La abuela Anita tenía los balcones repletos de geranios, de hortensias, de begonias, flores blancas y amarillas, rosas y rojas, malvas y anaranjadas, que desbordaban las paredes de barro de sus tiestos para trepar por los muros y descolgarse por las barandillas, ahítas de luz y de mimos. Como en París se me helaban casi todos los años, le explicaba a su nieta cuando salía a regarlas, una tarea difícil, trabajosa, porque las plantas buscaban el espacio que no tenían y se encaramaban unas sobre otras para crecer en el aire, confundiendo sus tallos, sus brotes, pero nunca a la abuela, que sabía exactamente dónde y cuándo, cómo y cuánto tenía que regar cada maceta.

—A ver, ven aquí conmigo, al sol, que te voy a peinar.

Para Raquel, ése era el prólogo del mejor momento de todos los sábados. Por eso corría a colocarse ante uno de esos balcones que parecían anuncios publicitarios de la alegría, miraba un geranio rojo que apuntaba a la puerta del cuartel del Conde-Duque, y se quedaba muy quieta mientras su abuela le cepillaba el pelo.

—¿Y tú por qué te llamas así, abuela?

Luego, el peine recorría su cabeza de punta a punta para trazar una línea recta que la separaba en dos mitades iguales, y Anita, absorta en la destreza de sus dedos, que dividían y subdividían los mechones con una precisión casi mecánica, tardaba algunos segundos en contestar.

—Pues porque así me pusieron.

—Pero te pondrían Ana, ¿no?

—Sí, claro. Mi padre quería llamarme Placer, pero a mi madre no le gustaba. Decía que no era un nombre de mujer decente, trabajadora… —la niña no podía mirarla, pero sabía que su abuela estaba sonriendo, que siempre sonreía al contar esa especie de chiste al que ella nunca le había visto la gracia—. Y como era la pequeña de mi casa, y soy tan bajita, y tenía sólo quince años cuando nos marchamos… No sé, siempre me han llamado Anita.

Terminaba con una trenza, empezaba con la segunda, y las dos le salían igual de bien, de la misma longitud, el mismo grosor y ni un solo pelo suelto, firmes pero flexibles, apretadas y simétricas como espigas de trigo.

—¿Y tú? —le preguntaba luego—. ¿Tú sabes por qué te llamas Raquel?

—Claro que sí —tomaba aire y contestaba de carrerilla, como cuando la sacaban a la pizarra en el colegio y se sabía de memoria la lección—. A la abuela Rafaela no le gustaba su nombre, pero quería que mamá supiera decir bien la erre y por eso buscó uno más bonito que empezara igual que el suyo, y Raquel fue el que más le gustó, y a ella y a papá también les gusta, y por eso me lo pusieron aunque dicen que lo de la erre es una tontería.

—Pero no tienen razón —la abuela Anita la cogía por los hombros, le daba la vuelta, la miraba con atención, buscando algún defecto que nunca encontraba, y la besaba muchas veces, en las mejillas, en la frente, en el pelo, en el cuello, en la punta de la nariz—. Ahora sí que estás guapa. ¿Quieres ir a despertar al abuelo?

—¡Sí!

Y salía corriendo por aquel pasillo de techo alto y suelo entarimado, largo y oscuro, tan distinto al de su piso, hasta que llegaba a la última puerta, el dormitorio de sus abuelos, donde volvía a reinar la luz. A ella le gustaba mucho aquella casa, le gustó desde que la vio por primera vez, vacía y recién pintada, con un cartel azul y amarillo, se vende, colgado en un balcón desolado, polvoriento, incapaz de prever el esplendor de su futuro. Mira, mamá, dijo cuando terminó de leer esas seis sílabas que aún se le resistían, porque ella había aprendido a hablar en español, pero le habían enseñado a leer en francés, y le pasaba algo que tenía un nombre muy raro pero que por lo visto en su familia era normal, porque ya le había pasado antes a sus padres, y a sus tíos, y a sus primos, y por eso a veces se hacía un lío al escribir en los dos idiomas. Se-ven-de, mamá, mira, pero su madre ya estaba apuntando el teléfono. Vamos, dijo luego, a lo mejor hay portero. Lo había, y tenía la llave, vengan por aquí, les dijo, nos acaban de poner ascensor, muy estrechito, ¿saben?, lo han traído de Alemania porque aquí no hay de ésos, y claro, estas casas antiguas no están preparadas para los inventos modernos…

Subieron hasta el cuarto en el ascensor más extraño que Raquel había visto en sus siete años de vida, pero hasta eso le gustó. La cabina era tan pequeña que parecía de juguete y tuvieron que colocarse en fila india, el portero delante, ella en medio, detrás su madre, como si estuvieran jugando a algo. Ya verán, les dijo aquel hombre, el piso es precioso, lo acaban de arreglar, han tirado un montón de tabiques para hacer las habitaciones más grandes y le han añadido el que estaba al lado, que era interior y no tenía ni treinta metros cuadrados, para hacer un pedazo de cocina y otro baño… En el mes y medio que llevaban buscando piso para los abuelos por medio Madrid, habían escuchado muchos discursos parecidos, pero aquél no era exagerado, ni fraudulento. Vieron primero un salón muy amplio, rectangular, con dos balcones grandes y una columna negra y redonda, de hierro fundido, plantada en el centro. A lo mejor estorba para poner los muebles, dijo su madre al verla, pero queda bien bonita, la verdad. Es que el edificio entero lo ha arreglado la hija de la dueña, que es arquitecta, ¿sabe?, fíjese, lo que son ahora las cosas, una mujer arquitecta, y no se puede imaginar lo listísima que es… Ya aquella tarde de octubre de 1976, a la luz de un sol cansado que se posaba como una gasa dorada y limpia sobre las cansadas hojas de los árboles, la habitación del fondo del pasillo fue la que más le gustó a Raquel, porque tenía otra columna, tan alta, tan redonda y reluciente como la del salón, con el mismo capitel de hojas y pámpanos, pero no estaba en el centro, sino a un lado, y delante, en la pared opuesta al lugar que ocuparía la cama, una galería de ventanas se abría a un mar de tejados y azoteas, olas rojizas, ocres, amarillentas, rompiendo en el horizonte más allá de lo que parecía el vacío y era en realidad un patio muy grande, casi un jardín, porque las copas de las acacias llegaban hasta el tercer piso.

Desde allí, Raquel miró Madrid, el rojo de las tejas que bailaban entre la luz y la sombra, siempre iguales y siempre distintas, como escamas, como pétalos, como espejos traviesos que absorbían el sol y lo reflejaban a su antojo para componer una gama completa de colores calientes, desde el amarillo pálido de las terrazas hasta el naranja furioso de los aleros iluminados, que contaminaban los severos perfiles de pizarra de las iglesias con una ilusión de alegría ferviente. Las torres puntiagudas, aisladas, esbeltas, se elevaban sin arrogancia sobre el perfil irregular de la ciudad, que bailaba como un barco, como un dragón, como el corazón anciano y poderoso del cielo, más bonito que Raquel había visto jamás. Qué grande es el cielo aquí, pensó al contemplar la extensión infinita de un azul tan puro que despreciaba el oficio de los adjetivos, un azul mucho más azul que el azul cielo, tan intenso, tan concentrado, tan limpio que ni siquiera parecía un color, sino una cosa, la imagen desnuda y verdadera de todos los cielos. Unas pocas nubes altas, alargadas, tan frágiles que apenas oponían un velo transparente que filtraba la luz sin enturbiarla, parecían escogidas, dibujadas, colocadas a propósito para demostrar la profundidad de un azul ilimitado, el cielo total que la saludó aquel atardecer sin que se diera cuenta, igual que había despedido a su abuelo Ignacio en el amanecer de un día muy antiguo ya, cuando él todavía no imaginaba que lo llevaría consigo adondequiera que fuera, durante tanto, tanto tiempo.

Ella ya conocía la importancia que el sol, la luz, el azul, tenían para ellos, los españoles. Me voy a morir, Rafaela, le había dicho a su mujer su otro abuelo, Aurelio, el padre de su madre, al salir de la consulta del médico que le diagnosticó una cardiopatía grave, irreversible a medio plazo. Me voy a morir, ya lo has oído, y quiero morirme al sol. Rafaela no esperó a que Raquel naciera, pero tampoco quiso contarle la verdad a su única hija, que se había casado en Francia, antes que sus hermanos, y acababa de quedarse embarazada. Nos volvemos, le dijo solamente, vamos a vender la casa de aquí para comprarnos una en la playa, cerca de Málaga, en Torre del Mar o por allí cerca, donde le guste a tu padre… Nos volvemos, no nos volvemos, ellos se han vuelto, me parece que se vuelven, a mí me gustaría volver, mi padre no quiere, yo creo que los míos volverán antes o después. Nadie decía nunca adónde volvían, no hacía falta. Raquel, que nació en 1969 y se crió escuchando conversaciones fabricadas con todos los tiempos, modos y perífrasis posibles del verbo volver, nunca preguntó por qué. Las cosas eran así, simplemente. Los franceses se mudaban, se iban o se quedaban. Los españoles no. Los españoles volvían o no volvían, igual que hablaban un idioma distinto, y cantaban canciones distintas, y celebraban fiestas distintas, y comían uvas en Nochevieja, con lo que cuesta encontrarlas, se quejaba la abuela Anita, y lo carísimas que están, qué barbaridad…

Sus abuelos maternos se habían vuelto, y por eso, desde que cumplió tres años, todos los veranos la mandaban con ellos a aquella casa blanca y cuadrada, luminosa y fresca, que tenía un patio grande con una parra donde se sentaba el abuelo Aurelio a ver el mar. Ella se encaramaba encima y se quedaba callada, besando a su abuelo, que estaba muy malito pero no lo parecía, y él le decía siempre lo mismo, qué bien se está aquí, ¿verdad?, y sonreía, qué bien se está aquí. Luego, en agosto, llegaban sus padres y los llevaban en el coche a Fuengirola, a comer en la playa, y a Mijas, a montar en burro, y a Ronda, a ver los toros, y los últimos días del verano todos se ponían muy tristes, tanto que Raquel sentía que ellos no volvían, sino que abandonaban, que se exiliaban de las buganvillas y de las adelfas, de los naranjos y de los olivos, del olor del mar y de los barcos del puerto, de las tapias encaladas y de las casas blancas, de las ventanas florecidas y la sombra de las parras, del oro del aceite, de la plata de las sardinas, de los sutiles misterios del azafrán y de la canela, de su propio idioma y del color, del sol, de la luz, del azul, porque para ellos volver no era regresar a casa, porque sólo se podía volver a España, aunque nadie se atreviera nunca a decir esa palabra.

Por eso, cuando llegaban a París, los padres de papá, los que no volvían, les invitaban a cenar, y la abuela Anita les hacía muchas preguntas, contádmelo todo, dónde habéis estado, qué habéis comido, cómo está el país, qué dice la gente, qué música escuchan, ¿hacía mucho calor?, ¿había muchos turistas?, ¿lo habéis pasado bien?, ¿y los precios, cómo están?, ¿me habéis traído lo que os encargué? Sí, se lo habían traído, una caja enorme llena de pimentón dulce y picante, de latas de atún y de anchoas, de ñoras y de guindillas, de ajos morados, de orzas de lomo, de queso manchego, y un jamón entero, y chorizos de Salamanca, y morcillas de Burgos, y judías blancas, y garbanzos, y tocino, y dos garrafas inmensas de aceite de oliva que siempre compraban a la vuelta, en un pueblo de Jaén. Qué bien, decía ella entonces, qué bien, y se le llenaban los ojos de lágrimas, y berenjenas, os habéis acordado, qué alegría, y qué hermosas son, aquí no se encuentran así, claro, como no saben hacerlas… Por supuesto que saben, Anita, la cortaba entonces el abuelo Ignacio, por supuesto que saben. Lo único que pasa es que no las hacen como a ti te gusta. Bueno, pues eso, aceptaba ella, y luego, con un poco de miedo porque le quería mucho, los dos le querían mucho, se quedaba mirando a mamá y le preguntaba, y tu padre, ¿qué tal está? Pues bien, contestaba ella, muy bien, la verdad, es increíble, parece que el cambio le ha sentado estupendamente, a lo mejor es el clima o…, bueno, ya sabes. La abuela asentía con la cabeza y concluía al final, claro está, para que su marido se volviera a mirarla como si acabara de pincharle con una aguja muy larga, un arma certera, dolorosa, afilada. Eso es una tontería, Anita, una tontería. Y no vuelvas a decirlo porque no tengo ganas de volver a escucharlo.

Después, la abuela se encerraba en la cocina y se tiraba tres días guisando, preparando la fiesta de todos los segundos fines de semana de septiembre, cuando su marido y ella invitaban a cenar a todos sus amigos españoles y a algunos franceses que disfrutaban igual de la comida, menos su yerno, Hervé, el marido de la tía Olga, que era encantador, muy simpático, muy buena persona, muy progresista pero muy normando, tanto que decía que el aceite de oliva le sentaba fatal. La abuela se ofendía muchísimo, aunque siempre preparaba algo especial para él, una ensalada de endibias con nueces picadas y el aliño de queso azul que más le gustaba, menuda porquería, ya ves, decía entre dientes, o cualquier carne guisada con mantequilla, el menú alternativo que cada año pesaba más, porque cada año había más franceses y menos españoles en la fiesta anual de los abuelos. El verbo volver aceleraba sus tiempos, se desplazaba deprisa desde el futuro hasta el presente, iba conquistando el pasado por un camino inverso pero constante que no les llevaba hacia atrás, sino adelante. Después de tantos años de inmovilidad, el perpetuo letargo de una siesta dormida en cueva ajena, todo había empezado a cambiar muy deprisa para ellos, los españoles. Raquel era pequeña, pero se daba cuenta. Se vuelven, se vuelven, se vuelven, se vuelven, ya se han vuelto.

Nos volvemos, dijo también su padre, y aunque él había nacido en Toulouse, y su mujer en Nimes, no podría haber utilizado otro verbo, decirlo de otra manera. Nosotros también nos volvemos. Era septiembre del 75, habían pasado el mes de agosto en Torre del Mar, y su padre había encontrado trabajo en España, no en Málaga, la ciudad del abuelo Aurelio, sino en Madrid, la ciudad del abuelo Ignacio. Me voy la semana que viene, papá, yo solo. Los demás se quedan hasta Navidad, mientras encuentro un piso, y le busco un colegio a la niña y eso. Como Raquel se queda sola con los críos y el trabajo le pilla tan lejos, y mamá va todos los días a Aubervilliers a trabajar, en cambio, he pensado que, si no os importa, se podrían quedar con vosotros estos meses, y así tampoco tendríamos que esperar hasta el final para hacer la mudanza, porque a ti no te importa dejar a los niños en el cole y recogerlos luego, ¿verdad, mamá…?

Su hermano Mateo era todavía tan pequeño que nunca tendría recuerdos de París, pero ella había cumplido ya seis años, y empezó a echarlo todo de menos antes de tiempo.

—Pero, vamos a ver…, ¿por qué no te quieres ir? —la abuela Anita picaba las nueces para la ensalada del tío Hervé y vigilaba con gesto preocupado el silencio huraño de su nieta—. Ya verás lo bien que vais a estar en Madrid, y por el colegio no te preocupes. ¿No te acuerdas de cómo lloraste cuando te conté que ya no ibas a volver a mi guardería? ¿Y qué? Pues nada. Encontraste a Mademoiselle Françoise, que era tan simpática, y enseguida hiciste un montón de amigos. Pues en España igual, o mejor, porque es tu país, nuestro país. Nosotros somos españoles, ya lo sabes.

Yo no, estuvo a punto de responder ella, vosotros sí pero yo no, yo soy parisina, nací aquí y no me quiero ir, me da miedo irme, dejar a mis amigos, mi colegio, mi barrio, mi casa, el autobús, las calles, los programas de la televisión. Eso pensó, y si se conformó con una queja más modesta no fue porque sus seis años no le consintieran formular sus sentimientos con precisión, sino porque ya sabía, siempre había sabido, que en aquella casa estaba prohibido decir eso en voz alta.

—Si por lo menos fuéramos a Málaga. Allí están los abuelos, y lo conozco de ir en verano.

—¿Y qué? Tu abuelo Ignacio es de Madrid. Pídele que te cuente, anda. Yo no he estado nunca allí y me la sé de memoria…

—¿Y por qué no os venís con nosotros, abuela?

—Pues porque unos llevan la fama y otros cardan la lana, por eso mismo —terminó de picar las nueces, las echó en un cuenco, lavó el cuchillo, lo secó, puso los brazos en jarras y se la quedó mirando—. Porque a tu abuelo no le da la gana, porque es el hombre más cabezón que hay en el mundo, y eso que yo soy aragonesa, ¿eh?, terca como una mula, eso es lo que dice, pero no, el terco es él, y que no, que no, que no, y que no. Cuando quisieron darle la nacionalidad francesa, no la quiso él, cuando pudimos empezar a ahorrar, se negó a comprarse un piso, y ya ves, tu abuelo Aurelio, el negocio que hizo, que con lo que le dieron por la casa de Villeneuve, con lo pequeñísima que era y todo lo que le faltaba por pagar, se compró la de Torre del Mar y le sobró dinero. Pero tu abuelo Ignacio no, él no, él, ¿de qué? Él tiene que ser siempre el que más… narices tenga. ¿Y para qué, digo yo, para qué? Pues para nada. ¿Dónde está tu abuelo Aurelio, el que tuvo la debilidad de echar raíces en Francia? En España. ¿Dónde está tu abuelo Ignacio, el que se niega a invertir un céntimo en un país donde está de paso? En Francia. Aquí estamos y aquí seguiremos. Nos volveremos los últimos, mira lo que te digo, los últimos.

—Pero a ti te gustaría…

—Claro que me gustaría —la abuela sonrió, se sentó en una silla, la cogió en brazos—. Si me hubiera casado con un francés, como Olga, pues no, pero… Me casé con tu abuelo, tuve esa suerte, porque hemos sido muy felices pero siempre en español, hablando en español, cantando en español, criando hijos españoles, con amigos españoles, comida española, costumbres españolas, comiendo tarde y cenando más tarde todavía, trasnochando y durmiendo la siesta… Aprendí a guisar igual que mi suegra, cocido los sábados, paella los domingos, lo he seguido haciendo todos estos años, y mira que la quería, ¿eh?, que la quise como si fuera mi madre, igual que a mi madre, porque eso fue para mí cuando nació tu padre y ni siquiera sabíamos dónde estaba Ignacio, si estaba vivo o muerto, y yo era soltera y todo eso. En aquella época lo pasamos muy mal, pero todo era lógico, tenía sentido, y sin embargo, ahora… Ahora ya no sé qué hacemos aquí, qué vamos a hacer aquí, sobre todo cuando os volváis vosotros. Si fuera por mí, ya estaríamos en Madrid.

—¿Y tu pueblo?

—Mi pueblo ni me lo nombres, porque no quiero ni verlo, ni acercarme quiero, mira lo que te digo…

Las cosas eran así. Así de raras, así de absurdas, así de incomprensibles. Porque nosotros somos españoles. Su padre había nacido en Toulouse, su madre había nacido en Nimes, su abuela Anita se había marchado a los quince años de un pueblo de la provincia de Teruel que su nieta nunca podría nombrar ni queriendo, porque ella no había querido volver a pronunciar su nombre. Por ahí, por la sierra de Albarracín, decía solamente, y que estaba viva de milagro porque los habían matado a todos, a su padre, a sus hermanos, a sus cuñados, a todos menos a ella, que un mal día, con quince años recién cumplidos y el coraje de una mujer de treinta, echó a andar por una carretera con una hermana enferma de tuberculosis y una madre que a los cincuenta parecía una anciana, hasta que, de campo en campo, llegó a Toulouse.

Allí, cuando se quedó sola, vivió al amparo de un matrimonio de Madrid, Mateo Fernández y su mujer, María, que habían tenido dos hijos varones, uno fusilado en España, el otro prisionero en algún lugar de Francia, movilizado a la fuerza en un grupo de trabajo militarizado sólo por ser español, y que aún tenían dos hijas, la mayor viuda con poco más de veinte años, su marido fusilado también, ante las mismas tapias que su cuñado. Anita se casó con el único hombre joven de la familia Fernández que había logrado sobrevivir a dos guerras, la nuestra y la otra, decía ella, como si en España las guerras fueran más valiosas, mejores y distintas, y se había alegrado muchísimo de que su hijo mayor se hubiera emparejado con Raquel Perea, la hija de Aurelio, un malagueño que sólo tenía miedo de las tormentas y que estuvo a punto de cruzar la frontera después de escaparse del campo donde había conocido a Ignacio Fernández, alias el Abogado, pero que en el último momento, cuando ya estaba viendo el color del uniforme de los guardias civiles, se dio la vuelta porque somos de un país de hijos de puta, ésa es la verdad, qué le vamos a hacer.

Ése era el mismo Aurelio que había vuelto porque quería morirse al sol y cada año estaba más lejos de la muerte, viviendo a la sombra de una parra que llenaba de lágrimas los ojos de la mujer que ahora mecía a la nieta de ambos en la cocina de su casa de París, la abuela Anita, que en su vida había visto una parra andaluza ni había estado en Málaga, que no conocía más Mediterráneo que el de la Costa Azul, que había vivido en Francia más del doble del tiempo que pasó en aquel pueblo de Aragón cuyo nombre no quería decir jamás, que estaba viva de milagro y que seguramente había salvado la vida de su marido, el que no quería volver a España, cuando él, en algún momento del año 45, le dijo que estaba pensando en cruzar la frontera porque allí dentro hacía falta gente, hombres con experiencia, capaces de organizar a los que habían seguido luchando por su cuenta. Por favor te lo pido, Ignacio, le había dicho ella, por lo que más quieras, no vuelvas, tú ya has hecho bastante, ya has dado bastante, y yo sólo te tengo a ti, ya no tengo familia, ni padre, ni madre, ni hermanos, ni casa, ni pueblo, ni país, ni nada, sólo te tengo a ti, a un hijo al que has conocido con dos años, y dentro de poco, a otro al que a lo peor no llegas ni a conocer, tú ya has hecho bastante, deja ahora a los demás. Los demás han hecho lo mismo que yo, dijo él. Pero los demás no pueden hacer nada por los que están aquí, y tú sí. Tú también haces falta aquí, Ignacio, tú has ayudado a mucha gente y hay mucha gente que te necesita todavía…

Ese argumento extremo, urdido con tanto amor como desesperación, retuvo en Francia al hombre más cabezón del mundo, que había querido volver a España cuando su mujer no quería que volviera, y que no quería volver ahora, cuando ella lloraba de nostalgia por la sombra de una parra que no había visto jamás. Así de raras eran las cosas, y Raquel no las entendía, nadie podría entenderlas, pero aquel laberinto sentimental, donde las calles sin salida desembocaban en una casa blanca al borde del mar y la prosperidad se convertía en una cadena perpetua que sólo podía limar el fragilísimo acero de las paradojas, era el escenario de su vida, la que le había tocado vivir en lugar de cualquier otra.

Estoy hasta los cojones de la guerra civil, decía su padre, y lo decía cantando, usando cualquier musiquilla de las que se entonan en las excursiones, y su madre se echaba a reír para añadir el segundo verso, y de la valentía de los rojos españoles, chimpún, estoy hasta los cojones del cerco de Madrid, seguía su padre, y de la batalla de Guadalajara, chimpún, replicaba su madre, y los dos se reían a la vez, estoy hasta los cojones del Quinto Regimiento, y de la foto de mi padre en aquel tanque alemán, chimpún, chimpún, chimpún… Así volvían a casa los domingos, después de la paella de la abuela Anita, muertos de risa, y sin embargo, él ya estaba en España, ella haciendo las maletas, y Raquel recibiendo la misma respuesta a todas sus preguntas, pues porque sí, porque nosotros somos españoles. Hasta que su abuelo Ignacio le contestó de una manera distinta.

—Yo pude haber muerto muchas veces, ¿sabes? Primero en nuestra guerra. Luego, cuando me detuvieron en Madrid, cuando me escapé de la cárcel, cuando me metieron en Albatera, cuando me tiré de un tren en medio de la provincia de Cuenca, cuando fui de Barcelona a Gerona dentro de un camión, cuando crucé la frontera, en el campo de Barcarès, donde murieron muchos, cuando me fugué de mi compañía, cuando Madame Larronde avisó a mi madre de que su cuñado estaba a punto de denunciarme, y después, cuando volví a mi compañía, cuando volví a escaparme, cuando luché contra los alemanes, a ver… —las había ido contando con los dedos—. Trece veces pude haber muerto y aquí estoy, ¿qué te parece?

—¿Y cuando quisiste volver a España y la abuela no te dejó?

—Ésa no cuenta.

—¿Y por qué te escapabas tanto?

—Pues porque me querían matar.

—¿Quiénes?

—Todos.

Pero eso fue después de aquella mañana de noviembre imposible y tropical, cuando en la calle hacía mucho frío y dentro de casa demasiado calor, el que desprendía la voz de su madre gritándole al teléfono, mamá, mamá, ya lo sabemos, claro, lo han dicho por la radio y ha llamado mi marido hace un rato, ¿sí?, qué bien, pero no llores, mamá, dile a papá que se ponga, papá, papá, no chilles, cálmate, a ver si te vas a poner malo tú ahora, encima…

Raquel aún no entendía los relojes, pero se dio cuenta de que era muy tarde porque las persianas filtraban un resplandor que pintaba el aire con ráfagas de luz, y era jueves, de eso estaba segura, había ido contando los días que faltaban para que la tía Olga la llevara al cine con los primos, se lo había prometido, y aún quedaban un día y una noche para que empezara el viernes. Entonces sonó el timbre de la puerta y era ella, la tía Olga, por la mañana, sola y chillando también. Raquel se asustó. Se quedó muy quieta, en la cama, intentando calcular qué habría pasado, hasta que escuchó llorar a su hermano Mateo y se levantó sin pensar, y salió corriendo. Estaban todos en la cocina, tan tristes, tan sombríos como nunca les había visto. La tía Olga se sonaba la nariz mientras ponía la cafetera en el fuego, mamá tenía los ojos hinchados, pero parecía más ocupada en calmar al niño que en tranquilizarse ella misma, y la abuela meneaba la cabeza entre suspiros tan hondos como si le costara trabajo respirar. Su marido, sentado ante la mesa vacía, los brazos inertes, colgando a los lados del cuerpo, fue el único que la vio llegar.

—¿Qué pasa? —Raquel se acercó para sentarse sobre sus rodillas sin pedir permiso.

—Que se ha muerto Franco —y él la abrazó apretando fuerte, como si se alegrara de haber encontrado algo que hacer con las manos.

—¿Y no hay colegio?

—Para ti no. Hoy es fiesta.

—Pues no estáis muy contentos, que se diga…

Él parecía el más triste de todos, pero al escucharla se echó a reír, y su mujer, su hija, su nuera, le siguieron con muchas ganas. Entonces empezó la fiesta verdadera, un día larguísimo y extraordinario, quizás no el más raro de todos los días raros que Raquel viviría desde entonces hasta una tarde de mayo del año 77, porque aquéllos fueron los años raros, la primera época excepcional de su vida, pero sí el único en el que la dejaron hacer lo que le dio la gana desde por la mañana hasta por la noche.

A la hora de comer seguía en camisón, no se había tomado la leche, había engullido a cambio un paquete entero de galletas de chocolate, había roto un cenicero, se había bebido dos cocacolas, se había puesto perdida de sombra de ojos y de lápiz de labios con las pinturas de su madre, y nadie parecía darse cuenta de eso, ni de nada, en una casa donde todos habían faltado al trabajo y sin embargo ninguno paraba de moverse ni un momento, porque no paraba el teléfono, ni el timbre de la puerta, conocidos y desconocidos que tampoco habían ido a trabajar, y llegaban y la besaban, y se marchaban o se quedaban, y comían o no comían, porque en la casa de los abuelos no se comió aquel día y sin embargo comieron muchas veces, tantas que no pararon de comer. La abuela Anita se encerró en la cocina, como hacía siempre que estaba nerviosa, y aparecía cada dos por tres en el salón con una bandeja, y luego llegó el tío Hervé con los primos, Annette, que se llamaba así por la abuela, y Jacques, que se llamaba así porque sí, y Raquel ya se divirtió más y comió menos, y se dedicó a maquillar a su prima, que tenía un año menos que ella y se dejaba hacer de todo, hasta que escuchó dos palmadas y luego la voz de su abuelo, ¡hala!, vámonos a la calle.

Eran las cuatro y media de la tarde y ya no lloraba nadie. Mamá le limpió la cara con un algodón embadurnado en un líquido blanco que olía mal y una sonrisa de oreja a oreja, como si estuviera encantada de verla así, llena de manchas de todos los colores, y le puso un traje nuevo que acababa de comprarle, el abrigo de salir y un gorrito ridículo, a juego, que se llamaba capota y era odioso. Estuvo a punto de quitárselo en el último momento para dejarlo en la mesa del recibidor, pero le distrajo la oferta del tío Hervé, dispuesto a llevársela a su casa con sus hijos, como iba a hacer con Mateo, y aún más la respuesta del abuelo, no, ella no, ella que venga. Ya es mayor, y así se acordará siempre de este día.

Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por los besos y los abrazos, la alegría y las lágrimas, el júbilo y el estrépito de los tapones que saltaban de las botellas de champán al ritmo de los juramentos más feroces que escucharía en su vida, la fiesta española, un destello salvaje, sombrío, en los ojos oscuros dilatados a medias por el alcohol y la melancolía, que estallaba detrás de las puertas de algunas casas de París sin que París se diera cuenta, lugares especiales, familiares y extraños a la vez, donde recibían a los abuelos gritando sus nombres y les invitaban a probar una tortilla de patatas, otra más, que nunca sería la última, porque aquélla fue una noche larga de botellas de champán y tortillas de patatas, de besos repetidos y abrazos fuertes, de maldiciones y apellidos, de venganza pública y rencores privados, de brindis por los ausentes y preguntas en el aire. Porque somos españoles y los españoles nunca podemos ser felices del todo, una variedad domesticada y ebria de la desesperación se asomaba a las comisuras de los labios, a la humedad de los ojos, a las aristas de la cara de aquellos hombres secos, consumidos, agotados por el constante ejercicio de su dureza, que levantaban una copa en el aire para repetir, uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia, y que sin embargo tenían la rabia dentro, tan agarrada al corazón que, mientras se obligaban a parecer felices, ya sabían que iban a morir antes que ella.

Raquel se acordaría siempre de aquel día, pero no por la milagrosa transformación de su abuela, que parecía de repente una mujer muy joven, porque le brillaban los ojos, y los labios, y el pelo, mientras se movía deprisa, con una agilidad desconocida, caminando como si flotara, como si bailara, como si su sola sonrisa bastara para sostenerla por encima del suelo, ni por la forma en que la miraba su abuelo, pozos salvajes, sombríos, también sus ojos salvo cuando la seguían como si estuviera a punto de enamorarse de ella, treinta y tres años después de que ella le enamorara por primera vez. Los dos se besaron en la boca durante mucho tiempo cuando terminaron de bailar en una plaza donde otros españoles mucho más jóvenes y muy distintos, frutos amargos de la España de Franco, estudiantes y exiliados voluntarios de última hora mezclados con pseudoaventureros izquierdistas de buena familia y trabajadores a secas, habían improvisado una verbena con el acordeón de un argentino que sabía tocar pasodobles.

Eran españoles y bebían champán. Eran españoles y por eso bailaban, y cantaban, y hacían ruido, e invitaban a beber, a bailar, a cantar, a cualquiera que se acercara a mirarlos, pero su alegría era distinta, mucho más pura, rotunda y luminosa, más trivial quizás que la que iluminaba las mejillas hundidas de quienes habían pagado un precio elevadísimo por sonreír aquella noche, pero también más entera, más cercana a la felicidad auténtica. Los vieron por casualidad, cuando iban a recoger el coche para volver a casa, y se quedaron mirándoles por pura diversión, sólo porque eran tan jóvenes y hablaban tan alto y se reían tan fuerte y hacían tanto ruido y estaban tan contentos.

—¿Sois españoles? —preguntó a la tía Olga el que se fijó en ellos, y Olga bebió de la botella antes de contestar.

—Sí.

—¿Emigrantes? —insistió, y Olga volvió a beber, negó con la cabeza, hizo una pausa para tomar aire y señaló al abuelo.

—Ése es mi padre —dijo—. Ignacio Fernández Muñoz, alias el Abogado, defensor de Madrid, capitán del Ejército Popular de la República, combatiente antifascista en la segunda guerra mundial, condecorado dos veces por liberar Francia, rojo y español —y en su voz tembló una emoción, un orgullo que Raquel no pudo interpretar.

Había escuchado lo mismo tantas veces, ése era su abuelo, el padre de su padre, que cantaba estoy hasta los cojones de la guerra civil, y se reía, y su hermana, que coreaba sus cantos y sus carcajadas, estaba ahora muy seria, tanto que ni siquiera se molestó en limpiarse la lágrima que descendía despacio por su mejilla, pero eso no le sorprendió tanto como la reacción del desconocido, casi un muchacho, que se acercó a su abuelo, le tendió la mano, y se dirigió a él con un acento emocionado, el cuerpo muy derecho, la cabeza alta, un gesto de hombre adulto en la mandíbula.

—Señor, para mí es un honor saludarle.

Raquel, que se acordaría siempre de aquel día, contempló la escena como si estuviera sentada en un cine, viendo una película. El acordeón dejó de sonar, los que bailaban se quedaron quietos, los que cantaban callaron de pronto, y en la plaza pequeña hizo mucho frío mientras corría un murmullo entrecortado, respetuoso, casi litúrgico, capitán, república, exiliado, rojo, palabras venerables, pronunciadas en voz baja con mucho cuidado y los labios rozando el oído de su destinatario, para no herirlas, para no desgastarlas, para no restarles ni un ápice de su valor.

Capitán, república, exiliado, rojo, palabras preciosas como joyas, como monedas, como un manantial de agua fresca que acabara de brotar en el centro de un desierto. Todas las miradas convergieron en aquel señor alto y bien vestido, que no se distinguía de los franceses porque era rubio, de piel clara, y en la mujer morena y bajita que se apretaba contra él y parecía demasiado sofisticada para ser española, porque llevaba el pelo corto, teñido de rojo oscuro, peinado como si estuviera despeinado, y un abrigo muy moderno que le llegaba hasta los pies y la envolvía como si fuera una capa. Aquellos chicos tan jóvenes, con gafas redondas de montura fina y el pelo largo, las camisas asomando por debajo del jersey entre las trenkas desabrochadas, y aquellas chicas que llevaban el pelo suelto pero por lo demás iban vestidas casi como la abuela Rafaela, con faldas largas y toquillas de punto sobre los hombros, les miraban con una expresión grave y anhelante, respetuosa y conmovida, como si llevaran toda la vida esperando ese momento.

Los abuelos, al principio, sólo sentían asombro, un estupor tan profundo que él no acertó a decir nada cuando estrechó la mano del primero. Yo también quiero saludarle, señor, dijo el segundo, el tercero le llamó camarada, y la cuarta, que era una chica, le dio las gracias, le debemos tanto a la gente como usted, dijo. Entonces la abuela, que había mantenido el llanto a raya durante todo el día, rompió a llorar muy despacio, mimando las lágrimas que se caían de sus ojos con una mansedumbre plácida y templada, estoy muy orgulloso de conocerle, señor, es un placer, un honor para mí, hasta que el último, un chico bajito y menudo con el pelo negro, muy rizado, se cuadró ante él como hacen los soldados, a sus órdenes, mi capitán, y el abuelo cerró los ojos, los abrió de nuevo y por fin sonrió.

Será posible, murmuró, meneando la cabeza, y repitió esa frase tan suya, que no acababa de ser una interrogación ni era una exclamación del todo, será posible, lo que decía siempre que algo le parecía imposible para bien o para mal, prólogo invariable de sustos y sorpresas, de tristezas y alegrías inesperadas, será posible, eso dijo, y en lugar de darle la mano, le abrazó.

En ese momento, la plaza entera pareció respirar, expandirse y contraerse en un movimiento armónico, espontáneo, los edificios y los cuerpos recuperando a un tiempo sonido y movimiento, y el acordeón volvió a sonar, la abuela cogió a su marido del brazo, sácame a bailar, Ignacio, y bailaron juntos, solos en el centro de la plaza, y luego se besaron en la boca durante mucho tiempo, como si por fin estuvieran contentos del todo, contentos de verdad, y Raquel les había visto besarse en la boca muchas veces, pero nunca así, y sin embargo tal vez tampoco eso habría bastado para que se acordara de aquel día toda su vida.

Cuando acabaron de bailar, todos les aplaudieron, se agruparon alrededor de ellos, descorcharon más botellas, brindaron por aquel día y por aquella noche, muerto el perro, se acabó la rabia, decían ellos también, y ya se atrevieron a hacer preguntas y a contestar a las preguntas de los abuelos. Había un poco de todo, catalanes, gallegos, media docena de andaluces, un murciano, una pareja de Ciudad Real, una chica canaria, algunos vascos, dos asturianos, un aragonés de Zaragoza, y cuatro o seis madrileños, porque dos de ellos, el que había saludado militarmente al abuelo y otro, más alto y muy gordo, advirtieron que ellos, ser, lo que se dice ser, eran del mismo Vallecas. Parecían un grupo compacto, pero la mayoría no se habían conocido hasta aquella misma mañana, cuando se tiraron a la calle solos, o formando grupos pequeños de dos o tres, compañeros de estudios o trabajo, y se fueron encontrando por los bares, que es donde se encuentran siempre los españoles. Llevaban todo el día en la calle, bebiendo y cantando, bailando y haciendo ruido, y por el camino habían ido reclutando a bastantes franceses, chicas sobre todo, a un par de chilenos y al argentino que tocaba el acordeón, pero Raquel no se enteró mucho de eso, porque se quedó dormida en un banco y tuvieron que despertarla para las fotos.

En el coche se durmió otra vez y no se espabiló hasta que su madre se empeñó en desnudarla y ponerle un camisón a pesar de sus protestas. Entonces ya no pudo volver a dormirse. Escuchó ruidos de puertas, de grifos, el susurro de las despedidas, y un silencio incompleto, enturbiado por el eco sigiloso de alguien que también estaba despierto pero pretendía pasar inadvertido. Aquella noche, Raquel estaba sola en la habitación, Mateo se había quedado a dormir en casa de la tía Olga. Se levantó, salió al pasillo y vio la luz del salón encendida. Su abuelo no la regañó por estar levantada. Al contrario, sonrió, la cogió en brazos, y le contó que él había podido morir muchas veces.

—¿Y por qué te querían matar todos?

—Por republicano, por comunista, por rojo, por español.

—¿Y tú eras todas esas cosas?

—Sí, y las sigo siendo. Por eso pude morir tantas veces, pero salvé la vida, y ¿sabes para qué? —Raquel negó con la cabeza, su abuelo volvió a sonreír—. Para nada —hizo una pausa y lo repitió otra vez, como si le gustara escucharlo—. Para nada. Para bailar esta noche un pasodoble con tu abuela en una plaza del Barrio Latino, con un frío que pelaba y delante de una pandilla de inocentes. Muy simpáticos, eso sí, muy buenos chicos, generosos, divertidos, estupendos, pero unos inocentes que no saben de lo que hablan y no tienen ni idea de lo que dicen. Sólo para eso.

—Eso no es nada.

—No, tienes razón. Pero es sólo muy poco. Poquísimo. Casi nada.

El abuelo la besó, la miró. No había dejado de sonreír y Raquel no había visto nunca, y nunca volvería a ver, una sonrisa tan triste. Eso fue lo que recordaría siempre de aquel día, de aquella noche del 20 de noviembre de 1975, la tristeza de su abuelo, una pena honda, negra y sonriente, el balance de aquel día de risas y de gritos, de champán y de tortillas de patatas, de juramentos feroces y de honores imprevistos, una fiesta española, salvaje y sombría, feliz y luminosa, a sus órdenes, mi capitán, y aquel hombre cansado que sonreía a su último fracaso, una derrota pequeña, definitiva, cruel, cínica, ambigua, despiadada, insuperable, obra del tiempo y de la suerte, victoria de la muerte y no del hombre que la había esquivado tantas veces.

Ignacio Fernández no había derramado una sola lágrima aquel día, aquella noche. Había visto llorar a su mujer, a su hija, a su nuera, a muchos de sus amigos, de sus camaradas, hombres que habían podido morir como él y que como él habían sobrevivido para ver pasar por su puerta el cadáver de su enemigo. Vamos a brindar, decían, porque somos de un país de hijos de puta, un país de cobardes, de miserables, de estómagos agradecidos, un país de mierda, él había escuchado todo eso y no había derramado ni una sola lágrima. Porque en cuarenta años no hemos sido capaces de matarlo, vamos a brindar, y él no había dicho nada, no había hecho nada excepto levantar su copa en silencio una y otra vez. Me quiero morir, Ignacio, le había dicho un hombre mayor con el que se había abrazado muy fuerte en algún lugar de los muchos por los que habían peregrinado aquella noche. No me jodas, Amadeo, había contestado él, hoy no es día para morirse, y entonces ya estaba sonriendo, pero su nieta aún no había entendido su sonrisa, no había desenmascarado la pena negra, honda, que ahora afloraba a los labios de su abuelo, curvados en una mueca que había perdido su eficacia mientras estaban solos, abrazados, en la casa dormida.

—No hables así, abuelo —intentó decir Raquel, y sólo pudo decirlo a medias, porque las lágrimas ensuciaron su garganta, taponaron su nariz, alcanzaron sin dificultad la frontera de sus ojos.

—Pero, bueno… —su abuelo la separó un poco, la miró despacio, frunció las cejas, volvió a abrazarla—. ¿Y a ti qué te pasa?

—No lo sé —y no lo sabía—. Es que me pongo triste de oírte hablar así.

—No te preocupes. Estoy contento, aunque no lo parezca. Ahora ya puedo volver yo también.

A la mañana siguiente, Raquel no se acordaría de cómo se quedó dormida, pero nunca en su vida olvidaría esta conversación. El abuelo la había cogido en brazos, se había acostado a su lado, la había besado muchas veces y enseguida se había hecho de día, y mamá había entrado en la habitación metiendo prisa, levántate, Raquel, hija, vamos, a desayunar, y la había vestido, y la había peinado. Después, la abuela la había llevado al colegio como si fuera una mañana normal, y era una mañana normal, lo fue excepto porque ella estaba muerta de sueño y se durmió en el recreo, y luego, por la tarde, cuando la tía Olga fue a recogerla para llevarla al cine con sus hijos, se durmió otra vez y no vio la película. Eso, al fin y al cabo, fue una suerte, porque cuando volvió a la casa de los abuelos estaba muy despierta, y reconoció sin vacilar a su padre en el hombre joven que se bajaba de un taxi, enfrente del portal, para desencadenar otra fiesta española, privada y familiar, agria, dulce, amarga, salada, húmeda y seca, pero definitiva.

—Quería estar contigo, papá, contigo y con mamá.

Su padre no dijo más que eso, no hacía falta más, repartir los regalos, una caja muy grande para Raquel, otra más pequeña para Mateo, perfume para su mujer, aceite para su madre, y una crónica distinta, paciente y minuciosa, de los acontecimientos de la víspera tal y como se habían vivido desde dentro, el relato que su padre siguió con atención y la cara seria, sin sonreír ni siquiera cuando su hijo mayor descendió de lo universal hasta lo particular, confesando que todavía le dolía la cabeza por la monumentalidad de la cogorza que se había cogido el día anterior, porque después de las copas de por la mañana, en la oficina, había seguido brindando con sidra, con vino blanco, con ron, con whisky. No fue culpa mía, resumió, tuvimos que mezclar porque a la hora de comer ya se había acabado el champán en Madrid. Entonces, la abuela empezó a hacer planes, a barajar fechas, a contar dormitorios, podemos irnos a vivir cerca de vosotros, ¿no?, ¿qué te parece, Ignacio?

Su marido no contestó enseguida. Antes, se bebió de un trago el coñac que tenía en la copa, se levantó de la silla, se paseó por la habitación, apoyó los puños en la mesa, y sólo después, estalló.

—¿De qué estás hablando, Anita? ¿Me quieres decir de qué estás hablando? —la abuela bajó la vista y no dijo nada, nadie se atrevió a despegar los labios, aunque el tío Hervé, que era francés y a aquellas alturas debía de estar muy saciado ya de pasiones españolas, insinuó un gesto de cansancio que su suegro no detectó—. ¿Tú sabes quién manda en España? ¿Es que no has visto llorar a ese hijo de puta? ¿Es que no sabes quién es? Llama a Aurelio, anda, llámale. Que te lo cuente él, o Rafaela, que en Málaga lo conocen mucho, todo el mundo lo conoce allí.

—Pero el otro día, cuando viste a Ramón, tú me dijiste…

—¡Ya sé lo que te dije! Que Ramón me había dicho que Fulano le había contado que Mengano había oído que Zutano se había enterado de que en una reunión secreta, que nadie sabe ni dónde ni cuándo ha sido ni quiénes se han reunido, alguien, que tampoco se sabe quién es, había dicho que no se iba a hacer nada sin nosotros. Eso te dije. ¿Y sabes lo que significa eso? Eso no significa una mierda, ni eso significa. Será posible, Anita, será posible… Que yo, ahora mismo, ni siquiera soy español, joder, que yo no tengo pasaporte, ni español ni francés ni de ninguna parte, sólo papeles de refugiado político y un carné del Partido Comunista de España, que está también prohibido en Francia, por cierto. ¿Adónde quieres que vaya yo con eso?

—Pues Aurelio…

—Aurelio estaba enfermo y yo no.

—Eso no tiene que ver.

—¡Claro que tiene que ver! Aurelio está jubilado y yo no, yo tengo cincuenta y siete años y no puedo vivir del aire, Anita, no me puedo marchar así como así, y tú tampoco. Tú tendrás que hablar con tu socia, vamos, digo yo, tendrás que decidir qué vais a hacer, si te compra tu parte o si cerráis la guardería, y yo tengo que encontrar trabajo, yo no puedo…

—Pero ya has hablado con Marcel, y él…

—¡Él nada! Él hará lo que pueda, pero cuando pueda, y ahora no se puede, ahora hay que esperar, ver qué pasa, cómo evoluciona todo. Eso es lo que voy a hacer yo, por lo menos. Si tú quieres volverte antes, ya sabes. Habla con tu hijo, que estará encantado.

—¡Qué cabezón eres, Ignacio! —la abuela movió la cabeza de un lado a otro, como si después de una larga carrera repetida muchas veces hubiera llegado una vez más al muro alto, liso, conocido, que nunca sería capaz de franquear.

—No soy cabezón —él contestó sin levantar la voz, casi con dulzura—, soy realista.

—Nada, de realista nada. Cabezón, cabezón, cabezón, eso es lo que eres, nunca he conocido a nadie tan cabezón como tú.

Su marido renunció a defenderse de esa acusación. Volvió a sentarse en su silla, rellenó su copa, probó su contenido, jugó con ella un rato, y nadie se atrevió a hablar, aunque Raquel se dio cuenta de que su padre estaba sonriendo a su madre, que le devolvió la sonrisa a escondidas mientras el tío Hervé, definitivamente harto, escondía la cara entre los brazos, que había cruzado antes sobre la mesa.

—Y por cierto… —al escuchar de nuevo la voz de su marido, la abuela se puso tiesa, pero él ya no se dirigía a ella, sino a su hijo—. ¿Por dónde dices que vives?

—En una urbanización de cuatro edificios con un jardín común, cerca de Arturo Soria.

—¿Y eso dónde está?

—Pues no sé cómo explicártelo… Al final de la calle de Alcalá, pero al final del todo, más allá de la plaza de toros.

—¿En la Ciudad Lineal?

—No, más lejos. En la carretera de Canillejas.

—¿En Canillejas? —Ignacio Fernández miró a su hijo con una cara de susto casi infantil, las cejas muy levantadas, los ojos grandes, la boca abierta—. Pero si eso está lejísimos de Madrid…

—Estaba, papá, estaba. Ahora ya no está, ahora es Madrid. La ciudad ha crecido mucho desde que tú te fuiste.

—Pues yo, desde luego, no pienso vivir en Canillejas —dijo, y miró a su mujer, que le respondió con una sonrisa extraña, mientras movía la cabeza como si pretendiera darse la razón a sí misma.

—¿Y qué quieres? —su hijo también sonrió—. No creo que encuentres nada en la mismísima glorieta de Bilbao.

—Pues si no es allí, lo más cerca que pueda.

¿Cómo se llama esta plaza? Un año después, ésa fue la primera pregunta que Raquel le hizo al portero, mientras le ayudaba a quitar un cartel azul y amarillo del balcón de un piso que, al parecer, ya no estaba en venta. Plaza de los Guardias de Corps, contestó él. ¡Qué difícil!, calculó ella en voz alta, y aquel hombre, que le había dicho a mamá que ya sabía que el piso era un poco caro pero que en aquel barrio no iban a encontrar nada mejor, se lo apuntó en un papel. ¿Y a cuánto está de la glorieta de Bilbao?, preguntó luego. ¿Andando?, quiso saber él, y ella asintió, a diez minutos yendo despacio… Eso no es mucho, ¿verdad? No, qué va… Yo diría que es muy poco.

Te va a encantar, abuelo, te va a encantar, le anunció luego, cuando volvieron a casa y se precipitó sobre el teléfono para ser la primera en darle la noticia, no te imaginas lo grande que es el cielo desde allí.