que conociera la existencia de aquella cartera pequeña de piel castaña y cerradura tan endeble, imposible que hubiera leído alguna vez la carta de mi abuela, aunque tal vez sí hubiera visto las fotos de su amante con uniforme español, con uniforme alemán, y seguramente le habría escuchado comentar el clima de Rusia, de Polonia, alguna noche en la que hubiera cedido a la debilidad de quejarse del frío. Estaba seguro de que no podía saber mucho más, porque no era lógico, no tenía sentido que Julio Carrión González alardeara a destiempo ante una mujer tan joven del pasado que nunca había querido compartir con sus propios hijos. Y sin embargo, mientras caminábamos despacio hacia la salida, sus palabras me fueron acertando como un cargamento de flechas afiladas, certeras, seguras de alcanzar el centro de la diana.
—Porque no pareces hijo de tu padre.
—Eso ya me lo dijiste la otra noche.
—Ya, pero… entonces era solamente una impresión. Ahora es una certeza.
Me paré a mirarla y vi que me miraba con una expresión seria, hasta grave, que coexistía sin dificultad con la dulzura de sus ojos entornados, anclados en una melancolía amable, templada.
—Lo dices por esa niña… —supuse en voz alta y ella me dio la razón con la cabeza—. Porque no me importa hablar con ella, explicarle las cosas, porque sé que eso no es perder el tiempo, aunque lo parezca… —volvió a afirmar con la cabeza y yo cedí a la temperatura de una nostalgia más caliente—. Porque él me habría reprochado que perdiera el tiempo en esta clase de tonterías. De hecho me lo reprochaba, lo hizo más de una vez, y mi madre lo sigue haciendo. La única vez que vino, me dijo que esto no parecía un museo, sino un salón de juegos recreativos. A él ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de venir, pero habría estado de acuerdo con su mujer. Ninguno de los dos ha entendido nunca lo que hago, ni siquiera lo han intentado… —Raquel Fernández Perea seguía mirándome con la misma expresión seria, hasta grave, los mismos ojos dulces—. Mi padre era atractivo, rico, poderoso e inculto, como suelen ser incultos los hombres ricos y poderosos, no porque no sepan muchas cosas, que él sí las sabía, sino porque se comportan como si todo lo que ignoran no existiera, como si no sirviera para nada, como si careciera completamente de importancia. Tú lo sabes, o por lo menos te lo imaginas, ¿no?, lo conocías, y sin embargo…
—Y sin embargo, me acostaba con él —ella terminó la frase por mí—. Es eso, ¿no?
—Sí —entonces temí haberme equivocado, haber cometido un error absurdo, gratuito y sobre todo inútil, aunque ella no parecía ofendida, ni enfadada conmigo—. Lo siento.
—¿Por qué? —y volvió a sonreír—. No pasa nada. Sólo que no me apetece hablar de tu padre.
—A mí tampoco. Te invito a una copa, mejor.
—No me digas que tenéis bar y todo.
—Claro, y allí hasta dejamos fumar.
—¿Sabes una cosa? —me cogió del brazo, se apretó un instante contra mí, y eso bastó para disipar la extrañeza de aquella conversación de palabras a medias que la había devuelto a su primer papel, el de la misteriosa desconocida que jugaba siempre con ventaja—. Te voy a contar algo que nunca le he contado a nadie. Es una tontería pero, bueno, no sé, me acabo de acordar… En mi último año en el Instituto me hicieron una especie de test, como una prueba de inteligencia, seguramente a ti te la harían también…
—No, yo iba a los Maristas.
—¿Y erais todos muy listos, o qué? —me encogí de hombros y ella se rió, y siguió hablando—. Bueno, pues a mí sí me la hicieron. Corrió el rumor de que algunas preguntas tenían truco, decían que había que leerlo todo dos veces para no picar y era verdad. En la prueba de Matemáticas, faltaban datos en el enunciado de un par de problemas y en la de Lengua había soluciones repetidas. Pero luego, en otra hoja, venían dos dibujos casi idénticos de un ama de casa pasando el aspirador. Las dos mujeres eran la misma, con un pañuelo en la cabeza, un delantal con volantes y una cara como de anuncio de Coca-Cola de los años cincuenta, pero una estaba más encorvada que la otra, porque aunque las dos empuñaban el mango del aspirador con la mano izquierda, la primera lo empujaba con la derecha hacia la mitad del tubo y la segunda la tenía mucho más arriba, casi en la empuñadura. ¿Te haces una idea?
—Claro —sonreí—. He visto dibujos parecidos muchas veces.
—Ya. Me lo imaginaba. Bueno, pues la pregunta era, ¿cuál de estas dos mujeres se cansará más y por qué? Y entonces, yo, que sacaba muy buenas notas, que era de las mejores de la clase desde primaria, me eché a reír, me dije que a mí me iban a venir con dibujitos, y contesté que ninguna de las dos, porque el trabajo lo hacía el motor del aspirador… ¿Puedes creerte que fui la única que metió la pata? Pero la única, en serio, los profesores no se lo podían explicar. Hasta mi amiga Marga, que era un desastre y suspendía todos los años tres o cuatro, acertó. Pero ¿tú nunca has pasado el aspirador en tu casa?, me dijo, y le contesté que sí, que muchas veces. ¿Y entonces, cómo has podido equivocarte? Y ya no supe qué decir. Luego se me ocurrió defenderme diciendo que me había parecido indignante que en una prueba de inteligencia y de orientación universitaria, en un Instituto femenino, apareciera un ama de casa empujando un aspirador, que era sexista, machista y discriminatorio, y que por eso había contestado así.
—Bueno —reconocí—, eso es bastante inteligente.
—Ya, pero no me lo puntuaron, ¿sabes? Y el dichoso aspirador me bajó la nota media de ciencias una barbaridad. En la evaluación final me recomendaban que escogiera una carrera de letras, así que, fíjate… Y lo peor no es eso. Lo peor es que todavía no lo entiendo.
—Si quieres, te lo explico.
—Vale.
Se echó a reír y ya no dejó de hacerlo, como si al traspasar el umbral de la cafetería se hubiera abierto un paréntesis que se contagió de la luz y del ruido, de los gritos y las risas de los niños que se agolpaban frente a la barra, para atraparnos en una situación nueva, cómoda y desconocida para los dos, no sólo porque Julio Carrión González se desvaneció como si nunca hubiera existido, sino porque la proximidad que Raquel había provocado al cogerme del brazo se multiplicó por una cifra flexible de pequeños gestos que no me afectaron tanto como a ella. Cada vez que se inclinaba hacia delante, acercando su cabeza a la mía para sonreírme desde muy cerca, cada vez que rozaba mis dedos con los suyos para retirarlos después a toda prisa, cada vez que cruzaba los brazos sobre la mesa para apoyarse en ellos, despreocupándose, o no, del impulso que propulsaba sus pechos hacia arriba como hacían los corsés que llevaba mi cuñada Verónica en sus buenos tiempos, me excitaba verla, analizarla, interpretarla, pero aún me conmovía más la flamante ligereza de su voz, el sonido de esas palabras corrientes que iba pronunciando casi al azar, sin pesarlas antes, sin calcular de antemano su potencia y sus efectos, para tejer un relato vulgar, intercambiable por cualquier otro y sin embargo insólito en ella, precioso para mí.
—¡Ah! Pues voy a llamar a Marga, para contarle que por fin he entendido lo del aspirador…
—¿La sigues viendo?
—No mucho, pero sí, la veo de vez en cuando. Era mi mejor amiga desde el colegio y lo seguía siendo cuando empezamos la carrera, pero ella se matriculó en Magisterio, lo dejó enseguida, se casó, tuvo un crío, luego me casé yo, nuestros maridos se llevaban fatal, yo me divorcié, ella no, ella tuvo una niña, yo no, y, en fin… Ahora no nos vemos mucho, pero quedamos a comer las dos solas, de vez en cuando. La quiero mucho aunque no entiendo cómo puede vivir así. Claro que ella pensará lo mismo de mí, y de todas formas, no es ni la mitad de espectacular que Berta, así que has salido ganando.
—Berta no me ha parecido tan espectacular —objeté.
—Porque no la has visto desnuda —levanté una ceja y se echó a reír—. Pues no es tan difícil, no creas, se nota que no vas mucho al teatro, porque los directores la desnudan siempre, pero a la menor oportunidad, no te lo puedes…
Nunca la había oído hablar así. Estaba tan pendiente de ella, de la mujer normal, divertida, irónica, inteligente, malévola, a la que acababa de descubrir, que no vi venir al camarero, ni entendí porque se había callado de repente.
—Álvaro, cariño, son las nueve menos cuarto —entonces me di cuenta de que éramos los únicos clientes del bar—. No es ya que vayamos a cerrar. Es que, de hecho, hemos cerrado hace un cuarto de hora.
—Lo siento, Pierre —le dije, mientras ponía un billete sobre la mesa—. No me había dado cuenta.
Él, alto, robusto, musculoso, con patillas de bandolero y un bigote muy fino que no terminaba de aligerar un aspecto aparentemente incompatible con su pluma, me acarició la cara con la mano antes de recogerlo, sin mirar a Raquel en ningún momento durante toda la operación.
—No pasa nada, cielo, sólo que es viernes —se explicó mientras se alejaba hacia la caja—. Y ya sabes lo que pasa los viernes…
—Pero yo no lo sé —Raquel protestó—. ¿Qué pasa los viernes?
—Que vuelve a casa su novio —le expliqué—, que es soldado, o sea, profesional de las Fuerzas Armadas, dice él siempre. Tendrías que verle los lunes, porque se pasa el día entero suspirando y quejándose de que le duele todo el cuerpo… Es muy divertido.
—¿Y por qué le llamas así, es francés?
—¡Qué va! Es de Talavera de la Reina. Pero dice que su nombre en español suena muy duro —Raquel se reía tanto, con tantas ganas, que sólo entonces se me ocurrió algo que debería haber pensado mucho antes—. Quédate tú a recoger las vueltas, ¿quieres? Se me había olvidado que tengo que hacer una cosa, no tardo nada, nos vemos en la puerta dentro de un momento…
La tienda también estaba cerrada, pero una de las dependientas vino a abrirme mientras daba golpecitos con el dedo sobre su reloj. Cuando salí, Raquel no me preguntó por qué la había hecho esperar ni qué llevaba en esa bolsa de plástico. La autopista estaba despejada y llegamos a Madrid antes de darnos cuenta. En el primer semáforo en rojo de la Castellana, me volví para mirarla y ella sonrió.
—¿Por qué me miras así? —me preguntó, y se mordió una esquina del labio inferior con el borde de los dientes.
—¿Adónde vamos? —los míos me dolían.
—No lo sé —se encogió de hombros y protestaron también mis encías.
—Claro que lo sabes, Raquel. Tú lo sabes todo. Siempre. Desde el principio.
—¿Qué te apetece más, un plan con cena o sin cena?
—Depende de cuál sea la alternativa a la cena —se echó a reír, pero se rehízo muy deprisa.
—Pues no sé —volvió a encogerse de hombros—, tomar copas, ¿no?
—¿Dónde?
—Y yo qué sé… —me sonrió y se volvió un momento hacia la ventanilla, como si necesitara pensarlo, pero no iba a ponérmelo tan fácil—. Por ahí, supongo.
—Entonces prefiero cenar antes.
Había reservado una mesa en un restaurante que estaba muy cerca de su casa y donde la conocían tan bien como en el sitio al que me llevó la primera vez, pero esta vez no esperé a que me explicara la carta. No podía esperar más.
—Toma —saqué el paquete de la bolsa y lo puse encima de la mesa.
—¿Para mí? —lo miró, lo cogió, lo volvió a mirar, se lo llevó al oído, lo agitó para ver si sonaba, y me miró con los ojos brillantes—. ¿Qué es, un regalo?
—Sí, y no sólo eso… Es lo mismo que tú, casi una metáfora, un símbolo que te define.
Frunció las cejas para mirarme, deshizo el envoltorio con cuidado y levantó en el aire una caja de cartón cuyo aspecto la había decepcionado.
—¿Esto soy yo? —me preguntó—. ¿Un juego de mesa?
—No es un juego de mesa —le expliqué, quitándole la caja de entre las manos—. No me seas economista, Raquel…
Desembalé el contenido de la caja y puse sobre la mesa la base, redonda, de plástico negro, con dos ranuras en las que introduje otras dos piezas laterales, transparentes, como paredes de metacrilato con un orificio abierto en la parte superior, antes de sacar el elemento principal. El péndulo exterior estaba atravesado en sentido vertical por una pieza ovalada, de metal, que contenía el péndulo interior, un vástago con dos bolas de plástico, una negra y otra roja, que giraban libremente. Unas barritas horizontales, rematadas con una bola, sobresalían a ambos lados del óvalo metálico un par de centímetros por debajo de su centro de gravedad. Las encajé en los orificios de las piezas de metacrilato, que entonces revelaron su función de soporte, y el doble péndulo se sostuvo en el aire. Raquel lo miraba con curiosidad.
—Aquí, en este aparato que tú has calificado con tanta ligereza como un juego de mesa, hay dos péndulos, ¿los ves? —se los señalé manteniéndolos sujetos con la mano, para no revelar su condición antes de tiempo—. El exterior es un péndulo común, que gira adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás, siempre igual, sin cambiar jamás. El interior, en cambio, es un péndulo caótico, igual que tú —activé el primer péndulo y esperé unos segundos, hasta que la enloquecida naturaleza del segundo se hizo evidente, para que el entusiasmo volviera a incendiar los ojos de Raquel con una luz candorosa e inocente, casi infantil—. Es imposible adivinar la dirección en la que va a oscilar en cada momento, lo estás viendo, ¿no? Se acelera, se desacelera, se queda quieto, reemprende el movimiento, gira sobre sí mismo, primero deprisa, luego despacio, invierte la dirección, parece dudar, arrepentirse, decidirse, burlarse de nosotros… Es impredecible, incontrolable, indescifrable, fascinante, porque nunca es igual, astuto, porque obedece a un imán, misterioso, porque nunca lo habrías adivinado si yo no te lo acabara de decir, divertido, brillante, insólito, irresistible, en fin… Es igual que tú.
Detuvo el péndulo con sus dedos para volver a ponerlo en marcha inmediatamente después, y sonrió. Luego miró al fondo de mis ojos desde un lugar que estaba más allá del fondo de los suyos.
—¿Yo soy todas esas cosas?
—Y más —contesté, enganchado a aquella mirada—. Se me ha olvidado decir que provoca una adicción insaciable. Como el mar. Como el fuego. Es imposible cansarse de mirarlo.
Raquel Fernández Perea cerró los ojos, los cubrió con sus dedos, sonrió y se quedó inmóvil durante un instante. Después, empezó a negar con la cabeza, despegó las manos de sus ojos y los abrió sin dejar de sonreír.
—Esto es una locura… —murmuró entonces, antes de coger la carta y devolver su voz al volumen normal—. ¿Quieres que compartamos algo?
—Sí —hice una pausa y esperé a que me interrogara con los ojos—. Una locura.
Volvió a esconderse detrás de los párpados, pero no dejó de sonreír mientras su rostro se coloreaba de repente.
—¿Y aparte de eso? —quizás fuera verdad que era muy mala actriz, porque su voz temblaba.
—Aparte de eso, todo me da lo mismo, así que pide lo que tú quieras —abrió los ojos, que relucían como dos espejos de agua en el incendio arrebatado y adorable de su cara—. Total, vas a hacerlo igual…
Y sin embargo, me dio la opción de permanecer cuerdo.
La cena fue apresurada, entrecortada, confusa. Raquel comió muy poco y yo nada, pero los dos bebimos bastante. El vino que ella escogió serenó mi paladar sin perjudicar una efervescencia imaginaria, que estremecía mi lengua como si estuviera repleta de unos diminutos caramelos explosivos que le gustaban mucho a mi hijo. Era ansiedad, pero era deliciosa, una manera encantadora de ahogarme en cada uno de sus gestos, de los movimientos de un cuerpo que ahora actuaba para mí, y se tensaba, y se relajaba, y cambiaba de posición constantemente sólo para pactar las condiciones de su entrega.
La miraba, la miré con ojos ávidos y pacientes, enajenados y atentos, estudié cada línea de su rostro, el relieve de sus huesos, el color exacto de su piel, la marca que los tirantes habían impreso a ambos lados del escote, la línea sombreada que delimitaba el perfil de sus pechos, el lóbulo de sus orejas, la perfección vertical y tierna de su largo cuello, observé todo esto con el implacable interés de un entomólogo que está a punto de clavar un insecto en una tabla. Intentaba anticipar su textura, su sabor, cada emoción concreta que probaría mi propia piel, mis manos, mis dedos, mis labios, al compensarme por la tibia desesperación de mis ojos tenaces y exhaustos. La deseaba tanto que ni siquiera me acordé de que me había prohibido a mí mismo pensar en mi padre.
Ella, que había elegido comportarse como si no fuera a pasar nada, me ofreció una salida cuando los dos contestamos lo mismo, no, a la oferta del camarero que se había acercado a tomar nota de los postres.
—¿Nos vamos?
—Por favor —y mi voz se apagó sola, como si me estuviera ahogando de verdad, al borde de la última sílaba.
Cuando salimos del restaurante, fuimos andando en la dirección que ella tomó, muy separados, como suelen caminar los hombres y las mujeres sobre la frontera de su primera vez. Así llegamos al portal de una casa antigua con la fachada recién pintada con un color azulado y audaz, que contrastaba con el tono claro, cremoso, de las viejas molduras. Entonces se apoyó en el muro y sacó del bolso el lápiz de acero y el pastillero de plata que yo había encontrado en el dormitorio que había compartido con mi padre. Colocó ambos objetos en la palma de una de sus manos y me miró. No dijo nada, no hacía falta. Me estaba ofreciendo la cordura y yo la rechacé, me la guardé en un bolsillo junto con la última excusa, el último pretexto. Luego la besé, y mientras la besaba, fui perfectamente consciente por primera vez en mi vida de que la Tierra giraba sobre sí misma y alrededor del Sol, justo debajo de mis pies.