El domingo 22 de octubre de 1865, la última edición del Boston Transcript publicaba en primera plana un anuncio en el que se ofrecía una recompensa de diez mil dólares. Aquella estupefacción, aquellas paradas de ruidosos carruajes junto a los vendedores de periódicos, no se habían conocido en lo que parecía toda una vida, desde que fuera atacado el fuerte Sunter, cuando se tenía la seguridad de que una campaña de noventa días podía acabar con la salvaje rebelión del Sur.
La viuda de Healey envió al jefe Kurtz un simple telegrama revelándole sus planes. Ella insistió en recurrir al telegrama, pues era sabido que en la comisaría muchos ojos lo verían antes que el jefe. Escribió a cinco periódicos de Boston, le dijo a Kurtz, describiendo la verdadera naturaleza de la muerte de su marido y anunciando una recompensa por cualquier información que condujera a la captura del asesino. Debido a la pasada corrupción en la oficina de detectives, los concejales habían aprobado normas prohibiendo a los policías recibir recompensas, pero el público ciertamente podía enriquecerse. Kurtz no tenía motivos para sentirse feliz, manifestaba la viuda, pues había incumplido la promesa que le hizo. La última edición del Transcript fue la primera en dar la noticia.
Ahora Ednah Healey imaginaba los concretos mecanismos capaces de suscitar en el villano sufrimiento y contrición. Su favorito consistía en conducir al criminal a Gallows Hill, pero en lugar de ahorcarlo, se lo desnudaba, se lo mandaba a la hoguera y luego se le daba a escoger (sin éxito, por supuesto) entre seguir o apagar las llamas. Tales pensamientos la inquietaban y aterrorizaban. Servían al propósito adicional de distraerse de pensar en su marido y de alimentar el creciente odio que sentía hacia él por haberla abandonado.
Llevaba mitones que le cubrían las muñecas, a fin de evitar que se arrancara más piel a arañazos. Su manía se había vuelto constante, y la ropa ya no podía cubrir las cicatrices de su automutilación. Tras una pesadilla nocturna, había salido corriendo de su dormitorio y, desesperada, halló un escondite para el broche con el mechón de cabello de su marido. Por la mañana, sus sirvientes y sus hijos buscaron por todo Wide Oaks, debajo del parqué y entre la estructura de madera, pero no pudieron encontrar nada. Fue mejor, pues con tales pensamientos colgándole del cuello la viuda de Healey nunca hubiera podido volver a dormir.
Por suerte para ella no pudo saber que durante aquellos agitados días, en aquellos días cálidos del otoño, el juez presidente Healey había murmurado lentamente «Señores del jurado…» una y otra vez, mientras las larvas hambrientas se arrojaban a cientos sobre la herida abierta en la palpitante esponjosidad de su cerebro, y cada una de las fértiles moscas daba nacimiento a más larvas devoradoras de carne. Primero, el juez presidente Artemus Prescott Healey no pudo mover un brazo. Luego movió los dedos, cuando comprendió que estaba dando puntapiés. Al cabo de un rato, sus palabras no le salían coherentes: «Juradores bajo nuestros señores…» Alcanzó a percibir que aquello carecía de sentido, pero no pudo hacer nada para evitarlo. La porción de su cerebro que ordenaba la sintaxis estaba siendo ingerida por criaturas que ni siquiera disfrutaban con su alimento, aunque lo necesitaban. Cuando la lucidez volvía brevemente a lo largo de los cuatro días, la angustia hacía recordar a Healey que estaba muerto, y rezaba para morir otra vez. «Mariposas y el último lecho…» Miró la raída bandera encima de él y, con el escaso sentido que quedaba en su mente, se sorprendió.
A última hora de la tarde, tras la partida del reverendo Talbot, el sacristán de la Segunda Iglesia Unitarista de Cambridge estuvo anotando los actos de la semana en el diario de la iglesia. Aquella mañana, Talbot había pronunciado un porfiado sermón. Luego pasó el tiempo en la iglesia, solazándose con las entusiastas noticias de los diáconos. Pero el sacristán Gregg refunfuñó cuando Talbot le pidió que quitara el cerrojo de la pesada puerta de piedra situada al final del ala de la iglesia donde se habían celebrado los oficios.
Parecía como si sólo hubieran pasado unos minutos desde que el sacristán oyó un llanto de intensidad creciente. El ruido no parecía provenir de ningún lugar en concreto, pero sin duda de dentro de la iglesia. Luego, casi por capricho, pensando en los que llevaban largo tiempo enterrados, el sacristán Gregg aplicó la oreja a aquella puerta de pizarra que conducía a las bóvedas sepulcrales subterráneas, las sombrías catacumbas de la iglesia. Lo notable era que el ruido, aunque ahora extinguido, parecía tener su origen, por sus reverberaciones, en la cavidad que se abría al otro lado de la puerta. El sacristán tomó el tintineante manojo de llaves que llevaba al cinto y abrió la puerta, como había hecho para Talbot. Respiró hondo y bajó.
El sacristán Gregg llevaba trabajando allí doce años. La primera vez que oyó hablar al reverendo Talbot fue en una serie de debates públicos con el obispo Fenwick sobre los peligros del auge de la Iglesia Católica en Boston.
En aquellos discursos, Talbot había articulado su vigorosa argumentación sobre tres puntos principales:
1. Que los rituales supersticiosos y las fastuosas catedrales de la fe católica constituían una idolatría blasfema.
2. Que la tendencia de los irlandeses a congregarse en barrios alrededor de sus catedrales y conventos podría dar lugar a conspiraciones secretas contra Estados Unidos y oponía una marcada resistencia a la norteamericanización.
3. Que el pontificado, la gran amenaza extranjera que controlaba todos los aspectos de la actuación de los católicos, amenazaba la independencia de las religiones norteamericanas con su proselitismo y su propósito de extenderse a todo el país.
Por supuesto, ningún ministro unitarista anticatólico disculpó las acciones de los airados trabajadores de Boston, que prendieron fuego a un convento católico después de que unos testigos dijeran que unas muchachas protestantes habían sido raptadas y encerradas en mazmorras para convertirlas en monjas. Los revoltosos escribieron con yeso en los muros de mampostería ¡AL INFIERNO CON EL PAPA! Se trataba menos de un desacuerdo con el Vaticano que de una advertencia al creciente número de irlandeses que ocupaban puestos de trabajo.
En pleno auge de sus debates, sermones y escritos anticatólicos, el reverendo Talbot fue apoyado por algunos para suceder al profesor Norton en la facultad de Teología de Harvard. Declinó el ofrecimiento. Talbot disfrutaba demasiado con la sensación de penetrar en su atestada iglesia un domingo por la mañana, procedente de la quietud sabatina de Cambridge, y oír los solemnes acordes del órgano mientras permanecía en el púlpito revestido con su sencilla toga universitaria, que le confería un aspecto sublime. Aunque bizqueaba terriblemente y hablaba con voz profunda y melancólica, como si empleara perpetuamente el tono que adopta una persona cuando en la casa yace un difunto, la presencia de Talbot en el púlpito infundía confianza y él desempeñaba con lealtad su labor pastoral. Ahí era donde sus poderes contaban. Desde que su esposa murió de parto en 1825, Talbot nunca tuvo una familia ni quiso tenerla, porque sus satisfacciones se las procuraba su congregación.
La lámpara de aceite del sacristán Gregg perdió tímidamente su brillo a la vez que él perdía su valor.
—¿Hay alguien ahí? Se supone que usted no…
La voz del sacristán parecía no tener entidad física en medio de la negrura de la bóveda, y se apresuró a cerrar la boca. Esparcidos a lo largo de las esquinas advirtió los puntitos blancos y, cuando su número se incrementó, se inclinó para inspeccionar aquella proliferación; sin embargo, su atención se dirigió a otra parte cuando, más allá, se produjo un brusco crujido. Hasta él llegó una pestilencia tan horrible como para imponerse a la atmósfera de la propia bóveda sepulcral.
Colocándose el sombrero delante de la cara, el sacristán siguió adelante entre féretros alineados sobre el sucio pavimento, a través de los tristes pasadizos abovedados de pizarra. Ratas gigantescas se escabullían a lo largo de los muros. Un fulgor vacilante, que no provenía de su lámpara, iluminaba el camino por delante de él, allá donde el crujido se transformaba en un chirrido.
—¿Hay alguien ahí?
El sacristán siguió avanzando cautelosamente, aferrándose a los sucios ladrillos de la pared cuando doblaba una esquina.
—¡Dios Santo! —gritó.
De la boca de un agujero irregularmente excavado en el suelo, más adelante, asomaban los pies de un hombre. De las piernas sólo era visible la pantorrilla, y el resto del cuerpo permanecía embutido en el agujero. Las plantas de ambos pies ardían en llamas. Las articulaciones temblaban tan violentamente que parecía que el hombre daba puntapiés a diestro y siniestro a causa del dolor. La carne de los pies se derretía, mientras las voraces llamas empezaban a extenderse a los tobillos.
El sacristán Gregg cayó de costado. En el frío suelo, junto a él, había un montón de ropa. Agarró la prenda que estaba encima y la golpeó contra los pies ardiendo, hasta que se apagó el fuego.
—¿Quién es usted? —exclamó, pero el hombre, que para el sacristán no era más que un par de pies, estaba muerto.
El sacristán precisó un momento para darse cuenta de que la prenda que había utilizado para apagar el fuego era una toga de ministro. Arrastrándose por un sendero de huesos humanos desenterrados, regresó hasta la bien ordenada pila de ropa y escarbó en ella: prendas interiores, una capa que le resultaba familiar, el corbatín blanco, el chal y los zapatos negros bien lustrados del querido reverendo Elisha Talbot.
Al cerrar la puerta de su despacho, en el segundo piso de la facultad de Medicina, Oliver Wendell Holmes estuvo a punto de chocar con un patrullero municipal en el pasillo. Holmes se había demorado más de lo previsto a fin de dejar listo su trabajo del día siguiente. Esperaba empezar más temprano y dedicar un tiempo a Wendell Junior antes de que llegara el acostumbrado grupo de amigos de su hijo. El patrullero buscaba a alguien con autoridad, y le explicó que el jefe de policía solicitaba permiso para utilizar la sala de disecciones de la escuela; y que se había enviado al profesor Haywood para colaborar en la autopsia sobre un cadáver que se había descubierto, el cual correspondía a un infortunado caballero. El forense, señor Barnicoat, no pudo ser localizado. No dijo que Barnicoat era conocido por frecuentar las tabernas los fines de semana, y que a buen seguro no estaría en condiciones de conducir una pesquisa. Como encontró vacías las dependencias del decanato, Holmes llegó a la conclusión de que, como el anterior decano fue él, podía legítimamente atender la petición del patrullero. («Sí, sí, cinco años al mando del barco fue suficiente para mí, y a los cincuenta y seis, ¿quién necesita tanta responsabilidad?», decía Holmes llevando él las dos partes de la conversación).
Llegó un carruaje policial que transportaba al jefe Kurtz, al subjefe Savage y una camilla cubierta con una sábana, que fue introducida a toda prisa, acompañada por el profesor Haywood y su estudiante auxiliar. Haywood enseñaba práctica quirúrgica y sentía gran interés por las autopsias. Ante las objeciones de Barnicoat, la policía llamaba ocasionalmente al profesor al depósito de cadáveres para que diera su opinión, como cuando hallaron a un niño emparedado en una bodega o a un hombre ahorcado en un retrete.
Holmes observó con interés que el jefe Kurtz apostó a dos agentes estatales. ¿Quién se preocuparía por introducirse en la facultad de Medicina a aquellas horas de la noche? Kurtz sólo subió la sábana hasta las rodillas del cadáver. Era suficiente. Holmes se quedó sin aliento a la vista de los pies descalzos del hombre, si tal palabra podía aún aplicárseles.
Los pies, y sólo los pies habían sido quemados después de empaparlos hábilmente con algo que olía a queroseno. Carbonizados hasta convertirlos en algo quebradizo, pensó Holmes, horrorizado. Los dos muñones que quedaban sobresalían torpemente de los tobillos, desplazados de las articulaciones. La piel, apenas reconocible como tal, estaba hinchada y agrietada a causa del fuego y de ella asomaba un tejido rosado. El profesor Haywood se inclinó para ver mejor.
Aunque había abierto cientos de cadáveres, el doctor Holmes no tenía el estómago de hierro de sus colegas médicos ante semejantes trances, y hubo de apartarse de la mesa de reconocimiento. Como profesor, Holmes más de una vez había abandonado el aula cuando un conejo vivo debía ser cloroformizado, y le suplicaba a su ayudante que no lo dejara chillar.
A Holmes empezó a darle vueltas la cabeza, y le pareció que de repente había muy poco aire en la estancia, y ese poco estaba cargado de éter y cloroformo. No sabía cuánto tiempo podía durar la autopsia, pero estaba completamente seguro de que él no resistiría mucho sin caer al suelo. Haywood descubrió el resto del cuerpo, presentando el rostro doliente y escarlata del muerto, y limpió la suciedad de sus ojos y sus mejillas. Holmes permitió que sus ojos recorrieran todo el cuerpo desnudo.
Se limitó a reconocer como familiar aquella cara, mientras Haywood se inclinaba sobre el cadáver y el jefe Kurtz formulaba a aquél una pregunta tras otra. Nadie pidió a Holmes que se tranquilizara, y como profesor de Anatomía y Fisiología de la cátedra Parkman, de Harvard, podía haber hecho su contribución al asunto. Pero Holmes sólo podía concentrarse en aflojar el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello. Parpadeaba convulsivamente, ignorando si debía contener la respiración para conservar el oxígeno que ya había aspirado, o bien respirar a pequeñas bocanadas para almacenar las últimas bolsas de aire disponibles antes que los demás, cuya aparente despreocupación respecto a la densa atmósfera dio a Holmes la seguridad de que se derrumbarían de un momento a otro.
Uno de los presentes preguntó al doctor Holmes si se encontraba mal. Tenía un rostro amable y llamativo, y unos ojos brillantes, y al parecer era mulato. Hablaba con un matiz de familiaridad, y en medio de su aturdimiento Holmes recordó: era el agente que se había presentado durante la reunión del club Dante para ver a Lowell.
—Profesor Holmes, ¿coincide usted con la valoración hecha por el profesor Haywood? —preguntó el jefe Kurtz, quizá como un intento cortés de incluirlo en el procedimiento, pues Holmes no se había acercado lo bastante al cuerpo como para formular el menor diagnóstico.
Holmes trató de pensar si había captado el diálogo de Haywood con el jefe Kurtz, y le parecía recordar que Haywood señalaba que el difunto había permanecido vivo mientras sus pies ardían, pero que debió de mantenerse en una postura que le impedía detener la tortura y que, por el aspecto de la cara y la ausencia de otras heridas, no era improbable que hubiese muerto de un ataque al corazón.
—Claro, por supuesto —dijo Holmes—. Sí, desde luego, agente. —Retrocedió hasta la puerta, como para escapar de un peligro mortal—. Por favor, caballeros, ¿podrían continuar un momento sin mí?
El jefe Kurtz prosiguió su diálogo con el profesor Haywood, en tanto Holmes alcanzaba la puerta y se apresuraba a salir al patio, donde inhaló tanto aire como pudo con una respiración rápida y desesperada.
Mientras la hora violeta se extendía por Boston, el doctor vagaba entre las hileras de carretones, caminaba sin rumbo más allá de las tortas de semillas aromáticas, de las jarras de cerveza de jengibre y de los hombres de blanco que ofrecían sus monstruosidades: ostras y langostas. No podía sufrir pensar en su comportamiento junto al cadáver del reverendo Talbot. Una vez superada su turbación, aún no se había descargado del peso que suponía saber que Talbot había sido asesinado, y no había corrido a compartir la sensacional noticia con Fields o con Lowell. ¿Cómo pudo él, el doctor Oliver Wendell Holmes, doctor y profesor de medicina, renombrado docente y reformador médico, echarse a temblar así ante la vista de un cadáver como si se tratara de un fantasma en una rebuscada novela sentimental? Wendell Junior se quedaría estupefacto ante la pusilánime turbación paterna. El más joven de los Holmes no guardaba en secreto su idea de que hubiera sido un médico mejor que el viejo, y también un mejor profesor y un mejor padre.
Si bien aún no contaba veinticinco años, Junior había estado en el campo de batalla y había visto cuerpos hechos trizas, boquetes en sus filas abatidas a cañonazos, miembros cayendo como hojas y amputaciones realizadas con sierras por cirujanos aficionados, mientras enfermeras voluntarias, cubiertas de salpicaduras de sangre, sujetaban a los pacientes, que no dejaban de gritar, a puertas que se empleaban como mesas de operaciones. Cuando su primo le preguntó a Wendell Junior cómo pudo dejarse crecer el bigote con tanta facilidad, mientras que él no lograba pasar de las primeras etapas, Junior replicó secamente: «El mío se alimentó de sangre».
Ahora el doctor Holmes pasaba revista a todos sus conocimientos sobre el proceso de cocer el pan de mejor calidad. Evocó todas las informaciones que tenía para encontrar a los vendedores que ofrecían la mejor calidad en el mercado de Boston, por su forma de vestir, su porte o su origen. Agarraba y palpaba la mercancía de los vendedores con precipitación, como ausente, pero con el toque experto de la mano del médico. Su frente empapaba el pañuelo a medida que se daba golpecitos con él. En el siguiente puesto, una anciana de horrible aspecto hurgaba con los dedos en la carne salada. Pero Holmes no debía ceder a distracciones que lo apartaran de la tarea que se había impuesto.
Cuando se aproximaba al tenderete de una matrona irlandesa, el doctor se percató de que sus temblores en la facultad de Medicina eran más profundos de lo que al principio pareció. No los causaba simplemente su desagrado por el cuerpo distorsionado y su silencioso relato de horror. Y no sólo se debían a que Elisha Talbot, una institución en Cambridge equiparable al Olmo de Washington, hubiera sido eliminado y de una manera tan brutal. No; algo en aquella muerte resultaba familiar, muy familiar.
Holmes compró un pan moreno caliente y emprendió el regreso a casa. Consideraba si podía haber soñado con la muerte de Talbot en alguna extraña pincelada de presciencia. Pero Holmes no creía en tales paparruchas. Debió de haber leído alguna vez una descripción de aquel horrendo acto, cuyos detalles fluyeron de nuevo a él involuntariamente cuando vio el cadáver de Talbot. Pero ¿qué texto podía contener semejante horror? Ninguna revista médica. Tampoco, con seguridad, el Boston Transcript, pues el crimen acababa de perpetrarse. Holmes se detuvo en medio de la calle y evocó al predicador agitando en el aire sus pies en llamas mientras éstas danzaban…
—«Dai calcagni a le punte» —murmuró Holmes.
«Desde los talones hasta los dedos de los pies». Allá era donde los clérigos corruptos, los simoníacos, ardían para siempre en sus escarpados fosos. Su corazón se llenó de zozobra.
—¡Dante! ¡Es Dante!
Amelia Holmes colocó la empanada de caza fría en el centro del servicio de la mesa del comedor. Dio algunas instrucciones al servicio, se alisó el vestido y se inclinó sobre el escalón de entrada para ver si llegaba su marido. Estaba segura de haber visto a Wendell cinco minutos antes, desde la ventana del piso de arriba, doblar hacia la calle Charles, al parecer con el pan que le había encargado ella para la cena, a la que asistirían algunos amigos, entre ellos, Annie Fields. (¿Y cómo podía una anfitriona estar a la altura del salón de Annie Fields sin disponerlo todo a la perfección?). Pero la calle Charles estaba vacía salvo por las sombras de los árboles, que se iban disolviendo. Quizá había visto por la ventana a otro hombre de baja estatura y vistiendo un largo frac.
Henry Wadsworth Longfellow probó con la nota dejada por el patrullero Rey. Espigó en el revoltijo de letras y copió el texto varias veces en una hoja aparte, juntando palabras de diferentes maneras para formar nuevas combinaciones, apoyándose en pensamientos del pasado. Sus hijas estaban de visita en casa de la hermana de él, en Portland, y sus dos hijos viajaban separadamente por el extranjero, así que dispondría de unos días de soledad, de los que gozaba más como idea que en la práctica.
Aquella mañana, el mismo día en que fue asesinado el reverendo Talbot, el poeta se sentó en la cama inmediatamente antes del alba, con la borrosa conciencia de no haber dormido en absoluto. Era algo corriente en él. El insomnio de Longfellow no lo causaban sueños espantosos ni lo agitaban sacudidas ni vueltas. De hecho, él describiría la neblina en la que penetraba durante la noche como algo más bien apacible, como algo análogo al sueño. Estaba agradecido de que, después de prolongadas vigilias insomnes durante la noche, aún pudiera sentirse descansado al amanecer, tras haber permanecido tendido tantas horas. Pero en ocasiones, en el pálido nimbo de la lámpara de noche, Longfellow pensaba que podía ver el amable rostro de ella contemplándolo desde el rincón del dormitorio, allí, en la misma habitación donde había muerto. En tales ocasiones, se levantaba de un salto. La zozobra del corazón que seguía a su insinuada alegría, se transformaba en un terror peor que cualquier pesadilla que Longfellow pudiera recordar o inventar, pues cualquier imagen fantasmal que pudiera ver durante la noche podría evocarla todavía por la mañana. Mientras Longfellow se deslizaba en su batín de calamaco, sentía los rizos plateados de su barba más pesados que cuando se acostó.
Cuando Longfellow bajó la escalera, vestía frac y llevaba una rosa en el ojal. No le gustaba ir desarreglado ni siquiera en casa. En el descansillo inferior había un grabado del retrato de Dante joven hecho por Giotto, con un hueco en lugar de ojo. Giotto pintó el fresco en el Bargello, en Florencia, pero con el paso de los siglos se había extendido un revoque encima y permaneció olvidado. Ahora sólo quedaba una litografía del fresco dañado. Dante posó para Giotto antes de su doloroso destierro y de ser derrotado en su lucha contra el destino; todavía era el silencioso admirador de Beatriz, un joven de mediana estatura, con un rostro apagado, melancólico y pensativo. Sus ojos son grandes; su nariz, aquilina; su labio inferior, prominente, y sus facciones poseen una blandura casi femenina.
Según la leyenda, el joven Dante raras veces hablaba, a menos que fuera preguntado. Un peculiar gusto por lo contemplativo cerraba su atención a cuanto fuera ajeno a sus pensamientos. En cierta ocasión, Dante encontró un raro volumen en una botica de Siena, y pasó todo el día leyendo, sentado en un banco, afuera, sin percatarse siquiera de la fiesta callejera que se desarrollaba delante mismo de donde él estaba, sin reparar en los músicos ni en las mujeres que danzaban.
Una vez acomodado en su estudio, con un tazón de gachas de avena y leche, un alimento que se contentaba con repetir para almorzar la mayor parte de los días, Longfellow no podía dejar de pensar en la nota del patrullero Rey. Imaginó un millón de posibilidades diferentes y una docena de lenguas para aquellos garabatos, antes de enviar el jeroglífico —como ya hiciera Lowell —a su lugar en el fondo del cajón. De ese mismo cajón sacó las pruebas de imprenta de los cantos decimosexto y decimoséptimo del Inferno, claramente anotados con las sugerencias de la última sesión del Dante. Su escritorio permanecía vacío de poemas originales desde hacía tiempo. Fields había publicado una nueva «edición doméstica» de los más famosos poemas de Longfellow, y lo había convencido para que completase Tales of a Wayside Inn, esperando que eso estimulara la creación de nuevos poemas. Pero a Longfellow le parecía que nunca volvería a escribir algo original, y no se preocupaba por intentarlo. En otro tiempo, la traducción de Dante fue un interludio en su propia poesía, en sus Minehahas, sus Priscilas, sus Evangelinas. Había comenzado veinte años antes. Ahora, desde hacía cuatro, Dante se había convertido en su plegaria matutina y su trabajo diario.
Mientras Longfellow se servía su segunda y última taza de café, pensó en las noticias que Francis Child decía haber difundido entre sus amigos de Inglaterra: «Longfellow y su círculo están tan aquejados de la enfermedad toscana, que se atreven a clasificar a Milton como un genio de segundo rango en comparación con Dante». Milton era el estandarte de oro de los poetas religiosos para los eruditos ingleses y norteamericanos. Pero Milton escribió sobre el infierno y el cielo desde arriba y desde abajo, respectivamente, no desde dentro, lo que era más seguro. Fields, diplomático, para que nadie se sintiera herido, se rió cuando Arthur Hugh Clough dio cuenta del comentario en la Sala de Autores, en el Corner; pero, al enterarse, Longfellow sí se sintió un poquito mortificado.
Longfellow mojó su pluma de ave. De sus tres tinteros, bellamente decorativos, aquél era el que más apreciaba, pues en otro tiempo perteneció a Samuel Taylor Coleridge y luego a lord Tennyson, que se lo envió a Longfellow como un regalo de buenos deseos para la traducción de Dante. El solitario Tennyson pertenecía al demasiado reducido contingente que, en aquel país, comprendía de veras a Dante y lo tenía en alta estima, y que sabía de la Commedia algo más que unos pocos episodios del Inferno. España mostró un temprano aprecio por Dante, hasta que éste fue estrangulado por el dogma y maltratado bajo el reinado de la Inquisición. Voltaire dio inicio a la animosidad francesa hacia la «barbarie» de Dante, que aún continuaba. Incluso en Italia, donde Dante era más ampliamente conocido, el poeta fue utilizado en provecho propio por diversas facciones en lucha por el control del país. A menudo pensaba Longfellow sobre las dos cosas por las que Dante debió de haber suspirado más mientras escribía la Divina Commedia, desterrado de su amada Florencia: la primera, conseguir el retorno a la patria, lo que jamás se hizo realidad; la segunda, ver de nuevo a su Beatriz, lo cual nunca le fue posible al poeta.
Dante fue de un lado a otro como un vagabundo mientras componía su poema, y casi tuvo que pedir prestada la tinta para escribirlo. Cuando se aproximaba a las puertas de una ciudad extraña, seguro que no podía dejar de recordar que nunca más traspasaría las de Florencia. Cuando percibía las torres de los castillos feudales asomando en colinas distantes, pensaba cuán arrogantes son los fuertes y cómo abusan de los débiles. Cada arroyo y cada río le recordaban el Arno; cada voz que oía le decía con su acento extraño que permanecía en el destierro. El poema de Dante no era otra cosa que su búsqueda del hogar.
Longfellow era metódico en el reparto de su tiempo, y reservaba las primeras horas para escribir y, entrada la mañana, se dedicaba a sus asuntos personales, negándose a admitir visitantes hasta pasadas las doce. Excepto, claro está, a sus hijos.
El poeta hizo una criba en sus montones de cartas sin contestar, y se acercó la caja con sus autógrafos estampados en cuadraditos de papel. Desde la publicación de Evangelina, años antes, su popularidad había crecido, y Longfellow recibía regularmente correo de extraños, la mayoría de los cuales le solicitaba un autógrafo. Una joven de Virginia incluía su propio retrato, tamaño tarjeta de visita, en cuyo reverso estaba escrito: «¿Qué defecto puede hallarse en esto?», con su dirección debajo. Longfellow levantó una ceja y le mandó un autógrafo estándar sin comentario. «El defecto de una excesiva juventud», consideró responder. Después de sellar un par de docenas de sobres, escribió un gracioso desaire a otra dama. No le gustaba ser descortés, pero aquella peculiar peticionaria solicitaba cincuenta autógrafos, explicando que deseaba ofrecerlos en lugar de tarjetas de colocación para sus invitados a una cena. Estuvo encantado, en cambio, con una mujer que relataba la historia de su hija corriendo al salón después de encontrar un papaíto piernas largas sobre su almohada. Cuando se le preguntó qué ocurría, la niña anunció: «¡El señor Longfellow está en mi cuarto!».
A Longfellow le complació hallar en su montón de correo reciente una nota de Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, a quien había conocido recientemente mientras veraneaban en Nahant. Pasearon juntos muchas noches, después de que las niñas se hubieran dormido, a lo largo de la costa rocosa, conversando sobre la nueva poesía o sobre música. Longfellow le escribió una larga carta, en la que le contaba que las tres niñas preguntaban a menudo por ella. También le pedían que consiguiera que la señora Frere volviera el próximo verano al mismo sitio.
Le distraía de sus cartas la siempre presente tentación de la ventana frente a su escritorio. El poeta esperaba en todo momento un rebrote de fuerza creativa con el advenimiento del otoño. Su chimenea apagada rebosaba de hojas otoñales que imitaban unas llamas. Se dio cuenta de que el cálido y claro día se iba desvaneciendo con más rapidez de lo que parecía entre las paredes marrones de su estudio. La ventana daba a los prados abiertos, de los que Longfellow había adquirido recientemente varios acres, con lo cual quedaba despejado el camino hasta las nítidas aguas del río Charles. Encontró divertido pensar en la superstición popular de que había efectuado la compra con vistas a una revalorización de la propiedad, cuando en realidad él pretendía asegurarse la vista.
En los árboles ya no había hojas sino frutos castaños, y en los arbustos no había flores sino racimos de bayas rojas. El viento emitía una voz broncamente humana; el tono de un marido, no de un amante.
La jornada de Longfellow se desarrolló a su ritmo adecuado. Después de cenar, despachó al servicio y decidió dedicarse a la lectura de los periódicos. La última edición del Transcript publicaba el inquietante anuncio de Ednah Healey. El artículo contenía detalles del asesinato de Artemus Healey, que hasta entonces habían sido ocultados por la viuda «siguiendo el consejo de la oficina del jefe de policía y de otros funcionarios». Longfellow no pudo seguir leyendo, aunque ciertos detalles del artículo, como comprendería en las próximas y memorables horas, acudieron a su mente sin ser invocados. Lo que hizo insoportable para Longfellow la historia no fue tanto la pena por el juez presidente cuanto por la viuda.
Julio de 1861. Los Longfellow debían haber estado en Nahant. Soplaba una fresca brisa marina que acariciaba Nahant, pero, por razones que nadie recordaba, los Longfellow aún no habían abandonado el implacable sol y el calor de Cambridge.
Un grito de dolor llegó hasta el estudio procedente de la biblioteca contigua. Dos niñas chillaban aterrorizadas. Fanny Longfellow estaba sentada con la pequeña Edith, a la sazón de ocho años, y con Alice, de once, sellando paquetitos con sus rizos recién cortados para guardarlos como recuerdo. La pequeña Annie Allegra dormía profundamente arriba. Fanny había abierto una ventana con la vana esperanza de un soplo de aire. La conjetura más probable en los días que siguieron —pues nadie vio con exactitud qué sucedió; en realidad, nadie hubiera podido ver algo tan breve y arbitrario— era que una gota de cera caliente para sellar cayó sobre su ligero vestido veraniego. En un instante estaba ardiendo.
Longfellow se hallaba de pie junto a su escritorio, en el estudio, vertiendo arena negra sobre un poema recién escrito, a fin de secar la tinta. Fanny corrió gritando, procedente de la habitación contigua. Su vestido era ahora todo llamas, amoldándose a su cuerpo como seda oriental. Longfellow la envolvió en una alfombra y la tendió en el suelo.
Una vez apagado el fuego, transportó el cuerpo tembloroso al dormitorio. Más tarde, aquella noche, los médicos la hicieron descansar administrándole éter. Por la mañana, asegurando a Longfellow en un susurro aventurado que experimentaría muy poco dolor, la enferma tomó un poco de café y se sumergió en el coma. El servicio fúnebre, celebrado en la biblioteca de la casa Craigie, coincidió con el decimoctavo aniversario de boda. La cabeza fue la única parte del cuerpo que el fuego respetó, y en su hermoso cabello se colocó una guirnalda de flores de azahar.
El poeta estuvo confinado en su cama aquel día, sufriendo sus propias quemaduras, pero pudo oír llorar sin restricciones a sus amigos, mujeres y hombres, abajo, en la sala. Lloraban por él, le constaba, lo mismo que por Fanny. En su estado mental, abatido pero alerta, resultó que podía identificar a las personas por su llanto. Sus quemaduras faciales requerirían que se dejara una barba abundante, no sólo para ocultar las cicatrices, sino también porque ya no podría afeitarse. La decoloración de las palmas de sus flojas manos, ahora anaranjadas, duraría mucho, recordándole su desgracia antes de adquirir de nuevo su tono blanco.
Longfellow, recuperándose en su alcoba, levantó sus manos vendadas. Durante casi una semana, sus hijos pudieron oír palabras delirantes flotando en el vestíbulo, siempre que pasaban por él. La pequeña Annie, afortunadamente, era demasiado pequeña para comprender.
—¿Por qué no pude salvarla? ¿Por qué no pude salvarla?
Una vez la muerte de Fanny se hubo convertido en algo real para él, después de que pudo mirar a sus niñas de nuevo sin derrumbarse, Longfellow abrió su cajón de notas, cerrado con llave, donde en otro tiempo depositó fragmentos de traducciones de Dante. La mayor parte de lo que había hecho como ejercicios de clase en tiempos más llevaderos, no servía. Era alimento para el fuego. Aquello no era la poesía de Dante Alighieri, sino la de Henry Longfellow —el lenguaje, el estilo, el ritmo—, la poesía de alguien satisfecho de su vida. Cuando reemprendió la tarea, empezando por el Paradiso, esta vez no perseguía un estilo adecuado para trasladar las palabras de Dante. Era a este último a quien perseguía. Longfellow se apartaba del escritorio y vigilaba a sus tres hijas pequeñas, al aya, a sus pacientes hijos —ahora hombres inquietos—, al servicio que había contratado y a Dante. Longfellow comprendió que apenas podría escribir una sola palabra de su propia poesía, pero que era incapaz de dejar de trabajar sobre Dante. Sentía la pluma en su mano como un mazo. Difícil de manejar con agilidad, pero ¡qué fuerza explosiva!
Longfellow no tardó en encontrar refuerzos en torno a su mesa: en primer lugar a Lowell, y luego a Holmes, Fields y Greene. Longfellow decía a menudo que habían formado el club Dante para entretenerse durante los crudos inviernos de Nueva Inglaterra. Ésta era la manera modesta con que expresaba la importancia que para él tenía aquel trabajo. La atención a los defectos y deficiencias no era en ocasiones para Longfellow el principal motivo de acuerdo, pero cuando las críticas eran ásperas, la subsiguiente cena actuaba como desagravio.
Reanudando su revisión de aquellos últimos cantos del Inferno, Longfellow oyó un golpe hueco procedente de fuera de la casa Craigie. Trap dejó escapar un agudo ladrido.
—¿Trap? ¿Qué ocurre, viejo amigo?
Pero Trap, no hallando razón para inquietarse, bostezó y volvió a escarbar en el cálido forro de paja de su cesto de color champán. Longfellow miró en el comedor sin iluminar pero no vio nada. Luego, un par de ojos surgieron de la negrura, seguidos por lo que parecía un relámpago cegador. El corazón de Longfellow dio un vuelco, no tanto por la aparición de un rostro sino por el rostro mismo, si es que era tal, y que se desvaneció de pronto, después de que los ojos se fijaran en él. El cristal se empañó por causa del suspiro de Longfellow, el cual retrocedió, golpeándose con una vitrina y derribando al suelo toda una colección de platos de la familia Appleton (un regalo de boda, como lo fue la propia casa Craigie, del padre de Fanny). El acumulativo estrépito que siguió resonó tumultuosamente, provocando que Longfellow emitiera un irracional grito de angustia.
Trap dio un brinco y ladró con lo que daban de sí sus escasas fuerzas. Longfellow huyó del comedor en dirección a la sala, y luego junto al perezoso fuego de leña de la biblioteca, donde examinó las ventanas en busca de otra señal de aquellos ojos. Esperaba que Jamey Lowell o Wendell Holmes aparecieran en la puerta y le pidieran excusas por el involuntario susto y por la hora tardía. Pero mientras le temblaba la mano que utilizaba para escribir, todo cuanto Longfellow podía distinguir más allá de la ventana era negrura.
Mientras el grito de Longfellow sonaba en la calle Brattle, las orejas de James Russell Lowell estaban medio sumergidas en la bañera. Escuchaba el hueco gotear del agua y dejaba que se le cerraran los párpados, preguntándose adónde había ido a parar su vida. El tragaluz de lo alto estaba abierto y sujeto con un puntal, y la noche era fría. Si Fanny entrara, sin duda lo mandaría en seguida a la cama caliente.
Lowell se había alzado a la fama cuando la mayor parte de los poetas célebres eran considerablemente mayores que él, incluidos Longfellow y Holmes, que lo aventajaban en unos diez años. Se había mostrado tan satisfecho con su título de Joven Poeta, que a los cuarenta y ocho le parecía haber cometido algún error para perderlo.
Fumó indiferente su cuarto cigarro del día, sin cuidar de que la ceniza ensuciara el agua. Podía recordar ocasiones, tan sólo unos pocos años antes, cuando la bañera le parecía demasiado espaciosa para su cuerpo. Se preguntaba por las hojas de navaja que años atrás guardó, escondiéndolas, en la repisa superior y ahora desaparecidas. ¿Acaso Fanny o Mab, más perspicaces de lo que él se permitía creer, sospecharon de los negros pensamientos que a menudo le rondaban mientras se bañaba? En su juventud, antes de conocer a su primera esposa, Lowell llevaba estricnina en el bolsillo del chaleco. Decía haber heredado aquella gota de sangre negra de su pobre madre. Hacia la misma época, Lowell se apoyó una pistola amartillada en la frente, pero estaba demasiado asustado para apretar el gatillo, circunstancia de la que seguía avergonzándose de corazón. Tan sólo había estado presumiendo ante sí mismo de que era capaz de una acción tan definitiva.
Cuando murió Maria White Lowell, su marido, con el que llevaba casada nueve años, se sintió viejo por vez primera, como si de repente tuviera un pasado; algo ajeno a su vida actual, de la que ahora se veía desterrado. Lowell consultó al doctor Holmes para que le diera un diagnóstico profesional sobre sus oscuras emociones. Holmes le recomendó acostarse puntualmente a las diez y media de la noche, y tomar agua fresca en lugar de café por la mañana. Le fue bien, pensaba Lowell ahora, que Wendell cambiara el estetoscopio por el atril profesoral; no hubiera tenido paciencia para presenciar el sufrimiento hasta el final.
Fanny Dunlap había sido la pequeña aya de Mabel tras la muerte de Maria, y quizá alguien al margen de su vida hubiera sabido que era inevitable que acabara sustituyendo a Maria a los ojos de Lowell. La transición a una nueva y más sencilla esposa no resultó tan difícil como Lowell había temido, y eso muchos amigos se lo recriminaron. Pero él no iba a llevar el dolor prendido en la manga. Lowell aborrecía el sentimentalismo desde el fondo de su alma. Además, la verdad era que a Maria ya no la sentía como algo real la mayor parte del tiempo. Era una visión, una idea, un débil destello en el cielo, como las estrellas que se van difuminando antes del crepúsculo matutino. «Mi Beatriz», había escrito Lowell en su diario. Pero incluso esa doctrina demandaba toda la energía del alma para creer en ella, y desde mucho antes sólo el más vago espectro de Maria ocupaba sus pensamientos.
Además de Mabel, Lowell tuvo tres hijos con Maria, el más sano de los cuales vivió dos años. La muerte de este último niño, Walter, precedió en un año a la de Maria. Fanny tuvo un aborto poco después de su matrimonio y quedó incapacitada para la maternidad. Así pues, a James Russell Lowell sólo le vivía un vástago, una hija, criada desde el principio por una segunda esposa estéril.
Cuando era pequeña, Lowell pensó que bastaba esperar que Mabel fuera una mozuela corpulenta, fuerte, vulgar, que amasara barro y trepara a los árboles. Le enseñó a nadar, a patinar y a caminar veinte millas por día, tal como él podía hacerlo.
Pero desde tiempo inmemorial los Lowell habían tenido hijos varones. El propio Jamey Lowell tenía tres sobrinos que habían servido y muerto en el ejército de la Unión. Tal era su destino. El abuelo de Lowell fue el autor de la original ley antiesclavitud de Massachusetts. Pero J. R. Lowell no había tenido hijos varones, no había un James Lowell Junior que contribuyera a la mayor causa de su época. Walt había sido un niño fornido durante unos pocos meses, y seguro que hubiera llegado a ser tan alto y valeroso como el capitán Oliver Wendell Holmes Junior.
Lowell dejó que sus manos se recrearan en atusarse las guías de su bigote, semejante a unos colmillos de morsa, y cuyos extremos empapados se rizaban como los de un sultán. Pensó en The North American Review y en cuánto tiempo le robaba. Organizar originales y juzgarlos era como abusar de su talento, y ya había delegado esas tareas en su codirector, más puntilloso, Charles Eliot Norton, antes de que éste emprendiera un viaje a Europa a fin de que la señora Norton recuperase la salud. Todo apartaba a Lowell de la escritura: las cuestiones de estilo, gramática y puntuación en los artículos ajenos, así como la presión de las solicitudes personales de amigos cualificados y no cualificados, todos los cuales deseaban publicar. Y también la rutina de la enseñanza contribuía a malograr sus impulsos poéticos. Más que nunca, sentía que la corporación de Harvard estaba mirando por encima de su hombro, atormentando, cribando, zapando, cavando y excavando, dragando y arañando (y temía que también maldiciendo) su cerebro, como a los muchos inmigrantes californianos. Todo lo que él necesitaba para recobrar su imaginación era tumbarse bajo un árbol durante un año, sin otro quehacer que contemplar las manchas de sol sobre la yerba. Envidió a Hawthorne en su última visita a su amigo en Concord, por la torre que se había hecho construir sobre el tejado, a la que sólo él podía acceder a través de una trampa secreta sobre la que el novelista colocaba una pesada butaca.
Lowell no oyó las ligeras pisadas que ascendían por la escalera, y no advirtió que se abría de par en par la puerta del baño. Fanny la cerró tras ella. Lowell se enderezó con un sentimiento de culpabilidad.
—Aquí entra demasiado aire, querido.
Había un brillo de inquietud en sus ojos grandes, casi orientales.
—Jamey, está aquí el hijo del encargado del campus. Le he preguntado qué ocurre, pero dice que quiere hablar contigo. Lo he hecho pasar a la sala de música. El pobre viene jadeando.
Lowell se envolvió en su batín y bajó las escaleras de dos en dos. El joven, torpe, con grandes dientes caballunos que le sobresalían del labio superior, permanecía junto al piano con los brazos cruzados, como si, nervioso, se dispusiera a dar un concierto.
—Le ruego que me perdone, señor, por la molestia… Venía yo por Brattle y creí oír un ruido fuerte en la vieja casa Craigie… Pensé llamar al profesor Longfellow para comprobar que todo estaba en orden (todos los compañeros dicen que es una persona amable), pero como no lo conozco…
El corazón de Lowell se aceleró a causa del pánico. Agarró al muchacho por los hombros.
—¿Qué era ese ruido que oíste, chico?
—Un gran golpe. Y luego un estrépito de algo que se rompía. —El joven trató sin éxito de demostrar mediante un gesto cómo fue el ruido—. El perrito, uh, Trap, ¿no se llama así?, ladró lo bastante como para excitar a Pluto. Y luego, un grito fuerte. Creo que lo fue, señor. Yo nunca había oído un alarido así, señor.
Lowell le pidió al muchacho que aguardara y corrió a su vestidor, tomando las zapatillas y los pantalones de tartán a los que, en circunstancias normales, Fanny hubiera puesto objeciones estéticas.
—Jamey, no irás a salir a estas horas —insistía Fanny Lowell—. ¡Últimamente ha habido una oleada de asaltos!
—Se trata de Longfellow. Este chico cree que ha podido ocurrirle algo.
Ella se quedó tranquila, y Lowell le prometió que cogería su fusil de caza y, con él al hombro, se encaminaría a la calle Brattle acompañado por el hijo del encargado del campus.
Longfellow aún estaba temblando cuando acudió a la puerta, y aún tembló más al ver el arma de Lowell. Se excusó por el lío y describió el incidente sin adornos, insistiendo en que su imaginación se había visto agitada momentáneamente.
—Karl —dijo Lowell, y tomó de nuevo por los hombros al hijo del encargado del campus—. Corre a la comisaría y que venga un patrullero.
—Oh, no será necesario —objetó Longfellow.
—Ha habido una oleada de robos, Longfellow. La policía inspeccionará todo el vecindario y se asegurará de que todo está en orden. Ande, no sea obstinado.
Lowell esperó que Longfellow opusiera más resistencia, pero no lo hizo. Lowell dirigió un gesto de asentimiento a Karl, que salió a todo correr hacia la comisaría con el entusiasmo infantil por las emergencias. En el estudio de la casa Craigie, Lowell se desplomó en la butaca junto a Longfellow y se ajustó el batín sobre los pantalones. Longfellow se excusó por haber molestado a Lowell con un asunto tan baladí, e insistió en que regresara a Elmwood. Pero también insistió en preparar un té.
James Russell Lowell captó que no había nada de baladí en el temor de Longfellow.
—Probablemente, Fanny está agradecida —dijo, riendo—. Protesta por mi costumbre de abrir la ventana del baño mientras estoy en la bañera. Por lo de la «muerte en el baño».
Aún ahora Lowell se sentía incómodo al pronunciar el nombre de Fanny delante de Longfellow, e inconscientemente trataba de alterar su inflexión de voz. El nombre le robaba algo a Longfellow; sus heridas aún eran recientes. Nunca hablaba de su propia Fanny. No escribió sobre ella, ni siquiera un soneto o un poema elegíaco en su memoria. Su diario no contenía una sola mención a la muerte de Fanny Longfellow en la primera entrada tras su fallecimiento, Longfellow copió unas líneas de un poema de Tennyson: «Duerme dulcemente, en paz, tierno corazón». Lowell creía haber comprendido bien por qué Longfellow escribió tan poca poesía original en los últimos años, en su retiro dedicado a Dante. Si Longfellow escribiera sus propias palabras, la tentación de incluir el nombre de ella sería demasiado fuerte, y entonces ella sería simplemente una palabra.
—Quizás era un simple turista que vino para ver la casa de Washington —aventuró Longfellow riendo amablemente—. ¿Le dije que la semana pasada se presentó uno a ver «el cuartel del general Washington, por favor»? Cuando se iba, supongo que planeando su próxima parada, preguntó si Shakespeare vivió en los alrededores.
Ambos rieron.
—¡Santo Dios! ¿Y qué le contestó?
—Le dije que, si Shakespeare se había mudado por aquí cerca, no me lo había encontrado.
Lowell se recostó en la butaca.
—Buena contestación, vaya que sí. Creo que la luna nunca se pone en Cambridge, a juzgar por la cantidad de lunáticos que hay por aquí. ¿Estaba trabajando en Dante a estas horas? —Las pruebas que Longfellow había sacado estaban sobre su mesa verde—. Mi querido amigo, su pluma está siempre mojada. Se está consumiendo poco a poco.
—No me fatigo excesivamente. Desde luego que, a veces, siento los obstáculos, como las ruedas atascadas en la arena profunda. Pero algo me urge a continuar con este trabajo, Lowell, y no me dejará reposar.
Lowell estudió la prueba de imprenta.
—Canto decimosexto —dijo Longfellow—. Debe ir a la imprenta, pero me resisto. Cuando Dante se encuentra con los tres florentinos dice: «S'i' fossi stato dal foco coperto…».
—«Si yo hubiera estado a cubierto del fuego —leyó Lowell en la traducción de su amigo, a la vez que Longfellow recitaba en italiano—, me hubiera arrojado entre ellos, y creo que mi guía lo habría tolerado». Sí, nunca deberíamos olvidar que Dante no es un mero observador del infierno; también corre peligro físico y metafísico a lo largo del recorrido.
—No consigo dar con la correcta versión en inglés. Algunos dirían, supongo, que en la traducción la voz del autor extranjero debería ser modificada en favor de la suavidad del verso. Por el contrario, yo quiero, como traductor, ser como un testigo en el estrado, alzando la mano derecha y jurando decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Trap empezó a ladrar junto a Longfellow y le arañó la pernera del pantalón. Longfellow sonrió.
—Trap ha ido tantas veces a la imprenta, que cree haber traducido a Dante desde el principio.
Pero Trap no ladraba por la filosofía de la traducción de Longfellow. El terrier corrió al vestíbulo. Una llamada atronadora sonó en la puerta de Longfellow.
—Ah, la policía —dijo Lowell, impresionado por la rapidez de su llegada y retorciéndose el empapado bigote.
Longfellow abrió la puerta principal.
—Vaya, esto sí que es una sorpresa —dijo con el tono de voz más hospitalario que pudo hallar en aquel momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó J. T. Fields, de pie en el amplio umbral, frunciendo el ceño y quitándose el sombrero—. Recibí un mensaje en mitad de nuestra partida de whist, ¡precisamente en un momento en que le estaba ganando a Bartlett! —Sonrió brevemente, mientras colgaba el sombrero—. Se me pedía que viniera en seguida. ¿Todo está en orden, mi querido Longfellow?
—Yo no mandé ese mensaje, Fields —dijo Longfellow en tono de excusa—. ¿Estaba Holmes con usted?
—No, y lo estuvimos esperando media hora antes de empezar.
Un susurro de hojas secas avanzó hacia ellos. En un momento, se hizo visible la menuda figura de Oliver Wendell Holmes, con sus botas altas aplastando las hojas, media docena a un tiempo, recorriendo el sendero enladrillado de Longfellow con un paso dos veces más rápido de lo habitual en él. Fields se apartó y Holmes se apresuró a rebasarle y a entrar en el vestíbulo jadeando.
—¡Holmes! —se sorprendió Longfellow.
El frenético doctor advirtió horrorizado que Longfellow jugueteaba con unas páginas de los Cantos de Dante.
—¡Por Dios, Longfellow! —exclamó el doctor Holmes—. ¡Aparte eso!