Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.

Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.

Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladísimo. A principios de marzos el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta, esos domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordé entonces, mientras contemplaba el desprecio del frío en la firmeza de aquellos hombres a los que él podría haberse parecido, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no le digas esas cosas a los niños…

—¿Estás bien, Álvaro?

Escuché primero la voz de mi mujer, luego sentí la presión de sus dedos, el tacto de una mano que buscaba la mía dentro del bolsillo del abrigo. Mai me miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa indecisa, la expresión de una persona inteligente que sabe que nunca encontrará la manera de consolar a nadie frente a la devastadora hazaña de la muerte. Tenía la punta de la nariz colorada, y su pelo castaño, de costumbre liso, apacible, batía sobre su cara como si el viento lo hubiera vuelto loco.

—Sí —le confirmé enseguida—, estoy bien.

Luego apreté sus dedos con los míos hasta que volvió a dejarme solo sin apartarse un centímetro de mi lado.

No existe consuelo frente a la muerte, pero a él le habría gustado que le enterraran en una mañana como ésta, tan parecida a aquellas que escogía para montarnos a todos en el coche y llevarnos a Torrelodones a comer. Qué buen día hace, mirad ese cielo, qué limpia está la sierra, se ve hasta Navacerrada, qué mañana tan buena, este aire revive a un muerto, qué suerte hemos tenido… A mi madre, aunque de pequeña hubiera veraneado en aquel pueblo, aunque hubiera conocido a su marido allí, no le gustaban esas excursiones. A mí tampoco, pero a todos nos gustaba él, su fuerza, su entusiasmo, su alegría, y por eso sonreíamos y hasta cantábamos por el camino, ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras, tralará, hasta que llegábamos a Torrelodones, ese pueblo tan raro que primero parecía una urbanización y luego una estación de tren rodeada por unas pocas casas. ¿A que no sabéis por qué se llama así? Claro que lo sabíamos, la torre de los lodones, esa miniatura de fortaleza, como un castillo de juguete, que se eleva sobre un cerro junto a la carretera, pero él nos lo explicaba en cada viaje, es una torre antiquísima, los lodones eran como los visigodos, para que os hagáis una idea… Mi padre siempre decía que no le gustaba su pueblo, pero le gustaba llevarnos allí, enseñarnos los montes, los cerros, los prados donde cuidaba las ovejas con su padre cuando era niño, y pasear por las calles saludando a los paisanos para contarnos luego y siempre la misma historia, ése era Anselmo, su abuelo era primo hermano del mío, aquella señora se llama Amada, y la que va con ella es Encarnita, son íntimas amigas, desde pequeñas, ese hombre de ahí, Paco se llama, tenía un genio malísimo, pero mis amigos y yo íbamos a robar fruta a su huerta cada dos por tres…

Paco, que al menor ruido salía de casa con una escopeta de perdigones que nunca disparó contra los pequeños ladrones que le esquilmaban las higueras, los cerezos, era mucho mayor que mi padre y debía de haber muerto antes que él, pero Anselmo había venido a su entierro, y Encarnita también. Los reconocí bajo la máscara seca que la vejez había adherido a sus rostros verdaderos, las caras más redondas, más amables, que habían sonreído a mis ojos de niño. Habían pasado muchos años, más de veinte, desde que el irresistible esplendor de un cielo de domingo nos llevó a comer a Torrelodones por última vez, y yo no había vuelto después. Por eso me impresionó tanto la imagen de aquellos ancianos, por los que el tiempo había pasado más deprisa y más despacio hasta desembarcarlos en una vejez diferente, tan distinta de la vejez de mi padre, que podría haber sido igual que ellos y al final de su vida se les parecía menos que nunca. Tal vez cualquier otro día, en otra situación, en otro entierro, ni siquiera habría distinguido sus caras en la masa oscura y uniforme de sus cuerpos agrupados, pero aquella mañana soleada y triste, azul y helada, los estudié uno por uno, una por una, la reciedumbre vegetal de sus troncos, sus piernas cortas y macizas, la tiesura espontánea, casi arrogante, de sus hombros viejos pero no decrépitos, y el color de su piel, marrón, opaca, curtida por el sol de la sierra, que estalla hacia dentro y quema sin dorar. Las arrugas verticales, profundas, largas como cicatrices, surcaban sus mejillas de arriba abajo, pero no elaboraban complejas telarañas de hilos finos al borde de los ojos. Allí también eran pocas, hondas, decididas, propias de un rostro tallado con un cuchillo, la herramienta del tiempo escultor que había escogido un buril más fino, quizás también más impío, para trabajar en la cabeza de mi padre.

Julio Carrión González nació en una casa de Torrelodones, pero murió en un hospital de Madrid, con la piel muy blanca, una hija médico intensivista en la cabecera de su cama, y todos los cables, todos los monitores, todos los aparatos del mundo alrededor. En algún momento, mucho antes de engendrarme, su vida empezó a diverger de la de aquellos hombres, aquellas mujeres, entre los que había crecido y que le habían sobrevivido, esos vecinos del pueblo que habían venido a su entierro como si vinieran de otro tiempo, de otro mundo, de un país antiguo que ya no existía, que yo había conocido y sin embargo no era capaz de recordar. Todo había cambiado también para ellos, yo lo sabía. Sabía que si llegaban a tiempo, si tenían a alguien cerca con un coche o un teléfono y la capacidad de pensar deprisa, ellos también morirían rodeados de cables, de monitores, de aparatos. Sabía que la costumbre de salir de casa sin abrigo, sin medias, sin bolso, en zapatillas, no tenía por qué estar relacionada con el saldo de sus cuentas corrientes, que engordaban desde hacía años gracias el éxodo sistemático de madrileños que eligen abandonar la ciudad, y pagan cualquier precio por un prado que antes apenas daba de sí para alimentar a una docena de ovejas. Lo sabía, y sin embargo vi en sus caras morenas, en sus cuerpos arbóreos, en la pana desgastada de sus pantalones y el pitillo que algunos sujetaban entre los labios como un desafío, una imagen antigua de pobreza profunda, una imagen cruel de España en las rodillas desnudas de esas mujeres que apenas se protegían del frío con una chaqueta de lana que sujetaban sobre el pecho con los brazos cruzados.

Al otro lado estaba su familia, los elegantes frutos de su prosperidad, su viuda, sus hijos, sus nietos, algunos de sus socios y las viudas de otros, unos pocos amigos escogidos, habitantes de mi ciudad, de mi país, del mundo al que yo pertenecía. No éramos muchos. Mi madre nos había pedido por favor que no avisáramos a nadie. Al fin y al cabo, Torrelodones no es Madrid, nos dijo, a mucha gente no le vendrá bien desplazarse… Todos entendimos que prefería enfrentarse a los conocidos en el funeral, y todos habíamos respetado sus deseos, así que no éramos muchos, yo no había avisado a mis suegros ni a los hermanos de mi mujer, ni siquiera a Fernando Cisneros, que era mi mejor amigo desde que los dos empezamos la carrera juntos. No éramos muchos, pero no esperábamos a nadie más.

A mí no me gustan los entierros, ellos lo saben. No me gusta el gesto indiferente de los sepultureros que adoptan una expresión de condolencia artificial y previsible, tan humana, cuando su mirada se tropieza con la de los deudos. No me gusta el ruido de las palas, ni la brutalidad del ataúd rozando las paredes de la fosa, ni la silenciosa docilidad de las sogas al deslizarse, ni la liturgia de los puñados de tierra y las rosas solitarias, ni esa sintaxis pomposa, fraudulenta, de los responsos. No me gusta el ritual macabro de esa ceremonia que siempre acaba siendo tan breve, tan trivial, tan inconcebiblemente soportable, todos lo saben. Por eso estaba solo, lejos, con Mai al lado, separado de los míos y de los otros, tan lejos de los abrigos de pieles como de las chaquetas de lana y casi a salvo del ronroneo del cura que mi familia se había traído de Madrid, el padre Aizpuru, del que mi madre decía que había llevado a sus hijos por el buen camino, al que mis hermanos mayores seguían tratando con la misma reverencia ñoña e infantil que él mismo cultivaba cuando arbitraba los partidos de fútbol en el patio del colegio, y que a mí nunca me había caído bien, porque también había sido mi tutor en el último curso del bachillerato y me había obligado a hacer gimnasia en el patio, desnudo de cintura para arriba, en las mañanas más frías del invierno.

¿Qué sois, hombres o niñas? Otra imagen de España, él llevaba la sotana cerrada hasta el último botón y yo tiritaba como un cordero recién esquilado mientras caía una lluvia que parecía nieve, millones de gotas mínimas, ingrávidas, ignorantes de las recompensas de la virilidad humana, que desarrollaban una pauta peculiar al estrellarse contra mi cuerpo, y primero helaban, y luego me quemaban la piel enrojecida al ritmo de sus palmadas. ¿Qué sois, hombres o niñas? Yo nunca contestaba con entusiasmo a esa pregunta, ¡hombres!, porque en mi cabeza sólo cabía una idea, una frase, tres palabras, serás cabrón, Aizpuru, serás cabrón, y me vengaba como el tonto más ingenuo que jamás ha cumplido dieciséis años, quedándome callado en la misa de los viernes, sin rezar, sin cantar, sin arrodillarme, jódete, Aizpuru, que por tu culpa he perdido la fe. Hasta que él llamó a mi madre, la citó en el colegio después de clase, habló mucho tiempo con ella, le pidió que me vigilara. Alvarito no es como sus hermanos, le dijo, es más sensible, más conflictivo, más débil. Un buen chaval, estudioso, responsable, sí, inteligente, hasta demasiado inteligente para su edad, por eso me preocupa. Los chicos como él pueden torcerse, por eso creo que conviene que le vigilen, que le estimulen un poco. Y aquella noche, mamá se sentó en el borde de mi cama, me peinó con los dedos, y sin mirarme a los ojos, me dijo, Álvaro, hijo, a ti te gustan las chicas, ¿verdad? Sí, mamá, le contesté, me gustan mucho. Ella suspiró, me besó, salió de la habitación, nunca volvió a interrogarme sobre mis gustos y jamás le contó a mi padre una palabra de su conversación con mi tutor. Yo acabé el curso con buenas notas y una imperturbable sintonía en la cabeza, serás cabrón, Aizpuru, serás cabrón, sin sospechar que muchos años después comprendería que era él, y no yo, quien tenía razón.

Álvaro, hijo, ya que no te ha dado la gana de ponerte un traje y una corbata, sé cariñoso por lo menos con el padre Aizpuru, te lo pido por favor… Eso era lo único que me había pedido mi madre aquella mañana, y yo me había adelantado a darle la mano antes que nadie para que la frialdad de mi bienvenida fuera compensada de inmediato por los aspavientos de mi hermano Rafa, de mi hermano Julio, hombres y no niñas que se abandonaron en los brazos de aquel anciano gordo que les acariciaba la cabeza, y les besaba en las mejillas, y les arrugaba las solapas, babeando todos, llorando a la vez. Fraternidad marista, amor filial, yo tengo dos mamás, una en la tierra y otra en el cielo. Una mariconada, bien pensado. Intenté comentárselo a mi mujer y me pegó un pisotón. Mi madre de la tierra, que me dirigió la última mirada de alarma en el vestíbulo de su casa, debía de haber hablado con ella, y mi padre acababa de morir, íbamos a enterrarlo, todos teníamos bastante y su viuda más que ninguno, así que hice todo lo que se suponía que tenía que hacer, todo excepto acercarme a la fosa.

El padre Aizpuru tenía razón, yo no era como mis hermanos, y sin embargo era un buen chico, siempre lo he sido, y he creado menos problemas, menos conflictos que cualquiera de ellos dos. En el mundo anumérico, acientífico, en el que me crié, mi capacidad para el cálculo abstracto, superior desde luego al de la media de la población, cimentó la leyenda de una inteligencia que tampoco creo poseer. Soy físico teórico, eso sí, y esta definición enarca las cejas y redondea de asombro los labios de quienes la escuchan por primera vez, hasta que se paran a pensar en su significado, mi sueldo de profesor en la universidad, mis posibilidades de llegar a ser lo que ellos consideran rico o importante. Entonces comprenden la verdad, que soy un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, o al menos lo fui hasta aquella mañana, cuando mi única extravagancia, una aversión morbosa a los entierros, precipitó mi ánimo desde la tristeza honda y universal de los supervivientes a un misterioso estado de alerta sensorial, cuya responsable debió de ser en parte la pastilla que Angélica se empeñó en que me tomara con el desayuno. Tú no has llorado, Álvaro, me dijo, tómate esto, que te vendrá bien. Era verdad que no había llorado, yo lloro poco, muy poco, casi nunca. No le pregunté a mi hermana lo que era y tampoco estoy seguro de que no fuera mi propio dolor el que se interrumpió a sí mismo, cesando de repente a favor de lo que después sólo podría explicarme como un súbito exceso de conciencia, una mirada concentrada y distante al mismo tiempo que se dejó capturar por las rodillas anchas, abultadas y pulposas de las mujeres del pueblo de mi padre, antes de diseccionar con el mismo imprevisto bisturí los rostros y los cuerpos de mi propia familia.

Estaban allí, y de repente podía mirarles como si no los conociera. El padre Aizpuru no se callaba nunca, y a su lado mi madre miraba al horizonte con sus ojos acuáticos, esa mirada azul de mujer extranjera que seguía siendo joven en un rostro de anciana, la piel transparente, tan fina que parecía a punto de romperse, cansada de arrugarse, de doblarse sobre sí misma en abanicos concéntricos de infinitesimales pliegues. Las arrugas de mi madre no tenían carácter, sus ojos sí, porque parecían dulces pero sabían ser duros, y eran astutos con la ventaja de su color inocente, y al reír eran bellos, pero la cólera los iluminaba desde dentro con una luz más pura, aún más azul. Todavía era una mujer guapa, mi madre, lo había sido tanto, tan rubia, tan blanca, tan exótica, Angélica Otero Fernández, sueca imaginaria, toda una rareza. Tu familia debe de ser de Soria, le decía mi padre, de sangre íbera, los íberos eran rubios, de ojos claros… Mi padre era gallego, Julio, respondía ella siempre, de un pueblo de Lugo, y mi madre de Madrid, lo sabes de sobra. Bueno, pero yo digo antes, en origen, o si no, tu padre sería celta, insistía él, que no encontraba otra manera de explicarse la feroz supremacía de los genes de su mujer sobre los suyos, esa cosecha de niños de ojos claros, tan rubios, tan blancos, tan exóticos, que sólo se interrumpió una vez, en el instante de mi nacimiento.

Gitano, gitanito, me llamaban mis hermanos, y él les mandaba callar, y luego venía hacia mí, y me abrazaba. No les hagas caso, Álvaro, tú eres como yo, ¿no lo ves? Con el tiempo, aquello había acabado siendo más cierto que nunca. El padre Aizpuru tenía razón, yo no soy como mis hermanos, ni siquiera me parezco a ellos. Rafa, el mayor, cuarenta y siete años, siete más que yo, seguía siendo rubio incluso después de quedarse calvo. Al lado de mi madre, serio, casi rígido, imbuido de la solemnidad de la ceremonia, era un hombre alto y avejentado, con los hombros estrechos en relación con su estatura y una barriga impropia de su delgadez. Julio, el tercero, tenía tres años menos y un aspecto casi idéntico, aunque los signos de la edad avanzaban mucho más despacio a través de su rostro, de su cuerpo. Entre ellos había nacido Angélica, la doctora Carrión, que tenía unos ojos distintos, casi verdes, y envidiaba mi pelo, el suyo fino, frágil, quebradizo. La misteriosa sangre de los Otero, de los Fernández, había dado mejores resultados en las mujeres que en los hombres. Mis hermanos no eran demasiado atractivos, pero mis hermanas eran muy guapas, Clara, la pequeña, muy rubia también aunque tuviera los ojos de color miel, hasta espectacular. Y luego estaba yo, tan corriente en la calle, en el parque, en el colegio, pero tan extraño en mi casa como si viniera de otro planeta, tan parecido a mi padre sin embargo. Cuatro años después de que naciera Julio, cinco años antes de que naciera Clara, aparecí yo, con el pelo negro, y los ojos negros, y la piel oscura, y los hombros anchos, y las piernas peludas, y las manos grandes, y el vientre liso, Carrión perdido, más bajo que mis hermanos, apenas tan alto como mis hermanas, diferente.

El día del entierro de mi padre, en el cementerio de Torrelodones, aún no sabía hasta qué punto aquella diferencia llegaría a ser dolorosa. Aizpuru no se callaba nunca, y no se callaba el viento, que estremecía todas las cosas excepto las nubes que a lo lejos seguían deshilachándose despacio, sin llegar a filtrar el brillo líquido de las últimas nieves. Tendrías que haber estado en Rusia, en Polonia, me habría dicho él, porque hacía frío, yo tenía frío, a pesar de la bufanda, de los guantes, de las botas, llevaba las manos en los bolsillos y todos los botones abrochados, aunque no fuera rubio, aunque no fuera pálido, aunque no me pareciera a mis hermanos. Ellos también tenían frío, pero disimulaban, los hombros erguidos en una posición casi marcial y las manos unidas, sujetándose entre sí por encima del abrigo. Mi padre habría adoptado la misma postura en el último entierro al que hubiera acudido, y su aspecto habría sido parecido, parecidos sus guantes, sus gestos, tan distintos de la paciente resignación que fortificaba la mirada de Anselmo, de Encarnita, unos ojos que no tenían prisa porque no esperaban ya que nada les sorprendiera, que se humillaban sólo frente al tiempo y extraían arrogancia de su inmenso cansancio para mirar sin ganas el mundo de los otros. Ésa era la condición que mi padre había perdido, pensé entonces, porque él había vivido otra vida, había tenido más suerte, y el dinero no compra la felicidad, pero sí la curiosidad, y la vida en las ciudades no es sana, pero tampoco es aburrida, y el poder envilece, pero también ejercita la sutileza, y él había tenido mucho dinero, mucho poder, y había muerto sin conocer la condición vegetal, mineral quizás, en la que la vida había precipitado a aquellos niños que jugaron con él y ahora, en el instante de su definitiva desaparición, habían venido a reconocerle como a uno de los suyos.

No lo era. Ya no lo era. Por eso me impresionó tanto verlos allí, agrupados a un lado de la fosa, sin mezclarse con la otra mitad del duelo, estudiando a la viuda, a los hijos de Julito Carrión con la misma neutral sagacidad que yo invertía en sus rostros, en sus gestos. Si no me hubiera fijado en ellos, si no hubiera aceptado el desafío pacífico de sus rodillas desnudas y sus chaquetas de lana, quizás no habría llegado a ver nada después. Pero seguía mirándoles sin preguntarme por qué, mientras me preguntaba si ellos también se habrían dado cuenta de que yo no me parezco a mis hermanos, cuando el padre Aizpuru por fin dejó de hablar, y buscándome con los ojos, pronunció aquella frase temible, aproxímense los familiares.

Hasta aquel instante no había sido consciente del silencio, pero distinguí el ruido de un motor desde muy lejos y celebré su estrépito, el ronquido que enmascaraba el eco sucio de esas palas que removían la tierra como si pretendieran insultarme con su aspereza, castigar mis oídos de hijo cobarde, de alumno rebelde del padre Aizpuru. Aproxímense los familiares, había dicho, y yo no me moví, se lo había anunciado a mi madre, a mis hermanos, a mi mujer, no me gustan los entierros, todos lo sabían. Mai me miró, me apretó la mano, yo negué con la cabeza, y se fue con ellos. Sólo entonces fui consciente del silencio, y con él, de la naturaleza del único sonido, agudo, feo, metálico, que enturbiaba la limpieza de aquella mañana fría y sin pájaros. Luego vendrán las sogas, calculé, los resoplidos de los hombres esforzándose y la humillación brutal de la madera que golpea las paredes de la fosa, pero no escucharía ningún otro sonido, porque llegó aquel coche, distinguí el profano, reconfortante ruido de su motor desde muy lejos, lo oí crecer, acercarse, cesar de golpe un instante después de que las palas terminaran su trabajo.

No éramos muchos pero no esperábamos a nadie más, y sin embargo, alguien llegaba ahora, a destiempo.

—¿Tú que quieres, mamá?

—Nada, hijo.

—Mamá, tienes que comer…

—Ahora no, Julio.

—Pues yo creo que voy a pedir fabada, y de segundo…

—¡Clara!

—¿Qué pasa? Estoy embarazada. Tengo hambre.

—Dejadla que coma lo que quiera. Hoy no es un día normal, cada uno tiene que hacer el duelo a su manera.

—¿Sí? Pues yo quiero angulas.

—¡Ni hablar!

—¡Pero papá! La tía Angélica acaba de decir…

—Me da igual lo que haya dicho la tía Angélica. Tú no pides angulas y se acabó.

—Vale, pues bogavante.

—¿Tú qué quieres, llevarte un bofetón?

—Y yo lo mismo que Guille…

—O sea, para Enrique otro bofetón.

—Bueno, ¿habéis decidido o no?

—Sí, chuletas de cordero para todos los niños —mis dos sobrinos bufaron a la vez, pero ninguno se atrevió a protestar—. De las entradas me encargo yo, y mamá que se tome una sopa, por lo menos.

—Que no quiero, Rafa.

—Pues un puré de verduras.

—Que no.

—Angélica, díselo tú.

—Es verdad, mamá, tienes que comer algo.

—¡Una cosa, una cosa, una…! ¡Jo, que tengo la mano levantada!

—Vamos a ver, Julia, ¿y a ti qué te pasa?

—Pues que yo soy niña y prefiero pollo al ajillo.

—A ver, los que quieran pollo que levanten la mano…

Mi cuñada Isabel, brazo armado de su marido, que ejercitaba su condición de primogénito con inequívoca autoridad y ninguna consideración hacia la del camarero, empezó a contar y todos se callaron de repente, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en la reproducción de una película mil veces repetida, las comidas familiares de los Carrión Otero en cualquier restaurante de la carretera de La Coruña, doce adultos, ya sólo once, y once niños, que pronto serían doce, hablando, gritando y moviéndose a la vez.

—Oye, mamá, ¿quién era esa chica que ha llegado al final? El silencio duró más de lo que yo había calculado, porque todos me escucharon y ninguno supo contestarme.

—¿Qué chica? —mi madre me devolvió la pregunta.

—Álvaro, por cierto, ¿y tú qué quieres? No te tengo apuntado.

—¿Yo…? Chuletas, como los niños.

—Calla un momento, Isabel —la curiosidad devolvió por un instante el brillo a unos ojos azulísimos—. ¿Qué chica, Álvaro?

—Pues una chica… De la edad de Clara, más o menos, tirando a alta, castaña, con el pelo largo, liso… Ha llegado en coche, al final. Yo la he visto entrar, se ha quedado cerca de la puerta. Llevaba pantalones, unas gafas de sol muy grandes y una gabardina forrada de piel. ¿No la habéis visto?

Nadie la había visto. Había entrado en el cementerio andando despacio, pisando con cuidado para evitar que sus botas de tacones muy altos se hundieran en la tierra y despreocupándose al mismo tiempo de la suerte de sus tacones, porque no miraba al suelo, tampoco al cielo, miraba hacia delante, o mejor dicho, se dejaba mirar, caminaba sobre la hierba rala, desmochada, sembrada de piedras, como si avanzara por una alfombra roja bajo la luz nocturna de los focos. Parecía llegar de otro lugar y dirigirse a un sitio muy distinto, porque había algo en su actitud, en su forma de moverse, de acompañar sus pisadas con el compás blando de sus brazos, los hombros cómodos, relajados, que desmentía una norma universal, el encogimiento forzoso, inconsciente pero inevitable, hasta ligeramente teatral, que unifica a las personas que asisten a un entierro incluso cuando nunca llegaron a conocer al difunto. No podía ver sus ojos, pero sí su boca, su barbilla, los labios entreabiertos, una expresión serena y casi sonriente, aunque en ningún momento llegó a sonreír. Tampoco se acercó mucho. Se quedó a mi altura, tan lejos de las chaquetas de lana como de los abrigos de pieles, como si no pretendiera tanto ver como dejarse mirar, consciente tal vez o quizás no, en absoluto, de que yo era su único testigo, el único que podía mirarla, que recordaría haberla visto después.

—Se me ha ocurrido que a lo mejor trabaja con vosotros, ¿no? —miré a mi hermano Rafa, a mi hermano Julio—. Igual es una antigua secretaria de papá, o… No sé, puede ser una empleada de la inmobiliaria.

—Pero entonces se habría acercado a saludarnos, creo yo —Rafa me miró, miró a Julio, él asintió, los dos me miraron a la vez—. Yo no he avisado a nadie de la oficina, desde luego.

—Yo tampoco.

—Bueno, pues… No sé. El caso es que yo la he visto… También puede ser que conociera más a papá que a nosotros, que por ejemplo fuera una enfermera del hospital, de las que le han estado cuidando, ¿no? Igual le ha dado corte acercarse a saludar…

Pero todo eso lo imaginé después, mientras buscaba una explicación razonable para su repentina desaparición, tan brusca, tan inexplicable como su llegada. Al principio pensé algo mucho más tonto, que se había equivocado, que no creía venir a un entierro, que tenía cualquier otra cosa que hacer en aquel cementerio pequeño, apartado, en aquella mañana fría de un jueves de marzo con sol y sin pájaros. No era sólo su actitud, esa despreocupación de mujer que pasea por el puro placer de dejarse mirar, sin haberse propuesto llegar a sitio alguno. Su aspecto también dificultaba su presencia en el entierro de mi padre, en ese duelo partido en dos, la memoria de su infancia y la de su edad adulta encarnadas en dos realidades compactas, opuestas, antagónicas. Ella era joven, iba bien vestida, muy abrigada, llevaba el pelo suelto y ningún maquillaje, en contraste con la aparatosa sofisticación de sus botas de mosquetero. En aquel momento, en aquel lugar, podría pertenecer a mi familia, debería haber pertenecido a mi familia, y sin embargo, yo no la conocía. Si era pariente de Anselmo, de Encarnita, de cualquiera de los vecinos del pueblo que permanecían juntos, agrupados, sin mezclarse con los madrileños pero acompañándoles a distancia con ese gesto de sombría serenidad inscrito en el código tácito que ella prefirió ignorar, debería haberse acercado a saludarles, y no lo hizo. Al contrario, abrió el bolso, sacó un paquete de tabaco, un mechero, encendió un cigarrillo, se quitó las gafas y me miró.

—No sé qué decirte… —mi hermana Angélica necesitó más tiempo para reaccionar—. Yo trabajo en la UCI, conozco a todas las enfermeras de allí, y tu descripción no me encaja mucho con ninguna, la verdad. Antoñita es joven, pero no es alta, y las otras… Además, puede ser que le diera corte saludar a mamá, pero a mí no. A mí tendría que haberme dicho algo.

—Pues no sé, pero el caso es que la he visto —insistí, mirando a mis hermanos uno por uno—. A lo mejor es vecina de alguno de vosotros, o compañera del colegio, o algo así. Podría haber estudiado contigo, Clara…

—Será del pueblo —apuntó mi hermano mayor mientras la pequeña negaba con la cabeza.

—Eso también lo he pensado, pero el caso es que no tenía pinta.

—¡Pero bueno, Álvaro! —mi madre apoyó la hipótesis de Rafa—. La pinta no tiene nada que ver. Si fuera de mi edad, todavía, pero ahora todos los jóvenes vais vestidos igual, en los pueblos y en las ciudades. Ya no hay diferencias.

Me miró como si ella sí me conociera, como si quisiera reconocerme, y entonces pensé que a lo mejor había venido para eso, que lo que buscaba no era dejarse ver, sino mirarnos, y sostuve la mirada de sus ojos, que eran grandes y de un color extraño, verdosos pero oscuros, mientras ella me miraba de frente, con paciencia, con firmeza, como si llevara mucho tiempo esperando la ocasión de volver a vernos, como si hubiera llegado hasta allí sólo para reconocernos, para reconocerme a mí, que me había equivocado antes al mirarla, al creer que era eso lo que deseaba. En los dos últimos días había fumado tanto que aquella mañana me levanté con la ilusión de no volver a hacerlo nunca más, pero llevaba un paquete en el bolsillo del abrigo, y el cigarrillo que ella consumía despacio, sin despegar sus ojos de los míos, me obligó a abandonar su mirada y mis propósitos. Cuando empecé a fumar, ella ya había terminado, cuando volví a mirarla, ella ya no me miraba, sus ojos enfocados hacia delante, hacia mi madre, que sollozaba mientras Rafa cogía un puñado de tierra y lo tiraba sobre el ataúd, hacia Clara, que dejaba caer unas flores en la fosa con un gesto desconsolado y último, hacia mis sobrinos mayores, tan jóvenes todavía, niños vestidos de hombre con traje y corbata, incómodos en sus papeles, en sus ropas, en la estricta vigilancia de los adultos. Ahora miraba hacia allí, hacia ellos, los estudiaba, los observaba con la misma paciente intensidad que antes había derramado sobre mí, como quien cumple una misión y no tiene prisa. Entonces estuve seguro de que aquella desconocida sabía muy bien dónde estaba, y sentí una inquietud cercana al miedo, un temor poco profundo que no nacía del peligro sino de la presión de lo inexplicable, pero mi madre se dejó caer hacia atrás, mi hermano Julio la recogió, la sostuvo mientras se doblaba después hacia delante, los demás rompieron la formación, la rodearon enseguida, y comprendí que todo había terminado, las palas, los rezos, las sogas. Mi padre viajaba ya hacia el olvido cuando me acerqué por fin yo también, y ocupé mi lugar entre los míos.

—Yo sí la he visto —mi sobrino Guille, el segundo de los hijos de Rafa y el más listo de todos, dejó de jugar con el móvil y me miró—. Llevaba una chaqueta de cuadritos y unos pantalones como de montar a caballo metidos en unas botas de esas que tapan las rodillas, ¿a que sí?

—Sí, justo, ésa era. Menos mal que tú también la has visto… —le sonreí, y recibí a cambio una sonrisa de catorce años, borracha de protagonismo—. ¿Y la has visto salir?

—No, eso no. Estaba al fondo, y yo creía que iba a venir luego, como los otros, pero ya no la he visto más. Me he fijado porque… Era guapa, ¿verdad?

—Desde luego, es muy extraño… —mi hermano Rafa miró a su hijo, luego a mi madre, por fin a mí, pareció que iba a decir algo más y se quedó callado de repente.

—¿Y no puede ser pariente nuestra, mamá? —insistí—. No sé, prima lejana o algo por el estilo…

—No —la negativa de mi madre fue seca, tajante, y sin embargo tardó algún tiempo en justificarla—. Como comprenderás, hijo, yo todavía conozco a todos mis parientes. Aunque sea vieja, estoy muy bien de la cabeza.

—Ya, pero el caso es que… —la miré a los ojos y no me atreví, pero también vi algo en ellos que no esperaba—. Nada.

—Oye, Álvaro…, ¿tú estás tomando algo? —mi hermana Angélica intervino en el tono de suspicaz solicitud que se había hecho famoso a través de los partos, hospitalizaciones y convalecencias de toda la familia—. Porque para haber tomado sólo la pastilla que te he dado esta mañana, te estás metiendo en un bucle un poco raro, la verdad…

Yo también esperaba verla de cerca, encontrarme de nuevo con sus ojos, descifrar su color, saber quién era, para qué había venido, por qué nos miraba así, con esa intensidad, esa paciencia de quien cumple una misión y no tiene prisa, pero estreché todos los abrigos de pieles, todas las chaquetas de lana, abracé a conocidos y a desconocidos, besé rostros tersos, otros arrugados, y no apareció. Mi madre, las mejillas súbitamente hundidas, una expresión de agotamiento tan intensa como no habíamos visto ni en los peores momentos de la agonía de su marido, pidió ayuda para emprender el camino de vuelta. La abracé, repartiéndome la asombrosa levedad de su cuerpo con mi hermano Julio, y entre los dos la sacamos del cementerio casi en volandas. Cuarenta y nueve años, murmuraba, hemos vivido juntos cuarenta y nueve años, cuarenta y nueve años durmiendo en la misma cama, y ahora, ahora… Ahora tienes que conocer a la hija de Clara, mamá, y ver crecer al hijo de Álvaro, a mis hijos, Julio enhebraba otras cifras, números como anclas, como clavos, como botones capaces de abrocharla a la vida, tienes cinco hijos, mamá, y doce nietos, y todos te queremos, y te necesitamos, te necesitamos para seguir queriendo a papá, para que papá siga estando vivo, tú lo sabes… Yo le escuchaba como si hablara desde muy lejos y no descuidaba el cuerpo cuya responsabilidad compartíamos, pero estaba pendiente del rastro de aquella mujer que se había evaporado con la misma habilidad que había desplegado al llegar como si viniera de ninguna parte. Mi madre caminaba muy despacio, Julio la consolaba con palabras dulces, pausadas, y yo la besaba de vez en cuando, apretaba mis labios, mis mejillas, contra su cabeza, para disculparme ante mí mismo mientras buscaba a aquella desconocida en todas las direcciones, aunque ya hubiera adivinado que no estaba allí. Quería agotar todas las posibilidades para convencerme de que había comprendido su estrategia, llegar tarde, cuando los asistentes al entierro ya se hubieran distribuido de espaldas a la puerta y los familiares más cercanos estuvieran reunidos alrededor del sacerdote, ver la ceremonia a distancia, protegida por el anonadamiento último que blinda los sentidos de quienes han pagado ya los otros plazos del dolor, y marcharse deprisa, mientras los que no han sentido la muerte de cerca cumplen con el rito de afirmar lo contrario. Ella había previsto todo eso pero no había podido contar conmigo, con mi única extravagancia, esa morbosa aversión a los entierros que había desbaratado su plan, recortado su astucia. No quería que nadie la viera pero yo la había visto, sólo yo, y un niño de catorce años que la habría olvidado enseguida si no fuera porque, al salir del cementerio, ya estuve seguro de que su presencia no había sido un espejismo, ni un accidente, nada que pudiera merecer cualquiera de los nombres de la casualidad. Ella había estado allí y nos había mirado como si nos conociera, como si quisiera reconocernos, y al mirarla, yo había descubierto un rasgo familiar en su perfil, un destello borroso, huidizo, que no había sido capaz de atrapar al mirarla de frente, como no fui capaz de capturar del todo la naturaleza de la luz que iluminó con un color más puro, aún más azul, los ojos de mi madre al escuchar una pregunta inocente.

—¿Por qué no me lo has contado antes, Álvaro?

—¿El qué? — Miguelito se resistió como una fiera a entrar en la silla anclada al asiento trasero del coche, pero cuando conseguí abrochar el último cierre, ya se había quedado dormido.

—Lo de esa chica… —Mai arrancó y yo ocupé el lugar del copiloto, porque mi hermana Angélica, en la línea de su histerismo tradicional, había insistido en que no me convenía conducir y a mí tampoco me apetecía—. Podrías habérmelo contado antes, cuando hemos ido a recoger al niño, o al ir al restaurante.

—Pues sí —admití, y no encontré gran cosa que añadir—. Pero no se me ha ocurrido.

Mi mujer se paró ante un semáforo, sonrió, me acarició el pelo, se inclinó sobre mí, me besó, y esa secuencia de acciones cálidas, tranquilas, amables, me arrancó del frío y la inquietud de aquella mañana para devolverme a un lugar conocido, mi propia vida, un paisaje llano de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia.

—Qué raro todo, ¿no? —dijo ella al rato, cuando ya circulábamos por la autopista.

—Sí. O no —la muerte es tan rara, pensé—. No lo sé.