Catorce

Por eso yo apreciaba tanto los grupos de apoyo, porque la gente, cuando cree que te estás muriendo, te presta toda su atención.

Si aquella podía ser la última vez que estuvieran contigo, estaban contigo de verdad. Todo lo demás —el saldo del banco, las canciones de la radio o el pelo alborotado— carecía de importancia.

Te dedicaban toda su atención.

La gente te escuchaba en vez de estar pendiente de su turno para hablar.

Y cuando hablaban no te contaban ninguna historia. Al conversar iban constituyendo algo que los transformaba en seres diferentes.

Marla había empezado a ir a los grupos de apoyo cuando descubrió el primer bulto.

La mañana siguiente del día siguiente al que descubriéramos su segundo bulto, Marla entró brincando en la cocina con las dos piernas metidas en una media y dijo:

—Mira, soy una sirena.

Marla dijo:

—No es como cuando los tíos os sentáis al revés en el retrete y hacéis como que vais en moto. Éste es un accidente de verdad.

Justo antes de conocernos en Aún Hombres Unidos apareció el primer bulto; ahora tenía otro más.

Lo que debéis saber es que Marla sigue viva. La filosofía de Marla respecto a la vida, me dijo, es que puede morirse en cualquier momento. La tragedia de su vida es que no se muere.

Cuando Marla descubrió el primer bulto, fue a una clínica donde madres consumidas como espantapájaros se sentaban en sillas de plástico a los tres lados de la sala de espera con niños desmadejados como peleles y hechos un ovillo en su regazo o reclinados a sus pies. Los niños tenían los ojos hundidos y oscuros como cuando se pudre la piel de una naranja o un plátano y se va sumiendo en la carne, y las madres se rascaban levantándose capas de caspa en infecciones incontrolables del cuero cabelludo. De la misma forma que en los hospitales los dientes de los pacientes parecen enormes en los rostros delgados, sus dientes son sólo fragmentos de hueso que sobresalen de la piel para triturar alimentos.

Aquí es donde acabas cuando no tienes seguro de enfermedad.

Antes de que se supiera más sobre el tema, hubo un montón de homosexuales que quisieron tener niños y ahora los niños están enfermos y las madres se están muriendo y los padres han muerto; y sentada en el hospital entre el olor vomitivo a pis y a vinagre, mientras una enfermera le pregunta a cada madre cuánto hace que está enferma y cuánto peso ha perdido y si el niño tiene algún pariente vivo o un tutor, Marla decide que no.

Si se iba a morir, Marla no quería saberlo.

Marla dobló la esquina de la clínica en dirección a la lavandería y robó todos los vaqueros de las secadoras; luego se fue caminando hasta una tienda donde le dieron quince pavos por cada par. A continuación, Marla se compró unas medias de las buenas, de las que no hacen carreras.

—Hasta las medias buenas que no hacen carreras —dice Marla— se enganchan.

Nada es estático. Todo se destruye.

Marla comenzó a ir a los grupos de apoyo porque era más fácil estar con escoria humana. Todos padecían algún mal. Y durante un rato, en la pantalla del monitor cardíaco la línea de su corazón aparecía plana.

Marla cogió un trabajo que consistía en preparar funerales por adelantado para una casa de pompas fúnebres donde algunos hombres gordos, pero sobre todo mujeres gordas, salían de la sala de exposición con una urna crematoria del tamaño de una huevera, y Marla, sentada en el despacho del recibidor, con el pelo negro recogido y las medias con enganchones y un bulto en el pecho y un destino funesto, les decía: «Señora, no se engañe. En esa urna diminuta no cabría ni siquiera su cabeza. Vuelva dentro y escoja una urna del tamaño de un balón».

El corazón de Marla tenía el mismo aspecto que mi cara. La inmundicia y la escoria del mundo. Escoria humana postconsumista que nadie se preocuparía jamás de reciclar.

Entre los grupos de apoyo y la clínica, me dijo Marla, había conocido a mucha gente que ahora estaba muerta. Personas que estaban criando malvas y que la llamaban de noche por teléfono. Marla se iba de bares y, cuando el camarero gritaba su nombre y ella atendía la llamada, la línea se había cortado.

En aquellos tiempos, pensaba que estaba tocando fondo.

—Cuando tienes veinticuatro años —dice Marla— no tienes idea de cuan bajo puedes caer; pero, aprendí rápido.

La primera vez que Marla rellenó una urna crematoria no se puso la mascarilla, y más tarde se sonó la nariz y el pañuelo se tiñó de negro con los restos del señor Zutano.

En la casa de Paper Street, si el teléfono suena una sola vez y lo coges y la línea se ha cortado, sabes que es alguien que intenta contactar con Marla. Ocurre más veces de las que te imaginas.

Un inspector de policía empezó a llamar a la casa de la calle Paper Street por la explosión de mi apartamento; Tyler se ponía a mi lado, apoyaba el pecho contra mi espalda, y me susurraba al oído mientras yo atendía al teléfono con el oído libre y el inspector me preguntaba si conocía a alguien que supiera fabricar dinamita casera.

—El desastre es una parte natural de mi evolución hacia la tragedia y la disolución —susurraba Tyler.

Le dije al inspector que fue la nevera la que voló el apartamento por los aires.

—Estoy rompiendo las ataduras a la fuerza física y las posesiones terrenas —susurraba Tyler—, ya que sólo mediante la autodestrucción llegaré a descubrir el poder superior del espíritu.

La dinamita, dijo el inspector, tenía impurezas; residuos de oxalato de amoníaco y percloruro potásico, que hacían suponer que la bomba era casera; y el cerrojo de seguridad de la puerta de entrada estaba destrozado.

Le dije que aquella noche estaba en Washington D.C.

El inspector del teléfono me explicó que alguien había rociado el cerrojo de seguridad con un bote de freón y que luego lo había golpeado con un cincel frío para romper el cilindro. Así es como roban bicicletas los delincuentes.

—El redentor que destruya mis propiedades —dice Tyler— está luchando por salvar mi espíritu. El maestro que logre apartar las posesiones de mi camino me liberará.

El inspector dijo que, quienquiera que hubiese puesto la dinamita casera, podía haber abierto el gas y apagado las llamas piloto del horno días antes de que se produjera la explosión. El gas fue sólo el detonante. Tuvieron que pasar días antes de que el gas llenara el apartamento y alcanzase el compresor situado en la base de la nevera y el motor eléctrico del compresor provocara la explosión.

—Dile que sí —susurra Tyler—, que lo hiciste tú. Que tú volaste la casa. Es lo que quiere oír.

Le digo al inspector que no. No dejé el gas abierto y después me fui de la ciudad. Amaba mi vida. Amaba el apartamento. Amaba cada uno de los muebles. Eran mi vida. Todo: las lámparas, las sillas, las alfombras eran parte de mí. Los platos de los armarios eran parte de mí. Las plantas eran parte de mí. La televisión era parte de mí. Fui yo quien voló por los aires. ¿No se daba cuenta?

El inspector me dijo que no abandonara la ciudad.