Doce

El jefe está de pie, pegado a mi mesa, con una media sonrisa; los labios esbozando una línea tenue, la entrepierna junto a mi codo. Levanto la vista de la carátula que estoy escribiendo para un expediente. Estas cartas siempre empiezan igual:

«Le enviamos este aviso en atención a las obligaciones impuestas por el Decreto Nacional para la seguridad de vehículos de motor. Hemos descubierto que existe un defecto…»

Esta semana he aplicado la fórmula de responsabilidades y, por una vez, A multiplicado por B y multiplicado por C da una cifra superior al coste de retirada de un coche.

Esta semana ha sido la pinza de plástico que sujeta la banda de goma a las varillas del limpiaparabrisas. Un artículo desechable. Sólo doscientos vehículos afectados. Casi nada en comparación con el coste de mano de obra.

La semana pasada fue más normal. La semana pasada fue cierto tipo de cuero curtido con una determinada sustancia teratogénica —nirret sintético o algo así—, tan ilegal que aún se emplea en curtidos del Tercer Mundo. Un producto tan potente que causa taras de nacimiento en el feto de cualquier mujer embarazada que entre en contacto con él. Nadie llamó la semana pasada al Departamento de Transporte. Nadie tramitó la retirada de su coche.

La nueva tapicería de cuero multiplicada por el coste de mano de obra y por el coste administrativo da una cifra superior a nuestros beneficios del primer trimestre. Si alguien descubre alguna vez el fallo, aún podemos indemnizar a un montón de familias sumidas en el dolor y mantenernos todavía muy lejos del coste que supondría reponer seis mil quinientas tapicerías de cuero.

Sin embargo, esta semana hemos tramitado una retirada de coches. Y esta semana vuelvo a sufrir insomnio. Insomnio, y ahora todas las cifras del mundo parecen detenerse para descargarse sobre mi tumba.

El jefe lleva puesta una corbata gris y eso significa que hoy es martes.

El jefe trae una hoja de papel a mi mesa y me pregunta si he perdido algo.

—Este papel estaba en la fotocopiadora —me dice, y comienza a leer—: «La primera regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha».

Sus ojos van de un lado a otro del papel y suelta una risita estúpida.

—«La segunda regla del club de lucha es que no se habla del club de lucha.»

Oigo las palabras de Tyler saliendo de los labios de mi jefe: el señor Mandamás con la gordura típica de la mediana edad y con aquella foto de familia sobre la mesa y con el sueño de jubilarse anticipadamente para pasar los inviernos en un camping de caravanas en algún lugar del desierto de Arizona. El jefe, con sus camisas superalmidonadas y sus citas fijas para recortarse el pelo todos los jueves después de comer, me mira y dice:

—Espero que esto no sea suyo.

Soy la Furia Hirviendo en la Sangre de Fulano.

Tyler me pidió que le pasara a máquina las reglas del club de lucha y le hiciera diez copias. Ni nueve ni once. Tyler dijo diez. Todavía tengo insomnio y no recuerdo haber dormido desde hace tres días. Debe de ser el original que pasé a máquina. Hice diez copias y me olvidé el original. El resplandor de la fotocopiadora —como el flash de los paparazzi— en mi cara. El distanciamiento del insomnio; una copia de una copia de una copia. No puedes tocar nada y nada puede tocarte.

El jefe lee:

—«La tercera regla del club de lucha es dos hombres por combate.»

Ninguno de los dos parpadea.

El jefe lee:

—«Un combate por vez.»

No he dormido desde hace tres días, a no ser que esté durmiendo ahora. El jefe agita la hoja delante de mis narices. ¿Y esto, qué?, me dice. ¿Es algún jueguecito al que me dedico en horas de trabajo? Me pagan para que preste atención absoluta, no para que pierda el tiempo con jueguecitos de guerra. Y no me pagan para que me aproveche de las fotocopiadoras.

¿Y esto, qué? Agita el papel delante de mis narices. Qué debería hacer, me pregunta, con un empleado que malgasta el tiempo de trabajo en su pequeño mundo de fantasías. Si estuviera en su pellejo, ¿qué haría?

¿Qué haría?

La mejilla hundida, la hinchazón tumefacta de los ojos y la cicatriz roja e hinchada del beso de Tyler en el dorso de la mano. Una copia de una copia de una copia.

Reflexión.

¿Por qué quiere Tyler diez copias de las reglas del club de lucha?

Una vaca sagrada.

—Lo que haría —le digo— es tener mucho cuidado con quien hablo de esto.

»Parece haberlo escrito un asesino psicótico y peligroso —le digo—; algún esquizofrénico susceptible de sufrir un ataque en cualquier momento de la jornada laboral y capaz de pasearse de despacho en despacho con una carabina semiautomática Armalite AR-180 de las que se accionan a gas.

El jefe no aparta la mirada de mí.

—Ese tío —le digo— probablemente se pasa las noches en casa con una lima haciendo cruces en la punta de cada uno de los proyectiles. De esta forma cuando se presente una mañana en la oficina y le meta un tiro a su jefe, a ese lameculos gruñón, incompetente, mezquino, quejica y cobarde, la bala se escindirá por las ranuras abiertas con la lima y se abrirá como una bala dumáum que florece en su interior, volándole las apestosas tripas a través de la columna vertebral. Imagínese el chakra de sus tripas abriéndose a cámara lenta cuando explota la salchicha del intestino delgado.

El jefe me aparta el papel de la cara.

—Continúe —le digo—; lea algo más.

»En serio —le digo— es fascinante. La obra de una mente completamente enferma.

Y sonrío. El ojal del agujero en mi mejilla tiene el mismo color amoratado que las encías de un perro. La piel se tensa en torno a la hinchazón de los ojos y parece barnizada.

El jefe no aparta la mirada de mí.

—Déjeme ayudarle —le digo.

Y continúo:

—La cuarta regla del club de lucha es un combate por vez.

El jefe mira el papel y luego me mira a mí.

—La quinta regla —le digo— es nada de zapatos ni camisas durante el combate.

El jefe mira el papel y luego me mira a mí.

—Tal vez —le digo—, ese hijoputa de mente enfermiza utilice una carabina Eagle Apache, porque lleva un peine de treinta cartuchos y sólo pesa cuatrocientos gramos. La carabina Armalite lleva un peine de cinco cartuchos. Con treinta cartuchos, ese cabronazo podría cepillarse a todos los vicepresidentes y aún le quedaría un cartucho para cada uno de los directores.

La palabras de Tyler van saliendo de mi boca. Y yo antes era una persona encantadora.

Miro al jefe. Mi jefe. Tiene los ojos de un azul cianita claro.

Las carabinas semiautomáticas J y R 68 también llevan un peine de treinta cartuchos y sólo pesan trescientos gramos.

El jefe no deja de mirarme.

—Da miedo —le digo—. Seguramente es alguien a quien conoce desde hace años. Seguramente ese tipo lo sabe todo sobre usted: dónde vive, dónde trabaja su esposa y a qué escuela van sus hijos.

Es agotador y, de repente, muy aburrido.

¿Y por qué necesita Tyler diez copias de las reglas del club de lucha?

No debo decir lo que sé sobre los interiores de cuero que provocan taras de nacimiento. Lo que sé sobre la falsificación de las pastillas de freno que parece suficientemente buena para pasar la prueba del agente de compras, pero falla a los cuatro mil kilómetros.

Sé lo del reóstato de los aparatos de aire acondicionado: se calienta tanto que prende fuego a los mapas de la guantera. Sé cuánta gente ha muerto quemada por culpa del circuito de retorno del inyector de combustible. He visto a personas con las piernas amputadas a la altura de la rodilla cuando los turbocompresores explotan y las aspas atraviesan el compartimiento del motor y entran en la cabina de los pasajeros. He visto sobre el terreno coches completamente quemados y he visto informes en los que el ORIGEN DEL FALLO constaba como «desconocido».

—No —le digo—; este papel no es mío.

Cojo el papel con dos dedos y se lo arrebato de un tirón. El borde debe de haberle hecho un corte en el pulgar porque se lleva al instante la mano a la boca y chupa con fruición, los ojos abiertos como platos. Hago una pelota con el papel y lo tiro a la papelera junto a mi mesa.

—Tal vez —le digo— no debería traerme toda la porquería que recoge por ahí.

El domingo por la noche voy a Aún Hombres Unidos y el sótano de la Trinidad Episcopal está casi vacío. Sólo Bob el grandullón y yo. Entro arrastrándome con todos los músculos magullados por dentro y por fuera, pero con el corazón todavía a cien y un volcán de ideas en la cabeza. Es el insomnio. Toda la noche devanándome los sesos.

Toda la noche cavilando: ¿Estoy dormido? ¿He dormido algo?

Para colmo, los brazos de Bob el grandullón se salen de las mangas de la camiseta tan duros e hinchados que brillan. Bob el grandullón sonríe, de lo contento que está de verme.

Pensaba que yo había muerto.

—Sí —le digo—; yo también.

—Bien —dice Bob el grandullón—; tengo buenas noticias.

¿Dónde están todos?

—Ésas son las buenas noticias —dice Bob—. El grupo se ha disuelto. Sólo he venido para decírselo a los que puedan venir.

Cierro los ojos y me derrumbo sobre uno de los sofás de cuadros comprados en unos almacenes baratos.

—La buena noticia —dice Bob el grandullón— es que hay un grupo nuevo, aunque la primera regla de este nuevo grupo es que se supone que no puedes hablar de él.

¡Oh!

—Y la segunda regla es que se supone que no puedes hablar de él —dice Bob el grandullón.

¡Oh, mierda! Abro los ojos.

Joder.

—Se llama club de lucha —dice Bob el grandullón— y se reúne todos los viernes por la noche en un garaje en el otro extremo de la ciudad. Los jueves por la noche hay otro club de lucha que se reúne en un garaje cercano.

No conozco ninguno de los dos sitios.

—La primera regla del club de lucha —dice Bob el grandullón— es que no se habla del club de lucha.

Los miércoles, jueves y viernes por la noche Tyler trabaja de operador de cine. La semana pasada vi los cheques con su paga.

—La segunda regla del club de lucha —dice Bob el grandullón— es que no se habla del club de lucha.

El sábado por la noche Tyler va al club de lucha conmigo.

—Sólo dos hombres por combate.

El domingo por la mañana a casa magullados y dormimos toda la tarde.

—Sólo un combate por vez —dice Bob el grandullón.

El domingo y el lunes por la noche, Tyler trabaja sirviendo mesas.

—Se lucha sin camisa ni zapatos.

El martes por la noche Tyler fabrica jabón en casa y lo envuelve en papel de seda para venderlo. La Compañía Jabonera de Paper Street.

—Los combates —dice Bob el grandullón— duran lo que haga falta. Éstas son las reglas inventadas por el tío que inventó el club de lucha.

Bob el grandullón me pregunta:

—¿Lo conoces?

»Yo tampoco lo he visto jamás —dice Bob el grandullón—, pero el tío se llama Tyler Durden.

La Compañía Jabonera de Paper Street.

¿Lo conozco?

—No sé —le contesto.

Tal vez.