Aquella tarde, cuando fue a despertarlo, Raquel Fernández Perea se encontró a su abuelo Ignacio sentado en la cama, con las gafas puestas y mirando a lo lejos, hacia un punto suspendido más allá del color, el cielo de primavera que no es tan azul como el de invierno ni tan hermoso como el de otoño, pero suspende sobre la ciudad una promesa tierna y se emociona al sentir el crujido del aire que se estrena a sí mismo en cada segundo.

—Son las cinco, abuelo —anunció la niña, e interpretando su sonrisa como una licencia, corrió hacia la cama y se tumbó a su lado, cuidando de colocar bien las trenzas para que la abuela no se enfadara con ella después—. ¿No te has dormido?

—No —respondió, pero se corrigió enseguida, como si no quisiera levantar sospechas—. Bueno, sí, un poco.

—¿Y adónde vamos a ir hoy?

El abuelo Ignacio dormía la siesta como si fuera una noche pequeña en medio del día, porque se desnudaba, y se ponía el pijama, y bajaba todas las persianas y cerraba todas las puertas antes de irse a la cama. La abuela Anita prefería dormitar con la televisión encendida, sentada en una mecedora, con un cojín en los riñones, otro en la cabeza y algo para leer entre las manos, un libro o el periódico que se le iba cayendo de los dedos muy despacio, siguiendo el ritmo al que cedían sus gafas mientras resbalaban por su nariz hasta quedarse enganchadas en la punta. ¡Uy, creo que he dado una cabezadita!, decía al despertarse, y se negaba a aceptar la versión de su nieta, que la había visto dormir con la boca abierta desde antes de que raptaran a la mujer del granjero o a la hija del gobernador, hasta que llegaba el séptimo de caballería o los piratas salían victoriosos en la última batalla de la película que había emitido la primera cadena. Qué voy a roncar, qué voy a roncar, decía luego, si aquí el único que ronca es tu abuelo… Eso también era verdad, porque a veces Raquel le escuchaba desde el centro del pasillo, y la habitación del fondo parecía la guarida de una familia de monstruos feroces con un solo pulmón, que se desvanecían sin resistencia alguna cuando ella abría la puerta, levantaba las persianas y decía en voz alta, ya son las cinco, abuelo, ¿adónde vamos a ir hoy?

Así empezaba el mejor momento de todos los sábados, que eran los mejores días de la vida de Raquel desde que los abuelos volvieron a España. No había sido fácil, pero había merecido la pena. No había sido fácil porque les habían esperado mucho tiempo, más del que todos calculaban. Ignacio Fernández Muñoz se negó a poner un pie en Barajas hasta septiembre de 1976, y dejó muy claro que venía de vacaciones.

Sólo de vacaciones, repitió, después de besar a sus nietos sin ninguna solemnidad en la voz, ningún indicio de emoción o incertidumbre, ni la pálida sombra de un temblor, como si de verdad creyera en las palabras que decía o se sintiera protegido por la uniforme impersonalidad que convierte todos los aeropuertos del mundo en territorio neutral. Cada uno de sus gestos, de sus movimientos, desde la elegante indiferencia de sus pasos hasta la curiosidad cortés de las miradas que dirigía a los viajeros, a sus equipajes, y a las bailaoras de plástico en miniatura que le devolvían la mirada desde todos los escaparates con los ojos muy pintados, moño de pelo negro y bata de cola, eran tan exactos y comedidos, tan indolentes como si los hubiera estado ensayando durante varios días delante de un espejo. Raquel se sintió decepcionada por su naturalidad, el aplomo con el que aparentaba estar llegando a Suiza, una actitud de simpatía distante y desinteresada que habría inducido a cualquier extraño a suponer que no era más que el acompañante de su mujer. Porque la abuela sí, la abuela besó el marco de la puerta por la que salió al vestíbulo del aeropuerto, Anita, por favor, murmuró él, y volvió a hacer lo mismo al atravesar la puerta que la separaba de la calle, Anita, deja de hacer tonterías, anda, por favor te lo pido, y lloró, y se rió, y se tapó la cara con las manos mientras decía cosas raras, frases hechas, palabras sueltas que no acababan de encajar bien entre sí, acordándose de su madre sin venir a cuento después de haberlos abrazado por turnos, estrechándolos muy fuerte. Y sin embargo, cuando llegaron hasta el coche, y acomodaron las maletas, y se apretaron dentro, él dirigió su propia ceremonia de bienvenida sin perder nunca el control, pero sin molestarse tampoco en ocultar que la había planificado de antemano. El conductor giró la llave de contacto, pisó el acelerador, y cuando iba a meter la marcha atrás, su padre le detuvo con una pregunta.

—¿Adónde vamos?

El hijo se quedó mirándole con extrañeza. Eran las doce y media de la mañana de un día soleado, un calor benévolo que ya presentía la convalecencia amable del otoño. —Pues a casa, a dejar las cosas, ¿no?

—Ni hablar —la voz del viajero era firme, pero sorprendentemente risueña a la vez—. Pues sí, era lo que me faltaba, volver a Madrid después de treinta y siete años para ir derecho a conocer Canillejas, ya te digo…

—¿Y adónde quieres ir?

—A las Vistillas.

Su hijo, que había sonreído a la brusca y caprichosa determinación del recién llegado, volvió la cabeza y le dirigió una mirada precavida, donde el desconcierto no pesaba tanto como la intuición de un ridículo inminente.

—Y eso, aparte de en las letras de los chotis…, ¿dónde está?

—¡Pues dónde va a estar! Donde ha estado siempre, al final de la calle Bailén, vamos, digo yo…

—Ya… —pero el coche no se movió, la cabeza del conductor
tampoco—. ¿Y por dónde voy?

—Pero, bueno, Ignacio, será posible… —el padre sonreía, moviendo la cabeza de pura satisfacción, como si la ignorancia de su hijo le devolviera algo que creía haber perdido muchos años atrás—. Vamos a ver. La Puerta del Sol, ¿te suena?

—Claro, papá.

—Bueno, pues llegas hasta allí, coges la calle Arenal, desembocas en Ópera, rodeas el teatro, sales a la plaza de Oriente y giras a la izquierda.

—Y Arenal…, ¿cuál es? Porque hay dos, ¿no?

—Yo te lo digo, hijo, yo te lo digo.

Raquel, sentada a su lado, le escuchaba murmurar, esto ha cambiado mucho, no lo reconocería, porque eso…, no, no puede ser, ¿o sí?, no, no sé, estoy perdido, Anita, será posible, hasta que llegaron a una avenida muy grande, con árboles, y fuentes, y muchos coches en todas direcciones, y su voz se elevó más clara que antes, más grave y más seria, más triste y casi furiosa.

—La Castellana —dijo, y la abuela, que estaba sentada junto a la otra ventana, con Mateo en brazos, le buscó la mano, se la llevó a la boca y la besó muchas veces—, joder… Joder.

—La cojo, ¿no?

—¡Pues claro, coño, cómo no la vas a coger! —la incertidumbre de su hijo le rescató de su propia emoción—. Ve hasta Cibeles, y luego coge Alcalá hasta arriba… Pero, bueno, cómo está esto, si lo han destrozado… Mira, Raquel, cuando yo vivía aquí, este paseo estaba lleno de palacetes como ése, ¿ves?, algunos cayeron con los bombardeos, porque nos bombardeaban todos los días, ¿sabes?, pero yo no sé qué pasaría después, porque… ¿Y ves ese edificio tan grande de la izquierda? Es la Biblioteca Nacional, esto sí que está igual, y por esa calle, que se llama Génova, se va a mi casa, y esto es Recoletos, y el Café Gijón, qué barbaridad, ¡mira esa fuente!

—Sí —y ella, que no podía comprender que su abuelo la estaba usando como escudo contra sí mismo, le interrumpió de pronto—. La Cibeles. La he visto muchas veces. Ahora vivimos aquí, abuelo.

—Claro —aceptó él—, claro.

Y sin embargo, la llevó a un lugar donde nunca había estado antes, y le enseñó que una ciudad puede ser algo más que un conjunto de calles con casas donde vive la gente.

—¿Por qué querías venir aquí, abuelo? —le preguntó cuando ya se había cansado de estar de pie, a su lado, mientras él lo estudiaba todo sin pronunciar una palabra, como si pretendiera reconocer cada edificio, cada tejado, cada puente, cada cuesta, cada árbol, cada loma, cada uno de los picos de la sierra que se levantaba al fondo, recortándose contra el horizonte con tanta nitidez como si todo formara parte de un gigantesco decorado.

—Bueno, las vistas son muy bonitas, ¿no?

—Sí, pero… —Raquel no se atrevió a llevarle la contraria del todo—. No sé, hay muchos sitios más bonitos. El Retiro, por ejemplo. O la plaza Mayor. A mí me gustan más que esto.

—Sí —su abuelo la miró, sonrió—. Pero éste fue el último sitio de Madrid donde estuve antes de marcharme. De aquí me fui y aquí quería volver… —entonces se volvió hacia su mujer, acercó la cabeza a la suya, bajó la voz—. Aquí fue donde…

—Ya lo sé —Anita se apretó contra él, le besó en la cara—. No pienses en eso, vamos a tomar algo, anda.

Raquel no entendió el sentido de esas palabras, pero adivinó que el repentino interés de su abuela por arrastrarles a la terraza más cercana no pretendía otra cosa que reemplazar aquellos puntos suspensivos con un punto y final. Eso no le sorprendió tanto, sin embargo, como el súbito adelgazamiento de la voz de su abuelo, que se fue apagando como una emisora de radio mal sintonizada mientras el camarero se inclinaba poco a poco sobre él sin llegar a descifrar lo que le estaba pidiendo. ¿Una caña?, ofreció, y el abuelo negó con la cabeza, carraspeó, tragó saliva y repitió la pregunta, para que su interlocutor asintiera por fin con una sonrisa de alivio, ¡ah!, vermú, perdóneme, no le entendía, vermú de grifo, sí, claro que tenemos… Raquel no sabía lo que era eso, pero si salía de un grifo y lo servían en aquel bar, no podía ser nada muy raro, ni muy caro.

En Madrid había miles de bares, eso le había llamado mucho la atención cuando llegó, y en cada bar había muchas botellas, muchísimas, centenares de botellas, paredes enteras recubiertas de ellas, y en el centro de cada barra, una especie de cacharro de metal, dorado o plateado, con unas ruedecitas y unas palancas que manejaba un camarero callado, con la cara seria, como si controlar esa máquina fuera una misión muy difícil o muy importante, tanto que nadie le hablaba ni se atrevía a molestarle mientras inclinaba un vaso con una mano y con la otra tiraba de la palanca. En ese instante, cualquiera pensaría que iba a pasar algo grandioso, pero por el grifo sólo salía cerveza, y luego una espuma blanca que él nivelaba con una espátula para tirar la mitad por el desagüe, volver a rellenar el vaso y hacerlo chocar por fin sobre la barra. Ahi tiene, solía decir entonces con una sonrisa, no ahí, como en Málaga, sino ahi, porque en Madrid nadie sabe pronunciar ese acento. El cliente le devolvía la sonrisa antes de darle las gracias como si el camarero hubiera hecho algo muy grande por él, y si conocía su nombre de pila, lo añadía al final para subrayar su gratitud, para hacerla más larga, más ancha, más intensa.

Siempre era así. Raquel había contemplado esa ceremonia muchas veces, había visto cómo aprendían sus padres a darle las gracias a Andrés, que era como se llamaba el camarero del bar que había en la esquina de su casa, y hasta se había fijado en que la máquina del café, que solía estar al fondo, adosada a la pared, no le merecía a nadie ningún respeto. Los camareros hablaban entre ellos al manejarla porque lo hacían sin mirar, sin darse importancia, y los clientes ni siquiera les daban las gracias cuando les ponían delante una taza sin anunciarla. Ella no sabía que de los grifos de los bares saliera otra cosa que no fuera cerveza, pero aquella mañana al abuelo le pusieron delante una copa de vidrio corriente rellena de un líquido oscuro, casi marrón, un cubito de hielo y media rodaja de naranja, y él la levantó en el aire, la miró, la olió, y la hizo girar entre sus dedos como si fuera algo distinto, un nombre, un apellido, una pista preciosa, el mapa de un tesoro o un tesoro en sí mismo. Cerró los ojos antes de beber, y cuando los abrió eran más grandes, más claros y más limpios, tan raros que Raquel se asustó.

Nunca había visto llorar a su abuelo. Tampoco lo vería aquella mañana, pero en la emoción que abrillantaba sus ojos secos, comprendió que lo que estaba pasando era muy importante aunque ella no lo entendiera, aunque todo le pareciera vulgar, aunque lo fuera. Había tantos bares en Madrid, tantas barras, tantas palancas, tantos grifos, tantos camareros investidos del sumo sacerdocio de la espuma y tantas fuentecitas alargadas de loza blanca con dos minúsculos bocados dentro, que aquélla no podía ser especial. Parecía igual que todas las demás, y sin embargo el abuelo cogió una de las dos patatas fritas con un boquerón en vinagre encima que le habían puesto al lado de la copa, se la comió, y sonrió. Ésa fue la primera vez que Raquel Fernández Perea vio sonreír a su abuelo, la primera vez que contempló su sonrisa auténtica, dos labios curvándose de pura alegría en un rostro sin sombras, sin reservas, sin miedo y sin dolor. Su abuelo sonreía como un niño pequeño, como un adolescente feliz, como un estudiante fervoroso, un soldado valiente, un fugitivo con suerte, un abogado tranquilo, un luchador resignado y un madrileño lejos de Madrid, como todos los hombres que había sido, como todos los que volvió a ser en ese instante, apenas un segundo, el tiempo suficiente para pensar que tal vez hubiera llegado el momento de firmar la paz consigo mismo. Raquel no entendía nada, pero sabía que estaba pasando algo importante, estuvo segura de eso cuando el abuelo cogió la mano de su mujer, se la apretó, y ella se echó a reír.

—Y si no llegan a tener vermú de grifo, ¿qué, eh? —la abuela estaba tan contenta como él—. Hay que ver, Ignacio, pero qué cabezón eres…

Aquella mañana, Raquel aún no sabía que cuando Ignacio Fernández Muñoz era un muchacho y estudiaba Derecho en la calle de San Bernardo, en el caserón antiguo y venerable que albergaba la Universidad Central, todos los días, al salir de clase, alargaba el camino de vuelta a casa parando en todos los bares, donde pedía siempre un vermú de grifo y recibía una tapa de propina. Su nieta nunca le había oído contar eso. Durante muchos años, el abuelo Aurelio había echado de menos el mar, no la inmensidad de las olas, la arena de la playa, la sutil fugacidad del horizonte o la grandeza del azul en movimiento, sino un pedacito concreto de mar, un pañuelo de agua andaluz y pequeño, familiar y privado, que se pudiera divisar a la sombra de una parra, en el patio de una casa propia, blanca y luminosa, aislada en lo alto de un cerro y rodeada de huertos, tan lejos del pueblo como de la costa. Raquel lo sabía, y sabía que la abuela Rafaela había echado de menos dos cosas, las sardinas asadas y la música. Con lo que me ha gustado a mí siempre el cante, decía, hay que ver, con lo que me gusta a mí una juerga y allí que no había manera, oye, qué disparate, que cuando me puse a limpiar la consulta de un médico, camarada, muy buena persona, en Nimes, después de nuestra guerra, y cantaba yo por mi cuenta mientras trabajaba, él siempre me decía, no cante usted así, Rafaela, por favor, que me asusto, que es que parece que le duele algo, no cante usted así, claro, si ellos no cantan, ni siquiera en las fiestas, si allí nadie saca nunca ni una triste guitarra…

Raquel había escuchado esa historia muchas veces, y había visto a su abuela feliz, en su casa de Torre del Mar, con la radio a todo meter, copla va y rumba viene, bailando sola en la cocina. Su sonrisa era parecida a la que iluminaba la cara de la abuela Anita cuando abría el paquete que le traían de España todos los septiembres, y media docena de latas de anchoas y una ristra de ñoras se convertían en algo mucho más grande que media docena de latas de anchoas y una ristra de ñoras, como si un país entero, el aire, la tierra, los montes, los árboles, las sierras, los llanos, las ciudades, los pueblos, las palabras y las personas, se hubieran acomodado en los resquicios de una caja de cartón, reservando su esencia más pura y mejor para la piel morada de las berenjenas que la abuela acariciaba, año tras año, igual que a sus nietos, con una especie de conmovida reverencia en las puntas de los dedos y un júbilo manchado de nostalgia temblando en sus palabras, qué alegría, hijo mío, qué alegría, y hay que ver qué hermosas son, pero qué alegría… Ni siquiera su hermano Mateo se alegraba tanto al ver los regalos de Navidad como su abuela Anita al ver las berenjenas, Raquel lo sabía, pero nunca, hasta aquella mañana de septiembre, se le había ocurrido pensar que su abuelo Ignacio, que jamás dejaba pasar la ocasión de recordarle a su mujer que por supuesto que en Francia había berenjenas, y por supuesto que los franceses sabían hacerlas, echara algo de menos.

—El cielo, sobre todo el cielo —le respondió aquella misma tarde, cuando se le ocurrió preguntárselo por fin y le escuchó enhebrar un argumento tras otro sin vacilar, como si hubiera dedicado cada día de los últimos treinta y siete años de su vida a memorizar en secreto aquella lección—. La luz de las mañanas de invierno, ese aire fino, tan seco, que te corta la cara y te despierta por dentro. El agua del grifo, que sabe mejor aquí que el agua mineral en cualquier otra parte. La primavera de febrero, aunque siempre sea tan corta, y tan tramposa, aunque no dure nada, diez días, como mucho quince, pero esa alegría de salir a la calle a tomar el sol, sin paraguas, sin abrigo, y las aceras de repente llenas de terrazas, como si el destino hubiera decidido perdonarnos el frío sin motivo… —la miró, sonrió, movió la cabeza como si ni siquiera él estuviera muy seguro de entender lo que iba a decir—. Me he acordado mucho de los febreros de Madrid, ¿sabes?, aunque parezca mentira. Me he acordado todos los días de todos los meses de febrero que he vivido en Francia. Y luego los bares, la calle, salir de casa muy temprano por la mañana, cuando todos están durmiendo, comprar el periódico y desayunar en un bar, en una mesa al lado de una ventana, café con leche y una ración de porras, o dos, una detrás de otra, y leer las noticias mientras los parroquianos las comentan en voz alta…

—¿Eso te gusta? —su nieta le interrumpió, muy extrañada.

—Pues claro —él la miró un momento con atención y se echó a reír—. ¿Qué pasa, te parece raro?

—Rarísimo. Lo bueno es desayunar en casa, ¿no? Con el pijama puesto, calentita…

—Eso mismo dice siempre tu abuela, pero a mí nunca me ha gustado desayunar en casa. Claro que hay una cosa que todavía me gusta menos, y son los bares donde te meten prisa para que te vayas. Eso lo odio más que ninguna otra cosa en este mundo, y por eso echo tanto de menos los bares de aquí, en los que se puede empalmar tranquilamente el desayuno con el aperitivo… —y al fin hizo una pausa, como si por primera vez tuviera que pararse a pensar antes de continuar—. Es duro acostumbrarse a vivir sin aperitivo, ¿sabes? Una costumbre tan tonta, fíjate, una comida de más, tan pequeña, tan innecesaria, tan insana, decía mi madre, porque en lugar de abrir el apetito, te lo quita, y eso es verdad, un par de vermús con unas anchoítas, unas patatas fritas, un par de mejillones, y luego otro, y otro, y al llegar a casa ya has comido, pero estás tan borracho, tan bien, tan a gusto, que te vas derecho a la cama, una horita de siesta y como nuevo, y a las nueve de la noche, a empezar otra vez. Eso es ser rico, ¿sabes?, eso es vivir bien, vivir en los bares. Joder… Y mira que yo disfruté bien poco de esa vida, nada, tres años escasos, porque luego empezó la guerra, y empezó mal, los fascistas avanzaron muy deprisa, tomaron Toledo, siguieron avanzando, y una noche que estábamos todos cenando en casa, nos enteramos de que el gobierno estaba pensando en irse, en marcharse a Valencia, que estaba a punto de dejarnos solos, abandonados, porque daba la ciudad por perdida…

A aquellas alturas, Raquel ya se había dado cuenta de que el abuelo no hablaba para ella, una niña de siete años que apenas sabía que una vez en España había habido una guerra, que su familia la había perdido, que por eso antes vivían en Francia y que menos mal, porque a los que se habían quedado, los habían matado. Sabía también que eso tenía que ver con las dos únicas manías de la abuela Anita, que jamás comía albaricoques ni había vuelto a decir el nombre de su pueblo en voz alta, pero sus conocimientos no iban mucho más allá. Y sin embargo, siguió escuchando a su abuelo con tanta atención como si entendiera lo que decía, porque sus ojos brillaban otra vez como los de un hombre mucho más joven, y eran capaces de contagiarle calor sólo con mirarla.

—Nunca en mi vida olvidaré esa noche, nunca. La noticia no era oficial, y en la calle había mucha gente que no le daba tanta importancia, pero nosotros estábamos muy politizados y vivimos la marcha del gobierno como una huida y, sobre todo, como una traición, la primera… Mi padre, que era un republicano acérrimo y llevaba ya dos semanas de mal humor, desde que se largó Azaña, porque ése, que era el presidente de la República, salió corriendo el primero, no te lo pierdas, estaba indignado. Mi hermano Mateo, que era el que se había enterado de que el gobierno se había reunido con los partidos políticos para informarles de que era imposible defender Madrid, estaba tan furioso que ni siquiera justificó a Largo, el presidente del Consejo, que era socialista, igual que él… Pero el que se puso peor, o mejor, en realidad, fue mi cuñado Carlos, el marido de mi hermana Paloma, la bella Paloma, la llamábamos, te acuerdas de ella, ¿no?

—Sí… —Raquel se acordaba de ella, una mujer mayor, con el pelo blanco, que parecía la madre de la abuela Anita y casi del abuelo también. Vivía en casa de su hermana María, en las afueras de París, tenía cara de loca y no salía nunca a la calle—. Pero no me parece nada guapa.

—Pues lo era. Guapísima. La mujer más guapa que he conocido en mi vida.

—¿Más que la abuela? —le preguntó su nieta, extrañada, porque hasta aquel día, Anita Salgado Pérez había ostentado, sin ninguna competencia y con poco más de metro y medio de estatura, el título de belleza oficial de la familia Fernández Perea.

—Bueno… Era distinto. La verdad es que la abuela me gustaba mucho. Era muy pequeñita pero muy guapa, una preciosidad, como una miniatura, perfecta, eso es verdad, pero mi hermana era más mujer, más alta, más… —se quedó un rato pensando, como si a él mismo le sorprendiera lo que estaba diciendo, y buscó una manera de explicarse mejor—. A lo mejor es sólo que los demás no éramos guapos, y por eso Paloma destacaba tanto. Mi hermano Mateo… En fin, tenía las orejas pegadas al cráneo, que ya es algo, y los ojos muy azules… También tenía cara de torta, el pobre, y era muy cabezón, pero supongo que no estaba mal. Sin embargo, María y yo salimos más bien feíllos.

—Tú no eres feo, abuelo.

—¿No? —e improvisó una expresión de escándalo que desató la risa de su nieta—. ¿Con estas orejas de soplillo y este pedazo de nariz que tengo, y este cuello tan largo, que parezco una cigüeña?

—No es para tanto… —protestó Raquel, cuando terminó de reírse—. Estás exagerando. Eres muy alto, tienes buen tipo… A mí me gustas. No me importaría ser tu novia.

—Gracias —y la besó en la cabeza—. Lo tendré en cuenta.

—¿Y el marido de Paloma?

—Él tampoco era lo que se dice guapo, pero sí atractivo, muy moreno, muy inteligente… Tenía mucho carácter. Estaba enamoradísimo de su mujer, y se le notaba. Mi madre decía que parecían una pareja de artistas de cine, la verdad es que daba gusto verlos.

—No, quiero decir que qué pasó con él.

—Lo fusilaron después de la guerra. Paloma se quedó viuda con veinticuatro años.

—¡No! Eso tampoco —Raquel se impacientó—. Eso ya lo sé, que lo fusilaron a él, y a tu hermano Mateo también, ¿no? Eso ya me lo habéis contado. Lo que yo quiero saber es qué pasó aquel día.

—¡Ah…! —hizo una pausa y la miró—. ¿De verdad quieres que te lo cuente? —ella asintió con la cabeza y mucha vehemencia, tanta que su abuelo recordó por fin que estaba hablando con una niña de siete años—. No vas a entender nada.

—Da igual.

—¿Seguro? —él volvió a mirarla, sonrió—. En fin, allá tú… Pues lo que pasó fue que aquella noche estábamos todos en casa, y eso ya era muy raro, porque Carlos y Mateo llevaban tres meses combatiendo. Mi cuñado tenía dos días de permiso, o sea, como de vacaciones, para que lo entiendas. Aquellos días le dieron permiso a mucha gente, para tenerla contenta, me imagino, porque ya se veía venir la que se nos caía encima. Mi hermano había estado luchando en la sierra todo el verano, pero su regimiento había recibido la orden de volver para defender Madrid desde Madrid, porque teníamos a los fascistas ahí mismo, en la puerta, al final de la calle Princesa, para que te hagas una idea… A él también le habían dado permiso para ver a la familia, pero tenía que volverse a dormir al cuartel. Y, bueno, lo que pasó fue que Carlos, que también era socialista… —se detuvo para agarrarse la barbilla con la mano y mirar al techo, como buscando allí alguna clase de inspiración—. A ver cómo te lo explico. Carlos era uno de mis mejores amigos, y algo más, casi mi ídolo. Me había dado clase de Civil en la facultad, en primero. No era su especialidad, pero acababa de empezar y aceptaba cualquier cosa, porque era muy joven, siete años mayor que yo, claro, pero muy joven para ser profesor, y muy brillante, y muy juerguista, y yo le admiraba mucho, mucho, así que me pegué a él, empezamos a salir juntos, le presenté a mi hermana, se hicieron novios, se casaron enseguida, y seguimos siendo muy amigos después, y aquella noche… Me impresionó mucho verle, oírle, porque él era un hombre muy tranquilo, ¿sabes?, con mucho sentido del humor, un profesor de Derecho Procesal, un intelectual, estaba escribiendo un libro que no llegaría a publicar nunca, pero aquella noche se puso hecho una fiera, en serio, yo he luchado en dos guerras y no he vuelto a ver a nadie tan rabioso, ni tan convencido, ni tan encabronado como él, ni siquiera a tu abuelo Aurelio, y eso que el pronto de tu abuelo se hizo famoso en todo el sur de Francia, sobre todo aquel día que capturamos el tanque alemán…

Raquel se echó a reír. Eso sí que podía imaginarlo, porque lo había escuchado contar muchas veces, la furia con la que Aurelio había cogido por las solapas al guerrillero francés que quería destrozar su tanque, la fuerza con la que le había paseado en vilo por la habitación, y sus gritos, en una lengua que su interlocutor no conocía pero aquella noche entendió estupendamente, con ese tanque voy a cruzar yo la frontera, ¿me oyes, imbécil?, en ese tanque vuelvo yo a mi pueblo, así que mucho cuidado, y el tanque ni tocarlo…

—Y Carlos, ¿con quién se peleó?

—¡Uf! Con nadie. O con todos, con el mundo entero. Franco no va a entrar en Madrid, gritaba. Ésos no entran aquí ni por encima de mi cadáver, fijaos en lo que os digo, ni por encima de mi cadáver entran, porque si me matan, volveré del otro mundo para cargármelos, les meteré un tiro entre las cejas a todos, uno por uno, y cuando termine con ellos, empezaré con los héroes que se están yendo a Valencia, que ésos también se van a enterar de si se puede defender Madrid o no, esos que se vayan preparando, pero no, no van a tener tanta suerte, porque a mí no me van a matar, a mí me van a sobrar vida y cojones para ver cómo acabamos con ellos, porque vamos a acabar con ellos, fijaos en lo que os digo, que acabamos con ellos, que ésos no pasan, que no y que no, ya veréis como no… Me impresionó tanto lo que decía, y cómo lo decía, que al día siguiente fui, y me alisté voluntario.

—¿Para ir a la guerra? —y aunque siempre lo había sabido, aunque había visto muchas fotos de sus dos abuelos armados y vestidos de uniforme, se asustó tanto al escucharle que él se echó a reír.

—Pues claro, ¿para qué iba a ser…? Tenía dieciocho años, y cuando llegué a casa con el fusil, mi padre me echó una bronca terrible, no te lo puedes ni imaginar… Pues sí, esto era lo que nos faltaba, me dijo, primero tu cuñado, luego tu hermano y ahora tú, Ignacio, ahora, encima, tú, que no vas a durar ni dos días, porque no eres más que un crío, y un irresponsable, y el niño mimado de tu mamá… Eso me dijo mi padre. Pero cuando el gobierno huyó y nos dejó solos, cuando teníamos a Varela en el puente de Toledo, como quien dice, yo ya era fusilero del Quinto Regimiento. Me dieron dos días de instrucción y ¡hala!, al frente, pero duré, ya lo creo que duré, y duró Madrid, y duró Mateo, y duró Carlos también, aunque él casi no lo cuenta, porque le estalló un obús y estuvo mucho tiempo en el hospital, pero había dicho que iba a vivir, y vivió. Se quedó cojo, eso sí, y con el brazo derecho entero pero inútil, que el pobre tuvo que aprender a hacerlo todo con la mano izquierda cuando tenía ya casi treinta años, no me importa, decía, se me da mejor que con la derecha… Ahora, que se acabaron para siempre los vermús. Para siempre. Hasta esta mañana, que se dice pronto, hasta esta misma mañana, será posible…

—¿Sí? —y quizás, nada de lo que había escuchado aquella tarde sorprendió a Raquel tanto como eso—. ¿En París no hay?

—Sí que hay, pero no es lo mismo… Cuando me fui de aquí, yo no sabía que me marchaba a un mundo sin tapas, sin vermú de grifo, sin esas medias borracheras que se pueden mantener dos o tres días y que nunca te tumban, pero nunca tampoco se te quitan del todo, mientras te ríes y te ríes y te vuelves a reír, y no haces otra cosa que reírte durante horas enteras. Eso he echado de menos, mucho, muchísimo, lo bueno y lo malo también, el ruido, los gritos, la suciedad de las aceras, aunque parezca mentira, hasta eso, a las mujeres malhabladas y a los camareros que limpian todas las mesas con el mismo trapo. Yo, que no soportaba el flamenco, que lo detestaba sobre todas las cosas de este mundo, porque cuando era niño no había ni un solo bar, ni un solo restaurante, ni un solo rincón de Madrid donde no se escuchara esa música cada día, cada noche, a cualquier hora, lo he buscado como un loco por todas las emisoras de todas las radios que he tenido en mi vida. Porque hasta el flamenco echaba de menos. Pero sobre todo el cielo. Cuando has nacido aquí y te marchas lejos, los otros cielos parecen tan pobres, tan falsos, como los que están pintados en los decorados de los teatros.

A Raquel le asombró que su abuelo hubiera echado de menos tantas cosas y que nunca hubiera querido hablar de ellas en voz alta, pero no se atrevió a preguntarle por qué. Tenía miedo. Miedo de no pertenecer ya a la ciudad, al país al que seguía perteneciendo su memoria, miedo de no reconocerse en los espejos de su infancia, de su juventud, miedo de haberse adentrado para siempre en el laberinto turbio y sin solución de los ciudadanos provisionales de ninguna parte. He perdido tantas cosas en mi vida que me daba miedo haberlo perdido todo y no haberme dado ni cuenta, eso le dijo al final, cuando ya le había encargado a su hijo que le buscara una casa para instalarse definitivamente en Navidad. La abuela enunciaba con timidez, muy de vez en cuando, las ventajas de vivir en la carretera de Canillejas, pues hay que ver lo bien que estáis aquí, sin ruido, sin coches, con sitio de sobra para aparcar, y el jardín, es estupendo, pero no se atrevió a ir más allá, y todos lo entendieron. Su marido amaba tanto su ciudad que habría sido más que cruel, imperdonable, arrancársela ahora, y para él, Canillejas nunca sería Madrid. Para su nieta tampoco.

Durante aquellos días de septiembre, Raquel aprendió a mirar la ciudad con los ojos de su abuelo. Todas las tardes, Ignacio Fernández tomaba prestado el coche de su hijo y se llevaba a su nieta a cualquiera de los cinco o seis distritos escasos que para él eran, habían sido y siempre serían Madrid. A veces, si no tenían previsto andar mucho, la abuela Anita iba con ellos, pero el abuelo casi siempre pronosticaba largas caminatas porque si no, le decía a Raquel, tu abuela nos va a ir parando en todos los escaparates. Y la niña, que dejaba escapar una queja distinta en cada baldosa cuando sus padres la obligaban a ir andando a cualquier sitio, asentía con la cabeza, muy sonriente, y de la mano de su abuelo, subía y bajaba cuestas como si nada, o como si todo fuera andar con él por aquellas calles.

Luego, los fines de semana se echaban a perder. Los dos se sentaban juntos en el sofá del salón, muy enfurruñados, porque habían hecho planes, ir al Rastro, o a la plaza Mayor, volver a las Vistillas a tomar un vermú o sentarse en una terraza, del Retiro, y los demás se empeñaban en llevarles de excursión, El Escorial, Toledo, Segovia, Ávila, Aranjuez, Chinchón, ¡ah, no!, decía el abuelo, de ninguna manera, Chinchón no, ¿para qué?, pero iban, y admiraban la plaza, las calles, las casonas, y comían cochinillo o cordero asado, a elegir, porque la abuela Anita nunca había estado en la zona centro, y quería verlo todo lo antes posible.

—Todavía os queda un fin de semana —su padre conducía el coche durante estas expediciones, y se tomaba con calma el embotellamiento del domingo por la tarde—. Si quieres, mamá, podemos ir a tu pueblo. Lo he mirado en el mapa y no…

—Ni hablar —y cortó a su hijo con la misma destreza con la que manejaba los cuchillos sobre la tabla de picar de la cocina—. Yo a mi pueblo no vuelvo. No quiero volver a pisarlo en mi vida, ni acercarme quiero, mira lo que te digo. Y cuando yo digo una cosa, la cumplo, por cierto. No como tu padre.

—Porque eres terca como una mula, Anita, por eso.

—¡Pues anda que tú!

—¿Yo qué?

—Tú más —y cuando parecía que ahí iba a quedar todo, volvió la cabeza como si estuviera muy interesada en contemplar el paisaje, entornó los ojos e impulsó la voz hasta situarla en un tono distinto, agudo y zalamero, casi infantil—. Claro que a Teruel capital sí me gustaría ir, y a Zaragoza también, sobre todo a Zaragoza. Mi madre siempre me llevaba con ella cuando iba a ver a mis abuelos, que vivían allí, como era la pequeña me mimaba mucho, pobrecita, mi madre…

—Bueno, pues muy bien —su hijo se apresuró a aceptar la sugerencia antes de que la abuela se echara a llorar, que era lo que sucedía casi invariablemente cada vez que se acordaba de su madre—. El fin de semana que viene te llevo a Zaragoza.

—Nos hemos quedado sin Rastro, abuelo —le dijo Raquel aquella noche, cuando él fue a su cama a darle un beso.

—No te preocupes —contestó él—, ya iremos. Cuando vuelva tendremos tiempo de sobra, todos los fines de semana para nosotros solos.

Y así había sido. A las viejas costumbres que Ignacio Fernández recuperó en enero de 1977, se sumó una nueva. Todos los sábados, entre las nueve y las diez de la mañana, recogía a Raquel en su urbanización de la carretera de Canillejas y la llevaba a su propia casa, en la plaza de los Guardias de Corps, enfrente de lo que un día fuera el cuartel del
Conde-Duque de Olivares. Las mañanas eran siempre parecidas. Dejaban el coche en el garaje, hacían la primera parada en el quiosco, la segunda en la churrería, y charlaban un momento con el portero, armados ya con el periódico y las porras, antes de subir a casa. La abuela Anita, que siempre se había negado a desayunar en los bares, les estaba esperando con café recién hecho, un tazón de leche con cacao y muchas ganas de ver a su nieta. Luego, las dos se iban juntas a hacer la compra, y a Raquel le encantaba empujar el carrito y contestar a las preguntas de su abuela, que le pedía consejos sobre la fruta o el pescado como si fuera una mujer mayor, antes de explicarle cómo iba a cocinar esto o aquello. De vez en cuando, un tendero se equivocaba y le decía, mira qué bien, qué suerte tiene tu madre contigo, y las dos se reían mucho. Las mañanas de los sábados eran siempre parecidas, y muy felices, porque la abuela las reservaba sólo para estar con ella.

Con el dinero que su socia francesa le había pagado por su mitad de la guardería, Anita había montado un negocio con otras dos socias, esta vez minoritarias, aunque todo quedaba en la familia, porque una era la madre de Raquel y la otra una de sus tías, la mujer del hermano mayor de su madre, que se llamaba Aurelio, igual que su padre. Las dos habían trabajado en lo mismo, cada una en un país distinto, y entre las dos convencieron a Anita sin demasiado esfuerzo para montar un taller de marcos donde, además de aceptar encargos, vendían láminas y pósters, portafotos, cuadros terminados y algunos objetos de regalo. La abuela nunca había hecho nada parecido, pero tenía muy buen gusto para combinar tamaños y colores, y le gustaba recibir a los clientes, aconsejarles, escoger con ellos los márgenes de los passepartout y el estilo de las molduras. Ella no se ocupaba de enmarcar porque decía que era demasiado mayor para aprender un oficio, pero disfrutaba mucho con su trabajo, aunque sus socias ya sabían que no podían contar con ella los sábados por la mañana. Las tardes de los sábados, en cambio, Anita abría la tienda a las cinco y media y dejaba a su marido solo con su nieta durante tres horas, que fueron las mejores horas de los mejores días de la vida de Raquel hasta aquella tarde de mayo en la que encontró a su abuelo despierto, con las gafas puestas y la mirada clavada en un punto suspendido más allá del cielo.

—Que adónde vamos a ir hoy, abuelo…

—Hoy vamos a ir de visita —dijo él, y le sonrió con su sonrisa de antes, la sonrisa de París, tan parecida a una máscara, una mentira piadosa con los demás pero implacable consigo mismo.

—Vale, pero ¿adónde?

—A casa de un amigo mío.

—¿Sí? —Raquel frunció el ceño, porque las tardes de los sábados eran sólo para ellos, para ellos solos, nunca había intervenido nadie más hasta entonces—. ¿Y va a ser divertido?

—Seguramente. Tiene muchos hijos, algunos de tu edad.

Pero no iba a ser divertido, no lo fue. Fue un episodio extraño, misterioso, oscuro, divertido no. Raquel lo adivinó enseguida, antes de que la abuela abriera la puerta para besarles a toda prisa y anunciar que se iba corriendo porque llegaba tarde. Su marido le recordó que pasarían a recogerla hacia las ocho y media para ir luego los tres juntos a cenar por ahí, y eso también formaba parte del programa habitual, el plan de todos los sábados, que ella reconstruiría en voz alta con precisión y el orgullo de haber cenado en un restaurante, cuando sus padres fueran a comer con los abuelos al día siguiente, para llevarla con ellos de vuelta a casa después. Y sin embargo, nunca le contaría a su padre, ni a su madre, ni a su abuela Anita, lo que pasó aquel sábado que parecía como los demás y fue distinto desde el principio, desde que el abuelo escogió ponerse un traje gris y una corbata en lugar de la camisa y el jersey con los que siempre había salido con ella de paseo, antes de sacar de un cajón de su escritorio que siempre estaba cerrado con llave una cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo.

—¿Qué es eso, abuelo?

—Una cartera —y se la enseñó a una distancia cautelosa—. ¿No lo ves?

—Sí, pero… ¿qué tiene dentro?

—Papeles.

—¿Qué papeles?

El abuelo no sólo no contestó a su pregunta, sino que hizo como si nunca la hubiera oído, y eso fue otra novedad, porque él no se cansaba de su curiosidad, jamás le pedía que se callara, que lo dejara en paz, ni murmuraba entre dientes, hay que ver, hija mía, qué pesada te pones, como hacían sus padres. El abuelo Ignacio siempre había contestado a todas sus preguntas y, a diferencia de su mujer, nunca se había preocupado por el aspecto de su nieta. Sin embargo, aquella tarde, antes de salir de casa la estudió con atención, desde los zapatos hasta las cintas de raso, por supuesto entonadas con el vestido, por supuesto entonado con la chaqueta, que la abuela había colocado al extremo de sus dos trenzas perfectas.

—¿Qué miras?

—Nada —y la besó en la frente—. Lo guapa que eres.

Luego, como si quisiera desmentir las contradictorias novedades de su indiferencia y su atención, se esforzó por comportarse como otras veces, cuando de verdad disfrutaba explicándole los nombres de las calles o evocando episodios de su propia infancia, anécdotas de personajes pintorescos que había conocido o de los que había oído hablar cuando era un niño, pero aquella tarde Raquel no le dio mucha importancia a sus palabras porque se dio cuenta de que para él tampoco eran importantes.

—No vamos a salir del barrio, ¿sabes? Lo vamos a cruzar, más bien, de punta a punta. Mi amigo vive en la calle Argensola, que está al final de Fernando VI, alguna vez hemos ido por allí para salir a Recoletos, ya lo verás…

Había oído palabras parecidas muchas veces, y sin embargo escuchó aquéllas como si fueran nuevas y distintas, porque habían perdido el acento alegre de la despreocupación a favor de una emoción más grave.

Su abuelo guardaba una memoria asombrosa de la ciudad donde había nacido, recuerdos tan ricos, tan minuciosos y precisos de la situación de las calles, de las fachadas de los edificios, de las fuentes y las estatuas, las tiendas y los cines, que la abuela estaba convencida de que la había ejercitado en secreto, año tras año. Él lo negó al principio, pero luego, cuando se cansó de burlarse de su mujer, que había tardado más de una hora en empezar a orientarse en Zaragoza, reconoció que todas las noches, al apagar la luz, pensaba en Madrid, en un lugar, en una iglesia, en una esquina concreta que tomaba como punto de partida para reconstruir de memoria la calle Viriato, la plaza de Santa Ana o la Carrera de San Jerónimo, hasta que se quedaba dormido, y si no lo lograba a la primera, al día siguiente le echaba un vistazo a un plano para intentarlo otra vez. Raquel había sido la espectadora privilegiada, y a menudo única, del entusiasmo con el que Ignacio Fernández celebraba la lealtad de su ciudad con su memoria, y por eso percibió enseguida la misteriosa indolencia de su voz mecánica, neutral, desprovista de la vida, de la energía de otros sábados.

Aquella tarde, su abuelo hablaba por hablar, como si se hubiera dado cuerda a sí mismo sólo por estar ocupado en algo, y dejaba las frases a la mitad para saltar de un tema a otro sin terminar las historias que había empezado. Apretaba su mano con fuerza, con demasiada fuerza, mientras caminaba muy derecho, la cabeza alta, recta, casi rígida, sobre un cuello que había renunciado a la flexibilidad, su capacidad de moverse hacia los lados, y sus piernas avanzaban a una velocidad constante, recorriendo una distancia idéntica en cada paso. Raquel seguía su ritmo a duras penas, como si estuviera encadenada a una máquina, el autómata concienzudo que ocupó el cuerpo de su abuelo durante el último tramo, los últimos y silenciosos metros en los que su nieta empezó a sufrir por él, cuando ya estuvo segura de que aquello no iba a ser divertido y de que el hombre al que su abuelo iba a visitar no podía ser un amigo.

—Ya hemos llegado.

Ignacio Fernández se detuvo ante un portal grande y oscuro, y volvió a mirar a su nieta, no como antes, en casa, mientras estudiaba su ropa, su peinado, sus zapatos, sino mucho más adentro, al fondo de sus ojos, de su conciencia, el saldo de sus ocho años de niña feliz y muy lista, tanto que en aquel momento adivinó algunas cosas que eran ciertas aunque ella no pudiera entenderlas del todo, que su abuelo estaba muy nervioso, que estaba calculando si no sería mejor darse la vuelta para regresar a la rutina alegre y callejera de todas las demás tardes de sábado, y que en aquel momento su compañía era importante para él. Entonces, como no sabía qué hacer, hizo lo mismo que había visto hacer tantas veces a la abuela Anita cada vez que su marido se enfadaba, o se ponía triste, o lo pasaba mal. Cogió su mano derecha con las dos manos, se la llevó a la boca y la besó muchas veces. Cuando terminó, su abuelo sonrió con esa sonrisa triste que Raquel ya conocía, la cogió en brazos y la abrazó con fuerza, con demasiada fuerza, mientras le devolvía los besos en la cara, en el pelo, en la cabeza. Después, colocó bien su vestido, volvió a encajarse la cartera de piel marrón debajo del brazo izquierdo, le dio la mano y entraron los dos juntos en aquella casa.

En el tercer piso había dos puertas, muy grandes y muy altas, de madera oscura, brillante, recién barnizada. Sólo una tenía una placa dorada en el centro, pero Raquel se dio cuenta de que su abuelo la habría escogido aunque no tuviera ningún apellido escrito. También se dio cuenta de que, al abandonar la suya para tocar el timbre, su mano temblaba como una hoja de periódico en medio de una tormenta, y entonces fue ella quien la apretó con fuerza, con demasiada fuerza, cuando volvió a encontrarla entre sus dedos.

—Buenas tardes. ¿Qué desea?

El abuelo no contestó a la doncella uniformada que abrió la puerta, porque vio aparecer enseguida a una mujer que a Raquel le pareció una actriz de cine, muy elegante, muy rubia, con los ojos muy azules y la piel muy blanca, arreglada como para ir a una fiesta, con un vestido negro sin mangas, unos zapatos de tacón alto y muchas joyas, en los dedos, en las muñecas, media docena de sartas de perlas blancas y negras confundiéndose alrededor de su cuello. Usaba un perfume tan penetrante que conquistó el descansillo sin esfuerzo, y les dedicó una sonrisa cortés, trivial, que sería el único gesto relajado que Raquel llegaría a contemplar aquella tarde en su hermoso rostro.

—Déjalo, María —le dijo a la doncella—. Yo me ocupo.

—Tú debes de ser Angélica —supuso el abuelo en voz alta como todo saludo, y aquélla era su voz, clara, firme, serena, la voz de un hombre que había recuperado su propio cuerpo y el control absoluto de sus palabras, sus gestos, sus movimientos, una metamorfosis tan misteriosa como la precedente, que debería haber tranquilizado a su nieta y sin embargo terminó de alarmarla del todo.

—Sí… —aquella mujer vaciló, miró al visitante con atención y se estiró, levantando al mismo tiempo la muralla del usted, la voz y la barbilla—. Perdone, pero creo que no nos conocemos.

—Claro que nos conocemos —y hasta se permitió el alarde de sonreír—. Lo que pasa es que tú no puedes acordarte de mí porque la última vez que nos vimos tenías tres años, pero estoy seguro de que sabes quién soy —entonces hizo una pausa más larga, y tan calculada como si estuviera interpretando un papel dramático sobre un escenario, quizás porque ella ya había juntado las manos y se frotaba una con la otra, como si estuviera poniéndose nerviosa—. Tu madre y yo éramos primos hermanos. Me llamo Ignacio Fernández.

Vámonos, abuelo, vámonos, pensó Raquel entonces, mientras la actriz de cine se ponía blanca, mucho más blanca, blanca como una enferma, como una estatua, como una llama moribunda de su propia blancura, vámonos de aquí, abuelo, por favor… Ella dio un par de pasos hacia atrás, marchita y desmadejada de golpe como si nada la sostuviera, como si todos los huesos de su cuerpo se hubieran disuelto en un momento para abandonarla a la suerte de una muñeca de trapo, una pobre marioneta de movimientos torpes, inconexos, no sonrías así, abuelo, así no, no sonrías así… Raquel quería hablar pero no podía, sus labios se negaban a moverse, y aquella mujer que parecía herida, fulminada por un nombre, un apellido que le hubiera estallado por dentro como una bomba programada con mucho tiempo, mucha paciencia, mucha astucia, había dejado de brillar, ya no brillaban sus perlas, no brillaban sus joyas, no brillaban sus ojos, ni su pelo dorado, ni su perfume caro, vámonos de aquí, abuelo, vámonos, por favor, vámonos, pero él sonreía, tenía los labios curvados en el ángulo exacto de la tristeza, y estaba tranquilo, como si acabara de desprenderse de una carga muy pesada, la que ahora hundía los hombros de la mujer que cerraba los ojos y se sujetaba la frente con los dedos como si su cabeza fuera a desprenderse de su cuerpo de un momento a otro, vámonos, abuelo…

—Vámonos —logró decir Raquel por fin, en voz muy baja, casi un susurro.

—He venido a ver a Julio —pero la voz de su abuelo se impuso a la suya—. ¿No está en casa?

—No… No, él… Ha ido… —ella le miró, miró a la niña, intentó ganar tiempo, cerró los ojos, volvió a abrirlos, miró el reloj—. Volverá enseguida.

—Muy bien —Ignacio Fernández dio un paso adelante, aunque nadie le había invitado a pasar—. Si no te parece mal, preferiría esperarle. Después de tanto tiempo…

—Claro, claro —la dueña de la casa reaccionó enseguida, como si temiera el final de la frase—. Pasa, por favor… ¿Y esta niña?

—Es mi nieta Raquel.

—¡Qué mona! —la actriz de cine intentó volver en la amplitud de su sonrisa y la caricia de sus dedos enjoyados, pero la angustia convirtió su rostro en una máscara, barnizó sus ojos con un brillo vidrioso, inspiró en la niña una lástima temible, más profunda que el miedo—. ¿Quieres venir a jugar un rato con mis hijos? Iba a ponerles la merienda…

Raquel apretó la mano de su abuelo con desesperación, porque no quería separarse de él ni un instante, pero al mirarle, supo que no tenía otra opción.

—Claro, qué buena idea —el abuelo la besó en la cabeza—. Ve con ellos, anda.

—María, por favor… —la doncella no había ido muy lejos—. Acompaña a este señor al despacho. Yo voy enseguida.

La mujer rubia la cogió de la mano y la condujo por un pasillo largo, lleno de muebles de madera oscura y muchos cuadros, algunos grandes, antiguos, otros pequeñitos, colgados en grupo. Las alfombras ahogaban el sonido de sus pasos, tan firmes que Raquel tardó en identificar el origen de un ruido sordo, atropellado, urgente, que no era más que el sonido de su respiración. Aquella mujer jadeaba como si alguien la estuviera persiguiendo, como si corriera en lugar de caminar, como si se sintiera atrapada en un lugar ajeno, extraño, peligroso, mientras recorría el pasillo de su propia casa. Al doblar la esquina, el pasillo cambió, perdió los muebles, los cuadros, las alfombras, para ganar a cambio la luz de dos ventanas que se abrían a un patio interior. Al fondo, había una puerta doble de madera, con hojas batientes como las de los bares de las películas del oeste. Ella la empujó y desembarcó a Raquel en una cocina muy grande, con muebles blancos, y en el centro, una mesa preparada para la merienda.

—Bueno —por fin la mujer rubia soltó su mano, le dedicó una sonrisa tan crispada que parecía una mueca, y señaló a los dos niños sentados a la mesa—. Estos son mis hijos pequeños, Álvaro y Clara. Niños, tenéis una invitada. Se llama Raquel, y es prima vuestra, muy lejana pero… O no. No, no, es más bien sobrina, creo, segunda, o tercera, no sé, siempre me hago un lío con lo de los parentescos. En fin… Siéntate aquí. ¿Quieres un chocolate? Fuensanta lo hace muy rico…

Estaba tan nerviosa que al apartar la silla tiró una servilleta, y luego dio una vuelta completa alrededor de la mesa sin encontrar el cajón de los cubiertos. Una señora gorda y sonriente, de unos cincuenta años, vestida con un uniforme azul que apenas se distinguía bajo el delantal blanco, inmaculado, le tendió una cucharilla y dijo que ella se ocupaba de todo.

—Gracias, Fuensanta… Voy un momento al baño… Tengo que… ¿Dónde habré dejado el tabaco, Dios mío?

Raquel miró a aquellos niños que no parecían hermanos, él con el pelo muy negro, corto, fuerte, y los ojos grandes, oscuros como pozos a los que no se les veía el fondo, ella muy rubia, más que su madre, con la piel sonrosada y los ojos dorados, más pequeños que los del niño, pero limpios y transparentes como dos gotas de miel. Le pareció muy guapa y más que eso. Tenía la clase de belleza de los niños que salen en televisión, en los anuncios de champús o de galletas, el encanto dulcísimo de quienes siempre hacen el papel más lucido en las obras de teatro del colegio, ese atractivo innato, magnético, que establece la jerarquía en los pupitres y los recreos. Raquel tampoco se habría resistido al deseo de admirarla, de ser amiga suya, de invitarla antes que a nadie a todos sus cumpleaños, si la hubiera conocido otro día, en un lugar donde no sintiera la necesidad de medir sus palabras, de temer por su abuelo, de defenderse de las señoras muy rubias y muy amables que la invitaban a merendar con sus propios hijos. El niño le llamó mucho menos la atención y sin embargo fue quien más se fijó en ella.

—¿Tú eres mi sobrina? —ésa fue la primera de una larga serie de preguntas.

—No lo sé —y era verdad, porque nadie le había hablado nunca de aquella familia.

—¿Cuántos años tienes?

—Ocho.

—Yo tengo siete —dijo su hermana.

—Y yo doce —él pensó un momento y luego negó con la cabeza—. No puedes ser nuestra sobrina. Somos todos demasiado pequeños. Serás nuestra prima, seguramente.

—No lo sé —repitió Raquel—, pero mi abuelo le ha dicho a vuestra madre que era primo de su madre, o algo así…

—Estaría bien que fueras prima nuestra, porque nosotros no tenemos —le explicó la niña.

—¿No?

—No —confirmó su hermano—. Papá y mamá eran hijos únicos. ¿Tú tienes?

—Sí, yo tengo muchos… Miguel y Luis, que viven en Málaga, Aurelio, Santi y Mabel, que tienen una casa al lado de la de mis abuelos, en Torre del Mar, Pablo y Cristina, que viven aquí, y luego los de París, Annette y Jacques.

—¿Tienes primos en París?

—Sí. Antes vivíamos allí. Yo nací en París.

—Entonces eres francesa.

—No. Soy española. Mis padres son españoles, y mis abuelos también.

—¡Qué raro! —el niño la miró como si no se creyera una palabra de lo que le acababa de contar—. Los que nacen en Francia son franceses.

—¿Y tienes hermanos? —preguntó la niña.

—Sí, uno. Se llama Mateo, tiene cuatro años. Pero voy a tener otro en noviembre.

—Nosotros somos cinco. Clara es la pequeña.

—Y tú el segundo más pequeño, Álvaro, no presumas…

Entonces Fuensanta sirvió el chocolate, que estaba muy rico, riquísimo de verdad, y puso en el centro de la mesa dos fuentes, una con suizos y ensaimadas, otra con picatostes recién hechos. No os lo comáis todo, les advirtió, que ahora llegarán vuestros hermanos muertos de hambre, después del partido… Cuando ya no podía más, Raquel se echó hacia atrás en la silla y para su sorpresa, casi en contra de sus deseos, experimentó un instante de auténtico bienestar, como si el sabor del chocolate, de los picatostes, hubiera borrado el presentimiento de la amargura y desterrado el miedo, la sensación de estar cercada en un territorio hostil, más peligroso que cualquier otro lugar donde hubiera estado antes.

—Tengo un tren eléctrico —le dijo el niño—. Si quieres te lo enseño.

Salieron al pasillo en fila india, él delante, Raquel en medio, su hermana detrás, en dirección a una habitación amplia y luminosa, con dos balcones a la calle, una puerta cerrada a cada lado y un montón de juguetes por el suelo.

—¿Éste es tu cuarto?

—No. Es el cuarto de jugar. Yo duermo ahí —y señaló la puerta de la izquierda—, con mis hermanos. Las niñas duermen enfrente.

—¿Quieres ver mis muñecas? —ofreció Clara—. Tengo muchas.

—No, no quiere ver tus muñecas —Álvaro la trataba con la superioridad despectiva de los hermanos mayores—. Ha venido a ver mi tren. Mira…

El tren estaba montado sobre un tablero, entre los dos balcones, y era muy bonito porque tenía un puente, y un túnel, y una estación con muñequitos que parecían viajeros, de pie en el andén o sentados en los bancos, y hasta unas montañitas con un pueblo al fondo. Había dos locomotoras, una negra y antigua, que tiraba de tres vagonetas cargadas de carbón, y otra moderna, pintada de colores brillantes, enganchada a una larga hilera de vagones de viajeros.

—El tren no es tuyo, Álvaro, es de los tres —la niña se acercó a Raquel con dos muñecas casi iguales, vestidas con la misma ropa en colores diferentes, y se las enseñó como si quisiera darle a escoger—. Mira, son mellizas. ¿A que son bonitas? Me las trajeron los Reyes, coge tú una…

Las locomotoras ya habían empezado a moverse, a cruzarse en direcciones opuestas, a subir por los puentes y perderse en el túnel, ganando velocidad en cada viaje, cuando un coro de voces masculinas que entonaban el cántico de la victoria, hemos ganao, hemos ganao, el equipo colorao, estalló en medio del pasillo.

—¡Papá!

Los dos gritaron a la vez un instante antes de que un hombre alto, moreno, corpulento, que no era joven pero conservaba el aire atlético de quienes sí lo son, entrara en la habitación precediendo a un muchacho rubio y larguirucho y a otro mayor pero muy parecido, y Raquel se dio cuenta de que Álvaro se parecía a él tanto como los demás a la mujer muy rubia.

—¡Tres a cero!

El padre de los niños gritó el resultado del partido marcándolo al mismo tiempo con los dedos de las manos, tres levantados en la izquierda, el índice y el pulgar de la derecha dibujando un círculo en el aire, antes de coger a cada uno de sus hijos pequeños con un brazo para empezar a hacerles cosquillas mientras las recibía de ellos al mismo tiempo, hasta que los tres se cayeron al suelo y rodaron por la moqueta, convertidos en un ovillo de cuerpos y risas que no se deshizo cuando se pararon a tomar aliento.

—Y todavía no os he contado lo mejor, Julio ha metido dos, ha estado inmenso, ¿a que sí, Rafa? Anda… —y entonces, Álvaro colgado de su cuello, Clara presa entre sus piernas todavía, se quedó mirando a Raquel—. ¿Y tú quién eres?

—Es una prima nuestra —le informó la niña—. Se llama Raquel.

Él se echó a reír, besó a su hija, sonrió a esa sobrina postiza con la que no contaba, y ella comprendió que, a pesar del pelo rubio, a pesar de los ojos color de caramelo, a pesar del óvalo perfecto de su cara y la perfección sonrosada de su piel, si Clara era tan guapa, era porque sabía sonreír igual que su padre.

—A ver, a ver…

Mientras le veía acercarse andando a gatas, con los ojos tan negros, los dientes blanquísimos y una expresión juvenil, como de niño gamberro, en la cara, Raquel sintió una simpatía instintiva por aquel hombre y no se preguntó por qué, como nadie se lo había preguntado nunca, pero percibió calor, confianza, y una sensación aún mucho más extraña de cercanía, de intimidad, como si él fuera distinto de su mujer, de sus hijos, como si le conociera desde siempre y desde siempre hubiera sabido que podía fiarse de él.

—Dime una cosa… —se arrodilló a su lado y le habló con suavidad, en un tono sereno, seductor, casi sedante, como si nadie más pudiera escucharles o acabaran de quedarse solos en la habitación—. ¿A ti te gustan los chupa-chups?

—Sí —y Raquel sonrió sin saber por qué.

—¿Seguro? —entonces le enseñó una mano abierta, la cerró muy cerca de su cara e improvisó una mirada de asombro—. Pues sí que te deben gustar, porque tienes uno dentro de la oreja…

Raquel le miraba con la boca abierta, como si estuviera hipnotizada, inmovilizada de puro placer, atrapada en su voz, en sus palabras, pero escuchó un palmoteo nervioso y un par de carcajadas de los espectadores de la escena antes de sentir el roce de unos dedos junto a la mandíbula.

—Mira —y sus dedos sostenían un chupa-chups envuelto en un papel naranja—. Tómalo, es tuyo. Estaba en tu oreja.

—Gracias —dijo ella, y se echó a reír.

—Claro que, a lo mejor, te gustan más los de fresa. Déjame mirar en tu otra oreja… —repitió la operación con la otra mano y encontró un caramelo idéntico con un envoltorio de color rosa fuerte—. ¡Ahí va, qué suerte! Te crecen chupa-chups en las orejas.

Entonces, sin pensar en lo que hacía, Raquel le echó los brazos al cuello y le besó en las mejillas, y él le devolvió los besos, los abrazos, y por un instante fue como si siempre hubieran vivido juntos, como si no fueran a separarse nunca, como si ella fuera una hija más de aquel padre que iba a animar a sus hijos a los partidos, y se dejaba hacer cosquillas, y rodaba con ellos por el suelo, y andaba a gatas, y encontraba chupa-chups en sus orejas.

—Julio… —la voz de la mujer rubia, plantada en el umbral, los ojos muy abiertos, la piel muy pálida, frotándose las manos con tanta fuerza como si pretendiera desollarse una con otra, deshizo al mismo tiempo abrazo y hechizo—. Julio, tenemos visita.

—Ya lo veo —él se echó a reír—. Acabo de conocer a mi sobrina.

—Pues sí, claro, eso es… Esta niña es la nieta de Ignacio Fernández, el primo de mi madre, ya sabes. Te está esperando en el despacho.

Él cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos para mirar a Raquel, para estudiar su cara con una expresión ambigua, que era una sonrisa pero no reflejaba placer ni simpatía, antes de desprenderla de sí con suavidad. Luego se levantó despacio, se arregló la ropa, arrugada por el forcejeo de las cosquillas, y salió de la habitación sin mirar hacia atrás.

—¡Papá, papá, no te vayas! —Álvaro le reclamaba desde el suelo—. He enganchado las dos locomotoras, están funcionando a la vez, tienes que verlo…

—Ahora, hijo, ahora. Vuelvo enseguida.

Pero Raquel no le volvió a ver. Fue otra vez la mujer rubia quien vino a buscarla cuando ya se había cansado de mirar los trenes y jugaba por fin con Clara y sus muñecas mellizas. Yo soy su madre y tú eres su tía, ¿vale?, le había dicho al enseñarle su imponente colección de accesorios, una cuna doble, como el cochecito, y la trona, y el armario, y una sola bañera para las dos. Ya las habían bañado dos veces, y las habían acostado, y levantado, y alimentado, las estaban durmiendo en brazos cuando la señora volvió, igual de pálida, de nerviosa que antes, pero Raquel ya no se dejó impresionar por eso, porque no había llegado a verla tranquila en ningún momento y pensó que siempre sería así, histérica, huidiza, incapaz de tener las manos quietas.

—Tu abuelo te está esperando, Raquel, tienes que irte.

—¡Ay, no, mamá, por favor! —Clara protestó—. Con lo bien que nos lo estamos pasando ahora…

Entonces, aquella mujer tan rara abrazó a su hija, la mantuvo apretada contra sí, la besó, y pareció estar a punto de hablar un par de veces, pero no dijo nada. Luego, cogió la mano de Raquel y deshizo el camino que las dos habían recorrido antes, desde el pasillo desnudo y luminoso, por el alfombrado corredor lleno de cuadros, hasta el recibidor donde Ignacio Fernández, muy alto, muy tieso, muy solo, esperaba a su nieta junto a la puerta. Clara fue tras ellas todo el camino, lloriqueando, protestando, suplicando entre sollozos una prórroga que era imposible, Raquel se dio cuenta, porque la maltrecha actriz de cine caminaba cada vez más deprisa, y porque se volvió dos veces para pedirle a su hija que se callara, la última a gritos, justo antes de doblar la esquina que desembocaba en el recibidor.

—Raquel…

Su abuelo la llamó por su nombre y entonces se dio cuenta de que con el brazo izquierdo seguía abrazando a la melliza pelirroja vestida de verde, y se quedó parada sin saber qué hacer, la mano derecha tendida hacia su abuelo y la otra hacia Clara, que ya corría a recuperar su muñeca cuando su madre la inmovilizó en lo que pretendió que pareciera un abrazo.

—Si te gusta, puedes quedártela.

—¡No! —su hija intentó zafarse de sus brazos, pero ella la apretó con más fuerza, sus manos cruzadas sobre las de la niña.

—Claro que sí —insistió, y se esforzó en sonreír, como si no pasara nada—. Te la regalamos.

—¡Pero, mamá, si es una melliza! —la niña levantó la cabeza, buscó los ojos de su madre y empezó a llorar de verdad, con lágrimas auténticas—. ¿No lo entiendes? Si son dos, ¿cómo voy a regalarle una?

—Eso es verdad —Raquel pensó que Clara tenía razón y estiró el brazo aún más hacia ella—. Además, yo ya tengo muchas muñecas.

—Nada, nada… —la mujer rubia se mostró inflexible en el arbitrario capricho de su generosidad—. Llévatela. Ya le compraré yo otra.

—¡Mamá!

De repente, Raquel se encontró en el descansillo. Su abuelo la había sacado de aquella casa y había cerrado la puerta sin despedirse. Eso también era raro, pero no le importó, porque la escena del recibidor había resucitado el grumo que se instaló en su pecho al llegar allí, cuando todo le daba miedo y le costaba tanto respirar como si la atmósfera del interior fuera más pobre, más pesada que el aire de la calle. Entonces recordó que aquello no iba a ser divertido, que ella lo había sabido siempre, desde el principio, y se preguntó cómo había podido llegar a olvidarlo, cómo había podido pasarlo tan bien con la merienda, y el tren eléctrico, y las muñecas, y los
chupa-chups, y sin embargo alegrarse de que el abuelo hubiera decidido bajar por la escalera en lugar de coger el ascensor, porque en cada escalón respiraba mejor y las luces, las sombras, los muros, los objetos, iban recuperando la normalidad poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que los dos, siempre de la mano, reconquistaron la amplitud de aquel portal oscuro donde hacía casi frío, y tras la puerta, la recompensa de una tarde de mayo soleada y limpia, una brisa ligera agitando las hojas de los árboles, el sol aún capaz de calentarles.

—Qué casa tan grande tienen, ¿verdad? —sólo se atrevió a hablar cuando ya caminaban por la acera, al ritmo lento, calmoso, de otros sábados—. Y qué bonita. Deben de ser muy ricos, ¿no?

Su abuelo no le contestó enseguida, no se detuvo, no sonrió, ni usó su comentario como punto de partida para enlazarlo con una historia cualquiera. Ni siquiera la miró. Siguió andando despacio, con la cabeza recta, los ojos fijos en el horizonte, su rostro muy pálido a la luz del sol y un temblor pequeño, pero constante, en la frontera de sus labios cerrados.

—Lo que son es muy hijos de puta.

Eso dijo, y tampoco entonces quiso mirarla. Habían llegado a una plaza escondida, rectangular, con un edificio muy grande al fondo, muchos árboles delante, un quiosco de periódicos y algunos bancos. Su abuelo escogió uno que estaba vacío, se sentó, y Raquel se dio cuenta de que había dejado de contar con ella, como si se le hubiera olvidado que era su nieta, que tenía ocho años y que estaba allí, como si todo le diera ya lo mismo. Escogió un banco, se sentó, dejó a un lado su cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo, y se tapó la cara con las manos. Durante un instante, no ocurrió nada más. Luego, su cabeza empezó a moverse arriba y abajo, despacio al principio, con más ritmo, más intensidad después, contagiando su agitación a los hombros, a los brazos, a las manos que permanecían firmes contra sus párpados, sus mejillas, como si la piel de sus palmas se hubiera fundido con la de su cara, como si no pudieran separarse más. La niña, de pie sobre la acera, frente a él, le miraba y no podía creerse lo que estaba viendo, no de su abuelo Ignacio, de él no, y sin embargo, los sonidos roncos, guturales, viscosos, que se escurrían por los resquicios de sus dedos entreabiertos, se hicieron más nítidos, aún más inverosímiles y precisos, más sollozos, hasta que ella ya no encontró ninguna puerta por donde escapar, ninguna solución para seguir dudando de la capacidad de sus oídos, de sus ojos abiertos e incrédulos.

Aquélla fue la primera vez en su vida que Raquel Fernández Perea vio llorar a su abuelo, la primera y la última, la única, pero nunca se sintió privilegiada ni orgullosa por haber sido testigo de su llanto, como había sido tantas veces espectadora de su alegría, porque su abuelo lloraba como un niño pequeño, sin freno, sin pausa, sin consuelo, olvidado de su nieta y de sí mismo, del hombre que había sido y del que seguía siendo, un hombre que había podido morir muchas veces y había salvado la vida para celebrar la muerte de su enemigo bailando un pasodoble con su mujer en una plaza del Barrio Latino de París, muy poco, poquísimo, casi nada, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes, Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo, español, y propietario de una pena negra, honda y sonriente que su nieta no olvidaría jamás, como no olvidaría la tarde en que le vio llorar, más solo, más angustiado, más derrotado que nunca, incapaz de seguir reteniendo por más tiempo todas las lágrimas que no había dejado ir mientras toreaba a la muerte por su cuenta, mientras se fugaba de las cárceles, de los campos, de los trenes, de los que le querían matar sólo porque era él, y que eran todos, mientras se acostumbraba al fracaso perpetuo de una vida próspera en un país ajeno, y al sueño imposible de la ciudad propia que volvía a perder cada mañana, porque somos de un país de hijos de puta, vamos a brindar, porque somos de un país de mierda, brindemos, él había levantado la copa, todas sus copas, pero había retenido también todas sus lágrimas para dejarlas ir ahora, sin freno, sin pausa, sin consuelo, para llorar el llanto de una vida entera, él, su abuelo Ignacio, el que sonreía al dolor, el que burlaba a la muerte, el que no lloraba nunca, el hombre que podía haber muerto muchas veces y había vivido para volver a casa, para recuperar su lugar, para cobrar sus deudas, a sus órdenes, mi capitán, para nada, había dicho él, para nada.

—No llores, abuelo, por favor… No llores.

¿Qué ha pasado?, le habría gustado preguntar, ¿qué te han hecho, abuelo, quién ha sido, por qué, cómo, cuándo, cuánto te duele?, pero no pudo decir nada, ni siquiera que le quería, que aquella tarde de mayo, tan cálida, tan limpia, tan cruel, había aprendido que le quería muchísimo, que no había nadie en el mundo a quien quisiera más que a él. Lo que a ti te hace daño, a mí me hace daño, eso era lo que sentía, lo que habría querido decirle, pero no pudo, porque estaba llorando, lloraba igual que él, como la niña pequeña que ella sí era, sin freno, sin pausa, sin consuelo, y no se tapaba la cara con las manos porque las necesitaba para aferrarse a su abuelo, para acariciarle, para explicarle la verdad, que le quería tanto que le dolían las palabras que no salían enteras de sus labios contraídos, los sonidos que se perdían en su garganta ahogada por los sollozos, y no conocía el origen, la razón de las lágrimas que mutilaban cada sílaba que intentaba pronunciar, pero sentía que esas lágrimas le dolían porque eran suyas, porque le pertenecían a él, porque ella había escogido llorar el llanto de su vida entera.

No llores, logró repetir por fin, después de un rato, y se abrazó a sus mangas, escondió la cabeza en su cuello y se quedó muy quieta. Esta vez, él respondió enseguida. La apretó con fuerza, la besó en la cabeza y mantuvo sus labios firmes contra su pelo hasta que los dos se tranquilizaron. Luego, manteniéndola sujeta entre sus manos, la separó de sí, la miró, sonrió y volvió a besarla en las dos mejillas. Tenía los ojos enrojecidos, los párpados hinchados y la piel de los pómulos muy fina, tan frágil de repente como si fuera de papel.

—Ésta es la plaza de las Salesas —dijo, y su voz, ensuciada por el llanto, adoptó sin embargo el acento y el ritmo de otras veces—. Se llama así porque antes había un convento, pero esa iglesia de ahí detrás se llama Santa Bárbara, porque la fundó Bárbara de Braganza, una reina de España que era hija del rey de Portugal —hizo una pausa, se frotó los ojos, volvió a sonreír—. Esa calle lleva su nombre. Aquí enfrente estaban los juzgados donde condenaron a mi cuñado Carlos, ¿te acuerdas? Y el edificio gris que está adosado a la iglesia por detrás, ¿lo ves?, es el Tribunal Supremo. Su fachada da a otra plaza que hay detrás, la plaza de la Villa de París.

Raquel se quedó un instante callada, sin saber qué decir, cómo interpretar esas palabras frías y calientes a la vez, que tendían un puente o proponían un pacto cuyos términos no estaba muy segura de comprender. Por eso se limpió los ojos, se sonó los mocos, y dijo lo mismo que habría dicho si aquella tarde no hubiera pasado nada.

—Y las dos son cuadradas, porque si fueran redondas se llamarían glorietas.

—Justo —las lágrimas volvieron a aflorar por un instante a los ojos de Ignacio Fernández Muñoz, pero las mantuvo a raya en honor a la inteligencia de su cómplice—. No le cuentes nada a la abuela, ¿de acuerdo?

—Te lo prometo.

Él sonrió a la solemnidad de su nieta, que había levantado en el aire la mano derecha con los dedos cruzados para reforzar su compromiso, y la abrazó otra vez.

—Recoge la muñeca —dijo entonces, mirando al suelo—. Se te ha caído.

—No la quiero —Raquel la recogió de entre sus pies, la acostó en el banco, y buscó luego en sus bolsillos hasta encontrar los chupa-chups, que dejó a su lado, el de naranja a la izquierda, el de fresa a la derecha, era tan bonita, pensó al despedirse de ella, con el pelo rojo y aquel vestido verde lleno de volantes y puntillas—. No la he querido nunca.

—Parece una ofrenda —murmuró su abuelo cuando lo vio.

—¿Y eso qué es?

—Nada. Una tontería que se me acaba de ocurrir… Pero alguna niña se va a alegrar mucho al encontrársela. Vamos.

Y entonces, como si de verdad no hubiera pasado nada aquella tarde, se levantó al fin, se encajó su vieja cartera debajo del brazo izquierdo, ofreció a su nieta la otra mano, y echó a andar hacia Recoletos con el paso regular, tranquilo y relajado, de otros sábados.

—¿Quieres un helado? —propuso al llegar al paseo.

—Bueno. De fresa, pero pequeño, porque he merendado… —mucho, iba a decir, pero se calló, porque no quería recordar nada bueno de aquella tarde.

El abuelo escogió uno grande de vainilla, mantecado, decía él, y se lo comió despacio, sin hablar, disfrutando mucho de su sabor y del paseo, Recoletos lleno de niños con patines, de madres con bebés, de parejas de novios que se besaban en los bancos y grupos de amigos que juntaban las mesas de las terrazas en largas hileras repletas de cañas de cerveza. Se escuchaban sus voces, sus risas, y el eco de los juegos de los niños, pareados y canciones, interminables retahílas de frases sin más sentido que el de acompañar los movimientos de las palmas velocísimas, las manos que volaban en el aire, encontrándose y separándose, chocando entre sí para componer una pauta rítmica y constante que Raquel conocía muy bien.

—¿Qué ha pasado, abuelo? —se atrevió a preguntar al final, cuando ya no quedaba ni rastro del cucurucho entre sus dedos y la templada alegría del aire de mayo, la gente en la calle, caía como un bálsamo compasivo sobre su incertidumbre.

—¡Uf! Es una historia muy larga. Muy larga y muy antigua. No la entenderías y además… Creo que tampoco te conviene saberla.

—¿Por qué?

Él volvió a mirarla muy despacio, muy adentro, hasta el fondo de sus ojos, de su conciencia de niña de ocho años, y Raquel intuyó que nunca contestaría a esa pregunta, pero se equivocó.

—Bueno… —titubeó al principio—. Ya hemos vuelto, ¿no?, y lo lógico… Lo más normal es que tú ya vivas aquí siempre. Y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber. Incluso no entender… —hizo una pausa y sonrió a la expresión concentrada de su nieta, que intentaba descifrar sus palabras en vano—. Mañana por la mañana podemos ir al Rastro, si quieres. Hace muy bueno, y seguro que a la abuela le apetece venir con nosotros. Ya sabes tú que, a ella, todo lo que sea comprar…

Ignacio Fernández había podido morir muchas veces, pero había vivido para estar seguro de lo que a su nieta Raquel le convenía y no le convenía saber. Pasarían muchos años, muchas cosas, antes de que ella comprendiera el sentido de aquel discurso oscuro, que era claro, luminoso y justo, como las verdades necesarias a las que se renuncia a tiempo y por amor.

Entonces ya había dejado de pensar en sí misma, en sus padres, en su familia, como españoles. El color, el sol, la luz, el azul, no necesitaban apellidos en un país donde los suyos no requerían explicación, ni reflexión alguna. Pasaron muchos años, muchas cosas, y su hermano Ignacio, el tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, nació en Madrid, igual que el primero, pero no se sintió nunca especial, ni diferente por eso, porque ya vivían aquí y era lo lógico, lo normal. Cuando ya parecía que nunca iba a ocurrir, una tarde de junio como cualquier otra, su abuelo Aurelio se quedó dormido mirando el mar pequeño y andaluz que había escogido para morir, y mientras viajaba a la casa blanca y luminosa de los veranos de su infancia, Raquel ni siquiera se dio cuenta de cómo había ido perdiendo la memoria de los años raros, y del tiempo anterior, que llegaría a parecerle muchísimo más extraño todavía cada vez que volviera a París, donde había nacido Mateo, donde había nacido ella, donde parecía mentira que hubieran nacido y vivido los dos, que un domingo cualquiera de los años ochenta se encontraron sobre la mesa de la abuela Anita con una ensalada de endibias aliñadas con queso azul y nueces picadas que no recordaban haber visto jamás, y que estaba muy buena a pesar de su aspecto lacio y un poco asqueroso.

Pasaron muchos años y muchas cosas en España, al principio muy deprisa, más despacio después, mientras los deseos y la realidad aprendían a encajar en sus moldes flamantes, nuevos pero estrechos, como fue encajando su vida en las etapas de una vida cualquiera, la trabajosa negociación de sus propios deseos con las estrecheces de la realidad disponible, y habría querido ser actriz de teatro, pero terminó haciendo Económicas, y le habría gustado trabajar en algo más interesante, pero encontró enseguida trabajo en un banco, y se casó, pero se divorció, y deseó tener un hijo, pero no encontró ni al padre ni el momento, y fue desgraciada a veces, pero a veces fue feliz.

Pasaron muchos años, muchas cosas, pero Raquel Fernández Perea no dejó nunca de mirar al cielo. Y nunca olvidó cómo se llamaba el hombre que hizo llorar a su abuelo.