Cuando Ignacio Fernández Muñoz vio por última vez a su hermano Mateo, hacía muchos días que no se miraba en un espejo. En los campos de concentración no hay espejos. Si aquella mañana hubiera podido verse reflejado en alguno, quizás no habría vacilado al reconocer los ojos de su hermano en una máscara seca de piel pálida, tirante, que parecía sostenerse tan sólo por la voluntad de los pómulos, bruscos, prominentes, abruptos como clavos y olvidados de su mullida apariencia de antes. Mateo siempre había tenido la cara redonda, cara de torta, le decían en casa, y era muy presumido. Ignacio nunca le había visto con barba, por eso vaciló al contemplar sus ojos azulísimos en el rostro de un extraño, un hombre mayor que avanzaba con los trabajosos movimientos de un anciano, marcando en cada paso un compás forzado, difícil, con los hombros.

Cuando vio a su hermano por última vez, Ignacio Fernández ya había dejado de desear, había abdicado de la condición humana para estrenar una naturaleza inferior y distinta, una existencia elemental que no era la vida y estaba organizada alrededor de un único verbo. El hombre que robó un camión para escapar de Madrid un mes y medio atrás, ya no era él, sino una versión esquelética y primaria de sí mismo, un cuerpo que sólo existía por y para lo que necesitaba, como si el resto de sus capacidades, la de pensar, la de sentir, la de creer, la de emocionarse, se hubieran disuelto en la fiereza de cuatro necesidades básicas, masticar y deglutir un chusco de pan negro y duro cuando lo había, beber sin mirar lo que bebía cuando podía, quitar las piedras de un trozo de tierra para sentarse o, con suerte, echarse a dormir cuando tenía sueño, y llevar siempre la manta encima para que no se la robaran. A mediados de mayo, en el campo de Albatera hacía calor, pero nadie sabía dónde ni cómo iba a pasar el próximo invierno. Nadie sabía si lograría ver otro invierno, pero mientras vivieran pendientes de una manta no tendrían que pensar, no tendrían que sentir, no creerían en nada ni se emocionarían por otras cosas. Hablaban mucho, no podían hacer otra cosa que hablar, y a veces, cuando se juntaban varios para recordar o imaginar historias en voz alta, hasta se divertían.

Ignacio no era consciente de eso, no logró serlo hasta que volvió a estar vivo, a ser un hombre, y entonces, cuando recuperó la razón, la sensibilidad y la fe junto con su naturaleza verdadera, le costó trabajo aceptarlo. Los humanos son seres que desean y la desesperación les arrebata su propia esencia, los deseca, los destripa, los arruina, los expulsa de sí mismos por el camino templado y engañoso que conduce al destino de las cosas, al cansancio de los vegetales polvorientos, de los minerales enterrados e inertes. En el puerto de Alicante, donde expiró la esperanza, sonaban los disparos un día tras otro, un cuerpo tras otro, a veces muy seguidos, a veces espaciados por horas largas como eternidades, y él miraba al mar, agua inmóvil, vacía, desierta de los barcos que nunca llegarían, la salvación que ya no se atrevían a esperar quienes no tendrían siquiera la oportunidad de probar la amargura del exilio. Ellos eran los últimos leales, los traicionados por todos, la carne de paredón, el codiciado botín de guerra de los vencedores.

En el puerto de Alicante se habían reunido muchos miles de personas, pero ninguna tenía ganas de hablar. Nadie se atrevía ya a repetir que no, que no, que no, no nos entregarán, no nos dejarán aquí, no pueden hacernos esto, vendrán a buscarnos, tendrán que mandar barcos, Blum no, los franceses no, y los ingleses, a la hora de la verdad, tampoco, las democracias, los europeos, no pueden hacernos esto… Ya nadie hablaba, ni siquiera los más sombríos, los que no se despedían de nadie mientras buscaban la pistola con dedos sigilosos, y se apoyaban el cañón en la sien, y disparaban, y los disparos sonaban, y los cuerpos caían al suelo como fardos, como bultos, como árboles talados a destiempo, y él miraba al mar, agua inmóvil, vacía, escuchaba los disparos, oía caer los cuerpos y no volvía la cabeza, no miraba, no veía, no quería saber. A veces se escuchaban gritos, lamentos, sollozos de niños o de adultos que lloraban como niños. Los adultos no sabían llorar de otra manera en el puerto de Alicante y él miraba al mar para no ver, para no mirar, para no saber que otro español más había preferido morir a seguir viviendo en España, en la tierra donde había nacido, donde había crecido, donde se había enamorado y había visto nacer a sus hijos, en el país por el que había luchado durante tres años, por el que había pasado hambre, y miedo, y frío, y la soledad insoportable de una guerra larga, en la patria por la que lo había arriesgado todo, por la que lo había perdido todo, por la que acababa de morir. Ignacio Fernández Muñoz miraba al mar traidor y no volvía la cabeza para no ver, para no mirar, para no contar el número de los suicidas. Preferían morir a vivir en España, ellos, que eran España. Mejor no saberlo, no pensarlo, no llorarles, no preguntarse por sus razones para no encontrar razones que no quería buscar. Él era muy joven, tenía veintiún años, no le habría importado morir pero tampoco le importaba vivir. Eligió la desesperación al suicidio y así se volvió otro, seco, inerte, polvoriento pero vivo, poco humano hasta que reconoció los ojos de su hermano Mateo en el rostro de un extraño y deseó, con todas las fuerzas que ya no tenía, estar equivocado, él, que había renunciado a desear.

Se abrió paso como pudo entre la muchedumbre de hombres solos que contemplaban en silencio el único espectáculo que alteraba la monotonía de la vida en el campo. Una pareja de soldados con el fusil cargado abrían la procesión macabra de los condenados, los que olían a muerte, los que ya estaban muertos, los muertos que andaban, que respiraban, que avanzaban con la dificultad de sus manos esposadas y la cadena que los unía con otros vivos tan muertos como ellos en un cordón umbilical siniestro, postrero. Ignacio deseaba con todas sus fuerzas estar equivocado pero acertó, porque era Mateo, demacrado, agotado, tan pálido como si no le quedara ni una gota de sangre en el cuerpo, pero Mateo, su hermano, el azul de los ojos vivo aún en su rostro de cadáver prematuro.

¿Adónde los llevan?, a Madrid, a fusilarlos, ¿pero los han juzgado?, ¿que si los han juzgado?, ¿pero en qué país te crees tú que vives, chaval…? Ignacio escuchaba los murmullos, el susurro del miedo que corría de boca en boca, el aplomo de quienes fingían saber para ocultar su propia incertidumbre. ¿Y por qué no los fusilan aquí?, no lo sé, yo sí, Franco no se atreve a vivir en Madrid, no le parece seguro, todavía está en Burgos y por lo visto quiere dar un buen escarmiento antes de mudarse, ¿y qué van a hacer?, ¿colgarlos de las farolas de la Gran Vía?, de donde sea, eso les da lo mismo, hijos de puta… De la mano del miedo corrían también los insultos de boca en boca, los vencidos bajaban la cabeza al pronunciarlos, escondían, sus labios de miradas casuales, peligrosas, todo era peligroso para ellos, hijos de puta, Ignacio no quiso imitarles pero tampoco se atrevió a gritar el nombre de su hermano cuando lo tuvo delante. Mateo le escuchó, identificó su voz y le buscó sólo con los ojos, sin volver apenas la cara. Cuando le encontró, esbozó un movimiento de negación casi imperceptible, su cabeza oscilando mínimamente primero a un lado, después al otro. Sólo repitió ese gesto una vez, pero a Ignacio le bastó para entenderlo. No me mires, no me saludes, no me despidas, no me reconozcas, no le digas a nadie que eres mi hermano, sálvate.

—¡Vaya! ¿Cuándo te han ascendido a capitán?

Sólo tres meses antes, el 19 de febrero de 1939, cuando la familia Fernández se reunió por última vez en su casa de Madrid, Ignacio fue el último en llegar. Venía desde El Pardo y estaba muy cansado, más por dentro que por fuera. Mateo, que parecía haberse desplomado en lugar de sentarse en una de las butacas del salón, le saludó con aquella pregunta, pero él abrazó a Casilda, a Carlos, a sus hermanas, antes de contestarla.

—Anteayer.

—¡Joder! —Mateo, que seguía siendo brigada, estiró las piernas, se enganchó los pulgares en el cinturón y prosiguió en un tono irónico, hasta filosófico, como si estuviera reflexionando en voz alta—. Desde luego, en este ejército sólo ascienden los comunistas.

—¡Venga ya, Mateo, siempre estáis con lo mismo! Ignacio asciende por lo que asciende, tú lo sabes muy bien, y no hay derecho a que le digas eso —María Fernández Muñoz, que se había afiliado al PCE al mismo tiempo que su novio y sólo unos meses después que Ignacio, resopló de indignación antes de quedarse mirando a su hermano mayor—. De verdad que esto ya no hay quien lo aguante.

Casilda eligió aquel momento para recostarse en el brazo de la butaca donde estaba sentado el brigada, pero él no dio señales ni de haber escuchado a su hermana ni de haber percibido el movimiento apaciguador de su mujer, y siguió pendiente de Ignacio, que avanzó hasta colocarse frente a él.

—A lo mejor —replicó en un tono tan irónico, tan filosófico como el que había empleado antes su hermano— eso pasa porque los comunistas nos dedicamos a matar fascistas, en vez de invitarlos a tomar café para negociar la manera de salir corriendo y dejar en la estacada a los demás.

Al escucharle, Mateo se levantó. Había ofendido a su hermano porque había querido, era muy consciente de que su comentario le iba a ofender. A él mismo, que no era comunista, le había disgustado escucharlo a veces de los anarquistas, e incluso, en los últimos tiempos, de sus propios compañeros. Y si se hubiera parado a pensarlo un momento, habría adivinado su respuesta, el comentario que acababa de estallarle en la cara como una ofensa recíproca, porque ésos eran los rumores que circulaban por Madrid. Pero él también estaba muy cansado, también más por dentro que por fuera, y cuando se acercó a Ignacio, su mujer se abrazó a su espalda y ni así logró hacerle retroceder.

—¡A lo mejor te parto la cara!

—¡A lo mejor te la parto yo a ti!

—¡Ya está bien! —su cuñado se interpuso entre ellos deteniendo a Mateo con el brazo izquierdo mientras apretaba el hombro derecho contra Ignacio cuando estaban a punto de empezar a pegarse—. ¿Os habéis vuelto locos o qué? Pues sí, esto era lo que nos faltaba, ya…

—Todos callados, que viene mamá.

La advertencia de Paloma, que corrió hacia su marido, no llegó a tiempo para separarlos del todo, y a María Muñoz, que nunca se enteraría de la discusión que la había provocado, se le saltaron las lágrimas al ver aquella escena, sus hijos juntos, abrazados, unidos como una piña en el centro del salón de su casa.

—¿Pero qué pasa aquí?

—Nada —Mateo, que había llegado a agarrar a Ignacio de una solapa, deslizó deprisa una mano sobre los hombros de su hermano y rodeó con la otra la cintura de su mujer—, que a tu hijo le han ascendido a capitán y va a invitarnos a todos a cenar, para celebrarlo.

—Sí —Ignacio se dejó abrazar mientras sonreía a su madre—. Había pensado en Lhardy, aunque si os gusta más otro sitio, no tenéis más que decirlo. Todavía estamos a tiempo.

—¡Será por restaurantes! —intervino María, que era la pequeña y apenas había tenido tiempo de frecuentarlos, y todos se echaron a reír.

—Hay que ver… —su madre también se reía—. ¡Qué humor tenéis, hijos míos!

María Muñoz, que se había pasado veinte años haciendo dieta para adelgazar con resultados menos que discretos y ahora podía abrocharse algunas de las faldas que usaban sus hijas antes de la guerra, los besó deprisa y volvió corriendo a la cocina, para no echarse a llorar y estropearlo todo. Creía que aquélla iba a ser la peor noche de su vida, pero se equivocaba. No pasarían muchos meses antes de que se aferrara a su recuerdo como al último de los buenos tiempos, tiempos de hambre y de zozobra, de inquietud y de incertidumbre, de indignación, de impotencia, de amargura, de miedo, de rabia, pero también de hijos fuertes, jóvenes, vivos. No pasarían muchos meses, pero aquella noche, la víspera de su partida, de la huida que su marido y ella habían pospuesto hasta el último instante razonable, no podía saber que nunca volvería a ver a Mateo, que nunca volvería a ver a Carlos, ni a Casilda, y que sufriría por la suerte de Ignacio durante años en un país extranjero donde Paloma, sin llegar a morir, iría renunciando poco a poco a estar viva.

A veces, cuando miraba hacia atrás, la transformación que había sufrido su vida en los últimos años le parecía imposible, increíble. Ella también había llegado a odiar, y por eso no se arrepentía de nada, pero tampoco entendía muy bien cómo había sucedido, qué había pasado con aquella niña solitaria que parecía abocada a un destino tan diferente, el aburrimiento plácido, convencional, confortable, para el que había sido educada. Su madre había muerto a consecuencia del parto, y a su marido, de quien la única hija de ambos guardaría apenas un recuerdo borroso, casi mítico, porque pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid, lo había matado una epidemia de tifus antes de que la niña cumpliera siete años. Desde entonces, María había vivido con las dos hermanas solteras de su padre en un cortijo perdido en medio de la provincia de Jaén, una casona enorme como un palacio, muy antigua y rodeada de olivares, olivares, olivares…

Cuando la dejaban subir a la azotea, los cerros sembrados de árboles que se prolongaban con la fluidez del agua en otros cerros idénticos para ondular suavemente el horizonte, creaban la ilusión de un océano verdoso, con destellos ocres, plateados, sobre el que la casa parecía navegar como un arca sellada y aislada del mundo. Era un espectáculo grandioso, pero su belleza, que asustaba a María, encerraba la maldición de la soledad. Desde la azotea, los olivos brillaban como las crestas felices de la riqueza, sin que ningún edificio perturbara la ensimismada complacencia que no podía comprender una niña sola, sin nadie con quien hablar, con quien jugar. Cuando era pequeña, solía pasar las tardes con los hijos de los caseros, dos varones algo mayores que ella, que eran muy brutos pero muy divertidos, y le enseñaron a coger nidos y a cortarles los rabos a las lagartijas. Todo eso terminó el día que cualquiera de sus dos tías pronunció la palabra fatídica, señorita. Ella era una señorita y tenía que aprender a comportarse como lo que era. Primero fue una institutriz, luego otra, después el internado en un colegio de monjas de Jaén, por último, su voz.

A María, que muchos años después sostendría a su familia dando clases de canto a niños sin más talento que el dinero que sus padres podían pagar por ellas, la salvó su voz. Cuando parecía que su suerte estaba echada, que no podía aspirar a otro futuro que una monótona sucesión de días iguales, sin variedad, sin emoción, sin aventura alguna, su voz extraordinaria, plena de potencia, de matices, le abrió camino hacia un mundo distinto. La voz de María es un tesoro, sentenció la madre superiora delante de sus tías cuando estaba a punto de cumplir quince años, y aquí no podemos explotarlo más. Sería una pena que no la puliera, que no la educara, que no estudiara canto… Sus tías se miraron, perplejas. ¿Para qué?, preguntó Amparo, la mayor, que se había quedado soltera porque había querido, después de que su padre se negara a dejarla ingresar en un convento, si no va a ser cantante, va a heredar dinero de sobra para vivir de las rentas, ¿o no? Buscaba el apoyo de su hermana pequeña pero no lo encontró. Margarita, que aún no se consolaba por no haber conseguido un marido, y se desvelaba por las noches pensando que su pobre sobrina corría el riesgo de acabar igual que ella si no salía a tiempo del yermo social del cortijo, le llevó la contraria con mucha suavidad. Desde luego que no va a ser cantante, reconoció, pero cantar bien luce mucho en sociedad, ya lo sabes, y María tiene familia en Madrid, nuestra hermana, los hermanos de su madre, y antes o después tendrá que relacionarse, hacer amistades, no va a quedarse toda la vida aquí, con nosotras, y aunque sea rica, si además destaca porque canta bien, pues le será más fácil encontrar un buen partido, vamos, digo yo…

María siempre había pensado que para echarse novio le sería más útil su cara graciosa, redonda, la piel suave y aterciopelada, sin el menor accidente, ninguna imperfección, que al parecer había heredado de su madre, y sobre todo su pelo, castaño y brillante, fuerte y ondulado, que nunca se recogía del todo, no tanto para lucirlo como para esconder las orejas que seguían empeñadas en separarse de su cráneo después de años enteros de pegárselas a la cabeza con esparadrapo todas las noches, antes de irse a dormir, pero se limitó a cruzar los dedos y no se atrevió a preguntar si es que era fea. Nunca le había caído bien su tía María Pilar, ni sus hijas, Pili y Gloria, esas primas madrileñas tan estiradas que cinco minutos después de llegar al cortijo ya estaban deseando marcharse, pero cuando Amparo accedió a preguntarle si quería irse a vivir con ellas, las hubiera besado a todas en la boca. Y se fue a Madrid, y estudió canto, y sus primas dejaron de parecerle estiradas, y se hizo muy amiga de Gloria, y se divirtió como nunca, e hizo amistades. Aprendió que, sin ser una belleza, tampoco era fea, y destacó en sociedad, pero no besó a nadie hasta que una tarde de junio de 1911, cuando ya había cumplido diecisiete años, la besó un chico que se había enamorado de ella mientras la oía cantar el brindis de La Traviata en el salón de la casa de sus tíos. Se llamaba Mateo Fernández Gómez de la Riva, era de muy buena familia, amigo del novio de su prima, siete años mayor que ella, ingeniero de caminos y algo más.

—Conmigo no cuentes, que ya sabes que soy republicano.

Y entonces, Gloria, que conocía a la hija de una de las camareras de Victoria Eugenia, y se pasaba la vida haciendo planes para el día en que, por fin, su amiga cumpliera la promesa de llevarla consigo a alguna de las famosas reuniones informales que el rey celebraba en el Tiro de Pichón de la Casa de Campo, se echó a reír.

—¡Anda ya, Mateo, no digas tonterías, por favor! Republicano, con un abuelo conde, ya ves. Desde luego, tú, con tal de llamar la atención…

Estaban sentados, tomando un refresco en el quiosco que solían frecuentar en sus diarios paseos por la Castellana, uno de los lugares favoritos de la gente elegante cuando empezaba a apretar el calor. No era el lugar más indicado para hacer una declaración como aquélla, pero el discrepante parecía tan seguro de sí mismo que se limitó a sonreír mientras los demás le hacían burla, y no se dejó afectar por los chistes, las risas de los otros. María, que se había dado cuenta de que estaba interesado en ella, porque nunca le había visto hasta que el novio de Gloria los presentó en casa de sus tíos pero desde entonces los acompañaba con mucha frecuencia, le miró con atención y concluyó que si no hablaba, si no se defendía, era porque se sentía muy superior a sus primas, a sus amigos, demasiado como para malgastar tiempo y palabras en aquel lugar, en aquella compañía. Mateo Fernández Gómez de la Riva, rubio, de piel blanca, la nariz muy grande, el cuello demasiado largo, tenía cara de pájaro, pero también era alto, delgado, apuesto a su manera, y a María le gustaba desde que levantó en el aire la simbólica copa de Verdi para descubrir en sus ojos una emoción sincera, ferviente, que le elevaba sobre los aplausos corteses, casi indiferentes, de otros invitados de su tía María Pilar. Aquella tarde, mientras le veía sonreír a las bromas tontas, infantiles, de quienes de pronto no le parecieron otra cosa que una pandilla de imbéciles, le gustó mucho más, porque lo encontró interesante, misterioso, casi peligroso. Por eso, en el camino de vuelta se colocó a su lado, y dejó que sus primas cogieran ventaja.

—¿Tú eres republicano? —y la niña rica de pueblo que había crecido sola entre olivares antes de vivir su traslado a un colegio de monjas de Jaén como una aventura incomparable, sintió un escalofrío en la espalda al pronunciar esa palabra ardiente y afilada, prohibida, clandestina.

—Sí —él contestó con mucha naturalidad, sin embargo.

—¿De verdad? —insistió, y le hizo sonreír.

—De verdad.

—¡Ah! —María sonrió a su vez, se quedó quieta, dejó que él se acercara—. ¿Y por qué?

—Porque creo que todos los hombres somos iguales —ella se dio cuenta de que estaba hablando en serio aunque la expresión de su cara siguiera siendo risueña—. Porque creo que todos deberíamos tener los mismos derechos. Porque lo que está pasando en África me da vergüenza. Porque no es justo que los pobres mueran como moscas mientras los ricos pagan para librarse de ir a una guerra que sólo les beneficia a ellos. Porque este país está mal hecho y hay que volver a hacerlo entero, de arriba abajo.

—¿Y es verdad que tu abuelo es conde? —él asintió con la cabeza—. ¿Y no te parece bien?

—Mi abuelo sí, le quiero mucho. A ti también te gustaría, porque es muy melómano, un hombre notable, íntegro, generoso, casi librepensador, aunque no lo sabe y nunca lo reconocería. Lo que me parece muy mal es que existan condes, y duques, y marqueses. Pero es el padre de mi madre y, por desgracia, yo no voy a heredar el título.

—Pero… —María frunció el ceño—, no lo entiendo. ¿Eres republicano y te gustaría ser conde?

—Sí, me encantaría —hizo una pausa medida, risueña, para asegurarse de concentrar su atención—. Porque entonces podría pedir una audiencia, y me la concederían, y yo me iría a ver a Alfonso y le diría, toma, cabrón, métete el condado por donde te quepa.

—¡Hala!

María se puso colorada sin darse cuenta, se tapó la cara con las manos, se echó a reír, y no logró evitar que sus pies emprendieran por su cuenta una serie de ridículos saltitos. En esa secuencia de acciones espontáneas, casi infantiles, recuperó una sensación antigua, olvidada, un rabo de lagartija que se movía solo encima de una peña mientras su sangre hervía en la efervescencia de un millón de burbujas diminutas, la respuesta de su cuerpo a una codicia instintiva y temeraria de placeres oscuros, secretos, peligrosos.

—Perdóname —dijo cuando se recuperó, sus mejillas ardiendo todavía—, pero es que… Es que nunca había oído a nadie hablar así. Nunca he oído a nadie tratar al rey de tú, ni insultarle, ni… Suena casi igual que una blasfemia, ¿no? —él sonrió, como si le gustara lo que estaba escuchando—. Bueno, no sé, es que eres el primer republicano que conozco.

—¿Y te da miedo?

—No, no es eso. No me da miedo, al revés, me parece muy… —y cuando estaba a punto de decirlo, se calló, pensó un momento, calculó el riesgo, el peso de la palabra que iba a pronunciar, buscó un sinónimo más suave, menos comprometido, no lo encontró, miró a Mateo, sintió que se ponía un poco más colorada y se atrevió por fin—. Es muy romántico.

Entonces él la besó, posó apenas sus labios sobre la mejilla de María, como un anticipo, una promesa, la garantía de los besos verdaderos, los que no ponen en peligro la reputación de una señorita de excelente familia en el paseo más concurrido de Madrid, y a ella la tranquilizó tanto ese beso fugaz y comedido, tan convencional en comparación con las palabras que salían de los mismos labios, y le supo a tan poco al mismo tiempo, que le cogió del brazo, a una distancia más que precavida, para volver andando a su casa.

Después, sus primas entraron en el comedor cantando que María se había echado novio y fue ella quien tuvo que soportar con una sonrisa estoica su propia sesión de bromas y de chistes.

—Ay, pues voy a escribir ahora mismo a mi hermana Margarita —exclamó su tía María Pilar, tan divertida como sus hijas por la noticia—, para que deje de llevarle huevos a las monjas de La Carolina… Bueno, y ahora en serio. Me alegro mucho, María, me han contado que es un muchacho muy prudente, muy formal, y que ha acabado ya la carrera, ¿no? Es ingeniero, creo… Fíjate si me gusta, que me habría encantado —y miró a su hija mayor— para alguna de mis niñas.

—Pues, por lo menos —Pili, que estaba perdidamente enamorada de un oficial del ejército que se jugaba hasta las pestañas y del que su madre había oído que mantenía a una mujer en Alcalá de Henares, contraatacó de inmediato—, mi novio no es republicano.

—¿Y Mateo sí? —María Pilar miró a su sobrina con una sonrisa de oreja a oreja, como si acabara de escuchar un buen chiste—. ¿En serio? ¡Qué frivolidad!

—Es la familia de la madre, los Gómez de la Riva —su marido, que hasta entonces se había dedicado a ojear el periódico sin prestar mucha atención al regocijo femenino, intervino en un tono igual de amable—. En esa casa están todos medio locos. Son muy excéntricos. Buena gente, divertidos, y cultísimos, eso sí, pero demasiado originales, la verdad, y eso que su padre es conde… No sé cómo los aguanta el pobre Fernández. A su mujer la lleva muy derechita, pero sus cuñados, ¡uf! El pequeño está empeñado en construir una máquina voladora de ésas y se ha roto ya todos los huesos, de los trastazos que se pega, y me han contado que otra de las hermanas es espiritista, así que… ¿cómo van a salir los sobrinos? Pues republicanos, como poco.

—Pero tú no te preocupes, María —su tía se echó a reír—, que eso no es más que una chiquillada, seguro, y además… Mejor republicano que juerguista, o jugador, o mujeriego, como otros que yo me sé. Los vicios del cuerpo no, pero las enfermedades juveniles, cuando son del espíritu, se curan con la edad.

—Y con las herencias.

La sentencia del cabeza de familia liquidó el conflicto de las ideas políticas de Mateo Fernández, que ni siquiera resurgió cuando al fin, en septiembre de 1912, Gloria fue invitada a acudir con algunos amigos de confianza al Tiro de Pichón y María rechazó la oferta de acompañarla. Hay que ver, dijo su prima, cómo se pega la tontería… Por aquel entonces, Mateo ya era su prometido y la había besado en lugares del cuerpo a los que ni siquiera había tenido acceso todavía el más golfo de los oficiales del ejército español, pero tenía un buen puesto en el Ministerio de Fomento y seguía gozando de un prestigio irreprochable en la familia de su novia. Al margen de esta y otras pequeñas modernidades, la vida de María se parecía mucho a la de sus primas, y esta semejanza no decreció después de su boda, que se celebró en marzo de 1913 con la brillante asistencia del conde de la Riva y todos sus hijos, aunque la única excentricidad de la ceremonia consistió en que el novio no quiso comulgar. El 14 de abril de 1931, cuando su prima Gloria y ella discutieron por primera vez, ambas compartían los mismos placeres y cuidados, se ocupaban de sus hijos, se encontraban en la ópera, en el teatro, y acompañaban a sus maridos a cenas y recepciones parecidas, aunque los anfitriones, los asistentes, fueran, más que distintos, enemigos. Gloria sostenía obras de caridad, roperos parroquiales, comedores públicos, escuelas para niños pobres, y María formaba parte de comités en defensa del sufragio femenino, de la escolarización obligatoria, de los subsidios públicos para madres obreras. Sus hijos iban a colegios institucionistas, modernos, mixtos y laicos, tan privados como los colegios religiosos, segregados, tradicionales, donde estudiaban sus sobrinos, y eso bastaba para que sus vidas difirieran ya radicalmente mucho antes de que se encontraran luchando en dos ejércitos enfrentados, pero María no era consciente de haberse convertido en una mujer tan distinta de su prima cuando descolgó el teléfono y se la encontró al otro lado de la línea.

—Bueno, ¿qué? —Gloria estaba tan indignada que ni siquiera la saludó—. Ya habéis echado al rey. ¡Estaréis contentos!

—Contentos no, contentísimos —y era tan cierto que se echó a reír al decirlo—. Mateo dice que es el día más feliz de su vida. Le he tenido que regañar y todo…

—¡Qué barbaridad!

—Lo que oyes. ¿Y el día que te casaste conmigo, qué?, le he dicho.

—¿Y qué vais a hacer ahora? —Gloria, más irritada todavía por el tono festivo, jocoso, que transparentaba la euforia de su prima, pronunciaba cada sílaba como si la desmenuzara con los dientes antes de escupirla—. Si puede saberse, claro. O, mejor dicho, si es que los republicanos tenéis alguna idea de lo que vais a hacer con este país, aparte de hundirlo, que es lo único que yo creo que podemos esperar.

—Pues, mira, lo que vamos a hacer en este mismo momento —el tono de María se había endurecido tanto que a ella misma le costaba trabajo reconocerlo— es echarnos a la calle para celebrarlo. Ya tengo el sombrero puesto.

—¡A la calle! Eso, con la chusma… Anda, que todo lo que os pase os estará bien empleado.

—¿Con la chusma? —y en ese instante, María Muñoz descubrió que la indignación era anaranjada, fría y caliente a la vez, dulce mientras trepaba por la garganta, seca al estallar contra el paladar—. No, Gloria, no. Con la chusma no. Con el pueblo de Madrid. La chusma está cruzando ahora mismo la frontera. Si te gustan más que nosotros, ya sabes el camino.

Le colgó el teléfono y se quedó mirándolo como si no pudiera entender, creer que había hecho lo que acababa de hacer. Mientras tanto, su marido, que había escuchado la conversación desde la puerta, todos los niños vestidos, listos para salir, fue hacia ella y la abrazó por la espalda, muerto de risa.

—Joder, María… —le dijo muy cerca del oído, después de besarla detrás de una de sus volanderas orejas—, vas a acabar siendo más republicana que yo.

Pero ella no se rió, y salió a la calle inquieta, preocupada por su actuación, por esa rabia que no había podido controlar, y por la reacción de su prima, el estrépito de cristales rotos, ridículo, alarmante, tenebroso, pero sobre todo injusto, injustísimo, que había percibido en sus palabras, en sus pausas, en su manera de respirar como si se estuviese ahogando mientras la escuchaba. No hay derecho, se decía, no tiene derecho a hablar así, a pensar así, no tienen derecho a decir esas cosas. Y sin embargo, habría preferido no estar en casa, no descolgar el teléfono, no haber escuchado, no haber hablado, no haber arriesgado nada. Ella quería mucho a Gloria, siempre se habían llevado bien, y aunque hacía mucho tiempo que cada año se veían menos que el anterior, y sus maridos, que habían sido inseparables, apenas se saludaban, la seguía contando entre sus amigas. Y era verdad que se había radicalizado más deprisa que Mateo, porque cuando se casó con él, la república le seguía pareciendo sólo una idea romántica, y mientras su marido trabajaba, conspiraba, se reunía con unos y con otros en el ministerio, en los cafés, y en casas cuya dirección no le confiaba ni siquiera a ella, María había seguido disfrutando de una vida cómoda de mujer feliz y bien casada. Había tenido que intuir el cambio, presentirlo, acariciarlo con la punta de los dedos, para comprender que la república podía ser algo más, una tarea, un objetivo, la posibilidad de vivir y de educar a sus hijos en un país distinto. Pero no era tan fuerte como su marido, que el día más feliz de su vida no echó nada ni a nadie de menos.

—¿Quieres dejar de acordarte de esa gilipollas? —Mateo la sacudió cuando llegaron a la Puerta del Sol—. Mira a tu alrededor, mira lo que está pasando, ¿es que no lo ves? Esto es maravilloso, coño, esto es la hostia, y tú pensando en la tonta de tu prima…

Era maravilloso, fue maravilloso, pero cambió su destino para siempre, abrió una grieta imprevista en la rutina de sus placeres y sus cuidados, la obligó a elegir un camino que ni siquiera habría podido imaginar, y sembró en ella un orgullo, un amor, un dolor desconocidos. Después, cuando mirara hacia atrás, la transformación que había sufrido su existencia a partir de aquel día le parecería imposible, increíble, pero entonces no se arrepentiría de nada, no se preocuparía por nada ni por nadie que no fuera importante, no se consentiría la debilidad de sentir la menor nostalgia por aquella vida que su propia vida la había obligado a abandonar. Aprendería a ser feliz de otra manera, porque ella también habría llegado a odiar.

—Nosotros somos lo que somos, María, para lo bueno y para lo malo. Y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros.

Su marido tenía razón, tanta que aquella misma noche se avergonzaría por habérsela discutido delante de sus hijas. Pero eso fue después de que su vecina de abajo no le abriera la puerta, cuando tuvo un rato para estar sola, sentada en la cocina, pensando. Eran días duros, terribles, más de lo que parecían, más de lo que había creído cuando Mateo le anunció que Paloma acababa de llegar, y le pidió que le acompañara al comedor.

—Vamos a ver, niñas…

En la última semana de 1936, su hija mayor tenía veintiún años y llevaba casada más de dos, y la pequeña había cumplido ya diecisiete, pero su padre seguía tratándolas como cuando se las sentaba en las rodillas, y a ellas les encantaba que lo hiciera. Por eso le sonrieron a la vez mientras él escogía las palabras con tanto cuidado como si no estuviera seguro de que las dos iban a rechazar su propuesta.

—Vuestra madre y yo hemos estado hablando, y… En fin, ya sabéis que el gobierno tiene un programa de evacuación para que los civiles que quieran puedan marcharse a Levante —en ese mismo instante, Paloma empezó a negar con la cabeza y él movió la suya en sentido inverso, como si quisiera darse la razón a sí mismo—. No os voy a engañar, nosotros no nos vamos a ir. Si pidiera un traslado en el ministerio, seguramente me lo denegarían, y con razón, pero es que además prefiero trabajar para la Junta que para el gobierno, porque lo que yo conozco es esto, hago mucha más falta aquí que en Valencia. No me fui hace un mes, no me voy a ir ahora, y no me pienso ir nunca, porque ésta es mi ciudad, porque mis hijos la están defendiendo, y porque no me sale de los cojones —su mujer le apoyó una mano en el brazo pero él no se inmutó— que a un cabrón de general se le ponga en los suyos echarme de Madrid. Lo que me tenga que pasar, me va a pasar aquí. Sin embargo, mamá lleva tiempo diciéndome que, a lo mejor, vosotras…

—Ni hablar —Paloma no le dejó terminar—. Yo no me voy, desde luego. Ya me lo dijo mi suegra cuando se marchó a Almería, y ya le dije que no. Quiero estar con mi marido.

—Tu marido está en el frente, hija.

—Pero el frente está en la Moncloa, mamá. Desde aquí se puede ir andando. Y los soldados que están en el frente vuelven a casa, con permiso. Y cuando Carlos tenga un permiso, yo quiero estar en casa para dormir con él.

—¡Paloma! No hables así delante de tu hermana.

—Pero, mamá, si ha dicho dormir…

Mateo Fernández se echó a reír al escuchar la salida de su hija pequeña, que no era tan guapa como la mayor, pero sí muy rápida, muy lista, y su favorita, pero ya contaba con que a su mujer, que se había inclinado sobre la mesa para señalar a la ingeniosa con el dedo, no iba a hacerle tanta gracia.

—¡Pues tú eres la que te vas a ir a Valencia, mira por dónde!

—¿Yo? —y ella también se echó hacia delante, hasta que su nariz apuntó de frente a la de su madre.

—Sí, tú, María, que estás muy suelta, tú, todo el día en la calle, que te has creído que la guerra es una verbena y estás muy equivocada…

—Yo no me voy, ni lo sueñes. Ni quiero ni puedo irme —y se fue relajando poco a poco hasta que volvió a apoyar la espalda en el respaldo de la silla—. Yo también tengo un novio en el frente.

—Lo tuyo no es un novio, hija —sentenció su madre—, lo tuyo es una tontería.

—¿Ah, sí? Bueno, pues será, pero es mi tontería.

—Pero si no te gustaba nada, si le tratabas fatal…

—¿Y tú qué sabes, Paloma —María se revolvió contra su hermana—, tú qué sabes si me gustaba o no?

—¡Anda que no lo sé! —Paloma Fernández Muñoz, la chica más guapa del edificio, de la glorieta de Bilbao, del barrio de Maravillas, del centro de Madrid, se echó a reír, y estaba todavía más guapa cuando se reía—. Todos lo sabemos. ¿O es que no te acuerdas de aquel día que papá le dijo a la muchacha que bajara a buscarle, porque el portal estaba cerrado y el pobre llevaba media hora esperándote en la calle, empapado y tiritando? ¿No te acuerdas de cómo llovía? ¿No te acuerdas de lo que nos dijiste? —y adoptó el acento quejumbroso y cantarín de una niña mimada para imitar a María—. Le queréis más que a mí, le queréis más que a mí, en esta casa queréis a Esteban más que a mí… ¡Si no le hacías más que desplantes! ¡Si Ignacio llegó a decirle que te mandara a paseo! Hasta que vino a despedirse con el uniforme y entonces sí, entonces, de la noche a la mañana, fue el acabóse del amor y la pasión. ¿O no, mamá?, ¿qué te dije yo esa tarde?

—Que lo que le gustaba a tu hermana no era Esteban, sino el uniforme de Esteban —y las dos se echaron a reír a la vez—. Reconócelo, María, Paloma tiene razón.

—¡Dejadla en paz! —frente a la perpetua alianza de su mujer y su hija mayor, Mateo se alineó con la pequeña, como casi siempre—. Ella sabrá si tiene novio o no…

Lo sabía. Su madre y su hermana habrían preferido no tener que aprenderlo, no tener que reconocerlo jamás, pero se enteraron una noche de otoño de 1938, cuando el brigada Fernández, que debería haber estado en su puesto, en las trincheras del frente de Usera, apareció de repente, sin avisar. En ese momento, todos se levantaron a la vez e impulsados por el mismo resorte pero, por una vez, a Ignacio, que coleccionaba heridas con el mismo afán con el que había coleccionado soldados de plomo de pequeño, no le había pasado nada.

Ignacio es el que me preocupa, le había dicho Mateo Fernández a su mujer en los peores momentos del peor noviembre de sus vidas. El otro no tanto, porque es más tranquilo, más sensato, pero Ignacio, con ese atolondramiento que tiene… Y sin embargo, a Ignacio se le daba bien la guerra. No lo entendía ni él, pero lo descubrió enseguida, una mañana de perros, plomiza y fría, mientras sus botas se hundían en el barro de la Universitaria y una llovizna helada, insoportable, le hacía daño en la cara. Les habían mandado avanzar para asegurar un cerro, pero una bala derribó al sargento que mandaba el destacamento antes de que tuviera tiempo para organizarlos. Cuando miró hacia delante, vio a los regulares que venían corriendo, gritando como alimañas, armados con su furia pavorosa, legendaria. Y entonces ocurrió. En ese instante, sus compañeros empezaron a temblar, pero Ignacio Fernández Muñoz, incomprensiblemente sereno, se acordó de su padre, recuperó su rostro, el ceño fruncido, una concentración impasible en la mirada y un único argumento en los labios mientras le enseñaba a jugar al ajedrez, a sus diez, a sus once años. Tienes que ver todo el tablero, Ignacio. Ya sé que no es fácil pero tienes que intentarlo, esforzarte por verlo todo, tus piezas y las mías, tienes que verlo, comprenderlo de un vistazo antes incluso de analizarlo. Si no lo consigues, nunca jugarás bien. Su padre jugaba muy bien al ajedrez, y para demostrar que el otro rey, el de verdad, no era más que un hombre como los demás, recurría siempre al mismo argumento, si lo pinchas, sangra. Su hijo Ignacio recordó ambas cosas mientras veía de repente todo el tablero por segunda vez en su vida, y ya no eran piezas de madera sino hombres de carne y hueso, pero la revelación, el entusiasmo, el asombro, fueron semejantes. Ellos son más, pero nosotros estamos en alto, ellos saben luchar, pero tienen que subir, y no pueden correr y disparar a la vez porque no son más que hombres, si los pinchas, sangran. Lo pensó en menos tiempo del que habría tardado en decirlo, y sintió que la sangre se enfriaba dentro de sus venas, y que le crecían ojos en la nuca, en las sienes, en las orejas, porque de repente lo veía todo, lo abarcaba todo, lo comprendía todo y no escuchaba nada en la blancura deslumbrante de una certeza absoluta.

Mientras volvía el fusil hacia sus propios compañeros, los miró, uno por uno. Casi todos eran mayores que él, pero no necesitó levantar la voz para que comprendieran que estaba hablando en serio.

—Al que salga corriendo, me lo cargo.

Eso les dijo y ellos le miraron como si se hubiera vuelto loco, pero el pasmo empezó a compensar el pánico. Los moros gritaban, corrían, estaban cada vez más cerca, Ignacio seguía hablando con una tranquilidad que no había experimentado nunca en su vida y que lo enfriaba todo, lo hacía todo más fácil, más lento, más fluido, aunque él no supiera por qué, ni de dónde salía.

—Vamos a esperarlos. Vamos a ponernos a cubierto porque nosotros podemos y ellos no, y vamos a esperar a esos hijos de puta, porque somos menos pero estamos arriba y tenemos ventaja. Ellos tienen que subir, y cuando suban, los vamos a matar a todos igual que si tiráramos al blanco en una barraca de feria, ¿comprendéis? —se paró, los miró, se dio cuenta de que estaban empezando a comprenderle—. Va a ser igual de fácil, porque no pueden disparar y correr al mismo tiempo, porque son hombres como nosotros, si los pinchan, sangran. Pero hay que esperar, eso sobre todo, hay que aguantar. Con dos cojones. Que ninguno dispare hasta que yo lo diga, ¿está claro?

Los moros gritaban, corrían, estaban cada vez más cerca, pero en la cima del cerro nadie se movía, nadie se atrevía a respirar siquiera hasta que el sargento, al que habían herido en un hombro dos minutos antes, tres a lo sumo, se incorporó como pudo sobre el codo del otro brazo.

—¡Hacedle caso al niño, coño! Hacedle caso al niño, que sabe lo que dice… —y antes de dejarse caer otra vez en el suelo, le miró—. No sé cómo, pero lo sabe…

Ignacio sonrió, se puso a cubierto, y entonces tuvo otra idea, una ocurrencia que aquel día le haría famoso.

—Y otra cosa… Cuando disparemos, vamos a empezar a chillar como si nos estuvieran sacando una muela. Si ellos chillan, nosotros también, ¡no te jode!

Se le escaparon dos, pero los demás le obedecieron sin saber muy bien por qué, chillaron hasta quedarse roncos, dispararon como si tiraran al blanco en una feria, y los regulares se retiraron en desbandada sin tomar el cerro.

Aquel día, a Ignacio Fernández Muñoz dejaron de llamarle «el niño» en su brigada. Por la tarde, le curaron la primera herida, un rasguño aparatoso pero superficial, en el brazo izquierdo. En el parte del día siguiente se mencionó su nombre por primera vez. No llevaba en la guerra ni una semana.

—¿Ignacio?

—Qué…

La primera vez que coincidieron sus permisos, cuando lo peor había terminado y no había hecho más que empezar al mismo tiempo, su hermano le habló a oscuras, desde su cama, como cuando eran niños. No habían pasado. Durante los últimos meses, ninguno de los dos había pensado en otra cosa, en Madrid no había habido ninguna otra cosa en la que pensar en noviembre, en diciembre de 1936. Por eso, aquella noche los dos fueron a casa de sus padres, compartieron la misma habitación en la que habían dormido durante tantos años, y extrañaron de una forma parecida la cama, el pijama, la blandura del colchón, la crujiente tersura de las sábanas. A los dos les parecía mentira que aquéllas fueran sus camas, su cuarto, con sus armarios, y sus mesas para estudiar, y sus libros para leer separados de los leídos. Los dos se sentían igual de desprotegidos, de vulnerables, sin el fusil que su madre les había obligado a depositar con mucho cuidado en el paragüero del recibidor. Ninguno de los dos sabía que aquella escena no volvería a repetirse.

Mateo ya había conocido a una chica morena y vehemente, muy joven, muy apasionada, que se dedicaba a dar lo que en la JSU llamaban mítines relámpago por las dos aceras del paseo del Prado. Se llamaba Casilda García Guerrero y actuaba en las paradas de los tranvías, en las bocas del metro, y en cualquier esquina donde hubiera un grupo de civiles parados, hablando entre sí. Entonces se acercaba, los arengaba, los animaba a resistir, les explicaba adónde podían ir, qué podían hacer, dónde hacían falta si estaban dispuestos a luchar de otra manera, a enterrar el fascismo cavando trincheras o cosiendo uniformes. Era una monada, graciosa, regordeta, y los pantalones de miliciana le sentaban tan bien como si no los llevara.

—Eso que estás haciendo es muy interesante, ¿sabes? —la segunda vez que la vio, al comprobar que ella se le quedaba mirando como si no hubiera olvidado al soldado que la había seguido de farola en farola unos días antes, Mateo se atrevió a abordarla—. Para nosotros, saber que hay gente que se ocupa de elevar la moral en la retaguardia es fundamental…

Casilda le miró, le sonrió, le dio las gracias.

—¿Te importa que te acompañe un poco? —Mateo se atrevió un poco más, ella accedió con un gesto y volvió a sonreír—. Y a tu novio…, ¿qué le parece todo esto?

Ella le devolvió la pregunta con un soniquete cargado de sorna.

—¿Qué tendría que parecerle? —pero él no se arrugó.

—No sé, eres demasiado guapa para estar todo el día sola en la calle.

—No estoy sola. Aquel chico de allí y ese otro —señaló con el dedo a dos muchachos inofensivos, más jóvenes aún, casi dos niños— son mis compañeros. Venimos juntos, pero nos separamos para poder llegar a más gente.

—¡Uf! —exclamó Mateo, frunciendo el ceño sin dejar de sonreír—, pues mucho peor todavía… Yo estaría todo el tiempo distraído, preocupado por ti, en la calle, con tus compañeros, me olvidaría de disparar, y los fascistas me matarían.

—Ya… —Casilda se echó a reír y levantó hacia él una mirada orgullosa, desafiante—. Pero yo soy una mujer libre. Desde que mi padre se alistó, vivo sola en mi casa, tan ricamente. Y ni tengo novio ni necesito que ningún hombre se preocupe por mí.

—¡Ah! —Mateo aprobó con la cabeza, como si lo que acababa de escuchar le pareciera admirable, un instante antes de besarla en la boca y recibir a cambio una bofetada muy poco revolucionaria.

—¡Oye!, ¿pero tú qué te has creído? ¡No te digo, el tío sinvergüenza!

—Pegas fuerte, ¿eh? —gritó él mientras la veía alejarse.

Pero eso fue unos días antes de que les cayeran encima la Legión, Yagüe, Várela, los moros, las bombas de los aviones italianos, de los aviones alemanes. Un par de meses después, cuando en la calle se pasaba casi tanto miedo como en el frente y seguir vivo era un milagro semejante a ambos lados de las trincheras, Mateo se la volvió a encontrar una mañana, en las Cuatro Calles.

—¿Todavía no te han matado? —Casilda fue la primera en hablar, en sonreír.

—No —Mateo le devolvió la sonrisa—. Como no he podido preocuparme por ti…

Entonces fue ella quien se le acercó, y se colgó de su cuello, y le besó en la boca con la misma entrega, la misma pasión que ponía en sus mítines.

—Ven, anda —le dijo después, cogiéndole de la mano, y él maldijo su suerte antes de resistirse.

—Ahora no puedo, de verdad que no puedo. Tengo que volver corriendo a Usera a llevarle un despacho a mi comandante, ese coche de ahí me está esperando… —Casilda miró el coche y asintió con la cabeza.

—Espoz y Mina 5 —añadió solamente—, tercero izquierda. Y procura que no te maten.

Aquel día Mateo Fernández Muñoz intentó por todos los medios conseguir un permiso, un pase, un encargo, cualquier misión de enlace con cualquier otra posición, lo que fuera, pero no lo logró. Insistió al día siguiente, y al otro, con los mismos resultados, y por fin, cuando cayó la noche y empezó a llover, se fue a ver a su comandante, el único oficial de carrera leal a la República que combatía en aquel sector donde había un poco de todo, restos de batallones sindicales, vecinos, maestros, brigadistas, voluntarios de todos los partidos y, entre ellos, Mateo Fernández Muñoz, que sólo necesitaba aprobar dos asignaturas para licenciarse en Filosofía, que se había afiliado al PSOE en 1935 por razones estrictamente ideológicas, y que era el único hombre a sus órdenes que sabía de verdad en qué consistía el marxismo. El comandante le había cogido cariño a aquel chico serio y cultivado, que no era lo que se dice un héroe pero con el que daba gusto hablar, y cuando le vio aparecer a medianoche, sonrió. Llevaba tres días esperándole, los mismos que llevaba él alelado, haciéndolo todo al revés e intentando comprar un permiso a cualquier precio. Por eso no le dejó concluir el discurso que traía preparado.

—Total, que tu madre está enferma —recapituló por los dos, y Mateo asintió con la cabeza—. Muy, muy enferma.

—Sí, por desgracia, mi comandante.

—Dime una cosa, Fernández… —y aquel hombre duro y socarrón, que fumaba sin parar y lo decía todo gritando aunque estuviera de buen humor, levantó un dedo en el aire para señalar a su propia cabeza—. ¿Tú me has visto a mí cara de gilipollas?

—No, mi comandante —y Fernández sonrió, en contra de sus propios intereses.

—¡Ah, bueno! Me habías preocupado… —cogió un taco de papel que tenía encima de la mesa, rellenó un volante, lo arrancó y lo mantuvo en el aire, exhibiéndolo como si fuera un caramelo ante un niño goloso—. Muy bien, pues entonces te vas a donde tengas que ir, echas un polvo, uno, ¿comprendes?, uno, dos si eres rápido, y te vuelves para acá desempedrando… A las cinco de la mañana te quiero ver aquí. ¿Sabes lo que significa eso? Te lo voy a explicar. Eso significa que como llegues a las cinco y un minuto, te formo un consejo de guerra y te mando fusilar por desertor. ¿Está claro?

—Sí, mi comandante, gracias, mi comandante.

—Y a ver si echamos ya de aquí a esos hijos de puta y nos mandan al páramo de Burgos, que os vais a enterar de lo que es la guerra con el pueblo más cercano a cincuenta kilómetros, que así no hay quien pueda, joder, y te voy a decir otra…

Pero Mateo ya había salido corriendo, y no pudo escuchar el final de aquella frase. No sabía cómo iba a arreglárselas para ser puntual pero encontró sitio en un camión antes de preguntar, y tuvo la misma suerte en todo lo demás.

—A sus órdenes, mi comandante.

A las cinco menos cuarto de la mañana, Mateo Fernández Muñoz se cuadró ante su superior. Él le miró con atención, le dio una palmada en la espalda y se echó a reír.

—Tu madre bien, ¿no, Fernández?

—Como nunca, mi comandante.

—Pues no sabes cuánto me alegro. Ahora lo importante es que no recaiga.

—Descuide, mi comandante…

Desde ese día, Mateo no volvió a dormir en la habitación que siempre había compartido con su hermano y que Ignacio abandonaría un año y medio después. ¿Pero es que tú también te vas?, su madre nunca se resignó a perderlos tan pronto, ¿pero dónde vas a dormir?, tu hermano se acaba de marchar hace un momento, ya no os veo nunca, ni a ti ni a Mateo, venís, os marcháis, y nunca sé dónde estáis, ni con quién, bueno, eso es un decir, pero mira lo que te digo, hijo, un día de éstos me vais a matar de un disgusto… Al escucharla, Ignacio se echó a reír. Mientras te matemos nosotros, mamá, le dijo, besándola en la cabeza como si fuera una niña pequeña, y mientras sea de un disgusto, es que todo va bien… Pero ya nada iba bien. Las cosas iban tan mal que, a veces, en sus camas distintas, con mujeres distintas, los dos hermanos echaban de menos sus conversaciones nocturnas, como aquella, la última, en la que se contaron el uno al otro algunas cosas que no se habrían atrevido a decirse de día.

—¿Estás despierto?

—No, Mateo, me he dormido, por eso te estoy hablando.

—Es que te quiero preguntar… ¿Tú no tienes miedo?

—No —pero lo que acababa de decir le sonó tan raro que se obligó a pararse un momento a pensarlo—. O, bueno, sí, qué estoy diciendo, claro que tengo miedo, pero nunca en el momento de tenerlo, nunca mientras estoy luchando. Antes sí, y después también, después pienso…, bueno, pienso que podría estar muerto, ¿no?, y ya sé que eso tendría que haberlo pensado antes, pero no se me ocurre, la verdad —y se echó a reír—. Cuando empieza el jaleo, lo veo todo de otra manera, como si mis ojos se convirtieran en los de una mosca, como si no se me pudiera escapar nada. No sé cómo explicarlo, pero lo veo, veo la batalla, lo veo todo y me quedo muy frío, muy tranquilo, pero con una rabia enorme por dentro, y entonces me tiraría a los tanques y los destrozaría a mordiscos… ¿A ti no te pasa?

—Lo de la rabia sí. Lo de quedarme frío no —Mateo sonrió y su hermano percibió la sonrisa en su voz—. Y lo de destrozar los tanques a mordiscos…, pues tampoco. Pero yo sí tengo miedo. Siempre. No pasa nada, porque me lo aguanto y nadie me lo nota, y es verdad que, a veces, en los momentos peores, la rabia puede más. Pero sigo teniendo miedo.

—Mejor para ti —mintió Ignacio—. Vivirás más que yo.

Mientras su hermano Mateo pasaba la guerra dentro de una trinchera, Ignacio Fernández Muñoz luchó en todas las batallas relacionadas con la defensa de Madrid y en algunas de otros frentes. En casi todas ellas recibió dos clases de condecoraciones diferentes, menciones, ascensos, honores y heridas. Recordaba cada una de ellas, podía identificarlas, explicarlas, ordenarlas en una secuencia cronológica, cuando le hirieron de gravedad por primera vez, en Madrid, poco antes del fin de la guerra. Sus padres fueron a visitarle al hospital de San Carlos, y a María Muñoz se le saltaron las lágrimas al verle desnudo, con la piel llena de costuras.

—En la guerra mueren antes los cobardes que los valientes, mamá —le dijo, como si eso pudiera consolarla de sus cicatrices.

—No digas tonterías, Ignacio.

—¡Pero si es verdad! Pregúntaselo a cualquier militar, ya verás como te dice que tengo razón…

Entonces, su padre sonrió. Él entendía de sobra la angustia de su mujer, pero sin embargo, y sin ser capaz de explicárselo demasiado bien, como no podía explicarse muchas de las cosas que le pasaban todos los días, estaba muy orgulloso de aquel hijo por el que antes había temido tanto. Mateo Fernández Gómez de la Riva siempre había sido un hombre pacífico. La guerra le parecía una calamidad incomparable, y aquélla, la mayor desgracia de su vida, pero cada vez que la prensa publicaba el nombre de Ignacio, sentía una satisfacción que no podía disimular ni siquiera mientras su mujer hablaba sola por el pasillo, clamando con un periódico en la mano por la desgracia de haber parido a aquel insensato.

—Si tu hijo luchara con los rebeldes, Mateo, los moros se pegarían por estar cerca de él, por luchar a sus órdenes —hasta el comandante del Estado Mayor para el que trabajaba como asesor le hablaba de Ignacio de vez en cuando—. Son muy supersticiosos, y creen que hay soldados destinados a sobrevivir, hombres elegidos a los que no les puede pasar nunca nada grave, tienen hasta un nombre para eso… Nosotros somos igual de supersticiosos pero lo explicamos de otra manera. La guerra es caprichosa. ¿Cuántas veces han herido a tu hijo? Muchas, ¿no? Pero nunca le han mandado al hospital, sólo le hacen rasguños, heridas leves, unos pocos puntos y andando… La verdad es que yo no me preocuparía por él. Lo he visto muchas, muchísimas veces en mi vida. Hazme caso, que sé de lo que hablo. Ignacio tiene suerte.

Y sin embargo, y aunque pasear con su hijo por la calle Fuencarral de abrazo en abrazo, entre los murmullos de admiración de unos vecinos a los que aún les parecía estar viéndole jugar a la pelota en los jardines del Hospicio, se hubiera convertido en el único momento agradable de días muy amargos, Mateo Fernández, que nunca había confiado en la suerte, nunca olvidó tampoco que la guerra es una calamidad incomparable. Y pensó en Ignacio, igual que su mujer, igual que sus hijas, y su yerno, cuando su primogénito entró en el salón de su casa, aquella noche de otoño de 1938. Pero la guerra también es caprichosa, y Mateo se fue derecho a por María, la abrazó, pegó su cabeza a la suya y le pidió perdón.

Esteban Durán todavía no había cumplido veinte años cuando una bala aislada, aventurera, le atravesó el cráneo. Era demasiado joven, y se aburría en esa trinchera honda como el foso de un castillo abandonado, en esa guerra quieta a la que algunos días el enemigo parecía haber renunciado sin avisar, como si los fascistas hubieran desertado en pleno por puro aburrimiento. Al principio, todo había sido distinto. Al principio, el frente de Usera había sido el infierno, luego la gloria, por fin cansancio, más que otra cosa. No habían pasado pero tampoco se habían marchado, los habían parado pero seguían ahí enfrente, aposentados como una manada de buitres al acecho, un día, y otro, y otro más. Algunas mañanas tiroteaban para demostrar que no se habían ido, otras, ni eso, de vez en cuando atacaban en serio, sin demasiado ímpetu, sin muchas esperanzas, pero atacaban, y los rechazaban, y todo volvía a empezar, el infierno, la gloria, el cansancio.

—¡A ver esa cabeza!

Los cabos chillaban como matones de patio de colegio, los sargentos les reñían como tías ancianas y malhumoradas, y los oficiales procuraban no olvidar la edad, la imprudencia de su tropa, aunque ya no maldecían la suerte de que les hubiera tocado mandar a un batallón de estudiantes que no habían esperado a que los llamaran a filas para alistarse. Después de dos años de guerra, los supervivientes se habían convertido en hombres maduros excepto en eso, su incapacidad de adolescentes para soportar la pasividad de una batalla estancada.

—¡Mete la cabeza, imbécil, que te la van a volar!

A sus espaldas estaba Madrid, las calles, los edificios, la parada del tranvía que ya no llegaba con tanta regularidad como en los primeros meses pero que seguía llegando. Algunas tardes, cuando sabía que el frente estaba tranquilo porque su hermano Mateo había vuelto a casa con permiso, en el tranvía viajaba María Fernández Muñoz, que se lavaba el pelo y se ponía tacones y una falda estrecha para ir a la guerra. Soy la hermana del cabo, luego del sargento, después del brigada Fernández, y traigo un recado muy importante para Esteban Durán, ¿podríais avisarle, por favor? El soldado de guardia sonreía, y a ella le daba la risa al escucharle. ¡Que vaya a alguien a decirle a Esteban que ha venido a verle su novia! Cuando tocaba un cabo comprensivo, hacía buen tiempo y los de enfrente no tenían ganas de disparar, Esteban se llevaba a María a uno de los edificios en ruinas que bordeaban las trincheras y entonces, durante media hora, todo se paraba, la lucha, el miedo, el cansancio, la incertidumbre, las malas noticias de los otros frentes, los gritos que rompían el silencio de los días inmóviles.

—¡Que metas la cabeza, coño, que pareces tonto!

Esteban Durán, que estaba enamorado de la mejor amiga de su hermana desde que su madre lo llevaba de la mano a recogerla en la puerta del Instituto-Escuela, disfrutaba más de las visitas de María que de los permisos, y las recordaba como instantes luminosos, hebras de un milagro o gotas de una felicidad intensa, concentrada, que flotaban en la extensión vasta y desolada de un mar de días torpes, pesados como piedras. No era el único que tenía el privilegio de despertarse por las mañanas con la ilusión de estar pendiente del tranvía, pero muchos más compartían la desgracia de ser amados por mujeres prudentes, imprudentes, pensaba él, porque sentía que cada beso de María le sujetaba, le reclamaba, le afianzaba en el mundo de los vivos, le defendía del enemigo, le hacía inmortal.

—¡Estoy viendo cabezas!

La guerra era larga, fea, dura, aburrida, tanto que algunas veces parecía que los de enfrente se habían cansado, que se habían rendido en silencio y por su cuenta, que se habían dado la vuelta sin avisar. Las visitas de María eran la vida, la belleza, la alegría, todo lo que la guerra no era. Y aquella tarde, aunque Mateo Fernández Muñoz estaba de servicio, aunque lo estaba viendo, Esteban la presintió. Le había pasado otras, muchas tardes, a veces acertaba, a veces no. Al principio, cuando la angustia, las bombas, el hambre, el terror, eran una novedad insoportable y sangrienta, María, que estaba loca pero no era tonta, nunca iba a verle si corría el riesgo de encontrarse con su hermano. Pero los madrileños le habían perdido el miedo al miedo, y en otoño de 1938 la guerra era la única realidad existente, y el hambre, la angustia, las bombas, el terror, el pan que cada día dejaban de comer en cada casa. María ya no venía a verle cuando quería, sino cuando podía, y él guardaba todos los días la mitad de su ración por si había suerte, Esteban, sal, que tienes visita, en ese mundo al revés de la ciudad cercada donde los soldados comían más y mejor que los civiles.

—¿Quieres meter la cabeza de una vez?

La hermana pequeña ya no se molestaba en disimular ante su hermano mayor, y para él tampoco tenía sentido mirar, preguntar, preocuparse. No se querían menos, sino más que antes, pero de otra manera, porque lo único que existía era la guerra, lo único que importaba era la guerra, y la estaban perdiendo. Esteban Durán perdía la guerra todos los días que su novia no venía a pararla con sus tacones, con aquella falda estrecha que se le estaba quedando tan ancha, con su melena limpia y brillante. Aquella tarde no fue la primera que escuchó un ruido, y estiró el cuerpo, y vio pasar a lo lejos el tranvía, el camión, el coche en el que María podía venir o no. No fue la primera vez que sacó la cabeza, y nunca le había pasado nada más grave que la decepción de no abrazarla. En el silencio de la guerra quieta, esos días en los que jamás sucedía nada, el eco de un vehículo lejano, por muy débil que fuera, llegaba a atronar en sus oídos con el júbilo de las buenas noticias que esperaba en vano, tan joven era, tanto se aburría en aquella trinchera honda como el foso de un castillo abandonado. María era la vida, la belleza, la alegría, todo lo que la guerra no era. —¡Esteban, que metas la cabe…!

Mateo Fernández Muñoz, que le había prometido a su hermana que cuidaría de su novio desde que se encontraron luchando en el mismo frente, terminó aquella frase, pero su destinatario no llegó a escucharla entera.

En la última semana de 1936, María ya estaba enamorada de Esteban Durán. No había sido el uniforme, que le estaba grande, pero sí lo que representaba, el coraje del hijo del juez, aquel estudiante de medicina tan bien educado, tan apocado, tan tímido que sólo le faltaba pedirle permiso para besarla, que tartamudeaba en el trance de sacarla a bailar, al que no había conseguido espolear a base de maltratarlo pero que se había venido arriba él solo, con una determinación, una furia que no habían tenido otros con mucho menos que perder. No sabía que se trataba del mismo impulso romántico que había llevado a su madre a enamorarse de su padre, pero tampoco que ella tendría que pagar un precio mucho más alto por afrontarlo.

Cuando lo mataron, me lo mataron, solía decir, y aquel posesivo se clavaba en la memoria de su madre, de su hermana Paloma, como una espina que nunca lograrían arrancarse del todo, lo amaba mucho más. Mateo, que lloró a Esteban con ella, nunca le contó que la de su novio había sido una muerte tonta. Lo primero que se aprende en una guerra es que ninguna muerte es tonta, que todas son igual de heroicas, igual de prescindibles y azarosas. Mientras los veía llorar, abrazados, unidos por el dolor y por la culpa, su madre recordó la admiración que había sentido hacia María aquella tarde en que la vio hablar con Paloma en el mismo sofá como si fuera la mayor de las dos, cuando comprendió que se había convertido en una mujer madura, su niña, que un año antes sólo se preocupaba por los vestidos, por las fiestas, por los novios, por aprobar las matemáticas, por no suspender el francés.

Carlos seguía en el hospital aunque ya estaba fuera de peligro. 1937 había empezado con la expectativa de su muerte, pero un mes y medio después, Paloma lloraba por él como si se le hubiera olvidado.

—Los médicos me han dicho que no va a recuperar el brazo derecho, que va a ser como si no lo tuviera, y se va a quedar cojo, tendrá dolores toda su vida…

—¿Y qué? —María la animaba, la sacudía, le sujetaba la cara con las manos para obligarla a levantar la vista—. ¿Y qué? Está vivo, Paloma, y va a seguir estando vivo. ¿Que se queda cojo?, pues bueno, el caso es que puede andar. ¿Que se queda manco?, muy bien, pero sólo de un brazo. Le queda otro, ¿no?, y para dar clase no necesita los dos. ¿Que tiene veintiséis años? Claro, y eso no es lo mejor. Lo mejor es que el año que viene tendrá veintisiete, y luego veintiocho, y veintinueve, porque ya no le puede pasar nada más, ¿no lo entiendes? —María acariciaba las manos de su hermana, las apretaba para transmitirle su fe en un futuro alegre, tan risueño como su acento—. No lo han matado y ya no lo van a matar, no va a volver al frente. Ahora le darán un destino tranquilo en la retaguardia, una oficina, un despacho como el de papá, se quedará en Madrid, irá a trabajar todas las mañanas y volverá a dormir a casa todas las noches. Piénsalo bien, Paloma, piénsalo… Tú ya no vas a pasar miedo, ¿es que no lo entiendes? Ya no te vas a despertar de madrugada con un mal presentimiento, no vas a sufrir tanto como las demás. Ojalá dejaran manco a Esteban, ojalá…

Mientras la escuchaba, su madre comprendió hasta qué punto había estado equivocada, y cuando todavía no se había recuperado de la tristeza de ver a Ignacio con un fusil, sintió un arrebato de ternura semejante por aquella hija que también se había hecho mayor antes de tiempo, y volvió a arrepentirse por haber dudado de ella, por haber dudado de todo aquella tarde de la última semana de 1936.

—Bueno, pues con novio o sin él —pero entonces creía que aún, que por lo menos le quedaba María—, yo opino que deberías irte a Levante. Y soy la que más te va a echar de menos, que conste, pero me quedaría mucho más tranquila.

—Que no, mamá, que no me voy a ir —todavía estaba serena y hablaba despacio, sin levantar la voz pero con una firmeza que su madre desconocía—. No es sólo por Esteban. He encontrado trabajo en una guardería del gobierno. Necesitan gente y no voy a quedarme en casa, con los brazos cruzados, mientras ahí fuera pasa lo que está pasando.

—Me parece muy bien —Mateo Fernández aprobó con la cabeza, sin advertir que su mujer se le quedaba mirando como si no pudiera creer que había escuchado las palabras que acababa de decir.

—Pero… —primero se volvió hacia su marido— ¿quieres dejar de decir tonterías, por favor? —y después se encaró con su hija—. De eso nada, María. ¿Cómo vas a trabajar? Si tú estás estudiando, tienes que estudiar, tú… Eres una niña, tienes dieciséis años, hija mía.

—Diecisiete, mamá, los cumplí en octubre. Ignacio sólo me saca catorce meses, y está en la carretera de La Coruña, pegando tiros. La sobrina de la portera, que es de su edad, se ha apuntado para que le enseñen a conducir tranvías. ¿Y yo no puedo ir a dar de comer y a contar cuentos a unos niños que se han quedado solos porque esos hijos de puta —y levantó la voz, y el brazo, y señaló al balcón con un dedo como si los pilotos alemanes la estuvieran escuchando al otro lado del cristal— han bombardeado sus casas y han matado a sus madres, y…?

—¡María! —la suya le demostró que estaba viva—. ¡No te consiento que hables así!

—¿Y cómo quieres que hable, mamá? ¿Cómo quieres que hable?

—Bien —su padre levantó las palmas de las manos en el aire antes de intervenir con mucha tranquilidad—. Tu madre quiere que hables bien. Que llames asesinos a esos hijos de la grandísima puta, por ejemplo.

—Muy gracioso, Mateo —pero, sin sumarse a las risas de sus hijas, su mujer también sonrió al reprochárselo—. Pues precisamente por eso, María, por eso. Porque es muy peligroso…

—Todo es peligroso, mamá —María se relajó, se serenó, y optó por un tono dulce, más persuasivo, procurando ignorar la que le caería encima si su madre llegaba a enterarse de que iba al frente en tranvía a ver a su novio—. No sé si te has enterado de que ahora Madrid se acaba en la glorieta de San Bernardo, a cuatro pasos de aquí. Todo lo demás se lo han cargado ya, ¿sabes? Y entrando en línea recta desde la sierra, que es de donde vienen, nosotros somos los próximos, así que… Seguimos teniendo casa de milagro. La guardería está más allá de Cuatro Caminos, pero lo mismo me puede matar una bomba allí que en la Corredera, cuando voy a hacer la compra. Esos… asesinos —miró a su padre y él se lo agradeció con una sonrisa— sólo respetan El Viso y el barrio de Salamanca, ya lo sabes, y allí no se nos ha perdido nada… Además, tampoco voy a ir sola. Charito empieza conmigo pasado mañana, y Emilia se lo está pensando. Iba a decírselo a Dorita, también, aunque sea facha, porque a ella le gustan mucho los críos, pero me la he encontrado en la escalera y hemos tenido una agarrada que no os la podéis ni imaginar… —hizo una pausa y continuó hablando con un acento parecido al que su hermana había escogido antes para imitarla—. Me alegro de verte, María, porque tengo un recadito para tu hermano Ignacio, y como no le veo nunca porque debe de estar muy ocupado matando gente… ¿Matando gente?, le he preguntado, sí, en la guerra, mujer, me ha dicho la muy pu… —y justo después de morderse la lengua, miró a su madre—. Perdona, mamá. Bueno, pues me ha pedido que le diga a Ignacio que le deja, que cuando le dijo que sí, no podía imaginarse que iba a convertirse en la novia de un rojo y que no está dispuesta a seguir siéndolo ni un minuto más. Se lo dices tú, me ha soltado, y así, él no tiene que molestarse… Pues sí, mira, le he dicho, mucho mejor. Mejor que mi hermano no tenga que molestarse en venir a hablar con una mierda como tú —su madre volvió a chillar, pero ella ya no hizo caso—, porque, por cierto, no da abasto para quitarse de encima a las mujeres que se le tiran a los brazos cuando anda por la calle. ¿Y sabes por qué? Pues porque mi hermano es un hombre de verdad, un héroe del pueblo, y no como los tuyos, que son unos cobardes, ¡que a ver si te crees que no sabemos que los tenéis escondidos en casa dentro de un baúl, cabrones!

—¡María! —y su madre sintió que le faltaba el aire.

—¿Eso le has dicho? —los ojos de Paloma relucían mientras su hermana asentía con la cabeza—. ¡Muy bien!

—¡Paloma! Pero, bueno, ¿qué pasa aquí, es que nos estamos volviendo todos locos? —María Muñoz estrelló las manos contra la mesa, se levantó, miró a su familia—. ¿Cómo has podido hacer una cosa así, María, cómo has podido? Con lo que está pasando en la calle, tantos asesinos sueltos, todas esas muertes, ese horror…

—Pero si mientras no hagan nada malo, no pienso denunciarlos, mamá, ¿qué te has creído? —su hija pequeña parecía de pronto tan asombrada como ella, y la miraba como si no pudiera comprender sus reproches—. Mientras lo único que hagan sea seguir ahí, escondidos, te aseguro que no voy a denunciarlos. Ni siquiera se me ha ocurrido, te lo prometo.

—¡Eso da igual! ¿No comprendes que da igual? Ellos no lo saben, ellos… ¡Pobre doña Adoración! Ahora estará muerta de miedo, pobrecilla, no quiero ni pensar…

—Ellos harían lo mismo con nosotros si pudieran, mamá —Paloma fue mucho más dura.

—¡Pero nosotros no somos como ellos!

—¡Claro que no! —y su hija mayor le dio la razón con una vehemencia que las distanció todavía más—. Ellos han empezado, ellos son los que han querido que pase todo esto. Nosotros sólo nos estamos defendiendo.

—¡No, no es eso! —su madre la miró, miró a su marido y ya no le vio bien, de repente estaba muy cansada, las lágrimas le escocían en el borde de los ojos como gotas ácidas, una amargura contra la que no tenía fuerzas para luchar—. No es eso —repitió mientras volvía a sentarse, mucho más triste, más tranquila también—. Nosotros nunca hemos sido como ellos, nunca hemos hecho las cosas que hacen ellos, siempre hemos sido todo lo contrario de lo que ellos son. Que te lo diga tu padre…

Mateo Fernández amaba a su mujer. Quizás nunca tanto como en aquel momento, mientras se acercaba a ella, y la abrazaba, y la sostenía entre los brazos con la ternura de un padre que acuna a su hija recién nacida, porque entonces estuvo más seguro que nunca de sí mismo, de la mujer a la que amaba, de la clase de amor que es lo único que prospera en los tiempos difíciles.

—Vuestra madre tiene razón —dijo, manteniéndola apretada contra sí—. Lo que ha estado pasando en la calle es una vergüenza, es nuestra vergüenza. Y no podemos mirar para otro lado, porque nosotros no somos como ellos. Ya sabéis lo que opino yo de eso. Lo he dicho muchas veces y lo voy a volver a decir, prefiero ver a vuestros hermanos muertos que paseando gente —y miró a su hija mayor, luego a la pequeña—. Por muy fascistas, por muy peligrosos, por muy culpables que sean. Eso tienen que decirlo los jueces, no unos cuantos pistoleros. Pero la Junta ha cerrado ya las checas, María, y tus hijas también tienen razón… —entonces apartó la cabeza de su mujer de su pecho con suavidad, le separó el pelo de la cara, la miró—. Esto es una guerra y no la hemos empezado nosotros. Nos han atacado, nos estamos defendiendo, y tú tienes hijos en el frente, María, dos hijos, el marido de una hija, el novio de la otra, y tienes que estar orgullosa de ellos porque no hacen otra cosa que cumplir con su deber, porque no se dedican a secuestrar marqueses para matarlos de un tiro en la nuca, sino a luchar por ti. Tus hijos están luchando por ti, y por mí, por lo que tú y yo somos, por lo que siempre hemos sido. Todos estamos metidos en esto, ¿no lo entiendes? Es tu familia, tu familia entera la que se está jugando la vida, nos la estamos jugando todos, uno por uno. Por desgracia, esto ya no es política. Esto es la guerra, María.

Ella se levantó muy despacio, se arregló la ropa, se recompuso el pelo, miró a su alrededor como si se hubiera perdido dentro de su propia casa y, sin pararse a pensarlo, besó a su marido antes de salir.

—Voy a bajar un momento a hablar con doña Adoración… —y cuando ya estaba en la puerta se volvió para mirar a sus hijas—. Qué barbaridad, por el amor de Dios.

—A Dios déjale en paz, mamá —la voz de Paloma se perdió por el pasillo—, que no es de los nuestros.

Doña Adoración no quiso abrirle la puerta. Ella oyó el taconeo de sus pasos, tal vez los pasos de sus hijas, golpeó en la puerta con los nudillos, intentó explicarse, volvió a oír el eco de unos tacones que se alejaban deprisa. Después volvió a su casa, se sentó en la cocina y estuvo un rato sola, pensando, hasta que su marido fue a buscarla, se sentó frente a ella, la cogió de las manos y le dijo algo que no podría olvidar jamás, nosotros somos lo que somos, María, para lo bueno y para lo malo, y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros. El 19 de febrero de 1939, cuando vio a todos sus hijos reunidos en su casa de Madrid por última vez, todavía no se habían movido de su sitio ni un milímetro y, también por eso, ella creía que aquélla iba a ser la peor noche de su vida.

—¿Y esto? —Ignacio, que estaba más cansado por dentro que por fuera, que siempre había querido mucho a su hermano y no quería volver a pelearse con él, había seguido sus pasos hasta la cocina—. ¡Menudo banquete! Si lo llego a saber, no os invito a cenar en Lhardy…

María Muñoz sonrió, y contempló el festín que les esperaba, una tortilla de patatas de cuatro huevos, unos pocos pimientos fritos, dos cuartos de pollo asado desmenuzado en tiras finas, para que abultaran más, tres cebollas cortadas en rodajas y aliñadas con aceite, sal y un poco de pimentón, que era lo único que no le había faltado nunca, y medio pan negro para nueve personas, diez si contaba a la hija de su sobrina, aunque había comprado un poco de leche para hacerle una bechamel, porque la pobre Angélica comía de todo pero aún no había cumplido cuatro años.

—Ésta es la última noche que vamos a cenar juntos en mucho tiempo, ¿no? No iba a poneros lentejas, estamos todos hartos de comer lentejas… Pero cada vez es todo más difícil. Esto me ha costado una fortuna, y ya ves, las cebollas son todavía de aquellas que tú nos mandaste, las últimas, y el aceite también… —María Muñoz hizo una pausa, se quedó mirando a su hijo, dudó, se atrevió por fin—. ¿Sigues con esa mujer? —él asintió con la cabeza—. Ten mucho cuidado, hijo mío.

—Claro que tengo cuidado, mamá —Ignacio resopló, negó con la cabeza, miró a su madre con ojos cargados de cansancio—. De que no me maten. De eso es de lo que tienes que preocuparte y no de la pobre Edu. Ella no me va a hacer nada malo.

—Ya, ya lo sé, hijo, perdóname…

Mateo se había casado con Casilda unos meses antes, cuando al padre de su novia lo mataron en el Ebro. No quiero que se quede desamparada, y así, si a mí también me pasa algo… Siempre estará mejor casada que soltera, ¿no?, las cosas serán más fáciles para ella, creo yo. Había sido una boda urgente, apresurada y sin invitados, que había durado el tiempo imprescindible para rellenar un papel con dos firmas, una ceremonia muy distinta no sólo de la que les habría reunido si no estuvieran en guerra, sino también de la que habrían celebrado si no la fueran a perder. Había sido una boda triste, pero María Muñoz ya se había acostumbrado a la tristeza, y a Casilda, la hija mayor de un tipógrafo y una bordadora a la que su padre había colocado en una imprenta cuando no había cumplido aún catorce años, nada que ver con la clase de muchachas entre las que su primogénito habría escogido novia si las cosas hubieran seguido siendo como antes. Pero Mateo estaba muy enamorado de su mujer, Casilda era digna de aquel amor, y las cosas no eran como antes. Ella lo sabía muy bien, y sin embargo, ni así había podido acostumbrarse a que su hijo pequeño viviera con una mujer casada, que hablaba igual que los personajes de Arniches y era diez años mayor que él. A pesar de eso, aquella noche se arrepintió enseguida de haberla mencionado, porque Ignacio tenía razón, porque seguía estando vivo, y todo lo demás daba lo mismo.

—¿Sabes de dónde ha salido la cena de esta noche? —se acercó a su hijo, lo abrazó, se esforzó por sonreír y lo consiguió—. Tu padre ha estado comprando duros de plata a siete pesetas, a siete cincuenta… Está seguro de que es lo único que no va a perder valor, no se fía ni un pelo de los franceses. Eso lo entiendo, no creas, porque después de todo lo que hemos pasado, como para fiarse, ya ves, pero ojalá que no se equivoque, porque si no, menudo negocio… Hemos vendido algunas cosas, y hemos convertido en duros todo lo que teníamos, no quería decíroslo para que no le llamarais derrotista, pero… Ya sabes que él no es un derrotista, todo lo contrario, él haría lo que pudiera, lo que le pidieran, para… En fin, que he comprado la cena de hoy con lo que ha sobrado de los cambios, céntimos y más céntimos, tendrías que haberme visto —intentó sonreír otra vez, pero ya no pudo—. No sé cuándo volveremos a cenar todos juntos, así que no discutas con él, Ignacio, por favor te lo pido, sobre todo eso, ya se lo he dicho a los demás, no os liéis a discutir ahora sobre lo que se hizo bien, y lo que se hizo mal, y lo que se podría haber hecho, y lo que se dejó de hacer, y que si la culpa de todo la tuvo Azaña por no fusilar a Sanjurjo, eso no, Ignacio, no habléis de política, por favor. Lo que tenéis que hacer es animarle, darle confianza, decirle que todavía podemos ganar la guerra, que la vamos a ganar. Prométemelo, hijo, porque papá está… —en ese momento, María Muñoz vaciló, se quebró, perdió el control, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Tu padre está enfermo, Ignacio, está muy mal, peor que mal, se está volviendo loco, se va a morir de pena. Tú no sabes…, tú no puedes saberlo, hijo mío. La República lo era todo para él, se ha pasado la vida luchando por ella, desde que le conozco, y hace casi treinta años, habría dado cualquier cosa por salvarla, cualquier cosa. A veces creo que habría preferido morirse a… Tengo un presentimiento, María, me dijo anoche, cuando nos acostamos, tengo el presentimiento de que yo nunca volveré a poner un pie en este país de mierda. Eso me dijo, y nos echamos a llorar, y entonces me acordé de mi prima Gloria, de lo que me dijo el 14 de abril, y… Esto es horrible, Ignacio, esto es injusto, es tan injusto… —levantó la cabeza para mirarle y él se estremeció, porque nunca antes había visto ese temblor en aquellos ojos—. No sabes cómo los odio, no lo sabes. Nunca he odiado tanto a nadie. Nunca he odiado a nadie así.

María Muñoz escondió la cara en el pecho de su hijo y él la acogió, la abrazó con todas sus fuerzas y se abandonó a los síntomas de una impotencia que ya conocía, la misma fiebre negra y espesa, el ritmo de la sangre amontonada que le había golpeado en las sienes, que le había inflamado las encías, que le había herido en los ojos con el blancor insoluble de una rabia purísima, inservible, mientras su hermana pequeña le suplicaba, le sacudía, le daba una orden que no podía cumplir por más que quisiera. Mátalos, Ignacio, mátalos, mátalos, mátalos a todos, mátalos, Ignacio, a todos, a todos, mátalos, mátalos, mátalos, mátalos… María chillaba, le pegaba, tenía los brazos rígidos, los ojos muy abiertos, era ella y había dejado de serlo al mismo tiempo, era una sola palabra, un solo grito, ¡mátalos, Ignacio, mátalos, mátalos, mátalos a todos! Al día siguiente del entierro de Esteban Durán, su madre se la había arrancado, la había sujetado, la había mantenido entre sus brazos hasta que logró romper a llorar. El día que ella se vino abajo, Ignacio no necesitó de la ayuda de nadie para reaccionar. Bastó con la aparición de su prima Mariana en la cocina.

—Esto no se ha acabado, mamá, queda mucha guerra todavía —miró a su prima a los ojos y ella le sostuvo la mirada—. Todavía tenemos media España, medio millón de hombres. Todavía. Van a tardar mucho en matarnos a todos.

Mariana Fernández Viu era hija del hermano mayor de su padre, Lucas, que a los veinte años se mandó imprimir unas tarjetas de visita preciosas, con la corona condal encima de su nombre, para dedicarse a lo que él llamaba hacer negocios. No había trabajado en su vida excepto en la tarea de administrar su herencia con la astucia suficiente como para casarse con una mujer rica. La que le pareció mejor fue una señorita de Pontevedra a la que le gustaba aparentar tanto como a él, y que por eso resultó no serlo tanto. Cuando su hija Mariana llegó a la edad de buscar marido, sus padres ya vivían recluidos en una casa de campo, en Galicia, que era la única propiedad que conservaban. De allí la sacó Rafael Otero, un joven delicado y ambicioso, sin estudios pero con contactos políticos, que se la llevó a la capital en diciembre de 1933, cuando su protector, diputado de la derecha, le ofreció un puesto en un ministerio. El clima de Madrid no le sentó bien. Lo que él había planeado como su desembarco en el poder, desembocó en una larga serie de ataques de asma que acabaron con él a destiempo, antes de que naciera su única hija, Angélica, que todavía no había cumplido un año cuando los enemigos de su padre ganaron las elecciones. Desde entonces, y hasta que Argüelles dejó de ser un barrio para convertirse en un inmenso solar plagado de cascotes, Mariana había vivido con la niña y muy pocos recursos en un edificio de la calle Blasco de Garay que pareció haber sobrevivido a los bombardeos pero se derrumbó solo, casi por sorpresa, el día que fue incapaz de seguir sosteniéndose contra las vigas de madera que lo apuntalaban. Entonces, su tío Mateo le ofreció su casa. Habría dado cualquier cosa por no aceptar esa oferta, pero no tuvo elección. Cuando sus ojos se encontraron con los de su primo en la cocina, ya llevaba más de un año viviendo en campo enemigo.

Ignacio miró a Mariana fijamente, durante mucho tiempo, mientras su madre lloraba sin hacer ruido, sin saber tampoco que su sobrina la estaba viendo llorar. La miró y vio en sus ojos algo distinto de lo que había visto otras veces, un brillo metálico, sereno, frío, paciente. Había paciencia en la mirada de su prima, paciencia y no resignación, paciencia y no humillación, paciencia y una serenidad fácil, cómoda, casi ecuánime, hasta insensible y por eso despiadada. La serenidad del campesino que no presta atención a la mansedumbre de la lluvia que va empapando sus campos muy despacio, la serenidad de la cocinera que le retuerce el cuello a un pavo vivo mientras se compadece del reúma de su señora, la serenidad del sepulturero que trabaja pensando en esas judías pintas tan ricas que su mujer ha prometido ponerle para comer. Eso contempló Ignacio Fernández Muñoz en los ojos de su prima, una frialdad que apenas recordaba en aquellos días calientes que fundían los metales.

La miró fijamente, durante mucho tiempo, y se llevó con él esa mirada. No la olvidó jamás, y ocurrieron muchas cosas aquella noche, palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida, el temblor en la voz de su padre, que había envejecido décadas en el último mes, mientras le decía que le daba vergüenza irse, el temblor en los dedos de su madre mientras apretaban la mano de su cuñada Casilda un instante después de encerrar en ella su pulsera de pedida, y el sonido de su voz apagada, suplicante, quédatela, por favor, la he guardado para ti, yo ya no voy a poder hacer nada más por vosotros, si las cosas se ponen más feas todavía, cuando nazca el niño igual te viene bien, y si no te hace falta venderla, y es una niña… Nunca olvidaría esas palabras, ni la fortaleza impecable y risueña de su hermana María, ¿pero tú estás tonta, mamá?, no digas esas cosas, anda, esto que te pasa debe ser de no comer, ¿a que sí?, ¿pero tú qué te crees, que nos vamos para siempre?, si dentro de nada estaremos todos juntos, mamá, en Francia, o en México, y enseguida aquí, otra vez, ¿qué te apuestas?, si verás nacer a tu nieto en Madrid, mira lo que te digo…

Pasaron muchas cosas aquella noche, palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida. Antes de entrar en el comedor, su hermano le cogió por un brazo, le retuvo a su lado hasta que los demás salieron al pasillo, le miró a los ojos. Perdóname, Ignacio, lo siento mucho, si hay alguien que se merece ascender en este ejército… No, perdóname tú a mí, Mateo, no tendría que haberte dicho…, yo también lo siento. Los dos se abrazaron sin decir nada más, y el que sobrevivió recordó para siempre aquel abrazo, lo atesoró entre los instantes más preciosos de su vida, lo evocó con la codicia del avaro que recuenta sus monedas sin cansarse y volvió a vivirlo muchas veces, en los días más duros y en los mejores, entre el deslumbramiento del amor y el acecho de la muerte, entre la velocidad del infortunio y la lentitud de la prosperidad, entre el olor a miedo de los vagones de los trenes, el olor a miedo de las noches al raso y el inconsciente olvido del olor a miedo, y después, con las emociones y los deseos, con los domingos y los días laborables, con el calor del cuerpo de su mujer en noches de invierno muy arropadas y las risas de sus hijos que crecían sin el fardo agotador de su memoria, Ignacio Fernández Muñoz guardó siempre el recuerdo de aquel abrazo como un tesoro sin precio, el salvoconducto que le permitió seguir estando vivo, llegar a ser feliz en un mundo donde ya no existía su hermano Mateo. Y sin embargo, aquella noche, cuando salió a la calle, recordó sobre todo la mirada de Mariana, aquel brillo metálico, sereno, frío y paciente, despiadado, que sería la luz de su futuro.

—¿Se va con vosotros? —le preguntó a Paloma mientras acomodaba el paso a la cojera de su cuñado por la calle Fuencarral.

—¿Quién? —ella, que andaba a la derecha de su marido, se inclinó hacia delante para mirarle—. ¿El Sapo?

—¡Paloma! —Carlos Rodríguez Arce se quedó mirando a su mujer con una expresión de escándalo que se deshizo pronto en una sonrisa.

—¿Así la llamáis? —Ignacio se reía sin disimulos, en cambio—. Es un mote buenísimo.

—¿A que sí? Se le ocurrió a María —miró a su marido, le vio reírse y sonrió—. Es que parece un sapo, no me digas que no, todo el día rumiando, hinchando y deshinchando los carrillos, la hijaputa, con los brazos cruzados debajo del pecho, mirándolo todo y sin decir ni mu… ¡Qué asco le tengo, de verdad! —entonces volvió a dirigirse a su hermano—. Pues no, no se viene, por supuesto, y eso que papá se lo ofreció, por la niña, más que nada, que es muy pequeña, pobre… Pero no, ¿qué dices? ¿Ahora que ganan los suyos, se va a venir?

—Eso habrá que verlo —Ignacio no quiso mirar a su cuñado, que levantó las cejas en un gesto escéptico que su mujer también prefirió ignorar.

—Pues a ver si es verdad, porque de momento está todo el día en el piso de abajo, oyendo la radio de Burgos, me imagino, y cuando sube, tan contenta, la cogería y la estamparía… —cerró el puño en el aire para ahorrarse el resto de la frase—. ¡Ah!, y por cierto, que se ha hecho íntima de Dorita. Sólo abre la boca para hablar de ella, que si es un encanto, que si hay que ver, que si qué pena que rompierais…

—Por eso no te preocupes —Ignacio miró a Paloma, a su marido—. Si hay algo de antes de la guerra que no echo nada, pero nada, de menos, es a Dorita…

Si no hubiera llevado aquella blusa la habría visto igual, porque le habría llamado la atención su pelo rojo, tan raro, o sus caderas redondas, o la expresión de su rostro, que parecía estar de vuelta de todo sin haber perdido las ganas de ir más allá, pero lo primero que vio fueron sus hombros desnudos, blancos y perfectos, adornados con las pecas justas, ni tantas que sugirieran una infección ni tan pocas que pudieran pasar desapercibidas. Le gustaron tanto que se apoyó en un árbol, encendió un cigarrillo y se lo fumó mirándola, vigilando la goma del escote que se ahuecaba y se tensaba siguiendo el ritmo de su respiración, sin revelar nada más inquietante que su propia intermitencia. Cuando se resignó a su eficacia, levantó los ojos y vio que ella le sonreía de una manera tan impúdica que habría amedrentado al novio de Dorita hasta obligarle a huir con la cara colorada. Pero, por fortuna, pensó él, yo ya no soy el novio de Dorita, y por eso se acercó, le cogió la cesta que llevaba en la mano, dame tu cartilla, dijo, y espérame en ese banco, ahora vuelvo…

Las mujeres de la cola de la leche le miraron mal, algunas protestaron, todos los días lo mismo, ya está bien, no hay derecho, debería daros vergüenza, pero él ni siquiera las miró. Le atendieron enseguida, porque para eso era teniente. Toma, le tendió la cesta con la lechera dentro, gracias, respondió ella, de nada, Ignacio se quitó importancia, con este calor y al sol, el niño iba a cogerse una insolación… Vivía muy cerca, en la calle Viriato, y la cesta estaba tan vacía como todas las cestas de Madrid, pero él se ofreció a acompañarla, para que no vayas tan cargada, le dijo. Ella asintió con la cabeza y cuando se levantó, se reajustó el mantón donde llevaba al niño dormido, como acostado en una hamaca alrededor de su cuerpo, y se las arregló para pillar de alguna manera la goma de su escote, que ahora dejaba ver la frontera de sus pechos blancos, grandes, enjoyados de pecas.

Era una mujer poderosa, antes de la guerra seguramente gorda, ahora sólo redonda, carnosa y muy favorecida por la esbeltez del hambre, que había eliminado lo que sobraba dejando lo demás en su sitio. Se llamaba Eduvigis, ya ves, qué gracia, como para mondarse, vamos, tenía treinta y un años, dos hijos que estaban en el pueblo de sus suegros, se los llevó mi marido en enero, allí están bien, lo sé por un cuñado que va y viene de Guadalajara, los dejo y vuelvo, me dijo su padre, pero lo que es a él, todavía le estoy esperando, y cuidaba al hijo de una vecina que se había colocado de revisora en un tranvía, con lo que gana comemos las dos, bueno, lo de que comemos es un decir… ¿Y esa blusa?, le preguntó Ignacio. ¿Esto?, y se tiró de una de las mangas, pues no sé, me la dieron en el sindicato un día que estaban repartiendo ropa. Es de una función que hicieron, por lo visto, el alcalde de no sé qué, ¿de Zalamea?, sugirió él, pues sí, de Zalamea será, si tú lo dices… Había ido ralentizando el paso poco a poco, yo vivo aquí, en el último piso, te acompaño, propuso él, así te subo la cesta… Ella no se la pidió cuando llegaron arriba. Voy a acostar a éste, murmuró, y se metió dentro. Ignacio no tuvo que esperarla más de dos minutos. ¿Quieres entrar? Sí… Luego estuvo más de un mes fuera de Madrid. Bueno, ya hemos llegado, le dijo el conductor mientras paraba enfrente del Café Comercial, en la puerta de la casa de sus padres. Él se quedó un momento pensando. ¿Para dónde vas? A Estrecho. Tira, anda, déjame en Quevedo… Cuando ella le vio, se echó a reír y le abrió la puerta sin hacer preguntas.

—Pues el día que vino Edu —Paloma se limitó a sonreír—, el Sapo estaba en la cocina, y te lo puedes figurar… ¡Qué ordinaria!, ¿no?, dijo cuando se marchó, hay que ver, Ignacio, no sé cómo puede haber caído tan bajo, después de Dorita.

—Hombre, tan bajo… —Carlos interrumpió a su mujer en un tono reposado, risueño—. Edu está bastante mejor que Dorita. Muy buena en general, incluso.

—Ya —ella le pegó un puñetazo blando y celoso en aquel brazo que tenía como si no lo tuviera—, pero no creo que el Sapo tuviera en cuenta tus instintos degenerados, Carlitos… Claro que dio igual, porque mamá le pegó un corte que la dejó seca. Ya sabes cómo es mamá cuando hace falta, siempre sabe lo que hay que decir, María ha salido a ella en eso, yo soy incapaz, desde luego… Dos cosas, Mariana, le dijo. La primera es que en esta casa no se habla mal de las mujeres de mis hijos. La segunda es que me gustaría saber si la comida que nos ha traído la mujer de Ignacio te parece tan ordinaria como ella. Porque esta chica tendrá una madre, unos hermanos, una familia que estará pasando tanta hambre como las demás, y podría haberse hecho rica vendiendo esto en el mercado negro, y a lo mejor, Ignacio ni se habría enterado. Pero ha venido hasta aquí, con toda su ordinariez, a traernos lo que más necesitamos. Si te parece poco elegante, no tengo ningún inconveniente en que renuncies a tu parte. A más tocaremos. Avísame con tiempo, por favor.

—Estuvo bien, ¿eh? —Ignacio se sintió orgulloso de su madre un instante antes de imaginarse la atmósfera, los diálogos, los detalles de aquella escena.

—¿Bien? —Paloma levantó las cejas—. Bien no, mucho mejor que bien, y el Sapo se quedó… Bueno, tendrías que haberla visto, de todos los colores se quedó…

—¡Pobre mamá! —Ignacio cabeceó un par de veces, apiadándose sinceramente de ella antes de echarse a reír—. Conociéndolas a las dos, debió de ser tremendo.

—Pues sí, la verdad… —Paloma explotó en una carcajada que arrastró a su marido, que ya conocía esa parte de la historia—. Un momentito, señora, que ahora se lo explico todo, que es que me estoy meando, ¿sabe? Ésa fue la primera. Pero mamá aguantó, tendrías que haberla visto. ¿Cómo se llama, Eduarda?, me preguntó muy bajito, no, Eduvigis, mamá, contesté, ah, bueno, un nombre godo, pues no está tan mal, dijo la pobre… Que su hijo le reventó ayer el almacén a uno de esos cabrones de acaparadores y me ha pedido que le traiga esto, que él no puede venir, nos dijo luego. Y a mamá se le saltaron las lágrimas, eso es verdad. Con esto comemos más de una semana sin contar con lo de la cartilla, dijo…

—¿Sí? —se asombró Ignacio—. Pues no había para tanto…

—Que te crees tú eso —su hermana le llevó la contraria con suavidad—. Mamá colecciona las recetas de «La cocinera leal», ya sabes, mayonesa sin huevo, bechamel sin harina, carne sin carne, la verdad es que hace milagros… Nunca sabemos qué es lo que estamos comiendo, eso sí, pero nos lo comemos, muy despacito, masticando cada bocado veinte veces, porque ella leyó una vez en El Socialista que así se sacia antes el hambre, total, que nos lo comemos y a veces hasta está bueno. Por eso, el otro día, cuando abrió el saco… Tendrías que haberla visto. ¡Patatas!, gritaba, ¡cebollas! Lo que viene en los paquetes es azúcar y harina, le dijo Edu, porque como entraron a tiros en el sitio ese, los sacos que rompieron, que no los podían entregar, pues se los repartieron entre los que iban… Claro que lo mejor fue lo del salchichón. Cuando María vio el salchichón, dijo, ¿y esto, por qué no lo ponemos en lo alto de la despensa y lo adoramos unos pocos días antes de comérnoslo? ¡Qué risa, la verdad! Parece mentira cómo nos reímos, estábamos contentísimas, creo que fue la primera vez que vi a María reírse después de lo de Esteban… Mamá estaba muy emocionada, además. ¿Y tú, hija?, le preguntó a Edu, ¿tú no te vas a llevar nada? Ella le dijo que no se preocupara, que vosotros sólo erais dos y nosotros muchos, pero le pidió que le explicara cómo hacía las perdices evacuadas, porque tú las echabas de menos. ¡Uy!, si es facilísimo, mamá estaba encantada de poder ayudar, ya la conoces, es igual que hacer perdices estofadas pero sin perdices, por eso decimos que las han evacuado, espera un momento que te lo voy a apuntar… No, señora, no se moleste, si es que yo, yo no entiendo… ¿No sabes leer?, le preguntó mamá, no, contestó ella, muy apurada, la verdad es que el Ina ha intentado enseñarme, pero yo no valgo para eso… —entonces Paloma sofocó una carcajada, e Ignacio, que la había entendido antes de tiempo, se rió con ella—. ¿El Ina?, mamá se quedó pensando, ¿y eso qué es? La pobre se imaginaba que era una oficina del gobierno, el Instituto Nacional de Alfabetización, o algo por el estilo, ya estaba pensando en presentarse voluntaria, y de repente, Edu se estiró, sacó pecho, puso los brazos en jarras y se la quedó mirando. ¡Pa chasco, señora!, le dijo, ¿qué va a ser el Ina?, pues su hijo…

—¿Ina? —Carlos, que se reía con ellos y unas ganas que parecían haberse extinguido, disueltas en los vapores constantes de la desesperanza, repitió la pregunta que las carcajadas no le habían dejado articular bien—. ¿Te llama Ina?

—Sí. De Inacio… ¿Qué quieres? Me gusta mucho, pero la verdad es que es muy bruta.

¡Joder, tu pobre madre!

Ya hacía un rato que habían llegado a la esquina de Hartzenbusch, y a Ignacio se le estaba haciendo tarde. Por eso miró a su hermana, le puso una mano en el hombro, sonrió.

—Bueno, Palomita, para ti, por lo menos, ya se ha acabado el hambre.

Ella le miró, miró a su marido, movió la cabeza.

—Yo no quiero marcharme.

—Mira, Paloma —Carlos se volvió hacia ella con una expresión a medias cansada e impaciente—, eso ya lo tenemos muy hablado. Y muy decidido.

—Casilda se queda —protestó ella—. Y eso que está embarazada.

—Casilda se acaba de enterar de que está embarazada, y tiene una madre y unos hermanos que viven en Cartagena, Paloma, lo sabes de sobra, y sabes que se va a ir con ellos la semana que viene, que Mateo ya se ha encargado de buscarle un transporte, lo acabas de oír, coño, ¿o es que no lo acabas de oír?, así que déjalo ya, por favor… Tú te vas mañana con tus padres porque es lo mejor y se acabó. Y ya veremos lo que pasa aquí, y cuando pase lo que sea, ya volverás tú o ya iré yo a donde tenga que ir.

—Yo no quiero marcharme.

—Paloma…

Para Carlos Rodríguez Arce, que había sido el profesor, el ídolo, el modelo de su cuñado, antes de convertirse no sólo en el marido de su hermana, sino en el hombre más enamorado de una mujer que él había conocido nunca, aquella despedida no podía ser fácil, pero Ignacio no pensó sólo en él, sino también en sí mismo, al precipitarla. Abrazó a Paloma, le pidió que comiera por él, y abrazó a su cuñado también, bueno, a ti te veré un día de éstos, ¿no? Entonces, sin soltarle del todo, su única mano útil sobre un brazo de Ignacio todavía, Carlos le dedicó una mirada grave.

—Cuídate. Ten mucho cuidado y no te fíes de nadie… —y movió la cabeza, miró a su alrededor como si hubiera alguien más escuchando—. Estoy oyendo cosas… No sé, hay algo en el aire que no me gusta nada.

Ignacio sonrió a su cuñado y pensó que era una suerte no luchar desde un despacho, no tener que aguantar a todas horas el bombardeo constante de noticias, alarmas, rumores, proclamas, rencillas y pronósticos que mantenían en vilo a Carlos desde que lo malhirieron. Él no tenía tiempo para prestar atención a esas cosas. No es que no escuchara noticias, alarmas, rumores, sobre todo después de la ruptura del frente del este, de la caída de Cataluña. Hemos perdido la guerra, decían algunos, y una mierda, contestaba él. la guerra no se perdería hasta que los fascistas entraran en Madrid, y no iban a entrar, y si entraban, él no se iba a enterar, porque habrían tenido que matarle primero. Eso era lo único que Ignacio Fernández Muñoz quería saber, lo único que le importaba más que seguir vivo. No es que no escuchara noticias, alarmas, rumores, sobre todo después de la marcha de Azaña, de la desbandada de los políticos, el sálvese quien pueda que cada uno interpretaba a su manera, echándose en cara mutuamente una derrota que aún no habían sufrido o quejándose de que en el Ejército Popular sólo ascendían los comunistas. Los anarquistas llevaban meses diciendo lo mismo, llorando como niños celosos por el tamaño de sus caramelos, antes odiaban a los socialistas, ahora los odiaban a ellos, siempre tenían que estar odiando a alguien, por lo visto, pero ese odio no le preocupaba.

Él no tenía tiempo para prestar atención a otro odio que no fuera el del enemigo, el auténtico, el de verdad, el que estaba enfrente. Enfrente y no dentro, enfrente y no aquí, enfrente y fuera de Madrid, porque no habían pasado y no pasarán. Eso era lo único que Ignacio Fernández Muñoz quería saber, lo único que le importaba más que seguir estando vivo. No es que no escuchara noticias, alarmas, rumores, sus padres se iban, se llevaban a sus hermanas, ellos, que se habían negado a marcharse cuando las cosas eran igual de difíciles dentro pero mucho más fáciles fuera, ahora se iban, aprovechaban la oportunidad, un coche, un barco, Orán y después Francia. El amigo que había organizado el viaje pensaba seguir hasta México, ellos no. Mateo Fernández Gómez de la Riva tenía otro buen amigo en Toulouse, un alto cargo republicano que le había ofrecido sus contactos con la izquierda francesa para ayudarle a instalarse. Él había aceptado aquella oferta y se iba a quedar en Francia para estar más cerca de sus hijos, para tardar menos en volver. Pero peor estuvimos en noviembre del 36, pensaba Ignacio, cuando nadie daba un céntimo por nosotros, y ya ves, aquí seguimos estando. Y si no, que se lo pregunten a los de enfrente. Eso valía más que todas las noticias, todas las alarmas, todos los rumores juntos. Si la queréis, venid a por ella, que os estoy esperando. Eso era lo único que él quería saber, lo único que le importaba más que seguir estando vivo.

Miró el reloj y apretó el paso Fuencarral arriba, porque tenía que estar en El Pardo a medianoche pero todavía podía pasar por su casa, la casa de Edu, y estar allí un cuarto de hora, media hora si corría. Al llegar a la calle Alburquerque volvió la cabeza y vio a Carlos y a Paloma besándose en la misma esquina donde les había dejado, sin entrar en su portal, que estaba a dos pasos, y volvió a sonreír, pero no imaginó que aquélla sería la última vez que vería a su cuñado. Tampoco recordó su advertencia hasta el 6 de marzo de 1939, cuando le despertó de madrugada un ruido que no logró entender. Había llegado a casa con permiso, muy tarde, y tan cansado que se tiró encima de la cama sin desnudarse siquiera. Edu le quitó la ropa, las botas, espérame, que ahora mismo vengo, le advirtió, pero cuando volvió, ya estaba dormido. A las seis de la mañana era ella la que dormía mientras él intentaba comprender aquel sonido, y al principio pensó que era un paco, pero no, porque escuchó gritos, consignas, ráfagas de ametralladora. Han pasado, pensó, y un instante después se llevó la contraria a sí mismo, no, no, qué coño van a haber pasado, no han podido pasar, joder, es imposible… Hacía menos de ocho horas, él estaba en el frente y todo seguía igual, que no, que no puede ser, no han pasado, no pueden pasar… ¿Qué dices? Edu se dio la vuelta, abrió los ojos, le miró, los volvió a cerrar. Nada, contestó Ignacio, que no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta, tengo que volver al Pardo. Se levantó, se vistió deprisa, cogió el fusil y salió a la calle sin afeitar. Madrugó para vivir el peor día de su vida.

—¡Manos arriba!

Aquel grito le estalló en la nuca. Ignacio Fernández Muñoz levantó los brazos muy despacio, giró lentamente sobre sus talones y contempló a cuatro milicianos de la FAI, cargados de insignias, que le apuntaban con los fusiles cargados. Entonces sonrió, y bajó los brazos.

—Joder, qué susto me habéis…

—¡Manos arriba he dicho! —y el que mandaba el grupo se dirigió a un hombre mayor, que miraba al prisionero con una cara de odio casi cómica—. Desármale, Facundo.

—Pero no lo entiendo… —llevaba suficiente tiempo en la guerra como para comprender que estaban hablando en serio—. Vosotros sois…

—De los tuyos no, cabrón —y para subrayar su afirmación, el que se llamaba Facundo le golpeó con la culata de su pistola.

—Tira —le dijo el otro—, las manos encima de la cabeza, que las vea yo bien.

—¿Qué ha pasado? —Ignacio Fernández Muñoz, prisionero de los suyos, avanzaba por la calle Bravo Murillo sin sentir ningún miedo, convencido de que todo aquello era un capricho, un malentendido, un error absurdo—. ¿No me vais a decir ni siquiera por qué estoy detenido?

—Por comunista. O lo que es lo mismo, por enemigo del pueblo, por burgués, por contrarrevolucionario y por maricón, que eso es lo que sois todos los comunistas, una partida de maricones… Pero ya se os ha acabado el mando, y toda esa mierda de la resistencia y el frentepopulismo, la letanía de que la revolución puede esperar porque lo importante es ganar la guerra. El pueblo os ha calado, y no tolera la traición de Negrín.

Aquellas palabras le dolieron mucho más que el golpe que le habían dado en la cabeza, le dolieron tanto que, incluso detenido, desarmado, se volvió para negarlas.

—¡Eso es mentira!

—¡Te voy a decir yo a ti lo que es mentira! —volvió a sentir la culata de la pistola de Facundo en la coronilla y se guardó su dolor para sí mismo.

—Se ha formado otra junta de defensa en Madrid —siguió diciendo el jefe—, un gobierno del pueblo, revolucionario de verdad. Sin comunistas. Sin burgueses. Sin cobardes.

No puede ser, se dijo Ignacio, no puede ser, esto no puede ser verdad, no me puede estar pasando a mí, no me puede estar pasando hoy, no me puede estar pasando ahora… Le metieron en un camión con media docena de hombres tan desconcertados, tan indignados y perplejos como él, y los encerraron en un calabozo de la Puerta del Sol donde se amontonaban los detenidos.

¿Qué ha pasado?, que se han sublevado, ¿quiénes?, Casado, ¿Casado?, los anarquistas lo apoyan y los socialistas también, ¡Casado!, pero ¿por qué?, contra el gobierno, ¿contra el gobierno?, contra nosotros, nos han traicionado, ha sido un golpe como el del 36, pero ¿por qué?, y yo qué sé, es que no entiendo por qué, dicen que el ejército lo mandamos nosotros, que sólo ascienden los comunistas, bueno, pues que protesten, pero ¿eso es una razón para sublevarse?, eso dicen, pues anda que no llevan tiempo diciéndolo, ¿y es cierto?, mira, te voy a decir una cosa, si hubiéramos mandado nosotros el ejército, pero de verdad, desde el principio, otro gallo habría cantado, ahora ya da igual lo que sea verdad, lo que sea mentira y lo que cante el gallo, eso es lo que dicen y por eso estamos aquí, ¿y qué va a pasar ahora?, he oído que nos van a juzgar, ¿a nosotros?, sí, ¿por qué?, no lo sé, nos llaman insurrectos, ¿a nosotros?, sí, ¿como los fachas en el 36?, igual, pero si yo estaba en la cama cuando he oído tiros en la calle, ¿cómo voy a haberme sublevado yo, y contra quién?, y yo qué sé, pero ¿no hemos quedado en que los que se habían sublevado eran ellos?, sí, pues no entiendo nada, yo tampoco, y Franco frotándose las manos, claro, nos van a entregar a los fascistas con un lazo en la cabeza, no, nos van a fusilar ellos mismos, lo mismo da, el que sale ganando es Franco, pero ¿qué coño ha pasado?, si es que no hay quien lo entienda, ¿y Miaja?, hasta el cuello, ¿con ellos?, claro, ¿y Negrín?, y yo qué sé, nadie sabe nada…

Menos mal que mi padre no está viendo esto. A las once de la noche se abrió la puerta y por fin entró alguien que sí sabía. Menos mal que mi padre no está viendo esto. Era un periodista de Mundo Obrero que vivía en Divino Pastor, Ignacio lo conocía del barrio, habían jugado alguna vez juntos al fútbol, de pequeños. Menos mal que mi padre no está viendo esto.

—A mí han venido a buscarme a casa hace un rato —empezó a contar aquel hombre—, pero he tenido tiempo para enterarme de todo. Ha sido una traición, una puta traición, una sublevación militar igual que la otra. Casado manda, Besteiro adoctrina y Mera se cuadra, pero parece que los discursos los escribe García Pradas, el director de CNT… Anoche hablaron todos por la radio, dijeron que después de la dimisión de Azaña, el gobierno de Negrín no es legítimo, que es mentira que esté dispuesto a resistir, que están huyendo como cobardes…

—¡Cobarde, Negrín! —entre los detenidos se elevó un coro de protestas rabiosas, inútiles.

—Desde luego, hay que joderse.

—Lo que es no tener vergüenza, coño…

—Eso es lo que dicen —pero el vecino de Ignacio siguió hablando con la serenidad de quien ha agotado ya todos los juramentos—, y por eso han formado un Consejo de Defensa. Lo llaman Junta, eso sí, para que recuerde a la otra, a la heroica, a la de verdad. Casi todos los consejeros son socialistas, pero los anarquistas también han entrado y están entusiasmados. Los socialistas no tanto. Los de Negrín se han puesto en contra, por supuesto, y los demás están muy divididos, no hay más que andar por la calle para darse cuenta. Mucha gente no entiende lo que está pasando. Me refiero a las bases, claro, a los dirigentes no. Los dirigentes son los que lo han montado todo, y los anarquistas…, bueno, ya os lo podéis figurar, se creen que el golpe lo han dado ellos para hacer su puta revolución de los cojones, pero nos odian tanto que no ven más allá de sus narices, porque lo que está haciendo de verdad Casado es negociar con Burgos. Lo dijo hasta Mera, ayer, que su objetivo es lograr una paz honrosa, sin represalias, o sea, que van a capitular, porque, vamos a ver… ¿Cómo va a aceptar Franco una paz negociada si nos estamos matando entre nosotros? ¿Alguien lo entiende? Ni que fuera gilipollas… ¿Ahora, que le están poniendo la victoria en bandeja, va a negociar? ¿Negoció en Asturias en el 34, negoció después de tomar Badajoz, negoció cuando ordenó a los alemanes que bombardearan a los refugiados que iban de Málaga a Almería andando por una carretera? Bueno, pues esos cabrones dicen que con ellos sí va a negociar, que está negociando. ¡Y una mierda! Eso no hay quien se lo crea, y si se lo creen ellos, peor, porque encima de malos son tontos, pero por eso nos han detenido. Porque nosotros jamás capitularíamos, nosotros jamás saldríamos corriendo después de regalarle a Franco media España y ellos lo saben. Ya pueden llamarnos cobardes hasta quedarse roncos, que eso no cambia las cosas. Nosotros no nos rendimos, lo saben tan bien que el cabrón de Casado va diciendo en voz baja, a unos y a otros, que las detenciones de comunistas son una medida preventiva que pretende anticiparse a nuestra previsible resistencia al cambio de situación en la capital. ¿Y qué cambio va a haber, si no es rendirse? Les van a abrir las puertas de Madrid, que lo sepáis, se la van a regalar, y si no, al tiempo. Van a pasar sin pegar un tiro y para eso nos han metido a nosotros aquí, para que pasen de una vez, para ponérselo fácil, para no darnos la oportunidad de resistir hasta el final. Eso es lo único que tiene sentido, porque si no… ¡Ya me contaréis! Dicen que quieren ahorrar víctimas inútiles pero de momento han pedido refuerzos para aplastar a los que no han cogido, ¿me estáis oyendo? Están desguarneciendo los frentes para concentrar tropas aquí, en los Nuevos Ministerios, en Fuencarral, en Chamartín, donde luchan los nuestros. Les llaman insurrectos porque no se han dejado detener, porque no se han entregado para que los metan en la cárcel como nos han metido a nosotros, sin haber hecho nada. ¿Y por qué? Pues porque para ellos los comunistas somos víctimas útiles, a ver si no… Por más vueltas que le deis, no vais a encontrar otra explicación. Es mejor que os vayáis haciendo a la idea. Nosotros somos el regalo que Casado le hace a Franco para tenerle contento. Así de claro.

Menos mal que no lo estás viendo, Ignacio Fernández Muñoz pensaba en su padre, hundido, las mejillas consumidas, la barba descuidada, los ojos muertos, negándose a comer, bebiendo agua a sorbos muy pequeños, la última noche que cenaron juntos, cuando le dijo que le daba vergüenza irse. Menos mal que te fuiste, papá, Ignacio no podía pensar en otra cosa, menos mal que no estás viendo esto, que no lo oyes, que no lo sientes, que no lo sabes, el verdadero desastre, la verdadera derrota, la verdadera y última e insoportable vergüenza, menos mal que te fuiste, papá… Y todavía faltaba lo peor. De lo peor no se enteraron hasta el día siguiente. Lo peor llegó con un teniente que se había hecho fuerte en su propia casa, un piso de la calle Ríos Rosas, hasta que se quedó sin munición.

—Estamos jodidos —les anunció como todo saludo—, ahora sí que estamos jodidos. Me lo han contado los mismos que me han detenido, han tenido el valor de contármelo mientras me traían aquí. Franco ha ordenado a los suyos que dejen pasar a los anarquistas de la XIV División, que estaban en Guadalajara. Les ha dejado pasar, así, sin más, les ha pedido a los suyos que no disparen para dejarles venir corriendo, así que, ya veis. Los cojones que no tuvieron los de Durruti para parar a los moros en la Casa de Campo, los van a tener los de Mera para venir a matarnos a nosotros ahora, pero todo gracias a Franco, eso sí.

—Joder, qué valientes.

—¡Qué cabrones!

—¡Serán traidores!

—La puta que los parió.

Después de aquello, nadie dijo nada más. Ya no había nada más que decir.

Al comprenderlo, Ignacio Fernández Muñoz se apoyó en la pared, resbaló despacio hasta quedarse sentado en el suelo, y golpeó su cabeza dolorida contra los ladrillos una, dos, tres veces.

Menos mal que no estás viendo esto, papá, y menos mal que tú tampoco tienes que verlo, mamá… Ignacio pensaba en él, pensaba en ella, la euforia y las lágrimas, aquella felicidad suprema que había durado tan poco. Menos mal que no os estáis enterando de que hemos parado al fascismo para esto, de que hemos luchado como fieras para esto, de que hemos trabajado tanto, hemos chillado tanto, hemos cavado tantas trincheras, nos hemos tragado tanto miedo, hemos aguantado tantas bombas, hemos pasado tanta hambre, hemos enterrado a tantos muertos para esto, para esto, para esto. Madrid, qué bien resistes, mientras los demás comían, mientras los demás dormían, mientras los demás se rendían porque para eso estábamos nosotros aquí, resistiendo. Maldita sea, malditos sean, malditos seáis…

Ignacio gritaba con los labios cerrados, cerrados los ojos y los oídos al clamor de una multitud de silencios idénticos. Mi familia paró al fascismo. Lo que no pudo Roma, lo que no pudo Berlín, lo pudimos nosotros, los Fernández Muñoz. Nosotros paramos al fascismo en el frente de Usera, en la Moncloa, en la Universitaria y en el comedor de nuestra casa, «La cocinera leal», mayonesa sin huevo, bechamel sin harina, carne sin carne y aquellos consejos que mamá leía en El Socialista, hay que comer muy despacio, masticar mucho cada bocado, así se engaña al estómago, hacedme caso… En otras ciudades no hacía falta engañar al estómago. En otras ciudades había comida, él la había visto, fruta, y lechugas, y bollos. En los mercados de Valencia había bollos, y en el frente de Aragón, una liga de fútbol, eso contaban, que los soldados jugaban al fútbol porque se aburrían. Es aburrido estar en una guerra y no luchar, él lo sabía, pero en Madrid hasta el aburrimiento era distinto, tenso, sombrío, peligroso. Al novio de mi hermana lo mataron por aburrirse, porque no podía divertirse jugando al fútbol. Nuestras mujeres se aburrían en la cola de la leche, en la cola del pan, en la del carbón, pero aquí eso no era más que otra manera de luchar, porque había que luchar y se luchaba, sin parar, sin cansarse, sin quejarse, y todo para esto… Menos mal que no lo estás viendo, papá, menos mal que no lo estás viendo, mamá, porque no os lo merecéis, no nos lo merecemos, Madrid no se merece un final como éste, tan sucio, tan feo, tan triste y tan indigno, y sin embargo, mejor estar aquí que ahí fuera. Ignacio Fernández Muñoz gritaba sin mover los labios, abrazaba sus rodillas con los brazos, escondía la cabeza en el hueco húmedo y templado de su cuerpo encogido, derrotado. Prefiero verte muerto que paseando gente, le había dicho su padre más de una vez, en los días oscuros del terror. Prefiero verte muerto que paseando gente, y tenía razón, lo comprendió entonces y volvió a pensarlo el día que la vergüenza se derramó sobre él. Mejor acabar aquí que seguir ahí fuera, mejor morir víctima de una traición que vivir como un traidor.

Él se había hecho comunista porque quería ganar la guerra, por instinto, por intuición, por motivos muy diferentes de las lecturas que habían llevado a Mateo a hacerse socialista. Él quería salvar Madrid, parar el fascismo, ganar la guerra. Por eso se alistó en el Quinto Regimiento, y se enorgulleció de que lo admitieran porque allí no aceptaban a todo el mundo. Allí rechazaban a los milicianos de la retaguardia, a los chequistas, a los listos, a todos esos enterados que dirigían la guerra desde las mesas de los cafés. Allí sólo reclutaban soldados, hombres como él, Ignacio Fernández Muñoz, que sabían lo que querían. Él sabía lo que quería y eligió ser una abeja más de la colmena, trabajar, combatir, obedecer y mandar sin pensar en sí mismo, una tuerca en un tornillo, un tornillo en un engranaje, un engranaje en una máquina que sólo tenía una misión, una función, un destino, ganar la guerra, parar al fascismo, salvar Madrid. Y cuando lo logró, se sintió bien donde estaba. Otros discutían las órdenes, las votaban, se negaban a integrarse en la disciplina de un ejército, ellos no. Él combatió a las órdenes de Modesto, le vio de cerca y sintió tal deslumbramiento, admiró tanto su valor, su instinto, su autoridad, su sangre fría, que se hizo comunista para ser como él, para obedecer las órdenes de hombres como él, para llegar a mandar a hombres como él, hombres dispuestos a todo, a darlo todo, a sacrificarlo todo, a perderlo todo para ganar la guerra, sin parar, sin cansarse, sin quejarse. Y luchó, y luchó, y luchó, con dieciocho años y con diecinueve, y con veinte, y con veintiuno, luchó para ganar, con los que querían ganar, con los que no salían corriendo, con los que no se rendían, con los que estaban gritando lo mismo que él, el mismo silencio, en aquel calabozo de la Puerta del Sol.

Mejor acabar aquí que seguir ahí fuera, mejor morir ahora que vivir como un traidor, mejor que me fusilen mañana que tener que recordar, explicar, justificar, ocultar eternamente la negrura insufrible de esta traición más dura que la derrota. Entonces, en el peor momento del peor día de su vida, Ignacio Fernández Muñoz se sintió orgulloso de ser comunista, y pensó que nada, nada, ni siquiera la imagen de Francisco Franco saludando desde el balcón del edificio donde lo tenían preso, podía ser peor que aquello. Nada. Eso fue lo último que pensó, lo último que sintió en mucho tiempo.

Cuando escuchó su nombre, pensó que iba a morir y le dio igual. Ya no era capaz de desear nada, de sentir nada, de creer en nada, estaba arruinado, destripado, seco, vacío por dentro. Pero no le mataron.

—Tienes un cuñadito muy valiente, ¿verdad?, de esos que trabajan en los despachos. Por lo visto, es el niño mimado de su general, y no hace otra cosa que preguntar por ti —el miliciano que le había sacado del calabozo se quedó mirando a sus compañeros y les guiñó un ojo—. Será que le recuerdas a su mujer, ¿no? Vamos, digo yo…

Estuvieron un buen rato riéndose de él, y no le importó. Ya no era capaz de desear nada, de sentir nada, de creer en nada.

—¿Estoy libre? —preguntó, y eso tampoco le importaba.

—Nanay, ¡qué vas a estar libre! ¿No eres capitán con veinte años? ¿No os gusta tanto mandar, ascender, mangonear a los demás?

Le trasladaron a otro calabozo, con los peces gordos, le dijeron. Pero allí no había peces gordos, sólo su camarada Vicente Dalmases, recién ascendido a capitán y destinado en El Pardo, igual que él, y un puñado de desconocidos, todos hombres solos, arruinados, destripados, secos, vacíos por dentro. El carcelero que les vigilaba por la mañana ni siquiera les dirigía la palabra. El que venía de noche se llamaba Rogelio, era ugetista y les daba tabaco porque no podía soportar verlos allí, Ignacio se dio cuenta.

—Mañana os van a trasladar a la cárcel de Porlier —les dijo una noche, y eso fue lo único que a Ignacio Fernández Muñoz no le dio igual.

—No me hagas esto, Rogelio —se agarró a los barrotes con las manos y le miró a los ojos—. Mátame tú. Prefiero que me mates tú, Franco no. Mátame o dile a alguno de los tuyos que me mate, pero Franco no, Rogelio. No nos entregues, que no nos maten ellos, que no nos cojan vivos, que no nos encuentren aquí, presos en nuestras propias cárceles… No les des esa alegría, Rogelio. Mátanos tú, Franco no. O dame tu pistola y me mato yo ahora mismo.

Se habría matado y no le habría importado, pero vivió, porque Rogelio se le quedó mirando sin decir nada, con los ojos llenos de lágrimas, se marchó, volvió después de un rato, abrió la puerta del calabozo sin hacer ruido y volvió a encajarla en el marco como si estuviera cerrada.

—Esperáis veinte minutos y os largáis —les dijo—. En el armario de la entrada hay armas, he dejado la puerta abierta. Tirad las insignias y no le digáis a nadie que sois comunistas —entonces bajó la voz, acercó su cabeza a la de Ignacio—. A estas horas, en las Vistillas suele haber camiones…

No le dio las gracias. Eso no podría perdonárselo en su vida, en su vida podría consolarse por eso, pero no le dio las gracias, fue todo tan rápido, tan triste, tan oscuro, y él ya no era él, ya no era capaz de sentir nada, de desear nada, de creer en nada. Y sin embargo, fue capaz de robar un camión. Fue capaz de acercarse a su conductor sin hacer ruido como una alimaña furtiva, impía, dañina, un animal sin conciencia, sin escrúpulos. Manos arriba, dijo él esta vez, y se acordó de Facundo, de su jefe. El del camión hizo un movimiento raro con las manos y lo mató, y eso también le dio igual, porque ya no era un hombre, y no pensaba, no creía, no sentía, ya no era capaz de desear nada.

Tres años después, en la despensa de una casa de Toulouse había una cama, y en ella, a su lado, una mujer pequeña con el pelo muy negro, los ojos muy negros y muy grandes, hermosos como sus manos, como su cuerpo, como el rostro que levantó de su pecho para mirarle.

—¿Qué te pasa, Ignacio, por qué lloras?

Él la miró con un amor que no había sentido nunca por nadie, el amor que le había consentido volver a nacer, hombre otra vez, en el núcleo de una piedra que rodaba entre muchas otras piedras que no pensaban, que no sentían, que no creían, que ni siquiera se acordaban de cuándo habían renunciado a desear.

—Yo maté a un hombre, Anita.

—¿A uno? —ella sonrió—. Habrás matado a muchos, ¿no?

—No. A los demás los mató la guerra, pero a aquel anarquista lo maté yo… Lo maté porque quise. Me habían salvado la vida dos veces seguidas en muy poco tiempo, primero mi cuñado Carlos, luego un socialista que se llamaba Rogelio. Me salvaron la vida y no les di las gracias, no les di las gracias y no fui capaz de perdonar a aquel hombre… A lo mejor por eso estoy aquí. A lo mejor me hubiera matado él a mí, porque hizo algo raro con las manos, intentó mover la derecha hacia la izquierda, yo no sabía si estaba desarmado, no lo estaba, tenía una pistola dentro de la guerrera, la vi cuando cayó. A lo mejor me habría matado él, pero nunca sabré si lo habría hecho, si habría disparado contra mí, y lo maté yo, lo maté porque quise, porque ellos nos habían traicionado, porque nos estaban matando a nosotros, porque le odiaba aunque no lo conociera, pude haberle disparado en el brazo, en la mano, en una pierna, pero apunté a su cabeza y lo maté, no fui capaz de perdonarle la vida, ni siquiera lo conocía y no fui capaz…

—No llores, Ignacio —Anita se apretó contra él, le abrazó, le consoló, le dijo lo mismo que su nieta Raquel le diría muchos años después, antes de prometer que nunca le contaría nada a su abuela—. No llores, Ignacio, por favor, no llores.

Ella no podía entender por qué lloraba, y él no se lo explicó.

A mediados de mayo, en el campo de Albatera hacía calor, pero la sangre se le congeló en las venas cuando su hermano Mateo subió a un camión, le buscó con la mirada, lo encontró, se llevó a la boca la mano que no tenía esposada, besó la palma y la volvió hacia él, para despedirse.

En ese momento, Ignacio Fernández Muñoz se dio cuenta de que se le acababa de romper el corazón.

Y de que ya no era un corazón humano.