El 24 de junio de 1941 hacía calor, un calor seco, africano e impío, capaz de levantar un espejismo acuático a ras de las aceras. Eran las doce de la mañana y ya se presentía el largo tormento de otro día sin final, la crueldad del sol prolongándose más allá del atardecer para afirmar su supremacía en una noche eterna de sudor y moscas, las sábanas calientes, tenaces como mordazas, y el sueño ausente en la blancura implacable de los sentidos embotados, abocados a percibir sólo calor. Eran las doce de la mañana y Madrid una precoz promesa del infierno, pero Julio Carrión González se cambió de ropa igual, antes de salir a la calle.
—Mira que eres tonto, chaval…
Su jefe, que era el dueño del local y se estaba hartando de ganar dinero, meneó la cabeza con una expresión de ironía paternal cuando le vio aparecer limpio y recién peinado, con los pantalones y la camisa con los que había aparecido por el taller aquella mañana. El señor Turégano había ido a trabajar con lo que él llamaba su mono de verano, un par de tallas más grande que el que usaba en invierno, para que circule el aire, decía, y no le importaba que le vieran así, vestido de lona azul, con el nombre de su garaje bordado en el lado izquierdo, la cremallera abierta hasta el borde del ombligo. Porque eres el jefe, no te jode, pensó Julio al escucharle, pero no dijo nada. No le interesaba llevarse mal con aquel hombre, y no sólo porque le pagara un sueldo todas las semanas. También le convenía su extraño concepto del trabajo y la pereza, esa obsesión por supervisarlo todo sin ausentarse del garaje ni un segundo, que permitía a su empleado favorito escapar del foso sucio, grasiento y maloliente donde le cambiaba el aceite a los coches, para dar una vuelta por el centro de la ciudad de vez en cuando. Y a Julio sí le importaba que le vieran con el mono lleno de manchas, más negro que azul y brillante de porquería, aunque en aquel barrio no le conociera nadie, ninguno de esos señores bien vestidos que llevaban del brazo a aquellas señoras elegantes que pisaban con tanta fuerza como si pretendieran romper con sus tacones las aceras de la calle Alcalá o de la Gran Vía. A veces era como si las rompieran de verdad, él lo había visto, había sentido el suelo temblando bajo sus pies, se había apartado para dejarlas pasar y se había quedado mirándolas, apostando consigo mismo a que ésta sí se iba a volver para devolverle la mirada. Ninguna lo había hecho nunca, pero algún día, pensaba él, alguna se volvería, y no iba a verle con el mono de mecánico que llevaba en el garaje, ni que estuviera loco, vamos. Por eso, porque confiaba en su ambición más que en su suerte, siempre que el jefe le mandaba a hacer algún recado, se cambiaba de ropa antes de salir.
—Con el calor que hace ahí fuera, Julio, ya tienes ganas de sudar, hijo…
Era verdad que el garaje, instalado en el sótano de un edificio antiguo y sólido que había salido indemne de los bombardeos, era fresco y oscuro como una cueva, pero también olía mal, y estaba sucio, y sobre todo aparte de la vida verdadera, la verdad de las calles elegantes y los escaparates lujosos, de las mujeres guapas y el dinero, como si la rampa que lo separaba de la calle de la Montera fuera mucho más que una cuesta de pocos metros, toda una frontera simbólica entre lo que Julio Carrión poseía y lo que deseaba. Y él no era el único que experimentaba la sórdida ilusión de aquel destierro. Mientras el jefe le explicaba lo que tenía que hacer esa mañana, Julio sentía en la nuca la envidia de sus compañeros, los tres mayores que él, los tres más antiguos en el trabajo, ninguno capaz de disputarle en cambio la predilección del señor Turégano, que un año antes, cuando en Madrid nadie se fiaba de nadie, le había contratado sin conocerle de nada.
Busco trabajo, señor, le había dicho él, lo que sea, cualquier cosa… ¿Cuántos años tienes, hijo?, le había preguntado aquel hombre mayor, calvo y regordete, que tenía más de cincuenta, tres hijas y el secreto disgusto de no haber tenido también un varón. Dieciocho, señor, y sonrió como él sabía sonreír, con los ojos y los labios a la vez, enseñando sus dientes regulares, blanquísimos. Pues el caso es que no necesito a nadie, pero…, y el patrón vaciló, ¿de dónde eres? Julio tomó aire y le contó algunas mentiras y algunas verdades, de Torrelodones, pero me vine a Madrid con mi padre antes de la guerra, una de esas casualidades, ya sabe, mi madre estaba enferma, tuberculosis ósea, la trataban aquí, el 18 de julio la pilló en el hospital, y luego, entre unas cosas y otras… Total, que ellos se volvieron al pueblo el año pasado, lo recuperaron todo, la casa, las tierras, mi padre es un hombre muy religioso, muy amigo del párroco, todo el mundo lo conoce, pero a mí… Yo ya he vivido aquí antes, señor, yo ya he probado esto, con guerra, y con hambre, y con todo, pero lo he probado y no me gustan las ovejas, ésa es la verdad. Aquel hombre se echó a reír, yo soy de un pueblo de Segovia, le dijo, y tampoco me gustan.
En ese momento, Julio Carrión González supo que había tenido suerte, lo supo antes de que al señor Turégano se le pasara por la cabeza la idea de contratarle, le había pasado muchas veces, otros nacían ricos, guapos, genios, príncipes, él había nacido simpático y lo sabía, y había aprendido a explotar ese don, yo en realidad lo que quiero es ser mago, añadió, mago profesional, ¿sabe?, me sé un montón de trucos… A verlos, dijo el patrón, y los vio, el de las monedas, el de los pañuelos, los de la baraja. Eres muy bueno, le dijo al final, sí que lo soy, admitió él sin arrogancia, pero no puedo vivir de esto, todavía no, necesito un trabajo, lo que sea, para empezar, y luego… No puedo ofrecerte mucho, claudicó sin demasiada resistencia el señor Turégano, no me importa, aceptó Julio, cualquier cosa me parecerá bien, pero antes de que el dueño del garaje concretara una oferta, le contó el chiste de los mejicanos y el perrazo, esmerándose al imitar las voces, y le vio llorar de risa. Desde entonces, Julio Carrión no sólo trabajaba en aquel garaje de la calle de la Montera. También era el hombre de confianza de su jefe, que le encargaba toda clase de tareas alternativas a su propio trabajo, algunas tan agradables como ir a recoger, y luego a devolver, los coches de los clientes que no tenían tiempo para pasar por el taller o acompañar a alguna de sus hijas al cine, y le daba una buena propina después, toma, decía, para que te tomes una caña a mi salud, como si ninguno de los dos supiera cuánto costaba una caña.
—Mira —le dijo aquella mañana—, te vas al banco, hablas con Gutiérrez, me ingresas estos dos cheques, recoges el comprobante del ingreso, que no se te olvide, y me traes cambio de doscientas… Aquí están.
—Muy bien —contestó él—. ¿Quiere que le traiga también unas cervezas?
—Sí, a ver si las encuentras heladas, pero heladas, ¿eh? Tráete seis, y vuelve por la sombra, para que no se calienten. Anda, vete ya y que no te pase nada.
Antes de empezar a subir la rampa, Julio miró a Paquito, el compañero que tenía más cerca, y le guiñó un ojo para recibir a cambio una sonrisa apaciguada y sincera. Los dos sabían que de las seis cervezas, les tocaría al menos una por barba, y que sería mérito de Julio haberlas conseguido. Así se haría perdonar entre sus compañeros el privilegio de estar casi una hora en la calle, entre el camino de ida, el de vuelta, la cola del banco y la lentitud a la que trabajaba Gutiérrez, le diría al señor Turégano, qué barbaridad, qué hombre más tonto, e imitaría los gestos más obsequiosos del cajero, su manera de frotarse las manos, su sonrisa de conejo y esa manía de estar siempre subiéndose las gafas con el índice de la mano derecha, para que el jefe se partiera de risa antes de acordarse de mirar el reloj.
Era verdad que fuera hacía calor. El aire estaba tan caliente como si la ciudad entera se hubiera convertido en un gigantesco vagón de metro y el sol hacía daño en la cabeza, de tanto como quemaba, pero Julio sonrió y miró a su alrededor como si sólo en la calle se respirara la vida. Cuando llegó a la Red de San Luis, se paró delante de un escaparate, se despeinó el mechón que le gustaba llevar colgando en un bucle sobre la frente, se desabrochó dos botones de la camisa, se la arremangó, se subió el cuello por detrás, y se colgó un pitillo del labio inferior hasta conseguir el aspecto achulado y un poco canalla con el que más seguro se sentía. Había pensado en lucirse un poco, bajar por la Gran Vía poniéndole ojitos a las camareras de las terrazas, pero antes de llegar a la esquina escuchó los primeros gritos y distinguió una marea de camisas azules contenida entre las dos aceras,
—Qué mala suerte, joder —murmuró entre dientes, mientras se daba la vuelta con una lentitud calculada para que su cambio de rumbo no pareciera una huida—, con lo bien que se estaba poniendo el día…
Titubeó un momento antes de desechar Caballero de Gracia y alejarse un poco más para escoger Jardines, una calle oscura y despoblada, como un paréntesis de calma, o de desolación, en el abigarrado corazón del bullicio. Qué mala suerte, repitió para sí mismo mientras recorría la acera desierta, rechazando con un movimiento de cabeza la oferta de un par de putas madrugadoras de las de toda la vida, que se escondían dentro de los portales para acechar a los clientes a quienes antes abordaban en plena calle, una tradición castiza que no cabía, pese a su raigambre, en el tradicionalismo del nuevo régimen. En aquella época, todo el mundo sabía lo que significaba en España el verbo caber. Lo sabían las putas, que habían aprendido a exhibir su cuerpo sin enseñar la cara, por si tenían que salir corriendo para intentar escapar por la azotea, y lo sabía Julio Carrión, que aquella misma mañana había vuelto a ver a Mari Carmen, la hija del Peluca, al salir de su pensión, a las ocho menos veinte.
Ahí está, había pensado al verla, hay que joderse, y se había vuelto a meter en el portal, igual que una puta callejera, para que ella al menos siguiera su camino sin descubrirle. Oculto tras la hoja de la puerta, la vio pasar, con cara de sueño y las piernas despiertas, preciosas, magníficas. Las piernas de Mari Carmen Ortega habían sido el primer monumento que Julio Carrión González admiró al llegar a Madrid, aquella tarde de junio de 1937 en la que su padre le iba arreando por el laberinto de la ciudad inmensa y desconocida como si fuera el perro que llevaba consigo para pastorear a las ovejas.
—Julio, anda, venga, rápido, que estás atontado, por aquí, sígueme…
El camión que los había traído desde Torrelodones los dejó en la calle Mayor, pero él había hecho el viaje en la trasera, rodeado de sacos y cajas de munición, y no había podido ver nada, casi nada, retazos fugaces de edificios muy grandes, algunos en ruinas, otros no, vigas de madera apuntalando las fachadas, agujeros en el suelo y gente, mucha gente, tanta como él no había visto junta en su vida, gente que andaba deprisa, como si llegara tarde a alguna parte, las mujeres con cestas, los hombres con uniformes militares de media docena de estilos distintos, los niños a su aire, disparando con palos, con tablones, con el listón suelto de alguna persiana, corriendo y persiguiéndose entre sí como si la otra guerra, la de verdad, no fuera con ellos.
—Gracias, teniente —cuando salió de allí, su padre ya estaba despidiéndose del hombre que seguía sentado al lado del conductor.
—De nada, Benigno —y miró a Julio con cara de pena, la misma cara con la que le había mirado el día anterior, antes de revolverle el pelo con la mano mientras le decía, pues entonces hasta mañana, chaval—. ¿Tiene usted a donde ir?
—Sí, voy a intentar quedarme en la pensión de una mujer de mi pueblo, en la calle de la Sal. Su hermana me ha asegurado que sigue abierta, que no se ha marchado, vamos a ver…
El teniente, que era muy joven, se despidió de los dos cuando Julio ya estaba cargado hasta arriba de bultos, una maleta en la mano izquierda, otra en la derecha, un lío de ropa envuelto en una colcha atravesado en bandolera y la jaula del periquito, el maldito periquito de su padre, enganchada en un meñique. Él no iba menos cargado, pero conocía el camino, y lo recorría con un vigor que su hijo no había visto nunca, una energía que no era más que rabia inútil, pero devolvía la tiesura a su cuerpo y la fuerza a sus piernas mientras atravesaban la plaza Mayor a un ritmo furioso, constante, que Julio no podía seguir sin tropezarse.
—Aquí es —le dijo delante de un portal, sin mirarle, mirando en todas las direcciones excepto en la de sus ojos, como si pudiera distinguir de un simple vistazo los rostros de todos los hombres, todas las mujeres que andaban en aquel instante por la ciudad, está usted loco, padre, pensó el hijo, pero se guardó para sí su pensamiento—. Ahora hay que subir hasta el tercero.
La dueña de la pensión les saludó cómo si les estuviera esperando, y Julio la reconoció al verla, pero el recuerdo de un viaje más feliz no le afectó tanto como la compasión de aquella mujer, que se atrevió a mirarle con una expresión parecida a la que había visto apenas diez minutos antes en el rostro del teniente, a él, Julio Carrión González, que a los quince años ya no soportaba la lástima de nadie.
—Ya me ha contado mi hermana, Benigno, pero… ¿qué vas a hacer, hombre?
—Voy a hacer lo que tenga que hacer —respondió el padre de Julio, rechazando la ayuda de su paisana, que se conformó con liberar al chico del hato de ropa y la jaula del pájaro.
—Pero esto es una locura —insistió ella—, Madrid entero es una locura, no vas a conseguir nada, no tenemos nada, ni comida, ni calma, ni la seguridad de estar vivos mañana por la mañana… Los tenemos ahí —y señaló con la mano hacia el salón de su propia casa—, ahí enfrente. Todo el mundo se marcha, ¿y ahora vienes tú? ¿Para qué? Si ella se habrá marchado también, ¿qué te crees? Hambre, ruinas y bombardeos, eso es lo que hay, eso es lo único que vas a encontrar. Vuélvete al pueblo, Benigno, hazme caso. Hazlo por el chico.
—Vamos a ver, Pilar, ¿tienes una habitación libre o no? —ella asintió con la cabeza, acobardada por el tono del recién llegado, que la miraba echando chispas por los ojos—. Pues cállate, dame la llave y déjame en paz.
Lo sabe, pensó Julio al escucharla, lo sabe, ha dicho que se lo contó su hermana, se enteraría el mismo día que yo, la tía puta… La pensión estaba en un piso grande y destartalado, muy limpio pero con pocos muebles, aunque en las paredes se veía el cerco sucio, oscurecido, de los que habían tenido que quemar el invierno anterior para calentarse. Doña Pilar no les había engañado. En Madrid tampoco había carbón, ni leña, pero eso Julio no lo aprendería hasta que volviera el frío, cuando su padre y él se hubieran quedado como los únicos huéspedes de la pensión y su dueña tuviera tanta pena de sí misma, del hijo que le habían matado en el frente y del otro, preso en Huelva, que no le quedara ya ni una gota de lástima que derramar sobre ellos. Pero aquella cálida tarde de junio del 37, Madrid todavía era la tumba del fascismo, y sus habitantes los orgullosos héroes que se bastaban solos para compartir hambre, ruinas, bombardeos y lo que venga, y para compadecer de paso a un pobre hombre de pueblo que se había vuelto loco en el peor momento para enloquecer. Y lo sabían, mientras seguía a su padre por el pasillo, mientras le veía abrir la puerta, y dejar las maletas en el suelo, y sentarse en la cama, y quitarse la gorra, y frotarse la frente con dedos temblorosos, y arrepentirse enseguida, levantando la cabeza para mirarle con un gesto furioso de desesperación, Julio sólo podía pensar que lo sabían, que todos lo sabían, el teniente, la patrona, la gente a la que habían visto por la calle y la que se había quedado atrás, en el pueblo, todos sabían que su madre se había marchado, que los había dejado, que los había abandonado para largarse a Madrid con el maestro de Las Rozas.
—¿Qué vamos a hacer ahora, padre?
—De momento, deshacer las maletas —le contestó—. Luego… Tengo que pensarlo.
Julio nunca había querido mucho a su padre. Le tenía miedo, más que respeto, y él parecía agradecer la distancia que marcaba ese temor. Cuando nació su primogénito, Benigno Carrión ya era un hombre mayor, con edad de sobra para haber sido el padre de su segunda mujer, Teresa, a la que había conocido poco después de enviudar de la primera. A Julio le inquietaba mucho la idea de que su padre hubiera tenido otra mujer antes de casarse con su madre, y miraba a escondidas sus retratos, y sobre todo la foto de aquella boda, esa señora vestida de encaje negro, con el pelo negro y los ojos negros y mantilla negra, que parecía un cuervo a punto de zamparse al jovencito de labios entreabiertos y mirada perdida en el que le costaba trabajo reconocer a su propio padre. Benigno nunca había descubierto la extraña atracción que aquellas fotos viejas ejercían sobre su hijo, pero su mujer le había pillado una vez.
—¡Ay, Julio, deja eso, anda! —le arrebató las fotos con delicadeza, las devolvió a su sobre de papel manila, y las escondió debajo de la ropa, en el cajón donde el niño las había encontrado—. A ver si tu padre se va a enfadar…
Y no pasó nada más. Con su madre nunca pasaba nada más. No es que no le regañara, que no le castigara, porque sí lo hacía, y a veces hasta le mandaba a la cama sin cenar y se pasaba un día entero sin hablarle, pero jamás le chillaba, ni le humillaba, ni le pegaba para hacerle daño. Y sin embargo, estaba siempre pendiente de él, de que hiciera los deberes, de que no faltara a la escuela, de que aprendiera bien las lecciones, de enseñarle francés. Teresa González era hija de maestros y había empezado a estudiar Magisterio ella también. Lo habría acabado si su madre no hubiera muerto de repente y su padre enfermado, de pena, decía ella, poco después, antes de viajar a Torrelodones para asumir el que sería su último destino. Ella, su hija menor y la única soltera, se fue con él allí, para cuidarle y echarle una mano con sus alumnos, y así conoció a Benigno Carrión, que estaba todas las tardes, sin faltar una, en la puerta de la escuela, aunque no tuviera ningún hijo, ni siquiera un sobrino al que recoger. Iba hasta allí sólo para mirarla, y su padre se dio cuenta antes que ella.
Ay, quita, papá, por favor, dijo cuando se lo comentó, haciendo aspavientos con las manos delante de la cara como si pudiera disolver esa noticia en el viento, si es un viejo, y un carca, y un meapilas, que está todo el día jugando al dominó con el párroco y el sacristán… Pero es un buen hombre, objetó don Julio, que daba por sentada la obviedad de su republicanismo al definirse a sí mismo como modesto librepensador, aclarando a continuación que lo de la modestia había que aplicarlo a la escasez de sus conocimientos, no a la firmeza de sus principios. ¡Ah!, ¿sí?, ¿y cómo lo sabes?, se extrañó su hija. Porque siempre que voy al café deja la partida, y al párroco, y al sacristán, y se sienta a mi lado para darme conversación, y antes o después acabamos hablando de ti, de lo guapa que eres, de lo buena que pareces, y de lo mucho que podría llegar a quererte. ¡Vaya!, concluyó Teresa, y yo sin enterarme…
Al día siguiente, cuando salió de la escuela y se lo encontró allí, de pie, con la boina en la mano, lo miró con más atención de la que le había dedicado nunca, y le pareció muy mayor, eso de entrada, pero también muy fuerte para su edad. Era un hombre corpulento, grande, todo lo contrario de los galanes esbeltos y delicados que la enamoraban desde las pantallas de los cines, pero bueno para refugiarse, para protegerse, para buscar calor en las noches de helada. Nada más, se dijo Teresa, nada más. No era feo pero tampoco guapo, aunque de joven, sin canas, habría sido atractivo, con la cara tan cuadrada y los ojos muy negros, centelleantes, la nariz afilada, decidida, la boca en cambio sorprendentemente blanda, de labios anchos, gruesos. No le gustaba, pero empezó a mirarle de otra manera, no pudo evitarlo desde que afrontó su mirada densa, oscura, cargada de deseo y de melancolía.
Una tarde él se atrevió a acercarse, y les acompañó hasta su casa. Aquella osadía se convirtió en costumbre, y la costumbre en merienda, y así, todas las tardes, cuando se sentaba con él y con su padre a tomar chocolate, Teresa sentía el amor de aquel hombre callado, hasta torpe, que encontraba dentro de sí mismo una imprevista fibra de elocuencia para hablarle con una dulzura rigurosa y caliente cada vez que don Julio les dejaba solos, cada vez más veces, cada vez más tiempo. Yo te adoro, Teresa, te adoro, te quiero más que a ninguna otra cosa en este mundo, más que a Dios, más que mí mismo. Y ella, que leía mucho, poesía y también novelas, y que lloraba sin falta la muerte de Fortunata cada vez que la encontraba agonizando en su buhardilla, y la de Anna bella y desdichada cuando el tren le pasaba por encima, y la que Heathcliff padecía en vida cada vez que el fantasma de Catalina llamaba a su ventana, y cantaba muy bien, canciones tristes de amores desiguales, desgarrados, la florista y el marqués, y más trenes, más buhardillas, más fantasmas, más dolor, y tocaba a Schubert y a Chopin, muy mal, en un piano barato y poco afinado, hasta que vinieron unos hombres a llevárselo sin que su padre se hubiera atrevido a contarle que ya no podía seguir pagando el alquiler, se estremecía al escuchar aquellas palabras que habría deseado escuchar de otros labios más jóvenes, más libres, más parecidos a los suyos. Y sin embargo, se casó con él, sin querer pensar que nunca lo habría hecho si su padre no hubiera muerto tan pronto, dejándole por toda herencia una treintena de libros, su estilográfica y dos cepillos de plata que habían sido de su madre.
La adoración perpetua apenas sobrevivió a la boda, pero la decepción de la recién casada no llegó a bordear siquiera los límites de la infelicidad. Durante muchos años, y ella no había cumplido aún los veintiuno cuando se convirtió en la mujer de Benigno Carrión, Teresa estuvo conforme con su vida. Su marido era un buen hombre, muy trabajador, autoritario, pero también respetuoso a su manera, que la quería y confiaba en ella. Vivían bien, sin ningún lujo pero con más holgura de la que nunca había conocido la hija del maestro, y desde que nació su primogénito, que se llamó Julio en memoria de su abuelo, con una criada que se ocupaba de las tareas más pesadas de la casa. Teresa se sentía un poco culpable por eso, porque aunque ella también trabajaba mucho, y se ocupaba del huerto, y de las gallinas, su marido no tenía a nadie que le ayudara con las ovejas, y se levantaba de noche, y de noche volvía a casa, y eso, pensaba ella, justificaba su cansancio y compensaba su falta de ternura, la indiferencia por los hijos y la extinción de la elocuencia, el ejercicio callado y seco de un amor mezquino, que se conformaba con su pequeñez y el sexo domesticado, canónico, de algunas noches de sábado en las que a ninguno de los dos se les ocurría quitarse la ropa antes de empezar.
Durante muchos años, Teresa estuvo conforme con su vida, pero había nacido con el siglo, aún no había cumplido los veintiuno cuando se casó con Benigno, y nadie, ni siquiera él, fue responsable de lo que ella vivió como su despertar a la vida verdadera y su marido como la perdición de los dos. Nadie pudo evitar que pasaran los años ni que fueran aquellos, heroicos, intensos, decisivos, en los que algunos días valieron el precio de una vida entera. No fue culpa de nadie que amaneciera aquella mañana de noviembre de 1933 en la que Teresa González se metió en su dormitorio después de poner sobre la mesa el desayuno de su familia para aparecer poco después vestida de domingo, como cuando todavía iba a misa por complacer a su marido, antes de la campaña electoral.
—¿Adónde vas, Teresa, tan temprano? —le preguntó Benigno, aunque lo sabía de sobra.
—A votar —contestó ella, y besó a su hijo, luego a su hija, y pasó de largo por la cabecera.
—¿A votar? —él apretó los puños, y los dientes, pero no logró controlar del todo su indignación—. Eso será si yo te doy permiso.
—No necesito tu permiso —Teresa terminó de colocarse el sombrero, empuñó el picaporte de la puerta, se volvió hacia ellos y Julio pensó que nunca había estado tan guapa como en aquel momento—. Tengo derecho a votar, y voy a ejercerlo.
—¿Y a quién vas a votar, si puede saberse?
—A quien me dé la gana. No tengo por qué decírtelo, eso también lo sabes.
El ruido del portazo se solapó con el estrépito del cristal y de la loza, tazones y platos que Benigno hizo añicos contra el suelo sin atender al llanto de su hija, su hijo callado, conteniendo la respiración, como había aprendido a hacer en los dos últimos meses, desde aquella tarde de octubre en la que todo empezó a venirse abajo.
—No seas tan soberbio, Julio —su madre estaba sentada a su lado, en la mesa de la cocina, ayudándole con los deberes de matemáticas—, no hay nada peor que un ignorante soberbio, y tú eres un niño muy listo de once años, o sea, que no lo sabes todo, te quedan muchas cosas por aprender, deja que te enseñe cómo se hacen…
—Pero si ya sé —protestó él, con más orgullo que convicción.
—No, no sabes, porque no te salen bien, ¿o es que no lo ves? Y si no aprendes ahora, no sabrás hacerlas nunca.
En ese momento, su padre asomó la cabeza por la puerta de la cocina, como todas las tardes, pero en lugar de volver a cerrarla, se acercó a la mesa y se sentó con ellos.
—Teresa…
—Ahora no, Benigno —pero sonrió a su marido, y le besó en la mejilla antes de volver a volcarse encima del cuaderno—. Espera un momento, ya estamos terminando.
Aquella tarde, Julio Carrión González aprendió a hacer raíces cuadradas y algo más, que no fue capaz de entender mientras se afanaba sobre las cuentas que ya no volverían a salirle mal en el cuaderno, ni bien del todo en lo que le quedaba de infancia.
—Mira, Teresa —dijo su padre por fin—, vengo de hablar con don Pedro y a él se le ha ocurrido… Tú ya sabes que las elecciones del mes que viene son muy importantes…
—Importantísimas —y en los labios de su mujer, aquel signo de conformidad sonó a desafío.
—Bueno, pues hemos pensado… Como ahora resulta que vais a votar las mujeres… Se le ha ocurrido a él, al párroco, no creas, y yo no le he prometido nada, pero a mí me gustaría… —Julio miró a su padre con el rabillo del ojo y le pareció que nunca le había visto tan nervioso, ni tan pequeño frente a la majestuosa serenidad que iba impregnando la rigidez de su madre, la espalda erguida contra el respaldo de la silla, las manos cruzadas sobre la mesa, la barbilla bien alta mientras le escuchaba—. No se trata de hacer campaña, no es eso, pero si tú quisieras… Tú le caes bien a todo el mundo, Teresa, las mujeres del pueblo te admiran, te quieren mucho, y ellas son muy beatas, ya lo sabes, eso no es culpa de los curas, ni de nadie… Y, en fin, si tú quisieras hablar con ellas, para contarles quién las defiende… Ya sé que tú no eres religiosa, pero estarás a favor de su derecho a serlo, ¿no?, siempre estás a favor de los derechos de todo el mundo, y yo…
—No me puedo creer lo que estoy oyendo, Benigno —y Teresa González pasó el brazo derecho por encima de los hombros de su hijo, como si necesitara impulso para elevarse hasta las alturas desde las que miraría a su marido a partir de aquella tarde.
—Yo te lo agradecería mucho, Teresa.
—No me lo puedo creer, te lo digo en serio. Que tú me estés pidiendo a mí que haga campaña para la CEDA…
—No es eso.
—¡Claro que es eso! —y se levantó de golpe, la silla cayó a sus espaldas y no se volvió para recogerla—. ¿Qué te crees, que soy tonta? Pues no soy tonta, Benigno, soy más lista que tú y tu párroco juntos, para que te enteres. Y tú deberías saberlo, porque me conoces muy bien, sabes muy bien quién soy yo, y quién era mi padre. Y no voy a hacer nada que le obligue a levantarse de su tumba para maldecirme.
—¡Tú harás lo que yo te diga! —la voz de su marido se elevó con una autoridad que contrajo los hombros de su hijo.
—¡No! —pero esta vez ella gritó más fuerte—. ¡No! ¿Me oyes? ¡No! Eso te sirve para cuando se me queda la cena fría o se me olvida darle de comer a las gallinas, pero para esto no. No, Benigno, no. Antes me voy de esta casa, que lo sepas.
Julio Carrión nunca había querido mucho a su padre, pero a partir de aquel día lo quiso más y menos que antes, porque descubrió su debilidad, su incapacidad para imponer su voluntad en su propia familia, y las raíces de su impotencia, que no era más que miedo, miedo a que su mujer hablara, contara, explicara por ahí, en el mercado, en las tiendas, en la Casa del Pueblo que frecuentaba cada vez más a menudo, lo que sucedía en su casa, ahora que había divorcio, ahora que las mujeres votaban, ahora que el mundo se estaba volviendo del revés, maldito fuera.
Es usted un calzonazos, padre, pensaba Julio, y sentía crecer dentro de sí un desprecio que se teñía de una vaga solidaridad, sin llegar a confundirse con la ternura, cuando le veía callar, tragar, aguantarse las ganas de gritar, de llorar, de estrellar la cabeza contra la pared cada vez que su mujer salía de casa dando un portazo. Y todo para que no se supiera, para que en el casino no se comentara, para que su mujer no le abandonara, y ni siquiera por ella, sino por los demás, por el párroco, por el sacristán, por los conocidos que le saludaban por la calle con un respeto al que no estaba dispuesto a renunciar por nada del mundo. La honra, decía, mi honra, cuando discutía a gritos con Teresa en la cocina. ¿Tu honra?, se reía ella, por eso no te preocupes, Benigno, yo no me acuesto con nadie, pero con nadie, ¿me oyes?, con nadie, ya lo sabes tú de sobra, y a su hijo le dolía su ironía, su flamante sarcasmo de mujer que no necesitaba nada, que no necesitaba a nadie, ni honra, ni marido, ni siquiera la sombra de un hombre a su lado. No es usted más que un calzonazos, padre, pensaba Julio, mientras se daba cuenta de que también quería a su madre más y menos que antes, más porque era imposible no quererla, menos porque ahora era ella la que le daba miedo.
Julio no sabía explicar lo que le estaba pasando a Teresa, no conocía las palabras justas para definir su transformación, una metamorfosis antinatural, un crecimiento inverso, prodigioso, imposible, como si el tiempo pasara al revés por su rostro, por su cuerpo, por su espíritu. Eso no bastaba para explicarlo todo, pero era bastante, porque Julio recordaba a su madre de antes, una mujer mayor para un niño tan pequeño como era él entonces, una señora bien vestida, bien peinada, de movimientos lentos y cuerpo pesado, algo más que redondo, que siempre estaba cansada y llevaba la cabeza cubierta cuando iba a buscarle a la escuela, y resoplaba al sentarse en una silla al volver a casa, mientras esperaba a que llegara su marido para servir la cena. Esa señora había desaparecido, se había evaporado, se había desprendido como una cáscara inútil del cuerpo ágil, elástico e infatigable de una mujer joven con rostro de muchacha, las arrugas que se insinuaban en su frente, en sus párpados, incapaces de combatir el brillo de sus ojos, la firmeza de su boca, el desorden de sus cabellos oscuros, sueltos y aún más hermosos.
Aquella mujer no era la misma de antes por más que siguiera siendo su madre, y cada noche dormía menos, y cada día trabajaba más, en el huerto, en la casa, con las gallinas, haciendo los deberes con sus hijos y después, cuando su marido se acostaba y ella se sentaba en una mecedora a leer, o en la mesa de la cocina, con la estilográfica de don Julio y unas cuartillas, para trabajar durante horas en unos textos que tachaba y reescribía muchas veces y que siempre empezaban con la misma palabra, compañeros. Pero nunca estaba cansada, ya no. Por eso le daba miedo, y porque no entendía lo que le estaba pasando, nadie lo habría entendido. Era como si Teresa González hubiera vuelto a nacer, por dentro pero también por fuera. Ahora no tenía tiempo para arreglarse y salía de casa vestida de cualquier manera, todas las tardes se olvidaba de pintarse los labios, nunca se había preocupado menos de su aspecto, y sin embargo, aunque antes no lo era, cada día estaba más guapa, y cada día más joven, más fuerte. Era su madre, cada día más valiente, hablando en público, organizando colectas, dando la cara en las manifestaciones, despertando los mismos susurros de simpatía y de admiración entre los hombres y las mujeres del pueblo cuando paseaba con sus hijos por la calle, los mismos susurros de desprecio y de escándalo en otros hombres, otras mujeres, que habían dejado de saludarla, pues ya ves, qué pena, susurraba ella al pasar por su lado con la cabeza muy alta, aunque siguieran tratando con respeto a su marido.
—¡Escúchame bien, Teresa! Se acabó —la primera vez que vio el nombre de su mujer, que para mayor escarnio era el único nombre de mujer, escrito en letras pequeñitas, pero muy claras, entre los oradores que iban a intervenir en un mitin del Frente Popular, Benigno Carrión se colocó delante de la puerta de su casa con la escopeta a mano, apoyada en la pared—. Tú hoy no sales de esta casa como no sea con los pies por delante.
—¿Quieres el divorcio, Benigno? —le contestó ella en tono burlón, mientras terminaba, esa tarde sí, de arreglarse delante del espejo del recibidor—. Te lo doy, de mil amores.
—¡No, no es eso! —él chilló, se crispó, se puso nervioso, se apaciguó después—. No quiero el divorcio, no voy a consentir que te divorcies de mí, ya lo sabes.
—Pues entonces deja de decir tonterías… Y apártate de la puerta, por favor, que no quiero llegar tarde.
Teresa González, extremadamente tranquila, avanzó hasta colocarse delante de su marido, que levantó el brazo derecho en el aire como si fuera a darle una bofetada, hasta que ella le obligó a bajarlo otra vez, colgándose de él con todas sus fuerzas.
—No me levantes la mano, Benigno —le dijo entonces, mirándole al fondo de los ojos, las aletas de su nariz ensanchándose en cada sílaba, una ira oscura y contenida resbalando muy despacio por sus labios—. No se te ocurra ponerme una mano encima, porque te juro que te vas a arrepentir.
—¿Qué vas a hacer —la voz de su marido temblaba—, avisar a tus amigos pistoleros para que vengan a matarme?
—¡Ja! —y su mujer sonrió, mantuvo la sonrisa, estuvo a punto de echarse a reír—. ¿Ahora resulta que soy yo la que tiene amigos pistoleros? Hay que ver… ¡Qué poca vergüenza tenéis, Benigno, pero qué poca vergüenza! Quita.
Le dio un empujón a su marido, abrió la puerta y salió. Julio, que lo había visto todo, escuchó el repiqueteo de sus tacones sobre el empedrado y luego nada, los sollozos de su padre, que eran menos que nada porque no quería oírlos, menos que nada porque no quería verlos, ni entenderlos, ni tener que recordarlos después, aquel viejo llorón, su padre, todo el día a vueltas con la escopeta, limpiándola, cargándola, enseñándola, haciendo el payaso con ella, para acabar sentado en el suelo, como estaba ahora, derrengado, acabado, insufrible para los ojos de su hijo de catorce años, que no quería que las cosas estuvieran como estaban, que quería que todo volviera a ser como antes, que su madre volviera a ser la de antes, una mujer mayor y cansada, esposa de un hombre capaz de inspirar miedo, padre de un chico que no entendía cómo su vida había podido llegar a derrumbarse de aquella manera y que tampoco sabía qué hacer para arreglarlo, porque ya había dejado de ser un niño pero todavía no había empezado a ser un hombre, porque tenía sólo catorce años y una inmensa confusión a cuestas.
—¡Padre! —gritó sin embargo, para que por lo menos se levantara del suelo, pero no cosechó más que una mirada insensible, atontada, una mirada de vaca en los ojos de un anciano sin porvenir, pensó, sin dignidad—. ¿Pero por qué no hace algo, padre?
Él le miró como si no le entendiera, apartó los ojos, hizo un puchero, volvió a mirarle.
—Pegarme un tiro —dijo por fin, con un hilo de voz delgada, quebrada, estúpida—, eso es lo que voy a hacer.
—Ni para eso vale usted —murmuró Julio, y durante un instante no supo adónde ir.
Pero fue sólo un instante. Su padre todavía no se había levantado del suelo cuando Julio Carrión González pensó que sólo le quedaba un camino. Llegó a la Casa del Pueblo corriendo, cinco minutos antes de la hora anunciada en los carteles, pero había tanta gente empujando que creyó que no iba a poder entrar, y estaba a punto de darse la vuelta cuando uno de los que vigilaban la puerta le reconoció.
—Un momento, chaval —gritó—. Tú eres el hijo de Teresa, ¿no?
—Sí, señor.
—A mí no me llames señor —y aquel hombre se echó a reír—. ¿Qué has venido, a oír a tu madre? —Julio asintió con la cabeza—. Y muy bien que haces, no hay muchas como la tuya. Ven, anda, pasa, por aquí… Había sitios reservados en la primera fila, ya deben de estar todos ocupados, pero no importa. Tú dile a los compañeros que eres el hijo de tu madre, que te dejen llegar hasta allí, y te sientas en el suelo, aunque sea…
Julio Carrión González no se había sentido tan importante nunca en su vida. Su madre tampoco le había mirado nunca como le miró aquella tarde, cuando le vio abrirse paso entre la gente que se apiñaba en el pasillo hasta llegar al pie del estrado que ella parecía presidir, dos hombres a su izquierda, otros dos a su derecha, reproduciendo el orden en el que tomarían la palabra aquella tarde. Ella nunca había intentado atraerse a su hijo mayor con premios ni trampas, como hacía su marido, que le daba la paga semanal sólo el domingo, sólo al salir de misa. Ni siquiera hablaba de política con él, a menos que fuera Julio quien le preguntara algo. Justificaba esta única, mínima cobardía, ante sí misma obligándose a ser consciente de que, por el simple hecho de ser como era y haberse casado con Benigno, ya le ponía las cosas bastante difíciles a los niños, pero ésa no era toda la verdad, ni siquiera su parte principal. En el fondo de su corazón, Teresa González se sentía culpable, y por mucho que se supiera de memoria la lección de los indeseables vestigios del tradicionalismo reaccionario y clerical, que anidan en el subconsciente femenino como pájaros traidores a los que hay que eliminar a toda costa, se sentía mucho más cómoda fuera de casa que dentro, cuanto más lejos de su familia mejor. Por eso se emocionó tanto cuando vio a Julio sentado en el suelo, dispuesto a escucharla. Ella estaba tan segura de su causa que no buscó otras razones para explicarse la presencia de su hijo, que se había marchado aquella tarde de casa porque había querido, porque había decidido estar a su lado, no ir de su mano, no seguir sus pasos, no agarrarse a sus faldas, sino estar a su lado, algo mucho mejor, más valioso. A ver si ahora no meto la pata, se dijo después, no vaya a ser que me ponga nerviosa porque el niño me esté escuchando, y para una vez que me dejan subirme aquí arriba, y con dos candidatos de Madrid, encima…
—¡Qué bien has hablado, mamá! —le dijo Julio al final del mitin, mientras ella lo mantenía apretado entre sus brazos, y le besaba en la cabeza, en la frente, en los ojos, en las mejillas, en los labios.
—¿De verdad? —le preguntó, aunque ya sabía ella que sí, que había estado muy bien, que la habían aplaudido tanto como al que más—. ¿Te ha gustado?
—Muchísimo. Le ha gustado a todo el mundo. Algunos me han felicitado a mí y todo…
—Y eso que no me han dejado hablar casi nada, diez minutos, me han dicho al llegar, ¿tú te crees? ¡Diez minutos! —qué guapa estás, pensó Julio, pero qué guapa y qué miedo me das—. Pero bueno, es lo que pasa, tampoco es que yo me hubiera hecho ilusiones, ¿sabes?, porque me han invitado a participar porque soy una mujer, sólo por eso, les gusta que haya una en todos los mítines, por lo del voto femenino, y querían que viniera alguna importante, pero ésas ya estaban ocupadas, claro, como son tan pocas, y por eso han tirado de mí, que estaba a mano… Y para hablar de las mujeres, sólo del tema de las mujeres, me han dicho, qué pesadez, siempre igual, como si una no tuviera ideas sobre todo, lo mismo que ellos… Por eso he hablado el doble y de lo que he querido, pues sí, no me faltaba más que eso, después de aguantar a tu padre en casa, tener que seguir aguantando aquí, ya se lo he dicho al principio, yo hablo de lo que me dé la gana o no hablo… Pero no les ha parecido mal, ¿sabes? He tenido mucho éxito, ésa es la verdad.
Era la verdad. Mientras salían juntos a la calle, los dos recibieron palmadas, caricias, enhorabuenas y palabras de aliento, ella por ser como era, él por ser su hijo. Julio nunca se había sentido tan importante, tan orgulloso de su madre. Tampoco había sentido jamás el borde del abismo en la planta de sus pies tan cerca como aquella tarde, cuando comprendió que se avecinaba un final inevitable, porque aquello no podía durar, no podía durar su casa, no podía durar su familia, no podía durar su vida. Él ya no era un niño pero todavía no era un hombre, y comprendía las cosas pero no podía tomar partido por su madre, no podía porque lo único que quería era volver a vivir como antes de cumplir once años.
—Pero, bueno —seguía diciendo ella cuando ya veía su casa al fondo de la calle—, lo importante ahora no es eso, lo único importante es ganar las elecciones… —y de repente se paró, le obligó a pararse a su lado, le miró—. ¿Y tu padre?
—Ahí se ha quedado.
—No creas que no lo siento, hijo, de verdad. No creas que no lo siento, pero no puedo hacer otra cosa. De verdad que no puedo. Ahora no —y volvió a abrazarle, volvió a besarle, lo mantuvo apretado contra sí un buen rato, hasta que él creyó que no tenía nada más que decir—. O sigo o me muero, no tengo elección.
Julio también lo sintió al día siguiente, cuando volvió a ver a su padre por la noche, callado y taciturno, convertido en un anciano abrumado por la vergüenza, incapaz de mirar a su hijo a la cara. ¿Por qué tendrá que ser usted tan calzonazos, padre?, eso pensó, eso y que era una desgracia tener una madre como la suya, y no reparó en que a ella no le concedía siquiera el beneficio de la pregunta. A partir de aquel día, su propio padre fue confirmando poco a poco sus certezas, porque decidió borrarse, ausentarse, encerrarse en sí mismo, asistir a su propia ruina en la impasibilidad del silencio. Y fue su madre quien empezó a gritar, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, cuando los generales traidores se sublevaron contra la República, cuando el pueblo pidió armas para defenderse, cuando estallaron las primeras consignas, todos los hombres al frente, todas las mujeres a las fábricas, todo el esfuerzo de todos para ganar la guerra, no pasarán.
—Mañana empiezo a trabajar —Teresa informó a su familia en el desayuno, la última mañana de septiembre de 1936—. Me han habilitado como maestra de párvulos, los más pequeños… Espero poder con ellos. El maestro titular se ha alistado y se marcha esta tarde a Madrid.
Benigno Carrión no dijo nada, ni entonces ni unas semanas después, cuando la guerra de verdad llegó a Torrelodones de una forma imprevista, más allá de los uniformes de los soldados que estaban de permiso, más allá de los convoyes militares que pasaban por la carretera a todas horas, más allá del puesto de mando al que los agricultores y los ganaderos acudían para vender sus hortalizas, sus corderos, y de los aviones alemanes que ya habían empezado a surcar el cielo todos los días, dos veces cada día, cuando iban a bombardear Madrid y cuando volvían. Hasta entonces, eso había sido la guerra en el pueblo, pero empezó a llegar gente, y gente, y más gente, familias sin hombres, mujeres y niños cargados de trastos, colchones, ropa, cacerolas, alguna cabra, alguna vaca atada con una cuerda, y ancianos que habían cogido los útiles de sus viejos oficios por si encontraban algún trabajo, algo que hacer allí donde les llevaran. El gobierno había evacuado los pueblos más cercanos a la capital, Pozuelo, Aravaca, Humera, Las Rozas. También Las Rozas.
—Voy a daros una noticia —Teresa volvió a optar por la contundencia del hecho consumado el día que apareció a la hora de cenar con un hombre moreno y delgado, de unos cuarenta años, que llevaba una maleta en cada mano—. A partir de ahora tenemos un huésped. Se llama Manuel Castro, y era el maestro de Las Rozas. Ha venido con la gente del pueblo y se va a ocupar de dar clase a los niños evacuados. Han preguntado si alguien tenía sitio para alojarle y yo he dicho que sí, claro, porque nos sobra la habitación del desván… Benigno, ¿me estás oyendo?
—Sí, claro, bienvenido —y Julio vio a su padre levantarse, dar la mano al desconocido, y sonreír con una esquina de la boca, antes de añadir algo más en un susurro que su mujer no llegó a escuchar—. Total, para lo que vas a durar…
El día que terminaba había sido 13 de noviembre y los sublevados iban a entrar en Madrid de un momento a otro. Ya estaban tardando demasiado. De hecho, don Pedro, el párroco, le había contado a su amigo Benigno hacía ya un par de semanas, entre risitas, que un periódico de Sevilla había publicado que Franco estaba a cuatro pesetas y media en taxi de la Puerta del Sol. Julio lo sabía porque su padre le había dicho que todo se iba a arreglar, ya verás, cuando ganemos la guerra, ya le voy a ajustar yo las cuentas a tu madre, ya…
A él no le gustó lo que dijo ni cómo lo dijo, no le gustó la naturaleza mezquina, siniestra, de su tenebrosa resurrección, no le gustó la imprevista ferocidad de la sonrisa que dejó sus dientes al descubierto ni la cualidad opaca, densa, de su mirada. Ha tenido que venir Franco a sacarle las castañas del fuego, padre, pensó entonces, y le despreció más que nunca, pero le creyó, creyó que su padre tendría la suerte de los cobardes, y temió por su madre, no por su causa, ni por sus amigos, sus compañeros, los que le habían llenado la cabeza de pájaros, los que se la habían arrebatado y le habían arrancado de cuajo de su propia vida, la vida que le pertenecía, la de un niño tranquilo a la sombra de una señora bien peinada, bien vestida, que siempre estaba cansada y resoplaba al sentarse en una silla, mientras esperaba a que llegara su marido para servir la cena. Ésa era la única opinión que Julio tenía, era lo único que quería, volver a vivir la vida de antes, con su padre de antes y su madre de antes, y el miedo, y la distancia, y la ternura de antes, y sin embargo, al escuchar a Benigno temió por ella. No tardó mucho en descubrir que sufría en vano, porque su padre era un calzonazos hasta para eso.
Es cuestión de horas, de días, de semanas, decía, y pasaban las horas, los días, las semanas y no pasaba nada. Cuando quieran, le decía él, entran en Madrid cuando quieran, y una mierda, pensaba Julio, están purificando la ciudad, tienen que arrasarla, humillarla, destrozarla para que vuelva a surgir pura, nueva, limpia, y una mierda, volvía a pensar Julio, no es que hayan renunciado a Madrid, no, pero primero quieren tomar El Escorial, es lógico, al fin y al cabo es el centro espiritual del Imperio, una mierda, una mierda y una mierda, cuando quieran, decía Benigno, yo no sé a qué están esperando pero ellos lo sabrán, eso seguro, y España no es sólo Madrid, no sé quién se ha empeñado en que eso sea tan importante…
—Vamos a ver, padre —Julio le interrumpió cuando ya no podía más, un día de ese año que iba a empezar con los fascistas tomando las uvas en la Puerta del Sol—. ¿Cayó El Escorial?
—No, pero…
—¡Pues cállese ya, que parece tonto, joder! No pasan porque no pueden. Punto final.
—Qué equivocado estás, hijo mío, qué equivocado estás…
Por aquel entonces, enero de 1937, la vida de Julio había vuelto a cambiar, no en la dirección que él anhelaba, pero sí por los recovecos de un camino oblicuo que no había podido prever, mientras el sueño imposible de aquella infancia, que nunca llegaría a recuperar, se perdía definitivamente en un hogar donde su padre, resignado con una progresiva mansedumbre al ejercicio privado y paciente de un rencor que aún parecía condenado al fracaso, abultaba cada vez menos. Mientras los días, las horas, las semanas, se llevaban su venganza al horizonte lejanísimo que su fe no era capaz de acortar, Benigno Carrión desapareció de la vida cotidiana de su mujer y de sus hijos para convertirse en una especie de fantasma, un aparecido de carne y hueso que salía muy pronto por la mañana y no llegaba hasta que todos estaban acostados, borracho de anís y de las consignas de la radio de Burgos, que escuchaba a escondidas en la casa parroquial. Así, ni siquiera llegó a enterarse de que en su casa nadie le echaba de menos. Ni siquiera Julio.
—Fijaos bien… La mano es más rápida que la vista.
Y entonces, Manuel rasgaba con mucha parsimonia una hoja de periódico, partía la mitad más pequeña en pedacitos, se los enseñaba dibujando arabescos en el aire con los dedos, la escondía dentro del resto, soplaba, y con ademanes aún más lentos, cargados de inteligencia, de misterio, desplegaba el papel que tenía arrugado dentro del puño hasta mostrar la misma hoja de periódico del principio, entera, flamante, mágica, para que Teresa y sus dos hijos, únicos espectadores de aquel prodigio, compartieran un solo asombro alborozado, aplaudiendo hasta que las manos les empezaban a doler.
—¿Cómo lo haces? —le preguntaba Julio.
—Eso no te lo puedo decir —él sonreía—. Los magos nunca revelamos nuestros trucos. A ver, elige una carta, pero no me la enseñes, enséñasela a tu madre y a tu hermana, ¿ya?, muy bien, vuelve a meterla en el mazo, donde tú quieras, yo no miro, ¿de acuerdo?
Y las dos Teresas, la mayor y la pequeña, veían la sota de oros antes de que Julio la escondiera bien, Manuel de perfil, la cabeza vuelta hacia atrás, aunque ni siquiera de frente habría podido distinguir la figura, porque su víctima la apretaba contra su palma y la tapaba con la otra mano antes de devolverla a la baraja.
—Vamos a ver… —decía entonces Manuel, mientras examinaba las cartas con el ceño fruncido para inaugurar el juego de los despistes—. Está difícil, no creas, no sé… Puede que sea el as de espadas, ¿no? No, no, ésa no es. Quizás es el siete de bastos, pero no, ésta tampoco me convence… Y si tampoco es el tres de oros, ni el cinco de copas, ni el caballo de espadas… Tiene que ser la sota de oros, ¿a que sí?
Manuel Castro era leonés, de La Bañeza, pero había abandonado su pueblo antes de cumplir seis años, cuando a su padre, que era ferroviario, le destinaron a Las Matas como jefe de estación. Al llegar a Torrelodones y a la vida de los Carrión, acababa de cumplir treinta y nueve, era socialista desde hacía casi veinte, y cuando estaba serio parecía mayor, porque tenía un rostro grave, alargado y huesudo, pero al sonreír, su cara se iluminaba como la de un niño inquieto y goloso en el instante en que desenvuelve un caramelo. Más delgado que esbelto pero en absoluto frágil, convaleciente de una tuberculosis ósea que había estado a punto de acabar con él —por eso estoy aquí, aclaraba siempre, con la precipitación de las puntualizaciones trascendentales, porque no me han dejado alistarme— sin dejar huellas aparentes en su cuerpo fibroso, flexible, más duro que el bacilo que lo había atacado, tenía muchos motivos para estar preocupado, pero Julio lo veía sonreír todos los días. Su mujer y sus hijas se habían marchado a Valencia y le escribían de vez en cuando, cartas largas y minuciosas a las que contestaba cada vez con menos líneas, para no ponerse triste, pensaba él, para no ensombrecerse, para conservar los ánimos y la sonrisa que habían vuelto a hacer habitable su propia casa. A Julio le gustaba Manuel, le gustaba su fuerza porque iba por dentro, sin las baladronadas y los aspavientos ridículos que enmascaraban la debilidad de su padre, le gustaba su serenidad, esa manera de pensar despacio que lograba serenar e incluso imponerse a la vehemencia de su madre, y sobre todo le gustaba su control, la capacidad de dominar al mismo tiempo sus propias reacciones y las de los demás, sin necesidad de levantar la voz ni de hacer más trampas que las imprescindibles para que la mano siguiera siendo más rápida que la vista.
—¿Dónde aprendiste a hacer magia?
—Me enseñó mi suegro. Él era un mago de verdad, ¿sabes? Estuvo contratado en un circo italiano, uno de los buenos, viajó por medio mundo, fue hasta a América, ¿qué te parece? Pero luego volvió a su pueblo, conoció a mi suegra, se hicieron novios y se quedó en Madrid. Yo le conocí antes que a su hija. Le vi actuar una noche, en un teatro, me impresionó mucho y le esperé en la calle, para saludarle. Nunca he pensado en dejar mi oficio para dedicarme a esto, pero me gusta mucho, desde chico. Empecé a hacer trucos por mi cuenta, pero sin él no habría llegado muy lejos, no creas.
—¿Y por qué no me enseñas tú a mí?
—¿De verdad quieres aprender? —Julio le miró a los ojos, asintiendo con un gesto de fervor casi solemne—. Muy bien, pues vamos a hacer una cosa, lo mismo que hizo mi suegro conmigo. Voy a dejar que te acerques, que te coloques delante, encima de mí. Y voy a actuar un poco más despacio, pero sólo un poco y sólo en algunos números que no te voy a decir cuáles son. Vamos a hacer esto durante, digamos… una semana. Si eres capaz de ver algo, de adivinar algún truco, te enseñaré. Si no, nada. ¿De acuerdo?
—Chócala.
Aquella noche, Julio se esforzó hasta que le dolieron los ojos, pero no vio nada. Al día siguiente, sin embargo, se fijó en la posición de uno de los pulgares de Manuel, que no siempre estaba a la vista mientras movía los dedos en el aire como si fueran diez, aunque eran sólo nueve. Necesitó un par de sesiones más para comprender bien lo que veía, y no acertó del todo pero fue bastante.
—Eso es lo mismo que vi yo —le dijo Manuel, muy sonriente, la primera tarde que se encerraron juntos en el desván.
La mano es más rápida que la vista, sobre todo cuando se engaña a los ojos de los espectadores, cuando se fija su atención en un detalle irrelevante, cuando el mago sabe dirigir las miradas de los otros a su antojo. No es más que eso, ingenio, trampa, astucia, una pura ilusión, aprendió Julio aquella tarde, en realidad los ojos siempre son muchísimo más rápidos que las manos, no lo olvides nunca. No lo olvidó, y progresó deprisa. Eres mejor que yo, empezó a decirle Manuel, serás mejor, seguro, y le propuso actuar con él, echarle una mano en casa primero, para ensayar, y servirle de ayudante después, en las funciones que daba la Casa del Pueblo los sábados por la noche, en el colegio, cuando celebraban fiestas improvisadas para alejar a los niños del horror de todos los días y todas las noches, y en los cuarteles, cuando actuaba ante los soldados del Ejército Popular.
Julio aceptó con entusiasmo, se esforzó por hacer bien su trabajo, y durante algunos meses fue feliz, más y menos feliz que antes, más porque le gustaba Manuel, porque admiraba su fuerza, su serenidad, su capacidad de controlarlo todo, y porque se divertía viajando con él, con su hermana y con su madre, por los pueblos de los alrededores, donde las muchachas le admiraban sin disimulos y se le acercaban al final de la función para preguntarle cómo se llamaba, cómo lo hacía, cuándo volvería. Menos porque descubrió la verdad, el precario fundamento de esa felicidad que no llegaría a echar raíces en él, que fabricaba una ilusión sonrosada, aérea, traidora, que le llevaba a olvidarse de su nombre y de sus apellidos, de su destino y de la realidad, como si su padre se hubiera muerto, como si Manuel fuera su padre, como si su madre nunca hubiera sido la señora cansada y respetable que deseaba recuperar más de lo que deseaba ninguna otra cosa.
Teresa miraba a su huésped con una devoción entregada, codiciosa, interior, cargada de admiración, de complicidad, que Julio no había visto jamás en sus ojos. Manuel estaba siempre pendiente de tenerla cerca, de protegerla, de no perderla mientras atravesaban el tumulto de las calles, y todos los días, en el desayuno, le hacía una pajarita de papel que ella recibía con una sonrisa de desproporcionada gratitud, como si tuviera mucho más que agradecerle. Julio les veía, y les escuchaba, compañero, compañera, esas dos palabras comunes, inocentes, casi triviales, que en sus labios desbordaban todos los significados que él conocía, y hasta los que era capaz de imaginar. Y podría haberse abandonado, haber elegido esa versión fácil, falsa, amable, acorde con la guerra, con los tiempos, con la cualidad terrible y convulsa del paisaje que les rodeaba, pero no quiso hacerlo porque era demasiado orgulloso, demasiado soberbio como para renunciar a lo que era suyo, para aceptar una parte de un pastel ajeno, para conformarse con un papel secundario en un sueño postizo que no le pertenecía. Manuel le dio esa oportunidad varias veces, pero él nunca quiso aceptarla.
—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntaba, y Julio se daba cuenta de que le trataba como a un hombre, pero tampoco era capaz de agradecérselo.
—Nada.
—¿Quieres que hablemos?
—No.
Si hubiera hablado con él, todo habría sido distinto. Si hubiera hablado con él, no le habrían dejado atrás. Pero la mano seguía siendo más rápida que la vista en el país sin reglas donde Julio Carrión vivía, la mano fue más rápida que la guerra, más rápida que el miedo, que la confusión, que la vergüenza, durante mucho tiempo, y Manuel tenía las manos vacías, el puño de las mangas subido hasta el codo mientras movía los dedos en el aire como si fueran diez, y parecían diez, pero eran nueve y todo lo demás ingenio, trampa, astucia, en realidad los ojos son muchísimo más rápidos que las manos, Julio, no lo olvides nunca, y nunca podría olvidarlo desde aquella tarde de mayo en la que sus ojos se estrellaron de frente con la realidad que hasta entonces habían logrado esquivar.
Estaba en la plaza, tonteando con las chicas, cuando se dio cuenta de que había perdido el pañuelo verde. Lo buscó por todas partes, le preguntó a Teresita, que estaba cerca, jugando con sus amigas, y ella le ayudó a buscarlo, pero no lo encontraron. En realidad no lo necesitaba, podía hacer el truco con cuatro, pero eran cinco, cinco, y había perdido el pañuelo verde. Voy a coger el de Manuel, dijo, ahora vuelvo. Su casa estaba muy cerca y fue corriendo, y al entrar gritó, hola, soy yo, ¿hay alguien?, y nadie le contestó. No esperaba que lo hicieran. A esas horas, su madre solía estar ocupada en alguno de los infinitos comités de los que formaba parte y Manuel en la calle, su padre desaparecido, como siempre. Subió deprisa por las escaleras, porque tenía miedo de quedarse sin espectadoras, no tardo nada, les había dicho, y no tardó nada, llegó hasta el desván muy deprisa, tan agitado que al principio pensó que los ruidos que escuchaba los estaba haciendo él mismo. Pero no era él. Por un instante, pensó en volverse, en marcharse, tenía cuatro pañuelos, el rojo, el blanco, el azul y el amarillo, el truco era igual de bueno, igual de vistoso con cuatro que con cinco, por eso pensó en volverse. No lo hizo. El desván tenía un ventanuco que comunicaba con el descansillo de la escalera y estaba muy alto, pero la luz del sol lo atravesaba de lleno, ninguna cortina, ningún visillo. La mano es más rápida que la vista y Julio encontró enseguida un taburete sobre el que subirse. Los ojos son más rápidos que las manos y los suyos lo fueron por fin, para siempre, mientras contemplaban a su madre, desnuda y sonriente, en la cumbre de esa belleza suya que no hacía más que crecer, agigantarse, contradecir con terquedad al tiempo, montada sobre Manuel, que la miraba y sonreía, desnudo él también, los dedos de sus dos manos, diez esta vez, sin trampa ni cartón, acariciando su cintura, sus caderas, un instante antes de aferrarla para atraerla sobre él y hacerla rodar sobre la cama. La mano no es más rápida que la vista, todo es una pura ilusión, ingenio, truco, astucia. Una mierda, pensó Julio Carrión González, una mierda.
—Julio, hijo, pero ¿todavía estás así? —su madre le buscó por toda la casa antes de encontrarle tirado en la cama, aquella noche tenían función—. Date prisa, corre, que vamos a llegar tarde.
—Déjeme en paz, madre.
—¿Madre? —Teresa se sentó en el borde de la cama, le miró, intentó acariciarle, renunció cuando la mano de su hijo atajó la suya—. ¿Desde cuándo me llamas tú así?
—Usted es mi madre, ¿no? —se revolvió él, con una dureza que nunca había sentido antes—. Entre otras cosas. Así que la llamo como me da la gana.
Él los echó. Después, cuando empezó a añorarlos, cuando cayó en la tentación de sentirse abandonado, traicionado, desechado por ellos, intentó explicarse las cosas de una manera distinta, pero siempre supo que la verdad era otra, que había sido él quien los había echado. Le dolían. Le dolían tanto que prefería perderlos a sumirse en el dolor de otra pérdida, la de su propia vida arruinada, desgarrada, pisoteada por su traición. Porque era a él a quien habían traicionado, pensaba Julio, a él, que los quería, a él, que los admiraba, a él, que era feliz con ellos aunque no estuviera de su parte. Nunca se le ocurrió mirar las cosas de otra manera. Era demasiado soberbio, demasiado orgulloso, demasiado egoísta, y no lo sabía todo.
En esta casa hay un hombre y no es mi padre, se atrevió a decirse a sí mismo. En esta casa hay un hombre y ese hombre soy yo, y os vais a enterar de lo que significa eso. Luego, cuando ya era tarde, comprendió que aquél había sido su error, luego, cuando ya no había camino de vuelta, cuando sus cálculos, sus planes, el feroz proyecto de su tiranía, se estrellaron contra una maleta de cartón y un sobre con la letra de su madre, «Para Julio», al pie de su cama. Era el 2 de junio y en la casa no se escuchaba ningún ruido. Ya no quedaba nadie para hacer ruido en casa de Julio Carrión.
—La sopa está fría, madre —le había dicho dos noches antes, dejando caer la cuchara en el plato después de probarla.
—No es verdad, mamá —había intervenido Teresita—. Di que no, no está fría, ¿por qué le dices esas cosas a mamá, Julio?
—Tú te callas, mocosa —en ese momento Manuel dejó de comer, se recostó sobre la silla y dedicó a su discípulo una mirada de advertencia que él sostuvo con toda la arrogancia que fue capaz de encontrar en sí mismo—. Si yo digo que está fría, está fría. Caliéntemela, madre.
—Caliéntatela tú —le contestó Teresa, en su voz una firmeza que traicionaban sus ojos húmedos.
—¡No! —Julio se levantó, Manuel también, pero no le daba miedo, todavía no—. Me la calienta usted, porque es su obligación. Usted es la señora de esta casa, ¿no? Pues que se note. Guarde las apariencias, por lo menos, aunque todo el mundo sepa que no es usted más que una cualquiera.
—¡No le hables así a tu madre!
Cuando terminó de escuchar estas palabras, Julio ya estaba en el suelo y Manuel muy arriba, a la altura del bofetón que acababa de derribarle. La cara le escocía, de rabia y de dolor, mientras se levantaba para cargar contra él, que tal vez no era más fuerte, pero sí más sabio, y se había pegado muchas más veces, y volvió a tirarle al suelo antes de que hubiera logrado acertarle de lleno una sola. Entonces no le dio opción a seguir intentándolo. Se le tiró encima, le inmovilizó con la mano izquierda, y con la palma de la derecha, abierta, le pegó otra vez, un golpe humillante, cargado de superioridad, de desprecio.
—¿Pero tú qué te has creído, imbécil, quién te crees que eres tú? —le dijo entonces—. Tú no eres más que un cobarde, Julio, una mierda, ni más ni menos… El hijo de tu padre.
—Déjale —Teresa se acercó, los separó—. Sólo tiene quince años, Manuel, déjale, por favor… Por favor.
Ésa fue la última vez que habló con ellos. Cuando pudo, se levantó sin decir nada, salió corriendo, dio la vuelta a la casa, llegó hasta un callejón estrecho y sucio por el que nunca pasaba nadie, se sentó en el suelo y se echó a llorar. Ya verás, murmuraba, mientras extrañaba su propia voz, quebrada por las lágrimas, por la rabia, la misma impotencia turbia y estéril que su padre desmenuzaba con los dientes cada vez que sacaba la escopeta para limpiarla, ya verás quién soy yo, cabrón, te vas a enterar, ya lo creo que sí, voy a acabar contigo… Tardó mucho tiempo en serenarse y sólo después volvió a su casa, se sentó en el banco que había junto a la puerta y se propuso esperar a su padre despierto. No lo logró. Se quedó dormido sin darse cuenta y el frío lo despertó antes de que hubiera vuelto Benigno. Al día siguiente tampoco le vio, porque se quedó en la cama hasta que se aseguró de estar solo. Estuvo todo el día fuera de casa y cuando llegó, por la noche, cogió un trozo de pan y un poco de queso y se lo llevó a su cuarto. No les dirigió la palabra y ellos tampoco se la dirigieron a él, pero de eso sólo se dio cuenta al día siguiente, cuando despertó en una casa vacía, con la única compañía de una maleta de cartón llena de pañuelos, cubiletes, barajas trucadas y cajas con doble fondo, y las últimas palabras que le dirigiría nunca su madre, queridísimo hijo de mi corazón, perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido, por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera, e intenta comprenderme, y algún día, cuando seas un hombre, y te enamores de una mujer, y sufras por amor, y sepas lo que es eso…
—Mamá —Julio no pudo seguir leyendo—. ¡Mamá!
Sin saber lo que hacía ni querer pensarlo, se levantó corriendo, se vistió sin mirar lo que se ponía, salió de su cuarto y les buscó por toda la casa, abrió todas las puertas, todos los armarios, todos los cajones, y sólo contempló el rostro desnudo de la madera, algún papel de seda sucio, arrugado, y unos zapatos viejos tirados en un rincón. Luego salió a la calle y preguntó por ellos en la escuela, en la plaza, en la Casa del Pueblo y en las de sus amigos, pero nadie le dijo nada, nadie parecía saber nada y a él le dio vergüenza contar lo que sabía. Esta tarde tienen que venir, tu madre por lo menos, le dijo una maestra, a las siete tenemos una reunión del comité de apoyo a las familias evacuadas, y ella es la presidenta, así que… A las ocho menos cuarto, el comité se reunió sin Teresa González, pero su hijo Julio siguió esperándola hasta que aquella misma mujer salió la última. Vete a casa, le dijo, igual se ha puesto enferma o le ha pasado algo y se ha ido derecha para allí. Él ya sabía que no la iba a encontrar, pero siguió su consejo, y volvió a mirar a la cara a la madera desnuda, al papel de seda sucio y arrugado, a los zapatos viejos tirados en un rincón.
No sentía nada. Mientras deambulaba por la casa vacía, no sentía nada, ni siquiera la conciencia de su insensibilidad. El día entero había pasado como si fuera un instante, ya eran casi las once de la noche y tenía hambre. Eso fue lo primero que volvió a sentir, hambre, y después todo a la vez, rabia, nostalgia, frío, dolor, culpa, furia, desesperación, inferioridad, resentimiento, orgullo, rencor, soledad y tristeza, antes de comprender que de nuevo tenía sólo un camino por delante, y que esta vez tampoco lo había elegido él.
Nunca más, se dijo a sí mismo en cada paso que dio hacia la casa del párroco, nunca más, cuando llamó a la puerta y nadie quiso abrirle, nunca más, cuando insistió y escuchó pasos, cuchicheos, el chasquido de la mirilla que se descorría, nunca más, al saludar a doña Consuelo y anunciarle que venía a buscar a su padre, nunca más, mientras seguía a la hermana del párroco hasta el sótano, nunca más, y allí estaban todos, alrededor de la radio, don Pedro, el sacristán, el boticario, dos de esos señores que habían dejado de saludar a su madre cuando se la encontraban por la calle, y su padre, Benigno Carrión, oscurecido, avejentado, bovino, nunca más Julio Carrión González volverá a ir con los que pierden, se prometió a sí mismo en ese instante, nunca, nunca más.
Sería fiel a esa promesa durante toda su vida, pero en aquel momento no podía saberlo. Tampoco podía saber que se equivocaría tres veces, antes de acertar a lo grande y para siempre. El 24 de junio de 1941, mientras escapaba por calles oscuras, estrechas, de la marea de camisas azules que rompía contra las aceras de la Gran Vía para encontrarse con otra idéntica en la calle Alcalá, su propósito era tan firme como antes, pero ya no podía dudar de su torpeza. Y no era el único. Qué asco me das, Julio Carrión, le había dicho Mari Carmen, la hija del Peluca, casi dos años antes, pronunciando con mucho cuidado su nombre y su apellido como un aviso, un anuncio, una amenaza.
—Te estaba buscando, Julio, ¿dónde te metes? —le había dicho aquella mañana en la que no se le ocurrió esquivarla, porque ya era domingo, mayo, 1939, y la vio salir de la iglesia con un velo en la cabeza, tan modosita del brazo de su madre que tuvo que mirarla dos veces antes de reconocerla—. He ido a preguntar por ti a la pensión un par de veces…
Hacía casi dos meses que Franco había entrado en Madrid, y él se equivocó al calcular que sólo había una manera de interpretar tanto interés. Ahora ya no soy tan poca cosa para ti, ¿verdad, Mari Carmen?, como los héroes del pueblo han pasado a la historia… Sólo de pensarlo se resquebrajó de placer por dentro, pero ella le gustaba tanto que desechó enseguida la tentación de hacerla sufrir, y le dedicó una sonrisa radiante antes de contarle la verdad.
—Bueno, es que estoy todo el día en la calle. Ando buscando trabajo.
—Ya, como todo el mundo… —ella le devolvió la sonrisa antes de derribar todas sus esperanzas en un susurro cauteloso pero firme—. Lo que quería decirte es que tenemos una reunión el jueves, en casa de Virtudes, para volver a organizarnos. De momento no podemos hacer gran cosa, no sabemos cuántos somos, muchos están en la cárcel y hay otros a los que no hemos podido localizar todavía, ya veremos… —hizo una pausa para mirarle, y al comprobar que no había movido ni un músculo de la cara, volvió a sonreír, equivocando su pasmo con el sereno coraje que le habría gustado encontrar—. ¿Sabes dónde vive Virtudes, verdad? El partido nos va a mandar un responsable. Tampoco sabemos quién es, pero supongo que él sabrá lo que hay que hacer, se trata sobre todo de ayudar a los presos, ésa es la prioridad…
—¿Pero qué estás diciendo, Mari Carmen? —la interrumpió él, mientras probaba una clase de miedo diferente a todas las que había probado antes—. ¿Os habéis vuelto locos o qué?
Era una sensación sólida, espesa, física, el miedo como única condición de todos sus músculos, de todos sus huesos, de sus cinco sentidos, que no pudieron hallar otra cosa que un espejo para su propio miedo en el rostro de aquella hermosa insensata, cuyas piernas infinitas, preciosas, magníficas, le habían enseñado, nada más llegar a Madrid, que el recuerdo de Teresa González sobreviviría para siempre en su hijo, porque a él, que nunca tendría más ideas que las que le convinieran en cada momento, sólo le gustaban, sólo llegarían a gustarle de verdad, las mujeres valientes hasta la insensatez.
—Conmigo no contéis —dijo a pesar de eso, y de que las pestañas de Mari Carmen seguían siendo igual de espesas, igual de largas, igual de oscuras detrás del velo de encaje negro—. No me esperéis, no me llaméis, no vengáis a buscarme —insistió, aunque debajo de la blusa monjil, gris y abrochada hasta el último botón, aún podía presentir la potencia del escote inmaculado que había visto algunas veces, entre las solapas de una guerrera de fantasía que ella sólo consentía en desplegar ante las solapas de las guerreras de verdad—. Ni se os ocurra hablar de mí, ¿está claro? No le digáis a nadie que me conocéis, porque mi padre es facha, ya lo sabes, siempre lo has sabido, ¿no? Pregúntaselo a mi patrona, si quieres, que ella le conoce y es de los vuestros. Yo no quiero líos, lo único que quiero es vivir tranquilo, pero si me molestáis puedo haceros mucho daño. Así que ya lo sabes. Luego no digas que no te lo advertí…
Todo eso dijo en un susurro apresurado, frenético, indiferente al milagro geométrico de unas rodillas que no se doblaron ni un milímetro mientras la hija del Peluca se estiraba entera, ponía los brazos en jarras, sacaba pecho hasta conseguir que se marcara bajo la tela informe de su blusa, y le escupía su desprecio en media docena de palabras justas.
—Qué asco me das, Julio Carrión.
Eso fue lo que dijo antes de girar sobre sus talones y alejarse de él sin volver la cabeza. Pronunció con mucho cuidado su nombre y su apellido y no añadió nada más. No hacía falta. Ella sabía que lo iba a entender. Él lo entendió, porque la conocía. Y ahí seguía, la muy hija de puta, aquella misma mañana la había visto, dos meses antes la había visto, entonces todavía no habían pasado tres semanas desde que la viera por última vez, y así desde aquel domingo de mayo del 39.
Mientras tanto, habían caído todos, todos, los que fueron a casa de Virtudes los primeros, y luego muchos más. Nos escapamos por los pelos, macho, le había contado Isidro poco después, Mari Carmen y yo, ella porque se paró el metro y tuvo que ir andando, yo porque nunca había estado allí y apunté mal la dirección. Cuando llegamos ya se los habían llevado… Alguien había avisado a la policía y no había sido él, pero el traidor, si seguía vivo, no dormiría mucho peor que Julio Carrión, dividido entre el miedo de que detuvieran a Mari Carmen y el miedo a seguir encontrándosela por la calle, sin atreverse a decidir qué sería peor, que ella cayera y pudiera escoger el momento más propicio para denunciarle con su nombre y su apellido, o que siguieran pasando las semanas, los meses, años enteros sucumbiendo en cada minuto al pánico de lo que antes o después tendría que suceder. Pero de momento no la habían cogido. A ella, que era la más bocazas, la más incauta, la más valiente. Sólo a ella.
Habían detenido a todos los demás, se habían cargado a muchos, a muchísimos, más de cincuenta en agosto del 39 de una sola tacada, en una sola madrugada, delante de la misma tapia, y la edad de todos juntos no sumaría mucho más de mil años. Él conocía a bastantes, de vista a casi todos, a los hombres y a las mujeres, porque también estaban fusilando a las mujeres, incluso a las menores de edad, a todas menos a ella. Era increíble, imposible, inexplicable, pero en el barrio se sabía todo, y lo que no se sabía se lo contaba Isidro, que nunca perdió la esperanza de recuperarle, que siguió tratándole como a un amigo hasta que le cogieron también a él, a él pero no a Mari Carmen, la cuarta o la quinta vez, Julio ya ni se acordaba, que aquellos memos, aquellos imbéciles, aquellos suicidas, habían intentado volver a organizarse. Organizarse, porque lo llamaban así, organizarse, y los mataban a todos, a todos menos a ella.
Si hubiera sido otra, Julio habría pensado que ya había espabilado, que se había buscado un apaño, un protector, un amante falangista. Otras más feas lo habían hecho, ella no. En el barrio se seguía sabiendo todo aunque ya hubieran pasado muchos meses desde que Isidro le dio su último viva a la República delante de un pelotón. En el barrio se sabía todo, y que ella iba a la cárcel todas las semanas a ver a su marido, y que seguía viviendo en la misma casa, con su madre, con su hermana y una sola máquina de coser para las tres, con la memoria heroica e inservible de su padre muerto y la incertidumbre de no saber durante cuánto tiempo más Juan Ortega, el peluquero de la plaza de Pontejos, que el 6 de noviembre de 1936 no sabía cómo se disparaba un fusil, y al día siguiente aguantó en la Casa de Campo como el que más hasta que un moro lo mató cuando ya atardecía, seguiría siendo el único héroe inútil de la familia.
Pero de momento Mari Carmen estaba en la calle, él mismo la había visto aquella mañana, y había pensado en volver a Torrelodones, abandonar Madrid, resignarse a las ovejas, esa vida que no era para él pero era mejor que la cárcel, que el tribunal de las Salesas, que las tapias del cementerio del Este. Su padre intervendría, hablaría con don Pedro, le salvarían, o no, eso nunca se sabe, y luego se quedaría marcado para siempre, para siempre fuera del mundo de sus sueños, de la vida verdadera de los que no se equivocan al elegir un bando. Mari Carmen estaba en la calle, seguramente organizada, fuera lo que fuera lo que significaba eso ya, a aquellas alturas, y él en peligro. Por eso no le gustaban los falangistas, no quería verlos ni en pintura, sin ningún motivo, ninguna razón más allá de un escalofrío instintivo que le obligaba a recordar, a recordarse a sí mismo en un mundo, una ciudad, unas calles que no parecían iguales, como si hubiera agotado una vida entera en sólo cuatro años, el tiempo que había pasado de verdad desde que terminó de deshacer su maleta en el cuarto de aquella pensión donde ya había dormido una vez con su madre, cuando Teresa se lo llevó a Madrid con ella, en un camión abarrotado de gente, para celebrar el triunfo del Frente Popular.
—La escopeta ni la toques —aquella tarde fue Benigno Carrión, no su mujer, quien le señaló la cama en la que iba a dormir—. De la escopeta ya me ocupo yo.
Y por no verle, por no escucharle, por no estrellarse otra vez, la enésima, con el desprecio que le inspiraba aquel viejo que había estado tres días borracho antes de caer aún más bajo al pretender alzarse con el papel de marido ofendido y dispuesto a lavar su ofensa con sangre, sólo por no seguir pasando vergüenza, Julio se fue a dar una vuelta.
Mientras salía a la calle aún tenía fresco en la memoria, en las mejillas, en el paladar, el bochorno del día anterior, aquel teniente tan joven que invitó a su padre a pasar a un despacho cuando escuchó las razones por las que le pedía un salvoconducto para viajar a Madrid. Tranquilícese y venga conmigo, le había dicho, no siga usted hablando así delante de su hijo… Luego se dirigió al soldado que estaba de guardia, llévate al chico a la cantina y dale algo de merendar, ¿y qué le doy?, y yo qué sé, una chocolatina, un vaso de leche, algo… Mientras decía eso, el teniente le había mirado con una lástima que no quería recordar, que no podía soportar. Por eso, cuando terminó de colocar su ropa en el armario, dejó a su padre en la pensión, con su escopeta, y siguió el rumbo que parecían marcar sólo para él unas piernas infinitas, preciosas, magníficas, enfundadas en una falda muy ceñida que hacía juego con una guerrera corta, de solapas inmensas y aspecto pintoresco, vagamente militar. Siguiéndolas, llegó hasta los soportales de la plaza Mayor, donde su propietaria, morena, mullida y muy joven, se reunió con un grupo de gente de su edad, entre otros un chaval simpático, con la cara llena de pecas, que se llamaba Isidro y contaba muy bien los chistes. Él sería el primer amigo que Julio Carrión tuvo en Madrid y algo más, quien le explicó adónde iban todos los días, quien le llevó a la sede de la JSU.
—¿Y Mari Carmen? —se atrevió a preguntarle el día que recogió su carné y por fin se sintió seguro, uno de los suyos.
—Mari Carmen… —Isidro le sonrió—. ¿Qué?
—No sé… —no le gustó la sonrisa de su amigo, pero tampoco encontró la manera de echarse para atrás—. ¿Tiene novio?
—Mira, te voy a dar un consejo —y todavía se estaba riendo—. Olvídate, haz como que no la ves, fíjate en otra, en serio… O eso, o te alistas voluntario y te haces cazatanques o piloto de caza como poco, tú verás.
—¿Qué pasa? —Julio, que tenía mucho éxito con las chicas, envolvió su decepción en una pregunta cuya respuesta ya había adivinado—. ¿Que sólo le gustan los soldados?
—Y no todos. Pues sí, buena es… Tendrías que haberla visto el año pasado, en noviembre, cuando se iba con su madre a la Moncloa, todas las mañanas, a cazar desertores… ¡Cobardes, cabrones, hijos de puta! ¿No os da vergüenza? ¿Para eso ha muerto mi padre, para que tenga yo que veros salir corriendo? ¡Volved al frente a luchar como hombres! Joder… Era un espectáculo, en serio, y eso que todavía no se había hecho el uniforme que lleva ahora.
—¿Y de qué es?
—¿El uniforme? De nada, o sea, de ella, que se lo ha inventado. ¿No ves que es modista? Hizo un montón de pruebas hasta que encontró lo que mejor le sentaba, y desde entonces no se lo quita. Claro que en noviembre tampoco le hacía falta. Se ponía a chillar como una fiera, los agarraba de las solapas, les miraba a los ojos y les insultaba en voz baja, cobarde, maricón, vuelve al frente ahora mismo o dame tu fusil y me voy yo. Y luego, si eran jóvenes, y guapos, los besaba en la boca.
—¿Y volvían?
—¡Joder que si volvían! —Isidro se echó a reír—. Como para no volver… Le tenían más miedo a ella que a los moros.
Habían pasado sólo cuatro años desde aquella tarde, y ya no existían ni Isidro, ni la Juventud Socialista Unificada, ni aquella ciudad, aquel mundo, aquellas calles que sin embargo eran las mismas, y tan peligrosas como entonces, porque Mari Carmen seguía enseñando las piernas por ellas. Por eso no le gustaban los falangistas, no quería verlos ni en pintura, pero aquella mañana se los tuvo que tragar.
Bajaban por Alcalá y bajaban por la Gran Vía, uniformados, repeinados, pisando fuerte con sus botas, indemnes al calor, indemnes al sol y al fuego de las calles, y a cualquier inquietud, cualquier preocupación, al miedo, porque habían ganado la guerra y eran los amos de la vida y de la muerte, de la ley y de la fuerza, de las cárceles y de los paredones, del cielo y de la tierra. Porque para eso habían acertado, pensó Julio, mientras a su alrededor los peatones corrían al borde de la acera para levantar el brazo, o en dirección contraria para ganar unos instantes de paz precaria, insuficiente, en las callejas oscuras o en los túneles del metro. Todo el mundo corría, hacia un lado y hacia el otro, pero él se quedó quieto, no tenía más remedio que estarse quieto, porque no era más que el empleado de un garaje de la calle de la Montera, el chaval de confianza del señor Turégano, cliente del banco que estaba justo al otro lado de Alcalá, porque tenía dos talones que ingresar y doscientas pesetas para cambiar, porque no era nadie, nada, un pardillo que había sido incapaz de distinguir qué ideas le convenían de verdad. Por eso se quedó quieto, mientras esperaba a que la corriente amainara, a que la turbulencia se disipara, a que los rezagados se integraran en la mancha apretada, azulada y temible que desbordaba la confluencia de los dos ejes principales del centro de Madrid. ¿De dónde habrán salido tantos?, se preguntaba, calculando que ellos, los que hubieran permanecido en la ciudad durante el tiempo que él llevaba viviendo allí, se harían cada mañana la pregunta inversa, ¿dónde se habrán metido tantos? Pero no se acordó de Mari Carmen, porque en aquel momento, mientras las tiendas volvían a abrir sus puertas y los peatones más audaces se atrevían ya a cruzar la calle, distinguió a un falangista aislado, solo, que avanzaba cojeando, el rostro contraído en un gesto de dolor, por el borde de la acera.
Era muy joven, flaco y de aspecto frágil, no tanto por las gafas, grandes y cuadradas, con una montura de pasta negra, espesa, que subrayaba la palidez de su piel, como porque el esternón avanzaba en forma de pico desde la insignificancia de su pecho, proyectando a ambos lados de la camisa abierta un relieve visible, deforme, que la arrogante ferocidad de su uniforme hacía aún más penoso. Tenía la cara brillante de sudor, los labios entreabiertos y, la pierna derecha encogida, el pie en el aire, pocas fuerzas ya para sobreponerse al sufrimiento. Julio le miraba. Él le miró también, durante un instante, antes de rendirse.
—¿Qué le ha pasado? —el empleado del señor Turégano se dirigió a él con el respeto que le inspiraba el color de su camisa cuando se lo encontró sentado en el bordillo, a su lado—. ¿Necesita ayuda?
—He metido el pie en una boca de riego —le contestó el falangista, que no era mayor que él—, chico, qué mala suerte. Venía con mis hermanos, pero no me han esperado, igual ni se han dado cuenta…
—¿Tiene el tobillo hinchado?
—No lo sé, vamos a ver —el accidentado se descalzó, se bajó el calcetín y se quedó mirando su tobillo derecho, enrojecido, inflamado, blando—. ¡Joder! Pues sí que… Y tenía que pasarme esto hoy, precisamente hoy…
—Debería vendárselo —le aconsejó Julio—. Si quiere le busco un taxi, debería irse a casa.
—No, ni hablar, pero ¿qué dices…? —y le interrogó con las cejas, para preguntarle su nombre.
—Julio —contestó él, y le tendió la mano—. Julio Carrión.
—Encantado —dijo mientras la estrechaba—. Yo soy Eugenio Sánchez Delgado, el pequeño de los hermanos Sánchez Delgado, ya sabes —su interlocutor no sabía, pero no se atrevió a decir nada—, y no me puedo ir a casa, Julio, hoy no… Tengo que ir con los demás, apoyarles, estar con ellos. Es nuestra oportunidad, la gran tarea de nuestra generación, ¿no te das cuenta? Nuestros padres, nuestros hermanos mayores, vencieron en la cruzada. Ahora nos toca a nosotros, es nuestro deber, nuestro desafío. España sólo fue el principio, todavía tenemos el mundo por delante. La civilización necesita nuestra juventud, nuestra fuerza. Occidente está en peligro y nos llama, nos está llamando, escucha su voz…
Aquel alfeñique pálido y contrahecho, que sabía hablar, que creía en lo que decía y estaba animado por una fuerza que él jamás conocería por muy anchos que fueran sus hombros, por muy poderosos que fueran sus brazos, por muy musculoso, y compacto, y macizo que fuera el cuerpo que había heredado de su padre, le miró a través de los espesos cristales de sus gafas y Julio reconoció su mirada. Mamá, pensó, Manuel, Mari Carmen, Isidro. Él ya había visto esa luz, el color de la convicción, el acero de las palabras por las que vale la pena morir, y vaciló, dudó, no mucho, apenas un instante, el tiempo que tardó en volver a acordarse de la hija del Peluca. Al fin y al cabo, se dijo, todos son iguales, éste, por lo que dice, más tonto, pero por lo demás… Julio Carrión González, que una noche se prometió a sí mismo que nunca más volvería a ir con los que pierden, ya se había equivocado una vez. Cuando Eugenio Sánchez Delgado se levantó, mordiendo al dolor, para apretarle en el hombro con la mano izquierda antes de apoyarse en él, aún no sabía que estaba a punto de cometer su segunda equivocación, el error que le pondría en el camino de la tercera, y a través de ella, del acierto definitivo.
—Vamos, Julio. Si tú me ayudas, podemos llegar. Vamos a defender a Europa frente a Oriente. No lo dudes. Vamos, anda…