También tiene las piernas bonitas. Eso, que tenía unas piernas bonitas, fue lo primero que pensé cuando me dejó solo, mientras la veía avanzar, despedirse del maître, abrir la puerta y desaparecer tras ella.

Joder con mi padre, fue lo que pensé a continuación, un segundo antes de que mi cabeza se llenara de palabras, ideas, imágenes, recuerdos, sospechas, sensaciones contradictorias. Un momento, tuve que advertirme a mí mismo, un momento. Y llamé al camarero, y le pedí un whisky doble.

Cuando lo llevaba por la mitad, ya me había acordado de que yo no era mi hermano Julio, pero tampoco, ni muchísimo menos, mi hermano Rafa. Así que nada de escándalos, me dije, pobre papá, era su vida, yo no tengo por qué juzgarla, estaba en su derecho, pero qué cabrón, con ochenta y tres años, hay que joderse… Entonces me dio la risa, y sucumbí a una especie de euforia delegada, matizada por el asombro, un estupor purísimo, la única respuesta que podía dar a aquella noticia más que inesperada, tan incompatible con todo lo que yo sabía como con la expresión quebrantada y frágil del rostro de mi madre, mientras repetía que su marido y ella habían dormido juntos cuarenta y nueve años, cuarenta y nueve años en la misma cama, cuarenta y nueve años, ¿y ahora qué…? Aquel recuerdo me hizo daño hasta que comprendí que no tenía ninguna razón, ninguna legitimidad para invocarlo.

Pero, bueno, ¿y yo qué sé?, me pregunté, si yo no sé nada, y pensé en mi propio hijo, Miguel, que todavía no había cumplido cuatro años a mediados de noviembre de 2004, cuando me fui tres días a La Coruña, a un congreso que me apetecía lo mismo que tirarme por un balcón, porque mi padre acababa de salir del hospital y yo estaba preocupado, y sobre todo, muy cansado. Y sin embargo, me fui a La Coruña, sin ganas pero me fui, porque el organizador era amigo mío, por no dejarle tirado.

Voy a intentar arreglarlo para estar fuera sólo una noche, le dije a Mai antes de marcharme, a ver si pueden adelantarme la mesa redonda de la tercera jornada, y lo hice, hablé con la secretaria nada más llegar, pero luego, en la cena, conocí a una titular de Valencia con la que no había coincidido nunca y de la que había oído hablar mucho a mis colegas, mal a algunas mujeres, muy bien a los hombres en general, mejor que muy bien a algunos en particular. Yo, desde luego, me puse de parte de la rama masculina de la profesión, porque no sólo estaba buena, también era lista, divertida, estaba casada y muy segura de lo que quería.

—A mí es que los congresos me alteran mucho, ¿sabes? —me dijo después, en el bar al que unos pocos fuimos a tomar una copa—. Es un fenómeno curioso, yo salgo de casa bien, tranquila, pero cuando llego, es que no lo puedo evitar… Os miro a todos así, por encima, y pienso, a ver, a ver…, ¿a quién me voy a follar yo esta noche? Es lo que tiene la Física, tantos, tantos, tantos hombres, y tan pocas mujeres, ¿verdad? Yo no sé lo que harán las historiadoras del arte, añadió al final, me imagino que acabarán a navajazos…

Vino a por mí tan derecha que se me ocurrió que igual se había acostado ya con todos los demás congresistas, pero eso me dio lo mismo, porque en esas circunstancias nunca me ha importado saber que sólo soy una muesca en un revólver y porque, además, y aunque eso resultaba cada vez más raro, yo era el segundo más joven de todos los asistentes, ella incluida. Al día siguiente, en el desayuno, me di cuenta de que me había equivocado a mi favor, porque habíamos sido muchos los llamados y, aunque bastantes como para alinear un equipo de fútbol con sus correspondientes suplentes, no tantos los elegidos. Eso no alteró en absoluto mi percepción de la realidad pero me puso de buen humor, un estado de ánimo que se consolidaría definitivamente ante la cara de pena de la secretaria del congreso, mientras me decía que podría cambiarme de acto, pero no de día, porque uno de los invitados a mi mesa redonda llegaba el mismo viernes por la mañana. ¡Ah, pues entonces nada!, le dije, me quedo hasta el viernes por la tarde, como estaba previsto, no te preocupes. Mai me dijo algo parecido, no pasa nada, Álvaro, así te distraes, que te vendrá bien.

Me distraje bastante, la verdad, tanto que no tuve tiempo para buscar una juguetería donde comprarle un regalo a mi hijo. Al final, en una tienda del aeropuerto encontré un camión con volquete, luces y sonido, que estaba bastante bien, y cuando ya me marchaba, vi en el escaparate de la tienda de al lado un chal estampado en tonos rojizos, con forro de terciopelo y unos flecos de seda muy largos, que parecía hecho aposta para mi mujer. Estaba tan seguro de que le iba a gustar, que se lo compré a pesar del precio, más de la mitad de la suma que yo había cobrado por la conferencia y la mesa redonda juntas. Mientras lo pagaba, estaba muy tranquilo, muy seguro de lo que hacía, de las razones por las que lo hacía, y de que la mala conciencia no estaba entre ellas. Le había llevado regalos a Mai muchas veces, al volver de viajes donde ni siquiera se me había pasado por la cabeza intentar ligar con nadie, y muchas otras no le había comprado nada, entre ellas un simposio en la Universidad de La Laguna durante el que no había llegado ni a deshacer la cama de mi habitación, aunque tampoco me lo había pasado tan bien como en La Coruña. Mi mujer no echaba de menos los regalos que no recibía y me agradecía los que le llevaba. Ninguno como aquel chal.

Por eso, aquella tarde, cuando Raquel me dejó solo con un whisky doble y aquella asombrosa revelación, pensé en Miguelito, que aún no había cumplido cuatro años cuando vio a su madre deshacer un envoltorio de papel rojo, brillante, y chillar primero, sostener después el chal entre los dedos como si fuera un milagro, abalanzarse sobre mí para cubrirme de besos, correr a colocarse delante de un espejo y mirarse en él durante mucho rato. Mi hijo no conservaría el recuerdo de aquella escena, era demasiado pequeño, pero tal vez la imagen de aquel chal sí llegaría a grabarse en su memoria, porque Mai lo cuidaba más que a sí misma y lo llevaba siempre puesto cuando salía arreglada de casa. Entonces, pensé, antes o después mi hijo averiguará que fue un regalo mío, muy escogido, muy especial, muy caro, y jamás se le pasará por la cabeza que su padre, que amaba tanto a su madre que no podía pasar de largo por delante de un escaparate donde había visto algo que ella deseaba, había dedicado los tres últimos días a follar como un descosido con una profesora titular de Valencia que se las sabía todas, incluida la mejor manera de olvidarle deprisa, tan deprisa como la había olvidado él.

Yo no sé nada, me dije, Miguel nunca sabrá nada, nunca podrá escuchar la pacífica voz de su madre, aquel acento ecuánime, objetivo, casi desdeñoso con los ritos por los que estaba atravesando de mi mano, mientras me decía que el mundo era un lugar inmenso, y la vida corta, pero muy larga también. La primera vez que la escuché, aquellas palabras penetraron en mis oídos, en mi memoria torturada por el suplicio asiático de los celos de Lorna, como un bálsamo perfumado y refrescante.

—No puedo esperar que nunca en tu vida te tropieces con otra mujer que te guste, Álvaro —y parecía tranquila, contenta, segura de lo que decía—. Hay tantas mujeres, y tantos hombres también, tanta gente… Y sin embargo lo que nosotros tenemos es importante, ¿no?, para mí es muy importante, demasiado como para echarlo a perder por una tontería, ¿no te parece?

—Pues no sé, sí… —contestaba yo, sin saber muy bien adónde me quería llevar con aquel discurso—, supongo que sí.

—Pues eso —y volvía a sonreír—. Yo siempre he pensado que las tonterías es mejor hacerlas, porque cuando se te quedan dentro, se van convirtiendo en cosas mucho más graves de lo que son en realidad. Por eso, lo único que te pido es que seas leal conmigo, que me quieras, que no me humilles, que no me desprecies, y las tonterías sin importancia que puedas llegar a hacer con otras me dan igual.

La primera vez que las escuché, recibí aquellas palabras como un bálsamo perfumado y refrescante, pero la segunda vez me gustaron menos, y la tercera le pregunté por qué hablaba siempre de mí, por qué nunca pronunciaba aquel discurso en primera persona.

—¡No me irás a decir ahora que eres celoso! —exclamó con un acento risueño, que no me consintió discernir si la idea le gustaba o le parecía inadmisible.

—No, no lo creo —respondí—. Creo que no soy celoso, pero preferiría mantener la duda intacta.

Mai se echó a reír y nunca volvió a sacar ese tema. Y cuando fuera un hombre, su hijo, mi hijo Miguel, no hallaría en su memoria el menor indicio de las nebulosas condiciones del pacto que su madre le propuso a su padre, y que él aceptó con una confianza, una tranquilidad crecientes, hasta el punto de que, porque la vida es así de rara, no sólo llegó a estar seguro de que la segunda persona del singular era la única que se ajustaba con precisión al discurso de su mujer, sino que incluso, a partir de cierto momento, despejó sin ninguna razón concreta aquella duda que pretendía preservar, al darse cuenta de que le daba mucha pereza preocuparse por el hecho de que Mai fuera de verdad o no a cenar con sus amigas cada vez que salía sola por la noche. Miguel nunca sabrá nada de esto, yo no sé nada de nada, me recordé a mí mismo, y logré convencerme sin demasiado esfuerzo.

Cuando dejé de encontrar en la copa un sabor distinto al del hielo fabricado con agua del grifo, miré a mi alrededor para descubrir que estaba a punto de quedarme a solas con los camareros, porque los comensales de la única mesa ocupada aparte de la mía se estaban levantando ya. Pagué la cuenta y me marché deprisa, pero al salir a la calle tuve que pararme a pensar qué iba a hacer a continuación. Encendí el móvil y me encontré con ocho llamadas perdidas con sus correspondientes mensajes, dos de Mai, tres de mi madre y tres de mis hermanos, una de Clara, dos de Rafa. Todas tenían que ver con lo mismo.

—Acabo de salir del restaurante —le dije a mi mujer, que me respondió a la primera—, he encendido el teléfono porque dentro no había cobertura, y me he encontrado con que soy el hombre más buscado de Madrid.

—Sí —ella se echó a reír—. Es tu madre, que quiere saber si puedes ir al notario con ella y con tus hermanos el jueves por la tarde, a las seis, para abrir oficialmente el testamento de tu padre.

—Joder —protesté—, ¿y para qué? Si ella debe de tener una copia, si seguro que ya lo sabe todo…

—¡Ah! De eso no tengo ni idea. Son cosas de tu madre, ya sabes.

—¿Y a ti te viene bien ir el jueves?

—A mí no me ha invitado, Álvaro. Vais sólo los hijos. Los yernos y las nueras no vamos a heredar, como nos podemos figurar.

—¿Te lo ha dicho así?

—Con esas mismas palabras.

—Qué propio —y los dos nos reímos a la vez—. Bueno, pues tendré que poder, a ver qué remedio…

En aquel momento, me di cuenta de que todavía no podía hablar con mi madre, afrontar con serenidad su voz delgada pero firme, aquella punta de dolorida impertinencia con la que sin duda me pincharía para reprocharme el esfuerzo que le costaba siempre dar conmigo, hay que ver, Álvaro, hijo, ¿dónde te metes?, me paso la vida persiguiéndote. Mi madre era una mujer dura, pero yo tampoco sabía cuánto, ni cómo, ni para qué, más allá de la inflexible práctica de la disciplina que nos había impuesto cuando éramos niños y que había alternado siempre con arrebatos de un cariño intenso, combinados en una proporción muy diferente de la forma de querer a sus hijos que había desarrollado su marido. Mi padre parecía mucho más blando pero también más despreocupado que su mujer excepto cuando se encolerizaba, para abandonarse a unas explosiones de furia que nos aterraban a todos y a ella también. En la pausa que Mai aprovechó para contarme lo que había hecho durante el día, y que la profesora de Miguelito estaba muy contenta de cómo trabajaba en el colegio, aunque no le gustaba que fuera tan pegón y que se peleara en el recreo con otros niños, me pregunté si mi madre sabría algo de todo esto, si Raquel no sería la última de una larga serie de amantes cuya existencia ella habría podido conocer o no, si las infidelidades de su marido le habían dolido siempre o sólo antes, o tal vez nunca, si las había aceptado como una contrapartida inevitable de su matrimonio o le habían hecho sufrir toda su vida.

—… y yo le he dicho que no —seguía diciendo mi mujer—, que por supuesto que no, que nosotros no estimulamos de ninguna forma la agresividad del niño, aunque ya sabes lo que pienso, Álvaro, que es culpa tuya, porque como a ti te hace tanta gracia que sea tan bruto, y sólo le compras dinosaurios y robots de esos cargados de misiles…

—Ya —admití, sin pararme a discutir los archisobados criterios pedagógicos de la educadora más ñoña que había conocido en mi vida—. Lo tendré en cuenta… Oye, Mai, ¿por qué no me haces un favor?

—Que llame a tu madre —pude percibir su sonrisa sin verla—. Es eso, ¿no?

—Sí, gracias, es que…, estoy muy liado, ¿sabes? Tengo que pasarme por el museo todavía, no sé a qué hora voy a llegar a casa… Llámala y le dices a todo que sí, a ver si se queda tranquila y me deja en paz de una vez.

Tendría que pasarme por el museo pero de verdad, pensé cuando paré un taxi. Le pedí al conductor que me llevara a la calle Jorge Juan, y tuve que consultar el número del portal en el llavero que llevaba apretado en la mano izquierda desde que salí del restaurante. Eso debe de estar entre Velázquez y Núñez de Balboa, más o menos, ¿no?, supuso en voz alta, y le contesté que no tenía ni idea, que era la primera vez que iba por allí. Pero me equivocaba.

Reconocí el portal antes de entrar, y sentí un golpe de sudor frío, instantáneo, como una advertencia húmeda y helada en el centro de mi espalda.

Es verdad, pensé, entonces es verdad, y en ningún momento había pensado que pudiera ser mentira, pero todo había sido tan raro, mi encuentro con Raquel, la comida de aquel día, la noticia que me había dado, su manera de dármela, que en realidad no había dejado de enfrentarme a ella como si no fuera otra cosa que una nueva hipótesis, otra versión de mi padre, asombrosa, imprevista y risueña en principio, quizás amarga, dolorosa después, más conmovedora en todo caso que cualquiera de las teorías que yo mismo había elaborado y barajado para explicarme un misterio que, y en eso su amante llevaba razón, ahora dejaba definitivamente de ser tal para revelarse como una historia sencilla, vulgar, repetida. La imagen de aquel anciano fuerte, poderoso hasta el final, empeñándose en subir al último tren que pasaría por su última estación, aferrándose a la vida con unas fuerzas que ya no tenía, las manos desolladas, la piel congestionada, los dientes apretados por el esfuerzo, desplazó en aquel momento otras ideas, otras imágenes, no sólo el rostro de su mujer, también la perspectiva de su insatisfacción, su incapacidad para aceptar la realidad, las previsibles humillaciones que los ochenta y tres años de su cuerpo habrían decretado sobre la insobornable fortaleza de su espíritu. Entonces, mientras entraba en el portal, y cruzaba el vestíbulo, y esperaba el ascensor, no pensé en nada de eso. Sólo en mi padre, en que había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos. Y me emocioné al calcular cuánto.

La llave que me había dado Raquel abrió sin dificultad la puerta acorazada, más que blindada, del Ático E, que compartía con el F el ala derecha del edificio y la misma superficie que, en el ala izquierda, se repartían el doble de apartamentos. Mi corazón volvió a desbocarse cuando entré en un gran recibidor cuadrado y vi, al fondo, un salón descomunal, y mucho más lejos aún, una terraza que parecía precipitarse en el aire, como si estuviera a punto de echarse a volar sobre el cielo de la ciudad. Entonces sonreí, y volví a experimentar un sentimiento cercano a la euforia, pero más definido.

—Hay que ver, qué cabrón eres, papá —dije en voz alta, en presente y sólo para mí, como si él estuviera ausente, pero vivo aún—. Qué hijo de puta…

Porque aquel ático no era más lujoso, pero sí el doble de grande que el que mi hermano Rafa había intentado endosarme un par de años antes.

—Acabamos de terminar la rehabilitación de un edificio histórico, magnífico, en la mejor zona del barrio de Salamanca —me anunció por teléfono—. Es una casa muy especial, me gustaría enseñártela.

—¿Para qué? —le pregunté—, si no voy a comprarme ningún piso.

—Bueno, eso es lo que piensas ahora, pero ya verás…

Su insistencia me mosqueó mucho, porque no me fiaba un pelo de él ni de sus fantásticas iniciativas de empresario del antifaz, pero no pude evitar que una tarde fuera Mai quien descolgara.

—Pues a mí me apetece, Álvaro —me dijo luego—, aunque sea sólo por curiosidad. No nos cuesta ningún trabajo, ¿no? Quedamos con Rafa un sábado por la mañana, lo vemos y ya está.

Lo que vimos se parecía mucho más a una suite de lujo de esos hoteles que salen en las películas que a una casa donde pudiera vivir una persona normal. Tenía un salón enorme, un dormitorio inmenso con forma de ábside, un cuarto de baño con más mármol que un mausoleo persa, un jacuzzi del tamaño de una piscina mediana, y una cocina americana, ridícula, escondida dentro de un armario.

—Es impresionante, desde luego —concluyó Mai, afirmando con la cabeza como si estuviera hablando en serio.

—¿Impresionante? —pregunté yo, pero mi hermano no quiso acusar mi escepticismo.

—Podríais quedároslo —sugirió en cambio.

—¿Quedárnoslo? —volví a preguntar.

—Sí —y esta vez Rafa me respondió—, os lo podéis permitir…

Entonces me pasó un brazo por el hombro, malo, me dije, y empezó a intentar liarme por el más obvio de los principios.

—Porque tú estás ahorrando, ¿verdad, Álvaro?

Eso era verdad. Cuando volví de Estados Unidos me encontré con que mi padre había adquirido la costumbre de repartir parte de sus beneficios con nosotros, una cantidad considerable en sí misma que, al dividirse entre cinco, solía oscilar entre dos y tres millones de pesetas por hijo. Los míos me los había ido guardando, él era sumamente escrupuloso y jamás perjudicaba a un hermano para beneficiar a otro, pero lo invertí todo en la casa. Después, hasta que Mai se quedó embarazada, me fui gastando aquel dinero año tras año, en viajes larguísimos y espléndidos que mi futura paternidad interrumpiría a la fuerza en unos pocos meses. Entonces pensé que sería mucho más sensato comprar algo en la playa, un apartamento o una casa pequeña en algún lugar que con el tiempo se convertiría en el paraíso infantil y privado del niño que iba a nacer, y le pedí a mi padre que me guardara mi parte hasta que le dijera lo contrario.

Nos lo estábamos tomando con calma. A Mai le gustaba el norte, a mí no, Miguelito todavía era muy pequeño y la casa que mis padres tenían en La Moraleja, mucho jardín, mucho servicio, mucha piscina, muy grande y demasiado cómoda como para renunciar a ella todavía, pero llevaba tres años ahorrando, eso era verdad, y ya estaba cerca del final del camino. Aquel año, mi padre había repartido lo mismo que los otros, pero nos había advertido que iba a haber más. Acababa de vender su participación en una empresa que nunca le había gustado en unas condiciones tan ventajosas que había decidido repartir beneficios con sus hijos a partes iguales. Todos lo sabíamos, pero quizás Rafa era el único que conocía la cifra exacta que íbamos a recibir.

—Ya ves —me dijo al salir, antes de empeñarse en invitarnos a una copa—, entre lo que tienes ahorrado y lo que papá te va a dar un día de éstos, tienes de sobra para la entrada. Lo compras, lo pones a la venta, le sacas el doble de lo que te ha costado, porque te lo voy a dejar a precio de coste, eso por descontado, y con lo que ganes, pagas el resto y te compras lo que quieras en la playa que quieras.

—Sí, pero es que yo —intenté negarme—, yo no…

—Ya, tú no sabes nada de negocios —se me adelantó él—, lo sé, pero éste es el más limpio, el más fácil y rápido que te van a proponer en tu vida. Clara se va a quedar con otro, no creas, y Julio porque Verónica no le deja, que si no…

—Mira, Rafa, olvídame.

—Muy bien —aceptó con cara de pena, como si se compadeciera sinceramente de nosotros—. Allá tú, como quieras…

No dijo nada más excepto que nos invitaba a las copas de todas formas, y cuando llegué a casa ya se me había ocurrido que igual había hecho una tontería.

—Mira, tu hermano Rafa me tiene hasta los cojones, no te digo más
—bramó mi padre desde el otro lado del teléfono—. Y eso que se lo tengo dicho, ¿eh?, que no es la primera vez, que estoy harto de advertírselo, que no os líe, que no sea tan chorizo, joder… Pero nada, no me hace ni caso. Necesitará dinero, claro, como siempre, porque andará metido en setenta negocios a la vez, y a mí no me habrá contado ni la mitad… En mi vida he conocido a nadie a quien le guste el dinero más que a tu hermano, y mira que tiene poca gracia para gastárselo.

—Pero, entonces… —intervine yo, un tanto sorprendido por su vehemencia—, esos áticos no valen…

—Esos áticos valen un dineral —me interrumpió—, por supuesto que sí, pero una barbaridad, eso es lo que valen, y por eso se los ha quedado él. Ha vendido tres, dos pequeños a una distribuidora de cine norteamericana, que los va a usar para alojar a las estrellas que vengan a estrenar películas a Madrid y para blanquear dinero de paso, me imagino, y otro grande, a un directivo del Banco de Santander que lo quiere para ir allí a acostarse con su amiguita, porque si los has visto, ya te habrás dado cuenta de que para eso es para lo que están pensados, más que otra cosa.

—Pues, mira…, no se me había ocurrido, pero ahora que lo dices…

—Total, que ya ha ganado dinero, pero todavía tiene otros tres y no le va a resultar nada fácil encontrar un comprador en poco tiempo. A la larga sí, a la larga los vendería y ganaría una fortuna, pero debe de tener prisa, vete a saber por qué, y los millonarios no crecen en los árboles, por cierto… Por eso ha pensado en vosotros, en el tonto de tu cuñado Curro, que le dijo que sí hasta que hablé yo con tu hermana, y en ti. Con Julio no se atreve, y Angélica todavía debe la mitad de la hipoteca, pero Clara, y tú, pues eso… Ahora se queda con todo lo que os voy a dar, y va cobrando el resto poco a poco hasta que yo me muera, claro, y entonces, seguro que todavía no habéis encontrado comprador… —resopló, como si ya estuviera cansado de repetir aquel discurso y pensé que seguramente así era—. Mira, tú llámale y le dices de mi parte que lo de Jorge Juan no, pero que le compras a precio de coste un chalé de los que está haciendo en Arroyomolinos para familias normales, con dos sueldos, dos hijos y un perro, ya verás como no quiere ni oír hablar del tema. Y ya verás como, al final, el que tiene que quedarse a la fuerza con uno de esos dichosos áticos soy yo, como si lo viera…

Nunca llamé a mi hermano para comprarle un chalé en Arroyomolinos, pero mi padre sí debió de hablar con él, porque Rafa no había vuelto a ofrecerme ningún chollo cuando estuve en condiciones de rematar por mi cuenta aquella conversación.

—Por eso no querías que compráramos aquí, ¿verdad, papá?

Recorrí la inmensidad de aquel salón medio vacío mientras reconocía los muebles, tres sofás de piel blanca, una mesa baja con tapa de cristal, otra de comedor que parecía navegar con sus ocho sillas en una zona separada del resto por tres peldaños, y las tumbonas de teca de la terraza, idénticas a las que yo había visto en el ático que mi hermano nos enseñó. Te quedaste con los muebles del piso piloto, concluí, hiciste bien, total, para qué ibas a gastar más dinero… Y sin embargo hallé otros detalles reconocibles, las plantas maduras, bien cuidadas, y los grabados, abstractos y enmarcados con buen gusto que decoraban las paredes. Era evidente que allí no vivía nadie, no era eso para lo que aquellos áticos estaban pensados, recordé, pero en un estante, encima de la televisión, había algunos libros leídos, y en la mesa baja, un cenicero de cristal, limpio pero usado.

El cuarto de baño fue muchísimo más revelador. En unos ganchos cromados, junto a la puerta, encontré dos albornoces, uno blanco, más grande, y otro de color salmón, más pequeño. Sobre la encimera en la que estaban empotrados los lavabos había dos cepillos de dientes, un tubo de dentífrico, varios tarros de distintas cremas, un bote de espuma de afeitar y un estuche de pañuelos de papel. Debajo, en los cajones, encontré una caja de tampones, otra de analgésicos, un neceser lleno de cosméticos, un paquete de discos de algodón y dos tipos distintos de maquinillas de usar y tirar, unas rosas, otras azules, todo normal, como los geles, los champús y una manopla de fibra vegetal, muy usada, que vi a través de la mampara que aislaba la ducha del resto. Hasta ahí todo fue bien, pero cuando me acerqué al jacuzzi, que era más grande que el que Rafa nos había enseñado y estaba semirrodeado por una pared de cristal que ofrecía una vista espectacular, me encontré con que el borde estaba repleto de velas a medio consumir, todas iguales, blancas, pequeñas y encerradas en unos pequeños fanales transparentes. Qué horror, pensé al verlas, qué cosa más cursi, qué horterada, y antes de terminar de pensarlo, me encontré con que la cara me ardía.

Aquel calor no era más que un pálido reflejo del incendio que acababa de desatarse en mi interior, una catástrofe fulgurante, instantánea, donde el pudor atizaba a la excitación y era a su vez implacablemente alimentado por ella, para que yo pudiera escuchar el crujido de las ramas que se desgajaban de los árboles, el chisporroteo de las cortezas resinosas, el susurro de las púas en llamas, y oler el fuego, verlo avanzar por las laderas de un monte imaginario, que era yo y estaba ardiendo de una culpa inocente, que no había hecho nada para merecer, y de una vergüenza infinita que sin embargo no era capaz de apagar todos los focos, siéntese, por favor, perdóneme, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar un café?, y Raquel Fernández Perea, que era mucho más guapa de lo que parecía, encendiendo la última vela antes de zambullirse desnuda en el agua con su cuerpo de treinta y cinco años y su piel de melocotón, esas piernas tan bonitas y las caderas levemente más anchas de lo que parecía exigir la estrechez de su cintura, para que mí padre la rodeara con sus brazos mientras pensaba que su hijo Álvaro era un gilipollas que no tenía ni idea de lo que era horrible, ni cursi, ni hortera en este mundo. Esa nueva sensación, la conciencia de no ser más que un pardillo, el ingenuo y fortuito espectador de una complejidad que no estaba a mi alcance, se sobrepuso a la excitación y a la culpa, a la vergüenza y al asombro, sin matizar la formidable confusión a la que todo lo que un instante antes era yo había quedado reducido sin remedio. Y esto no es nada, me dije, seguro que esto no es nada.

El dormitorio, sin embargo, no ofrecía ninguna señal particular a simple vista. Tenía las paredes estucadas en un tono amarillo anaranjado que entonaba muy bien con el de mi espíritu, y una forma de ábside achatado que prestaba a la cama, cuadrada, de dos metros por dos metros, una irreverente apariencia de altar, reforzada por la presencia de dos nichos recubiertos por molduras de escayola blanca, muy pretenciosos y bastante feos para mi gusto, que estaban situados justo encima de las mesillas. Éstas, de perfil curvo y líneas sencillas, sí me parecieron bonitas, como la cómoda a juego que estaba adosada a una de las paredes laterales. El único elemento perturbador del mobiliario era una televisión plana, inmensa, colgada en la pared del fondo a la altura idónea para verla desde la cama. Debajo, en un carro metálico con ruedas, había un vídeo, un DVD y un montón de películas muy bien ordenadas.

—Ya verás, Alvarito —me dije mientras las miraba—. Ya verás.

Pero no vi nada todavía. Antes me senté en la cama, comprobé que el colchón no era de agua, experimenté un considerable y absurdo regocijo al percibir su vulgar estructura de muelles, y me consentí a mí mismo volver a pensar que los ricos eran muy horteras, sin sentir esta vez nada especial al formular una idea tan clamorosamente sustentada por el espacio que me rodeaba. Luego, me pregunté cuál sería el lado de mi padre, concluí que lo más lógico sería que se hubiera reservado el mismo que ocupaba en su lecho matrimonial, comprobé que sobre la mesilla situada a la derecha reposaban dos mandos a distancia, y empecé por los cajones de la otra, donde no encontré nada, sólo un folleto de instrucciones del radio despertador digital que se correspondía con el modelo que estaba encima, al lado de la lámpara.

El reloj estaba en hora, y la alarma activada. Pulsé el botón por curiosidad y me encontré con que el aparato estaba programado para encenderse a las siete de la mañana. Luego ella se queda de vez en cuando a dormir aquí, deduje, y aquel indicio de normalidad, la imagen de una mujer joven que se levantaba para ir a trabajar de la cama que unas horas antes había compartido con un hombre que podría ser su padre, y hasta su abuelo, me pareció una monstruosidad, pero me acordé a tiempo de que Raquel Fernández Perea no era una pobre huérfana abandonada e indefensa, sino una chica lista que ganaba un sueldo, seguramente considerable, en una institución de nombre laberíntico que se dedicaba a hacer crecer el dinero de los demás. Entre las razones que la hubieran llevado a liarse con uno de sus clientes no era previsible que se contaran la miseria, la necesidad de protección o la incapacidad para defenderse por sí misma. La verdad es que, para trabajar con un horizonte científico tan amplio, eres muy novelero, Álvaro, recordé, tienes mucha imaginación, para ser físico.

En el primer cajón de la mesilla de la derecha había tres objetos. El más pequeño era un pastillero cuadrado, de plata, con la superficie rayada, muy parecido, si no idéntico, al que mi padre llevaba siempre encima. Lo mismo ocurría con el portaminas de acero, muy sencillo, muy estilizado, como todos los que llevaba enganchados en el bolsillo de la chaqueta en todas las imágenes suyas que podía recordar. El tercero era un consolador de goma de color morado, que parecía relleno de una especie de gel, y olía a jabón, plástico bien lavado.

—Hostia, papá…

Raquel Fernández Perea, que es mucho más guapa de lo que parece, desnuda sobre una pila de almohadas, con sus piernas bonitas abiertas de par en par, ofrece una perspectiva insólita, obscena y encantadora de su cuerpo levemente desproporcionado, la piel perfecta, siéntese, por favor, perdóneme, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar un café?, mientras su vientre tiembla apenas, menos desde luego que las manos del anciano que empuña un cilindro de goma de color morado que desaparece despacio en su interior para que ella agradezca la atención con una sonrisa que deja ver sus dientes separados.

La sangre se agolpaba en mis sienes como si estuviera a punto de reventarme las venas, y al respirar no hacía otra cosa que inyectar oxígeno en un fuego del que ya no podía distinguir nada excepto el calor, las llamas que me cercaban, que prendían en mi ropa, que me ahogaban en humo con una minuciosa e implacable precisión. Te voy a decepcionar, Álvaro, es una historia vulgar, sencilla, los seres humanos somos muy sencillos, y tenía razón, tanta que encendí primero la televisión, luego el DVD, y me encontré exactamente con lo que esperaba, la mujer era morena y llevaba un corsé rojo y negro que le dejaba los pechos al aire, los hombres, porque eran dos, llevaban traje oscuro y corbata, pero ambos tenían la bragueta abierta y la polla fuera, no vi nada más, volví a apagar los dos aparatos en el orden inverso a aquel en el que los había encendido, primero el DVD, luego la televisión, para ahorrarme la destemplanza sórdida y mecánica de las escenas que vendrían a continuación, y no pude evitar hacer un chiste, modelo ejecutivo, papá, pensé para mí mismo, al acordarme de lo nervioso que le ponía mi resistencia a ponerme una corbata, al fin y al cabo, siempre ha sido lo tuyo. Ése era el chiste, pero no me hizo gracia.

No me apetecía estar más tiempo allí, husmeando en la intimidad de aquel anciano que ahora me parecía tan débil, tan frágil, tan desvalido como un animal callejero, desahuciado, un pobre hombre que estaba muerto y solo, en ninguna parte. Aquélla fue la primera vez en mi vida que me sentí responsable de mi padre, más adulto que él, más capaz de tomar decisiones, de resolver problemas, de ampararle y protegerle como él había hecho conmigo cuando yo era niño. Has tenido que morirte, papá, pensé, has tenido que morirte para necesitarme, y la dureza de aquella conclusión me estremeció.

En el pastillero había una pastilla blanca, pequeñita, otras redondas y un poco más grandes, también blancas, y dos azules, que me parecieron raras, porque no recordaba haber visto nunca comprimidos de ese color. Me guardé una en el bolsillo, devolví el pastillero al cajón de la mesilla, lo cerré, y procuré dejarlo todo igual que me lo había encontrado, aunque antes de salir me di cuenta de que tendría que volver pronto, porque no podía compartir aquel secreto con mis hermanos, y muchísimo menos con mi madre. Al fin y al cabo, todos habíamos tenido la suerte de que ella me mandara a mí, precisamente a mí, que parecía el hijo equivocado, a entrevistarme con la última amante de su marido. Entonces me acordé de la reunión que había convocado para el jueves siguiente, y calculé que debería desprenderme de todo antes, tirar las películas, el consolador, las velas, el despertador, los cosméticos del cuarto de baño, los libros leídos, y aquél me pareció un trabajo feo, sucio, sentí una punzada de tristeza en el umbral de aquella puerta por la que tendría que volver a entrar antes de que pasaran tres días y me pregunté cuándo la habría atravesado él por última vez, cómo se encontraría, cuánto tiempo le quedaría antes de morir.

Qué putada, papá, qué putada que te hayas muerto así, con una amante de treinta y cinco años y tantas ganas de vivir, qué putada. El aire del exterior me sentó bien, pero no entibió la gélida corteza de mi melancolía, ni solidificó el estado gaseoso que mantenía todas y cada una de mis terminales nerviosas al borde de la ebullición. La calle Villanueva, además, estaba sorprendentemente despejada.

—¡Miguelito!

Mi hijo vino trotando por el pasillo, se estrelló contra mí con la misma desprevenida alegría de un toro que ve abierta la puerta del chiquero, y me hizo reír. Era verdad que era muy bruto, y también era verdad que a mí me hacía mucha gracia que fuera así.

—¿Cómo te has portado hoy? —le pregunté, después de cogerle en brazos y darle muchos besos para aspirar el aroma de su cabeza, una conmovedora amalgama de olor a tiza, goma de borrar y ketchup—. ¿Bien? —él asintió con la cabeza, muy serio—. Mamá me ha contado que tu profe dice que trabajas bien pero que te pegas mucho.

—Yo no —negó ahora, más serio aún—. Es Adrián, y Tito también, en el recreo, pum, pum…

—¿Ellos te pegan y tú te defiendes, verdad? —le pregunté, y me sonrió—. Entonces te vas a merecer un premio, por lo de trabajar tan bien, digo… ¿O no?

Mai estaba en la cocina, dándole vueltas al contenido de una sartén con una cuchara de madera.

—¡Álvaro, qué pronto has llegado!

—Sí —admití, y cerré la puerta.

—El niño está…

—El niño está viendo Peter Pan —la interrumpí, colocándome detrás de ella—. Se la acabo de poner. Es su peli favorita, ya sabes, y no creo que sea peligrosa, porque salen unos piratas, pero son muy simpáticos.

—Pero ¿no se la habías escondido…? Álvaro… —dejó escapar una risita nerviosa—. Álvaro, ¿qué haces?

—Nada —tenía la mano derecha dentro de su sujetador, la mano izquierda debajo de su falda, y la besaba en el cuello, muy despacio—. Bueno… Esto —y moví todos los dedos a la vez—. Le he levantado el castigo, pobrecito…

—¿Y por qué?

—¿Que por qué? —repetí, imitándola, mientras me apretaba contra ella—. ¿Tú qué crees?

—Álvaro…, estoy haciendo croquetas para cenar… Y la bechamel se me va a llenar de grumos…

Aquella noche cenamos una pizza cuatro estaciones de tamaño familiar con pan de ajo de regalo, y me di cuenta de que mi hijo interpretaba aquel menú imprevisto como parte del premio que yo, en un arrebato de graciosa e injustificada magnanimidad, había decidido otorgarle. Ya verás, me dije mientras le miraba con una punta de compasión anticipada, ya verás la próxima vez que pintes en la pared y tenga que volver a esconderte la película, pero se portó muy bien, se comió todo lo que tenía en el plato y se dejó llevar a la cama sin rechistar por un padre abrumado por su arbitrariedad.

Cuando volví al salón, Mai estaba viendo una película. Puse un par de copas, me senté a su lado, ella se recostó contra mí, como de costumbre, y logré mantener la compostura unos diez minutos.

—¡Álvaro! —tenía la camiseta en las axilas, el sujetador desabrochado, la falda arrugada en la cintura, y un acento indeciso entre el regocijo y el escándalo, que me permitió comprender que estaba contenta pero un poco asustada también—. ¿Qué te pasa hoy? Estás imposible, en serio…

—No lo sé —contesté, mientras me la sentaba encima—. Será la primavera.

Pero no era la primavera. Y cuando terminé, no estaba más tranquilo que antes de llegar a casa.

El todo puede ser mayor, menor o igual que la suma de las partes, todo depende de la interacción que se establezca entre estas últimas. Pensad bien en lo que acabo de decir porque ésta es una frase muy importante, y lo es en sí misma y porque desemboca en esta otra, sólo podemos afirmar con certeza que el todo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.

Eso les decía yo a mis alumnos, y ellos tomaban apuntes con mucho afán y una sombra de escepticismo en la mirada, preguntándose de qué iba yo y por qué les soltaba tantos rollos si ellos no estaban estudiando filosofía, joder, pero a mitad de curso, los más listos habían descubierto ya que la física era también un sistema de pensamiento, que tenía sus propias reglas, y que éstas no podían desarrollarse sin más con las herramientas de la aritmética. Porque dos y dos no son necesariamente cuatro, no siempre, no en todas las circunstancias, no por fuerza, no a toda costa. Cuando lo comprendáis, les decía, estaréis en condiciones de comprender muchas cosas más. Y sin embargo, el hábito de obtener un cuatro de la suma de dos y dos estaba demasiado arraigado en el mecanismo de sus conocimientos como para que lograran desalojarlo sin resistencia, yo lo entendía, y procuraba no ser demasiado severo con ellos. Tampoco lo fui conmigo cuando volví al picadero de mi padre y tuve la sensación de que todo era un montaje.

Llevaba dos días y medio trabajando con un método cercano al anonadamiento, una sobrecarga voluntaria de esfuerzo que me había sentado bien, no sólo porque desde el día que conocí a Raquel no había hecho nada más que elaborar hipótesis fallidas, sino porque, además, después de pasar la tarde entera en el museo, discutiendo con los obreros y supervisando el montaje de mi exposición, llegaba a casa de noche, y lo bastante cansado como para que Mai recuperara la serenidad. Lo mío era distinto, simple agotamiento físico y, tal vez, el alivio de saber algo más.

—Había pensado en consultarle una cosa a tu mujer —aproveché el primer cambio de clase de la mañana del martes para llamar a mi cuñado Adolfo—, pero creo que prefiero hablar contigo.

—¿De hombre a hombre?

—Pues… sí.

—A ver —el tono zumbón, malicioso, tras el que se protegía, me hizo sonreír—. Que no sea muy difícil. Y, si puede ser, muy masculino tampoco.

—Bueno, me temo que masculino sí es, pero difícil no… Verás, la semana pasada, uno de esos días que llovió tanto, tuve que ir a La Moraleja a recoger el correo de mi madre. Iba a cuerpo, con un jersey, me puse perdido de agua, y Lisette me dio una gabardina de papá. Y en un bolsillo había un pastillero de esos de plata que usaba él siempre, con una pastilla blanca, redonda, pequeñita…

—Cafinitrina —me interrumpió él, ignorando que no me estaba contando nada que yo no supiera—. Tu padre tenía que llevarla siempre encima, porque ya había tenido un infarto y antes un par de amagos.

—Vale. Luego había otras pastillas también blancas, y también redondas pero un poco más grandes, que no sé lo que son.

—Yo tampoco —Adolfo se echó a reír—, vete a saber… Igual es paracetamol, para el dolor de cabeza. O no. Si son redondas, seguramente serán alguna clase de estatina, para el colesterol. Tu padre tenía el colesterol alto, no mucho, desde luego, pero lo bastante para cuidárselo.

—Ya… Y luego había otras pastillas, que son las que me mosquearon, de color azul cielo intenso —miré el comprimido que tenía entre los dedos e intenté ser más preciso—, no sé si me entiendes, o sea, no exactamente azul celeste…

—Y de forma romboidal —completó él.

—Sí —admití.

—Viagra.

—¿Seguro?

—Hombre, yo no soy farmacéutico, pero con esas señas… Casi que sí.

—Y mi padre… —lo estaba esperando desde el principio, pero la naturalidad de mi cuñado me desconcertó por un momento—. ¿Mi padre podía tomar viagra?

—No es que pudiera, Álvaro. Es que la tomaba, me lo estás diciendo tú.

—¿Y no era peligroso?

—Bueno… —se paró un momento, como si acabara de tomarme en serio y necesitara encontrar un tono diferente para seguir hablando conmigo—. Es como todo, no sé qué decirte. Desde luego, quien formuló la viagra no estaba pensando en un paciente de sus características, pero… Tu padre era un hombre muy fuerte, Álvaro, y aunque parezca un contrasentido, porque se murió de un infarto, también era un enfermo cardíaco privilegiado, porque no era hipertenso, porque no era diabético… Y así y todo, los ambulatorios están hasta arriba de abuelos de la edad de tu padre, enfermos cardíacos que sí son diabéticos, que son hasta hipertensos, y que se ponen de viagra hasta el culo, y además alegremente, por su cuenta, sin ningún control, porque saben que sus médicos nunca se la recetarían, aunque eso ahora está cambiando, claro, y más que va a cambiar. Los especialistas se han dado cuenta de que prohibírsela no sirve de nada, de que la van a seguir tomando igual, y ahí los tienes, y a ver quién les quita lo que están bailando. ¿Que si renunciaran a la viagra quizás, sólo quizás, podrían vivir más tiempo? Por supuesto. ¿Que podrían correr menos riesgos, tener menos fatiga, menos arritmias? Claro que sí. ¿Que podrían tener más calidad de vida? Eso ya no. Eso ya depende de lo que cada uno entienda por calidad de vida, y yo, desde luego, me quedo con la definición de los abuelos. Yo, cuando me llegue la hora, pienso tomarla. Esto son dos días y luego nada, y si me equivoco, si resulta que al final la carne resucita, prefiero resucitar empalmado, no vaya a ser que me caiga la breva de ir a parar por error al paraíso musulmán y me encuentre con que me tocan treinta vírgenes para mí solo.

—Pues mira, no lo había pensado —reconocí cuando dejé de reírme.

—Es que eres diez años más joven que yo, pero ya lo pensarás, no creas que no… Ahora en serio, Álvaro. La primera conversación, digamos íntima, que tuve con tu padre fue sobre esto. Yo acababa de liarme con tu hermana, era la tercera o la cuarta vez que iba a su casa, él me sacó el tema y a mí me pareció normal. Todavía le quedaban dos años para cumplir los ochenta, era un hombre fuerte, sano, tenía curiosidad, era lógico, ¿no? A mí me pareció lógico, por lo menos. No me preguntó si podía tomarla, pero eso estaba flotando en el ambiente y yo me adelanté. Si te apetece probarla, Julio, aunque sólo sea una vez, para ver qué pasa, le dije, avísame antes. No es nada grave, no te va a hacer daño, pero conviene calcular bien la dosis, eso es muy importante, y a tu edad es mejor hacer las cosas con cabeza. Por supuesto, me contestó, por supuesto. Y nunca me avisó, pero eso también es normal, ¿no?, porque yo era el novio de su hija, y luego su marido, y él no sabía qué grado de confianza podía tener conmigo sin incluir a Angélica, y a lo mejor no le apetecía nada que se supiera, seguramente tendría sus motivos.

—Sí —admití—, sí, todo eso lo entiendo, pero… ¿y la viagra no pudo provocarle el infarto?

—La viagra no provoca infartos, Álvaro. Permite, eso sí, la realización de un esfuerzo físico que puede llegar a resultar insuperable para un corazón enfermo, pero no creo que ése fuera el caso de tu padre, la verdad… —y sin embargo hizo una pausa, como si necesitara medir sus palabras antes de seguir—. El infarto le dio un viernes por la tarde y aquella mañana se había levantado bien, ¿no?, fuerte, y se había ido a trabajar. Cuando empezó a encontrarse mal, estaba en su despacho, tan tranquilo, no había pasado nada, y además… Le dio tiempo a llegar a casa, a meterse en la cama, tu madre llegó enseguida… No lo sé, Álvaro, pero no creo. Y si hubiera sido así, ¿qué? No te tortures. Su corazón podría haber acusado cualquier otro esfuerzo, un trabajo de lo más inocente, qué sé yo, cortar el césped, jugar con sus nietos, subir deprisa por las escaleras, enfadarse más de la cuenta o llevarse un disgusto. Y ni siquiera eso. Podría haberse rendido, haberse acabado, y su muerte no habría sido más dulce, ni más pura, ni mejor. La muerte es una mierda, Álvaro, la de tu padre y la de todos los demás. Si tomaba viagra y se pasó, nadie tiene nada que reprocharle. Estaba en su derecho. Era su vida, y fue su muerte, su riesgo. No el tuyo.

—Eso ya lo sé —Lisette, pensé, e inmediatamente después que me estaba volviendo loco—. Gracias, Adolfo. De verdad.

—De nada. Oye, y otra cosa…, has hecho muy bien en llamarme a mí. Es mejor que no le digas nada a Angélica. Se ríe mucho cuando cuento en voz alta lo de las huríes, pero me temo que esto no le haría ninguna gracia.

—Descuida —dije, y colgué, y ni siquiera me paré a pensar cómo habría podido suceder que un hombre tan encantador se hubiera enamorado de una mujer tan insoportable.

Dos y dos son cuatro, ésa es la tradición, el prestigio, el hábito, la verdad absoluta, legendaria, que no se deja desalojar sin resistencia. Dos y dos son cuatro, y las cuentas salían, arrojaban un número perfecto, redondo, entero, sin el insidioso fastidio de los decimales. Dos y dos son cuatro y mi padre ya no era un cabrón, un hijo de puta, un héroe, un prodigio, un campeón, sino un pobre hombre adicto a las benevolentes pero quizás mortales trampas de la química. De nuevo un pobre hombre, pensé, y volví a estremecerme al comprender que antes jamás me habría atrevido a pensar así de él, del gigante que había sido mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser ninguno de sus hijos, el mago, el hechicero, el encantador de serpientes al que yo admiraba tanto y que ahora había encogido, se había acobardado hasta volverse insignificante en un sillón de la sala de espera de cualquier médico privado y carísimo al que nunca le podría pagar del todo el precio de lo que había ido a buscar.

En eso también había sido excepcional, pero la certeza de su ambición no lograba expulsar de mi memoria las imágenes últimas de su cuerpo, las rodillas descarnadas, la piel tan blanca, escamosa, la flaccidez de la carne que se plegaba alrededor de sus costillas, el vello ralo, exhausto, de su pecho y de sus muslos. Ese cuerpo era de mi padre, pero mi memoria nunca se lo habría asignado si Raquel Fernández Perea no se hubiera cruzado en mi vida. Y sin embargo, me enternecía su debilidad, la modestia de su pacto con el demonio de los laboratorios, aquella ansia profunda que era más fuerte que el miedo a morir, y su soberbia, la magnifica determinación a decidir sus propios plazos en el escaso palmo de terreno que aún podía regatearle al destino. Para mí había sido difícil ser hijo de un hombre como aquél, y tampoco me resultaba fácil, ahora que había tenido que morir para necesitarme, empezar a comportarme como si fuera su padre. Y sabía que Adolfo tenía razón, que no estaba siendo justo, que no tenía nada que reprocharle, ningún derecho a juzgarle, eso también lo sabía, pero no podía controlar mi tristeza, la tentación de pensar que para él lo importante no era echar un polvo, sino saber que el próximo no iba a ser todavía el último, un combate tan desigual, tan desproporcionado, tan fracasado desde antes de empezar. Mi padre no habría estado de acuerdo conmigo, mi cuñado tampoco, quizás sólo fuera una cuestión de años, quince, veinticinco, treinta, y la muerte con un rostro cada vez más definido, mejor iluminado, menos ambiguo, y feo, feísimo, horroroso, atroz. Quizás entonces, mientras contemplara ya de cerca el rostro de la muerte, dos y dos sumaran cuatro más que nunca.

Pero mientras tanto no lo suman siempre, no en todas las circunstancias, no a la fuerza, no a toda costa. Yo se lo advertía a mis alumnos todos los años, para que ellos lo anotaran con mucho afán y una sombra de escepticismo en la mirada. No estamos estudiando filosofía, joder, protestaba siempre alguno, eso es lo que tú te crees, le respondía yo, pero no vas muy bien encaminado, por cierto. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, y Raquel Fernández Perea y Álvaro Carrión Otero ya habíamos dejado de ignorarnos. Por eso, y porque recuperé a tiempo la convicción de que dos y dos no tienen por qué ser necesariamente cuatro, cuando volví a entrar en aquel ático tuve la sensación de que todo era un montaje.

No fue nada más que eso, una sensación. No fue una idea, ni una impresión, ni una deducción, ni siquiera una intuición, sino una simple sensación, una de esas revelaciones engañosas, peligrosas, quebradizas y precarias como un cabello seco, que se aprehenden con la punta de esos nervios que no son los verdaderos nervios, sino apenas un residuo imaginario de los instintos que conservan los animales que fuimos una vez, la sobrehumana capacidad que damos por perdida para siempre excepto en los momentos de extrema desesperación. Entonces, cuando creer es más importante que pensar, florecen los hombres que ventean las minas, las mujeres que encuentran agua debajo del desierto, los niños que invocan el poder de atraer las lluvias o las niñas que ven a la Virgen María encaramada encima de un árbol. Yo nunca había podido soportar la credulidad de la gente, el fervor con el que se entregan a las supercherías religiosas o científicas, el derroche imperdonable de su fe, que para mí, incrédulo, es un bien tan costoso, tan escaso, tan imprescindible. Tampoco estaba desesperado, y sin embargo tuve una sensación, venteé una mina, sentí temblar la varita sobre la tierra, presentí la lluvia, percibí una presencia inexplicable, pero por mucho que la busqué, no hallé ninguna prueba, el menor argumento sobre el que sustentarla.

Eran las tres y media de la tarde, no había comido y estaba de pie, en aquel salón tan grande y tan vacío donde los muebles dejaban espacio suficiente para bailar un vals entre uno y otro. Llevaba un rollo de bolsas de basura de las grandes, y me había detenido en un punto concreto entre el área del comedor y la zona de estar sin otro motivo que una necesidad repentina de comprender lo que estaba viendo, igual que un perro que se niega a avanzar al descubrir la huella debilísima de un rastro dudoso, que no es el que está buscando pero que sin embargo logra excitar su olfato. En aquel lugar había algo que yo no había logrado percibir tres días antes, algo que no era exactamente un error, concluí, después de mirarlo todo con una atención de la que no había estado en condiciones de disponer en mi primera visita, pero que producía un efecto erróneo. Aquella vez abrí el armario, vacié los cajones, revisé la nevera, encontré muchas otras cosas lógicas, vulgares, previsibles, batas, zapatillas, pijamas, camisones, mantas, sábanas, manteles, toallas, ropa interior de mujer normal y de mujer procaz, latas de cocacola y de tónica, chocolate, café instantáneo, leche condensada, un exprimidor eléctrico, una cafetera, un cubo de basura, seis vasos de agua, cuatro de whisky, platos, tazas, cubiertos, periódicos atrasados, una caja de bombones abierta y medio vacía, la revista de marzo de una cadena de televisión digital, una china de hachís sin envolver, un librillo de papeles de liar, un taco de filtros.

Cogí estos tres últimos objetos, que estaban en el cajón inferior de la cómoda del dormitorio, y me los metí en un bolsillo, pero los saqué de allí enseguida, porque serían de ella, pensé, y tendría que devolvérselos. Entonces me di cuenta de que lo que tenía que hacer era dárselo todo, no tirarlo, como había pensado en un principio, sino entregárselo, porque, muerto mi padre, Raquel era la propietaria natural de todo lo que había en la casa que habían compartido. Por tanto, me dije, será mejor llenar dos bolsas distintas, una con todo lo que va a la basura, la comida, los periódicos viejos y los botes abiertos del cuarto de baño, y otra con todo lo demás. En aquel momento, me llevé la mano derecha a la cara en un movimiento automático, casi inconsciente, que no fui capaz de reconstruir después. No sé si me froté los ojos, la barbilla o la frente, pero percibí el olor del hachís que todavía impregnaba mis dedos y descubrí de repente que era eso lo que no encajaba.

El lugar donde me encontraba no olía a nada. Aunque los libros estuvieran leídos, y el cenicero usado, y los cepillos de dientes desgastados, y las velas a medio consumir, el aire estaba limpio, desprovisto de cualquier aroma distinto al de la neutralidad de los espacios deshabitados. Y era cierto que nadie vivía en aquella casa, que no era eso para lo que estaba pensada, pero tampoco se podría decir que ella viviera en su oficina y allí no había tenido esa sensación de respirar en el vacío. No podía recordar a qué olía el despacho de Raquel Fernández Perea, seguramente a humo y a café, a tinta de impresora y a su perfume, pero estaba seguro de que aquel olor existía, porque de lo contrario habría percibido de alguna forma su ausencia, como percibía ésta sin haberlo querido. Aquel descubrimiento me dejó tan atónito que estuve un buen rato sentado en la cama, buscando argumentos suficientes para desestimarlo.

El más evidente estaba en mi reloj, que señalaba ya las cuatro y veinticinco de la tarde. No tenía mucho más tiempo que perder, y eso significaba que al problema llamado Raquel Fernández Perea le quedaba una hora y media de vida. Mientras llenaba hasta arriba no dos, sino tres bolsas, con la sorprendente cantidad de objetos que contenía aquella casa que parecía vacía, no dejé de percibir la misma sensación de impropiedad, de falsedad impecablemente enmascarada, que me había asaltado al entrar, pero tampoco dejé de pensar que ya todo daba igual, que la frenética secuencia de secretos y casualidades que me había puesto boca abajo durante una semana iba a expirar muy pronto, en el plazo marcado, y después, cuando estuviera instalado de nuevo en la apacible llanura de tierras cultivadas que era mi vida, se iría desvaneciendo poco a poco, perdiendo color, relieve, intensidad, hasta encajar en la lista de los pequeños misterios de una vida cualquiera. Mi padre había tenido una amante, muy bien, a los ochenta y tres años, muy bien, yo la había conocido, muy bien, me había gustado, claro, me gustaba mucho pero a mi padre también le gustaba mi mujer, ahora iba a resultar que teníamos los mismos gustos, ¿y qué? Y nada, yo había estado en el lugar donde se veían, había borrado todas sus huellas, le había devuelto sus pertenencias y punto final, adiós, con esa inevitable melancolía de los hasta nunca. A las seis menos cuarto, cuando me marché de allí, pensé que no había hecho otra cosa que devolver aquel lugar a su estado verdadero, vaciarlo de todo lo que sobraba en él, pero me negué a insistir en esa paradoja. Ya todo da igual, me dije, se acabó.

Eso era lo que yo creía, que todo se había acabado, pero aquel ático no estaba incluido en el inventario de los bienes de mi padre que me encontré delante de la silla que Julio y Clara habían dejado libre para mí entre las suyas, ante una enorme mesa de juntas cuyo lado opuesto ocupaban Rafa, Angélica y mi madre.

—Lo siento, mamá —dije al entrar—. No he podido llegar antes.

—No importa, Álvaro —concedió ella—. Todavía no hemos empezado. Pero podrías haber hecho el esfuerzo de ponerte un traje y una corbata, vamos, digo yo…

—Ya… —sonreí—. Bueno, eso también lo siento.

Sólo me había retrasado diez minutos, después de dejar una bolsa de basura en un contenedor, guardar las otras dos en el maletero del coche, y recorrer andando el trecho que me separaba de una dirección de Príncipe de Vergara que habría jurado que estaba más cerca. Me paré en una pastelería para comprar dos croissants y me los fui comiendo por la calle, probando en cada bocado algo más que su sabor, el descanso de saber que la llave que llevaba en el bolsillo estaba a punto de desaparecer, de desvanecerse en el aire como el recuerdo de un sueño agitado, para resucitar en la realidad que me rodeaba con la garantía de su propia e inocente naturaleza, sólo una llave que abría la puerta de una casa, una de las muchas casas que habían pertenecido a mi padre. Aquella tarde nadie la echaría de menos. La próxima vez que mi madre me mandara a La Moraleja la metería en cualquier cajón y alguien la encontraría, la dirección estaba escrita en el llavero, anda, mira qué gracia, pero si aquí hay otra y no la habíamos visto. Sonreí al imaginarlo, pero entonces no sabía que aquel ático no existiría nunca para nadie de mi familia, excepto para mí.

—No puede ser… —murmuré después de leer la lista por primera vez.

Volví a repasarla más despacio, señalando cada punto con un lápiz, y tampoco lo encontré entonces. No puede ser, joder, no puede ser, esto no puede estar pasándome a mí, a mí no, si a mí nunca me pasa nada, y todo se iba a acabar, todo tenía que haberse acabado ya… Y sin embargo, ahí estaba yo, cada vez más harto, más nervioso, más cansado de llevar a mi padre a cuestas. No me jodas, papá, renegué para mis adentros, no me jodas, si los problemas que yo tengo son que mi hijo se pega en el colegio, y que los obreros me montan los paneles al revés, y que mis alumnos se quejan de que no están estudiando filosofía, esto no puede ser… Estaba muy harto, muy nervioso, y tan cansado que lo repetí en voz alta sin darme cuenta.

—No puede ser.

—¿Qué es lo que no puede ser, Álvaro? —mi hermana Angélica no sólo era desconfiada, susceptible, puntillosa y mandona. También tenía oído de tísica cuando le convenía.

—Nada —y pasando por encima de su ceño fruncido, me dirigí directamente a mi hermano mayor—. Oye, Rafa, ¿papá no tenía un ático como aquel que me enseñaste? Ya sabes…

—En Jorge Juan —él completó la frase por mí—. Sí, sí que lo tenía. Uno de los grandes, además. Pero lo vendió.

—¿Cuándo?

—¡Pero, bueno, Álvaro! —mi hermana intervino en su habitual tono de superioridad—. Esto es el colmo. ¿A ti qué más te…?

—¡Mira, Angélica! —chillé, y una violencia de calidad desconocida escapó de mí como un caudal de agua que revienta una manguera—. No me voy a operar de nada, ¿sabes? No tengo fiebre, ni me duele una muela, ni estoy tomando antibióticos, ¿te enteras? Así que cállate y no me toques más los cojones.

—¡Álvaro! —la voz de mi madre tardó en elevarse, como si el asombro pesara más que la necesidad de censurar mi comportamiento—. ¡No le hables así a tu hermana!

En el silencio que se abrió a continuación, Julio me puso una mano en el hombro, Rafa me miró con ojos de alucinado y Clara se atrevió a defenderme.

—Tampoco es para tanto, mamá, vamos, creo…

—Claro que es para tanto —mi madre la cortó, y se volvió contra mí—. No pienso tolerar escenas como ésta, Álvaro. Yo no sé lo que te pasa, hijo, pero no me gusta nada. Te está cambiando el carácter.

—Es posible —admití, estaba tan harto, tan nervioso, tan cansado de llevar a mi padre a cuestas—. Es posible que me esté cambiando el carácter, mamá, y lo siento, lo siento mucho, pero, vamos a ver, ¿es que no puedo preguntarle una cosa a Rafa sin que Angélica se meta por medio?

Se tomó su tiempo para contestar, pero antes de hacerlo asintió con la cabeza, indicando que iba a fallar a mi favor.

—En eso, sólo en eso, llevas razón. Y haces bien, además —luego nos fue mirando a todos, uno por uno—. Éste es el momento de que preguntéis todo lo que queráis saber.

—Muy bien, pues entonces… —mi hermana, que llevaba un rato mirándose las uñas, levantó la cabeza en aquel momento—. Lo siento mucho, Angélica, de verdad. Últimamente estoy muy nervioso, muy estresado, no me aguanto ni yo, en serio. Por favor, perdóname —sólo cuando asintió con la cabeza seguí adelante—. ¿Cuándo vendió el ático papá, Rafa?

—No me acuerdo exactamente, pero hace muy poco, desde luego, no sé, dos o tres meses. No quiso decirme cuánto había cobrado, pero seguro que lo vendió bien, siempre tuvo mucha suerte para eso, no creas —se quedó pensando y se acordó de algo que le dio mucha pena—. A mí todavía me queda uno, así que…

Esas palabras me devolvieron a quien no había dejado de ser mi verdadero padre, el anciano astuto, fuerte, poderoso, que había resultado ser un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser ninguno de sus hijos. Tenías razón, papá, me dije, siempre la tenías, y aquel pensamiento no sólo me tranquilizó, sino que me llevó de la mano a una conclusión más amable, menos problemática que la que estaba prevista. Si no era nuestro, el ático tenía que pertenecer a Raquel, él se lo habría regalado, lo habría puesto a su nombre, se lo habría dejado en herencia a su manera. Tiene que ser suyo, pensé, no hay otra explicación. No la había, y esa certeza me precipitó en dos sensaciones simultáneas y contradictorias, una de alivio, al calcular que el secreto de mi padre se preservaría por sí solo, y otra de fastidio, al comprender que podría haberme ahorrado las dos visitas y el trabajo feo, sucio, de aquella misma tarde. No pude decidir cuál de las dos era más fuerte, porque mi madre, que una vez solventada la crisis de mi mala educación parecía más animada que en cualquier otro momento desde que se quedó viuda, sacó un cuadernito del bolso, lo miró por encima y reclamó nuestra atención.

—Bueno, ya habéis tenido tiempo de verlo todo, ¿no? Si no hay más preguntas, os voy a explicar lo que he pensado hacer. Como habéis visto, yo heredo dos tercios, pero voy a repartir entre vosotros más de la mitad del total. Voy a liquidar todas las inversiones de papá, bonos, fondos, acciones, sin tocar las empresas, eso por supuesto, y os voy a dar todo el dinero, a partes iguales. Las propiedades, de momento, me las quedo, porque es mucho más complicado dividirlas y no quiero disgustos. Prefiero que os peleéis entre vosotros cuando yo me muera, y con los seguros de vida y los beneficios del grupo tengo para vivir más que de sobra. El dinero que te estaba guardando papá, Álvaro, te lo voy a dar ahora, con lo demás, porque no creo que necesites seguir ahorrando —asentí con la cabeza, sonreí y ella me devolvió la sonrisa—. Y otra cosa, lo de tu deuda, Rafa… Si tus hermanos no tienen inconveniente, he pensado en partirla en dos. Una mitad te la quito ahora, de tu parte. La otra me la sigues debiendo a mí y me la vas pagando como se la hubieras pagado a tu padre, ¿de acuerdo?

—Gracias, mamá —mi hermano mayor se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla.

—De nada, hijo —ella le devolvió el beso y la sonrisa—. Bueno, pues si a todos os parece bien, ya podemos contárselo al notario…

Yo no me imaginaba que mi padre tuviera tanto dinero. Debía de ser el único de sus hijos que no lo imaginaba, eso sí, porque mis hermanos no movieron ni una ceja mientras el notario oficializaba la operación mencionando de vez en cuando cifras sueltas que me venían tan grandes que ni siquiera era capaz de retenerlas. Todo estaba pasando a la vez y pasando demasiado aprisa, en una proporción que desbordaba la disciplina de mi inteligencia, de mi memoria. La verdad es que, al terminar aquella reunión, aún no sabía exactamente cuánto iba a heredar, y tampoco me molesté en averiguarlo. Sabía que era más de lo que esperaba, pero también la menos importante de todas las cosas que tenía en la cabeza.

Me despedí de mi madre en el portal con dos besos, un abrazo fuerte y la sorpresa de comprobar que todo lo que había descubierto en los últimos días no llegaba a modificar mi relación con ella, como si la inquietud, la compasión, y cierto grado de difusa culpabilidad que había nacido de mi póstuma, forzosa e incluso fantasmagórica complicidad con su marido, no tuvieran fuerza bastante para interponerse entre ella y yo, para alterar la forma de ser madre e hijo que los dos habíamos desarrollado a la vez durante los últimos cuarenta años. Como sabía que estaba esperando que celebrara su generosidad, le pedí perdón una vez más, le di las gracias al oído y me devolvió a cambio una sonrisa radiante. Cuando la vi alejarse entre Rafa y Clara, tan menuda de pronto, tan delgada, tan frágil como si estuviera a punto de romperse, me pareció imposible que ella tuviera algo que ver con aquel ático de Jorge Juan, con las pastillas azules, las velas del jacuzzi, y el ansia profunda, más fuerte incluso que el miedo a morir, que había animado al hombre con el que había dormido en la misma cama durante cuarenta y nueve años.

—¿Tienes prisa? —le pregunté a mi hermano Julio cuando los dos nos despedimos de Angélica, que se marchó en dirección contraria, sin hacer ningún comentario sobre mi explosión.

—No —me contestó—. ¿Por qué?

—No sé, es que no me apetece volver a casa… —eso era verdad—. ¿Te tomarías una copa conmigo?

—Claro. Y dos —me pasó un brazo por los hombros, como si quisiera tranquilizarme, consolarme, o tal vez garantizarme que estaba de mi parte, y comprendí que una punta del secreto había aflorado sin remedio en mí—. Y, si quieres, después nos vamos de putas y quemamos Madrid. Total, somos ricos.

—No —sonreí—, Madrid, mejor, lo dejamos como está.

—Muy bien —él también sonrió—, pero que conste que no soy yo el que se ha rajado.

Al final no fueron dos copas, sino algunas más, y algo que no era la ciudad se quemó para siempre en mi interior.

—Oye, Julio… —le dije cuando el camarero nos dejó solos, renunciando a un preámbulo imposible de encontrar—, ¿tú crees que papá tenía amantes?

—¿Qué pasa —y aunque lo que iba a decir era evidente, me miró con un ligero recelo, como si no le gustara demasiado que lo tuviera en cuenta—, que soy el experto de la familia?

—No. Pasa que eres el único de la familia con el que puedo hablar, que no es lo mismo.

Eso ya le gustó más, porque le sobraban las razones para creerme. No había previsto contarle nada a ninguno de mis hermanos, y sin embargo, mientras estábamos todos sentados en la notaría, alrededor de mi madre, me di cuenta de que cada uno de ellos tendría su propia versión de nuestro padre, y tal vez la capacidad de alumbrar zonas, esquinas, sombras que yo ni siquiera habría sido capaz de distinguir, pero Julio era el único con el que podía hablar, eso era verdad.

—Pues, no sé… —y se quedó callado un momento antes de seguir—. Lo he pensado muchas veces, no creas, pero no sé qué decirte. Por un lado… le pega, ¿no? Es decir, los hombres ricos de su generación solían cerrar las casas de putas y tenían amantes fijas, queridas de las de antes, a las que les compraban un piso, y las mantenían, y todo eso. Ésa era la tradición, y además encaja con él, con su forma de comportarse, de actuar… Con su poderío. A él le gustaba exhibirlo, ya lo sabes, y no era religioso, ni tenía demasiados escrúpulos, y sin embargo… No sé. Por otro lado, era tan serio, tan perfecto a la vez…

—Ya, pero le gustaban mucho las mujeres —mi hermano asintió con la cabeza muy despacio, como si le costara trabajo darme la razón—. Acuérdate, hablaba de eso siempre que salía el tema, y los sábados por la noche, hasta jugaba con nosotros a ponerles nota a las bailarinas de la televisión.

—Sí, sí, eso es verdad. Yo no digo que no le gustaran, no es eso, pero… En fin, no sé qué decirte, es como si por otro lado no le pegara tanto, como si no le interesara complicarse la vida. Aunque nosotros le conocimos muy mayor, eso también, cuando nació Clara tenía casi cincuenta años, y a lo mejor ya estaba harto de todo. Pero supongo que, como mínimo, algo haría, ¿no? Todo el mundo tiene algún lío de vez en cuando. De todas formas, ya no lo sabremos. Papá, desde luego, nos daba cien vueltas. Era más listo que yo, que todos nosotros juntos. Si tenía amantes, que yo creo que no, estoy seguro de que nunca se habría dejado pillar.

—Vivo no.

—¿Qué quieres decir?

—Papá tomaba viagra, Julio.

Él se quedó todavía un instante sonriendo, como si no pudiera procesar deprisa lo que acababa de escuchar. Luego abrió la boca, levantó las cejas, se echó hacia delante y me miró a los ojos con los suyos muy abiertos.

—¿Papá? —preguntó—. ¿Viagra?

—Papá —confirmé—. Viagra.

—Joder —y se quedó mirando hacia un punto indefinido que estaba detrás de mí, como si necesitara darse tiempo a sí mismo para procesar despacio la noticia—. No sigas por ahí, que va a empezar a caerme bien… ¿Cómo te has enterado?

Le conté la misma historia que le había contado a Adolfo y las consideraciones de nuestro cuñado sobre los riesgos del medicamento, el interés que nuestro padre había mostrado por él seis años antes, su opinión sobre las condiciones en las que estaba cuando sufrió el infarto definitivo.

—A él no le extraña —dije al final.

—A mí sí.

—A mí también —reconocí—, pero, a lo mejor, en un caso como éste no es lo mismo ser un hijo que un yerno. A lo mejor, Adolfo lo ve más claro que nosotros sólo porque está más lejos, porque tiene más distancia, una perspectiva mejor, más completa.

—Claro… —Julio me miraba, afirmando con la cabeza, muy despacio—, por eso estás tú tan histérico, porque estás pensando que…

—Claro —yo confirmé sus sospechas para que ninguno de los dos tuviéramos que pasar de ahí.

—¿Sabes lo que pasa, Álvaro, lo que me pasa a mí, por lo menos? Es como si papá hubiera sido varios hombres en lugar de uno solo, porque… No sé, cada vez que hablo con Rafa de él, y últimamente hablamos mucho, desde luego, nos acordamos de cosas muy distintas, a veces opuestas, contradictorias, como si no hubiéramos tenido el mismo padre… Vero dice que es normal, que eso es lo que pasa siempre que se muere alguien, pero yo no estoy de acuerdo con ella, yo estoy seguro de que si se hubiera muerto mamá, por ejemplo, nuestros recuerdos no discreparían, no tanto al menos…

—Pero Rafa siempre ha tenido una imagen deformada de papá —me atreví a decir—, casi infantil, ¿no? Para él es como Superman, su modelo, su ídolo, su héroe.

—Sí, eso es verdad. En eso tienes razón, pero no es sólo eso… —se quedó un rato pensando—. Aunque a lo mejor tiene que ver, no creas. Rafa nunca ha podido soportar que después de una vida entera haciendo méritos, el favorito de papá fueras tú, y no él.

—¿Yo? —y quizás, después de todo, nada de lo que había visto y oído en la última semana había llegado a asombrarme tanto como me asombraron esas palabras—. ¿Pero qué dices? Si yo nunca le hice caso, no estudié lo que quería que estudiara, me marché cuando quería que me quedara, me casé por lo civil…

—¿Y qué? —me interrumpió Julio—. Eso no tiene nada que ver. Me he pasado la vida oyéndole hablar de ti, Álvaro es igual que yo, Álvaro es el más listo, Álvaro es el único que no me da disgustos… Tú eras su favorito. Tú y las niñas, especialmente Angélica, que parece mentira, con lo seca que es, pero a él le gustaba más que Clara, no me preguntes por qué… A mí no me podía ver porque teníamos un carácter muy parecido, chocábamos mucho, pero era bastante recíproco, no creas, y además, yo siempre he sido el niño bonito de mamá, así que me daba igual, y a Clara supongo que también, al fin y al cabo, pase lo que pase, ella siempre será la pequeña. Pero Rafa no lo lleva nada bien, en serio.

—No lo entiendo —protesté, para él y para mí al mismo tiempo—. La verdad es que no lo entiendo, y además, si quieres que te diga la verdad, nunca lo había notado, jamás en la vida se me habría ocurrido… —no encontré por dónde seguir, pero Julio concluyó por mí.

—¿Lo ves? ¿Ves por qué digo que lo que pasa con papá es muy raro?

—Pero de todas formas…, Rafa era su mano derecha, ¿no?, el que lo sabía todo, el que estaba más cerca de él…

En ese momento, mi perplejidad comenzó a quebrarse, a ceder a la presión de lo que un segundo antes parecía inverosímil y ya había empezado a encajar en los límites de lo razonable. Podía ver las grietas, las fisuras por donde penetraba la luz, un resplandor tenue al principio, luego hebras aisladas, delgadas, dudosas, que se iban ensanchando sin darme tiempo a recordar detalles concretos, fechas, palabras, imágenes, pero iluminaban con eficacia un escenario donde nunca había creído estar y que sin embargo me resultaba cada vez más cómodo, más familiar, hasta creíble.

A mi padre le gustaba bailar con mi hermana Angélica. Lo hacían tan bien que parecían una pareja de bailarines profesionales, pero sólo le había visto bailar con Clara una vez, en el banquete de su boda. Tu hermano Julio piensa con la polla, tu hermano Rafa ya me tiene harto… A mí nunca me había dicho nada parecido, tú eres más listo, Álvaro, vamos, creo yo, pero tampoco me había dado nunca indicios de su predilección y jamás habíamos llegado a instalarnos juntos en una intimidad aparte. No discutíamos, no nos peleábamos, y nos queríamos, eso sí, por supuesto, yo le quería, era mi padre, él me quería, era su hijo, habíamos llegado hasta ahí, ni un paso más, pero yo pensaba que con los otros, con su primogénito al menos, sería distinto, no se me había ocurrido pensar que mantuviera la misma distancia con todos sus hijos, me resistía a aceptarlo todavía.

—Y además… —por eso insistí de nuevo—. Rafa tenía negocios con papá, ¿no? Ya has oído a mamá, antes.

—¿Negocios? —Julio levantó las cejas y se echó a reír—. Lo que tenía Rafa con papá eran deudas, no negocios. Deudas, Álvaro, porque le pedía dinero cada dos por tres, pero continuamente, sin parar. Él no le daba ni la cuarta parte de lo que le pedía, y eso me parece bien, que conste, porque el otro se pasaba quince pueblos, pero al final… Ya se sabe, lo del cántaro, y la fuente, y todo eso —hizo una pausa y sonrió—. Mira, cuando mamá ha preguntado antes si no teníamos inconveniente, he estado a punto de intervenir. Porque lo va a seguir haciendo, ¿sabes? Seguro, y ahora más, porque con mamá es más fácil, ella es mucho más blanda que papá, y por mucho que haya heredado, por mucho dinero que tenga, intentará sacarle lo que pueda, lo sé, he estado a punto de decirlo… Pero luego he pensado, ¿y a mí qué más me da? Si yo no gano nada jodiendo a Rafa, si no voy a ser más feliz por tener más dinero en el banco… ¿Tú le pediste dinero a papá alguna vez, Álvaro?

—No. Cuando compré la casa se me ocurrió, pero la hipoteca desgravaba y total, no sé. Todavía no me había casado, no tenía muchos gastos, tampoco hacía falta.

Asintió con la cabeza, se quedó un momento callado, me miró, se acabó la copa que estaba bebiendo, pidió otra con la mano y volvió a mirarme, como si estuviera meditando, a punto de tomar una decisión sobre algo que yo no podía valorar. Pero le conocía muy bien. Era mi hermano.

—¿Y tú?

—Yo le pedí dinero una vez —y la señaló, estirando el índice de la mano derecha, para que no hubiera dudas—. Una sola vez. Y no me lo quiso dar.

—¿Por qué? —insistí, y no lo hice tanto por mí como por él, que se había apagado de repente.

—Eso todavía no lo entiendo. O mejor dicho, prefiero no entenderlo —en ese momento le pusieron otra copa delante y la dejó medio vacía de un trago antes de seguir—. Pero te voy a decir una cosa. Papá era un hombre admirable, que se hizo a sí mismo desde la nada, sin la ayuda de nadie, vale, y era un hombre encantador, tan simpático, tan seductor, tan interesante, tan inteligente, vale también. Eso es lo que pensáis todos, lo que piensa todo el mundo, y es verdad, yo no digo que no. Pero papá era también un hombre muy duro, muy hijo de puta cuando quería. Y fíjate en lo que te estoy diciendo, porque yo no soy como tú, Álvaro, no pienso como tú, no hablo como tú. Y no estoy diciendo que fuera conservador, ni anticuado, ni puritano, ni reaccionario, sino hijo de puta, un hijo de puta auténtico.

—Verónica —recordé entonces en voz alta, porque nunca había podido olvidarlo.

—No —mi hermano negó con la cabeza—. O, mejor dicho, sí pero no. Ésa fue la primera putada, de todas formas, pero bueno, ésa se la perdoné, porque era un hombre mayor, que había vivido en un mundo muy distinto, tenía otro concepto de las cosas, no sé… Cuando le dije que iba a dejar a Asun, se extrañó mucho. ¿Es que os lleváis mal?, me preguntó, y le contesté que no, porque además era verdad, y lo sigue siendo, por cierto, yo con Asun siempre me he llevado muy bien, incluso ahora, nunca discutíamos, nunca nos peleábamos, pero bueno, ni la tercera parte que con Verónica, ¿qué digo?, ni la décima… —sonrió, me miró, y dijo algo asombroso con una naturalidad que me pareció envidiable—. Claro que Vero es el amor de mi vida y Asun no, y eso no es culpa de nadie. Eso fue lo primero que no entendió. No es eso, papá, le dije, es que me he enamorado de otra mujer… ¿Qué?, me preguntó, con una sonrisita que, de momento, me sentó como una patada en los cojones, la verdad. Que me he enamorado de otra, repetí, y entonces se echó a reír. Enamorado, enamorado, dijo, imitándome, menuda tontería, ¿y qué tendrá que ver eso con lo que estamos hablando?

—Pero… —le interrumpí sin saber muy bien lo que iba a decir a continuación, pero él no me dejó seguir.

—Pero no, Álvaro. No te equivoques. A papá no le pareció mal que yo me hubiera liado con Verónica. Lo que le pareció una estupidez fue que dejara a Asun para irme a vivir con ella. Pero, bueno, eso lo encontré casi normal, por eso te he dicho antes que se lo perdoné… La otra vino después, y no se la he perdonado nunca.

Hizo una pausa larga, y me di cuenta de que no estaba cómodo, pero encontró a tiempo un camino por donde seguir.

—Yo puedo ser un mal marido, Álvaro, pero soy un buen padre. Soy un padre acojonante. Y no lo digo para ponerme medallas, no es ningún mérito, porque no me cuesta trabajo, ésa es la verdad… A mí me encantan mis hijos. Me gusta estar con ellos, necesito estar con ellos, me lo paso muy bien, me divierto mucho con los niños, y si no tengo más, es porque mi mujer no quiere, que por mí… Por eso nunca voy a ninguna parte los sábados, ni hago viajes de fin de semana salvo que me lleve conmigo a los cuatro. Vero lo sabe, a ella se lo advertí desde antes de empezar, desde el principio, cuando nuestra historia era todavía un adulterio de guía Michelin y hoteles de lujo. Mis hijos y yo vamos en el mismo paquete, lo siento, si te vienes a vivir conmigo, a partir de ahora sólo te puedo llevar a cenar a París los martes.

—Y aceptó, claro —dije, sonriendo.

—Sí, aceptó —él también sonrió—. Pero también acepta lo demás, y quiere mucho a los mellizos, eso era lo que más me preocupaba, en serio. Yo no habría podido vivir con ella si ella no hubiera querido a mis hijos. Y los sábados…, sobre todo ahora, porque Asun se ha echado un novio y de repente le sobran los niños, y me los deja muchos fines de semana enteros. Total, que a las nueve de la noche, todos recién bañados, con el pijama puesto y apestando a colonia de bote de tamaño familiar, nos sentamos los cinco en el sofá del salón, yo en el centro, los niños a mi izquierda y las niñas a mi derecha, y nos ponemos con dos pizzas delante a ver la película del Disney Channel, que no te puedes ni imaginar los bodrios que me trago…

—Claro que me lo imagino —protesté—. A ver si te crees que yo no me los trago.

—Pues eso. Lucía es la que más chilla, pero cuando se toma el biberón, se me queda frita en brazos, y entonces, Julia, que está mayorcísima, mucho más grande que su hermano, y muy guapa, y juega a que está enamorada de mí y a que somos novios, me apoya la cabeza en el hombro, me coge de la mano y vemos la película haciendo manitas. Luego, el que se duerme es Pablo, encima de Enrique, porque le adora, es su hermano mayor, a Julia no la tiene en cuenta, y él, que al fin y al cabo sólo tiene once años, y pelusa de la otra, que es su melliza y parece su madre, se me va acercando también, poco a poco, hasta que le paso por encima el brazo izquierdo. Así acabo de ver la película, con las cabezas de los mellizos encima de los hombros, Lucía en la pierna derecha, Pablo medio atravesado sobre la izquierda, el cuerpo dormido de arriba abajo y Verónica en una butaca, porque nunca le dejamos sitio en el sofá, diciendo siempre lo mismo, parece mentira, Julio, el que te vea, no se lo cree. Y lleva razón, pero en ese momento soy el hombre más feliz del mundo, te lo juro…

—Yo sí te creo, Julio.

Le creía, lo había visto muchas veces, mi hermano, que no era sólo el hombre más golfo, más mujeriego que había conocido en mi vida, sino también un empresario implacable, no mucho más piadoso ni más escrupuloso que Rafa, cuidando de sus hijos, dándoles de comer, haciendo los deberes, jugando con ellos con una paciencia infinita, sin perder jamás los nervios, las fuerzas, las ganas de tirar otro penalti, el último, papá. Era un fenómeno asombroso pero indiscutible, y también conmovedor, al menos para mí, que tenía sólo un hijo y ni la mitad de resistencia que mi hermano, aunque eso me pegara tan poco como la abnegación paternal, quizás sería más exacto decir maternal, le pegaba a él.

—Entonces entenderás lo demás… Mira, cuando me separé de Asun, tuve muy claro que iba a intentar que nos siguiéramos llevando bien porque, a aquellas alturas de lo irremediable, eso era más que nada cuestión de dinero. Ella estaba mal, desde luego, y la culpa la tenía yo, eso también desde luego, pero por ese lado ya no había nada que hacer, así que cuando su abogada me dijo que había que valorar el sufrimiento de su clienta, yo le dije, vale, todo menos los niños. Yo la he jodido y ella me quiere joder a mí, muy bien, me parece justo, pero a los niños vamos a dejarlos al margen… Yo no quería ir a juicio, quería arreglarlo todo por las buenas, llegar hasta el juez con un convenio privado al que no le pudiera poner ninguna pega, y lo conseguí. Me costó lo mío, no creas, estuve negociando más de un mes, porque quería que ambos propusiéramos de mutuo acuerdo la custodia compartida y un régimen de visitas distinto del habitual. Quería dividir todos los fines de semana por la mitad en vez de quedarme con los mellizos en fines de semana alternos. Eso va a ser imposible, me dijo la abogada, ¡ah!, ¿sí?, dije, ¿cuánto? —y adoptó un acento diferente, achulado, como de galán de barrio en una comedia de televisión—. ¿Cuánto qué?, me preguntó. Que cuánto me va a costar que sea posible… Ella se me quedó mirando, como muy ofendida, no le entiendo, me dijo, claro que me entiendes, guapa, le contesté, yo también soy abogado, así que vamos a dejarnos de tonterías…

—No sabía nada de eso, Julio —le interrumpí, divertido por el tono de sus confidencias pero también conmovido por su naturaleza, la escarcha de aquel proceso que jamás había comentado, del que jamás se había quejado mientras miraba a Verónica como el más torpe de los dioses olímpicos—. Nunca me lo habías contado.

—No —sonrió—, ni a ti ni a nadie. ¿Para qué? Sobre todo porque al final me salí con la mía, aunque me costó quedarme en la ruina, eso sí… Asun, que a la hora de la verdad se portó muy bien, mucho mejor que su abogada, me dijo que no quería una compensatoria todos los meses, sino una cantidad razonable por adelantado. Ya estaba pensando en poner la tienda y a mí eso me pareció estupendo, muy sensato, lo mejor para los dos y hasta para los niños. Total, que no firmé ni la mitad de lo que había empezado pidiendo ella, pero sí el doble de lo que había empezado ofreciendo yo, y eso que fui generoso desde el principio. Ella sabía que no podía ir más lejos, sabía cuánto dinero teníamos, pero a mí me dio igual, porque, ¿qué es el dinero, a ver?

Se me quedó mirando como si esperara de mí una buena respuesta y negué con la cabeza mientras la buscaba en vano.

—Pues yo qué sé… —arriesgué después de un rato—. ¿Poder?

—No —rechazó mi hipótesis con vehemencia—. Nada. El dinero, cuando no lo tienes puede serlo todo, pero cuando lo tienes no es nada, nada, ¿lo entiendes? No fabrica nada, no sirve para nada, sólo para gastarlo, para comprar cosas agradables, para conseguir placer, y a mí me iba a dar mucho más que eso. Yo tenía la suerte de tener un padre rico, ¿no? —entonces entendí lo que quería decir, y que tenía razón—, un padre que me regalaba todos los años un par de millones sin venir a cuento, un padre que se pasaba la vida prestándole dinero a mi hermano mayor para que lo invirtiera en la última gilipollez que se le hubiera ocurrido, hidroeléctricas portuguesas, gasolineras en la provincia de Toledo, participaciones en cementeras y cosas por el estilo, así que cuando llegamos a un acuerdo, firmé. Eran mis hijos, y firmé. Con el agua al cuello, pero firmé. Primero firmé, y luego me fui a ver a papá.

—Hombre, pues a lo mejor deberías haberlo hecho al revés —y me eché a reír, porque todavía no sabía de lo que estábamos hablando—. Si ibas a pedirle dinero…

—Ya, ya lo sé. Sé que tendría que haber hablado antes con él, que me vas a decir lo de siempre, que soy demasiado impulsivo, que no pienso las cosas, vale, tienes razón. Pero aquello era tan evidente, tan grave, estaba todo tan claro, que primero firmé y luego me fui a verle. Y se lo conté todo. Y cuando terminé, no abrió un cajón, no sacó un talonario, no se me quedó mirando y me preguntó, ¿cuánto necesitas, hijo mío?, que era lo que yo pensaba que iba a hacer. No. Cuando terminé, seguía recostado en su sillón, con los brazos cruzados. No te entiendo, Julio, me dijo. La verdad es que no te entiendo, hijo, no entiendo cómo has podido hacer una tontería semejante, arruinarte por los mellizos, ni que fueras una gallina… ¿Que te gustan los niños? Muy bien, pues ten más, ahora tienes una mujer muy joven.

Había hablado muy deprisa, sin sonreír, sin detenerse, parándose apenas para respirar, como si le angustiara recordar lo que me estaba contando, como si quisiera llegar pronto al final, a aquel bar donde estábamos los dos juntos, los dos solos, mucho más cerca de lo que habíamos estado nunca, y por fin me miró, levantó los ojos de la copa donde los había escondido para evocar su conversación con nuestro padre y me miró, me sonrió, y comprendí que él ya se encontraba a salvo, muy lejos de todo aquello, pero no podía saber cómo me sentía yo mientras percibía el agujero perfecto, hueco, redondo, que el taladro de sus últimas palabras había abierto en el centro de mi cuerpo.

—No me jodas —le rogué, y sentí aquel vacío también en mi voz.

—Te lo juro —la suya era firme.

—No me jodas —repetí, como si me hubiera quedado atascado, incapaz de encontrar otras palabras con las que defenderme de aquella enormidad.

—Te lo juro, Álvaro —y volvió a mirarme, y volvió a sonreír—. Yo tampoco me lo podía creer. Te juro que en aquel momento no me lo creí. Nunca en mi vida me había sentido tan mal, tan humillado, y me quedé parado, clavado en la butaca, esperando a que pasara algo, a que se cayera el techo, a que se hundiera el suelo, a que me dijera que era una broma.

—¿Y qué pasó? —porque aquello no pudo acabar así, me animé a mí mismo, mi padre tuvo que rectificar, cambiar de actitud, hacer algo…

—Nada —pero mi hermano arruinó mis esperanzas muy deprisa—. No pasó nada, no me dijo nada más. Muy bien, dije en voz alta, y me guardé lo demás, para los negocios de Rafa sí, pero para mis hijos no. Muy bien, papá, repetí. Me levanté, me di la vuelta y me marché. A la mierda, me dije, para siempre. Mi mujer se había quedado con todo excepto con dos cosas, un jeep que nos acababan de entregar y que todavía estaba en el concesionario porque íbamos a ponerle un montón de extras, y un apartamento muy pequeño, en Miraflores de la Sierra, que habíamos comprado para alquilarlo en verano, una vez que a Asun le dio por invertir. Pues lo vendo, pensé, y vendo el jeep, y mientras tanto, pido un crédito, y mientras me lo tramitan, le pido a Rafa veinte mil duros porque no llego a fin de mes… Así estaba, y eso fue lo que hice. Eso, y hablar con mamá, que me llamaba a todas horas para decirme que estaba equivocado, que no había entendido a papá, que él estaba hecho polvo, que yo sabía de sobra cómo quería a mis hijos, que era imposible que me hubiera dicho lo que yo creía haber escuchado…

—Y seguramente era verdad, Julio —intercedí por mi padre sin ganas, una vez más, la última—. A lo mejor le pillaste en un mal momento, preocupado, deprimido, o incluso alarmado por algo, ¿no? Es posible que hubiera tenido algún revés en los negocios o que pensara que no podía hacer por ti más que por los demás… —entonces me di cuenta de que estaba diciendo tonterías, pero seguí adelante, por encima de la paciente expresión de mi hermano—. Era un hombre muy mayor, y Verónica no le gustaba, y por eso… Yo qué sé… Es que me cuesta trabajo creer que… No lo sé.

—Yo sí —la sonrisa de Julio no había cedido un milímetro, sus convicciones tampoco—. Yo sí sé lo que dijo y cómo me lo dijo, Álvaro. Lo tenía a la misma distancia a la que te tengo a ti ahora. Y no cedí. Aquel sábado no fui a La Moraleja. Era una putada para los mellizos, desde luego, porque, después de la separación, dejar de ver a sus primos, a sus tíos, a sus abuelos… Era una putada, pero no fui. Y la semana siguiente llamé a mamá, voy a llevar a los niños al circo, le dije, ¿quieres que te saque una entrada?, así los ves… Faltaba muy poco para Navidad y se me echó a llorar por teléfono, y luego, el sábado, siguió llorando, me rogó, me suplicó… Pero yo no podía ceder, Álvaro. Soy demasiado orgulloso y aquello había sido muy gordo, demasiado gordo.

—Y sin embargo… —pensé en mi padre, en mi hermano, en mi familia reunida alrededor de él en su enfermedad, en su agonía, en su muerte—. Al final se arregló todo, ¿no?

—Sí, pero porque al final fue él quien vino a verme. El lunes después del circo entró en mi despacho, se sentó delante de mí y me puso encima de la mesa un talón conformado por el doble de la cantidad que le había pedido. Y luego dijo algo que me impresionó mucho más. Perdóname, hijo, y no me humilles, eso me dijo, no me humilles más. Era muy listo. Había elegido muy bien las palabras, porque si me lo hubiera dicho de otra manera quizás no le habría perdonado, no habría podido, pero eligió ese verbo, me pidió que no le humillara más, y yo le conocía, sabía cómo era, tan orgulloso como yo, quizás más todavía, y le miré, y le vi tan mayor, tan derrotado mientras me pedía perdón, mientras me pedía que no le humillara… Yo le quería, Álvaro, ¿cómo no le iba a querer? Era mi padre. Así que me levanté, y le di un abrazo, y fue como si nunca hubiera pasado nada. Vendí el apartamento, vendí el jeep, me mudé a un piso de alquiler y le devolví el dinero en un par de años. Nunca volvimos a hablar del tema, pero no se me ha olvidado. No se me olvidará nunca. Por eso creo que lo que pasa con papá es muy raro. Y si quieres que sea sincero contigo, yo no sé muy bien qué clase de hombre era en realidad.

Apuró la última copa, pidió la cuenta, y busqué en vano algo más que decir.

—Ni lo sé —pero mi hermano lo encontró antes que yo—, ni me importa.