Este viernes me quedo dormido por la noche sobre el despacho de la oficina.
Cuando me despierto con la cara y los brazos cruzados sobre la mesa, el teléfono está sonando y todos se han ido. En mi sueño sonaba un teléfono, y no tengo claro si la realidad se adentró en el sueño o si el sueño está suplantando a la realidad.
Cojo el teléfono; Convenios y Responsabilidades.
Ese es mi departamento: Convenios y Responsabilidades.
El sol se está poniendo y nubes del tamaño de Wyoming y Japón se amontonan en el horizonte camino de la ciudad. No es que tenga una ventana en la oficina; es que toda la fachada del edificio es de cristal. Todo aquí es de cristal, del techo al suelo. Todo aquí son persianas. Todo aquí son alfombras grises de pelo ralo de las que surgen algunas lápidas diminutas en las que se enchufan los ordenadores a la red. Todo es un laberinto de cubículos cuadriculados con mamparas de madera contrachapada y tapizada.
En alguna parte se oye el zumbido de un aspirador.
El jefe se ha ido de vacaciones. Me envió un mensaje por correo electrónico y desapareció. Me han ordenado que me prepare para una revisión oficial dentro de dos semanas. Que reserve una sala de conferencias. Que ponga todos los patitos en fila. Que actualice mi curriculum y ese tipo de cosas. Han incoado un expediente contra mí.
Soy la Indiferencia Total de Fulano.
Me he estado portando muy mal.
Cojo el teléfono y es Tyler que dice:
—Sal de la oficina, hay unos tíos esperándote en el aparcamiento.
Le pregunto:
—¿Quiénes son?
—Te están esperando —dice Tyler.
Las manos me huelen a gasolina.
—Espabila; tienen un coche fuera, un Cadillac —continúa Tyler.
Estoy todavía dormido.
No sé si Tyler forma parte de mi sueño.
O si soy un sueño de Tyler.
Las manos me huelen a gasolina. No hay nadie más por aquí; me levanto, salgo y voy al aparcamiento.
Un tío del club de lucha trabaja con coches, así que ha aparcado junto al bordillo de la acera el Corniche negro de alguien y me limito a mirarlo, negro y dorado como una pitillera gigante dispuesta a llevarme a alguna parte. Este mecánico sale del coche y me dice que no me preocupe, que cambió la matrícula con la de un coche aparcado en el aeropuerto.
El mecánico del club de lucha afirma que sabe poner en marcha cualquier cosa. Sacas dos cables de la barra de dirección. Pones en contacto los dos cables, completas el circuito con el solenoide del arranque, y ya tienes coche para dar un paseíto.
O bien, puedes piratear el código de la llave a través del concesionario.
Hay tres monos espaciales sentados en los asientos traseros del coche, vestidos con camisas negras y pantalones negros. No veas nada malo. No oigas nada malo. No digas nada malo.
—¿Dónde está Tyler? —pregunto.
El mecánico del club de lucha aguarda como si fuera un chófer, con la puerta del Cadillac abierta. El mecánico es alto, huesudo y con una espalda que recuerda a un gran poste de teléfonos.
—¿Vamos a ver a Tyler? —pregunto.
En el asiento delantero está esperándome un pastel de cumpleaños con las velitas listas para ser encendidas. Me meto dentro y el coche arranca.
Incluso una semana después del club de lucha, no hay ningún problema si vas dentro de los límites de velocidad. Tal vez durante dos días hayas defecado heces negras por culpa de las heridas internas, pero te sientes de puta madre. Hay otros coches circulando y te acercas demasiado a ellos. Los conductores te hacen gestos con el dedo. Los extraños te odian. No es nada personal. Después del club de lucha te sientes tan relajado que no te importa. Ni siquiera enciendes la radio. Tal vez las costillas te den punzadas cada vez que respiras porque tienes alguna fractura en línea. Los coches que van detrás te dan las luces. El sol se está poniendo, naranja y dorado.
El mecánico sigue conduciendo. El pastel de cumpleaños está en el asiento del medio.
Es acojonante ver en el club de lucha a tíos como el mecánico. Tipos fibrosos que nunca se relajan. Luchan hasta hacerse picadillo. Tipos de piel blanca como esqueletos hundidos en cera amarilla, con tatuajes; tipos oscuros como la cecina. Suelen sentirse muy unidos, igual que los miembros de Alcohólicos Anónimos. Nunca dicen basta. Es como si fueran todo energía; se mueven tan rápido que sus siluetas se difuminan; siempre se están recuperando de algo. Como si la única decisión que les quedara por tomar fuera la forma de morir y quisieran morir luchando.
Tipos como éstos sólo pueden luchar entre sí.
Nadie los retará a luchar ni tampoco retarán a nadie excepto a alguien tan fibroso, huesudo e impetuoso como ellos, puesto que nadie más se atreverá a luchar contra ellos.
Los que miran el combate ni siquiera gritan cuando tíos como el mecánico se lanzan uno contra otro.
Tan sólo oyes la respiración entrecortada de los luchadores; las manos intentando aferrar al contrario; el zumbido y el impacto de unos puños que martillean y martillean las costillas hundidas. Ves los tendones, músculos y venas tensarse bajo la piel de estos tíos. La piel brilla sudorosa, nervuda, húmeda bajo la luz solitaria.
Pasan diez, quince minutos. Su olor, estos tíos sudan y huelen; te recuerda al pollo frito.
Transcurren veinte minutos en el club de lucha; finalmente, uno de los tíos cae al suelo.
Después de un combate, los dos tipos, como drogados, irán a todas partes juntos el resto de la noche, derrengados y sonrientes por haber luchado tan duro.
Desde que se unió al club de lucha, el mecánico siempre está por la casa de Paper Street. Quiere que escuche una canción que ha compuesto. Quiere que vea la casa para aves que ha construido. Me mostró la fotografía de una chica y me preguntó si era bastante guapa como para casarse con ella.
Sentado al volante del Corniche, el tío me dice:
—¿Has visto el pastel que te he hecho?
No es mi cumpleaños.
—El coche perdía aceite —dice el mecánico—, pero se lo cambié y el filtro del aire también. Comprobé las válvulas y la regulación. Se supone que va a llover esta noche, así que también cambié las gomas de los limpia-parabrisas.
—¿Qué ha planeado Tyler? —pregunto.
El mecánico abre el cenicero y empuja hacia adentro el encendedor eléctrico. Y me dice:
—¿Es una prueba? ¿Nos estás probando?
¿Dónde está Tyler?
—La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha —dice el mecánico—. Y la última regla del Proyecto Estragos es no hacer preguntas.
Entonces, ¿qué puede contarme este tío?
—Has de entender que tu padre fue tu modelo de Dios —me dice.
Detrás de nosotros, el trabajo y la oficina se van haciendo más y más pequeños, hasta que desaparecen.
Las manos me huelen a gasolina.
El mecánico dice:
—Si eres varón, y eres cristiano y vives en Estados Unidos, tu padre es tu modelo de Dios. Y si nunca conociste a tu padre; o si está en libertad bajo fianza, o se muere o nunca está en casa, ¿qué piensas de Dios?
Es el dogma de Tyler Durden. Garabateado en trozos de papel mientras yo dormía y que me dio para que lo mecanografiara e hiciese fotocopias en la oficina. Lo he leído todo. Incluso es probable que mi jefe lo haya leído.
—Al final, terminas pasándote la vida buscando un padre y un Dios —dice el mecánico.
»Debes tener en cuenta la posibilidad de no caerle bien a Dios. Pudiera ser que Dios nos odiara. No es lo peor que podría ocurrir.
Tyler se dio cuenta de que llamar la atención de Dios por ser malo era mejor que no recibir ninguna atención. Tal vez porque el odio de Dios sea preferible a su indiferencia.
Si pudieras ser el peor enemigo de Dios o nada, ¿qué elegirías?
Según Tyler Durden, somos los niños medianos de Dios, sin un lugar especial en la historia y sin ser merecedores de especial atención.
A menos que llamemos la atención de Dios, no tenemos esperanza de condena ni redención.
¿Qué es peor, el infierno o nada?
Sólo si nos cogen y nos castigan podemos salvarnos.
—Incendia el Louvre —dice el mecánico— y limpíate el culo con la Mona Lisa. Al menos de esa forma Dios sabrá nuestros nombres.
Cuanto más bajo caigas, más alto volarás. Cuanto más lejos corras, más querrá Dios que vuelvas.
—Si el hijo pródigo nunca se hubiera ido de casa, el ternero cebado seguiría vivo —dice el mecánico.
No es suficiente con ser uno más de los granos de arena de una playa o una más de las estrellas del cielo.
El mecánico conduce el Corniche negro por la vieja autopista de circunvalación sin carril de adelantamiento y dejamos atrás una caravana de camiones que va al límite de la velocidad permitida. El Corniche se llena con la luz de los faros que nos siguen, y allí estamos, hablando y reflejados en el cristal del parabrisas. Conduciendo dentro del límite de velocidad. Tan rápido como lo permite la ley.
Una ley es una ley, como diría Tyler. Conducir demasiado rápido era igual a provocar un incendio igual a poner una bomba igual a matar a un hombre de un tiro.
Un criminal es un criminal.
—La semana pasada podríamos haber llenado otros cuatro clubes de lucha —dice el mecánico—. Tal vez Bob el grandullón se ponga al frente del próximo si encontramos un bar.
Así que la semana que viene repasará las reglas con Bob el grandullón y le dará su propio club de lucha.
De ahora en adelante, cuando un jefe funde un club, cuando todos formen un círculo en torno a la luz en el centro del sótano, a la espera, el jefe dará vueltas a su alrededor, oculto en la oscuridad.
—¿Quién ha inventado las nuevas reglas? ¿Ha sido Tyler? —le pregunto.
El mecánico sonríe y me dice:
—Ya sabes quién inventa las reglas.
La nueva regla es que nadie sea el centro del club de lucha, me dice. Nadie será el centro del club de lucha a excepción de los dos hombres que estén peleando. El jefe gritará mientras da vueltas lentamente en torno a la multitud, oculto en la oscuridad. Los hombres del círculo se mirarán a través del centro vacío de la habitación.
Así se hará en todos los clubes de lucha.
No es difícil encontrar un bar o un garaje donde fundar un nuevo club de lucha; en el primer bar, el bar donde sigue reuniéndose el primer club de lucha, ganan el equivalente a la renta del mes con un solo sábado por la noche que se reúna el club de lucha.
Según el mecánico, otra nueva regla del club de lucha es que el club siempre será gratuito. Nunca costará dinero entrar en él. El mecánico grita por la ventanilla a los coches que se acercan y el viento nocturno corre en dirección contraria a la del coche:
—Te queremos a ti, no a tu dinero.
El mecánico grita por la ventanilla:
—Mientras estés en el club de lucha, no importa el dinero que tengas en el banco. No eres tu trabajo. No eres tu familia, y no eres quien te dices que eres.
»No eres tu nombre —grita el mecánico contra el viento.
Uno de los monos espaciales del asiento de atrás coge el hilo del discurso:
—No eres tus problemas.
—No eres tus problemas —chilla el mecánico.
—No eres tu edad —grita un mono espacial.
—No eres tu edad —chilla el mecánico.
El mecánico da un volantazo y se mete en el carril contrario —el coche se llena de luces a través del parabrisas—, sereno, como si estuviera esquivando puñetazos. Un coche y luego otro vienen hacia nosotros tocando la bocina y el mecánico gira bruscamente, justo a tiempo de esquivarlos.
Los faros se aproximan, más y más grandes; las bocinas se desgañitan; el mecánico alarga el cuello hacia delante, entre las luces y los ruidos, y grita:
—No eres tus esperanzas.
Nadie contesta a su grito.
Esta vez, el coche que viene directo hacia nosotros nos esquiva justo a tiempo.
Viene otro coche que hace señales con las luces: largas, cortas, largas, cortas; tocando el claxon y el mecánico grita:
—No te salvarás.
El mecánico no lo esquiva, pero el otro coche sí.
Otro coche, y el mecánico chilla:
—Todos moriremos algún día.
Esta vez, el coche nos esquiva, pero el mecánico, con un volantazo, vuelve a cerrarle el paso. El coche nos esquiva y el mecánico vuelve a girar, frente a frente de nuevo.
En ese instante te deformas e hinchas. Durante ese instante nada importa. Mira a las estrellas y habrás desaparecido. Nada importa; ni tu equipaje ni tu mal aliento. Las ventanillas son oscuras por fuera y las bocinas se desgañitan a tu alrededor. Las luces parpadean cegándote: largas y cortas y largas, y nunca tendrás que volver a trabajar.
Nunca tendrás que volver a cortarte el pelo.
—Rápido —dice el mecánico.
El coche vuelve a esquivarnos y el mecánico se pone otra vez en su camino.
—¿Qué te gustaría haber hecho antes de morir? —me pregunta.
Con el coche derecho hacia nosotros, tocando la bocina, el mecánico está tan sereno que incluso aparta la vista de la carretera para mirarme y decir:
—Diez segundos para el impacto.
»Nueve.
»Ocho.
»Siete.
»Seis.
El trabajo —le digo—. Me gustaría dejar el trabajo.
La bocina sigue sonando mientras el coche nos esquiva y el mecánico no se cruza en su camino.
Más luces se aproximan y el mecánico se gira y les dice a los tres monos que van en el asiento trasero:
—Mirad, monos espaciales —dice—. Ya veis cómo se practica este juego. Espabilaos ahora o moriremos todos.
Un coche nos pasa por la derecha y en el parachoques lleva una pegatina que dice: «Conduzco mejor cuando estoy borracho». El periódico dice que miles de estas pegatinas aparecieron una mañana pegadas en los coches. Otras pegatinas dicen cosas como:
«Hazme puré.»
«Conductores borrachos contra las madres.»
«Reciclad todos los animales.»
Al leer el periódico, supe que el Comité de Desinformación había promovido esto. O el Comité de Daños.
Sentado junto a mí, nuestro sobrio y limpio mecánico del club de lucha me dice que sí, que las pegatinas forman parte del Proyecto Estragos.
Los tres monos espaciales permanecen callados en el asiento trasero.
El Comité de Daños está imprimiendo tarjetas de bolsillo de las líneas aéreas en las que aparecen los pasajeros luchando entre sí por las mascarillas de oxígeno mientras el avión cae envuelto en llamas hacia las rocas a dos mil kilómetros por hora.
Los Comités de Daños y Desinformación luchan por ver quién desarrolla antes un virus informático que maree los cajeros automáticos hasta que vomiten fajos de billetes de diez y veinte dólares.
El encendedor eléctrico salta al rojo vivo y el mecánico me pide que encienda las velas del pastel de cumpleaños.
Enciendo las velas y el pastel parpadea bajo un halo de fuego.
—¿Qué querrías haber hecho antes de morir? —dice el mecánico mientras de un volantazo nos pone en el camino de un camión que avanza hacia nosotros. El camión trompetea; brama una y otra vez y las luces de los faros, como un amanecer, brillan más y más hasta borrar la sonrisa del mecánico—. Pedid un deseo; rápido —le dice al retrovisor donde aparecen los tres monos espaciales sentados en el asiento trasero—. Nos quedan cinco segundos para caer en el olvido.
»Uno —dice.
»Dos.
El camión cubre el horizonte, ruge y emite una luz cegadora.
»Tres.
—Montar a caballo —dice una voz en el asiento trasero.
—Construir una casa —dice otra voz.
—Hacerme un tatuaje.
El mecánico dice:
—Creed en mí y moriréis para siempre.
Demasiado tarde. El camión intenta evitarnos y el mecánico también, pero la parte trasera del Corniche choca contra el extremo del parachoques del camión.
No es que lo supiera en aquel momento; lo que sé es que las luces, los faros del camión parpadean en la oscuridad; y soy lanzado contra la puerta y luego contra el pastel de cumpleaños y el mecánico al volante.
El mecánico está acurrucado contra el volante para mantenerlo recto y las velas de cumpleaños se apagan. Durante un instante perfecto, la luz deja de iluminar el cuerpo negro y cálido del coche y nuestros gritos alcanzan la misma nota profunda, el mismo tono quejumbroso que el claxon del camión; y estamos sin control ni salvación ni dirección ni escapatoria, y estamos muertos.
Querría morirme en este mismo instante. No soy nada comparado con Tyler.
Estoy desamparado.
Soy un estúpido y todo cuanto hago es desear y necesitar cosas.
Mi vida insignificante. Mi insignificante trabajo de mierda. Mis muebles suecos. Nunca, no, nunca le he dicho esto a nadie, pero antes de conocer a Tyler, estaba planeando comprarme un perro y llamarlo Séquito.
Así de mala puede volverse la vida.
Mátame.
Me aferro al volante y giro para volver a meternos en el tráfico.
Ya.
Preparados para evacuar el alma.
Ya.
El mecánico lucha por echarse a la cuneta, y yo lucho por morir de una jodida vez.
Ya. El asombroso milagro de la muerte. Eres un ser vivo que habla y camina y, al minuto siguiente, eres un ser inerte.
No soy nada; incluso menos que nada.
Frío.
Invisible.
Huele a cuero. Siento el cinturón de seguridad retorcido a mi alrededor como una camisa de fuerza, y cuando trato de incorporarme, me golpeo la cabeza contra el volante. Duele más de lo que debería. Mi cabeza descansa sobre el regazo del mecánico y, al mirar hacia arriba, mis ojos enfocan la cara del mecánico allá en lo alto, sonriente; está conduciendo y veo las estrellas más allá de la ventanilla del conductor.
Tengo las manos y la cara pegajosas de algo.
¿Sangre?
Crema de mantequilla escarchada.
El mecánico mira hacia abajo:
—Feliz cumpleaños.
Huelo el humo y me acuerdo del pastel de cumpleaños.
—Casi partes el volante con la cabeza —me dice.
Nada más que el aire nocturno y el olor a humo; las estrellas y el mecánico que me sonríe y conduce; mi cabeza en su regazo. De repente, no quiero incorporarme.
¿Dónde está el pastel?
—En el suelo —dice el mecánico.
Nada más que el aire nocturno y el olor a humo cada vez más intenso.
¿Conseguí mi deseo?
Por encima de mí, perfilándose contra las estrellas más allá de la ventana, su cara me sonríe.
—Las velas de cumpleaños —me dice— son de esas que no se apagan.
A la luz de las estrellas, mis ojos son capaces de percibir el humo que se desprende de los pequeños fuegos que hay esparcidos por la alfombrilla del coche.