Quince

Su señoría el presidente de la junta local del sindicato de operarios de cines independientes y del sindicato nacional de operadores de cine, tomó asiento.

En todo cuanto el hombre daba por supuesto ya fuera por dentro, por debajo o por detrás, algo horrible había estado creciendo.

Nada es estático.

Todo se destruye.

Lo sé porque Tyler lo sabe.

Durante tres años Tyler había cortado y montado películas para una cadena de cines. Las películas viajan en seis o siete carretes pequeños guardados en una maleta metálica. El trabajo de Tyler consistía en montar los carretes pequeños en una sola bobina que valiera para los proyectores automáticos y los rebobinadores. Al cabo de tres años de trabajo en siete cines —un mínimo de tres funciones por cine y estrenos todas las semanas—, eran cientos las copias que habían pasado por las manos de Tyler.

Mal asunto, pero, al aumentar el número de proyectores automáticos y rebobinadores, el sindicato ya no necesitaba a Tyler. El señor presidente de la junta local tuvo que llamar a Tyler y charlar con él.

El trabajo era aburrido y la paga era una mierda, y por eso, el presidente de la junta local del sindicato de operarios de cines independientes y del sindicato nacional de operadores de cine le estaba haciendo un favor laboral a Tyler Durden dándole una diplomática patada en el culo.

No consideres esto un despido, sino un reajuste de plantilla.

El señor presidente de la junta local dice en plan jodienda:

—Le agradecemos que haya contribuido a nuestro éxito.

Oh, eso no tenía importancia, dijo Tyler, y sonrió. Siempre y cuando el sindicato siguiera enviándole el cheque él mantendría la boca cerrada.

—Considere esto una jubilación anticipada con derecho a pensión —dijo Tyler.

Por sus manos habían pasado cientos de películas.

Películas que habían vuelto al distribuidor. Películas que habían vuelto a circular en reposiciones: comedias, melodramas, musicales, películas románticas y películas de acción y aventuras.

Sazonadas con los fotogramas pornográficos de Tyler.

Sodomía, felaciones, cunnilingus, sadomasoquismo.

Tyler no tenía nada que perder.

Tyler era un cero a la izquierda, la escoria de todos.

Todo esto me lo hizo memorizar Tyler para que se lo espetara seguidamente al gerente del hotel Pressman.

En el otro trabajo de Tyler, en el hotel Pressman, Tyler les dijo que era un don nadie. A nadie le importaba si moría o vivía, y ¡qué coño!, el sentimiento era mutuo. Todo esto me hizo memorizar Tyler para que lo repitiera en la oficina del gerente del hotel, con los guardias de seguridad sentados fuera, junto a la puerta.

Tyler y yo pasamos la noche contándonos historias cuando todo acabó.

Justo después de que se fuera al sindicato de operadores de cine, Tyler me mandó a enfrentarme con el gerente del hotel Pressman.

Tyler y yo nos parecíamos cada vez más, como gemelos. Los dos teníamos el pómulo hundido y la piel había olvidado cómo recomponerse tras los golpes y colgaba de las mejillas.

Las magulladuras eran del club de lucha; el rostro de Tyler, deformado por los golpes, era obra del presidente del sindicato de operadores de cine. Después de que Tyler saliera arrastrándose de las oficinas del sindicato, fui a ver al gerente del hotel Pressman.

Me senté en la oficina del gerente del hotel Pressman.

Soy la Venganza Descarada de Fulano.

Lo primero que dijo el gerente del hotel fue que tenía tres minutos para hablar. Durante los primeros treinta segundos le conté que me había meado en las sopas y tirado pedos sobre las crémes brülées, y que había estornudado en las endivias rehogadas y que quería que el hotel me mandase un cheque todas las semanas con el equivalente a mi sueldo habitual más las propinas. A cambio, nunca más volvería a trabajar ni acudiría a la prensa o a Sanidad para hacer una confesión llorosa y confusa de lo sucedido.

Los titulares:

«Camarero compungido confiesa haber contaminado la comida de un hotel.»

A buen seguro, iré a la cárcel —me digo—. Podrían colgarme y arrancarme las pelotas y arrastrarme por las calles y despellejarme y quemarme con lejía; pero el hotel Pressman siempre se recordaría como el hotel en que los ricos más ricos del mundo comían pis.

Las palabras de Tyler van saliendo por mi boca. Y yo, que antes era una persona encantadora.

En la oficina del sindicato de operadores de cine, Tyler se echó a reír cuando el presidente del sindicato le arreó un puñetazo. El puñetazo le hizo caer al suelo y Tyler se sentó apoyado en la pared y riéndose:

—Adelante, no puede matarme. —Tyler se reía.

»Gilipollas. Tal vez me saque la piel a tiras, pero no se atreverá a matarme.

Tiene demasiado que perder.

Yo no tengo nada.

Usted lo tiene todo.

Adelante, pégueme en el estómago. Déme otro puñetazo en la cara. Hágame saltar los dientes, pero no deje de pagarme el sueldo. Rómpame las costillas, pero si se olvida una sola vez de pagarme, haré público lo ocurrido y usted y su sindicato se hundirán con los pleitos de todos los dueños de cines, distribuidores de películas y mamaítas cuyos hijos tal vez vieran una erección durante la proyección de Bambi.

—Soy escoria —dijo Tyler—. Para usted y el resto del puto mundo, soy escoria, basura y un loco —le dijo Tyler al presidente del sindicato—. No le importa dónde vivo ni lo que siento, ni lo que como ni si alimento a mis hijos o si le pago al médico cuando me pongo enfermo. Y sí, soy estúpido y pusilánime y estoy aburrido, pero sigo siendo responsabilidad suya.

Sentado en aquella oficina del hotel Pressman, mis labios seguían partidos por diez sitios distintos como consecuencia del club de lucha. El ojete de la mejilla miraba al gerente del hotel Pressman de forma muy convincente.

En esencia, vine a decirle lo mismo que Tyler.

Después de zurrar a Tyler y tirarlo al suelo; después de ver que Tyler no ofrecía resistencia, su señoría el presidente del sindicato —con su corpachón enorme como un Cadillac, excesivo para aquella tarea—, su señoría, coceó a Tyler en las costillas y Tyler se echó a reír. Tyler se hizo un ovillo en el suelo y su señoría le pegó una patada en las costillas; pero Tyler seguía riéndose.

—Desahóguese —dijo Tyler—. Confíe en mí. Se sentirá mucho mejor. Se sentirá estupendamente.

En la oficina del hotel Pressman, le pregunté al gerente del hotel si me dejaba llamar por teléfono. Marqué el número de la redacción del periódico y, mientras el gerente del hotel me observaba, dije:

—Hola, he cometido un crimen horrible contra la humanidad como parte de una campaña de protesta política. Protesto contra la explotación de los trabajadores de la industria de la restauración.

Si iba a la cárcel no sería por haberme convertido en un pobre diablo desequilibrado que se meaba en la ropa. El asunto tendría una dimensión épica.

El camarero Robin Hood defiende la causa de los parias.

Habría muchas más implicaciones que las de un hotel y un camarero.

El gerente del hotel Pressman me quitó con suavidad el auricular de la mano. El gerente dijo que no quería que siguiera trabajando allí; no con el aspecto que tenía.

Estoy de pie, junto a la cabecera del despacho del gerente cuando grito: «¿Cómo?».

¿No le gustaría hacer esto?

Y sin pensármelo dos veces, mirando todavía al gerente, echo el puño hacia atrás y, con toda la fuerza centrífuga del brazo, describo una parábola, y me doy un golpe en el rostro que hace brotar sangre de las costras agrietadas de mi nariz.

Sin razón aparente, ahora recuerdo la noche en que Tyler y yo peleamos por primera vez. «Quiero que me pegues lo más fuerte que puedas.»

Este puñetazo no es tan fuerte como aquél. Me pego otro puñetazo. No está mal toda esa sangre, pero me lanzo hacia atrás contra la pared para hacer un ruido terrible y romper el cuadro que cuelga al fondo.

Los cristales rotos y el marco y el dibujo de flores y la sangre caen conmigo al suelo. Siempre haciendo payasadas. Soy un pobre imbécil. La sangre mancha la alfombra y me arrastro y planto las manos ensangrentadas en el borde de la mesa del gerente del hotel y le digo: «Por favor, ayúdeme», pero empiezo a reírme como un estúpido.

Ayúdeme, por favor.

Por favor, no me vuelva a pegar.

Vuelvo nuevamente al suelo y me arrastro a gatas manchando de sangre la alfombra. Lo primero que voy a decirle es «por favor». Así que mis labios permanecen sellados. El monstruo se arrastra por entre las encantadoras florecillas y las guirnaldas de la alfombra oriental. La sangre mana de mi nariz y se desliza garganta abajo y por la boca: está caliente. El monstruo anda a gatas por la alfombra y recoge por el camino polvo y pelusas que se le quedan pegadas a la sangre de las zarpas. Y se acerca gateando lo suficiente para agarrar al gerente del hotel Pressman por la pernera del pantalón de rayas y decir:

Por favor.

Y decir:

Por favor, un «por favor» que sale con una burbuja de sangre.

Y decir: Por favor.

Y la burbuja revienta manchándolo todo de sangre.

Y así queda Tyler libre para inaugurar todas las noches un club de lucha. Tras esto hubo siete clubes de lucha; después hubo quince clubes de lucha y después veintitrés clubes de lucha; sin embargo, Tyler quería más.

El dinero no dejaba de entrar en Paper Street.

—Por favor, déme el dinero, —le digo al gerente del hotel Pressman. Y vuelvo a soltar aquella risita estúpida. Por favor.

Y por favor no me vuelta a pegar.

Usted tiene tanto y yo no tengo nada. Me encaramo con las manos ensangrentadas por las perneras de rayas del gerente del hotel Pressman y él se echa con fuerza hacia atrás, apoyando las manos en el alféizar a sus espaldas, y hasta sus labios se retrotraen tras los dientes.

El monstruo afianza una zarpa sangrienta en el talle de los pantalones del gerente, y se pone de pie para aferrarse a su impecable camisa almidonada; y con las manos ensangrentadas, lo inmovilizo cogiéndolo por sus delicadas muñecas.

Por favor. Sonrío y es suficiente para que se me abran los labios.

Se produce un forcejeo mientras el gerente chilla e intenta apartarse de mí y de la sangre y de la nariz aplastada y de la porquería pegada a la sangre. Y justo en ese momento tan entrañable, los guardias de seguridad se deciden a entrar.