Jonathan vagaba de nuevo por la Ciudad Oculta.
Había llamado a la policía para que fuesen a recoger el cuerpo de Nadie, pero cuando los agentes llegaron, él ya se había marchado. Ahora, con el reloj-puerta colgado de nuevo de su cuello, volvía a recorrer con precaución las oscuras calles de lo que Nadie había llamado «la ciudad de los inmortales».
La ciudad de los inmortales…
Jonathan intuía que aquello tenía mucho que ver con el reloj Deveraux y el misterioso marqués que lo había embarcado en aquella aventura, pero no terminaba de verlo claro. El malogrado Nadie había acudido a la Ciudad Oculta en busca de la inmortalidad, pero Emma le había dicho que era una esperanza vana, porque la Muerte siempre acababa ganando la partida. Así había sido en el caso de Nadie.
¿Entonces, qué? ¿Había llegado allí Nadie persiguiendo un mito? ¿Se había referido a aquellos inmortales que lo eran en virtud de un pacto con el demonio? Pero Emma había dicho que los demonios estaban allí para tentar a los que llegaban buscando la inmortalidad. Por otro lado, el duende de la tienda había hablado de unos seres inteligentes anteriores al hombre. ¿Hablaba de los demonios? ¿Eran ellos los Señores de la Ciudad Oculta?
¿Y el reloj Deveraux? Emma le había dicho que estaba en la Ciudad Antigua. Pero el duende había afirmado lo contrario.
A Jonathan le daba vueltas la cabeza. Sospechaba que había tenido la oportunidad de averiguar muchísimas más cosas sobre aquella extraordinaria ciudad dual, pero la había dejado escapar al no formular las preguntas adecuadas.
En aquel momento oyó una voz que canturreaba en una calle lateral. Se detuvo y escuchó atentamente:
—… y ella le dijo: «Oh, qué buen escondrijo. ¿Puedo pasar la noche aquí contigo?». «Pero los lobos aúllan y la luna se oculta», dijo él; «¿no quieres encontrar aquello que buscas?»; y el agujero se cerró, y el dragón se durmió, y ella se fue volando hacia las luces del alba, las luces del alba…
La voz calló, y Jonathan sacudió la cabeza, sorprendido. De pronto había un hombre frente a él, un hombre delgado y vivaracho, que había aparecido súbitamente en el callejón, o esa era la sensación que le había dado. Pero apenas unos segundos después comprendió que aquel individuo no había brotado de la nada, sino que se había acercado caminando desde la esquina, y Jonathan no se había dado cuenta porque había estado sumido en una especie de trance provocado… ¿por aquella absurda canción?
Observó al hombre a la luz de las estrellas. Vestía de una manera muy estrafalaria, con prendas de distintas clases, colocadas unas encima de otras sin orden ni concierto. Llevaba en la cabeza, a modo de gorro, lo que parecía una funda de cojín hecha de distintos retazos de tela, y rematada con media docena de cascabeles de diversas formas y tamaños.
Pero lo que más llamó la atención de Jonathan fueron sus ojos, enormes y brillantes, que destacaban poderosamente en un rostro menudo y enjuto.
El chico abrió la boca para preguntarle su nombre, pero, ante su sorpresa, lo que dijo fue:
—¿Cómo sigue la historia?
El curioso hombrecillo pasaba el peso del cuerpo de un pie a otro, balanceándose con tal ligereza que costaba seguir sus movimientos.
—¿Qué historia? —preguntó con voz aguda.
Por segunda vez, Jonathan fue a preguntarle su nombre, pero de nuevo se vio sorprendido por las palabras que salieron de su boca:
—… y ella se fue volando hacia las luces del alba, las luces del alba… —le recordó al hombrecillo—. ¿Qué pasó después?
—¡Oh, esa! —rió el extraño personaje— … y ella se fue volando hacia las luces del alba, las luces del alba, y en lo alto de un árbol hizo una casa; y al sexto día tuvo visita. «¿Quién ha venido a verme?». «Oh, yo he venido a verte, y he cruzado el desierto para pedirte un beso». Pero ella no lo dejó entrar: «Y, a cambio, ¿qué me darás? ¿Me trajiste la risa de la mariposa? ¿Tienes un frasco con lágrimas de rosa? ¿Recogiste acaso los sueños de un hada? ¿Me enseñarás el color de tu alma?». Él le regaló la risa de la mariposa, y un frasco de lágrimas de rosa; le mostró cómo eran los sueños de un hada, le dijo cuál era el color de su alma. «Regálame un pedazo de estrella», pidió entonces ella. Y él bajó la cabeza, entristecido. «Oh, no, no puedo darte lo que me has pedido. ¿No sabes que las estrellas aún no han florecido?».
El hombrecillo calló de repente, y Jonathan volvió a la realidad con brusquedad. Aquellas palabras habían provocado un extraño efecto sedante en él, creando en su mente imágenes maravillosas de mariposas que reían y estrellas florecidas. Cuando pudo volver a pensar con coherencia tuvo que admitir que aquella historia, que no tenía ni pies ni cabeza, había logrado subyugarlo hasta el punto de hacerle olvidar todo cuanto tenía que ver con su mundo y su realidad. Sacudió la cabeza. «Esto es una locura», pensó. Pero parecía que una parte de su mente quería seguir perdido en aquella locura, porque de pronto se encontró a sí mismo diciendo:
—¿Me contarás otra historia? ¿O no guarda más tu memoria?
Calló, horrorizado, preguntándose si el pareado le había salido por casualidad, y sospechando que no era así. El hombrecillo sonrió de nuevo:
—Oh, oyente paciente —canturreó—, tú que pides más cuentos, sabrás que no te miento si te digo que una vez existió una mosca muy feroz que lloraba elefantes cuando moría la tarde. Y una piedra que caía le contó mil maravillas…
Jonathan perdió la noción del tiempo. Tal vez oyera dos, cinco o cincuenta de aquellas descabelladas historias, pero había en ellas algo fascinante que lo obligaba a seguir escuchando y a pedir más y más.
—… y la noche se reía, y él se fue con mucha prisa. «He perdido mi ternura. ¿La habrá encontrado la luna?», pero la luna le dijo…
—¡Socooorroooo…!
Jonathan alzó la cabeza y trató de despejarse.
—¿La luna dijo «socorro»? —murmuró, aturdido.
—… la luna le dijo: «Yo he encontrado tu ritmo, pero la ternura…».
—¡¡¡Ayuuudaaaa!!!
Jonathan despertó por segunda vez de su extraño trance. La voz que pedía auxilio se oía lejana y distante, pero había logrado colarse de alguna manera entre las mágicas palabras del disparatado cuento. Y había algo en ella que no admitía ser ignorado.
—Qué raro… —susurró Jonathan, todavía algo confuso—. Esa voz…
Se dio cuenta entonces de que se había sentado en un portal, y de que el extravagante hombrecillo estaba sentado junto a él. Se preguntó cuánto rato llevaba allí.
—… pero la ternura… —intentó proseguir el hombrecillo; sin embargo, en aquel momento la voz volvió a oírse, y junto a ella sonaron también los ladridos de los perros infernales, y Jonathan no pudo seguir obviándola.
Se puso en pie de un salto.
También su compañero se levantó.
—¿Queréis saber lo que aconteció cuando el gigante por la jarra se cayó? —dijo rápidamente.
Jonathan se volvió hacia él, interesado, pero enseguida se obligó a sí mismo a tener presente que acababa de oír una voz pidiendo ayuda.
—No puedo quedarme —dijo con firmeza, aliviado al comprobar que esta vez había pronunciado las palabras que quería pronunciar—. Tus historias son muy bonitas, pero…
De pronto se calló y miró al hombrecillo con mayor atención.
—¡Tú eres el Hacedor de Historias! —exclamó—. ¡Tú eres la persona a la que Emma quería que viera!
El Hacedor de Historias se rió como un loco, y los cascabeles de su extraño gorro tintinearon con alegría.
—¡Quién tuviese tal fortuna como el hueso de aceituna que fue a correr aventuras al país de las…!
—¡No, espera! —lo interrumpió Jonathan—. ¿Qué sabes del reloj Deveraux?
Los ojos del hombrecillo brillaron todavía más.
—Un reloj para ocultar un pedazo de tiempo —tarareó—. Créeme, que no te miento. Cuando el tigre fue a buscar la sonrisa de cristal…
—¡Por favor, que alguien me ayude!
En esta ocasión, la voz había sonado mucho más desesperada, y los ladridos de los perros mucho más cerca, y Jonathan dio un respingo, sorprendido. Aquella voz…
—¿Papá?
Aguzó el oído. El Hacedor de Historias canturreaba:
—Tiempo, siento, miento, lento, tiento…
—¡Silencio! —pidió Jonathan, pero el hombrecillo alzó la voz todavía más:
—¡Tiempo, cuento, tiempo, cuento, tiempo…! —chillaba.
Jonathan se tapó los oídos y echó a correr. Mucho rato después de que dejara atrás al Hacedor de Historias, sus sorprendentes imágenes seguían creando extrañas asociaciones en su cabeza. «El hueso de aceituna encontró la ternura, y ella le pidió una sonrisa de cristal, y el dragón la fue a buscar; habló con un elefante feroz que caía por la jarra y…».
—¡¡¡Basta ya!!! —chilló Jonathan.
Por un momento se hizo el silencio en su mente. Entonces oyó de nuevo la voz de su padre, y se aferró a ella como a un talismán. Echó a correr otra vez.
Y al doblar una esquina lo vio.
Bill Hadley había trepado hasta el tejado de un cobertizo que aguantaba a duras penas su peso. No ayudaba a mejorar su situación el hecho de que tres de aquellos aterradores perros estaban intentando echar abajo el cobertizo para poder llegar hasta él.
—¿Papá? —dijo Jonathan, sorprendido.
Instintivamente, se llevó la mano al pecho para comprobar que su reloj-puerta seguía allí. Lo sintió palpitar entre sus dedos y se preguntó cómo diablos había logrado su padre llegar a la Ciudad Oculta.
—¡Papá! —gritó.
Bill Hadley alzó la cabeza para mirarlo. Temblaba de puro terror.
—¿Jo… Jonathan?
—¡Deshazte del reloj-puerta, papá! —le gritó Jonathan, haciendo bocina con las manos. Los perros ya habían reparado en su presencia, y se había vuelto hacia él, gruñendo amenazadoramente—. ¡Date prisa!
Enseguida se dio cuenta, sin embargo, de que su padre no entendía de qué le estaba hablando. Respiró hondo, hizo de tripas corazón y echó a correr.
Solo volvió la cabeza una vez, y fue para comprobar que los perros lo perseguían y se alejaban de su padre. Siguió corriendo, pero al doblar una esquina resbaló de nuevo sobre el húmedo suelo, sintiendo que se torcía dolorosamente un pie. Intentando no pensar en ello, ni en los perros que se le echaban encima, se quitó el amuleto.
Esperó apenas cinco minutos en la Ciudad Antigua, y después volvió a coger el reloj-puerta. La calle se transformó de nuevo ante sus ojos. Los ladridos de los perros se oían un poco más lejos: habían pasado de largo por el lugar donde Jonathan había cruzado la delgada línea que separaba ambos espacios temporales. El chico respiró hondo y volvió sobre sus pasos, cojeando. Sabía que los perros no tardarían en dar marcha atrás.
Cuando llegó de nuevo al cobertizo vio que su padre había bajado del tejado, y miraba a su alrededor, receloso.
—¡Jonathan! —chilló cuando lo vio—. ¿Qué está pasando aquí? ¡Estaba hablando con un policía y de pronto la habitación ha cambiado, y era un cuarto vacío y oscuro! ¡Y esas horribles bestias…!
—Te lo explicaré más tarde —cortó Jonathan—. Ahora debemos buscar un refugio. No tardarán en volver.
Se internaron por el sector central de la Ciudad Oculta, donde las calles eran más estrechas, oscuras y retorcidas, y había múltiples pasadizos por donde podían escabullirse.
Al doblar una esquina, sin embargo, se encontraron con una figura menuda que los estaba esperando.
—¡Jonathan! —dijo ella, alegre.
Jonathan se detuvo bruscamente.
—¡Emma!
Vio con claridad su amplia sonrisa, tan fuera de lugar en medio de aquella pesadilla. Avanzó cojeando hasta ella, y mientras lo hacía se debatía entre el impuso de abrazarla con todas sus fuerzas y la timidez que le impedía tomarse confianzas con ella. Pero fue la propia Emma quien lo abrazó.
—Jonathan, Jonathan, pensé que los perros te habían alcanzado. ¿Por qué has vuelto? Sabes que es peligroso y que deberías haberte deshecho del reloj-puerta…
—Pero ya te expliqué por qué no podía hacerlo. Me he encontrado con el Hacedor de Historias, ¿sabes? Un tipo muy raro. Me ha entretenido y…
Se calló de pronto y miró a Emma fijamente. Ella bajó la cabeza.
—¿Qué pasa, Jonathan?
El chico alzó la mano para acariciar con los dedos la sien de la muchacha.
—Emma, tenías una herida aquí —dijo, con una voz extraña—. ¿Cómo… cómo…?
—Te dije que no era nada importante. Pero ahora…
—No, espera —Jonathan volvió a pasar las yemas de los dedos por las sienes de Emma. Solo rozó piel lisa, sin ningún tipo de cicatriz—. Te golpeaste contra el muro del jardín. Tenías una herida. Sangraba mucho.
Retrocedió sin poder evitarlo y, por primera vez, empezó a hacerse preguntas sobre Emma.
En primer lugar, ¿quién era Emma?
La había conocido cuando todavía creía encontrarse en la Ciudad Antigua, y por eso no se había parado a pensar después que Emma era, en realidad, una criatura de la Ciudad Oculta.
Jonathan siguió retrocediendo, mirando a Emma con una expresión distinta. Su padre lo advirtió.
—¿Qué pasa? ¿No es esa tu amiga? La he visto contigo en uno de los relojes de ese condenado marqués —añadió a modo de explicación cuando Jonathan se volvió hacia él.
Emma había avanzado hacia ellos y miraba a Bill con curiosidad.
—¿Quién eres tú? —preguntó Jonathan, muy serio—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—¡Ya lo sabes! —dijo Emma—. ¡Vivo aquí!
—Vives en la Ciudad Oculta —dijo Jonathan; la observaba con cautela, como evaluándola—. Un lugar lleno de seres extraños. ¿Quién eres tú, Emma? —Jonathan, no entiendo qué… Una idea le vino de pronto a la mente como un relámpago que cruzase un cielo despejado.
—¿Y qué pretendes? —añadió con brusquedad—. Creía que estabas de mi parte. Pero hace un rato he visto al Hacedor de Historias. ¡Me habría quedado escuchándolo hasta el alba! Y tú lo sabías, ¿no? ¡Y sabías también que el reloj Deveraux está en la Ciudad Oculta! ¡Me mentiste!
—Pero, Jonathan…
—Debería haberme dado cuenta mucho antes —murmuró Jonathan, sombrío—. Me hacías dar vueltas y vueltas, de un lugar a otro, para que perdiese tiempo. ¡Me dijiste tantas veces que regresase a la Ciudad Antigua! Primero trataste de convencerme de que el reloj Deveraux estaba en el otro lado. Pero yo no te creí. Entonces me explicaste cómo funcionaba el reloj-puerta, me dijiste que me deshiciese de él para burlar a los perros. Intentabas que me rindiese, que volviese con las manos vacías, a pesar de que te expliqué con claridad en qué situación se encuentra Marjorie.
Jonathan hizo una pausa. Emma no se movió.
—Y luego te vi en lo alto de aquel muro —prosiguió el chico—, con esos dos perros aullando. Entonces no me di cuenta, pero era exactamente igual que en aquella carta de tarot: los perros aullando a la Luna. ¡Tú eres la Luna, Emma!
—¿Pero qué estás diciendo? —protestó ella—. ¡Yo no…!
Se calló al ver que Jonathan avanzaba hacia ella, decidido. La cogió por los hombros.
—Todas las cosas que yo iba descubriendo —dijo lentamente—, tú ya las sabías. Pero nunca me decías nada. Y nunca me mirabas a los ojos. Eso debería haberme hecho desconfiar de ti. Ahora, Emma, mírame a los ojos y dime que no sabes dónde está ese condenado reloj. Dime que está en la Ciudad Antigua, pero esta vez mírame a la cara cuando me lo digas.
Emma trató de rehuir su mirada, pero Jonathan le cogió la barbilla y le obligó a alzar la cabeza…
—No me mires de esa manera —le advirtió ella—. No me mires así.
Pero la mirada de él ya estaba buceando en la suya…
… Y en un instante, Jonathan se vio a sí mismo cayendo por un oscuro pozo sin fondo que se asemejaba al corazón de un huracán. Jonathan gritó, agitando brazos y piernas mientras se precipitaba por aquel remolino insondable que parecía llevar directamente al núcleo primigenio del cosmos…
Aquello que lo tenía sujeto lo soltó, y Jonathan se encontró de nuevo en un oscuro callejón de la Ciudad Oculta. El chico tardó unos segundos en volver a la realidad. Todavía respiraba entrecortadamente cuando se volvió hacia Emma y descubrió que ella había apartado la mirada.
—No debías mirarme a los ojos —susurró ella—. No, no tenía que suceder así.
Jonathan retrocedió, atemorizado.
—Tú… tú no eres humana —dijo con voz ronca.
Ella seguía sin mirarlo.
—No debías mirarme —insistió—. No tendría que haberlo permitido.
Jonathan dio otro paso atrás.
—Y ya sé por qué —dijo—. No querías que me diese cuenta… de que tu mirada es como la del marqués. ¡Los dos… sois… lo mismo!
—¿Qué? —bramó Bill Hadley—. ¿Quieres decir que están compinchados?
Jonathan lo cogió del brazo y tiró de él.
—Vámonos —dijo.
—Espera, ¿por qué? Seguramente ella sabe…
—No —cortó Jonathan, y el tono de su voz no admitía réplica—. No le preguntes por el reloj Deveraux. Podría mentirnos de nuevo, y se acaba el tiempo.
No era esta la verdadera razón por la cual deseaba alejarse de Emma, pero sospechaba que su padre no iba a entender sus explicaciones.
Se alejaron de allí todo lo deprisa que les permitía el estado del tobillo de Jonathan. A cada paso que daban, y que lo apartaba más de Emma, Jonathan sentía que aquella extraña garra que le oprimía el corazón se hacía más y más insoportable.
Emma no los siguió.
Pero Jonathan sintió su mirada clavada en la nuca durante todo el trayecto a lo largo del callejón, y percibía su tristeza, una tristeza más profunda que la que jamás llegaría a sentir él, una tristeza más allá de la comprensión humana.
* * *
—Emma —dijo el marqués.
Sus ojos estaban fijos en la esfera del reloj, que le mostraba la figura inmóvil de la muchacha, sola en medio del callejón.
—De modo que es así como te haces llamar ahora —murmuró el marqués, con una sonrisa—. ¿Qué debo pensar de ti? Has protegido la vida de mi paladín, pero tratabas de alejarlo de su objetivo. No me cuesta trabajo imaginar por qué. Siempre fuiste una sentimental…
Se acarició la barbilla, pensativo. Frunció levemente el ceño, y la imagen del reloj cambió. Ahora, la esfera le mostraba a Jonathan y Bill Hadley caminando juntos por las calles de la Ciudad Oculta.
—Jonathan —dijo—. Has llegado más lejos de lo que pensaba. Pero el tiempo se agota.