Once

Podríamos estar vadeando un río de Suramérica —tierra de prodigios— y unos pececillos se introducirían por la uretra de Tyler. Estos pececillos poseen escamas con púas que al entrar en el cuerpo de Tyler se abren hacia los lados y hacia atrás; los pececillos se sienten como en casa y se disponen a poner sus huevos. La verdad es que este sábado por la noche podía ser mucho peor.

—Lo que hicimos con la madre de Marla —dice Tyler— podría haber sido peor.

Le pido que se calle.

Tyler me dice que el gobierno francés podría habernos llevado a un complejo subterráneo a las afueras de París donde, como parte de una prueba de toxicidad de un spray bronceador, nos afeitarían las pestañas técnicos semicualificados, en lugar de cirujanos.

—Cosas así suceden —dice Tyler—. Lee los periódicos.

Lo peor de todo es que sabía lo que Tyler se había traído entre manos con la madre de Marla; sin embargo, por primera vez desde que lo conocía, Tyler tenía un medio fiable para ganar dinero. Tyler estaba ganando pasta de verdad. Nordstrom llamó y le pidió a Tyler para antes de Navidad doscientas pastillas de su jabón facial con azúcar moreno. A veinte pavos la pastilla —precio recomendado de venta al público—, tendríamos dinero suficiente para salir los sábados por la noche. Dinero para arreglar el escape de gas e ir a bailar. Sin la preocupación del dinero, tal vez podría dejar mi trabajo.

Tyler se ha puesto el nombre de Compañía Jabonera de Paper Street. La gente comenta que es el mejor jabón del mundo.

—Habría sido peor —dice Tyler— si accidentalmente te hubieras comido a la madre de Marla.

Con la boca llena de pollo al estilo Kung Pao, le pido que se calle de una puñetera vez.

Es sábado por la noche y estamos sentados sobre dos neumáticos pinchados en los asientos delanteros de un Impala del 68, en la primera fila de un aparcamiento de coches de ocasión. Tyler y yo charlamos y bebemos latas de cerveza; el asiento delantero de este Impala es más grande que la mayoría de los sofás que tiene la gente. Hay otros aparcamientos como este a lo largo del paseo; en el ramo los llaman Lotes de Cafeteras y todos los coches vienen a costar unos doscientos dólares. Durante el día, los gitanos a cargo de estos aparcamientos se meten en sus oficinas de madera contrachapada y fuman puntos largos y delgados.

Estas viejas bañeras son los primeros coches en los que los críos iban al instituto: Gremlins y Pacers, Mavericks y Hornets, Pintos, rancheras de la International Harvester, Cámaros, Dusters e Impalas. Coches que la gente apreciaba y luego abandonó. Animales que se venden a peso; vestidos de dama de honor en el mercadillo benéfico de la Buena Voluntad. Tienen abolladuras; las aletas y el capó delanteros están pintados de negro, rojo o gris, y hay grumos de masilla que nadie se preocupó de lijar. Interiores de plástico imitando madera, cuero y cromados. Por la noche, los gitanos ni se molestan en cerrar las puertas de los coches.

Las farolas del paseo iluminan el precio pintado en el parabrisas del Impala, un parabrisas enorme y envolvente como una pantalla de Cinemascope. Vea Estados Unidos. Cuesta noventa y ocho dólares. Desde el interior parece que fueran ochenta y nueve centavos: cero, cero, coma, ocho, nueve. Norteamérica te pide que llames.

Aquí la mayoría de los coches valen unos cien dólares, y todos llevan un contrato de venta «TAL COMO ESTÁ» colgado en la ventanilla del conductor.

Escogimos el Impala porque si había que dormir en un coche aquel sábado por la noche, éste era el que tenía los asientos más grandes.

Cenamos comida china porque no podemos ir a casa. O dormíamos aquí o pasábamos toda la noche en vela en una sala de baile. No vamos a salas de baile. Tyler dice que la música está a tal volumen, en especial los bajos, que se le fastidia el biorritmo. La última vez que salimos, Tyler dijo que la música tan alta le producía estreñimiento. El que la sala sea tan ruidosa para hablar, hace que después de un par de copas, todo el mundo se sienta el centro de atención, si bien todos están completamente aislados del resto.

Eres el cadáver de una de aquellas novelas inglesas de asesinatos.

Esta noche dormimos en un coche porque Marla fue a casa y amenazó con llamar a la policía para que me arrestaran por hervir a su madre; entonces Marla comenzó a dar portazos por la casa chillando que era un carnicero y un caníbal, y a dar patadas a las pilas de revistas del Reader’s Digest y del National Geographic, y entonces me fui y la dejé allí. Eso es todo.

Después de su intento de suicidio —intencionado pero accidental— con Xanax en el hotel Regent, no logro imaginarme a Marla llamando a la policía; sin embargo, Tyler creyó conveniente dormir fuera esta noche. Por si acaso.

Por si Marla reduce la casa a cenizas.

Por si Marla sale y compra una pistola.

Por si Marla sigue todavía en casa.

Por si acaso.

Intento concentrarme:

Blanca luna de rostro vigilante;

las estrellas nunca se enfurecen,

bla, bla, bla, fin.

Aquí estoy, con los coches pasando junto al paseo y una cerveza en la mano, en el Impala, con ese volante frío y duro, de baquelita, tal vez de noventa centímetros de diámetro, y con el asiento de vinilo agrietado pellizcándome el culo a través de los vaqueros. Tyler me dice:

—Otra vez. Cuéntame exactamente lo que ocurrió.

Durante semanas no quise saber lo que Tyler se traía entre manos. En una ocasión, fui con Tyler a la estafeta de la Western Union y vi que le mandaba un telegrama a la madre de Marla.

ARRUGAS ESPANTOSAS (stop) ¡AYÚDAME, POR FAVOR!, (fin)

Tyler le mostró al empleado el carné de Marla de la biblioteca y firmó con el nombre de Marla la hoja de envío y le gritó que sí, que había hombres que se llamaban «Marla» y que no metiera las narices donde no le importaba.

Al dejar la Western Union, Tyler me dijo que si le quería debía confiar en él. Yo no necesitaba saber nada, dijo Tyler, y me llevó a Garbonzo’s a comer hummus.

Lo que realmente me asustaba no era tanto el telegrama sino comer con Tyler fuera de casa. Tyler nunca jamás había pagado algo al contado. Para agenciarse ropa, Tyler va a gimnasios y hoteles y reclama alguna prenda en la sección de objetos perdidos. Es mejor que lo que hace Marla, que va a las lavanderías automáticas a robar téjanos de las secadoras y los vende a doce dólares el par en las tiendas que compran vaqueros usados. Tyler nunca comía en restaurantes y Marla no tenía arrugas.

Sin razón aparente, Tyler envió a la madre de Marla una caja de bombones de medio kilo.

Este sábado por la noche también podía ser mucho peor, me dice Tyler en el Impala, si hubiera una araña reclusa parda. Al picar no sólo te inyecta el veneno, sino también una enzima o un ácido digestivo que disuelve el tejido en torno a la picadura y que literalmente te licua el brazo, la pierna o la cara.

Esta noche Tyler estaba escondido cuando todo empezó. Marla se dejó caer por casa. Sin llamar siquiera, Marla se asoma por la puerta de casa y grita: «Toc toc».

Estoy leyendo un Reader’s Digest en la cocina. Me quedo desconcertado.

Marla grita:

—Tyler, ¿puedo entrar? ¿Estás en casa?

Le contesto a voz en grito que Tyler no está en casa.

Marla grita:

—No seas mezquino.

Para entonces ya estoy en la puerta de entrada. Marla está en el vestíbulo con un paquete urgente del Federal Express y me dice:

—Necesito meter algo en el congelador.

La sigo hasta la cocina como un perro pisándole los talones y diciendo que no.

No.

No.

No.

No va a empezar a llenarme la casa de porquerías.

—Pero, pedazo de animal —dice Marla—, si no tengo congelador en el hotel y además me dijiste que podía traerlo.

No es cierto. Lo último que quiero es que Marla se instale aquí poco a poco con sus porquerías.

Marla rasga el paquete del Federal Express sobre la mesa de la cocina y saca algo blanco del paquete de papel acolchado y me lo restriega por las narices.

—No es basura —dice ella—. Estás hablando de mi madre, así que ¡vete a la mierda!

Lo que Marla ha sacado del paquete es una de esas bolsas con la sustancia blanca que Tyler derretía para obtener sebo y hacer jabón.

—Habría sido peor —dice Tyler— si te hubieras comido sin saberlo el contenido de una de esas bolsas. Si te hubieras levantado a media noche y hubieses echado esa sustancia viscosa y blanca en una sopa de cebollas de California y te la hubieras comido como una de esas salsas para patatas fritas o brócoli.

Ni por todo el oro del mundo deseaba que Marla abriese el congelador mientras estábamos los dos en la cocina.

Le pregunté qué iba a hacer con esa masa blanca.

—Labios estilo París —dijo Marla—. Cuando te haces mayor, los labios se hunden en la boca. Estoy ahorrando para una inyección de colágeno en los labios. Tengo casi más de un kilo de colágeno en el congelador.

Le pregunté que de qué tamaño quería los labios. Marla me dijo que era la operación en sí lo que le preocupaba.

Le cuento a Tyler en el Impala que la sustancia del paquete del Federal Express era la misma sustancia con la que fabricábamos el jabón. Desde que se había descubierto que la silicona era peligrosa, el colágeno se había convertido en un artículo muy preciado en las inyecciones para eliminar arrugas o rellenar labios finos y mejillas flácidas. Tal como lo había explicado Marla, la mayoría del colágeno barato es grasa de vaca esterilizada y procesada, pero ese colágeno barato no dura mucho tiempo en el cuerpo. Da lo mismo dónde te lo inyecten, por ejemplo en los labios, tu cuerpo lo rechaza y comienza a eliminarlo. Al cabo de seis meses, vuelves a tener los labios como al principio.

El mejor colágeno, dijo Marla, es tu propia grasa extraída de los muslos, procesada, purificada e inyectada de nuevo en los labios. O donde sea. Este tipo de colágeno sí que dura.

Aquella sustancia del frigorífico eran las reservas de colágeno de Marla. Cuando su madre se echaba algunos kilos de más, se hacía una liposucción y conservaba la grasa. Marla dice que el proceso se denomina «acopio». Cuando la mamá de Marla no necesita el colágeno, envía los paquetes a Marla. Ella nunca tiene grasa de más y su mamá cree que siempre es preferible que Marla use el colágeno de la familia a que use grasa barata de vaca.

La luz del paseo se filtra a través del contrato de venta de la ventanilla y refleja las palabras «TAL COMO ESTÁ» en la mejilla de Tyler.

—Las arañas —dice Tyler— pueden poner los huevos bajo la piel y las larvas abrirte túneles en ella. Así de mala puede ser la vida.

Ahora mismo, este pollo con almendras, con su salsa caliente y cremosa, me sabe al colágeno extraído de los muslos de la madre de Marla.

Fue en ese momento, de pie en la cocina junto a Marla, cuando me di cuenta de lo que Tyler había hecho.

ARRUGAS ESPANTOSAS.

Y supe por qué le enviaba bombones a la madre de Marla.

AYÚDAME, POR FAVOR.

—Marla, ¿seguro que quieres ver el congelador? —le digo.

—¿Ver qué? —dice Marla.

—Nunca comemos carne roja —me dice Tyler en el Impala. Él no emplea grasa de pollo porque el jabón no se solidifica en pastillas—. Esa sustancia —dice Tyler— nos está dando una fortuna. Pagamos el alquiler con el colágeno.

Le digo que debería habérselo dicho a Marla. Ahora ella cree que he sido yo.

—La saponificación —dice Tyler— es la reacción química necesaria para fabricar un buen jabón. La grasa de pollo no sirve, ni tampoco la grasa con mucha sal.

«Escucha —dice Tyler—. Tenemos que servir un pedido importante. Lo que haremos será enviar a la mamá de Marla más bombones y tartas de frutas.

No creo que eso vuelva a funcionar.

En resumen, Marla echó un vistazo al congelador. Vale, sí, primero hubo un forcejeo. Intento detenerla, la bolsa cae al suelo y se rompe sobre el linóleo y ambos resbalamos en aquella porquería blanca y pegajosa, e intentamos levantarnos buscando aire para respirar. Marla me agarra de la cintura por detrás; su cabello negro azotándome el rostro, los brazos prendidos de los costados, y le repito una y otra vez que no fui yo. No fui yo.

Yo no lo hice.

—¡Mi madre; la has derramado por todas partes!

Necesitábamos hacer jabón, le digo con el rostro junto al oído. Necesitábamos lavar mis pantalones, pagar el alquiler, arreglar el escape de gas. No fui yo.

Fue Tyler.

Marla se pone a chillar: «¿De qué estás hablando?» y forcejea para deshacerse de la falda. Lucho por ponerme en pie y no resbalar en el suelo, agarrado a su falda de algodón indio estampado, y Marla, vestida con las bragas, los topolinos y la blusa campestre, abre la puerta del congelador y la reserva de colágeno ha desaparecido.

Hay dos pilas de linterna gastadas y nada más.

—¿Dónde está?

Gateo marcha atrás, resbalando con pies y manos en el linóleo, y voy limpiando el suelo con el trasero mientras me alejo de Marla y la nevera. Me llevo la falda a los ojos para no tener que ver la cara de Marla al decírselo.

La verdad.

Hicimos jabón con él… con ella… Con la madre de Marla.

—¿Jabón?

Jabón. Hierves grasa, la mezclas con lejía y obtienes jabón.

Cuando Marla empieza a gritar, le tiro la falda a la cara y echo a correr. Resbalo. Corro.

Marla me persigue por toda la planta baja, derrapando en las esquinas, apoyándose en los marcos de las ventanas para tomar impulso. Resbalando.

En las paredes empapeladas con flores vamos dejando las marcas de nuestras manos, sucias de grasa y mugre del suelo. Caemos, resbalamos; nos golpeamos contra el zócalo de madera de las paredes; nos levantamos de nuevo y seguimos corriendo.

Marla grita.

—¡Has hervido a mi madre!

Tyler hirvió a su madre.

Marla grita, sus uñas siempre un centímetro detrás de mí.

Tyler hirvió a su madre.

—¡Tú has hervido a mi madre!

La puerta de casa seguía abierta.

Y entonces salí por la puerta de casa mientras Marla me gritaba desde el umbral. Mis pies ya no resbalaban en la acera de asfalto y seguí corriendo. Hasta que encontré a Tyler o hasta que Tyler me encontró y le conté lo ocurrido.

Con una cerveza cada uno, nos acomodamos, Tyler en el asiento trasero y yo en el delantero. Incluso ahora es probable que Marla siga en casa lanzando revistas contra las paredes y gritando que soy un gilipollas y un monstruo capitalista con dos caras, un cabrón lameculos. Los kilómetros de noche que median entre Marla y yo me deparan insectos, melanomas y virus carnívoros. No se está tan mal donde estoy.

—Cuando a un hombre le cae un rayo —dice Tyler— la cabeza se le derrite y se reduce a una pelota de béisbol en ascuas; y su bragueta se queda soldada en una sola pieza.

Le digo:

—¿Hemos tocado fondo esta noche?

Tyler se reclina y me pregunta:

—Si Marilyn Monroe estuviese viva, ¿qué estaría haciendo?

—Buenas noches —le digo.

El letrero cuelga del techo hecho trizas y Tyler me dice:

—Pues arañando la tapa del ataúd.