Mi madre colapsó el buzón de mi móvil en la hora y media que duró mi segunda clase de aquella mañana. Álvaro, hijo, soy mamá, que no se te olvide darle a Lisette el dinero para el jardinero; Álvaro, hijo, acuérdate de recoger el correo, a ver si te lo vas a dejar allí, que eres muy despistado; Álvaro, hijo, cuando recojas el correo, míralo bien y tira todo lo que sea propaganda, por favor, que ahora no tengo la cabeza para tonterías; Álvaro, hijo, en vez de comer algo deprisa y corriendo en el bar de la facultad, que a saber qué os darán, pídele a Lisette que te haga una comida rápida en casa, que ya sabes que es muy dispuesta para la cocina; Álvaro, hijo, llámame al salir de La Moraleja, no sea que haya bajado con tu hermana a comprar, o a dar un paseo, o algo… Borré todos los mensajes antes de marcharme de la facultad, mientras esperaba en la barra del bar a que me trajeran una cerveza y dos montaditos de lomo, la especialidad de la casa, famosa en toda la Autónoma por más que las malas lenguas digan que el secreto de su sabor consiste en que la cocinera jamás lava la plancha, y luego dejé un recado en el buzón de Mai, la única despistada de los dos, para recordarle que aquella tarde no podía ir al colegio a recoger a nuestro hijo, porque me había llegado el turno de hacer lo que mi madre llamaba «ir a darle una vuelta» a su casa.

Había pasado poco menos de un mes desde la muerte de mi padre, y deduje sin dificultad que habría confiado antes la misma tarea a mis dos hermanos varones, en riguroso orden de edad y excluyendo a las mujeres, según su costumbre. No sabía qué habían sentido ellos al volver a una casa que inevitablemente conservaría aún las huellas de papá, su forma de disponer los objetos sobre la mesa de su despacho, el ángulo de su sillón favorito frente al televisor, su cepillo de dientes quizás en el vaso del cuarto de baño, porque todavía nos encontrábamos en esa fase autista y generosa de los duelos, en la que cada uno procura evitar a los demás la sobrecarga de su propio dolor, y espera que le ahorren la proporcional cuota de dolor ajeno. Íbamos casi todas las tardes a estar un rato con mi madre, y por eso nos veíamos con una frecuencia muy superior a la que habíamos practicado en mucho tiempo, pero en virtud de un pacto tácito, riguroso, esquivábamos la memoria reciente y fragmentada de nuestros años adultos para instalarnos en los recuerdos comunes de una infancia compartida, más dulce y fácil de digerir para todos.

En tiempos de paz, cuando ningún conflicto exterior perturbaba las conversaciones de conveniencia, el tiempo, el fútbol, los hijos, en la mínima y cómoda rutina de una comida semanal a la que casi siempre faltaba alguno, yo me llevaba bien con todos mis hermanos. Pero los últimos tiempos no habían sido pacíficos, y algunas comidas familiares, algunas fiestas de cumpleaños de los niños, y hasta la Nochebuena del año 2003, habían desembocado en unas broncas monumentales que rompieron el freno que siempre había representado la repugnancia de mi padre por las discusiones políticas para reproducir, a pequeña escala, las tensiones que sacudían al país entero. En el comedor de su casa, la correlación de fuerzas reproducía la composición del Parlamento. La derecha tenía la mayoría absoluta, pero la izquierda, mi mujer, mi cuñado Adolfo y yo, con el apoyo pasivo y casi siempre silencioso de mi hermana Angélica, era apasionada, peleona. El radicalismo de nuestras posiciones se había ido alimentando mutuamente hasta el punto de que yo, que me había afiliado muchos años antes a un sindicato sólo por apoyar a mi amigo Fernando y había ido adoptando posiciones políticas más por instinto que por necesidad, me encontré arengando a mis alumnos contra el gobierno antes de que se convocara la huelga general de 2002, y ni siquiera me asombré de mi elocuencia. Eran tiempos de guerra, y aunque el conflicto sólo fuera simbólico, ideológico, la necesidad afilaba los instintos. Los míos seguían reluciendo como cuchillos el primer día de marzo de 2005, cuando la muerte de nuestro padre cohesionó a todos sus hijos con el pegamento rápido de un solo sufrimiento dividido entre cinco, pero ya se empezaban a notar las junturas, las grietas antiguas y las nuevas, más sensibles todavía a la estructura coyuntural del adhesivo.

Como sucede en casi todas las familias numerosas, la nuestra había estado dividida desde siempre en dos grupos clásicos, el de los mayores, Rafa, Angélica y Julio, y el de los pequeños, que integrábamos Clara y yo. El detalle de que Julio me sacara un año menos de los cinco que yo le llevo a Clara, nunca había contado, pero con el paso del tiempo empezaron a contar otros factores transversales, que completaron esta división vertical con otras horizontales, elaborando un diagrama más complejo para todos, excepto para mí.

Rafa y Julio trabajaban juntos. Ambos habían seguido los deseos de mi padre, que sugirió al primero que hiciera Empresariales, encarriló al segundo para que estudiara Derecho, y tenía pensado que yo fuera arquitecto para poder repartir las responsabilidades básicas de sus empresas entre sus tres hijos varones. Cuando le dije que no me apetecía estudiar Arquitectura y que pensaba hacer Físicas, me explicó con mucha insistencia las ventajas de su planteamiento, pero nunca llegó a reprocharme mi decisión, lo que no impidió que yo me sintiera culpable durante mucho tiempo por haberlo decepcionado. La vocación de Angélica, médico en una familia sin antecedentes sanitarios, le gustó mucho más, y la inconstancia de Clara, que empezó dos carreras y no terminó ninguna, le pilló demasiado mayor para enfadarse.

Frente a la solidísima sociedad profesional que vinculaba casi desde la universidad a mis dos hermanos varones, mis hermanas fueron construyendo poco a poco una alianza basada exclusivamente en su género y capaz de superar con progresiva holgura los once años de edad que las separaban. Pero, además, Angélica y Julio compartían la experiencia de haberse divorciado y vuelto a casar, y los dos habían tenido hijos de ambos matrimonios. Rafa y Clara, por su parte, se habían casado sólo una vez, pero con parejas de un nivel social más alto que el nuestro, aunque en el caso de mi cuñada Isabel, aristócrata por parte de padre y madre, el volumen de la fortuna familiar desluciera bastante el brillo de los apellidos.

En todos estos avatares, yo me había ido quedando al margen. No trabajaba en la empresa paterna, había sido el último en casarme, mi primera y única boda había sido civil, mi mujer era funcionaría de la Comunidad de Madrid, su familia de clase media pelada, y mi hijo, el único nieto de mis padres que iba a un colegio público. Era, además, el único Carrión que votaba a la izquierda, hasta que Angélica, la mujer perfecta, capaz de acoplarse con el sinuoso sigilo de una orquídea tropical al tronco del hombre que tuviera al lado, estrenó el tercer milenio abandonando por sorpresa a su primer marido, un urólogo bastante tonto que ya la había abandonado a ella un par de veces, para colgarse del que se convertiría en el segundo, un oncólogo mucho más listo que ella, atractivo, simpático, ateo militante y más radical que yo.

Desde entonces, mi cuñado Adolfo me apoyaba en todas las discusiones y mi hermana seguía nuestro ritmo con dificultad, porque antes nunca le había interesado la política más allá de una inclinación instintiva, incluso patológica en mi opinión, hacia la causa de la ley y el orden, que consistía en echarle la culpa de todo a las víctimas. Cinco años después de su segunda boda, apenas lograba reprimirla, y supongo que a su marido le emocionaban mucho sus esfuerzos. A mí no, pero le agradecí que hubiera incorporado a alguien interesante a las reuniones familiares.

La solitaria equidistancia de mi posición me permitía mantener una relación parecida con todos mis hermanos, incluso con aquellos, como Rafa y Angélica, a los que quería pero no me caían bien. Julio, que de pequeño parecía eternamente condenado a admirar y emular al primogénito, se había ido desmarcando con soltura de aquel papel hasta convertirse en un hombre muy distinto del que prometía, un personaje sometido a luces y sombras igual de violentas. Era muy simpático, muy divertido, adoraba a sus hijos aunque sólo pensaba en tirarse a cualquier cosa que se moviera, y sabía disfrutar de los placeres de la vida que no cuestan dinero. Era, además, mucho más débil que Rafa, lo que para mí representaba más bien una virtud, y aunque nos separaban muchas cosas, y siempre que la política no anduviera por medio, lo más parecido a un amigo que tenía entre mis hermanos.

Con Clara seguía manteniendo una intimidad especial, vestigio de todos los años durante los que habíamos sido una sola cosa, los pequeños, aunque no dejaba de darme cuenta de que a veces me miraba como a un marciano, como si no acabara de comprender adónde había ido a parar su hermano Álvaro. Nada de esto me había importado mucho hasta el día en que mi padre tuvo otro infarto, y la gravedad del pronóstico se prolongó en una noche larguísima, de la que los cuñados fueron desertando, uno por uno, para dejarnos a solas con mi madre en la sala de espera de la UCI. Entonces, quizás porque no tenía otro recurso para engañar a las horas que empujarían a mi padre hasta el amanecer, les observé y me observé entre ellos, y pensé en mi familia, en lo que éramos, en lo que habíamos sido, en los rasgos que nos unían y nos separaban, lo que había permanecido y lo que se había llevado el tiempo.

Mi padre llegó vivo al día siguiente y viviría algunos más, casi dos semanas. Desde entonces, mi madre y mis hermanos me resultaban misteriosamente importantes, hasta necesarios, no sólo por lo que representaban en sí mismos, sino por la parte de mí que encerraba cada uno de ellos. Y sabía que no era más que un efecto secundario del dolor, una treta de mi memoria exhausta, sobrecargada por la urgencia de la cuenta atrás, la exigencia de fijar cada fecha, cada lugar, cada imagen de aquel hombre a quien ya nunca podríamos rescatar de la muerte, pero ni sabía, ni quería, ni podía eludir mis propias trampas. Recordar a mi padre era pensar en todos nosotros, recién lavados, peinados y vestidos para posar ante una cámara, en la foto de los sucesivos carnés de familia numerosa que mamá guardaba en el mismo altillo donde estaban también las carpetas con las notas y el libro escolar de cada uno. Y en eso pensé mientras conducía sin ganas, casi con miedo, al encuentro de la ausencia de mi padre, los objetos en su mesa todavía, su sillón frente al televisor, su cepillo de dientes quizás, o su huella vacía y aún más temible en el vaso del cuarto de baño. Pero no contaba con Lisette.

—¡Álvaro! —había abierto la verja del jardín con un mando a distancia, pero ella me estaba esperando delante de la puerta, como si hubiera escuchado el ruido del coche a tiempo—. ¡Pero qué gusto verte!

La miré un momento, desde abajo, por el puro placer de mirarla. Luego, mientras salvaba la media docena de escalones que elevaban el porche sobre el nivel del suelo, me pregunté cómo me recibiría. Delante de mi madre, Lisette me trataba de usted y me llamaba «señoriíto Álvaro». Delante de mi mujer, me tuteaba pero no me besaba cuando me veía. Aquella tarde, como siempre que estábamos los dos solos, me besó en las dos mejillas y después me abrazó, balanceándose contra mí como una madre que consuela a su hijo pequeño.

—¿Cómo estás, niño?

—Bien —le contesté, pero mi sonrisa se deshizo al interpretar el sentido de su pregunta—. Bueno…

—Ya… —ella dejó resbalar despacio las palmas de sus manos sobre mi cuello antes de desprenderse del todo de mí—. Me imagino.

Me miró con una expresión tan compungida que me costó trabajo no volver a sonreír, y la seguí al interior de la casa.

—Tu madre me llamó para avisar que venías —dijo, mientras me precedía hasta el salón—. Te he preparado unos sandwichitos, una ensalada…

—Gracias, Lisette, pero he comido en la facultad, antes de salir.

—¡Ah! —parecía decepcionada—. ¿Y no vas a probar un tocino de cielo, ni siquiera, con el trabajo que me ha costado aprender a hacerlos?

—Bueno —sonreí por fin, pese a todo—. Eso sí.

Lisette era pequeña y concentrada, azucarada y brillante, densa y dulce como el postre que me ofrecía. Tenía cara de muñeca exótica, los ojos rasgados, maquillados con sabiduría, los labios gruesos, rojizos, un cuerpo compacto, menudo y esbelto, con las curvas justas, muy acentuadas, y la piel lujosa, mullida, del color que tienen los caramelos de café con leche. ¿Has visto a la muchacha nueva de mamá, esa que se ha traído de Santo Domingo?, me había preguntado Julio en el cumpleaños de uno de sus hijos, y cuando le contesté que no, se sujetó la cabeza con las manos, ¡joder, no veas qué polvo tiene la tía!, y me pasó un brazo por los hombros antes de concluir, ay, qué verano más malo vamos a pasar, Alvarito…

En ese momento me eché a reír, pero no di demasiado crédito a su profecía, porque mi hermano era tan mujeriego que se tropezaba con un polvo de muerte, o dos, todos los días, aunque sólo saliera de casa a pasear al perro. Sin embargo, cuando vi a Lisette tuve que admitir que, por encima de los indiscriminados y facilones criterios que guiaban su afición, esta vez no había exagerado. Oye, le dije la siguiente vez que nos vimos, cuando mi padre todavía tenía ganas de llevarnos a todos a comer a un restaurante los domingos, que sí, ¿sí de qué?, me preguntó él, de eso que me dijiste del Caribe, le respondí, aunque estábamos solos con Rafa en la barra y ninguna de las mujeres podía oírnos, ¿a que sí?, parecía entusiasmado, yo asentí con la cabeza, la hostia, añadí, ya te lo advertí, replicó él, pero increíble, insistí, acojonante, remachó, ¿queréis dejar de decir gilipolleces?, terció Rafa, al que, según Julio, las mujeres siempre le habían interesado lo justo, o sea, poquísimo, parecéis un par de colegiales salidos, colegiales no, Julio se echó a reír, pero salidos…, y yo me reí con él.

A mí me gustaban las mujeres mucho más que a Rafa, pero me preocupaban mucho menos que a Julio. No las buscaba, no corría detrás de ellas, no las invitaba en los bares ni las perseguía de semáforo en semáforo. Siempre me habían parecido una especie de don, un bien extraordinario que flotaba muy por encima de mi cabeza y de vez en cuando se derramaba sobre mí sin que yo hubiera hecho nada para merecerlo. Jamás he creído merecer la predilección que algunas de ellas han mostrado por mí, aunque sólo sea porque siempre me ha parecido también que, aparte de hermosas, divertidas, suaves, dulces y excitantes, las mujeres son muy raras. Nunca he perdido el tiempo en desentrañar el misterioso mecanismo de sus razonamientos, ni he dudado jamás de que son ellas las que eligen, así que me he limitado a verlas venir, sin lamentarme por las que no están a mi alcance ni considerar que su disposición es un valor en sí mismo, aceptando su existencia como un regalo, con gratitud y sin hacer preguntas. Además, a mí me gustaba mi mujer.

Mai y yo llevábamos nueve años juntos y ninguno de los dos había dado todavía señales de desánimo. Ella seguía siendo alegre, tranquila y paciente, no se metía demasiado en los aspectos de mi vida que no la concernían, y preservaba la independencia de la suya. Yo agradecía su falta de exigencia y celebraba que no echara de menos la exasperación aguda y dolorosa de otros amores, como los que mantenían postradas a algunas de sus amigas antes de propulsarlas hasta el vértice de una montaña rusa que desembocaba sin remedio en una sucesiva postración, su vida entera una tormenta a punto de estallar, el mismo rayo acertando de pleno en el mismo pararrayos para hacer temblar un edificio habituado a sacudirse una y otra vez desde sus cimientos, sin derrumbarse jamás.

—Esto es el colmo, es que es una imbécil, no te vas a creer lo que ha hecho esta vez… —me advertía antes aún de colgar el teléfono, indignada por aquellos excesos que a mí sólo me divertían, porque me parecían increíbles, inverosímiles de puro exagerados.

Luego se recostaba en el sofá del salón para que le acariciara el pelo mientras me ponía al día de cualquiera de aquellas pasiones interminables, celos, broncas, sospechas, súplicas, reconciliaciones, sexo salvaje, viajes de negocios, celos, broncas, sospechas otra vez, y yo dudaba de que ella no sintiera a veces una punzada de extrañeza profunda, más allá de la razonable incomprensión de los mecanismos que anulan la razón y la experiencia a favor de una felicidad incierta, mítica, escurridiza e incorpórea como el humo. O no. Quizás no.

Yo no lo sabía porque nunca había tenido acceso a esa clase de dolor, o de alegría, y por eso, algunas noches, al escuchar a Mai, me preguntaba si ella no tendría las mismas dudas que yo, si nunca se habría interrogado por el balance de nuestra propia vida, qué nos estábamos perdiendo a cambio de ganar la imagen de pareja ideal, serena, estable, equilibrada, con la que los dos parecíamos igual de conformes. Pero jamás descubrí en mi mujer el menor indicio de insatisfacción, ni siquiera en el plano hipotético, teórico, imaginario, en el que se situaban mis tímidas conjeturas, esa estúpida debilidad mía que cesaba en el instante en que era consciente de ella. Bastaba sólo un instante para hacerme recordar que quería mucho a Mai, que me gustaba, y que éramos felices juntos. Eso siempre había sido suficiente en las situaciones de riesgo, y aunque en algunos momentos raros, aislados, había cedido a la tentación, sólo le había sido infiel lejos de casa y con mujeres casuales que no me gustaban demasiado, o al menos, no lo suficiente como para poner en duda el carácter deportivo y excepcional de una noche tonta. Cuando presentía que cualquier mujer podía llegar a gustarme más que eso, me armaba hasta las cejas.

Por eso no sufrí el primer verano que Lisette pasó en casa de mis padres, y mantenía con ella desde entonces una relación peculiar, un coqueteo inocuo, intermitente y moderadamente placentero que no me inquietaba en absoluto. Era un experto en esa clase de juegos, y ellas, las mujeres que más me gustaban, Lisette, la secretaria del museo, alguna compañera del departamento, se daban cuenta. A veces, sobre todo cuando eran muy jóvenes, mi falta de ambición las ofendía, pero en general nos divertíamos.

—Muy bueno —reconocí al terminar el tocino de cielo—. Cada día te salen mejor.

—Gracias —sonrió—. Y tu madre…, ¿cómo está?

—Mal. Ella dice lo contrario, pero… De todas formas, le viene bien estar en casa de Clara. Se pasa la vida organizándoselo todo, la despensa, los armarios, el trastero —Lisette volvió a sonreír—. Mi hermana debe de estar desesperada, pero ella se entretiene.

—Tú crees que va a volver, ¿verdad?

—¡Pues claro que va a volver! —exageré el tono de mi respuesta porque había detectado cierta angustia en su voz, y me di cuenta de que temía por su puesto de trabajo—. Parece mentira, Lisette, ni que no la conocieras… Se lleva con Curro tan mal como siempre, y antes o después, se aburrirá de pasarse el día ordenando lo que ya ha ordenado el día anterior. Clara sale de cuentas el mes que viene y mamá esperará a que nazca la niña, desde luego, pero a mediados de junio, en cuanto empiece a hacer calor, se vendrá para acá, eso seguro. Ya sabes que le encanta traerse a los nietos en verano.

—Yo podría ir con ella, para ayudarla y eso —frunció los labios en una mueca extrañada y dolida al mismo tiempo—. Se lo digo siempre, pero no quiere.

—Claro que no. Porque va a volver. Y necesita que estés tú aquí pendiente de todo, de pagar al jardinero, a la asistenta… Por cierto, te he traído dinero —busqué en mi cartera media docena de sobres cerrados, que mi madre había reunido con una goma después de identificarlos con su caligrafía picuda y elegante, de trazos largos, antiguos—. ¿Y el correo?

—Está en el despacho de tu padre —improvisó a destiempo un gesto de disculpa—. Siempre lo dejaba allí. Si quieres, te lo traigo…

—No. Voy contigo.

No sabía cómo se habían sentido mis hermanos pero sabía que yo iba a sentirme muy mal, y sin embargo no había previsto la clase de tristeza que respiraba en los objetos, que latía en los techos, en las paredes, que enrarecía el aire e impregnaba el espacio de aquella casa con una pátina invisible y anacrónica, como de antigua, imposible novedad. Cada paso que daba, cada puerta que abría, cada cosa que tocaba, eran pasos, puertas, cosas que existían en una realidad a la que mi padre ya no pertenecía, y que afirmaban su ausencia en la inevitable familiaridad de mi mirada, de mis manos, de mis pies, mientras recorría un camino que habría podido completar con los ojos vendados.

La materia no tiene espíritu y sin embargo, mi cuerpo sin alma se dolió de la implacable memoria de una habitación, un escritorio antiguo, de madera, un sillón de cuero color vino, una alfombra persa de colores pálidos, dos butacas y un sofá al fondo, ante una mesa baja, dando la espalda a una gran librería de madera con puertas de cristal. El despacho olía a mi padre, conservaba el tacto de sus dedos, el sonido de su voz, la costumbre de los ojos que lo habían recorrido sin sorpresa día tras día, año tras año, descuidados del momento en el que unos dedos temblorosos y amantes los esconderían para siempre bajo el consuelo estéril de los párpados. En esa habitación habían ocurrido también episodios importantes de mi vida. Allí me escondía cuando era un adolescente para hablar por teléfono con mis novias o para leer libros prohibidos, allí declaré mis intenciones de no estudiar Arquitectura y anuncié que me habían dado una beca para hacer otro doctorado en una universidad norteamericana, allí le conté a mi padre que me iba a casar con Mai y que iba a tener un hijo, pero nada de eso tenía valor ahora, mientras la brutalidad del brillo de los muebles, el suelo recién encerado, la matemática precisión de los ángulos que trazaban la mesa y el sillón, la grapadora y el abrecartas, la agenda y el estuche de las plumas, afirmaban la definitiva desaparición del hombre que nunca volvería a usarlos. Atrapado en la imagen imposible, cadavérica, de aquella habitación ordenada y reluciente como la sala de un museo, volví a sucumbir a la certeza de lo definitivo y me pregunté cuántas veces más sucedería, cuándo podría empezar a recordar a mi padre por mi propia voluntad, libre de la presión de los ritos y de los objetos, de la bienintencionada hostilidad de las palabras y las ceremonias, los paisajes y el calendario.

Yo quería a mi padre. Lo admiraba, lo necesitaba, lo echaba de menos, y sabía que sería así toda la vida, pero aún no había aprendido a conjugar los verbos en pasado. No era fácil. La muerte iguala a los mortales, les da nombre y naturaleza, pero su mísera magnanimidad democrática se estrella contra la despojada conciencia de los supervivientes. Todos los muertos son iguales, decimos, pero no es verdad, no en la memoria de cada uno. Mi padre era un hombre mucho más extraordinario de lo que hemos llegado a ser sus hijos, y su fuerza, su energía, su entereza se reflejaban en nosotros para mantenernos enteros, unidos, con más eficacia que las amorosas estrategias de mi madre. Yo era el que mejor lo sabía, porque era también el que más se había alejado de él, el único que no se había esforzado en parecérsele. Por encima del abismo que separaba mis propias convicciones de las suyas, ahora lamentaba esa distancia, y la seguridad de que era insalvable no me consolaba. Él siempre había sabido que le quería, que le admiraba, que le necesitaba, pero tampoco eso bastaba para desalojar la insistente sospecha de mi culpa, la de haber acabado siendo el hijo que él nunca habría querido tener. En eso tampoco me parecía a mis hermanos y eso era lo que me atormentaba más que a ellos.

No era fácil ser hijo de un hombre como mi padre, una máquina de seducir, un conquistador innato, un mago, un hipnotizador, un genio de la lámpara de su propio encanto. Nunca había conocido a nadie a quien no le cayera bien, nadie que no le quisiera, que no se le rindiera, que no codiciara con ansia su presencia, su compañía. Nadie excepto, quizás, yo algunas veces, cuando me miraba en él como en un espejo y me sentía abrumado por la diferencia, disminuido por su superioridad, receloso de su suerte. Ni siquiera llegué a ser más alto que él, y los dos centímetros que no crecí para igualar su estatura se agigantaron en mi conciencia adolescente como una metáfora de mi incapacidad para estar a su altura.

Algunas veces me he sentido orgulloso de mí mismo, pero nunca he logrado que mi padre se sintiera orgulloso de mí. Y sin embargo, y a pesar de que yo era el único de sus hijos que cuestionaba su modelo, el cúmulo de virtudes que representaba, él fue siempre más generoso conmigo de lo que yo era con él, como si hubiera adivinado que mis disidencias no eran un capricho, sino una necesidad que surgía de mi inferioridad, la opción tal vez cobarde, pero también sensata, que me llevó a intentar ser un hombre distinto, en lugar de seguir el ejemplo de Rafa, el ejemplo de Julio, para convertirme en la tercera réplica defectuosa de nuestro padre. No era fácil ser hijo de un hombre como él, no lo había sido para mí, al menos, y esa dificultad casi olvidada, enterrada en la arena de los días que se habían sucedido sin pausa y sin dolor desde los tiempos en los que era la persona más importante de mi vida, volvía a brotar en cada segundo que dedicaba a recordarle. La muerte es atroz, es salvaje e impía, insensible, cínica y mentirosa, también mentirosa. Pero saberlo no me servía de nada.

—¿Esto es todo lo que hay? —Lisette me lo confirmó con la cabeza mientras recogía el mazo de cartas que descansaba en una esquina de la mesa, como un desafío de la actualidad, la realidad objetiva de los calendarios y los relojes, en aquella habitación donde el tiempo nunca volvería a pasar como antes—. Me lo llevo al salón.

No quería sentarme en su sillón, no quería apoyar las manos en su mesa, tocar sus cosas, pero al salir no pude dejar de ver los huecos de la pared.

—¿Y las fotos que había aquí? —preguntaba por tres retratos enmarcados, uno de mi padre, con uniforme del ejército alemán, posando al lado de un avión, otro en el que mi madre y él se miraban de perfil, sonriéndose el uno al otro, ella casi una niña, él un hombre ya, el apellido y la dirección de un fotógrafo de la Gran Vía en el ángulo inferior derecho, y una instantánea quemada por los bordes en la que mi padre aparecía entre mis dos hermanos mayores, vestidos con el uniforme del equipo de fútbol del colegio.

—Se las ha llevado Rafa —Lisette me dedicó una expresión cautelosa, que se convirtió en sonrisa cuando me vio sonreír—. Julio se ha llevado la foto de tu madre que estaba encima de la mesa, en un marco de plata, no sé si te acuerdas… Las niñas no han venido todavía. ¿Tú no te vas a llevar nada?

Me tomé un par de segundos para meditar esa respuesta, calculé en qué temible grado habría incrementado la muerte el culto ñoño e incondicional que rendía mi hermano Rafa a la personalidad de mi padre, y negué con la cabeza.

—Todavía no —respondí por fin—. Tengo que pensármelo.

No tardé mucho tiempo en clasificar el correo, una treintena de cartas entre las que había menos publicidad que sobres cuadrados de papel caro, escritos a mano, en los que identifiqué otros tantos pésames tardíos. Había también algunos recibos, que Lisette se quedó para archivarlos con los demás, y cinco cartas de distintos bancos, cuatro en sobres corrientes, con ventanita, y otra en un sobre cerrado, que abrí para descartar que contuviera la oferta publicitaria de un crédito, una cubertería de plata o un ordenador portátil. Cuando comprobé que se trataba de una carta personal de un asesor de inversiones, la guardé con las demás. Me despedí de Lisette con dos besos distraídos, silenciosos, y me marché a Madrid.

La carretera de Burgos estaba tan atascada que, a la altura de Alcobendas, tuve tiempo para comprobar que la fachada del museo interactivo con el que colaboraba desde hacía algunos años, ya estaba libre de las banderolas anaranjadas que habían anunciado durante un trimestre la exposición sobre Marte que nos había prestado un museo alemán. La próxima sería sobre agujeros negros, y la había montado yo solo. Estaba muy contento del resultado, pero eso no impidió que, mucho antes de llegar a Madrid, me encontrara pensando en la mujer del cementerio, como me sucedía, desde hacía casi un mes, en algún momento de todos los días.

Pensaba en ella y pensaba en mí, y apenas lograba reconstruir el misterioso estado en el que me hallaba cuando la vi, aquel súbito exceso de conciencia que la había presentido, y que la mantendría para siempre en mi memoria como un ingrediente póstumo, oscuro y oculto, de la figura de mi propio padre.

No me atrevía a hablar de esto con nadie más, porque me daba cuenta de que mi insistencia tenía un aspecto enfermizo que tampoco lograba explicarme, pero me había llevado hasta el ayuntamiento de Torrelodones para confirmar que no se había celebrado ningún otro entierro el mismo día, ni el anterior. Al día siguiente, en cambio, se había enterrado a dos personas, un motorista de diecinueve años, muerto en accidente de tráfico, y una mujer muy mayor, nacida en el pueblo. La funcionaría que me atendió, y que aceptó sin hacer preguntas mis embarulladas explicaciones acerca de una confusión con la factura del coche fúnebre, me contó que ahora la población había crecido mucho, pero la mayoría de los recién llegados eran madrileños y sus familiares preferían devolverlos a Madrid cuando morían. Lo de tu padre es distinto, claro, porque él era de aquí, me dijo, y en ese momento me despedí deprisa y salí disparado, porque mi hermana Angélica era capaz de ingresarme en un sanatorio si algún conocido le comentaba que yo había vuelto al pueblo para hacer esa clase de preguntas.

Mi insistencia tenía un aspecto enfermizo, yo lo sabía, pero aquella visita descartó para siempre el consuelo de la casualidad, porque los accidentes de tráfico no se adivinan y todos los descendientes de las personas que llegan a morirse de viejas se conocen de sobra en un pueblo como aquél. La presencia de una mujer desconocida en el entierro de mi padre no era un error, una equivocación, ni una confusión de ningún tipo. Debería haberlo lamentado, pero me sentí extrañamente reconfortado, hasta satisfecho por eso. No le conté nada a nadie, ni siquiera a Mai, y sin embargo, fue ella quien me guió sin querer en una dirección imprevista.

—Oye, Álvaro —me dijo aquella misma noche, cuando Miguelito ya estaba acostado y los dos cenábamos a solas y en paz, en la cocina—. He estado pensando… ¿Cuántos años tenía tu padre cuando se casó con tu madre?

—Pues, no sé. A ver, déjame… Él nació en el 22 y se casaron en el 56. Treinta y cuatro.

—Ya… —asintió despacio, como si masticara el dato junto con la ensalada—. Eso había calculado yo.

—¿Por qué?

—No sé. Es que es alucinante, ¿no?, un hombre que ha vivido ochenta y tres años, que no se casó hasta los treinta y cuatro, al que le pasaron tantas cosas, una guerra civil, una guerra mundial, todo eso. Y nos parece normal, claro, porque era él, y le conocíamos, y conocíamos su historia desde siempre. Pero en realidad, hay muchas cosas de su vida que no sabemos, que yo por lo menos no sé y que tú no me has contado. A lo mejor tuvo un montón de novias antes, ¿no?, en Rusia, por ejemplo, figúrate… No sé, ahora tengo la sensación de que tendríamos que haberle hecho muchas más preguntas, de que hemos perdido la oportunidad de recordarle mejor, es difícil de explicar. Igual es sólo que le echo de menos —me miró, cogió mi mano por encima de la mesa, la apretó—. Yo le quería mucho, Álvaro, ya lo sabes…

—Él te quería mucho a ti —le respondí, apretando su mano a la vez.

Mai había sido una de las grandes conquistas de mi padre. Cuando la conocí, unos meses después de volver de Boston, yo estaba aún convaleciente de un noviazgo irregular y complicadísimo con una norteamericana de origen asiático que se llamaba Loma y era encantadora e insoportable a partes iguales, a menudo en el mismo día, con frecuencia en la misma hora, a veces incluso en minutos sucesivos. Al principio pensé que eso era la célebre pasión, pero con el tiempo me convencí de que debía de padecer más bien un trastorno nervioso de algún tipo, la dejé, y ella se dedicó a destrozarme la vida. Nunca había pensado en quedarme a vivir en Estados Unidos, pero Loma fue el factor decisivo de mi regreso a España. Cuando volví a Madrid, lo último que me apetecía era empezar otra vez, y sin embargo, treinta años, soltero, funcionario, a mi alrededor todo el mundo conspiraba sin descanso para emparejarme. Mai no estaba incluida en ninguna de esas operaciones, y sin embargo se acostó conmigo la misma noche que la conocí.

¡Qué pena!, me dijo a la mañana siguiente, pero, en fin, así es la vida, ¿no? Me he tirado un montón de años esperando a que apareciera un tío interesante, y ahora que estoy medio ennoviada, de repente, vas y apareces tú… Nos despedimos con un beso lánguido y la inevitable melancolía de los hasta nunca, pero no habían pasado ni ocho meses cuando mi amigo Fernando, que estaba casado con una prima hermana suya, volvió a invitarme a una fiesta.

—No me han contado nada pero me temo lo peor —me advirtió—. Ándate con ojo porque esto me huele a cacería y tengo la impresión de que te han adjudicado el papel de zorro…

Me eché a reír y él se me quedó mirando con una sonrisa burlona.

—¿Qué pasa, que te gusta la idea? —añadió entonces.

—No lo sé —le contesté—, eso deberías decírmelo tú, que eres el experto en esa familia.

—Bueno, las hay peores —admitió, antes de mover la mano derecha en al aire para bendecirme hasta que a los dos nos dio la risa—, pero luego no digas que no te lo advertí…

¿Qué ha pasado con tu novio?, le pregunté a Mai cuando la vi, aunque ya lo había deducido de su aspecto, mucho más sofisticado, más elaborado que la primera vez. Nada, me contestó, ése es el problema, que no acaba de pasarme nada. Estaba muy guapa, con un vestido marrón escotado y corto, mechas anaranjadas en el pelo, los ojos relucientes de decisión, ese brillo salvaje que enciende los ojos de las mujeres cuando van de caza. Me alegro, le dije, me he acordado mucho de ti. Eso no habría sido verdad del todo diez minutos antes de la exhibición de clarividencia que el profesor Cisneros me había dedicado en su despacho de la facultad, pero lo fue entonces, mientras ella dejaba caer un poco la cabeza para sonreírme de lado, descarada, tentadora, perfecta. Y no lo dudé. Ni aquella noche, ni a la mañana siguiente, ni unos meses más tarde, cuando dejó caer que estaba pensando en venirse a vivir a mi casa porque ya no dormía nunca en la suya.

El único momento de incertidumbre de todo el proceso tuvo lugar algún tiempo después, cuando ya había agotado todas las excusas imaginables para esquivar la curiosidad de mi familia. Era julio, hacía mucho calor, pero Mai no quiso ponerse un biquini debajo de la ropa, ni siquiera lo metió en el bolso, y mientras atravesábamos la verja, bastante imponente de por sí, de la imponente propiedad de mi padre en una de las zonas más caras de La Moraleja, parecía tan abrumada que, por un instante, hasta llegué a pensar que nuestra historia no sobreviviría a aquella paella. Dios mío, dijo cuando aparqué el coche en el hueco que me habían dejado los de mis hermanos, todos ellos sentados ya en el porche, formados alrededor de mis padres como los miembros de un tribunal. Cuando empezamos a subir los escalones, él se levantó, se adelantó unos pasos y nos dedicó una versión específicamente encantadora de su famosa sonrisa radiante. En ese momento pensé que mi novia, que era muy inteligente y mucho más desconfiada que yo, recelaría de la impecable calidad de su simpatía. Pero me equivoqué.

Con el tiempo, Mai se convertiría en la nuera favorita de mi padre, la única que seguiría mereciendo hasta el final una atención constante y ambigua, el afecto en absoluto paternal, incluso infiltrado por ciertos gestos de seducción nostálgica de los que no sé hasta qué punto eran ambos conscientes, al que Julio Carrión había recurrido siempre para conquistar a las mujeres de sus hijos, frente a la complicidad viril, repleta de sobrentendidos entre machotes, que ofrecía a sus yernos con el mismo éxito. A mí me divertían mucho los apartes de mi padre y mi mujer, y aún más los celos de mi madre, y hasta los de mis hermanos, que no podían soportar la azarosa ventaja que aquella chica corriente, que ni siquiera había sido nunca un buen partido, me daba a destiempo sobre ellos. En mi familia se competía por el favor, por el amor de mi padre, siempre había sido así, y a diferencia de mí, Mai no tenía oposición. La mujer de Rafa era más bien fea, bastante borde y, sobre todo, muy, muy lenta, incapaz de seguir los juegos de palabras, los retruécanos y las dobles intenciones de su suegro, que a veces perdía la paciencia y le decía en un tono de exageración jocosa que no terminaba de ocultar del todo su irritación, hay que ver, Isabel, ni que fueras tonta. La primera mujer de Julio, Asun, mona, discreta, mansa y muy sensible a su encanto, le gustaba más, pero la perdió antes de tiempo. En 1999, unas semanas antes de su décimo aniversario de boda, mi hermano la dejó por otra, que para mi padre nunca dejaría de ser precisamente eso, la otra.

—Pero ¿tú la has visto bien? —me preguntó cuando me atreví a iniciar una tímida defensa, el coche de Julio circulando aún por el sendero que atravesaba el jardín.

—Sí, papá —admití, y sucumbí a una risa tonta que ayudaba muy poco a mis bondadosas intenciones—. La conocí antes que nadie.

Quiero pedirte un favor, Álvaro… Aquella mañana había detectado el nerviosismo de mi hermano en su voz como si lo tuviera delante y no al otro lado del teléfono, es muy importante para mí, no puedes decirme que no… Aquel prólogo, mucho más solemne que el habitual oye, Alvarito, que soy Julio, que tú en este momento estás comiendo conmigo, que tengo que informarte de la situación de la empresa y se nos va a hacer muy tarde, ¿vale?, me alertó de la excepcionalidad de la situación, pero no me preparó para lo que vendría después. Mai y tú tenéis que cenar conmigo un día de éstos, os quiero presentar a mi novia. ¿Qué novia?, le pregunté, bueno, es que…, verás, me contestó, yo me he divorciado… Todavía no, objeté, hacía sólo dos semanas que nos habíamos enterado de que se iba a separar, bueno, pues me estoy divorciando, eso da lo mismo, ¿o no? No se lo negué y él cogió carrerilla, es una chica estupenda, de verdad, maravillosa, me gusta muchísimo, creo que nunca he estado tan enamorado de nadie, y vosotros sois los progres de la familia, Álvaro, se supone que estáis de mi parte… Tampoco le llevé la contraria en eso, él tomó aliento y siguió, más tranquilo. Es que Verónica, porque se llama Verónica, pues…, no se fía de mí, no me extraña, pensé yo, pero no dije nada, y yo voy en serio, te juro que voy en serio, pero ella no está segura, porque le conté que me había divorciado…, en fin, mucho antes, te lo puedes figurar, y está mosqueada, ¿sabes?, necesito presentarle a algún Carrión pero ya, y no puedo recurrir a nadie más, he pensado que a vosotros os da igual, ¿o no?, si ni siquiera estáis casados por la Iglesia, Álvaro, no me jodas, no me irás a decir ahora que creéis que el matrimonio es para toda la vida… A Mai no le sentó muy bien la urgencia de mi hermano, pero estuvo de acuerdo conmigo en que no podíamos negarnos, y al final, e incluso en contra de sus propios principios, se divirtió tanto como yo.

Julio nos invitó a cenar en el restaurante más lujoso, famoso y selecto que se le ocurrió, un alarde que perjudicó desde el primer momento los intereses de su novia, una chica de veintiséis años y belleza indiscutible, por más que Mai se empeñara en discutirla. Verónica, que tenía un expediente académico bastante aceptable aunque nadie pudiera creerlo a simple vista, llevaba un maquillaje que le sacaba un par de décadas, acababa de salir de la peluquería, se había pintado lunares de purpurina en las uñas, e iba enfundada a presión en un conjunto de minifalda y chaqueta de una talla menos, o dos, de la que le habría aconsejado cualquier dependienta, pero cuyo tejido vaquero, lleno de parches de lentejuelas, espejos y bordados de colores, bastó para que Mai reconociera de lejos la firma de un modista italiano sofisticado y sobre todo, me dijo, carísimo.

Así, y allí, se parecía demasiado a todas las demás veinteañeras, pocas, y treintañeras escasas, bastantes, que estaban cenando en el mismo lugar, a la misma hora, con hombres ricos, algunos de los cuales tenían edad de sobra para ser el padre de su novio, que todavía no había cumplido los cuarenta. Mi hermano Julio es así. Siempre se ha comportado como si considerara que la reflexión no es más que un trámite engorroso, y además superfluo. Su estrategia de aquella noche era una consecuencia de lo que él entendía por acción y de los resultados que solía cosechar, porque en un restaurante normal, y a pesar de los doce años que los separaban, la pareja que formaba con Verónica no habría llamado la atención más allá del escote, espléndido, es el sujetador, me susurró Mai, que desbordaba los límites de una especie de corsé de color negro y efectos quizás no suficientes para justificar la ruina de una familia, pero, desde luego, muy perturbadores. Claro que eso no se lo dije a mi mujer, y si me puse de parte de mi hermano no fue por el escote de su novia, sino porque ella era lista aunque no lo pareciera, porque miraba a Julio como si fuera Dios, y porque él la correspondía con miradas de dios pagano, humano, todopoderoso en su pequeñez de mortal atrapado en la formidable ingravidez de sus pechos. Un mes y medio después, cuando en contra de todas mis calculadas recomendaciones de cautela y paciencia, apareció con ella sin avisar en la comida del cumpleaños de mi padre, él no se dejó engañar por la modestia de su camiseta, sin embargo.

—¡Pero si es un putón, Álvaro, hijo, por Dios, no hay más que verla!
—y se limitó a trasladar su escándalo desde el cuerpo de su futura nuera hasta mis ojos—. Hombre, de tu hermano no me extraña, porque Julio piensa con la polla, ya se sabe, pero tú eres más listo, vamos, creo yo…

—Que no, papá, si yo te entiendo —le interrumpí con suavidad—, si es verdad que parece un putón, pero yo tengo la impresión de que no lo es. Yo creo que es una buena chica, en serio.

—Buena, no te digo yo que no… Y para ponerle los cuernos a tu hermano, seguro. Dentro de un mes, ése no entra por las puertas.

—Ya verás como no, papá —insistí—. Ya verás como es al revés.

Tenía razón, y de eso también me enteré yo antes que nadie. Oye, Alvarito, que soy tu hermano Julio, que tú en este momento estás comiendo conmigo, que tengo que informarte de la situación de la empresa y se nos va a hacer muy tarde, ¿vale? No había pasado ni un año desde la boda, y sin embargo Julio y Verónica siguieron llevándose bien, siendo felices a su manera descompensada, elemental pero eficaz, y de vez en cuando, y aunque habían tenido dos hijos muy seguidos y aún eran tan pequeños que su madre los llevaba encima a todas partes, ella volvía a vestirse como antes y él a mirarla como un dios olímpico, cautivo en su inservible omnipotencia. Hasta que un día mi padre tuvo un infarto grave y lo hospitalizaron por primera vez, seis meses antes de la que sería definitiva, y Julio entró una tarde en el hospital llorando como un crío, porque Verónica le había pillado dos veces seguidas, y sin broncas, sin gritos, sin amenazas, había empezado a hacer las maletas.

Mi hermano me lo contó entre sollozos, ahora ya tienes la casa para ti solo, le había dicho en la puerta, ya no hace falta que pidas más favores, que te acuerdes de borrar todos los mensajes del móvil antes de abrir la puerta, que escondas los recibos de las tarjetas de crédito. Yo me voy. Ya puedes follar aquí con quien quieras. Entonces me di cuenta de que era la primera vez que veía llorar a Julio desde que éramos pequeños, y le pregunté por qué no lloraba menos y dejaba de meterse en la cama con cualquiera. Él me miró como si no tuviera respuesta para eso, se encogió de hombros y siguió llorando. Verónica se fue de casa con los niños, estuvo fuera casi dos meses, y no se quejó, no llamó a nadie para poner a parir a su marido, no visitó abogados, no pidió dinero ni urdió venganzas. Yo estoy muy enamorada de él, pero no puedo más, dijo solamente, y ese repertorio de gestos dignos, sobrios, sólidos, venció las últimas resistencias de mi madre y de mi hermano Rafa, pero tampoco convenció a mi padre.

—Ya te dije yo que era un putón —me comentó en el tono que empleaba para decir las cosas que no tenían importancia, cuando Julio se había arrastrado lo suficiente como para que ella accediera a volver a casa con él—. ¿Te lo dije o no? —repitió, y me quedé tan helado que no encontré nada que contestar.

El hielo de aquellas palabras se me quedó dentro como una astilla frágil pero resistente, uno de esos diminutos fragmentos de madera que se deslizan bajo la piel sin hacer daño, que no abren una herida ni convocan el color de la sangre, pero se van endureciendo con el tiempo hasta convertirse en un relieve calloso que forma parte indisoluble del dedo donde se han clavado, igual que el cuerpo blando de un camarón abandonado sobre una roca se hace piedra con ella. Así, aquellas palabras de mi padre se fosilizaron en mi espíritu, ese espacio ideal que identificamos con el corazón, y nunca he podido recordarlas sin un escalofrío. Quizás fue culpa mía, quizás debí preguntarle por qué las había dicho, a qué criterios obedecía un juicio tan inconcebible para mí. Quizás tuve yo la culpa, pero no me atreví a hacer ninguna pregunta, quizás porque me dio miedo escuchar alguna respuesta.

Estás exagerando, Álvaro, Mai, como siempre, se puso de su parte, tu padre es un hombre muy mayor, va a cumplir ochenta y tres años, ¿qué quieres?, seguramente él no puede aceptar que una mujer deje a su marido en ninguna circunstancia, y menos si se trata de un hijo suyo, y si lo ve tan mal como hemos visto a tu hermano… Era verdad que Julio lo había pasado mal, tanto que llegué a encontrar cierta grandeza en la metódica insistencia de su humillación, una nobleza trágica de la que yo nunca había sospechado que llegara a ser capaz, como nunca había acertado a imaginar ni aproximadamente la intensidad de un amor que él mismo traicionaba una y otra vez. Entonces volví a pensar que yo no había experimentado jamás nada parecido, pero me sentí muy cerca de mi hermano, de sus ojos congestionados, de sus manos temblorosas, de la desesperación de su aspecto de preso en huelga de hambre, la piel apagada, las mejillas hundidas, los huesos cada día más relevantes bajo la ineficaz compasión de sus elegantes trajes arrugados. Entonces, también, comprendí a Verónica, a la que se había marchado de casa y a la que volvería sin duda algún día, al abrir la puerta para llevar a los niños a la guardería y encontrarse con que su marido había vuelto a dormir vestido, sentado en el suelo del descansillo de su piso de alquiler. Cuando eso sucedió, mi padre acababa de salir del hospital pero estaba muy débil. Le quedaban cuatro meses de vida y a pesar de todo, y de que su voz era apenas un eco pálido de su voz, encontró fuerzas para pronunciar aquellas palabras, ya te dije que era un putón, y yo no fui capaz de superarlas.

Volví a escucharlas cuando mi mujer recordó en voz alta todo lo que él habría podido contarnos y no habíamos querido saber, y las recuperé sin pretenderlo en el atasco de la carretera de Burgos, porque la extrañeza de Mai se había fundido con la figura de la desconocida para cultivar en mi imaginación una inquietud que no estaba seguro de sentir en realidad y que no había conocido hasta entonces.

Mi insistencia tenía un aspecto enfermizo, y lo sabía, pero la hostilidad de mi padre hacia mi cuñada adquiría tintes distintos, más sombríos y secretos, casi culpables, cuando la relacionaba con la fugaz aparición del cementerio, y la indiferencia de los demás no me serenaba, porque la única respuesta a mis preguntas eran muchas más preguntas a las que ya nadie podría contestar por mí. Nunca se me había ocurrido plantearme qué clase de hombre, de hombres distintos tal vez, podría haber llegado a ser mi padre antes de convertirse en él mismo, qué clase de hombre podría haber seguido siendo mientras mi conciencia y mi memoria lo registraban como a un ser único, íntegro y sin fisuras. A lo mejor hasta tuvo una novia en Rusia, había dicho Mai, y yo me había entretenido tejiendo aquella historia y otras mucho más extrañas, pero ninguna había logrado rescatarme del frío de media docena de palabras pronunciadas en el tono de las cosas que no tienen importancia, ni ayudarme a entender la mirada de una mujer joven que parecía equivocada y no lo estaba, mientras me miraba como quien cumple una misión y no tiene prisa.

Mi interés, casi mi obsesión, por recordar datos sueltos, imágenes, palabras, acordes discordantes en la melodiosa figura del hombre que yo había conocido, sometía mi memoria a una tensión extrema de resultados engañosos, desleales con la realidad, a base de forzar interpretaciones complejas de los hechos más simples. La muerte es atroz, cruel, insoportable. Tal vez sólo era eso, la suma de mi dolor y de mi culpa, una morbosa aversión a los entierros que no tenía otra justificación que la propia naturaleza de tales ceremonias. Más allá, sólo quedaba el tiempo, que iría limando los picos y rellenando los huecos, devolviendo seguramente cada cosa a su lugar y mi ánimo al horizonte sereno donde mi padre volvería a encajar en el perfil desmedido de la montaña más alta. Porque había sido un hombre mucho más extraordinario de lo que llegaríamos a ser sus hijos.

Metí el coche en el garaje y fui andando hasta la calle Argensola. Mi hermana Clara vivía allí, en un piso enorme, antiguo y muy bonito, en el que habíamos vivido todos juntos cuando éramos pequeños. A mí me encantaba aquella casa, y la había recordado con nostalgia desde que mi padre decidió matar dos pájaros de un tiro, y edificó en una de sus parcelas de La Moraleja para gozar de una vivienda representativa de su estatus y escapar al mismo tiempo de la agitación que estaba empezando a sacudir lo que hasta entonces había sido uno de los barrios más tranquilos del centro de Madrid. Cuando nos mudamos a las afueras yo tenía quince años, y me pasé los diez siguientes viajando entre las dos casas, la antigua, que mi padre no había vendido por la clamorosa oposición de mis hermanos mayores, que le convencieron de que era mucho más insensato obligarles a coger el coche de madrugada y hartos de copas, que permitirles quedarse allí las noches de los viernes, de los sábados, y la nueva, a la que dejé de ir a dormir los fines de semana cuando conquisté al mismo tiempo la mayoría de edad y la llave de Argensola. Después, durante casi cinco años, en los que invertí buena parte de mi tiempo libre en calcular dónde podría poner otra estantería para los libros que desbordaban ya las posibilidades de mi minúsculo, agradable y desproporcionadamente caro apartamento de Boston, sentí una añoranza aún mayor por aquel piso de techos altos y habitaciones amplias, cuadradas, pero al regresar me encontré con que no tenía opción. Clara, la novia más precoz de todos mis hermanos, ya había fijado una fecha para la boda y estaba haciendo obras. Me conformé con lo más parecido que podía pagar en el mismo barrio, un piso grande y un tanto destartalado en la calle Hortaleza que quedó muy bien después de arreglarlo, aunque no me ahorró del todo la punzada de melancolía que me asaltaba cada vez que entraba en el portal de la casa de mi hermana.

—Mira que eres, Álvaro —mi madre abrió la puerta, me dedicó una sonrisa apagada, me besó con fuerza en las mejillas—. Ya sabía yo que no me ibas a llamar antes de salir, y bien que te lo he dicho.

—Pero, mamá, si ya sabías que iba a venir —Clara, los labios hinchados, los tobillos más hinchados aún, las piernas hinchadísimas, vino a mi encuentro caminando detrás de su inmensa tripa, y me saludó con la alegría de un soldado acorralado que ve venir de lejos a los refuerzos—. Y, además, Álvaro también sabía que tú ibas a llamar a Lisette para preguntarle a qué hora había salido, o sea que…

—¿Y cómo iba a saberlo, a ver?

—Porque te conozco, mamá —la besé otra vez y ella me cogió del brazo mientras mi hermana se reía—. Porque te conozco.

—De todas formas, yo no sé qué trabajo te cuesta llamar a tu madre, hijo mío…

Clara supuso en voz alta que a todos nos apetecía tomar un café y nos dejó solos en el salón. Me senté con mi madre en un sofá y contemplé con ternura una escena que no había vuelto a ver desde que era pequeño, mientras ella revisaba la correspondencia con su elegante pericia de siempre, rasgando los sobres con un abrecartas que ya estaba preparado sobre la mesa y que producía un corte tan limpio como un bisturí. Al llegar, la había encontrado físicamente bien, mucho mejor de lo que pretendía estar. A pesar de la fragilidad de su aspecto, era una mujer fuerte, que nunca había padecido una enfermedad grave y siempre se había recuperado de las leves antes de tiempo. Todos estábamos seguros de que resistiría bien el golpe, y sin embargo no logró mantener los ojos secos más allá de la segunda tarjeta de pésame, y cuando leyó la última los cerró, se dejó caer sobre el sofá, hundió la cabeza en el respaldo y permaneció así, ausente, en silencio, durante un rato. Clara llegó con el café y la miró con un gesto equidistante entre la inquietud y la compasión. Ella volvió en sí muy despacio.

—No sabéis las ganas que tengo de que se acabe todo esto.

—Sí lo sabemos, mamá, no te preocupes —contesté al contemplar en ella el cansancio que yo mismo había sentido hacía muy poco, esa urgencia de empezar a recordar a mi padre por mi propia voluntad, libre de la presión de los ritos y de los objetos, la bienintencionada hostilidad de las palabras y las ceremonias.

Mi madre me cogió la mano, asintió con la cabeza, suspiró, volvió a erguirse y luego, ignorando la taza que Clara le había puesto delante, miró todas las demás cartas por encima, deteniéndose sólo en el sobre cuya solapa yo había destrozado al atravesarla con un dedo.

—¿Y esto qué es? —me preguntó, sosteniendo el papel con membrete de Caja Madrid que yo había leído antes.

—Pues una carta que ha llegado por mensajero, de alguien de un banco que quiere hablar contigo de unos fondos que tenía contratados papá, creo… A ver, déjame mirarlo —volví a leer el texto por encima y le hice un resumen—. Sí, bueno, papá tenía invertido un dinero, aquí no pone cuánto, en unos fondos con desgravación fiscal. Y este señor quiere saber si te interesa recuperar el capital o reinvertirlos en otros que, naturalmente, según él, ahora son mucho más ventajosos, etcétera. Te lo puedes figurar.

—¿Y cómo se llama?

—¿Este señor? —mi madre asintió—. Pues R. Fernández Perea. No sé, Ramón, Ricardo, Rafael…

—No lo conozco.

—O Roberto —apuntó Clara.

—O Remigio —añadí yo, y mi hermana se echó a reír, pero la mirada de impaciencia de su madre la disuadió de seguir jugando.

—No, no me suena nadie con ese nombre. ¿Y qué se supone que tengo que hacer, llamarle por teléfono?

—Bueno… —volví a consultar la carta—. Él dice que está a tu disposición para celebrar una entrevista personal, pero puedes llamarle, por supuesto. Aquí está su teléfono.

—Vete a verle, mamá —Clara la miró, me miró a mí después—. Tratándose de dinero, es mejor, ¿no?

—Sí —le di la razón sin mucho interés—. Es posible.

Entonces mi madre se tomó el café muy despacio, yo le pregunté a Clara qué tal estaba, ella me contestó que fatal, harta de tripa y deseando parir, y cuando parecía que el tema no daba más de sí, volvió sobre él por sorpresa.

—Mira una cosa, Álvaro —me dijo—. Las cuentas, o como se llamen, de la carta esa, ¿estaban a nombre de papá o de alguna de las empresas?

—Parece que de papá. Es el único nombre que aparece.

—Entonces vas tú —sentenció—. Le llamas, quedas con él y te enteras de todo.

—¿Yo? —intenté defenderme—. Pero ¿por qué? Si yo no sé nada de esto, mamá, que vaya Rafa, que es el que entiende de dinero.

—Rafa entiende del dinero del grupo, pero tu padre nunca mezcló las cuentas. Nuestro dinero aquí, el de las empresas allí, decía siempre. Por eso es mejor que vayas tú. Además, tus hermanos están siempre muy ocupados. A ti no te cuesta nada acercarte un rato, cualquier mañana, al banco ese y…

—Mamá, yo también trabajo, ¿sabes?

—Sí, bueno, en fin… No compares. Si ni siquiera das clase todos los días, hijo.

—Pero… —voy a inaugurar una exposición sobre agujeros negros dentro de dos semanas y tengo que ir al museo casi todos los días, iba a decir, pero me callé a tiempo—. Vale.

Renuncié a agotarme en una batalla inútil, como todas las que ya había perdido mientras intentaba convencer a mis padres y a mis hermanos de que el Estado no me pagaba un sueldo todos los meses por estar de vacaciones, una causa que no había mejorado en absoluto con mi incorporación como asesor al equipo de un nuevo museo interactivo de las ciencias. Ahora ganaba más que mi hermana Angélica, la otra Carrión funcionaria, pero ese dato, lejos de incrementar mi prestigio, había terminado de convencer a mi familia de la disparatada inanidad de mi profesión. ¿Y dices que un banco os ha dado dinero para montar esto?, me preguntó mi madre el día que vino al museo conmigo y con mi sobrino Guille, cuya opinión me interesaba mucho más porque entonces era el niño de diez años más listo que conocía. Millones y millones, mamá, le contesté, y ella arqueó las cejas, pues parece un salón de recreativos, hijo mío, concluyó. ¿Y qué quieres, que pongamos retratos de Newton en las paredes y vitrinas con maquetas de catapultas medievales?, le pregunté, y ella me contestó que así, por lo menos, parecería un museo. No volvimos a cruzar una palabra hasta que Guille regresó, es increíble, Álvaro, me dijo, pero acojonante, me encanta, en serio… Mi madre regañó a su nieto por hablar tan mal y luego, en el camino de vuelta, a mí, por malgastar mi legendaria inteligencia en tonterías.

—Entonces vas tú a ver a ese señor del banco, ¿no? —repitió en la puerta, cuando yo ya no esperaba más que dos besos de despedida.

—Sí, mamá, voy yo.

Eso fue todo. Mi madre envió a aquella entrevista al hijo equivocado. Y ya nada volvió a ser como antes.