A mí sí me importaba saber qué clase de hombre había sido mi padre.
No creí en la indiferencia de mi hermano Julio, pero sí en su versión, en su indignación, en su rabia. La historia que me había contado compartía el mismo rango de inverosimilitud instantánea, aparente, de verosimilitud esencial y trabajosa, en el que se había situado antes la noticia de la predilección que mi padre sentía por mí sin que yo hubiera llegado a percibirla nunca. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando éstas se ignoran entre sí. Las partes se habían ignorado durante demasiado tiempo, pensé, y el todo se estaba haciendo demasiado grande, demasiado contradictorio y áspero como para escapar de la ley que afecta a las emergencias en sistemas de muchos componentes. Mi padre era un sistema de muchos, demasiados componentes. Aún no sabía cuántos, y sin embargo recordé a tiempo que las catástrofes suceden cuando el todo es mayor que la suma de las partes.
No podía recordar la fecha exactamente, pero hacía mucho calor y Miguelito era todavía un bebé, sería una noche de junio, julio quizás de 2001, cuando nos despertamos a la vez, mi hijo removiéndose en la cuna con los ojos aún cerrados, en sus labios una queja débil, apenas un hilo de llanto. Yo estaba empapado en sudor, Mai dormía echada encima de mí, la aparté con cuidado y no experimenté ningún alivio, tanto calor hacía. Miguel también sudaba, al cogerle en brazos sentí que su piel blanca y blanda, tierna y suavísima, estaba húmeda. Sentí también la emoción de su apaciguamiento fulminante, repentino, la emoción de saber que mi hijo reconocía mis brazos, que callaba al apoyar la cabeza contra mi hombro, que advertía la seguridad, la tranquilidad de un lugar seguro. Eran las seis menos veinte de la mañana, y se lanzó sobre el biberón de la manzanilla como un desesperado mientras le calentaba el de verdad en la penumbra de la cocina. No quise encender la luz del techo por no molestarle, y para apurar el sorprendente gozo de aquella intimidad fácil y desmedida al mismo tiempo, un padre con su hijo, su piel contra mi piel, aquel contacto nuevo, insólito, conmovedor, que él no recordaría y en el que a mí todavía me costaba reconocerme, porque no habían pasado más de tres meses y ahí estaba él, Miguelito, con hambre y con sueño, tan débil, tan incapaz de hacer nada por sí mismo, en mis brazos, a mi merced, una responsabilidad formidable, una solución sencillísima, sacar la botella de cristal del microondas, ajustar la tetina, dejar caer dos gotas sobre el dorso de la mano, acercarle el biberón a la boca, y la paz.
Me impresionaba mucho tener un hijo. Nunca había pensado en él como un propósito, una meta, ni siquiera una etapa de mi vida. No es que no hubiera querido tenerlo, pero si Mai no hubiera insistido, a mí no se me habría ocurrido proponérselo. Viví el embarazo de mi mujer como un proceso ajeno, misterioso, casi temible, sin hallar dentro de mí la menor emoción al notar sus patadas, ni al escuchar los latidos de su corazón, ni al verlo crecer de ecografía en ecografía, esos borrones grisáceos con manchas de luz y zonas de sombra en los que la ginecóloga identificaba, muy contenta, unos pulmones, unos riñones, unos brazos y unas piernas, para que yo no viera nada, sólo manchas, luces y sombras que llevaban inexplicablemente a Mai al borde del llanto. Durante ese proceso yo estuve fuera, lejos, al margen, en un lugar donde no veía nada, no entendía nada, no esperaba nada. Cuando Miguel nació, fue diferente.
Pensaba en eso, siempre que estaba solo con él pensaba en eso, mientras me lo llevaba al porche. Me impresionaba mucho tener un hijo, y aún más comprobar cómo esa palabra, hijo, había pasado de no ser nada a serlo todo en un segundo, el instante preciso en el que empezó a respirar con sus propios pulmones, a ser él, y yo su padre. A partir de ese momento, de alguna manera Mai dejó de contar. Un segundo, un minuto, una hora antes, el niño que ya sabíamos que se iba a llamar Miguel era asunto suyo. Ya no. Ella seguía estando en el mismo sitio pero yo acababa de encontrar un sitio nuevo donde estar, y me gustaba.
Cuando cogí a mi hijo en brazos por primera vez, sentí de golpe toda la emoción que no había sentido al notar sus patadas, al escuchar los latidos de su corazón, al verlo crecer de ecografía en ecografía. Con el tiempo, esa conmoción intensa, flamante, erizada de sorpresas y de miedos, de responsabilidades formidables y de placeres insólitos, tan difíciles de definir como la calidad de la piel de un bebé, se iría transformando en un amor distinto, constante y cotidiano, menos puntiagudo y más risueño, a medida que Miguelito fue dejando de ser como todos los niños de su edad para empezar a ser él mismo, con su propio rostro, su propio cuerpo, su propia técnica para molestar y su peculiar manera de ser insoportable unos ratos, adorable otros, sin dejar nunca de serlo todo, de ser Miguel Carrión, mi hijo. Pero aquella noche de junio, julio tal vez de 2001, cuando salí con él al porche y me encontré allí con mi padre, que tampoco podía dormir, yo aún era incapaz de cogerle en brazos sin ser consciente en cada momento de que éramos yo, mi hijo y mis brazos.
Él no podía saberlo cuando me vio aparecer, cuando me senté a su lado y sin dejar de atender al bebé, al biberón, le comenté que parecía imposible que ni siquiera en el jardín, ni siquiera a las seis de la mañana, llegara a aflojar aquel calor espantoso. Pero él no quiso hablar del tiempo conmigo. ¿Y Mai dónde está?, me preguntó a bocajarro, sin esforzarse en disimular su sorpresa. Durmiendo, le contesté, y movió la cabeza, como si no pudiera procesar esa palabra. Debes querer mucho a tu mujer, hijo, dijo al rato, sí que la quiero, reconocí, pero no me he levantado por ella, lo he hecho por mí. ¿Por ti?, insistió, por mí, insistí, me gusta mucho ocuparme del niño. Él volvió a mirarme con ojos de alucinado y por fin estuvo de acuerdo en que hacía mucho calor, demasiado.
Cuando mi hermano Julio se marchó —si no nos vamos de putas prefiero llegar a casa a tiempo de ver a los niños despiertos, dijo, y sonrió menos para mí que para sí mismo—, decidí quedarme en aquel bar, prolongar la última copa a solas. Seguía sin apetecerme volver a casa, pero las razones de mi pereza no estaban allí, sino en el maletero de mi coche. Antes de viajar a lo que cada vez se parecía más a un decorado y menos a la plácida llanura de tierras cultivadas que solía ser mi vida, tendría que volver a aquel ático de la calle Jorge Juan que no me pertenecía y deshacer el trabajo feo y sucio en el que me había empeñado aquella misma tarde. Por más que hubiera decidido que mi última intervención en aquel asunto se reduciría a depositar dos bolsas de basura en el recibidor, seguía estando harto, nervioso, y cada vez más cansado de llevar a mi padre a cuestas. Luego, además, estaba Raquel, porque tendría que llamarla, quedar con ella, devolverle la llave, verla, escucharla, controlar la excitación feroz del cazador que nunca había creído ser hasta que ella lo despertó en mí, quitarle importancia al estado de alerta consciente que comenzaría en el mismo instante en el que ella pudiera tocarme otra vez, forcejear con sus silencios, con sus pausas, la impecable representación del papel que se hubiera preparado y el desconcierto de sus puntos suspensivos, preguntarme a qué clase de juego estaba jugando, pasar por alto, o no, el pequeño detalle de que aquella chica lista, de una belleza tan sigilosa que había que mirarla con atención, y mirarla dos veces, antes de descubrirla, había sido la última amante de mi padre.
Mi padre. Aquellas dos palabras nunca habían sido un problema para mí, nunca, ni siquiera en los momentos más difíciles, todas aquellas decisiones en las que me fui apartando de sus proyectos, de sus deseos, del modelo de hijo que a él le hubiera gustado tener. Mi padre. Siempre había sido tan sencillo pensarlo, decirlo, asumirlo, que quizás el prestigio congénito de aquel concepto me había estorbado para comprender al hombre que lo sustentaba. Un pobre hombre, me dije, recordándome a mí mismo, un hijo de puta, añadí, recordando a mi hermano. Un padre y sus hijos, ésos eran los nuevos datos del problema, yo, primero hijo y luego padre, Julio, que había elegido ser padre a costa de renunciar a ser hijo, Miguelito, que era sólo un bebé de tres meses con hambre y con sueño, su piel blanca y blanda, tan tierna y tan suave, aquella noche en la que su abuelo nos contempló a los dos, yo padre, él hijo, con un asombro purísimo o tal vez no, tal vez contaminado de un desprecio superior a la incomprensión que a mí me había bastado para despejar la incógnita de sus ojos muy abiertos.
Estás exagerando, Álvaro, habría dicho Mai, poniéndose como siempre, como todos, de su parte. Él es un hombre muy mayor, hay cosas que no puede comprender, seguramente a él jamás se le ocurrió levantarse por la noche para daros el biberón a ninguno de vosotros, eso no significa que fuera menos sensible, que os quisiera menos, en aquella época la forma de ser padre era distinta, nada más. Mi mujer nunca había dicho esas palabras, yo nunca las había escuchado, pero pude oírlas entonces, pude incluso rebatirlas —tal vez tengas razón, pero prestarle dinero a un hijo que se está divorciando para que no tenga problemas con la madre de sus propios hijos no es lo mismo que levantarse a dar un biberón, Mai, y eso sí tiene que ver con la forma de ser padre de toda la vida— en la calma de aquel bar medio vacío donde aún persistía el olor de la pólvora, las sucesivas cargas de dinamita que las palabras de mi hermano habían hecho explotar en mi conciencia, en mi memoria torturada por la obligación de recordar en una dirección nueva y distinta, porque ya no se trataba de fijar cada fecha, cada acto, cada imagen de aquel hombre al que ya nunca podría rescatar de la muerte, sino de descubrir significados nuevos, ocultos, discordes, en las fechas, en los actos, en las imágenes del hombre a quien yo había creído conocer. Y eso me convertía en un traidor, pensé, en un miserable, el hijo artero, desleal, que presta atención a las murmuraciones cargadas de sentido, a las insinuaciones malignas y fundadas, a la sincera versión del enemigo. Pero el enemigo era mi hermano y tenía razón, y ninguno de los dos habíamos elegido ser hijos de nuestro padre, no habíamos tenido otra opción, otro camino. Lo que estaba en juego era más que la memoria de Julio Carrión González. Lo que estaba en juego era mi propia memoria. Eso pensé, y no me sentí mejor, pero sí más justo.
En aquel momento, también se me ocurrió que podría no hacer nada, olvidarlo todo y olvidar deprisa, dejar cada cosa como estaba y a merced del tiempo que ya había empezado a pasar, a enterrar mi propia conmoción, mis viejas y mis nuevas emociones. Ya nada tenía remedio, porque mi padre había muerto. Si no era el hombre al que yo había querido, al que había admirado, al que había necesitado, ya nunca sería ningún otro. Tampoco tendría la oportunidad de defenderse, de explicar las palabras de Mai con sus propias palabras, de convencerme de que estaba exagerando. Y sin embargo, en aquel bar tranquilo y elegante del barrio de Salamanca yo seguía oliendo a pólvora, el whisky sabía a pólvora, las mesas y las sillas, las lámparas, la barra, mi ropa, mis propias manos estaban impregnadas del color, del olor, del sabor de la pólvora. No me apetecía nada volver a casa. Si estuviera exagerando, no habría podido aceptar la rabia de Julio. Si estuviera exagerando, no habría recuperado instantáneamente y sin intervención alguna de mi voluntad aquella sofocante madrugada de verano en la que ni yo, ni mi hijo, ni mi padre habíamos podido dormir. Si estuviera exagerando, habría percibido alguna vez, de alguna forma, esa predilección de mi padre por mí que tanto hacía sufrir a mi hermano Rafa.
Mientras pagaba, y salía a la calle, y caminaba sin ganas hacia el coche donde permanecían las pruebas de que Raquel Fernández Perea, lejos de haber dejado de ser un problema, se había convertido en el factor por el que se multiplicaban los míos, me sorprendí pensando que a pesar de la historia de Julio, aquella enormidad que él había resumido en unas pocas palabras que jamás, jamás, podría dejar de recordar —para los negocios de Rafa sí, pero para mis hijos no—, lo que más me había afectado de aquella conversación era su sorprendente intuición acerca de la multiplicidad de nuestro padre, esa dificultad para recordarle de una sola manera que había aflorado también entre nosotros, también aquella tarde, justo antes de que se marchara, cuando le confesé que lo que acababa de aprender me resultaba todavía más duro, todavía más feo, e injusto, y difícil de aceptar, al compararlo con mis recuerdos infantiles.
—Porque papá siempre fue un buen padre —le dije, y estaba muy seguro de lo que decía—, que jugaba con nosotros, que estaba pendiente de lo que necesitábamos, que nos ayudaba, que nos consolaba…
—¿Tú crees? —dudó mi hermano—. Eso mismo es lo que dice Rafa, pero yo no lo recuerdo así. Es verdad que nos hacía trucos de magia, eso sí, sobre todo cuando había visitas, pero porque eso le gustaba, le encantaba lucirse, ya lo sabes, y venía a los partidos de fútbol, eso también, pero por lo demás… —negó con la cabeza y una mueca escéptica en los labios—. Yo creo que no era así exactamente, que hacía de padre cuando le venía bien, cuando le encajaba en la agenda, cuando no tenía previsto nada mejor que hacer, pero no recuerdo que se pudiera recurrir a él sin condiciones, como podíamos recurrir a mamá. Y una tarde que estábamos hablando de esto en casa de Clara, ella nos recordó que, por ejemplo, papá jamás fue a verla a ninguno de los recitales que daba en el colegio, nunca la escuchó tocar.
Eso es verdad, pensé, antes de reconocerlo en voz alta. Era verdad y yo todavía me acordaba de las periódicas decepciones de mi hermana, un año tras otro, mamá, Angélica y yo, a veces también Rafa, a veces también Julio, a veces todos excepto mi padre, aplaudiendo de pie en el salón de actos del colegio de las niñas. Clara no tocaba muy bien, nunca tuvo futuro como pianista, pero era la mejor de su nivel, siempre actuaba en las funciones de fin de curso y todos íbamos a verla, a aplaudirla, todos menos mi padre, que no fue nunca.
—En eso lleva razón —admití por fin—, pero yo creo que papá no quería verla tocando el piano porque le recordaba a su madre.
—¿A su madre? —me preguntó Julio con extrañeza.
—Sí, a su madre. La abuela Teresa tocaba el piano.
—¿El piano? —y me miró con los ojos muy abiertos—. Es la primera vez que lo oigo en mi vida… ¿No era maestra?
—Sí, era maestra, pero además tocaba el piano, muy mal, pero lo tocaba. Tenían uno en casa. Por lo visto, el abuelo se lo regaló cuando se casaron, papá me lo contó una vez.
—A mí no, nunca. Yo no tenía ni idea —y se quedó un momento pensando—. De todas formas, otra cosa muy rara es que a papá no le gustaba contar historias de su familia, hablar de su padre, de su madre…
—Sí, eso también es verdad. Pero aunque lo supiéramos todo, el recuerdo de la abuela tampoco le disculparía por no haber ido nunca a ver a Clara.
—No —Julio estaba de acuerdo—, desde luego que no.
Las bolsas de basura pesaban menos de lo que yo recordaba, pero de todas formas cuando volví a meterlas en el ático estaba sudando. Mi hermano tenía razón, era difícil ponerse de acuerdo al recordar a mi padre, al menos en los detalles, pero eso tendría que haberlo pensado yo, eso tendría que habérseme ocurrido a mí, me dije, que estoy al tanto del secreto que ignoran todos los demás, harto de entrar y salir de esta casa que no existe para ninguno de ellos. Quizás no sea el único secreto, pensé luego, pero estaba cansado, muy cansado.
Antes de que Julio formulara esa cuestión en voz alta, yo había pensado otras, muchas veces, en la extraña estructura de mi familia, una piña unida, compacta, y al mismo tiempo suspendida en el vacío, nada detrás, nada a los lados, ni abuelos, ni tíos, ni primos, ni parientes de ninguna clase, los siete solos, mi padre, mi madre, mis hermanos y yo. ¿Para qué más?, nos habían dicho siempre, y que el abuelo Rafael había muerto muy joven, antes de la guerra y de que naciera su hija Angélica, y la abuela Mariana, su mujer, cuando mi hermano Julio todavía no andaba. Había visto algunas fotos, muy pocas, de ella, sosteniendo en brazos a mis tres hermanos mayores, una mujer oscura, vestida de negro, que vivía lejos, en un pueblo de Galicia. No era guapa y daba un poco de miedo, como el abuelo Benigno, el padre de papá, al que primero su hijo, y luego yo, nos parecíamos como gotas de agua. La abuela Teresa, que tocaba tan mal el piano, era su mujer pero parecía su hija en la única foto que existía de ella, la de su boda, donde miraba a la cámara de frente y con una gran sonrisa, frente al gesto serio, hosco, del perfil de su marido. Ella también había muerto muy joven, en el verano de 1937, en plena guerra, sin haber tenido otros hijos. Benigno la había seguido a finales de la década de los cincuenta y con más de setenta años, pero no había llegado a conocer a mi hermano Rafa, el hijo que su nuera estaba esperando cuando murió. Yo nunca había tenido abuelos, ni tíos, ni primos, ningún pariente, ninguna historia antigua que escuchar, apenas noticias sueltas, comentarios casuales, fragmentos que no siempre coincidían con los datos que conocían mis hermanos. Por eso, Julio nunca había sabido que la abuela Teresa tocara el piano. Por eso, quizás, era tan difícil recordar a mi padre de una sola manera, porque no existía ninguna otra versión con la que comparar nuestros recuerdos, ninguna fuente más allá de la caprichosa memoria de un hombre al que siempre le gustaba contarnos lo mismo, su infancia en el pueblo, su juventud en los hielos de Rusia, de Polonia. Un hombre que había tenido una vida muy dura a la que mi mujer no dudaría en achacar la dureza de su corazón, una dureza que, por otro lado, yo no había sido capaz de establecer con seguridad hasta después de su muerte. Quizás Raquel no fuera su único secreto, pero estaba cansado, muy cansado.
—¿Qué ha pasado, Álvaro? —al llegar a casa, Mai me abrazó con un gesto de preocupación poco profunda.
—Nada —contesté—. He estado tomando unas copas con Julio y se me ha hecho tarde. Te he llamado pero…
—No, no lo digo por eso. He estado hablando con Clara. Ha llamado para ver qué tal estabas y me ha contado que has tenido una bronca con Angélica, en la notaría.
—¡Bah! Eso no ha sido más que una tontería, ya sabes cómo es, me saca de quicio… —hice una pausa y sonreí—. Por lo demás, te informo de que somos ricos.
—Ya, eso también me lo ha contado Clara.
Mi mujer sabía de la herencia más que yo, porque mi hermana había calculado, con una precisión que en poco menos de un mes se revelaría como asombrosa, la cantidad que nos correspondía a cada uno. En cualquier otro momento, la ávida naturaleza de su repentina afición a la aritmética me habría parecido tan sorprendente como la euforia de Mai, que se obligaba a sí misma a disimular su buen humor, como si le pareciera de mal gusto estar tan contenta, pero mi padre seguía pesando demasiado sobre mis hombros anquilosados, exhaustos.
Todo estaba pasando a la vez, y todo pasaba demasiado aprisa, con una intensidad, a una velocidad que yo no acertaba a controlar. Por eso, cuando volví a hablar con Raquel, cuando quedé con ella y encontré un filo imprevisto, acerado, en el borde de todos mis dientes, me pareció increíble haber pensado alguna vez en incorporar a mi mujer a aquella cita. Y sin embargo, había pensado en eso, le había estado dando vueltas a esa idea todo el fin de semana, desde que en la misma noche de nuestra riqueza encontré un resorte útil para explotar su alegría de feliz heredera, legítima consorte de un heredero atrapado en un corrimiento de tierras, el dudoso superviviente de una catástrofe tan abrupta como el perfil de las cordilleras que habían empezado a accidentar sin sentido, sin piedad, la plácida llanura que había sido su vida hasta que el todo resultó ser más grande que las partes. Mai no podía saberlo, no podía imaginarlo siquiera cuando nos sentamos a cenar aquella noche.
—Oye, por cierto… —e improvisé el acento más inocente mientras ella servía la ensalada—, ¿tú no conocerás por casualidad a algún funcionario del Registro de la Propiedad?
—¿Yo? —se me quedó mirando, muy sorprendida—. Pues no. ¿Por qué iba a conocerlo?
—No sé, como eres funcionaría de la Comunidad… —y antes de darle tiempo para recordarme que ella trabajaba en Sanidad, le conté una historia enrevesada y falsa que me permitió comprobar, de paso, que cada día mentía mejor—. Se le ha ocurrido a Rafa, porque…, bueno, al salir de la notaría, ha hecho un aparte con Julio y conmigo para contarnos que una de las propiedades de mi padre, uno de los áticos aquellos que nos enseñó, ¿te acuerdas?, no aparece por ninguna parte. Al parecer, papá le comentó que tenía intención de regalárselo a la hija de uno de sus socios, que se casó hace poco, pero Rafa está preocupado. En realidad, nadie sabe lo que ha pasado con esa casa y no queremos que mi madre piense nada raro. Por eso… No sé, se le ha ocurrido que sería más discreto que hiciera la gestión alguien que no se apellidara Carrión.
—Claro —mi mujer se mostró muy comprensiva—, no te preocupes. Puedo llamar yo directamente, desde mi oficina, como si fuera un asunto de trabajo. No creo que haya problemas…
No los hubo. El viernes por la tarde, al volver a casa, Mai me dio el papel donde había apuntado con letras mayúsculas, para evitar confusiones, el nombre de Raquel Fernández Perea, y a su lado, la palabra «donación». Estupendo, dije yo, entonces Rafa tenía razón, problema resuelto, y ella me sonrió antes de decirme que había pensado que lo primero que deberíamos hacer sería cambiar los muebles del salón, ponerlo todo nuevo, de arriba abajo. Y pintar las paredes de colores antes de nada, añadió, ya no se lleva tanto blanco. Del color que tú quieras, asentí, mientras calculaba que era demasiado tarde para llamar a un banco, y me sentí como un miserable por haber mentido a mi mujer en aquel asunto inocente que nunca me había deparado otro papel que el del más azaroso intermediario entre las dos caras de un hombre dividido, que por la dignidad de su propia memoria y la de la gente que le había querido, debería seguir teniendo sólo una, luminosa y pública. Por eso estuve a punto de confesar, de contárselo todo desde el principio, desde la estricta casualidad de la fecha que un desconocido asesor de inversiones había elegido para echar al buzón una carta que podría haber recogido mi hermano Julio, que podría haber recogido mi hermano Rafa, pero que recogí yo, el único testigo de la presencia de Raquel Fernández Perea en el entierro de mi padre.
Eso había sido todo, una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos. Ni Mai ni nadie podrían culparme por hacer lo que había hecho yo solo y con una considerable dosis de abnegación, porque nada habría sido tan fácil ni tan descansado para mí como hablar primero con ella, y llamar después a todos mis hermanos para dividir el secreto de mi padre entre cinco. Pero no dije nada, ni a ella ni a nadie, y el lunes por la mañana llamé a Raquel para decirle que teníamos que vernos.
—¿Ah, sí? —me preguntó en un tono risueño, juguetón, que desarbolé tan pronto como pude.
—Sí —me limité a confirmar—, hay novedades.
—¿Novedades? —su voz había cambiado—. ¿De qué clase?
—Pues… —busqué una buena manera de resumirlo todo y no la encontré—. La verdad es que no es algo como para contarlo por teléfono. Vamos a tener que vernos de todas formas, así que prefiero esperar, pero ya te adelanto que el piso de la calle Jorge Juan no es nuestro, sino tuyo.
—¿Mío? —aquella noticia la impresionó mucho—. ¿Estás seguro?
—Sí. Por eso tengo que devolverte la llave, aunque no sé cuándo vamos a poder quedar, porque ando muy mal de tiempo. El viernes inauguro una exposición y el montaje va retrasado, como siempre…
—¿Una exposición? —y en la pausa que abrió a continuación, me pareció más desconcertada todavía—. ¡Ah! ¿Pero es que tú pintas?
—No —sonreí—, no pinto, pero eso también es largo de contar. Mira, vamos a quedar por la tarde…
—Mejor por la noche —ella se me adelantó cuando todavía no había tenido tiempo de elegir una fecha—. Así podemos ir a cenar a un japonés y te prometo que no volveré a ponerte perdido de agua.
—A cenar… —estaba valorando su sugerencia, sin acabar de aceptarla, cuando se me adelantó otra vez.
—El miércoles.
—No —objeté, sin darme cuenta de que la cena ya no estaba en cuestión—, el miércoles todavía estaré muy liado. Mejor el jueves y no muy pronto.
—¿A las diez?
—A las diez —acepté, mientras calculaba cuál era el mejor japonés que conocía—, pero esta vez elijo yo el restaurante.
—Estupendo —comentó al conocer mi elección—, supongo que sabrás que es carísimo.
—Lo sé, pero por eso no te preocupes. Invito, yo. Ya sabes que me encanta quedar por encima de los economistas…
Estaba haciendo lo que tenía que hacer, representando un papel que no había escogido. Llevaba a mi padre a cuestas y su memoria era tan incómoda, tan pesada, que mis hombros estaban ya anquilosados, exhaustos. Nadie podría culparme por eso, tampoco Mai, y sin embargo, un sentimiento parecido a la culpa estaba ya instalado en mí, porque volví a mentir a mi mujer aquella noche, y sentí un pesar más grave que mi falta cuando ella aceptó sin hacer preguntas la noticia de que mis alumnos de quinto habían decidido adelantar un mes y medio la cena de fin de curso. Y no le conté nada, ni entonces ni nunca, pero me pareció mentira haber pensado alguna vez en incorporarla a aquella cita mientras seguía hallando un filo imprevisto, acerado, en el borde de todos mis dientes.
Cuando llegué al restaurante, me había propuesto ignorarlo, proteger a toda costa mi lengua de su amenaza. Todavía no eran las diez, y me quedé en la barra. Calculaba que Raquel llegaría calculadamente tarde y acerté. Calculaba que no aparecería vestida de mujer de negocios y volví a acertar. Calculaba que nada de lo que hiciera o dijera podría alterarme ya, y me equivoqué.
La vi venir de lejos, con un vestido de tirantes de una tela brillante y muy pálida, que parecía una combinación de las de antes, porque llevaba unas tiras de encaje en el escote y en el borde de la falda. Era un vestido audaz, casi peligroso, pero sus efectos más evidentes quedaban neutralizados por la compañía de una chaqueta de punto abrochada sólo a medias y con las mangas muy largas, que le daba al conjunto un aspecto parecido al que tendría una jovencita que se prueba la ropa interior de su madre y descubre de repente que tiene frío, o una madre a medio vestir que no encuentra otra cosa para taparse que la chaqueta todavía rosa, de aire todavía infantil, de su hija adolescente. Chica lista, pensé, pero con eso ya contaba. Lo que no esperaba era que llegara hasta mí, que se me acercara mucho más de lo que había calculado, y que me besara en las dos mejillas muy despacio, casi con cuidado, para que yo fuera perfectamente consciente de que aquélla era la primera vez en mi vida que Raquel Fernández Perea me besaba.
—Hola —dijo sólo después, y al estudiar mi cara se echó a reír—. ¿Qué pasa? No es tan raro. En España, la gente que se conoce se besa cuando se ve, ¿no?
—Y come a las tres, al salir de trabajar —añadí.
—En efecto —me dio la razón con la cabeza y se me quedó mirando con una expresión que pretendía ser seria sin conseguirlo del todo—. Oye, siento mucho lo de los besos, de verdad. Lo he hecho sin pensar —entonces volvió a sonreír, como si quisiera asegurarme que ya sabía ella que yo era incapaz de creer que pudiera hacer nada sin haber previsto minuciosamente sus efectos—. Perdóname, no quería molestarte.
Llevaba unas sandalias de tacón altísimo con las que debía de sacarme un par de centímetros, y olía muy bien. Al besarla en las mejillas, primero en la izquierda, luego en la derecha, despacio yo también, con mucho cuidado, me di cuenta de eso y de que su chaqueta todavía tenía enganchada una tira de plástico transparente de la que no hacía mucho debía de colgar una etiqueta. Es la primera vez que se la pone, pensé, a lo mejor hasta se la ha comprado para venir a cenar conmigo, y esa posibilidad me inspiró un regocijo que terminó de ponerme los dientes de punta.
—No me has molestado —le dije, era guapa, tan guapa ahora que había aprendido a mirarla—. Llevas la tira de la etiqueta enganchada en la chaqueta. ¿Te la quito?
—No, no, a ver si te la cargas, que es nueva… Me la acabo de comprar esta misma tarde —lo dijo con toda la naturalidad del mundo, como si le diera igual lo que yo pudiera pensar de aquella o de cualquier otra cosa—. No soporto guardar la ropa nueva en el armario, tengo que estrenarla enseguida, ¿a ti no te pasa?
—No —dije—, bueno, no sé. Me da bastante igual, la verdad.
—Muy masculino.
—Pues… será, yo qué sé… —entonces me acordé de la cerveza que tenía en la barra—. ¿Quieres tomar algo?
—Muy masculino también —y se echó a reír—. No, prefiero sentarme. Tengo mucha hambre. De sushi y de novedades. ¿Has reservado mesa? Esto está lleno.
—Raquel…
—¡Ay, pues no sé! A mí viniste a verme sin pedir cita antes.
Echó a andar por el pasillo y la seguí, y ya no me sentí como un perro amaestrado ni como su dueño, aquel cazador excitado que se relamía al presentir el descuido de su presa, sino como yo mismo cuando estaba con ella. La distancia inmensa, poco menos que astronómica, que me alejaba de la imagen de Raquel cuando pensaba en mi padre, había quedado misteriosamente anulada por su presencia. Mientras nos dirigíamos a nuestra mesa, y nos sentábamos, y nos mirábamos un momento sin nada que decir aún, tenía presente el ático de la calle Jorge Juan, las velas del jacuzzi, las pastillas azules y aquel consolador de goma de color morado que parecía relleno de una especie de gel, pero al mismo tiempo sentía que la mujer que tenía enfrente, la cabeza ladeada, ignorante de la potencia de su escorzo, la línea de la mandíbula, la barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello, no era del todo la misma que se deslizaba desnuda en una bañera o se recostaba sobre una pila de almohadas para entreabrir los labios en una sonrisa que dejaba ver sus dientes separados, como si la Raquel que conocía mi padre y la que había conocido yo fueran distintas, dos encarnaciones diferentes de la misma persona, dos mitades gemelas, iguales, pero no idénticas, de la misma mujer. Tal vez por eso estaba muy tranquilo, seguro de no tener que representar un papel diferente al de mi propio personaje, y dispuesto á controlar por una vez la situación.
—¿Pedimos antes de nada? —propuse, y no pude evitar una sonrisa al final.
—¿A qué estamos jugando? —ella también sonreía—. Se llamaba lo que hace la madre hacen los hijos, ¿no?
—Sí, pero tú no eres mi madre…
—Felizmente.
—…y además —pasé por alto su último comentario—, esta noche yo sí tengo muchas cosas que contarte.
Elegimos deprisa, sushi para los dos, Raquel lo pidió diciendo el nombre japonés de cada pieza, yo señalando con el dedo encima de la carta, éste, éste, éste. Ésa era mi forma habitual de pedir en los restaurantes orientales, pero ella creyó que era una broma y se rió, y estaba mucho más guapa cuando se reía. Tanto, que lamenté que volviera a ponerse seria mientras se lo contaba todo en un orden estratégico, distinto al verdadero, empezando por el testamento, la reunión en la notaría, mi sorpresa al comprobar que el ático no formaba parte del inventario de los bienes de mi padre, la constatación de que ella era la propietaria de aquella casa desde hacía casi tres meses.
—Me lo dijo alguna vez —se limitó a comentar con un misterioso acento nostálgico—, pero no le creí. Ésa es la verdad, que no le creí.
—Pues te dijo la verdad. Está inscrito a tu nombre en el Registro de la Propiedad.
—¿Y cómo te enteraste?
—Lo averiguó mi mujer —y cuando escuchó esa palabra frunció el ceño—. Es funcionaria de la Comunidad de Madrid, trabaja en la Consejería de Sanidad.
—¿Tu mujer? —repitió, como si no le gustara el sonido de esas dos palabras—. No sabía que estuvieras casado, nunca me has hablado de ella.
—Bueno —sonreí—, nunca no significa mucho en este caso. Ésta es la tercera vez que hablo contigo.
—Sí, eso es verdad, pero de todas formas… —intentó buscar una manera de explicarse mejor, no lo consiguió, y ambas cosas me conmovieron más de lo que me convenía—. No sé, no pareces un hombre casado. ¿Y a qué se dedica, es médico?
—No, es… —hice una clase de pausa que había aprendido de mi padre—, economista.
—¡Oh! Vaya… —se echó a reír y justo después movió la cabeza, como si mi mujer hubiera dejado de interesarle—. ¿Sabes una cosa, Álvaro? Me recuerdas mucho a tu padre. No sólo físicamente, aunque eres clavado a él, ya lo sabes, sino también en otras cosas. Hace un momento, mientras estirabas esa ese, me ha parecido que estaba a punto de escuchar unos timbales, como en el circo. ¿Tú también haces magia?
—No, soy demasiado torpe. Intenté aprender, pero lo dejé enseguida.
—La primera vez que vi a tu padre —y me miró con una intensidad especial, una emoción que nunca había detectado en sus ojos hasta entonces—, me sacó dos caramelos de detrás de las orejas. Primero uno de naranja, y luego otro de fresa. Nunca lo olvidaré.
—Lo creo.
—Nunca —entonces desvió la mirada, como si no pudiera seguir hablando y mirándome a la vez—. Me pareció un hombre encantador, especial, adorable, no sé cómo explicarlo, un hombre del que me podía fiar, y tan simpático… Jamás he conocido a nadie tan seductor como tu padre. Inspiraba cariño, ¿verdad? Daban ganas de besarle, de abrazarle, de estar a su lado. Y cuando te abrazaba, te daba seguridad, confianza. No sé cómo explicarlo, pero no era un hombre como los demás.
Hizo una pausa, me miró un momento, y siguió haciendo dibujos en silencio con el dedo encima del mantel. Yo no dije nada. Sentía frío y sentía calor, estaba muy cerca, muy lejos de ella, me había perdido y navegaba sin mapas, sin brújula, sobre una voz emocionada pero tensa, dulce y violenta a la vez. Acababa de naufragar en sus palabras, en los adjetivos desmesurados y certeros, exactos y sin embargo ambiguos, que eran justos para calificar al hombre al que evocaban pero injustos para mí, porque yo no era capaz de interpretarlos, no lograba ajustar su sonido a su significado, no sabía desprender su contenido cálido, amable, de la corteza endurecida y seca que los envolvía. No había visto los ojos de Raquel mientras hablaba, ella no me había consentido contemplarlos, pero había visto sus labios, su boca de mujer que sabe reírse, que sabe que reír la favorece, y sobre ellos, una grisura áspera, un engranaje obvio, una sonrisa trivial y mecánica detrás de cada punto y seguido, en cada sílaba, en cada verbo, en cada elogio decidido y sincero de un hombre que los merecía, pero cuya memoria no era capaz de iluminar un rostro tan hermoso, su piel tersa apagándose de pronto como la de un melocotón mustio, corriente.
Raquel Fernández Perea levantó por fin los ojos del mantel, volvió a mirarme, y supe lo que tenía que preguntar.
—¿Tú le querías?
—No.
Lo dijo de una vez, sin vacilar, sin esconderse, mirándome de frente, y su respuesta no me sorprendió aunque no sabría decir por qué, pero sentía frío y sentía calor. Estaba muy lejos, muy cerca de ella.
—No era exactamente eso, no es tan fácil… —añadió, y luego hizo una pausa y por fin sonrió, una sonrisa indudable, verdadera, sólo para mí—. Digamos que, cuando quería, tu padre era irresistible. Le bastaba con sonreír.
—Sí, eso es verdad. Es lo único en lo que no nos parecemos.
—No, tienes razón. Pero yo prefiero tu forma de sonreír, más contenida, más controlada, menos agresiva… Cuando sonreía, tu padre parecía un sol de esos que pintan los niños pequeños, un globo amarillo, coloreado hasta romper el papel y lleno de rayos. Era irresistible, sí, pero también excesivo, hasta brutal… No, brutal no es la palabra… —la buscó durante un instante, hasta que la encontró—. Humillante. La sonrisa de tu padre era humillante, Álvaro.
Asentí despacio mientras la miraba, mientras intuía que aquélla era la primera vez que la veía. Acababa de conocer a Raquel Fernández Perea, por debajo de los gestos plastificados de una mujer de negocios acostumbrada a que sus clientes intenten ligar con ella y a quitárselos de encima con eficacia, más allá de una elaborada franqueza teñida de ironía que resultaba tan seductora como demasiado elocuente, al margen de los papeles bien ensayados y del alivio de los puntos suspensivos, sin trampas, sin adornos, sin excusas, una mujer sola, maquillada con astucia y colores semejantes a los de su propia piel, y nada más, si acaso una belleza más bella que sus máscaras. Era Raquel Fernández Perea y me miraba, y tal vez se daba cuenta de que acababa de conocerla, o quizás no. Yo no podía saber si ella se había desprendido consciente, incluso deliberadamente, del último de los velos espesos, opacos como muros de piedra, que la ocultaban, o si había sucumbido sin querer a los efectos de su propia sinceridad, pero eso me daba igual. Acababa de verla, la estaba contemplando por primera vez, y me sobraba hasta el aire que respiraba. Ella también supo verme mientras me miraba, o tal vez fue otro el motivo que extinguió la chispa de ferocidad que bailaba en la repentina tristeza de sus ojos.
—Lo siento, Álvaro.
—¿El qué?
—No debería haberte dicho que no le quería —me miró, y yo sostuve su mirada, córtate las venas con un cuchillo, Álvaro, podría haberme dicho, y yo habría pensado que no era mala idea—. Al fin y al cabo, era tu padre.
No encontré nada que decir. Por un instante sentí el impulso de huir, ir al baño, meter la cabeza debajo del grifo, y confiar al agua fría la solución del intolerable tumulto que había tomado posesión de mis sentidos, el ruido que no me dejaba sentir nada excepto la presión caníbal de mis dientes. Duró sólo un instante, el que tardé en recordar quién era ella, quién era yo, por qué estábamos cenando juntos aquella noche, por qué habíamos comido juntos otra vez, cuál había sido la pregunta que nos había unido y cuál era la respuesta que contestaba a esa pregunta. Yo ya no era un niño, un adolescente desarmado, extraviado en el desconcierto de su propio deseo, y desde el principio había sabido que acabaría pasando algo así, y desde el principio había sabido que prefería no saberlo. Por eso reaccioné, logré negarme a mí mismo con éxito, y me propuse olvidar al mismo tiempo aquel instante y que nunca había vivido un instante como aquél.
—No me has ofendido, Raquel —le dije, mi voz indemne—. Yo no tengo autoridad sobre tus sentimientos y además…, te agradezco que me hayas dicho la verdad.
—Ya… —ella dejó de mirarme, miró su plato, después el mío—. No estás comiendo nada.
—No —le di la razón—. No tengo hambre.
—Pues deberías hacer un esfuerzo… —sonrió, seleccionó un bocado después de contemplar con atención los que no se había comido todavía, lo atrapó manejando los palillos con una destreza admirable, muy superior a la mía, lo mojó en la salsa de soja que había aliñado con todos los aditamentos disponibles, y se lo metió en la boca, dejando escapar un suspiro de satisfacción antes de terminar la frase—, porque esta cena te va a costar un dineral.
—No importa. Acabo de heredar, ya lo sabes. Por cierto… —saqué la llave que llevaba en el bolsillo y la deposité encima del mantel—, tú también has heredado. Y otra cosa… Estuve allí.
—¿Sí? —me miró, sonrió, miró al mantel, cedió a un amago de carcajada, se recompuso enseguida, y luego señaló mi plato con los palillos que sostenía en la mano derecha—. Bueno, pues ya que estamos llegando a estos grados de intimidad, y dado que no tienes hambre…, ¿me das el de huevas de salmón? Es mi favorito.
—Claro —yo también sonreí—. Cógelo tú. Yo lo destrozaría, ya lo has visto.
—Gracias… —se lo comió despacio, sin suspirar, antes de seguir hablando—. Eso también lo siento, Álvaro. Vas a tener que perdonarme muchas cosas, me temo. Supongo que tendría que haber ido allí a recoger antes de darte la llave, pero, no sé… Pasó todo tan deprisa, fue todo tan raro, ¿no?
—Da igual —no me apetecía volver a verla en esa casa, a merced de la extinguida lujuria de mi padre, cuando podía disfrutar de su gula en tiempo real—. Lo hice yo. Eso es lo que te quería contar, que…
—¿Tú? —me interrumpió, con los ojos muy abiertos, en su boca la sonrisa de una niña pequeña mientras ve pasar la cabalgata de los Reyes Magos como mínimo—. ¿Tú recogiste la casa, abriste los armarios, vaciaste los cajones, lo quitaste todo de en medio?
—Sí, yo, ¿qué pasa? —ella cerró los ojos, y sin dejar de sonreír, volvió a abrirlos—. No es tan raro, ¿no? No quería que mi madre o mis hermanos… No sé, pensé que era lo que había que hacer.
—¡Álvaro! —y volvió a mirarme como si yo fuera un billete de lotería premiado—. Pues claro que era lo que había que hacer, pero no esperaba… ¡Qué mono! —entonces, sin dejar de sonreír, empezó a hacer aspavientos con las manos como si quisiera borrar esa expresión de júbilo tan infantil—. No, no, lo siento, no he querido decir eso… Quería decir…, bueno, que gracias.
—De nada. Y tampoco soy tan mono, no te hagas ilusiones, porque lo he dejado todo en dos bolsas de basura que están en el recibidor —ella arqueó las cejas en un gesto de extrañeza y se lo expliqué mejor—. Como tú me dijiste que la casa era nuestra, lo metí todo en bolsas de basura de las grandes. Al principio pensaba tirarlo, pero luego me di cuenta de que debería dártelo a ti, pensé que era lo mejor, lo más justo, que decidieras tú qué querías hacer con todo eso. Sin embargo, cuando salí de la notaría convencido de que la casa era tuya, me pareció una tontería cargar con las bolsas para dártelas la próxima vez que te viera, así que volví a dejarlas allí, tal cual, porque no tenía tiempo para volver a poner cada cosa en su sitio. De todas formas, antes de ir al notario tiré un montón de cosas. Comida sin caducar, lo siento, botes de gel y de champú que estaban por la mitad, revistas, las velas del cuarto de baño… Todo lo demás está allí, guardado de cualquier manera, espero que no se haya roto nada.
—Eso tampoco importaría mucho —su sonrisa se deshilachó despacio—. Casi todo lo que había era de tu padre o, por lo menos, lo compró él.
—¿La china también? —ya conocía la respuesta, pero echaba su risa de menos.
—¡No! —se echó a reír—. La china era mía.
—Menos mal, porque a estas alturas ya no sé… En fin, que podría creerme cualquier cosa.
Entonces cogí mi plato, casi lleno, y lo puse encima del suyo, vacío, pero ella apenas reparó en ese detalle.
—¿Y no te da miedo? —me preguntó en cambio mirándome a los ojos, en los suyos la misma intensidad que había visto antes, mientras evocaba su primer encuentro con mi padre.
—¿Qué? —tú me das miedo, pensé, yo me doy miedo.
—Poder creerte cualquier cosa.
Después recordaría muchas veces esas palabras, cuando se pusieron de mi parte y cuando me hicieron daño, cuando me sostuvieron y cuando me aplastaron, cuando me quedé solo y seguí estando solo en medio de los vivos, y cuando sólo los muertos me hicieron compañía. El verbo creer es más ancho y más estrecho que ninguno, eso aprendería, y recordaría esas palabras muchas veces, cuando pude creer y cuando quise creer, cuando descubrí qué podían, qué querían creer los demás, cuando eso importaba más que ninguna otra cosa y cuando cualquier cosa importaba más que eso. Cuando lo tuve todo, cuando me quedé sin nada recordé muchas veces esas palabras, y aquella noche, cuando Raquel las pronunció, percibí su gravedad, su trascendencia, pero no las interpreté en la dirección correcta. Aunque no quisiera saberlo, ni siquiera pensarlo, ya la deseaba demasiado como para poder desvincular su pregunta de mi propio deseo.
—¿Tendría que darme miedo? —sonreí, yo creía que estábamos coqueteando, pero ella no me siguió y renuncié a preguntarle si de verdad era una mujer tan peligrosa.
—No lo sé. Yo no soy hija de tu padre, ya lo sabes —no esperaba esa respuesta y ella se dio cuenta—. De todas formas, la verdad…, la verdad es que me gustas mucho, Álvaro. Me gusta cómo eres, me gusta cómo piensas, me gusta lo que haces, y lo que dices, y cómo lo dices. No esperaba que tu padre tuviera un hijo como tú.
—Ahora sí que me voy a pedir una copa…
Era una chica lista, yo lo sabía, era una chica lista y desconcertante, una mujer complicada, imprevisible, más de dos, muchas mujeres en una o la más extraña que yo hubiera conocido jamás si es que había llegado a conocerla alguna vez, porque ahora dudaba de mi aplomo, de mi seguridad de antes. Seguía convencido de haberla visto aquella noche por primera vez, Raquel Fernández Perea, sin trampas, sin adornos, sin excusas, acaso una belleza más bella que sus máscaras, pero eso no significaba nada, no me servía de nada si no la entendía, y no podía entenderla, no era capaz de descifrar sus palabras, de ajustar su sonido a su significado. Tú sabes muchas cosas de mí y yo sé muy poco de ti, me había dicho el día que comimos juntos, y entonces no sabía nada de ella pero había aprendido, me había empeñado, me había agotado en un aprendizaje que acababa de revelarse inútil. La profesional bien adiestrada, la niña titubeante, la mujer tanque que aplastaba la acera de la calle Arenal con sus orugas, la curiosa despistada, la astuta fabricante de intimidades ficticias, y su cuerpo desnudo al deslizarse en un jacuzzi rodeado de velas encendidas donde la esperaba un anciano que podría haber sido su abuelo y había sido mi padre, no me ayudaban a entenderla, no la explicaban, no la justificaban. No le pertenecen, pensé, no son ella, y sin embargo ella es, existe, está aquí, delante de mí, puedo tocarla y he tenido que verla, he tenido que oírla, la he besado, pero no sé quién, no sé cuál de todas ellas es.
—Tu hermano mayor, en cambio, no me gusta nada —dijo al rato, devolviéndome un plato donde aún quedaban un par de rollitos de esos que ella sabía llamar por su nombre—. No te lo vas a creer, pero ya no puedo más.
—Eres humana —celebré, y levanté mi vaso en el aire como si pretendiera brindar por su condición.
—Pues sí, nadie es perfecto… —señaló mi copa con un dedo—. Me tomaría uno como ése.
—Claro —se lo pedí a un camarero y la miré para descubrir que había recuperado las ganas de jugar—. A mí tampoco me gusta.
—¿Qué, el whisky?
—No. Mi hermano Rafa.
—¡Ah, sí, que estábamos hablando de él! Vino a verme, ¿sabes? —me lo imaginaba, pero me limité a asentir con la cabeza—, la semana pasada. Por supuesto, él sí pidió cita —sonreí—, y fue puntualísimo, eso también por supuesto. Nada más llegar, me dijo que tenía mucha prisa, me advirtió que nada de lo que yo dijera iba a hacerle cambiar de opinión, me informó de que la decisión de recuperar el capital era un acuerdo unánime de los herederos y canceló todos los fondos. Me trató como a la dependienta de una joyería, y digo eso porque me imagino que a las de las panaderías empieza por tratarlas de tú. Me pareció engreído, antipático y, no sé…, previsible. El típico imbécil que todas las mañanas, al mirarse en el espejo, se dice a sí mismo, eres un hombre rico y poderoso, que no se te olvide.
—Sí, ésa es una buena definición.
—Y sin embargo… No sé. Fíjate que tu padre no era en absoluto así, qué va, era encantador, simpático de verdad, y muy inteligente, tanto que trataba a todo el mundo con amabilidad, sabía decirle a cada uno lo que esperaba oír, pero tu hermano no me sorprendió como me sorprendes tú. Porque no es lo mismo hacer una fortuna que heredarla, y a un hombre como tu padre le pega tener hijos como tu hermano. A lo mejor no lo entiendes, pero…
—Sí, sí que lo entiendo —la tranquilicé—. Lo que pasa es que a ti, de entrada, te ha tocado tratar con la anomalía de la familia, que soy yo. Te habría ido mejor con mi hermano Julio, que es tan rico y poderoso como Rafa, pero también juerguista, divertido y muy simpático, casi tanto como mi padre. Además… —mi voz se ahuecó por su cuenta mientras mi imaginación se daba cuerda a sí misma—, Julio habría desplegado todos sus encantos ante ti nada más verte.
—¿Sí? —sonrió, y me hizo una pregunta cuya respuesta ya conocía—. ¿Para qué?
—Para llevarte a la cama. No deja pasar una.
—¿Y tú?
—¿Yo qué? —no quiso contestarme, se reía—. Yo no me parezco a ninguno de los dos. Pero tengo algunas cosas en común con Julio, desde luego…
Uno de los últimos días lectivos del año en el que yo cumplí once, quizás doce, el patio del colegio empezó a encoger antes de que sonara el timbre de las nueve en punto, para quedar reducido a la mitad de su tamaño a la hora de comer. Los camiones de los que unos hombres descargaban ladrillos y sacos de cemento no dejaron de entrar y salir en toda la mañana, para diversión de los alumnos situados al lado de la ventana, entre quienes yo no tenía la suerte de contarme, y desesperación de los profesores en general. Se estaba acabando el curso, no quedaban ni dos semanas de clase, y el padre director se había decidido por fin a levantar lo que él llamaba un polideportivo, con una pompa que tuvo bastante poco que ver con la pista de baloncesto cubierta, rodeada por tres tristes gradas, que nos encontramos al volver de las vacaciones. Para mí, esa construcción resultó mucho menos memorable que la enorme montaña de arena húmeda que creció de un día para otro, como una duna fantasma, en el ángulo más alejado del patio, junto a la tapia. La idea de escalarla fue de Roberto, que era mi mejor amigo desde el jardín de infancia, pero cuando ya estábamos arriba, fui yo quien se quedó muy quieto, muy erguido, muy cerca del borde, con los brazos abiertos y la cabeza alta, mirando hacia delante. ¿Pero qué haces, Álvaro?, me preguntó él. Calla, le contesté, espera y verás… La primera vez fue la mejor, porque la arena estaba recién apilada, apretada, compacta, y resistió mi peso durante mucho tiempo, quizás un minuto, incluso más. Presentí el movimiento en las plantas de los pies un segundo antes de que se iniciara el derrumbe, seguía teniendo el cuerpo erguido, los brazos abiertos, la cabeza alta, y al principio todo era lento, casi improbable, luego muy rápido, frenético, vertiginoso, pero yo no me encogí y sentí cómo resbalaba por la arena como si fuera agua, las piernas tensas, los brazos abiertos, el corazón en la garganta, un placer arriesgado, temerario, difícil de describir, en cada centímetro de mi cuerpo. La primera vez fue la mejor, pero careció de la emoción de la segunda, de la tercera, de la cuarta, porque la experiencia iba añadiendo un ingrediente nuevo a cada repetición, y resbalar por la montaña era fabuloso, pero permanecer en el filo, con la respiración controlada y los sentidos alerta, saboreando por anticipado el momento en el que volvería a quedarme sin suelo bajo los pies, era una sensación mucho más intensa. Yo lo sabía bien porque lo hice muchas veces aquella mañana, mientras el padre Sebas, cegato, indulgente y encargado de vigilar el recreo, me miraba con una sonrisa despreocupada, y después, cuando los obreros protestaron porque tenían que volver a reunir la arena que nosotros desparramábamos y, para asegurarse de que les haría caso, advirtieron a nuestro vigilante que corríamos el riesgo de partirnos una pierna. Entonces nos prohibió volver a hacerlo y Roberto se rajó, pero yo no. A mí me gustaba tanto que el día que nos dieron las notas me despisté un momento de mis padres, de mis hermanos, para tirarme por última vez, y luego, en el salón de actos, cuando subí al escenario a recoger el primer premio del concurso de cálculo mental, fui dejando un reguero de granos de arena digno del cuento de Pulgarcito. Mi madre se enfadó mucho conmigo, pero me dio igual, porque aquélla era una de las cosas más grandes que yo había hecho en mi vida. Y sin embargo olvidé deprisa esa montaña, mi cuerpo resbalando por la arena como si fuera agua, el vacío en las plantas de mis pies, la emoción del riesgo, su valor, su precio, todo eso olvidé durante casi treinta años, hasta que Raquel Fernández Perea se cansó de jugar a hacer chocar los hielos de su copa, levantó la cabeza y me miró.
—Vaya, pues sois una familia de lo más interesante.
—No lo sabes tú bien…
Entonces empezó la cuenta atrás. Diez, nueve, ocho, me caigo, me caigo, me voy a caer. Lo estaba deseando, pero ella no me lo consintió, no todavía. Cuando estaba a punto de proponer que nos fuéramos a tomar una copa a otro sitio, dejó la suya en la mesa con un gesto decidido, terminante, y miró el reloj.
—La una menos cuarto, qué barbaridad, y mañana hay que madrugar… —me miró con un gesto indeciso, nervioso, a medio camino entre el alivio y la pesadumbre, como si no estuviera muy segura de acertar—. Se me ha pasado la noche volando.
—Sí —quizás sea lo mejor, me dije, es lo mejor, pero no me lo creí—, a mí también.
Me llamo Álvaro Carrión Otero, en noviembre cumpliré cuarenta y un años, soy hijo de Julio Carrión González, un pobre hombre adicto a las benevolentes y quizás mortales trampas de la química, la mujer que tengo delante se llama Raquel Fernández Perea, tiene unos treinta y cinco años, una edad razonable para ser la hija, hasta la nieta de mi padre, pero era su amante, la amante de un anciano que sucumbió a la debilidad de creer que lo importante no era echar un polvo, sino saber que el próximo no sería todavía el último, un combate tan desigual, tan desproporcionado, tan fracasado desde antes de empezar, que sólo la victoria de la muerte podía culminarlo, y la muerte triunfó, mi padre está muerto, yo no, yo estoy vivo, tengo una profesión que me gusta, un trabajo que me gusta, una casa que me gusta, un hijo que me gusta, una mujer que me gusta, tengo mucha suerte, mi mujer se llama Mai, tiene treinta y siete años pero no los aparenta, tampoco se llama Maite, María Teresa, como piensa todo el mundo, se llama Inmaculada, pero ella también tiene mucha suerte, porque su hermana pequeña no sabía decir su nombre e inventó un diminutivo que le gusta mucho más, a mí me gusta mi mujer, me gusta mi hijo, me gusta mi trabajo, mi profesión, me gusta mi vida, que no es ésta, que no se parece a esta sucesión de días cargados de nubes y de culpas, de sorpresas y de mentiras, ésta no es mi vida, esto no es nada más que una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos, eso es todo, eso ha sido todo, eso me ha traído hasta aquí, pero éste no soy yo, yo no me parezco a este hombre alterado, abrumado, exacerbado, exhausto, estremecido por un deseo violento y perverso, insano y formidable, este instante que no se parece a ningún otro instante que yo haya vivido antes, yo no soy así, ésta no es mi vida, yo me llamo Álvaro Carrión Otero, en noviembre cumpliré cuarenta y un años, soy hijo de Julio Carrión González…
Empecé a decírmelo, a advertírmelo a mí mismo cuando pedí la cuenta, y me lo repetí muchas veces, mientras pagaba, mientras me levantaba de la mesa, mientras seguía a Raquel hasta la puerta, mientras le preguntaba si había venido en coche, mientras me preguntaba dónde vivía, mientras me decía que ella vivía enfrente del cuartel del Conde-Duque, mientras descubríamos que éramos casi vecinos, mientras decidíamos compartir un taxi, mientras me ofrecía a dejarla en su casa antes de ir a la mía, mientras rechazaba la oferta alegando que mi casa estaba más cerca que la suya, mientras el taxista paraba en doble fila, mientras volvía a besarla con más cuidado que antes todavía, mientras abría el portal, y entraba en mi casa, y me desnudaba, y cepillaba mis dientes afilados, y me metía en la cama, y percibía calor, Mai dormida, su piel suave, perfumada, y después, mientras no podía dormir, seguí encomendándome a aquel discurso, repitiendo las mismas advertencias una y otra vez, pero no sirvió de nada.
Yo me llamaba Álvaro Carrión Otero, desde luego. Julio Carrión González, también desde luego, era mi padre. Desear a Raquel Fernández Perea, que había sido su amante, era seguramente una monstruosidad, pero me daba lo mismo.
Al día siguiente todo estaba más claro.
La exposición le gustó a todo el mundo. Estaba bastante seguro de que sería así. A pesar del obligado gesto de humildad con el que acepté todos los elogios sin discriminar entre la calidad de las opiniones —es increíble, me dijo la mujer de un directivo del banco que llevaba brillantes en todos los dedos, lo he entendido hasta yo, así que fíjese…—, la verdad es que pocas veces en mi vida había logrado una relación tan satisfactoria entre el trabajo invertido, que no había sido tanto, y el resultado obtenido, que era espectacular. José Ignacio Carmona, que antes de aceptar la oferta de dirigir el museo y reclutarme como asesor, había sido mi maestro, casi mi gurú, y la principal influencia que tuve la suerte de padecer en mis años de estudiante universitario, estaba encantado. Bueno, en realidad, esto es mérito de los dos, ya sabes, le dije en un aparte, vete a tomar por culo, me contestó, y entonces me di cuenta de que se sentía hasta un poco orgulloso de mí. La reacción de Fernando Cisneros, que llegó tarde y corriendo, con el aspecto de oso acalorado que prestaban el traje y la corbata a su cuerpo ancho, cuadrado, como de gran mamífero, me sorprendió más.
—Enhorabuena, Álvaro. Está de puta madre, en serio.
Fernando había sido el otro niño mimado de José Ignacio mientras hacíamos la carrera, y aunque los tres seguíamos siendo muy amigos, él y yo íntimos, nuestro antiguo profesor en un grado diferente, que reflejaba su venerable autoridad sobre nosotros, de vez en cuando se dejaba arrebatar por unos celos casi infantiles ante lo que él consideraba una alianza que le había dejado al margen. No, no, eso vosotros que sois los apóstoles de la ciencia, decía, vosotros los científicos, yo no, qué va, si yo no soy más que un humilde funcionario de la Administración del Estado… Yo no me lo tomaba en serio, pero José Ignacio cedía de vez en cuando a la tentación de sentirse culpable y le ofrecía proyectos que invariablemente rechazaba, aunque le mantenían tranquilo durante una temporada. Los agujeros negros habían sido la última de esas ofertas, y se la había hecho yo mismo, un par de días después de que mi padre sufriera su segundo y definitivo infarto. Llevaba el trabajo muy avanzado, pero no me habría venido mal un poco de ayuda para acabarlo. Fernando no me dijo que no, pero calculó en voz alta el tiempo que faltaba para las elecciones a rector y le dije que de momento se olvidara, que ya recurriría a él si me daba cuenta de que no iba a poder cumplir los plazos. Los había cumplido, pero conocía muy bien a Fernando Cisneros, era mi mejor amigo. Sabía que se sentía culpable por no haberme ayudado, pero sabía también que ni siquiera esa culpa habría bastado por sí sola para justificar un elogio tan caluroso de una exposición que, por su propia naturaleza, no pertenecía a la categoría de éxitos que él valoraba.
¿Pero a ti qué te pasa, a ver?, me preguntó cuando le conté que había aceptado la oferta de Carmona, ¿es que te has vuelto loco tú también, o qué? Yo no dije nada. Para poder contestarle, tendría que haber comprendido las razones que sustentaban sus preguntas y ni siquiera alcanzaba a imaginarlas. O sea, siguió él por su cuenta, que primero a José Ignacio se le va la pinza, y ahora, como si eso no fuera lo bastante grave, te la desconecta a ti… ¿Pero qué es lo grave, Fernando?, protesté por fin, es que no te entiendo… Lo grave, condescendió a explicarme, era que un físico tan importante como José Ignacio dedicara una parte de su tiempo a montar un museo para dejar con la boca abierta a los niños de diez años. Eso es un despilfarro, añadió, una barbaridad. No, no es verdad, objeté. En primer lugar, José Ignacio no va a dejar nada para dedicarse al museo, va a ser el director, el coordinador, y cuando todo esté en marcha, eso no le va a ocupar más que un par de ratos a la semana. Y en segundo lugar, esta clase de museos son cualquier cosa menos un despilfarro, Fernando, parece mentira que tú digas eso, nos pasamos la vida llorando por nuestro destino de científicos en un país acientífico para que ahora me vengas con ésas… Mira, Álvaro, contraatacó, a ti no te conviene nada perder el tiempo en tonterías. José Ignacio bueno, José Ignacio ya está donde tiene que estar, pero tú…, tú tendrías que estar pensando en prepararte la cátedra y dejarte de Física recreativa. Entonces me eché a reír. El principal obstáculo de la carrera política de Fernando Cisneros era la pereza que le inspiraba todo lo que no fuera hacer política. No es que no investigara, no es que no publicara, es que cada vez leía menos. A su lado, yo era el rey Midas de los tramos de investigación, la abeja reina de los currículos. El que tendría que prepararse bien la cátedra eres tú, Fernando, que quieres ser rector, le dije, y además… El trabajo en el museo computa como mérito académico. ¿En serio? Claro, afirmé, aunque entonces no sabía que eso era verdad, ni que José Ignacio conseguiría que el patronato del museo firmara un convenio con nuestro departamento que acabaría financiando una buena parte de los proyectos de investigación, y sobre todo me apetece mucho. Ya llegamos a donde íbamos, ¿ves?, me replicó, tú y tus caprichitos…
—Oye, que te estoy alabando —insistió, cogiéndome por los hombros, después de que respondiera a su enhorabuena inicial con un simple movimiento de cabeza—. A-la-ban-do, ¿lo entiendes? Estoy reconociendo en voz alta que a lo mejor estaba equivocado. Si eso no es suficiente, ya me dirás lo que hace falta para ablandar tu vanidad…
—Que sí, que me alegro, y te lo agradezco mucho, de verdad —le respondí—. ¿Cómo va la campaña?
—¿La campaña? —frunció las cejas y se acarició la barba, mientras me miraba como una madre preocupada por el acceso de fiebre de su único hijo—. La campaña va muy bien, ganamos seguro, pero tú estás fatal, Alvarito.
—Sí, eso es verdad. No estoy nada bien.
Miré a mi alrededor y vi a Mai al fondo, muy entretenida, charlando en el centro de un grupo. No era probable que me echara de menos en un buen rato, así que cogí a Fernando de un brazo y me lo llevé a un rincón, detrás de los paneles.
—No te lo vas a creer, pero…
Él me miraba con una expresión seria, preocupada, muy distinta del gesto travieso que había adoptado para preguntarme si tenía un lío un par de semanas antes, en el pasillo de mi casa. Seguramente esperaba una revelación grave, dramática, la noticia de una enfermedad o el estallido de un problema insoluble. Con los años, Fernando había desarrollado un pesimismo metódico que se imponía a su verdadero carácter, fuerte, animoso, para desembarcarle en largos y monótonos periodos de melancolía, tan intensos que a veces le obligaban a conectar una especie de piloto automático que le convertía en el doble de sí mismo, un hombre de su edad, su cara, su cuerpo, que seguía hablando con la misma atronadora voz, se reía con las mismas ruidosas carcajadas, daba sus clases con la solvencia mecánica de un autómata, y se pasaba las horas muertas en su despacho sin hacer nada, con las manos cruzadas sobre la mesa y el paladar amargo a fuerza de repetir que todo es un asco. Hasta que la sombra del menor contratiempo se perfilaba en el horizonte y entonces sí, entonces reaccionaba con una pasión, una entrega y una capacidad de trabajo asombrosas incluso para mí, y tal vez superiores a las que era capaz de desarrollar a los veinte años. En aquella época, yo le había dicho una vez, en broma, que la necesidad de conspirar era el principal rasgo de su naturaleza, que había nacido conspirador, como podría haber nacido artista, o sordo, o habilidoso. El tiempo me había dado la razón. Fernando no sabía estarse quieto, no había querido, no había podido aprender a dejar pasar las horas, los días, las semanas, en los niveles de actividad sostenida, rutinaria, que para los demás definían la madurez y para él no eran más que otro nombre de la inactividad. Desde que nos conocimos, había cambiado mucho más que yo, quizás porque había tenido más razones para cambiar, porque le habían pasado muchas más cosas, buenas y malas. Guardaba memoria de todas ellas, y por eso, incluso inmerso en el frenesí de una campaña electoral, que era lo que más le gustaba en este mundo, la experiencia de su pesimismo ya le había preparado para lo peor antes de que yo encontrara una forma de empezar.
—Bueno, resumiendo… —al final me lancé sin paracaídas—. Mi padre tenía una amante.
—Joder, pues me alegro por él, me habías asustado, coño… —se frotó la cara y se me quedó mirando con una sonrisa maliciosa—. Así que tu padre tenía una amante, mira por dónde… ¿De toda la vida, o más joven que él?
—Más joven que yo —hice una pausa, le miré, y opté por una repetición enfática—. Más joven que nosotros, Fernando.
—¿Qué? —aquel dato le desconcertó tanto que se quedó serio, callado, antes de pasar por todas las etapas de un proceso que yo conocía muy bien y que culminó con un ataque de risa—. Joder con don Julio, pero qué hijo de puta, con lo formalito que parecía, será cabrón…
—Sí, en fin… —yo recuperé en el suyo mi primer regocijo y me reí con él—. Pues eso es lo de menos.
—Pero… —y de repente se me quedó mirando con ojos de alucinado—. ¿Lo sabe todo el mundo? Quiero decir, ¿tu madre…?
—No, ni siquiera Mai. Sólo lo sé yo. Y ahora, tú.
Le conté con el menor número de palabras que pude utilizar todo lo que había pasado desde el día del entierro hasta la noche anterior sin pararme a resolver sus dudas, a contestar a sus preguntas, no teníamos tiempo para eso y se lo dije, y que nada de lo que le estaba contando era tan importante como parecía.
—¿Y esto es lo de menos? —me preguntó al final, instalado ya en una confusión completa que me resultaba tan familiar como su risa previa—. Pues no sé qué será lo de más.
—Lo de más… —tomé aire, le miré, y decidí seguir hasta el final—, lo de más es que anoche estuve a punto de acostarme con ella. Pero a punto, en serio. ¿Tú sabes lo que es a punto? Pues eso. Porque se dio cuenta y de repente miró el reloj y dijo que se le había hecho muy tarde. Sólo por eso, que si no… No te lo vas a creer, pero hacía muchísimo tiempo que una tía no me gustaba tanto, y es más… —hice una pausa, renuncié a mirarle, y tomé otra decisión sin saber si era la mejor, sin saber ni siquiera si era buena—. No sé si alguna tía me ha gustado tanto alguna vez en mi vida. Y ya sé que todo es absurdo, y un disparate o algo peor, pero… esto es lo que hay.
Levanté la cabeza y me encontré con su cara, y en ella un gesto de inexpresividad casi total, la mirada fija, las cejas en su sitio, la boca abierta.
—¿Estás hablando en serio?
—Sí.
—¿Seguro? —asentí con la cabeza y él frunció las cejas, como el primer indicio de que estaba saliendo del pasmo—. O sea, que no te estás quedando conmigo, no me estás tomando el pelo, no es una broma.
—No. De verdad que no.
—¡Joder! —el volumen de su voz se incrementó hasta rozar los límites del alarido mientras se frotaba la cara hasta cubrírsela del todo con las manos—. ¡La hostia! —se destapó la cara, se echó a reír y me arrastró a su risa—. Para que luego digan que lo de la herencia genética es una tontería. ¿Y qué piensas hacer?
—Pues… —medité un momento antes de responder— nada. Lo más probable es que no haga nada, porque lo más probable es que no la vuelva a ver. Ya lo hemos arreglado todo, no nos quedan asuntos pendientes.
—Excepto esto.
—Sí, pero esto sólo me afecta a mí.
—Eso no lo sabes, Álvaro —y ya estaba pensando en otra cosa—, eso nunca se sabe.
Elena Galván tenía el pelo muy negro, los ojos muy negros, la nariz grande, los labios finos y los rasgos duros, una expresión trágica, afilada, sobre la que ella bromeaba antes que nadie. No me podía llamar de otra manera, ¿no?, decía al presentarse, mientras dirigía un dedo burlón hacia sí misma, con esta cara tan griega… Cuando terminaba de decirlo, la sonrisa había suavizado su rostro de tal manera que parecía otro. Yo no llegué a ser su profesor, pero cuando volví de Estados Unidos su expediente aún era legendario, y seguía sobresaliendo sin piedad entre los demás becarios porque su elevada inteligencia no la estorbaba para ser muy lista, una aparente paradoja que no resulta serlo tanto entre los jóvenes brillantes y ambiciosos. Elena Galván cumplía ambas condiciones, y era además encantadora, generosa, divertida y amable con todo el mundo. Tenía las ideas muy claras, daba gusto trabajar con ella y sentía devoción por José Ignacio, por eso no me extrañó que en el curso siguiente empezáramos a ser siempre cuatro en el bar, en el comedor, en las copas de después de clase. Al principio pensé que el profesor Carmona había decidido cobijar a un nuevo polluelo bajo sus alas, lo había hecho con alumnos menos valiosos que Elena, pero un día no pudo acompañarnos a comer y cuando ella se levantó para ir al baño, yo ya había comprendido que estaba equivocado. No me lo habías contado, cabrón, le dije a Fernando, y él se echó a reír. No tengo nada que contarte, respondió luego, no ha pasado nada todavía. Pero va a pasar, vaticiné, y él cruzó los dedos.
Lo que pasó duró casi dos años y fue tremendo. Si Elena Galván alguna vez pareció griega de verdad, fue la mañana en la que entró en mi despacho para despedirse, la piel tirante, pálida como un pergamino, dos cuencas oscuras debajo de los ojos. No me compadezcas, me dijo mientras la abrazaba, ocúpate de tu amigo, que está peor que yo, y todavía le queda mucho por empeorar, no creas… Era una mujer enamorada, despechada y harta, pero sus palabras adquirieron una resonancia metálica, peculiar, antes de llegar a mis oídos, como si su voz cobijara de pronto el inexorable aliento de la sibila. En aquel momento supe que se cumplirían. Y se habían cumplido.
Vete con ella, le había dicho a Fernando la noche anterior, una de tantas noches iguales, las noches de Elena, el mismo bar, las mismas copas, la misma conversación con una idéntica proporción de dudas y de certezas, de propósitos y de incertidumbres, antes y después de su despedida, cuando él todavía estaba a tiempo y cuando todo el tiempo se había agotado ya. Vete con ella, repetí después de un rato, y no me había olvidado de Nieves, que se parecía un poco a Mai, porque eran primas hermanas, y que era más mona que Elena, y mucho menos atractiva en cualquier otro aspecto, pero también amable, y cariñosa, y buena en el mejor sentido de esa palabra, una buena mujer para su marido, una buena amiga para sus amigos. Nieves no se merecía esto, nunca se lo había merecido, yo estaba seguro porque la conocía desde hacía muchos años, todavía no habíamos acabado tercero cuando se convirtió en la novia de Fernando y siempre me había caído bien, le tenía mucho cariño. ¿Me voy con ella?, me preguntó él aquella noche, cuando ya le había dicho dos veces que lo hiciera. ¿Qué es lo que está pasando, Álvaro? Mai me había hecho otra pregunta cada pocos días durante largos meses, tú tienes que saberlo… Mientras pude, le contesté que no, que no tenía ni idea, y después le pedí que no volviera a preguntármelo. No me pidas que te cuente eso, Mai, no me lo pidas porque sabes que no puedo hacerlo.
No llevábamos mucho tiempo viviendo juntos, aún no estábamos casados. Te importa más tu amigo que yo, me dijo por fin, cuando todo estaba empezando a llegar a su límite, es eso, ¿no?, no, no es eso, piénsalo un poco, no, no quiero, no me da la gana de pensarlo, bueno, pues allá tú… ¿Me voy con ella, Álvaro?, volvió a preguntarme Fernando aquella, la última noche, el mismo bar, las mismas copas, la misma conversación de siempre. Elena no se merece esto, pensé, nunca se lo ha merecido, y él tampoco se lo merece, son dos contra una, yo también estaba seguro de eso, de que Nieves nunca ganaría del todo, de que Fernando y Elena ganarían o perderían juntos, y sin embargo no volví a decirle que se fuera con ella, no me atreví. Y yo qué sé, contesté en cambio, porque ya se lo había dicho dos veces y él parecía no haberme escuchado, si lo estás dudando tanto… No lo sé. La verdad es que no lo sé… Pero sí lo sabía.
En aquel mismo instante, Fernando Cisneros empezó a pensar que el mayor error de su vida era no haberse marchado con Elena Galván. Eso no es verdad, no puedes saberlo, yo acabaría aprendiéndome de memoria aquel discurso a fuerza de repetirlo, no puedes saber qué estaría pasando ahora si vivieras con Elena, no es lo mismo acostarse con una mujer que vivir con ella, igual os estaríais tirando las cacerolas a la cabeza todos los días, no puedes estar seguro de nada, piensas que ella es el gran error de tu vida sólo por eso, porque no lo sabes. Él me escuchaba con mucha paciencia, y asentía en silencio sólo para repetir al final que el mayor error de su vida había sido no marcharse con Elena Galván, y yo me quedaba sin fuerzas para seguir porque estaba más de acuerdo con él que con mis propias palabras, aunque nunca se lo diría, y nunca le diría que ya se lo advertí.
La profecía de Elena se había cumplido desde el principio, y seguía cumpliéndose en algún momento de todos los días. Yo había vuelto a verla muchos años después, una tarde de diciembre, en la calle Preciados. Había ido con Miguelito a ver las luces de Navidad, ella iba de compras con su marido, un hombre de su edad, con buena pinta, que llevaba en una mochila a una niña de un año, embutida en un buzo de colores. Fue Elena quien me vio a mí, y al principio me costó reconocerla porque había engordado un poco, se había cortado el pelo y estaba mejor que antes, más guapa, sin esa tensión dramática, exangüe, que había acentuado sus rasgos de máscara trágica durante los últimos meses que pasó con Fernando. Entonces me acordé de José Ignacio aquella mañana de las despedidas, cuando entró en mi despacho gritando cinco minutos después de que ella se hubiera marchado, pero, bueno, ¿qué pasa aquí?, ¿nos hemos vuelto locos o qué? No sé de qué me hablas, le dije, porque no tenía el cuerpo para preguntas retóricas. Elena Galván me acaba de decir que se va, me explicó, que ha aceptado una oferta de la Universidad de Castilla la Mancha, y yo, la verdad, es que no lo entiendo… ¿Es que este departamento puede prescindir de los mirlos blancos, así, alegremente? No puede ser, hay que hacer algo, mejorarle el contrato, sacarle una plaza, lo que sea, no se puede marchar, no podemos… No es eso, José Ignacio, le interrumpí por fin, no es eso. Elena y Fernando llevan dos años liados. No ha sido un rollo esporádico, ni una juerga de congreso en congreso, ha sido algo más grave, muy grave, diría yo. Él no se ha decidido a dejar a su mujer y ella ha optado por marcharse lejos, su contrato no tiene nada que ver, no va a quedarse por mucho que se lo mejores. José Ignacio me miró como si acabara de revelarle que los dos éramos extraterrestres, y luego se quejó en voz alta. ¿Y conmigo qué pasa…? ¿Cómo es posible que yo nunca me entere de nada? Me limité a sonreír mientras el estupor se afianzaba en su rostro. Pues te voy a decir una cosa, intentó concluir cuando se lo sacudió, total, para lo que hace… No, no la digas, le pedí. No la digo, ¿no? No, por favor. Pues tendremos que llevarnos a ese imbécil a comer, eso sí, concedí, ya he quedado yo con él…
Total, para lo que hace, ya se podía marchar él y dejarnos a Elena aquí, habría dicho José Ignacio si yo se lo hubiera consentido, y después se habría arrepentido hasta el punto de desear arrancarse la lengua de cuajo. Le conocía muy bien, aunque no tanto como a Fernando, que recordó lo mismo que yo, y en el mismo orden, durante la pausa que su ensimismamiento abrió en mi confesión. Habían pasado casi siete años desde que la vio por última vez, casi seis desde que no había vuelto a hablar de ella excepto para ponerla a la cabeza de la lista de sus errores, se llevaba tan bien con Nieves como antes, como siempre, hasta donde yo sabía no había vuelto a serle infiel, pero Elena Galván todavía formaba parte de sus reflejos automáticos. Quizás nunca los abandonaría del todo.
—Yo no soy el mejor para dar consejos sobre estas cosas, Álvaro, ya lo sabes.
—Nadie es bueno para esto —contesté, y no quise añadir que yo tampoco lo fui.
—De todas formas… —se quedó un momento pensando, chasqueó los labios y volvió por fin del lugar adónde se hubiera marchado—, tú estás hablando de una intención, ¿no? O ni siquiera de eso, de un impulso más bien. No conviene sacar las cosas de quicio, no ha pasado nada, y si pasara, ¿qué? Pues tampoco. No sería incesto ni nada parecido, sería… Una curiosidad —su definición me hizo sonreír—, un detalle exótico, una rareza en tu biografía, que hasta ahora es bastante sosa, por cierto. Supongo que además eres consciente de que el hecho de que se acostara con tu padre tiene mucho que ver…
—No, Fernando, no es eso —le interrumpí—. Ya lo he pensado y estoy seguro de que no es eso. Yo no soy morboso, al revés, cuando estoy con ella…
—Nadie es morboso hasta que encuentra razones para empezar a serlo —él me interrumpió a su vez en el tono de un juez que acaba de dictar sentencia—. Y sin embargo, te voy a dar la razón en una cosa. Todo lo que me has contado es muy raro, Álvaro. No sólo lo de esa mujer, que también, sino lo demás, la historia del entierro, la carta, la visita al banco… No sé cómo explicarlo pero… no te pega. No es compatible contigo, con lo que tú eres, con lo que es tu vida, no sé, es muy raro y a ti no te suelen pasar cosas raras, ¿no? Tú eres el hombre al que nunca le pasa nada que no esté más o menos programado, el hombre que ni siquiera concibe esa posibilidad, nunca pierdes el control, ya lo hemos hablado otras veces. Y está claro que no podemos elegir determinados acontecimientos, enamorarnos, desenamorarnos, quedarnos viudos, huérfanos, en el paro, no podemos controlar la casualidad, pero tantas casualidades juntas y tú en medio de todas ellas… Es curioso, pero esta historia no me sorprendería tanto si me la estuviera contando otro, alguien menos sensato, menos equilibrado que tú, con las ideas menos claras o más débil, más voluble. No me sorprendería tanto si me estuviera pasando a mí, que una semana de cada dos estoy hasta los cojones de todo, de mi casa, de mi mujer, de mi trabajo, de la universidad, de mi puta vida. Pero ¿a ti? Por otro lado, también es verdad que te conozco mejor que a casi nadie, por eso, bueno, ya te he dicho al principio que no iba a saber explicártelo, pero… En fin, que no te pega, no sé si me entiendes.
—Sí, sí que te entiendo. Y además llevas razón, no me pega nada.
—Pero te ha pasado —asentí con la cabeza y él me sonrió—. ¿Está buena?
—Buenísima.
—¿Cómo se llama?
—Raquel.
—Ya… —y un instante después cambió de actitud, de expresión, de postura, su voz se elevó, sus brazos se agitaron, su cuerpo se inclinó hacia mí y sus palabras no acusaron mi sonrisa—. Y es lo que yo le dije a Raquel, que ni hablar, que ese tío es un fascista, hombre, que no vamos a tolerar a estas alturas una maniobra de desembarque del Opus en el decanato, pues sí, no faltaría más…
—¿Y qué te contestó ella? —no quise volverme para no descubrirle, pero ya sabía que mi mujer se me acercaba por la espalda y que él la estaba viendo venir.
—¿Raquel? Pues…
—¿Qué —y sólo me di la vuelta al escuchar la voz de Mai—, tan tarde y todavía conspirando?
—¿Qué quieres? —Fernando se encogió de hombros—. Es mi naturaleza, ya lo sabes.
—Ha llamado tu madre, Álvaro —mi mujer se acercó a mí y me enlazó por la cintura—. Clara se ha puesto de parto. Curro se la ha llevado al hospital y los niños están muy nerviosos. Ella, por supuesto, no quiere perderse nada, y me ha preguntado si me importaría que durmieran en nuestra casa, porque se niegan a quedarse solos con la muchacha. Le he dicho que sí, claro.
—Bueno, llama a la canguro de Miguelito.
—Ya la he llamado, y está aterrada. Tiene diecinueve años, Álvaro…
—Pero yo no puedo irme todavía —le advertí—. Tengo que ir a cenar con un montón de gente.
—Ya lo sé —me dio un beso en la mejilla—. Me voy yo, pero me tengo que llevar el coche. ¿La cena es en Madrid?
—Yo te lo dejo en casa, Mai —intervino Fernando—. Sano y salvo, no te preocupes.
Aquella noche, cuando volví a casa, todo estaba más claro. Compartir el secreto me había sentado bien, no sólo porque me sentía más ligero, más descansado ahora que disponía de un testigo y algo más, un confidente dispuesto a ser tan parcial como hiciera falta, sino porque mientras contaba mi historia en voz alta, cada episodio, cada escena, cada detalle difícil de creer había ido cobrando un sentido nuevo y sólido, como si lo que había sucedido de verdad no pudiera adquirir la definitiva categoría de certeza hasta que yo fuera capaz de contarlo, de ordenarlo y relacionarlo entre sí para construir un relato verosímil cuya principal virtud fuera convencerme a mí antes que a nadie. Mientras hablaba, me había dado cuenta de que las palabras que no me parecían suficientes para describir con exactitud mi estado, iban construyendo sin embargo un relato coherente que, más allá del asombro inicial, Fernando pudo aceptar sin dificultad, tal vez porque las propias conmociones nunca lo son tanto para los demás, o porque para él, la figura de mi padre era apenas un aderezo, el decorado ante el que se representaba el conflicto verdadero de la mujer que me había hecho perder el control. Eso, la violencia de un impulso que no había llegado a cumplirse, era lo que más le había impresionado, lo que más le admiraba y extrañaba a la vez en aquella historia turbia, complicada, donde yo me había comportado como se esperaba de mí, un hombre normal, un hijo responsable, un buen ciudadano, en todos los demás aspectos.
—Lo de tu padre no es tan extraño, Álvaro, aunque a ti te lo parezca —me dijo después de cenar, mientras me llevaba en coche a casa—. Cada familia tiene un armario cerrado, lleno hasta arriba de pecados mortales.
Sus palabras me recordaron aquéllas de Raquel, los seres humanos somos vulgares, sencillos, nuestras vidas son muy parecidas, hay media docena de cosas que todos tenemos en común. Eran dos maneras distintas de decir lo mismo, y en cualquier otro momento yo habría estado de acuerdo con las dos, pero aquella noche, aunque no tuviera más remedio que aceptar que mi propio deseo había inaugurado una fase diferente, una historia que no era la misma que la que había sucedido en aquel ático de la calle Jorge Juan, acaso ni siquiera su continuación, yo ya no podía prescindir de mi padre.
—Álvaro, hijo, tienes que hacerme un favor…
El parto de Clara había sido tan bueno que el sábado por la tarde, cuando fuimos a verla, nos la encontramos sentada, tranquila y sonriente, con el bebé dormido en los brazos. Sus dos hijos mayores, Íñigo y Fran, que se habían portado mucho mejor de lo que Mai y yo esperábamos, se abalanzaron sobre ella nada más verla, creando por fin una ocasión propicia para que mi madre, un tanto aburrida de no tener grandes truculencias que contar a las visitas, se sintiera por fin útil. Pero antes de llevárselos a merendar, me reclamó con un gesto y me ofreció la ocasión de hacerme un favor a mí mismo.
—Mira, tu hermano Julio está tan liado con los impuestos de la herencia —me explicó— que la semana que viene no puede perder ni siquiera un par de horas para pasar por La Moraleja a darle una vuelta a la casa, y como tú ya has inaugurado esa dichosa exposición, le he dicho que estaba segura de que no te importaría cambiarle el turno.
—No —sonreí al derroche de autoridad que mi madre confundía con la petición de favores—, claro que no.
—Pues eso. Te he traído el dinero y todo, aquí está… —encontró enseguida dentro de su bolso el habitual mazo de sobres cerrados y reunidos con una goma—. Llama a Lisette y queda con ella cualquier día menos el miércoles por la tarde, porque se ha apuntado a unos cursos de baile de salón. Me pidió permiso, por supuesto, y yo se lo di, claro, como ahora está sola allí, no tiene nada que hacer y se aburre, la pobre… No hace más que ofrecerse a venir a ayudar, pero yo le he dicho que se lo tome como unas vacaciones anticipadas, a cuenta del follón que va a tener en verano, porque pienso volver a finales de mayo y luego, cuando le den las vacaciones a los niños, pues, imagínate… Pero, de momento, no puedo moverme de casa de Clara, ya lo ves…
Antes de que terminara de contarme lo contenta que estaba de tener, ¡por fin!, una nieta que se llamara Angélica, igual que ella, yo ya había decidido que iría a La Moraleja el miércoles por la tarde. Había pensado en registrar el despacho de mi padre de todas formas en mi próxima visita, pero la ausencia de Lisette me ahorraría al mismo tiempo límites y explicaciones. Por eso la llamé, quedé con ella el martes, volví a llamarla aquella misma tarde para decirle que estaba atrapado en una reunión muy importante y que no me podía mover de la facultad, le rogué que no se lo dijera a mi madre para que no se enfadara conmigo, y le advertí que no tenía más remedio que ir al día siguiente, el jueves y el viernes estoy ocupadísimo, Lisette, pero no te preocupes, tú me dejas el correo en el despacho de mi padre y yo, al coger las cartas, pongo el dinero en el mismo sitio, ¿de acuerdo? Pero yo salgo de clase a las siete, me dijo, a las siete y media puedo estar en casa. Muy bien, acepté, pues quedamos a las siete y media, se me va a hacer un poco tarde, pero, en fin… ¿Y a qué hora empiezas? A las cinco, contestó, pero si quieres no voy, es que dejar el dinero encima de una mesa, así, sin estar yo, pues, no sé… Nada, nada, tú vete a tu clase, la tranquilicé, pues no faltaría más, a las siete y media nos vemos.
No era previsible que tardara menos en ir que en volver, pero no abrí la puerta de la casa de mis padres hasta las cinco menos cuarto, y en aquel momento ni siquiera me asombré de la frialdad de mis cálculos, la metódica cautela de estafador profesional que me resultaba cada vez más familiar y complementaba de forma natural la brillante opacidad de mis excusas. Estaba aprendiendo a mentir, y a dominar la técnica de contar las cosas a medias, omitiendo las verdades que sabía, lo que en definitiva no es otra cosa que una variedad refinada de la mentira, pero cuando entré en el despacho de mi padre, me acordé de mí mismo la última vez que estuve allí, todavía entero, todavía estremecido por el dolor, por la certeza de un dolor íntegro y transparente, la memoria de un hombre admirable, mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos.
Aquella tarde, mientras me veía a mí mismo con el antifaz y el saco de los ladrones de dibujos animados, no dudaba de que mi padre había sido un hombre excepcional, pero ya no estaba seguro del significado de aquel adjetivo. Y no dudaba de que estaba haciendo lo que tenía que hacer, pero no sabía si lo que buscaba eran pruebas para salvarle o para condenarle. Durante un instante, volví a sentirme un miserable, el hijo traidor que escucha la versión del enemigo, y eso seguía haciéndome daño, tanto que me detuve un momento en el umbral, y sin embargo ya no pensé que también podría no hacer nada. Ya no tenía margen para pensarlo.
Volví sobre mis pasos, fui al salón, me puse una copa y regresé al despacho procurando sentirme otro, aislarme de mí mismo para comprender bien, concentrar toda mi atención en los datos del problema. Era la mejor técnica que conocía y aquella tarde tampoco me defraudó. Veamos, pensé, hay un escritorio que conozco, dos columnas con cuatro cajones y un cajón central. Es probable que este último esté cerrado, pero los otros estarán abiertos, siempre lo han estado. Dos de las paredes de la habitación están forradas de estanterías, seis en total, y en la parte inferior de cada una de ellas hay un armario bajo, de dos puertas. Estos armarios están cerrados, pero sus llaves, junto con la que abre el cajón central del escritorio y unas cuantas llaves más, tienen que estar en una caja alargada de plata que está delante de los tomos centrales de la Espasa, a una altura inalcanzable para los niños…
En los cajones del escritorio no había nada interesante, pero eso no me sorprendió. Algunos estaban vacíos, otros llenos de sobres de varios tamaños, papel de cartas, una caja de tarjetas de visita recién salidas de la imprenta, bolígrafos, clips, una grapadora, algunas fotos sueltas de los nietos y talonarios de banco usados, su letra regular, pulcra y minúscula, identificando con detalle el destinatario, la cantidad y la fecha de todos los cheques que había extendido. Lo revisé todo por orden y con mucho cuidado, cerrando cada cajón antes de abrir el siguiente después de dejar cada cosa como estaba. También me había convertido en un experto en registros, y por eso, cuando cogí la caja de plata para comprobar que las llaves seguían estando allí, la puse otra vez en su sitio después de identificar la que abría el cajón central del escritorio. Allí tampoco hallé nada sorprendente o inesperado. Talonarios que aún estarían en uso si mi hermano Rafa no hubiera cancelado las cuentas a las que pertenecían, las cartillas de ahorro que su abuelo había abierto para mi hijo y mis sobrinos, los pasaportes de mi padre y mi madre, y algunas cartas informativas de diversos organismos oficiales, desde la Agencia Tributaria hasta la Dirección General de Tráfico, sin otro objeto que recordarle determinadas obligaciones fiscales o administrativas. No me desanimé, porque también contaba con eso.
No tenía muchas esperanzas de encontrar algo distinto, pero si mi padre había conservado algún indicio de otra vida, no estaría en su mesa, que abría y cerraba sin la menor precaución delante de sus hijos, ni en la caja fuerte de su dormitorio, donde ni siquiera pensaba mirar, porque mi madre la dejaba abierta, y vacía, con la misma naturalidad cada vez que sacaba su joyero de allí. Sin embargo, nunca había visto abiertos los armarios que estaban debajo de las estanterías. Eso no tenía por qué significar nada, o podía deberse a razones inocentes, pero si mi padre hubiera tenido una caja de seguridad en un banco, me habría enterado después de su muerte, y mis hermanos habrían encontrado antes o después cualquier cosa que hubiera guardado en la oficina. Rafa tal vez no me hubiera contado nada, pero Julio sí lo habría hecho. Por eso, y a pesar de la debilidad de mis esperanzas, creía que aquellos armarios eran mi única posibilidad.
Decidí moverme de izquierda a derecha y lo primero que encontré fue un armario vacío. En el segundo, que se abría con la misma llave, estaban muchos de los regalos que Julio Carrión González había recibido de sus hijos adolescentes, muñequitos, diplomas y trofeos en miniatura «al mejor padre del mundo», de los que se pusieron tan de moda entonces. Reconocí alguno de aquellos horrores como propio y sonreí. Por eso nunca abrías los armarios delante de nosotros, pensé, antes de identificar otros regalos distintos, plumas estilográficas y relojes de sobremesa sin usar en sus respectivos y flamantes estuches, placas de homenaje dedicadas por sus empleados, y objetos diversos, de esos que solían llegar a casa cada Navidad, envueltos en papel de celofán y sembrados de bombones de licor. Los regalos de empresa ocupaban parte del tercer armario y la totalidad del cuarto, porque las dos docenas de libros fotográficos, enormes, que permanecían allí tumbados, con el lomo a la vista, no podían tener otro origen. Allí había un poco de todo, desde la fauna ibérica hasta el tesoro de las catedrales, en función de los gustos personales de quien los hubiera escogido, seguramente una secretaria que no podía tener en cuenta el de su destinatario, un compromiso de su jefe al que no habría visto en su vida, pero entre el Museo del Prado y el Parque Nacional de Aigüestortes había también una mancha azul y alargada que no se correspondía con ningún lomo.
Tuve que sacar varios libros para descubrir una carpeta de gomas corriente, de cartón azul, muy vieja. Dentro había una docena de cartas remitidas a Rusia desde Zaragoza entre 1941 y 1943 por una tal señorita María Victoria Suárez Mena, un montón de fotos antiguas y lo que parecía una cartilla militar entre otros documentos semejantes. Cerré la carpeta sin pararme a estudiar su contenido y la dejé en el suelo, a mi lado, antes de volver a colocar los libros en su sitio. Algo es algo, me dije, pero no parecía mucho. El quinto armario estaba vacío, como el espacio inferior del sexto. En el superior había cinco archivadores de cartón, rotulados por mi padre con la fecha de los últimos cinco años. Los fui abriendo todos, uno por uno, y no encontré en ellos otra cosa que declaraciones de renta y patrimonio con sus correspondientes comprobantes de ingresos y de gastos, todo clasificado en carpetas de plástico transparente, muy limpias, muy ordenadas, muy inocentes. Detrás había una caja de metal de color gris y forma extraña. Alargada, oblonga, con las esquinas redondeadas, parecía más una caja de herramientas que otra cosa, pero tenía una cerradura en el centro, y no logré abrirla con ninguna de las llaves que mi padre guardaba en la caja de plata.
Me paré a pensar un momento y volví a mirar en el cajón del escritorio que siempre estaba cerrado. Allí, en una esquina, había visto un aro con tres llaves pequeñas. Dos eran iguales y las dos abrían la caja, pero ninguna entraba en la cerradura dorada, diminuta, de la pequeña cartera de piel que había dentro. Era larga, estrecha, y por su tamaño parecía diseñada para guardar talonarios de cheques, pero yo nunca había visto a mi padre usar nada por el estilo. La caja no contenía nada más. La cerré, la coloqué donde estaba, puse delante los archivadores, cerré después el armario, comprobé que nada estaba fuera de lugar y dispuse mi botín sobre la mesa de mi padre.
Estaba manipulando la cerradura de la cartera, bastante endeble y con la holgura suficiente como para hacerla saltar con un destornillador y un par de martillazos, cuando escuché el ruido de una puerta que se abría. Todavía eran las seis y veinticinco, pero todos mis hermanos tenían llaves de la casa. Guardé la cartera en la carpeta azul y ésta, a toda prisa, entre los libros y cuadernos que abarrotaban mi maletín, antes de decir hola en voz alta. Cuando Lisette entró en el despacho, los latidos de mi corazón todavía galopaban a una velocidad muy superior a la normal, pero ella no podía saberlo mientras me veía clasificar el correo con los ademanes lentos, parsimoniosos, de quien se resigna a estar perdiendo el tiempo.
—¡Álvaro! —se quejó con su acento dulce, cantarín—. Pero… Desde luego tu madre tiene razón, contigo no se puede. Vamos a ver, ¿no habíamos quedado a las siete y media?
—Sí —me levanté de la mesa para saludarla—, pero a las cinco ya había terminado todo lo que tenía que hacer, ¿qué quieres?, no iba a tirarme dos horas haciendo tiempo solo, en el bar de la facultad…
—Menos mal que no me he quedado a la segunda hora, como me dijiste que se te iba a hacer muy tarde… ¿Quieres tomar algo?
—Ya me he tomado una copa —le dije, enseñándole el vaso vacío.
—Bueno, pues otra. ¿Sí?
—No, Lisette, muchas gracias. No es que no me apetezca, pero tengo que conducir —empecé a recopilar el correo y señalé la esquina de la mesa donde lo había encontrado—. Ahí está el dinero.
Ella improvisó un mohín de reproche y luego me sonrió, mientras recogía los sobres que me había dado mi madre.
—Hay que ver, pero qué hombre más responsable.
Seguí hasta la puerta su cuerpo menudo y compacto, más azucarado y esbelto que nunca en su ropa de bailarina, una malla ceñida de tejido negro, brillante, y una falda a juego, que volaba con cada uno de sus pasos. Al despedirme de ella me fijé en que estaba abierta por delante y la abertura llegaba hasta el nacimiento de su muslo derecho. Entonces las palabras acudieron a mis labios por sí solas, sin que yo fuera consciente del recuerdo que las había convocado.
—Oye, Lisette, me gustaría saber… —pero en ese instante recobré el sentido común—. Nada, nada.
—¿Qué? —ella me dedicó una sonrisa cargada de intención, como si pudiera adivinar la categoría de la pregunta que nunca me atrevería a formular.
—Nada, de verdad —la besé en las dos mejillas y abrí la puerta—. Una tontería.
Me gustaría saber si mi padre se te insinuó alguna vez, Lisette, si te miraba, si te deseaba, si te hacía regalos sin venir a cuento, si fantaseó en voz alta con invitarte a cenar alguna vez o si de hecho llegó a invitarte. Eso era lo que me hubiera gustado saber, pero no me atreví a preguntárselo, porque yo era Álvaro Carrión Otero, todavía Álvaro Carrión Otero, un buen chico, un buen hijo, un buen ciudadano, un hombre normal, hasta vulgar, sin otra extravagancia que una aversión morbosa a los entierros, un profesor de Física que eludía los problemas, que ni siquiera concebía que pudieran pasarle cosas que no estuvieran más o menos programadas, que jamás le habría hecho preguntas comprometidas, arriesgadas, equívocas, a la muchacha de su madre.
Ese hombre solía ser yo. Si ya no lo era, pensé mientras conducía hasta Madrid, al menos seguía pareciéndome a él, y esa semejanza aún me consolaba.