Amaneció un día feo, húmedo, nublado, pero a las nueve en punto, cuando dejé a mi hijo en el colegio, el cielo estaba limpio, el sol hacía ademán de calentar, y la primavera se insinuaba en el aire como el velo de una novia dispuesta a llegar a tiempo a la ceremonia de su boda. Marzo se acabaría al día siguiente, y con él, mi último plazo razonable para esquivar una larga secuencia de doloridos reproches telefónicos, Álvaro, hijo, cómo puedes ser así, qué trabajo te costará ir a ver a ese señor, hay que ver, para un favor que te pido, desde luego, parece mentira…

Mi madre nunca comprendería que el nombre de aquella oficina me inspiraba una pereza limítrofe con el desaliento y una indignación íntima, difícil de explicar, la que siempre he sentido frente a los lenguajes para iniciados, todas esas expresiones deliberadamente incomprensibles que ocultan el sentido de lo que deberían explicar. Se podría llamar Departamento de Asesoría Financiera, incluso Asesoría Financiera a secas, pero no, claro, eso sería demasiado vulgar, eso se entendería. El asesor que se resistía a renunciar al dinero que la muerte ya le había arrebatado a mi padre pertenecía al Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, y aquél no era destino para una mañana de primavera.

Sin embargo, hacía tan bueno que cedí a un capricho de adolescente ocioso, volví al garaje, dejé allí el coche con mi cazadora dentro, y me fui andando hasta la plaza de las Descalzas Reales. Estaba seguro de que mi absoluta impericia en el tema y la certeza de que no sería yo quien tomara ninguna decisión definitiva, cooperarían para reducir al mínimo la duración de aquella entrevista, y si no fuera así, podría coger un taxi hasta Recoletos y luego un tren de cercanías hasta la facultad. Aunque me había juramentado conmigo mismo para que mi madre no llegara a saberlo jamás, aquella mañana no tenía clase, pero había quedado a las doce con los miembros de mi grupo de investigación.

Llegué al banco de buen humor y bastante más tarde de lo que esperaba, pero encontré sin contratiempos la sede del trabalenguas que andaba buscando, y me dirigí a la recepcionista como si tuviera alguna idea del significado, siquiera aproximado, del nombre del lugar donde trabajaba.

—Buenos días. Vengo a ver al señor Fernández Perea.

Ella, una mujer de cincuenta y muchos, muy pintada y bastante gorda, dejó el pitillo que se estaba fumando en un cenicero donde, a pesar de la hora y del símbolo que indicaba, justo encima de su cabeza, que estaba prohibido fumar, había ya tres colillas, y me dedicó una mirada hostil.

—La señora —dijo.

—¿Perdón? —pregunté, sin tener ni idea de lo que me estaba diciendo.

—La señora Fernández Perea —me aclaró—. En este momento no está casada pero no le gusta que le llamen señorita. Yo estoy soltera y tampoco me gusta.

—¡Ah! Lo siento —dije, como si hubiera hecho algo por lo que debiera disculparme, y me sentí tan mal conmigo mismo por pedir perdón, que saqué la carta del bolsillo y se la enseñé—. En esta carta no figura su nombre completo, y tampoco he podido deducir del texto que se tratara de una mujer.

—Bueno —aceptó ella, resignándose a una tregua—. ¿Tiene usted cita?

—No. En la carta no indica que debiera pedirla.

—No me diga. ¿Y tampoco dice que es conveniente que se vista usted por las mañanas?

Estuve a punto de darme la vuelta y largarme de allí, pero ella ya había pulsado el botón del interfono antes de terminar de insultarme.

—Raquel… Tienes visita. No, no sé cómo se llama. No, no ha llamado antes. Sí, espera, la referencia es JCG 32… Sí, ahora mismo se lo digo
—soltó el botón del interfono, me devolvió la carta y me miró—. Pase, le está esperando. Es el tercer despacho a la izquierda. Encima de la puerta hay una placa con el nombre —hizo una mueca parecida a una sonrisa, elevando apenas las comisuras de los labios—. Completo.

Después, cuando ya sabía que se llamaba Mariví, que tenía úlcera de estómago, y que odiaba a los hombres en general porque uno en particular la había abandonado por un muchacho cuando tenía veintidós años, no fumaba y pesaba cincuenta kilos, pensé muchas veces en ella como en una frontera, una barrera, el testigo último de lo que éramos mi vida y yo, el mundo de los otros y mi mundo, antes de Raquel. Mariví, que era tan borde, no llegó a serlo tanto como para forzar mi huida, y sus reflejos cortaron mi retirada antes de que pudiera plantearme sus consecuencias. Si hubiera sido sólo un poco más lenta, un poco más hostil, yo me habría ido, habría vuelto a mi casa, habría cogido el coche, me habría marchado a la facultad, y desde allí habría llamado a mi madre para informarle del resultado de la frustrada entrevista, yo no sirvo para esto, mamá, ya te lo dije, he perdido una mañana para nada y no estoy dispuesto a perder otra. Ella se habría escandalizado por mi reacción, desde luego, Álvaro, hay que ver cómo eres, pareces un crío, habría insistido un poco, y luego habría llamado a mi hermano Rafa, pensando que eso era lo que debería haber hecho desde el principio. Entonces habría pasado algo, sin duda, pero yo ni siquiera me habría enterado, porque Rafa habría asumido el tema en solitario, con el legendario arrojo y la hidalguía que presumía heredados de nuestro padre. Llevaba toda su vida esperando una ocasión así, anhelando la oportunidad de convertirse en el mártir soldado que soluciona los conflictos de los demás y carga con toda la responsabilidad, todos los costes, todas las culpas. Yo ni siquiera me habría enterado y habría seguido viviendo en mi propia vida, una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Por eso, pensé muchas veces en Mariví. Después, cuando a mi alrededor el mundo no era más que una infinita extensión de tierra quemada.

Y sin embargo, aquella mañana, mientras dudaba entre llamar con los nudillos a la puerta o no, miré el reloj y comprobé con satisfacción que no eran más que las nueve y veinticinco. Estupendo, me dije, ahora me siento, escucho el rollo que me va a largar asintiendo con la cabeza y mucha educación, apunto cuatro números, y a las diez, como muy tarde, estoy en la calle otra vez. Al final, golpeé con suavidad en la madera, no obtuve respuesta, repetí la llamada con más energía y escuché un «adelante» decidido, cantarín, que me franqueó la entrada a un despacho bastante grande, cuadrado y luminoso, con dos ambientes, una mesa de pino de tamaño considerable y diseño sencillo, pero diseño, colocada al fondo, ante una pared acristalada que daba a la calle, y un par de sofás dispuestos en ele alrededor de una mesa baja en primer término. Llevaba tantos años trabajando en la universidad que reconocí sin dificultad la categoría laboral de mi anfitriona, que no era un pez gordo, maderas nobles, alfombras caras y más de tres metros de distancia entre la mesa de trabajo y la zona de recibir, pero tampoco una empleada cualquiera, despacho pequeño, mesa mediana, carro para el ordenador, un par de butacas para las visitas y gracias. Era un lugar agradable, con plantas maduras y grabados abstractos enmarcados con buen gusto, todo eso vi, todo eso me dio tiempo a ver y a pensar en un par de segundos, antes de levantar la vista para encontrarme de frente con ella, Raquel Fernández Perea, la mujer que había asistido a destiempo y sin motivo al entierro de mi padre, la desconocida que acababa de dejar de serlo.

Mi cuerpo la reconoció antes que yo y se contrajo por su cuenta en un espasmo que no pude controlar, como si fueran de otro los brazos que temblaban, y de otro los hombros que se encogían, y de otro también mis piernas, que se detuvieron al comprender que eran incapaces de levantar la tonelada que cada una de ellas pesaba de repente. Pero ella no pudo advertir mi debilidad, porque estaba absorta en su propio asombro y me miraba con la boca muy abierta, los brazos rígidos, los puños apretados contra el tablero de la mesa. Estuvimos así, quietos, callados, desorientados cada uno en su propia inmovilidad, en su propio silencio, durante un tiempo que me pareció muy largo y no debió de serlo. Luego, ella cerró los ojos un instante, se esforzó por sonreír, y se disculpó.

—Perdone, pero es que… Esperaba a su madre.

—Sí, ya… —¿Quién eres, por qué nos has llamado, por qué viniste a mirarnos al entierro de mi padre, quién eres, qué haces aquí, qué hago yo aquí?, y sin embargo dije algo distinto, sin reconocer del todo las palabras que iba pronunciando, ni mi voz ahogada, extraña, aguda, súbitamente frágil—. He venido yo en su lugar. Como esa recepcionista tan simpática que tienen ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo…

—Sí —sonrió de nuevo y esta vez le salió mejor, un gesto más parecido a una sonrisa auténtica—. Mariví es muy especial. Siéntese, por favor.

¿Quién eres, por qué nos has llamado, por qué viniste a mirarnos al entierro de mi padre, quién eres, qué haces aquí, qué hago yo aquí? Las mismas preguntas se encadenaban en el mismo orden dentro de mi cabeza, una y otra vez, mientras escogía un sofá, mientras me sentaba, mientras la miraba, mientras descubría que le temblaban las manos, mientras veía cómo las apretaba contra una carpeta de cartón verde con la vana pretensión de serenarlas, mientras se acercaba a mí con una sonrisa comercial, convencional, ausente, mientras ocupaba el otro sofá, mientras consultaba los papeles de la carpeta, hasta que levantó la vista, me miró, y comprendí que, fuera cual fuera la situación en la que nos encontrábamos, ella la controlaba y yo no.

—Perdone, no le he ofrecido nada —me dijo—. ¿Quiere tomar un café?

Me limité a asentir con la cabeza, ella descolgó el teléfono, pidió dos cafés con leche, ¿toma azúcar, verdad?, sí, gracias, y agua mineral para los dos, y empezó a hablar, ya sé que resulta muy duro prestar atención a los aspectos materiales después de la desaparición de un ser querido, dijo, pero su padre era cliente de este banco y nuestro compromiso, nuestra obligación, es velar por sus intereses tanto ahora como antes, era guapa, mucho más guapa de lo que me había parecido cuando la vi en el cementerio, mi sobrino Guille se había dado cuenta, yo no, por eso nos hemos puesto en contacto con ustedes, para informarles en primer lugar de la situación de los fondos que su padre suscribió a través de nuestra entidad y cuyos intereses arrojan en la actualidad un saldo digno de que sus herederos lo tengan en cuenta, había que mirarla de cerca y mirarla dos veces antes de descubrirla, era mucho más guapa de lo que parecía, una belleza secreta, enigmática en su modestia, porque no había nada específicamente hermoso en su rostro salvo su propio rostro, la sorprendente armonía que integraba unos ojos dulces, pero corrientes, una nariz pequeña, pero corriente, una boca bien dibujada, pero corriente, una barbilla regular, pero corriente, y una piel sonrosada y tersa, aterciopelada como la de un melocotón poco común, en un conjunto admirable, tan bello que se escondía de las miradas accidentales, de los ojos que no lo merecían, supongo que ustedes, es decir, su madre, sus hermanos y usted mismo, son los herederos de su padre, y en ese caso, es a ustedes a quienes corresponde decidir el destino de los fondos, ahora bien, antes debo informarle de que la inversión a la que nos estamos refiriendo goza de un estatuto fiscal privilegiado, cuyas ventajas cesarían en el instante en que ustedes optaran por recuperar el capital, ella controlaba la situación, yo no, y su ventaja crecía por segundos a caballo de aquel discurso elaborado con sabiduría y perfeccionado ante muchos otros herederos que, a juzgar por la creciente confianza que transmitía su voz, habrían capitulado antes que yo, ella no sabía que yo era el hijo equivocado, el hermano que nunca tomaría la decisión definitiva, pero se comportaba como si tampoco quisiera tener en cuenta que era además su único testigo, el único que la había visto, que podría recordarla después, entonces llamaron a la puerta y entró un camarero con los cafés y el agua, dejó la bandeja sobre la mesa, se marchó, y me encontré haciendo un chiste en voz alta, menos mal que no los ha traído Mariví, ella sonrió, tenía los dientes de arriba separados en el centro, igual que mi madre, ya estaba muerto de miedo, añadí, y se echó a reír, y estaba aún más guapa cuando se reía, y me sentí satisfecho, casi orgulloso de haber provocado su risa, antes de preguntarme a qué estaba jugando, qué me estaba pasando, era todo tan raro, ¿quién eres?, recordé, ¿por qué me has llamado?, ¿por qué viniste al entierro de mi padre?, ¿qué hago yo aquí?, en fin, ella prosiguió en el tono dulce y preciso de una mujer de negocios que está acostumbrada a que sus clientes intenten ligar con ella y a quitárselos de encima con eficacia, ésa es la razón de que me haya puesto en contacto con ustedes, comprendo por supuesto que es un asunto delicado y que en estos momentos quizás no se encuentren con el mejor ánimo para tomar una decisión de esta naturaleza, pero no se apuren, no corre tanta prisa, sólo les pediría, por su propio interés, que lo tengan en cuenta…

En ese momento empezó a pisar el acelerador, a saltarse capítulos enteros del discurso que tenía preparado. Nunca he creído ser tan inteligente como los demás dicen que soy pero desde luego no soy tonto, y estoy acostumbrado a controlar los tiempos. En mi trabajo son muy importantes, en el suyo también, supuse, porque no hacía falta demasiada experiencia financiera para adivinar que su intención era que no nos lleváramos el dinero a otra parte, por eso había abandonado la mesa para sentarse conmigo en un territorio en apariencia más íntimo, más neutral, por eso me había invitado a un café que aún humeaba, para hacerme la pelota, para convencerme hasta donde fuera posible, para abrigarme con un manto de palabras bien estudiadas. Y sin embargo, en ese momento empezó a pisar el acelerador y yo se lo consentí, esperaba escuchar cifras, porcentajes, comparaciones asombrosas, esto es lo que les costaría llevarse el dinero ahora mismo, esto es lo que ganarán si no lo mueven en un año, en dos, en diez, estaba seguro de que ésa era la parte que venía a continuación, pero se la saltó y yo se lo consentí, no hice preguntas, no pedí datos, no exigí aclaraciones. Yo nunca había controlado la situación pero ella tampoco la controlaba ahora, ya no, y yo no sabía por qué, cuándo, dónde, cómo había perdido esa seguridad que nos sostenía a los dos, que le daba consistencia de realidad a una escena que ahora parecía soñada, inventada, imposible. Le he preparado un resumen, me dijo, estas cosas se ven mucho mejor sobre un papel. Se levantó y fue hacia la mesa, llevaba unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color con dibujos blancos, tenía un cuerpo bonito a pesar de que sus caderas eran algo más anchas de lo que parecería proporcionado en relación con su cintura, o a lo mejor precisamente por eso, ya no lo sabía, estaba confundido, ella había perdido su aplomo, la seguridad del principio, y ahora parecía más débil, más vulnerable que yo. ¿Quién eres?, ¿por qué me has llamado?, ¿por qué viniste al entierro de mi padre?, ¿qué hago yo aquí? Aquí tiene, dijo, tendiéndome una carpeta que mantuvo abierta para que comprobara que allí estaban todos los datos, todas las comparativas y las cifras de impuestos e intereses que no había querido enunciar para mí, lléveselo a casa y se lo mira tranquilamente, ha sido un placer, su mano era suave, sus ojos me miraron con un alivio infinito mientras la estrechaba, adiós, dijo, adiós, dije, y me fui.

No sé cómo salí a la calle. En eso también he pensado luego, muchas veces. Tuve que recorrer el pasillo, pasar delante de la recepcionista, llegar hasta el ascensor, pulsar un botón, luego otro, y atravesar la planta baja, pero no sé cómo lo hice. Sólo recuerdo una luz irreal, el suelo de mármol de un vestíbulo gigantesco reflejando los neones encendidos como si fuera de noche, como si el ascensor me hubiera desembarcado en otro mundo, en un decorado, una trampa, un espejismo. Recuerdo la frialdad de aquella luz y mi incapacidad para comprenderla, hasta que mis pies resbalaron. Estuve a punto de caerme y entonces me fijé en las personas que entraban desde la calle, el pelo mojado, las ropas empapadas, una tristeza imprevista en los jerséis de algodón de colores pálidos, rosas, azules, amarillos, mustias manchas de humedad como un tributo de rencor hacia la primavera traidora que también me había engañado a mí, aquella mañana.

Estaba diluviando. La gente se agolpaba a ambos lados de las puertas de cristal mientras el agua estallaba contra el empedrado como si pretendiera proclamar una cólera antigua y divina, el cielo se nos caía encima y el espectáculo era tan grandioso, tan aterrador al mismo tiempo, que nadie se atrevía a romper el silencio húmedo, compacto, que vinculaba entre sí a quienes no éramos más que una pequeña multitud de desconocidos. Cuando las gotas dejaron de hacer ruido, algunos valientes salieron corriendo en dirección al centro comercial más cercano, cruzándose con un par de vendedores ambulantes que se acercaron para ofrecernos paraguas a tres euros. Yo no les compré ninguno. Metí la carpeta en mi cartera y crucé la plaza hasta ganar el bar más próximo que había podido localizar.

Cuando entré, yo también estaba empapado, pero no me importaba. Pedí un carajillo y me lo llevé a una mesa situada al lado de una ventana desde donde se veía la fachada del edificio que acababa de abandonar. El bar estaba bastante vacío, pero la máquina del café hacía ruido, y una tragaperras entonaba sin parar la canción de El golpe, tarariro tarán tarán, tararirorarí tarantán. El carajillo me sentó bien, pero me lo bebí de un trago y seguía tiritando por dentro. Hacía muchísimos años que no bebía alcohol por las mañanas y jamás tomaba cerveza antes de la hora del aperitivo, pero tampoco me había encontrado nunca en una situación parecida a aquélla. Por eso rescaté una vieja costumbre de mis tiempos de estudiante universitario y pedí un sol y sombra. Lo peor que podía pasarme era que me emborrachara, y eso era mucho mejor que la incertidumbre en la que me encontraba.

Me bebí la copa muy despacio y no me emborraché. A las once menos cuarto ya había escampado, diez minutos más tarde el sol iluminaba los charcos como si todo hubiera sido una broma, un cuarto de hora después sonó mi móvil. Leí en la pantallita el nombre de uno de mis becarios y rechacé la llamada. Un instante después volvió a sonar y lo apagué.

Entonces ya se me había ocurrido que también podría no hacer nada, guardar la carpeta, cuyo inocente contenido había leído con atención un par de veces hasta asegurarme de que no se me escapaba ningún detalle extraño o sospechoso, coger el tren, ir a la facultad, participar en la reunión, volver a mi casa e ir de visita a la de Clara por la tarde, para dejar la documentación en manos de mi madre, no era un señor, ¿sabes, mamá?, sino una chica, muy simpática y bastante guapa, por cierto, y además me lo ha explicado todo muy bien pero ya lo tienes aquí resumido, tú verás lo que haces, yo no tengo opinión, lo que tú decidas me parecerá estupendo.

Entonces ya se me había ocurrido que también podría no hacer nada, archivar el recuerdo de aquella mañana en la nómina de los sucesos inexplicables de una vida cualquiera, con los presentimientos irracionales y los recuerdos imposibles de episodios que nunca se han vivido, con las coincidencias asombrosas y los premios de la lotería, con los miedos de las pesadillas y los misterios cotidianos de esas luces que parece que se encienden solas hasta que nos damos cuenta de que nuestro hijo pequeño ya llega al interruptor.

Tú no has visto nada, Álvaro, también me dije eso, el día del entierro estabas medio drogado, muerto de sueño y hecho polvo, como es natural, y ni siquiera sabes si es la misma mujer, sólo crees que te lo parece. Pero a las once y media me levanté, fui a la barra, pagué. ¿Y si lo fuera, qué? Y crucé la plaza, y entré en el banco, y subí en el ascensor hasta la tercera planta, y pasé por delante de la mesa de la recepcionista sin detenerme.

—No se moleste. Ya conozco el camino. Gracias.

—Oiga —chilló ella, a mis espaldas—. Pero usted no puede… No puede hacer eso, oiga…

Abrí la puerta sin llamar. Raquel Fernández Perea estaba en su mesa, hablando por teléfono mientras apuntaba algo en un papel. Levantó la cabeza, me miró, y como antes, cerró los ojos, pero esta vez los mantuvo cerrados durante más de un instante, en un gesto preciso, consciente. No parpadeó, no apretó los párpados, se limitó a dejarlos caer, a protegerse tras ellos como si quisiera dejar de mirar, dejar de mirarme, dejar de ver el mundo, de existir en él. Cuando volvió a abrirlos, yo estaba en el mismo sitio. Se despidió de su interlocutor, una mujer, informándole de que tenía una visita imprevista, le aseguró que volvería a llamarla tan pronto como pudiera, cruzó los brazos y me miró.

—Perdone —dije, sin exhibir ningún indicio de arrepentimiento por haber irrumpido de aquella manera en su despacho—, pero necesito hacerle algunas preguntas. Hay algunas cosas que no comprendo.

—Siéntese, por favor —ella señaló una de las butacas que estaban al otro lado de su mesa con un gesto magnánimo tras el que creí adivinar la angustia de una mujer indefensa, pero el tono de su voz, sumamente impregnado de cortesía profesional, desmintió esa impresión—. Dígame.

—Verá, lo que no entiendo… Esto no funciona como una sucursal, ¿verdad? Quiero decir, esta oficina de nombre incomprensible donde usted trabaja no es un lugar al que pueda acudir un cliente para hacerse con un fondo igual que se abre una cuenta, ¿no?

—En efecto.

Me sonrió, mis palabras la habían tranquilizado, no sospechaba adónde la quería llevar, y su mirada incauta excitó un instinto que yo ni siquiera creía tener, y me inundó por dentro con el entusiasmo feroz del cazador que sorprende a su presa por la espalda y se relame despacio, disfrutando por anticipado del golpe que va a asestar. Eso fue lo que sentí mientras la miraba, tan guapa, tan serena, tan profesional, tan desprevenida, y ni siquiera me di cuenta de lo que me estaba pasando, no advertí la intensidad, la turbiedad del instinto que acababa de estrenar, no fui capaz de interpretarlo y se me olvidó armarme hasta las cejas.

—Por lo tanto —proseguí—, mi padre no era directamente cliente suyo, ¿verdad?

—No, nosotros no trabajamos así —se relajó aún más, recostándose en el sillón para recobrar el acento pedagógico en el que se había dirigido a mí antes—. Se lo voy a explicar. Ésta es la central de gestión de fondos del banco. Desde aquí gestionamos las inversiones financieras de los clientes de todas nuestras sucursales. Por supuesto, tenemos un interlocutor en cada oficina, que actúa a su vez como interlocutor del cliente. Supongo que, en este caso, su padre se pondría en contacto con el director de su sucursal para suscribir el fondo, y el director nos envió la información a nosotros. Nosotros formalizamos la operación, manejamos el dinero e informamos a cada oficina de los resultados de las operaciones de cada cliente, que a su vez recibe la información de la persona con la que trata habitualmente de sus cuentas.

—Así que los clientes nunca vienen por aquí —supuse yo a mi vez.

—Eso depende. De la situación de los fondos, del volumen de negocio, de los intereses concretos de cada momento. Pero por lo general, es como usted dice, no solemos verle la cara a nuestros clientes.

—¿Y usted se ocupa de los fondos de mi padre desde hace mucho tiempo? —sonreí y me permití el lujo de ser cortés yo también—. Es usted muy joven.

—No crea… —ella acogió el cumplido con una risita azorada, tan profesional como todo lo demás—. Pero no, es cierto. A su padre lo llevaba…, bueno, aquí lo decimos así, mi actual supervisor. Cuando lo ascendieron, repartió su cartera entre unos cuantos afortunados. Yo fui uno de ellos y entonces, entre otros clientes, heredé, podríamos decir, a su padre.

—Que nunca tuvo el placer de venir a verla a esta oficina.

—No. Bueno… nos encontramos una vez, en el despacho de mi supervisor.

En ese momento, empezó a preocuparse y dejó de sonreír. Chica lista, pensé, ya se ha dado cuenta, demasiada cortesía para un simple e inocente heredero empeñado en dar el coñazo. Ahora me miraba de otra manera, la espalda rígida contra la butaca, la cabeza recta, las manos quietas, su pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, moviéndose en cambio con tanta violencia que yo podía seguir su ritmo desde el otro lado de la mesa. Se acabó, me dije, y el cazador excitado que había en mí lo lamentó por un instante, y de eso sí que me di cuenta.

—Y sin embargo, usted conocía a mi padre de algo más, porque fue a su entierro —hice una pausa, la miré, ella me devolvió una mirada inexpresiva pero no pudo desacelerar su respiración—. Yo la vi allí.

No me contestó. Me sostuvo la mirada en silencio, durante un momento. Luego clavó los ojos en unos papeles que estaban sobre la mesa, a su derecha. El escorzo la favorecía. La luz del sol la iluminaba desde atrás, dibujando con precisión la línea de su mandíbula, su barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello. Yo había visto pocos perfiles semejantes, pero no iba a conformarme con eso.

—Salvo que este banco tenga por costumbre enviar a alguien de incógnito a los entierros de sus clientes, claro —añadí, regodeándome en mi propia serenidad, el ritmo lento, calmoso, irritante, que imprimía a mis palabras y a mis pausas—. No es el caso, ¿verdad?

—No —dijo por fin, casi en un murmullo.

—Por eso, cuando me ha visto entrar, me ha dicho que esperaba a mi madre. Porque nos conoce, porque nos vio a todos en el cementerio. De otra forma, su suposición resultaría inexplicable. Yo me parezco mucho a mi padre, como estoy seguro de que usted sabe muy bien, pero casi cualquiera se parece a mi madre más que yo. Usted, por ejemplo. Ella también tiene los dientes separados, no sé si se dio cuenta.

—No —volvió a repetir.

—¿No a qué?

Levantó la cabeza para mirarme de una forma distinta, casi desafiante, y se revolvió en su sillón con un gesto furioso, como una niña que acaba de recibir un castigo que le parece injusto y se sabe incapaz de revocar. Cuando habló, su voz también había cambiado. Ahora era dura, seca, cortante, distinta de cualquier otro tono que yo hubiera escuchado antes.

—No me había dado cuenta de que su madre tuviera los dientes separados —el teléfono empezó a sonar—. Y sí, fui al entierro de su padre.

—¿Por qué?

—Un momento, por favor —dijo, y descolgó el teléfono—. Sí, sí, tienes razón, no, no se me había olvidado, en serio, perdóname, es que se me ha hecho tarde, pero… Sí, espera sólo un segundo, un segundo, por favor, te lo prometo —tapó el auricular con la mano y volvió a mirarme—. Ahora no puedo atenderle. Tengo mucho trabajo. Mañana estaré todo el día metida en una reunión muy importante, pero el lunes, si quiere, podemos vernos. Salgo a las tres.

Destapó al auricular, giró el sillón, y empezó a hablar por teléfono mientras apuntaba datos en un papel, como si yo no existiera. Ni siquiera se volvió a mirarme cuando le aseguré que volvería el lunes, a las tres, sin falta.

El corazón se me estaba saliendo por la boca.

Eso fue lo que sentí cuando la vi atravesar las puertas de cristal, que el corazón se me salía por la boca, que llevaba tantas horas seguidas fuera de su sitio que no lograría encontrar solo el camino de vuelta, recuperar su lugar, volver a latir despacio, siguiendo el ritmo antiguo y regular que había perdido en los tres últimos días.

Estás exagerando, Álvaro. Eso es lo que me habría dicho Mai, y por eso no se lo conté, ni a ella ni a nadie. El aspecto enfermizo de mi insistencia, lejos de desvanecerse tras la identificación de la desconocida, se agudizaba cada minuto, mientras algo a lo que no sé muy bien cómo llamar pero que estaba dentro de mí, tal vez sólo un instinto, luchaba contra todo lo razonable para convencerme de que esto no era un final, sino un principio, el cabo de un hilo que se asoma a la entrada de un laberinto. Ahora ya estaba seguro de que aquella mujer había tenido una relación concreta con mi padre, y sabía además que se trataba de una relación difícil, de las que no se pueden explicar en poco tiempo, con pocas palabras, una relación que debía de haber tenido en algún momento, al menos, cierto carácter sentimental, capaz de justificar la presencia de Raquel Fernández Perea en una ceremonia íntima, tan emotiva y tan poco estimulante a la vez como un entierro. La perspectiva de obtener en el plazo de tres días una respuesta para todas mis preguntas no me tranquilizaba, al contrario. El viernes por la tarde, cuando fui con Mai y con Miguelito a ver a mi madre, ya se me había disparado la cabeza, pero nadie se había dado cuenta todavía. No era un señor, ¿sabes, mamá?, dije, mientras ponía la carpeta verde en sus manos, sino una chica, muy simpática y bastante guapa, por cierto, y además me lo ha explicado todo muy bien, pero ya lo tienes aquí, resumido. Tú la debes conocer, sentí la tentación de añadir, seguro que ahora sí que te suena su nombre, pero no dije nada.

Aquella noche no pude dormir. Me aburrí de dar vueltas en la cama intentando recordar, relacionar mis recuerdos, fabricar hipótesis razonables con los datos del problema, Raquel Fernández Perea, 35 años aprox., guapa, lista, con los dientes separados, empleada de Caja Madrid, Julio Carrión González, q.e.p.d., 83 años, hombre de negocios de éxito y fama irreprochable, propietario de un grupo inmobiliario, cliente de Caja Madrid entre otros bancos, intenté recordar, añadir más datos, combinar los que tenía de todas las maneras posibles, y fui audaz, y luego conservador, de nuevo audaz, y me dormí a las seis de la mañana.

Mai me despertó cuatro horas más tarde, ¿te encuentras bien, Álvaro?, tienes muy mala cara. Es que he dormido fatal, contesté, pero estoy bien, no te preocupes. Ella siguió mi consejo pero, aquella noche, Fernando Cisneros me cogió del brazo, me sacó del salón de mi casa, donde su mujer, la mía y algunos amigos más tomaban copas mientras veían un partido de fútbol por la tele, y en medio del pasillo me preguntó qué me pasaba.

—Nada —le contesté—, no te preocupes porque está todo arreglado. José Ignacio va a firmar, y María…

—No, no es eso, Álvaro, es que estás muy raro… —me dedicó una mirada risueña y cautelosa a la vez, y volví a pensar que me conocía mejor que nadie, mejor que Mai.

En la facultad nos llamaban «la extraña pareja», porque no nos parecíamos en nada pero siempre estábamos juntos en todo, y por eso me estaba dedicando a hacer campaña para la candidatura en la que iba de número dos. Fernando ya había sido jefe de departamento, vicedecano, decano, estaba a punto de ser vicerrector y, con un poco de suerte, acabaría siendo rector en menos de diez años. La política le interesaba muchísimo más que la física, para eso ya estás tú, solía decirme, pero ni siquiera la tensión de unas elecciones inminentes había logrado despistarle.

—A ti te pasa algo —insistió—. ¿Qué es, una tía?

Estuve a punto de contarle la verdad. Lo habría hecho si no fuera porque la historia era demasiado larga para la excusa que él había fabricado, así que le contesté que no lo sabía.

—¿No lo sabes? —se burló, y se echó a reír.

—Otro día —le prometí—. Hay una tía por medio pero no es lo que tú te crees, es una historia muy larga y muy rara, de verdad, y tiene que ver con mi padre, porque… Bueno, mejor te lo cuento otro día.

—Vale, como quieras —se resignó.

Fuimos a la cocina a por hielo y volvimos al salón. Javier estaba empezando a liar un canuto. Le dije que llevaba una temporada durmiendo fatal, me lió otro para mí solo, me lo fumé cuando se marcharon y el domingo amanecí a la una y media. Tú debes de estar incubando algo, dijo Mai, es posible, contesté antes de mentir, no me encuentro nada bien, te lo dije, replicó ella, ayer te lo dije, y se fue sola con el niño a comer a casa de sus padres mientras yo me quedaba en la cama, perfeccionando las que ya eran mis dos hipótesis principales, una económica y desagradable en sí misma, otra genética y desoladora por muchas razones, incluida alguna que ni siquiera me consentí a mí mismo considerar. A partir de ahí, no había avanzado nada. El lunes por la mañana simulé una recuperación tan falsa y espectacular como mi enfermedad, y le dije a Mai que tenía que ir a una comida que daba el decano y luego pasarme por el museo, que no me esperara. Eran las ocho de la mañana y ya tenía el corazón en la boca.

—Hola —ella me había visto cuando estaba todavía en la mitad del vestíbulo, yo me di cuenta, pero no aceleró el paso aunque eran ya las tres y diez—. Siento llegar tarde.

—No pasa nada.

Pero sí pasaba. Se había pintado los labios antes de salir en un tono casi invisible, muy parecido al de la piel que recubría, y había buscado el mismo efecto al pintarse los ojos. El rubor de sus mejillas podría parecer natural y contribuía con una calculada falta de estridencia al resplandor de un rostro que brillaba sin motivos aparentes. En el entierro de mi padre no había estado demasiado cerca de ella, pero el día de nuestra entrevista había ido a trabajar con la cara lavada. Se lo podía permitir, podía permitirse cualquier cosa, y sin embargo, hoy se había pintado los labios antes de salir. Era una chica lista, recordé, y su maquillaje, además de una confirmación de su inteligencia, un dato grave, inquietante.

—He reservado mesa en un restaurante que a todos los del banco nos gusta mucho —echó a andar en dirección a Arenal, señalándome el camino con el brazo—, muy pequeño, muy tranquilo, muy clásico, aquí al lado, en la calle Escalinata. La verdad es que me apetecía más un japonés, pero no sabía si tú eres partidario o no del pescado crudo…

No dije nada, no acerté a encontrar nada que decir, y me quedé parado en medio de la acera. Ella se volvió a mirarme, e interpretó mi desconcierto a su manera.

—No habrás comido ya, ¿verdad?

Su acento, su mirada, su expresión, eran tan inocentes como los que animaban el rostro de mi hijo cuando me descubría al otro lado de la puerta del colegio a media tarde, pero me había quedado tan estupefacto que tampoco fui capaz de contestar a una pregunta tan simple como ésa. Sentía que todo, y ni siquiera sabía qué significaba esa palabra exactamente, se había desbordado ya antes de empezar, y ni siquiera sabía qué era lo que iba a empezar.

—Tendría que habértelo consultado antes —dijo entonces—, pero no tengo tu teléfono.

—No, no es eso… —logré articular por fin—. No he comido. Es que no sabía que hubiéramos quedado para comer.

—Claro —ella reemprendió la marcha y yo la seguí como un perro amaestrado, sin ser muy consciente de mi docilidad—, por eso digo que tendría que haberte avisado. Aunque no es tan raro —sonrió—. En España, la gente come a estas horas. Yo, por lo menos, salgo del banco muerta de hambre. Pero si no has comido todavía, estupendo, ¿no?

—Bueno… —dije, por decir algo.

—No te preocupes —ella se echó a reír—, no estoy esperando que me invites, ¿eh? Pagamos a medias y andando. Al fin y al cabo, esto es una especie de comida de negocios.

—De todas formas, sí que me gusta la comida japonesa —añadí, después de un rato.

—Es bueno saberlo. Para la próxima vez —y me miró como si ya supiera que aquélla iba a ser sólo la primera—. ¿No te habrá molestado que te tutee, verdad?

—Molestarme no. No me ha molestado. Pero sí me ha parecido raro. De hecho, no me he recuperado todavía.

—Sí, me lo puedo imaginar.

Estábamos casi en Ópera, esperando a que se pusiera verde el semáforo para cruzar Arenal. Ella me dedicó una sonrisa enigmática, y no volvimos a hablar hasta que llegamos al restaurante.

No fue un trayecto largo, apenas tres o cuatro minutos, pero bastó para hacerme comprender algunas cosas. La primera fue que la mujer con la que estaba andando por la calle no era la misma con la que me había entrevistado en su despacho el jueves anterior. Tenía la misma cara, el mismo pelo, el mismo cuerpo, cubierto esta vez por un vestido de algodón estampado que le sentaba mejor que los vaqueros, aunque no ocultaba que la anchura de sus caderas excedía ligeramente la proporción que parecía exigir la estrechez de su cintura, pero era distinta. Había tan poco en ella de la profesional bien adiestrada a la que yo había creído conocer en su despacho, como de la niña rabiosa que era incapaz de sostener la mirada del adulto que la estaba presionando. No conservaba el menor titubeo ni los gestos plastificados de entonces, pero tampoco estaba muy seguro de la condición de su repentina naturalidad, esa franqueza instantánea, teñida de ironía, que pretendía ser seductora y lo era, y era también demasiado redonda, demasiado elocuente, demasiado parecida a la actitud de quien está representando un papel bien ensayado y suelta sus frases de un tirón, sin el alivio de las pausas, de las frases hechas, de los puntos suspensivos.

El segundo descubrimiento tenía que ver conmigo mismo, con el cazador excitado por el descuido de su presa que ella había despertado en mí, que nunca antes había sido yo, y que por eso también había desaparecido pero no por completo, porque aún podía recordarlo, aún podía sentir el hormigueo de las yemas de sus dedos en los míos, su saliva en mi boca, su ferocidad en el cuidado que estaba poniendo en ocultarla. Nadie que nos viera en aquel momento, mientras bajábamos por la escalinata que daba nombre a la calle que la contenía, habría podido creer que yo, el hombre de aspecto manso y desconfiado que caminaba vigilando sus pasos, hubiera tenido acorralada cuatro días antes, detrás de una mesa, a la mujer tanque que apisonaba el terreno por delante con una infinita seguridad en la potencia de sus orugas. Y sin embargo, la excitación de aquel hombre estaba en mí, y era sólo ella quien la despertaba.

El tercero y más importante de los conocimientos que adquirí en aquel paseo era consecuencia de los dos anteriores, pero no se trataba de un hecho, sino de una intuición que nos afectaba a ambos por igual. Porque ninguno de los dos éramos en realidad lo que pretendíamos que el otro creyera de nosotros.

—Ya hemos llegado.

Empujó una puerta de madera acristalada y me miró. Yo moví la mano en el aire para indicarle que pasara primero, ella inclinó la cabeza con un gesto gracioso y sonriente antes de entrar. El restaurante no estaba lleno, pero todas las mesas libres estaban reservadas. A Raquel no le gustó la que habían guardado para nosotros y le pidió al maître que nos sentara en una esquina, al lado de la ventana.

—Antes de nada, vamos a pedir, ¿te importa? —y siguió hablando mientras estudiaba la carta, sin esperar a saber si me importaba o no—. Esto ahora está medio vacío, pero a las tres y media, cuando les da tiempo a llegar a los de Alcalá, se pone de bote en bote, no te lo puedes figurar, y entonces, pues claro, tardan mucho más en servir —levantó la vista de la carta y me miró—. ¿Quieres que compartamos algo, para empezar?

Era todo tan absurdo, aquellas palabras, aquel escenario, aquella comida, los dos sentados a la misma mesa, mirándonos el uno al otro como si nos conociéramos, como si hubiéramos comido juntos y solos muchas veces, como si nos uniera algo más que una sola pregunta y una sola respuesta, que su última frase, una oferta habitual, tan inocente pero tan vinculada al mismo tiempo a las prácticas de la intimidad, adquirió una relevancia grotesca, y me eché a reír. Estaba muy nervioso. Ella no.

—De comer —me sonrió—, digo.

—Ya, ya… Te había entendido —abrí la carta y miré por encima la lista de las entradas—. Bueno, sí, podemos compartir algo.

—¿Qué te apetece? —me preguntó, en el mismo tono que antes había empleado para indagar si me importaba que pidiéramos antes de nada.

—¿Qué te apetece a ti? —le pregunté a mi vez, más realista.

—Las anchoas son estupendas, pero buenísimas, en serio… Y las flores de calabacín… ¿Las has comido alguna vez? —negué con la cabeza—. Ah, pues tienes que probarlas.

Al final, ella misma pidió lo que le dio la gana, eligió el vino, lo probó y me ofreció su copa.

—Para mí está bien —dijo—, pero a ti a lo mejor te parece demasiado frío.

—No, está muy bueno —admití, porque era cierto, sin dejar de acusar esa nueva agresión, otra prueba de la eficacia bélica de una intimidad ficticia—. Pero, de momento, preferiría beber en mi copa, si no te importa.

—Claro, claro —ella sonrió, recuperó su copa, llenó la mía, clavó los codos en la mesa y se me quedó mirando—. ¿Quieres que te diga por qué he decidido tutearte?

—Por favor.

—Bueno, primero por tu padre —hizo una pausa para estudiar el efecto que producían sus palabras, pero yo ni siquiera pestañeé—. Yo tuteaba a tu padre, y tú eres su hijo, mucho más joven, así que no tiene mucho sentido que siga tratándote de usted. Pero, además… Cuando me di cuenta de que no me quedaba más remedio que comer contigo, porque yo no puedo hacer absolutamente nada al salir del trabajo, ni siquiera hablar, sin comer primero, me pareció… No sé. Siempre he pensado que comer es algo que sería más lógico hacer en privado, porque al comer con alguien, por muy discreto que seas, por muy bien educado que estés, le enseñas a la fuerza el interior de tu cuerpo, órganos viscosos, cavidades, mucosas, es decir, la lengua, los dientes, el paladar… —en ese momento, ya estuve seguro de que estábamos representando una escena que no había escrito yo, y me sentí más halagado por la pasión que ella ponía en su papel que inquieto por la naturaleza del mío—. ¿No lo has pensado nunca? En realidad es algo terrible. Quien come contigo te ve masticar, tragar, deglutir la comida, atragantarte quizás, con mala suerte, limpiarte la boca, en fin… Siempre me ha parecido muy raro comer con alguien a quien no puedo tutear, permitirme la intimidad de comer delante de él, o de ella, cuando ni siquiera puedo tratarle de tú. Lo tengo que hacer muchas veces, claro, por compromisos laborales, pero no me gusta —hizo otra pausa, más breve, me miró, joder, qué peligro tienes, guapa, estaba pensando yo, y ella sonrió como si pudiera leerlo en alguna parte—. La verdad es que yo no como con cualquiera.

—Yo tampoco. Por eso no me acostumbro a estar aquí, comiendo contigo.

Después de esta mutua declaración, nos instalamos en un silencio incómodo para mí pero confortable para ella, que encontró un montón de maneras de llenarlo. Cogió su bolso, lo abrió, estudió su contenido, sacó un paquete de tabaco, un mechero, un teléfono, una agenda electrónica, perdona un momento, dijo, estuvo jugueteando durante un buen rato en la pantalla con el lápiz de plástico, miró el móvil, pulsó un par de teclas, lo volvió a dejar encima de la mesa.

—¿Qué? Parezco Barbie mujer de negocios con todos sus accesorios, ¿a que sí? —me preguntó, y se echó a reír pero yo no la seguí, ya está bien, pensé, ya estaba bien—. Lo sé, tengo una sobrina que me lo dice siempre, pero no me queda más remedio…

—¿Por qué fuiste al entierro de mi padre, Raquel?

—¡Oh, por Dios, Álvaro, qué ímpetu! —y me miró como si hubiera hecho algo raro, inesperado, más sorprendente que aquella pregunta que ya había formulado otra vez—. No seas impaciente. Seguro que estás esperando alguna revelación truculenta, pero no, ya te advierto que en ese sentido te voy a decepcionar. Es una historia vulgar. Los seres humanos somos vulgares, muy sencillos, al fin y al cabo. Hay media docena de cosas que todos tenemos en común.

—¿Como cuáles?

—No te precipites, en serio… —chasqueó los labios, improvisó una expresión de cansancio y se inclinó hacia delante para hablarme en el tono de una madre que se ve obligada a repetir las recomendaciones más obvias ante su hijo pequeño una y otra vez—. Ya hemos pedido la comida, así que nos la van a traer y tendremos que comérnosla, ¿no? Este restaurante es bueno, pero no es barato, y sería una pena tirar el dinero. Tenemos una hora, tal vez una hora y media por delante, y lo que tengo que decirte no me llevará más de dos minutos. No quiero que te enfades conmigo antes de tiempo. Nos acabamos de conocer y me caes bien. Háblame de ti, mejor. Tú sabes muchas cosas de mí, pero yo no sé nada de ti. No me parece justo.

En ese momento, dejé de estar nervioso, dejé de estar inquieto, dejé de vigilarla, de temerla, de estudiarla, porque empecé a sentirme como un imbécil, pero no como un imbécil cualquiera, sino como el más ingenuo, presuntuoso, incapaz, desvalido y soberbio de los imbéciles que hayan existido jamás. La conciencia de mi imbecilidad me paralizó, me dejó vacío, cansado, furioso conmigo mismo. Márchate, Álvaro, logré decirme al fin, con la última fibra de compasión que me quedaba, que la entretenga su puta madre, y sin embargo no me moví, sostuve su mirada y no me moví. Me había estafado, me había atraído a su lado con engaños, me había hecho una promesa que tal vez no cumpliera jamás, y todo para jugar conmigo, para tomarme el pelo, para sentirse poderosa, para dirigirme con la misma despótica naturalidad con la que había decidido dónde iba a comer yo aquel día, qué iba a comer, y con quién. Márchate, Álvaro, pensé, que pague ella sola todo lo que ha pedido, y sin embargo me quedé, porque se había pintado los labios antes de salir de trabajar, porque tenía la respuesta a todas mis preguntas, y porque no me cansaba de mirarla.

—¿Qué quieres saber?

Antes de contestarme con palabras, me respondió con una sonrisa radiante, como si estuviera al cabo de mi negociación interior y quisiera celebrar su triunfo.

—Pues, no sé… —se paró a pensarlo, y estaba fingiendo, y yo me di cuenta—. Cuéntame cosas de la empresa de tu familia. ¿Qué cargo ocupas tú, exactamente?

—Ninguno —contesté, y me sentí mucho mejor.

—¿Ninguno? —y sólo entonces debutó en las pausas, en las frases hechas, en los puntos suspensivos—. Pero tú…

—Yo nada —y por primera vez, fui yo quien sonrió—. Soy el único de mis hermanos, de los varones, quiero decir, que no trabaja en las empresas de mi padre. Mis hermanas tampoco lo hacen. La mayor es médico intensivista. La pequeña, nada, o sea, supongo que ella dirá que ama de casa.

—¡Ah! —procuró disimular deprisa su decepción—. Y… ¿a qué te dedicas?

—Soy profesor —a pesar de todo, y de sus esfuerzos por esconderla, la expresión de su rostro me hizo reír—. No es tan malo, ¿sabes?, ni tan raro. Somos un montón de millones, en el mundo.

—Ya, ya, lo que pasa es que, no sé… Bueno, claro, por eso llevas siempre esa cartera, que es como…, sí, pues de profesor. ¿Y dónde das clase, en un colegio?

—No, en la universidad —eso ya le pareció mejor—. En la Autónoma. En la Facultad de Físicas.

—De Físicas… De Física de la de las palancas, quieres decir, ¿no?

—De Física. De la única que hay —ahora era yo quien se estaba divirtiendo, y me permití ser condescendiente—. De la de las palancas, sí. De la de las potencias, y las velocidades, y las densidades, y los pesos, y las inmutables leyes del universo.

—¿Y eso te gusta?

—Lo que más.

—Yo la suspendía casi siempre, en el colegio… Y eso que solía sacar sobresaliente en matemáticas, no creas.

—Tendrías malos profesores.

En ese momento trajeron las entradas y ella se aplicó a servirlas con una extraordinaria diligencia. Está intentando reprogramarse, adiviné, encontrar otro camino, otro sistema, otro itinerario que la conduzca a la meta que le interesa, pero no lo tiene fácil. Y sin embargo, cuando estaba a punto de apiadarme de ella, su siguiente pregunta me reveló que no estaba dispuesta a dar nada por perdido.

—¿Y qué enseñas exactamente? —cualquiera que la oyera habría pensado que le interesaba saberlo de verdad.

—Pues, este año, una asignatura troncal de primero que se llama Principios de Física, dos cuatrimestrales de segundo ciclo y un curso de doctorado.

—¿Hoy has dado clase? —afirmé con la cabeza—. ¿Y de qué has hablado?

—Del todo. Y de su compleja relación con las partes —cogí una de las tostadas que ella me había puesto en el plato y la mordí—. Pues sí que son buenas las anchoas…

—No te entiendo —me dijo—. ¿Cómo va a ser compleja la relación entre el todo y las partes? Sólo hay una, y es evidente. El todo es la suma de las partes, eso lo sabe hasta un niño de primaria. Y no tiene nada que ver con la Física.

—¡Ah! ¿No? —sonreí desde muy arriba y me gustó, porque aún no podía calcular el quebranto de mi futura caída—. ¿Estás segura?

A aquellas alturas, estaba muy claro que a ella sólo le interesaba ganar tiempo, porque sus planes, cualesquiera que fueran, habían fracasado. Hasta hacía sólo un momento, su dominio de la situación era tal que no se había tomado la molestia de esconder sus cartas. Todas estaban ahora delante de mí, como si las hubiera desplegado encima de la mesa. Pretendía sacarme una información que yo no le podía dar, pero la maquinaria estaba en marcha, ella misma la había diseñado, le había dado cuerda, y apenas había dispuesto de tiempo para asimilar su traición, para tragarse el discurso que se había vuelto en su contra. Porque todo lo que había dicho era verdad. Ya habíamos pedido la comida, nos la iban a traer y tendríamos que comérnosla, nos quedaba una hora por delante, había que llenarla de palabras, de gestos, de acciones, y sólo yo podía hacerlo. Así que me propuse disfrutar de la situación, calculé que ella no podía sentirse ahora menos imbécil de lo que yo me había sentido sólo unos minutos antes, y decidí lucirme.

—Por lo que se puede deducir de tus palabras, supongo que tú estudiarías esa especie de pseudociencia, rastrera en sentido literal y limitadísima en el plano teórico, que se llama Economía, ¿no? —ella se echó a reír y me dio la razón con la cabeza—. Claro. El problema de los economistas es que sois extraordinariamente arrogantes. Carecéis por completo de la humildad intelectual que se adquiere al trabajar con horizontes amplios. No te voy a discutir la brillantez de Marx, eso de que la economía mueve al mundo, pero deberías tener en cuenta que el mundo es una cosa, muy pequeña, por cierto, y el universo otra, muchísimo más grande, hasta el punto de que no sólo contiene al mundo, sino que éste representa apenas una insignificante brizna, y aún no sabemos cuánto, de su totalidad. Y fuera del reducidísimo ámbito de la economía, que se circunscribe al insignificante ámbito del mundo, el todo no tiene por qué equivaler a la suma de las partes. De hecho, podríamos decir que el todo sólo es el resultado de la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.

—¿Y sánscrito, no hablas? —sonreía, se estaba divirtiendo, yo también.

—No es tan difícil, te lo voy a explicar, verás… Te voy a poner un ejemplo clásico, facilito, relacionado con la vida cotidiana, que les he puesto a mis alumnos en clase, esta mañana. Eran de primero, así que, aunque seas economista, procura quedar bien.

—Lo intentaré.

—Supongamos que tenemos dos habitaciones comunicadas por una puerta. En la primera, hay un niño llorando. Lo llamaremos A. En la segunda, hay otro niño y también está llorando. Lo llamaremos B. Mientras la puerta está cerrada, la suma de A más B, a la que llamaremos X, equivale efectivamente al total del llanto que podemos escuchar —hice una pausa mientras el camarero servía los segundos platos, dorada a la espalda para ella, solomillo de ternera a la plancha para mí—. Veamos ahora qué ocurre si abrimos la puerta, es decir, si permitimos que las partes se interrelacionen entre sí. Aquí la situación se complica, se hace mucho más compleja de lo que parece, porque puede ser que A y B decidan seguir ignorándose, que se den la espalda y sigan llorando igual que antes. Pero también puede ser que A sienta una curiosidad repentina por el llanto de B, y deje de llorar para quedarse mirándole. Y puede ser que ocurra lo contrario, que sea B quien dejé de llorar al percibir el llanto de A. Con suerte, A, o B, cruzará la puerta para jugar con su compañero, y si logra convencerlo, entonces el llanto cesará por completo. Con mala suerte, A, o B, furioso como consecuencia del berrinche, atacará al contrario, los dos se enzarzarán en una pelea, se pegarán, se harán daño, y su llanto crecerá, se hará más violento, más desesperado y, en consecuencia, más sonoro. ¿Lo entiendes?

—Sí. Eres un buen profesor.

—Desde luego que lo soy —sonreí—. Y, por tanto, espero que ya hayas comprendido que X puede resultar igual, mayor o menor que la suma de A más B. Eso depende de la interrelación de las partes. Por eso, sólo podemos afirmar con certeza que el todo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.

—Vale. ¿Y eso para qué sirve?

—Desde luego, no hay quien os aguante… —se echó a reír, estaba mucho más guapa cuando se reía—. ¿Que para qué sirve? Pues para comprender cómo suceden las cosas. ¿Te parece poco? Para intentar formular reglas que alivien la insoportable angustia de nuestra existencia en esta miserable brizna de la inabarcable inmensidad del universo que es el mundo. Y, descendiendo al plano primario, elemental y rastrero al que se limitan los intereses de los economistas, para definir las catástrofes naturales, por ejemplo. Una emergencia, sin ir más lejos, es lo que ocurre cuando el todo es mayor que la suma de las partes.

—Muy bonito —y me aplaudió juntando las manos con cuidado, para no hacer mucho ruido.

—Sí que lo es. Mucho más bonito que el trabajo de cualquiera de mis hermanos. Pero muchísimo menos útil para ti, me temo.

En ese momento, una campana simbólica anunció el principio del tercer y definitivo asalto. El primero lo había ganado ella. El segundo lo había ganado yo. El tercero sería mucho más largo de lo que cualquiera de los dos podíamos calcular en aquel momento, no tendría ningún ganador y cambiaría nuestras vidas para siempre.

—Porque tú piensas que te he traído hasta aquí para averiguar cosas sobre la empresa de tu padre —avanzó por fin, con cautela—, cosas que tú no sabes y tus hermanos podrían haberme contado.

—No lo pienso —contesté, celebrando que hubiera decidido afrontar mi curiosidad de una vez—. Lo sé. Tú me lo has dicho antes.

—No exactamente —parecía tranquila.

—Pero tu relación con mi padre tiene que ver con sus negocios.

—¿Eso es lo que crees? —sonreía.

—Es una de las dos posibilidades que barajo —su sonrisa me había desconcertado, pero ya no podía volverme atrás—. Que mi padre tuviera negocios sucios y tú hubieras intervenido de alguna manera en ellos. Como agente, como cómplice, o quizás, simplemente, como testigo.

Valoró mis palabras durante unos segundos, sin dejar de mirarme, sin dejar tampoco de sonreír.

—¿Quieres un postre? —negué con la cabeza—. ¿Un café? Espero que no te lo dejes entero, como el último al que te invité… —llamó a un camarero, le pidió dos cafés y me miró—. Tu padre tenía negocios sucios, Álvaro, todos los empresarios de su nivel los tienen. Yo conozco un par de ellos, y son sucísimos, te lo aseguro. Ni te imaginas cuánto. Pero mi relación con él no tiene que ver con sus negocios, ni con los sucios ni con los limpios.

—Entonces… —pero no fui capaz de acabar la frase.

—¿Entonces? —preguntó ella.

—Entonces…

Lo intenté por segunda vez, y por segunda vez renuncié antes de tiempo. Era verdad que manejaba otra hipótesis, pero estaba tan convencido de que la primera era la buena, que la segunda no había sido más que una especie de ejercicio de masoquismo intelectual, una pura especulación sin más fundamento que su compatibilidad con los datos del problema, y cuyas consecuencias, sin ser exactamente terribles ni escapar de los límites de lo posible, incluso de lo frecuente, sobre todo en este país, en aquella época, resultarían como mínimo amargas, y muy difíciles de procesar para todos los miembros de mi familia. Y sin embargo, era verdad que manejaba otra hipótesis, la elaboración de una sospecha que había brotado por sí sola el día que la descubrí en el cementerio de Torrelodones, cuando todavía no la había visto de cerca, cuando aún no era capaz de memorizar su rostro y me pareció atrapar un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que se perdía al mirarla de frente. Ahora, mientras la tenía delante, al otro lado de la mesa, esa impresión se desvaneció en un momento, como una pompa de jabón, pero entonces me había impulsado a preguntarle a mi madre si aquella desconocida no podría ser una pariente lejana, y esa pregunta no le había gustado, y yo me había dado cuenta. Después me había fijado en que tenía los dientes separados, pero ese rasgo no la vinculaba con mi padre, sino con su viuda, y sin embargo aquella idea ya estaba instalada dentro de mí y no pude dejar de contar con ella. Es absurdo, imposible, me dije. No puede ser. Y sin embargo, seguía encajando con los datos del problema.

—Entonces —dije por fin—, puede que seamos parientes.

—¿Sí? —y sonrió de entrada, pero luego se puso seria—. ¿En qué grado?

—No te ofendas, pero… Se me ha ocurrido… Sin ninguna razón, que conste —maticé—, sólo por especular, pero… —tomé aire y lo solté de un tirón—. ¿Puede ser que tú seas hija de mi padre?

Estaba bebiendo agua, y su primera reacción, a medio camino entre la sorpresa y la carcajada, fue dejarla escapar en una especie de cascada frenética que lo puso todo perdido, los platos, las copas, el mantel, y a mí mismo.

—Lo siento —se reía mientras se limpiaba la cara con la servilleta, y se me quedó mirando y volvió a reír, hasta que se le saltaron las lágrimas de la risa—. ¿Ves? Éstos son los riesgos que se corren al comer con alguien con quien no se tiene demasiada confianza, perdóname, lo siento mucho…

—No eres hermana mía —concluí con alivio, mientras ella alargaba la mano para limpiarme la barbilla con una esquina seca de su servilleta, y en ese momento, y a pesar de la tensión que flotaba sobre el aparente buen humor de aquella escena, fui perfectamente consciente de que, dejando al margen los protocolarios apretones de manos del jueves anterior, aquélla era la primera vez que Raquel Fernández Perea me tocaba, aunque fuera a través de una tela.

—No, desde luego que no. Y además, soy una chica bien educada. Lo siento mucho, en serio, lo que pasa… —volvió a reírse—. Es que me he acordado de mi padre, el pobre, y… Mi padre se llama Ignacio, es ingeniero de telecomunicaciones y veinte años más joven que el tuyo. No se parecen en nada, de verdad, pero en nada de nada, son los dos hombres más diferentes que puedas imaginarte. Mi madre se llama Raquel, estudió Historia del Arte, tiene una tienda de marcos y, hasta donde yo sé, siempre ha sido una esposa ejemplar, pobrecita. No sé cómo se te ha podido ocurrir una cosa así…

Yo no despegué los labios. Ella todavía se rió un rato, meneando la cabeza en un gesto que revelaba un asombro limítrofe con el escándalo, y su reacción me pareció excesiva, pero no me preparó para lo que se me venía encima.

—La verdad es que, para trabajar con un horizonte científico tan amplio, eres muy novelero, Álvaro. Tienes mucha imaginación, para ser físico.

—Los físicos tenemos mucha imaginación —protesté, a pesar de que era consciente de que había perdido hasta el último ápice de mi autoridad—. Sin ella, no habríamos podido avanzar.

—De todas formas… En fin, no debería extrañarme, porque me estaba temiendo algo así desde el principio —levantó la mano y escribió en el aire para pedirle la cuenta al camarero—. Ya te he advertido que era una historia vulgar, que te iba a decepcionar. Los seres humanos somos sencillos, vulgares, hasta monótonos, ¿no? Todos tenemos los mismos intereses, que se repiten una y otra vez, siempre los mismos capítulos de las mismas historias, nuestras vidas son muy parecidas… Además, tú mismo lo has explicado y lo has hecho muy bien, yo no habría podido hacerlo mejor. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, eres muy buen profesor, ya te lo he dicho —hizo una pausa para mirarme—. Tú y yo, hasta este momento, hemos sido dos partes de un todo que se han ignorado mutuamente, nada más.

El camarero trajo la cuenta, ella la miró, dejó dos billetes encima de la bandeja, devolvió a su bolso la agenda, el teléfono, el tabaco, el mechero, y sacó una llave grande, moderna, aparatosa, de esas que abren las puertas blindadas, enganchada en un llavero corriente, un aro de metal con una chapa de plástico azul que contenía una etiqueta pequeña, escrita a mano.

—Tu padre y yo éramos amantes, Álvaro. Y por cierto —arrojó la llave sobre la mesa—, esto es vuestro. La dirección está escrita en el llavero.

Luego me miró por última vez, se dio la vuelta y se marchó.