Mi jefe me manda a casa porque tengo los pantalones llenos de sangre seca, y eso me llena de alegría.
La herida del pómulo hundido no se cura nunca. Voy a trabajar y las cuencas sumidas de mis ojos son dos donuts turgentes y amoratados que rodean los dos meatos que tengo para ver. Hasta el día de hoy me sacaba de quicio haberme convertido en un maestro zen totalmente equilibrado, y que nadie se hubiera dado cuenta. Sin embargo, sigo trabajando con el FAX. Escribo HAIKUS que envío por fax a todo el mundo. En el trabajo, cuando me cruzo con la gente en el vestíbulo, me vuelvo totalmente ZEN a los ojos de todos esos ROSTROS hostiles.
Las abejas obreras libran;
hasta los zánganos saben volar,
la reina es la esclava.
Renuncias a todas las posesiones terrenales, al coche, y te vas a vivir a una casa alquilada en la parte tóxica de la ciudad, donde a altas horas de la noche oyes a Marla y Tyler, en su habitación, llamarse mutuamente escoria humana.
Toma esto, escoria humana.
Haz esto, escoria humana.
Tómatelo. Trágatelo, nena.
Aunque sólo sea por contraste, esto me convierte en el centro diminuto y sereno del mundo. Y yo, con los ojos hundidos y la sangre seca formando grandes costras oscuras en los pantalones, le digo ¡Hola! a todo el mundo en la oficina. «¡Hola! Miradme. ¡Hola! Soy tan ZEN. Esto es SANGRE. No es nada. Hola. Todo es nada; es tan alucinante estar ILUMINADO. Como yo.»
Suspira.
Mira. Por la ventana. Un pájaro.
Mi jefe me preguntó si la sangre era mía.
El pájaro vuela a favor del viento. Estoy escribiendo mentalmente un haiku.
Sin tener siquiera un nido
el pájaro llamará hogar al mundo:
la vida es tu tarea.
Cuento con los dedos: cinco sílabas, siete, cinco.
La sangre, ¿es mía?
Sí —digo yo—. Parte de ella.
No es una buena respuesta.
¡Vaya negocio! Tengo dos pares de pantalones negros. Seis camisas blancas. Seis mudas de ropa interior. Lo mínimo imprescindible. Me voy al club de lucha. Estas cosas pasan.
—Vete a casa y cámbiate —me dice el jefe.
Empiezo a preguntarme si Tyler y Marla son la misma persona. Excepto por el polvo de todas las noches en el dormitorio de Marla.
Haciéndolo.
Haciéndolo.
Haciéndolo.
Tyler y Marla nunca están en la misma habitación. Nunca los veo juntos.
Pero tampoco me verás nunca con Zsa Zsa Gabor, y eso no significa que seamos la misma persona. Tyler no se deja ver cuando Marla está en casa.
Para que pueda lavar los pantalones, Tyler tiene que enseñarme a fabricar jabón. Tyler está en el piso de arriba y la cocina huele a cigarrillos y a pelo quemado. Marla está sentada a la mesa de la cocina quemándose la parte interior del brazo con la colilla de un cigarrillo mientras se llama a sí misma escoria humana.
—Abrazo mi propia corrupción supurante —le dice Marla a la punta color cereza de su cigarrillo. Marla hace girar el cigarrillo sobre la carne blanca y suave del brazo—. Arde, zorra, arde.
Tyler está arriba, en mi habitación, se mira los dientes en el espejo y me dice que me ha conseguido un trabajo de camarero para banquetes, media jornada.
—En el hotel Pressman. Siempre y cuando puedas trabajar por las noches —dice Tyler—. Este empleo alimentará tu odio clasista.
—Sí —le digo—, lo que sea.
—Te harán llevar una pajarita negra —me explica Tyler—. Lo único que necesitas es una camisa blanca y unos pantalones negros.
—Jabón, Tyler —le digo—, necesitamos jabón. Tenemos que fabricar jabón. Lo necesito para lavar los pantalones.
Sujeto los pies a Tyler mientras hace doscientos abdominales.
—Para hacer jabón, primero hay que conseguir grasa. —Tyler está lleno de información útil.
Excepto cuando están echando un polvo, Marla y Tyler nunca comparten la misma habitación. Si Tyler está cerca de ella, Marla no le hace caso. La situación me es familiar, pues mis padres se hacían invisibles el uno para el otro de la misma manera. Luego, mi padre se largó para establecer otra franquicia.
Mi padre siempre decía: «Cásate antes de que te aburra el sexo o nunca te casarás».
Mi madre decía: «Nunca compres nada que tenga cremallera de nailon».
Mis padres jamás dijeron nada que valiera la pena bordar en un cojín.
Tyler va por el abdominal ciento noventa y ocho. Ciento noventa y nueve. Doscientos.
Tyler lleva una especie de albornoz de franela un poco pegajosa y pantalones elásticos.
—Haz que Marla salga de casa —me dice Tyler—. Mándala a la tienda a comprar un bote de polvo de gas. Lejía en polvo. No de cristal. Deshazte de ella.
Vuelvo a tener seis años y a llevar y traer mensajes entre mis padres cuando están desavenidos. Lo odiaba cuando tenía seis años y lo sigo odiando ahora.
Tyler comienza a hacer elevaciones de piernas, y yo bajo y le digo a Marla que vaya a por los polvos de hipoclorito y le doy un billete de diez dólares y mi tarjeta del autobús. Marla sigue sentada a la mesa de la cocina y le quito el cigarrillo de entre los dedos. Con suavidad y facilidad. Limpio con un paño las manchas rojizas del brazo de Marla, donde las costras de las quemaduras se han agrietado y empiezan a sangrar. Luego, le calzo los pies con unos zapatos de tacón alto.
Marla me observa mientras represento el papel de Príncipe Azul con sus zapatos y me dice:
—Entré sin llamar. No creí que hubiera nadie en casa. La puerta principal no cierra.
No digo nada.
—Para nuestra generación, el condón hace las veces del zapato de cristal. Te lo pones cuando conoces a alguien; bailas toda la noche y luego lo tiras. Me refiero al condón, no a la persona.
No hablo con Marla. Podrá entrometerse en los grupos de apoyo y entre Tyler y yo, pero nunca podrá ser mi amiga.
—Te he estado esperando aquí toda la mañana.
Los brotes florecen y mueren;
trae el viento nieve o mariposas,
la piedra no repara en ello.
Marla se levanta de la mesa de la cocina; lleva puesto un vestido azul sin mangas, de una tela brillante. Marla tira del extremo de la falda y se la levanta para mostrarme las diminutas puntadas del dobladillo. No lleva ropa interior y me guiña un ojo.
—Te quería enseñar mi vestido nuevo —dice Marla—. Es un vestido de dama de honor y está todo cosido a mano. ¿Te gusta? En el mercadillo benéfico de la Buena Voluntad lo vendían por un dólar. ¿Puedes creer que alguien haya estado dando puntadas minúsculas con el único fin de confeccionar un vestido tan horrible? —dice Marla.
La falda es más larga por un lado que por otro y la cintura caída órbita alrededor de las caderas de Marla.
Antes de irse a la tienda, Marla se levanta la falda con las puntas de los dedos y baila una especie de danza alrededor de mí y de la mesa de la cocina moviendo el trasero, que se menea. Lo que le gusta, dice Marla, son todas esas cosas que la gente desea con intensidad y luego tira una hora o un día después; como los árboles de Navidad, que son el centro de atención hasta que, pasadas las fiestas, se ven esos árboles de Navidad muertos, todavía decorados con espumillón, tirados a un lado de la autopista. Al contemplarlos, piensas en los animales arrollados en la carretera o en las víctimas de crímenes sexuales, que llevan la ropa interior del revés y están maniatadas con cinta aislante negra.
Sólo quiero que se largue de aquí.
—El Centro de Control de Animales es el mejor sitio —me dice Marla—. Todos los animales, los perritos y gatitos que la gente quiso y luego abandonó, hasta los animales viejos, bailan y saltan a tu alrededor para llamar la atención, porque pasados tres días les inyectan una sobredosis de fenobarbital y los arrojan a un enorme horno para mascotas.
—El sueño eterno, al estilo de El valle de los perros.
«Donde te castran, aunque alguien te quiera lo suficiente como para salvarte la vida. —Marla me mira como si fuera yo quien se la tira y me dice—: Contigo no hay quien gane, ¿no es cierto?
Marla sale por la puerta de atrás cantando aquella canción espeluznante de El valle de las muñecas.
Me quedo mirándola mientras se aleja.
Me quedo en silencio uno, dos, tres momentos hasta que Marla desaparece por completo por la puerta.
Me doy la vuelta y aparece Tyler.
Tyler me dice:
—¿Te la has quitado de encima?
Sin un ruido ni olor alguno aparece Tyler.
—En primer lugar… —Tyler habla mientras salva la distancia entre la puerta de la cocina y la nevera y empieza a revolver en el congelador—… necesitamos grasa.
Respecto a mi jefe, dice Tyler, si estoy realmente enfadado con él debería ir a la oficina de correos y rellenar una tarjeta de cambio de domicilio y desviar toda su correspondencia a Rugby, en Dakota del Norte.
Tyler comienza a sacar bolsas que tienen dentro algo congelado y blanco, y las echa en el fregadero. Me pide que ponga una cacerola grande al fuego y que la llene de agua casi hasta el borde. Si no hay agua suficiente, la grasa se oscurecerá al desprenderse el sebo.
—Esta grasa —me explica Tyler— tiene mucha sal, así que, cuanta más agua, mejor.
Pon la grasa en el agua y déjala que hierva.
Tyler estruja las bolsas, la inmundicia blanca cae al agua, y luego esconde las bolsas vacías en el fondo de la basura.
Tyler me dice:
—Usa un poco la imaginación. Acuérdate de toda aquella mierda sobre los colonos que aprendiste en los Boy Scouts. Acuérdate de la química del instituto.
Cuesta imaginarse a Tyler en los Boy Scouts.
Otra cosa que podría hacer, dice Tyler, es ir una noche a casa de mi jefe y enchufar una manguera en la toma de agua del jardín. Enchufa la manguera en una bomba de mano, inyecta en las cañerías de la casa una carga de colorante industrial —rojo, azul o verde— y espera a ver el aspecto del jefe al día siguiente. O podía sentarme entre los matorrales y bombear hasta llenar las cañerías con 8 kg/cm2. Así, cuando alguien tire de la cadena del váter, la cisterna explotará. Con 10 kg/cm2, si alguien abre el grifo de la ducha, la presión del agua hará que explote la alcachofa, destrozará la rosca y… ¡blam!, la alcachofa se convierte en el obús de un mortero.
Tyler me dice estas cosas sólo para que me sienta mejor. La verdad es que aprecio a mi jefe. Además, ahora estoy iluminado. Ya sabes, sólo puedo comportarme como Buda. Crisantemos. El Sutra del Diamante y el Bine Cliff Record. Hari Rama, ya sabes, Krisna, Krisna. Ya sabes, iluminado.
—No te conviertes en una gallina por muchas plumas que te pegues en el trasero, me dice Tyler.
Cuando la grasa se derrita, el sebo subirá a la superficie del agua hirviendo.
—¡Vaya! —le digo—, ¿así que me pego plumas en el trasero?
¡Como si Tyler, con las quemaduras de cigarrillo en los brazos, tuviese un alma tan desarrollada! Don Escoria Humana y su esposa. Relajo la expresión de mi rostro y me transformo en uno de esos tipos impasibles como vacas hindúes y que aparecen camino del matadero en las instrucciones de emergencia de los aviones.
Apaga el fuego.
Remuevo el agua hirviendo.
Más y más sebo subirá a la superficie hasta cubrir toda el agua con una capa de color madreperla. Coge un cucharón para espumar la capa y retírala.
—¿Cómo está Marla? —le pregunto.
—Por lo menos Marla está intentando tocar fondo —responde Tyler.
Remuevo el agua hirviendo.
Continúa espumando hasta que no salga más sebo. En efecto, es sebo lo que estamos espumando. Puro sebo de calidad.
Tyler me dice que todavía estoy lejos de tocar fondo y que si no bajo hasta el fondo no conseguiré salvarme. Jesús hizo lo mismo con su historia de la crucifixión. No debería limitarme a renunciar al dinero, la propiedad y el conocimiento. No es sólo un refugio para el fin de semana. Debería dejar de intentar mejorar y labrarme un desastre. Ya no puedo seguir jugando sobre seguro.
Esto no es un seminario.
—Si pierdes el temple antes de tocar fondo —dice Tyler— nunca lo conseguirás.
Sólo después del desastre podemos resucitar.
—Sólo después de haberlo perdido todo —dice Tyler— eres libre para hacer cualquier cosa.
Lo que he experimentado es una iluminación prematura.
—Y sigue removiendo —dice Tyler.
Cuando la grasa haya hervido lo suficiente y ya no salga más sebo, tira el agua hirviendo. Limpia la cacerola y llénala otra vez de agua.
Le pregunto cuánto me falta para tocar fondo.
—Desde donde estás —dice Tyler— jamás conseguirás ni imaginarte cómo es el fondo.
Repite el proceso con el sebo espumado. Hierve el sebo en el agua. Espuma una y otra vez.
—La grasa que estamos utilizando tiene mucha sal —dice Tyler—. Demasiada sal y el jabón no se solidificará. Hierve y espuma.
Hierve y espuma.
Marla ha vuelto.
En cuanto Marla abre la puerta de rejilla metálica, Tyler se va, se esfuma, huye fuera de la habitación, desaparece.
Tyler se ha ido arriba, o Tyler se ha ido abajo, al sótano.
Marica.
Marla entra por la puerta trasera con un bote de polvo de gas.
—En la tienda tienen papel higiénico cien por cien reciclado —dice Marla—. Reciclar papel higiénico debe ser el peor trabajo del mundo.
Cojo el bote de polvo de gas y lo pongo en la mesa. No le hablo.
—¿Puedo quedarme a dormir esta noche? —me pregunta Marla.
No le hablo. Cuento mentalmente: cinco sílabas, siete, cinco.
El tigre sabe sonreír;
la serpiente dirá que te quiere:
las mentiras nos vuelven malos.
—¿Qué estás preparando? —me pregunta Marla.
Soy el Punto de Ebullición de Fulano.
Le digo que se largue:
—Vete de aquí, ¿vale? ¿No me has arrebatado ya una parte bastante grande de mi vida?
Marla me coge de la manga y me retiene durante un segundo para besarme en la mejilla.
—¿Me llamarás? Hazlo, por favor; tenemos que hablar.
Le digo que sí, sí, sí, sí, sí.
En cuanto Marla sale por la puerta, Tyler aparece de nuevo en la habitación.
Con la rapidez de un truco de magia. Mis padres practicaron ese truco de magia durante cinco años.
Hiervo el agua y la espumo mientras Tyler deja espacio libre en la nevera. El vapor llena la habitación y el techo de la cocina gotea agua. La bombilla de cuarenta vatios está oculta en el fondo de la nevera, es un brillante que no alcanzo a ver detrás de las botellas de ketchup y los frascos de escabeche, salmuera o mayonesa; una lucecita en el interior del frigorífico ilumina el perfil de Tyler.
Hierve y espuma. Hierve y espuma. Pon el sebo espumado en cartones de leche con la parte superior completamente abierta.
Desde una silla apoyada en el frigorífico abierto, Tyler vigila el enfriamiento del sebo. En la cocina caldeada, nubes de vapor frío caen en cascada por el fondo de la nevera y forman un charco en torno a los pies de Tyler.
A medida que voy llenando los cartones de leche con sebo, Tyler los mete en la nevera.
Me arrodillo junto a Tyler frente a la nevera, y Tyler me coge las manos y me las enseña. La línea de la vida. La línea del amor. Los montes de Venus y de Marte. El vapor condensado forma un charco a nuestro alrededor, y la luz brilla tenuemente en nuestros rostros.
—Necesito que me hagas otro favor —me dice Tyler.
—Se trata de Marla, ¿no?
—Jamás le hables de mí. No hables de mí a mis espaldas. ¿Lo prometes? —pregunta Tyler.
—Lo prometo.
Tyler dice:
—Si alguna vez le mencionas mi nombre, nunca volverás a verme.
—Lo prometo.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Tyler dice:
—Recuerda que lo has prometido tres veces.
Una capa de algo espeso y claro comienza a cubrir la superficie del sebo del frigorífico.
—El sebo —le advierto— se está separando.
—No importa —dice Tyler—. La capa más clara es glicerina. O la agregas de nuevo cuando hagas el jabón o bien la espumas y la quitas.
Tyler se lame los labios y pone las palmas de mis manos boca abajo sobre sus muslos, sobre la falda de franela pegajosa del albornoz.
—Si mezclas glicerina con ácido nítrico obtendrás nitroglicerina —dice Tyler.
Respiro por la boca abierta y repito: «Nitroglicerina».
Tyler se lame los labios, húmedos y brillantes, y me besa el dorso de la mano.
—Si mezclas nitroglicerina con nitrato sódico y serrín, obtendrás dinamita.
El beso brilla húmedo en el dorso de mi mano blanca.
«Dinamita», repito mientras me acuclillo.
Tyler forcejea con el tapón del bote de polvo de gas y lo destapa.
—Puedes volar puentes —dice Tyler.
»Si mezclas la nitroglicerina con más ácido nítrico y parafina, obtendrás explosivos de gelatina —dice Tyler.
»Podrías volar un edificio con facilidad —dice Tyler.
Tyler inclina unos centímetros el bote que contiene el polvo de hipoclorito sobre el beso húmedo y brillante del dorso de mi mano.
—Es una quemadura química —dice Tyler— y te dolerá más que cualquier otra quemadura. Peor que cien cigarrillos.
El beso brilla en el dorso de mi mano.
—Te quedará una cicatriz —dice Tyler.
»Con jabón suficiente —dice Tyler— podrías volar el mundo entero. Ahora recuerda tu promesa.
Y Tyler vierte la lejía.